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—Siberia —dijo Alek.

La palabra sonó dura y fría en sus labios, tan imponente como el paisaje que sobrevolaban.

—No estaremos sobre Siberia hasta mañana. Y atravesarla nos llevará al menos una semana. Rusia es condenadamente grande —dijo Dylan, que se encontraba sentado a la mesa y seguía devorando su desayuno.

—Y fría —añadió Newkirk.

Estaba de pie junto a Alek ante la ventana del comedor de oficiales, sujetando una taza de té con ambas manos.

—Fría —repitió Bovril.

La criatura se aferró con más fuerza al hombro de Alek y su cuerpo se estremeció con un escalofrío.

Era principios de octubre, por lo que en el suelo todavía no había ni rastro de nieve, sin embargo, el cielo de un frío azul estaba completamente despejado. El marco de la ventana todavía estaba cubierto por un cerco de escarcha que se había acumulado durante la gélida noche anterior.

«Otra semana sobrevolando este yermo», pensó Alek. Cada vez más lejos de Europa, de la guerra y de su destino. El Leviathan seguía volando rumbo al este, probablemente hacia el Imperio del Japón, aunque nadie le confirmaría su destino. A pesar de que había contribuido a la causa británica durante su estancia en Estambul, los oficiales de la aeronave aún consideraban a Alek y a sus hombres poco más que prisioneros. Él era un príncipe clánker; ellos, darwinistas, y la Gran Guerra entre ambas formas de tecnología se extendía cada vez más rápido con el paso de los días.

—Hará mucho más frío en cuanto viremos hacia el norte —dijo Dylan, con la boca llena con su desayuno—. Deberíais terminaros las patatas, os ayudarán a entrar en calor.

Alek se volvió.

—Pero si ya casi estamos al norte de Tokio, ¿por qué nos desviamos?

—Estamos siguiendo el rumbo adecuado. El señor Rigby nos hizo trazar una ruta de gran círculo la semana pasada y nos llevó directamente hacia Omsk —dijo Dylan.

—¿Una ruta de gran círculo?

—Es un truco de navegación —explicó Newkirk.

Echó el aliento sobre la ventana que tenía ante él y dibujó con el dedo una línea curva parecida a una sonrisa hecha del revés.

—La Tierra es redonda y el papel es plano, ¿de acuerdo? Por ello, un rumbo en línea recta parece curvo cuando lo dibujas en el mapa. Siempre terminas más al norte de lo que podrías pensar.

—Excepto cuando te encuentras bajo la línea del Ecuador —añadió Dylan—. Entonces sucede justo al revés.

Bovril soltó una risita, como si aquello de las rutas de gran círculo fuera algo de lo más divertido. Pero Alek no había entendido ni una sola palabra, aunque en realidad tampoco esperaba hacerlo.

Era para volverse loco. Dos semanas antes había ayudado a liderar una revolución contra el sultán otomano, gobernador de un antiguo Imperio. Los rebeldes habían agradecido los consejos de Alek, sus habilidades como piloto y su oro, y juntos habían vencido.

Pero a bordo del Leviathan era un peso muerto, un desperdicio de hidrógeno, tal y como la tripulación llamaba a cualquier cosa inútil. Aunque pasase cada día junto a Dylan y Newkirk, él no era un cadete. No sabía interpretar las lecturas del sextante, ni hacer un nudo decente ni calcular la altitud de la aeronave.

Y lo peor de todo era que ya ni siquiera le necesitaban en las cápsulas de los motores. En el mes que había pasado planeando la revolución en Estambul, los ingenieros darwinistas habían aprendido mucho sobre mekánica clánker. A Hoffman y a Klopp ya no les llamaban para que ayudaran con los motores, por lo que él tampoco era necesario como intérprete.

Desde el primer momento en que había subido a bordo, Alek había soñado con servir en el Leviathan de alguna forma. Pero lo que él podía aportar: pilotar caminantes, esgrima, hablar seis idiomas y ser el sobrino-nieto de un emperador, parecía no tener ningún valor en una aeronave. Sin duda, era mucho más útil como joven príncipe que se había hecho famoso por cambiarse de bando que como aviador.

Era como si todo el mundo intentara hacer de él un desperdicio de hidrógeno.

Entonces Alek recordó algo que solía decirle su padre: «La única manera de ponerle remedio a la ignorancia es admitirla». Inspiró profundamente.

—Sé perfectamente que la Tierra es redonda, señor Newkirk. Pero sigo sin entender lo de «la ruta de gran círculo».

—Es muy fácil de entender si tienes un globo terráqueo delante —dijo Dylan, retirando el plato—. Hay uno en la sala de navegación. Cuando no haya oficiales a la vista, nos colaremos dentro.

—Me parece bien —Alek se volvió nuevamente hacia la ventana y cruzó las manos tras la espalda.

—No hay nada de qué avergonzarse, príncipe Aleksandar —dijo Newkirk—. Yo aún tardo una eternidad en planear el rumbo adecuado. No como al señor Sharp, que ya lo sabía todo sobre los sextantes incluso antes de unirse al Servicio Aéreo.

—No todos tenemos la suerte de tener un padre aviador —dijo Alek.

—¿Padre? —Newkirk se volvió ceñudo—. Pero ¿no era su tío el que era aviador, señor Sharp?

Bovril emitió un ruidito y clavó sus pequeñas garras en el hombro de Alek. Dylan, sin embargo, no dijo nada. Raramente hablaba de su padre, que había muerto quemado ante sus ojos. El accidente aún atormentaba a Dylan, y el fuego era lo único que le daba miedo.

Alek se maldijo por ser tan tonto, preguntándose por qué habría tenido que mencionar a aquel hombre. ¿Acaso estaba furioso con Dylan porque era tan bueno en todo lo que hacía?

Iba a disculparse cuando Bovril se movió nuevamente y se inclinó hacia adelante para mirar por la ventana.

—Bestia —dijo el loris perspicaz.

Una mancha negra planeaba ante sus ojos, revoloteando por el azul cielo vacío. Era un ave enorme, mucho más grande que los halcones que habían rodeado la aeronave cuando esta había sobrevolado las montañas unos días antes. Tenía el tamaño y las garras de un depredador, pero su forma era muy diferente a la de cualquier otro que Alek hubiera visto antes.

Se dirigía directamente hacia la aeronave.

—¿No le parece un tanto extraño ese pájaro, señor Newkirk?

Newkirk regresó a la ventana y miró por los prismáticos, que aún llevaba al cuello desde su turno de vigilancia matutina.

—Sí —dijo un instante después—. ¡Creo que es un águila imperial!

Tras ellos se oyó el ruido de las patas de una silla arrastrándose deprisa por el suelo. Dylan apareció enseguida junto a la ventana, protegiéndose los ojos con ambas manos.

—¡Caramba, tenías razón! ¡Tiene dos cabezas! Pero las águilas imperiales solo transportan mensajes del mismísimo zar…

Alek miró fijamente a Dylan, preguntándose si habría oído bien.

—¿Dos cabezas?

El águila planeó aún más cerca y pasó velozmente junto a la ventana en un torbellino de plumas negras. El sol matutino provocaba destellos dorados de su arnés. Bovril rompió a reír como un loco cuando vio pasar al ave.

—Se dirige al puente, ¿verdad? —preguntó Alek.

—Sí —repuso Newkirk y bajó los prismáticos—. Los mensajes importantes se entregan directamente al capitán.

Alek sintió que un rayo de esperanza cambiaba su malhumor. Los rusos eran aliados de los británicos, colegas darwinistas que fabricaban mamutinos y osos de guerra gigantescos. Quizás el zar necesitaba que le ayudasen en la lucha contra los ejércitos clánker y aquel mensaje eran órdenes para que dieran la vuelta. Incluso luchar en el helado frente ruso se le antojaba mucho mejor que malgastar más tiempo en aquel páramo.

—Tengo que saber lo que dice ese mensaje.

Newkirk soltó un bufido.

—¿Por qué no va a ver al capitán y se lo pregunta?

—Sí. Y ya que vas, cuando lo veas pídele de mi parte que me proporcione un camarote más cálido —dijo Dylan.

—¿Qué hay de malo en ello? —respondió Alek—. Aún no me ha encerrado en un calabozo.

Cuando Alek había regresado al Leviathan, hacía dos semanas, pensó que le harían prisionero por haber abandonado la aeronave. Y, sin embargo, los oficiales le habían tratado con respeto. Después de todo, quizás no era tan malo que todo el mundo supiese finalmente que era el hijo del difunto archiduque Ferdinand, y no solamente un noble austriaco cualquiera que intentaba escapar de la guerra.

—¿Cuál podría ser una buena excusa para presentarse en el puente? —preguntó.

—No necesitamos ninguna excusa —dijo Newkirk—. Ese pájaro ha venido volando desde San Petersburgo. Nos ordenarán que vayamos a buscarlo para acomodarlo y alimentarlo.

—Y además no has visto nunca la halconera, príncipe —añadió Dylan—. Tal vez quieras acompañarme.

—Gracias, señor Sharp —dijo Alek con una sonrisa—. Me encantaría.

Dylan regresó a la mesa y a sus deliciosas patatas, agradecido quizás de que la conversación sobre su padre hubiese terminado. Alek decidió disculparse antes de que terminase el día.

Diez minutos más tarde, un lagarto mensajero asomó la cabeza por uno de los tubos que había en el techo del comedor de cadetes. Y con la voz del timonel jefe dijo:

—Señor Sharp, preséntese en el puente, por favor. Señor Newkirk, comuníquese con la cubierta de carga.

Los tres corrieron hacia la puerta.

—¿La cubierta de carga? —dijo Newkirk—. ¿Qué demonios querrán?

—Quizás quieren que vuelvas a inventariarlo todo de nuevo —dijo Dylan—. Tal vez este viaje sea algo más largo de lo previsto.

Alek frunció el ceño. ¿Ese «algo más» significaría regresar a Europa o seguir avanzando en la misma dirección?

Mientras los tres se dirigían hacia el puente, pudo sentir cómo la nave viraba a su alrededor. No había sonado ninguna alarma, pero la tripulación se movía frenéticamente. Cuando Newkirk se separó de ellos para bajar por la escalera central, un grupo de aparejadores con traje de piloto pasó por su lado apresuradamente, también hacia abajo.

—¿Adónde demonios van? —preguntó Alek.

Los aparejadores siempre trabajaban en la parte superior de la nave, en las cuerdas que sujetaban la enorme membrana de hidrógeno.

—Una muy buena pregunta —dijo Dylan—. El mensaje del zar parece habernos puesto patas arriba.

Frente a la puerta del puente había apostado un guarda, y del techo colgaban una docena de lagartos mensajeros que aguardaban a que se librasen más órdenes. El ritmo de hombres, criaturas y máquinas era más agitado de lo habitual. Bovril se revolvió sobre el hombro de Alek, que sintió el rumor del cambio de velocidad de los motores bajo las suelas de sus botas. La aeronave estaba llegando a avante toda máquina.

Arriba, ante el timón maestro, los oficiales estaban reunidos alrededor del capitán, que sostenía un ornamentado pergamino. La doctora Barlow se hallaba también entre los presentes, con su loris sobre el hombro y su mascota, el tilacino Tazza, sentada a su lado.

A su derecha, Alek oyó un graznido, y al volverse se encontró cara a cara ante la criatura más sorprendente que había visto jamás…

El águila imperial era tan grande que no cabía en la jaula de aves mensajeras que había en el puente, por lo que estaba posada sobre la mesa de señales. Alternaba su peso de una garra a la otra y agitaba sus brillantes alas negras.

Y lo que Dylan había dicho era verdad. La criatura tenía dos cabezas, y dos cuellos, claro está, enlazados el uno al otro como dos negras serpientes emplumadas. Mientras Alek las observaba horrorizado, una de las cabezas trató de picar a la otra y de su boca surgió serpenteante una lengua roja.

—¡Dios mío! —exclamó.

—Tal y como te la describimos. Es un águila imperial —dijo Dylan.

—Es una abominación, querrás decir.

En ocasiones parecía que las criaturas de los darwinistas hubieran sido fabricadas no para ser útiles, sino con el único propósito de tener una apariencia horrible.

Dylan se encogió de hombros.

—Tan solo es un ave de dos cabezas, igual que la del escudo de armas del zar.

—Sí, claro —dijo Alek—. Pero se supone que se trata de un águila simbólica.

—Y esta bestia también lo es, solo que además respira.

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«EL MENSAJERO DE DOS CABEZAS».

—Buenos días, príncipe Aleksandar —dijo la doctora Barlow, que había dejado el grupo de oficiales y cruzado el puente con el pergamino del zar en la mano—. Veo que ya conoce a nuestro visitante. Un magnífico ejemplar de fabricación rusa, ¿no le parece?

—Buenos días, señora —dijo Alek e hizo una reverencia—. No sé muy bien de qué es un buen ejemplar esta criatura, solo sé que la encuentro un tanto…

Tragó saliva al ver a Dylan poniéndose un par de gruesos guantes de halconero.

—¿Poco original? —dijo la doctora Barlow soltando una risita—. Supongo que es verdad, pero al zar Nicolás realmente le encantan sus mascotas.

—Mascotas, ¡bah! —repitió su loris, que estaba colgado de su nueva percha en las jaulas de las gaviotas mensajeras, y Bovril soltó una risita.

Las dos criaturas empezaron a susurrarse frases sin sentido la una a la otra, tal y como hacían siempre que se encontraban.

Alek apartó la mirada del águila.

—En realidad estoy más interesado en el mensaje que transportaba.

—Ah… —empezó a enrollar el mensaje que tenía en sus manos—. Me temo que eso es secreto militar, al menos por el momento.

Alek frunció el ceño. Sus aliados de Estambul nunca habían tenido secretos para él.

Si tan solo hubiera podido quedarse allí de algún modo. Según los periódicos, los rebeldes ya controlaban la capital y el resto del Imperio otomano iba cayendo bajo el impulso de la revuelta. Por lo menos allí le tratarían con respeto; sería alguien útil, y no un desperdicio de hidrógeno. Además, ayudar a los rebeldes a derrocar al sultán había sido la hazaña más útil que jamás había llevado a cabo. Había dejado a los alemanes sin un valioso aliado y había demostrado que él, el príncipe Aleksandar de Hohenberg, podía marcar la diferencia en aquella guerra. ¿Por qué habría hecho caso a Dylan y había regresado a aquella abominable aeronave?

—¿Estáis bien, príncipe? —preguntó la doctora Barlow.

—Tan solo quisiera saber qué es lo que ustedes, darwinistas, están tramando —dijo Alek. Su voz sonó con un tono súbitamente colérico—. Si me llevaseis a mí y a mis hombres a Londres encadenado, al menos eso tendría algo de sentido. ¿Por qué motivo nos arrastran de este modo por el mundo?

La doctora Barlow habló en un tono tranquilizador.

—Todos vamos allá a donde la guerra nos lleva, príncipe Aleksandar. Tampoco os ha ido tan mal a bordo de esta aeronave, ¿me equivoco?

Alek frunció el ceño, pero no pudo rebatir lo que la doctora había dicho. Después de todo, el Leviathan le había evitado tener que pasarse toda la guerra escondido en un gélido castillo en medio de los Alpes. Y le había conducido hasta Estambul, donde había infligido su primer golpe a los alemanes.

Recobró la compostura y dijo:

—Quizás no, doctora Barlow. Pero prefiero elegir mi propio rumbo.

—Ese momento tal vez está más cerca de lo que crees.

Alek enarcó una ceja, preguntándose qué habría querido decir.

—Ven conmigo, príncipe —dijo Dylan. Al águila le habían puesto capuchas y descansaba ahora tranquilamente sobre su brazo—. Discutir con científicos es una pérdida de tiempo. Y además, tenemos un pájaro que alimentar.