VEINTICUATRO

Images VEINTICUATRO Images

El señor William Randolph Hearst, sin duda sabía cómo celebrar un banquete.

Su comedor parecía la gran sala de un castillo medieval, con tapices en las paredes y tallas en el techo. Los candelabros eran italianos del siglo XVI, pero destellaban con pequeñas luces eléctrikas, y la chimenea de mármol era lo suficientemente grande para que Alek entrase en ella sin agacharse. Todo era muy chillón y un poco confuso, como si los decoradores de Hearst hubiesen ido de saqueo por toda Europa, haciendo caso omiso de su coste y de la tradición.

No obstante, la cena propiamente dicha era impecable. Langosta Vanderbildt, perdices asadas con salade d’Alger, urogallo chaud-froid, y de postre succès de Glace al estilo del Gran Hotel. Fue, de hecho, la primera comida decente que Alek había hecho desde su apresurada huida a escondidas de su hogar. Bovril había probado un poco de comida de cada plato y ahora estaba dormido hecho un ovillo en el alto respaldo de la silla de Alek, aunque las orejas de la criatura todavía se retorcían de vez en cuando.

A pesar de que Alek siempre había odiado asistir a cenas formales con sus padres, aquella era totalmente diferente. De niño no se le había permitido pronunciar ni una palabra cuando la conversación giraba en torno a la política, pero ahora él era una parte indispensable de la discusión. En una mesa de treinta comensales, Alek se sentaba a la diestra del señor Hearst y Tesla a la izquierda del anfitrión, con el capitán junto a él y los demás oficiales del Leviathan sentados correlativamente a cierta distancia. La doctora Barlow estaba disgustada, sentada en el extremo más alejado de la mesa con las otras damas; una de ellas era periodista de un rotativo y las demás eran actrices de películas. Se las habían presentado a Alek ante las cámaras, y las actrices sonreían a las zumbantes cámaras como si fuesen viejos amigos. Deryn, por supuesto, un tripulante común, no estaba allí.

Cuando la cena estaba tocando a su fin, el señor Hearst expresó sus puntos de vista sobre la guerra.

—Wilson, por supuesto, se posicionará en el bando de sus amigos británicos y no protestará por el bloqueo de la Marina Real británica a Alemania. ¡Sin embargo propagaría a los cuatro vientos que es un sangriento asesinato, si los submarinos alemanes hiciesen lo mismo a Gran Bretaña!

Alek asintió con la cabeza. El presidente Wilson era del sur, recordó, educado como darwinista.

—Pero él afirma que quiere la paz —intervino el conde Volger, que estaba sentado frente al primer oficial del Leviathan, lo suficientemente cerca para unirse a la conversación—. ¿Usted le cree?

—¡Oh, desde luego, conde! ¡La única cosa decente de este hombre es que quiere la paz! —Hearst apuñaló su postre con una cuchara—. Imagínense si aquel vaquero, Roosevelt, hubiese sido elegido. ¡Nuestros muchachos ya estarían allí!

Alek miró al capitán Hobbes, que sonreía y asentía cortésmente.

—Sin duda los británicos agradecerán que los americanos luchen a su lado, si pudiesen llegar a un acuerdo de algún modo.

—Esta guerra se extenderá por todo el mundo, tarde o temprano —dijo el señor Tesla gravemente—. Por esta razón debemos terminarla ya.

—¡Exactamente! —Hearst le dio una palmada en la espalda, y el inventor hizo una mueca, aunque su anfitrión no pareció darse cuenta—. Mis cámaras y periódicos seguirán todos sus pasos en su andadura. ¡Para cuando usted llegue a Nueva York, ambos bandos ya habrán recibido una buena advertencia de que es hora de detener esta locura!

Alek se dio cuenta de que la sonrisa del capitán Hobbes se congeló al escuchar el fragmento «ambos bandos» de la charla. Por supuesto, el arma del señor Tesla podría ser utilizada contra Londres tan fácilmente como contra Berlín o Viena. Alek se cuestionó si los británicos tenían planes para asegurarse de que no fuera así.

—Tengo fe en que el mundo considerará que mi descubrimiento es esperanzador —dijo el señor Tesla simplemente—. Y no un motivo de temor.

—Estoy seguro de que nosotros, los darwinistas, lo consideraremos así —afirmó el capitán Hobbes, y alzó su copa—: Por la paz.

—Por la paz —dijo Volger, y Alek rápidamente se unió a él.

El brindis siguió por toda la mesa y, cuando los camareros se acercaron a verter más brandy a los caballeros, Bovril murmuró las palabras en sueños. Pero Alek en realidad dudaba de si alguno de los huéspedes americanos estaba preocupado de veras por una guerra que tenía lugar a miles de kilómetros de distancia.

—Así que vayamos al grano, capitán —dijo el señor Hearst—. ¿Dónde va a hacer escala en su viaje de camino a Nueva York? Tengo periódicos en Denver y Wichita. ¿O tan solo recalará en las grandes ciudades como Chicago?

—¡Ah! —exclamó el capitán, depositando su vaso con cuidado sobre la mesa—. Lo siento, pero me temo que no vamos a hacer escala en ninguno de esos lugares. No se nos permite.

—El Leviathan es una nave de guerra de una potencia que está en guerra —explicó Alek—. Tan solo puede permanecer en un puerto neutral veinticuatro horas. Sencillamente, no podemos volar a través de su país y detenernos donde nos apetezca.

—¡Pero qué sentido tiene una gira publicitaria si no se detienen para cuidar las apariencias! —exclamó Hearst.

—Esa es una pregunta que no estoy cualificado para responder —dijo el capitán Hobbes—. Mis órdenes son simplemente que lleve al señor Tesla a Nueva York.

El conde Volger intervino.

—¿Y cómo pretende hacer eso, sin cruzar América?

—Tenemos dos posibilidades —explicó el capitán—. Habíamos planeado ir hacia el norte: Canadá forma parte del Imperio británico, por supuesto. Pero después de que la tormenta nos empujase hacia aquí, nos dimos cuenta de que, a través de México, podría ser más fácil.

Alek arrugó la nariz. Nadie le había mencionado aquel cambio de planes.

—¿Acaso México no es también neutral?

El capitán volvió las palmas de sus manos vacías hacia arriba.

—México se encuentra inmerso en una revolución, por lo tanto difícilmente pueden afirmar su neutralidad.

—En otras palabras, no pueden detenerle —dijo Tesla.

—La política es el arte de lo posible. Pero por lo menos va a ser bastante probable que no lo hagan —dijo el conde Volger.

—¡Una idea brillante! —el señor Hearst hizo señas a un criado, que se apresuró a encender su cigarro—. Volar a través de un país asolado por la guerra en un viaje en pro de la paz es una historia endemoniadamente buena.

Todo el mundo se quedó mirando al señor Hearst y Alek deseó que el hombre estuviese bromeando. Durante la revuelta otomana, Alek y Deryn habían perdido a su amigo Zaven, uno más entre los millares de muertos. Y por lo que a Alek le pareció entender, la revolución mexicana era un conflicto bastante más sangriento.

Cuando el incómodo silencio se alargó demasiado, él carraspeó un poco y dijo:

—Saben, un tío abuelo mío una vez fue emperador de México.

Hearst se lo quedó mirando.

—Pensaba que vuestro tío abuelo era el emperador de Austria.

—Sí, pero era un tío diferente —dijo Alek—. Estoy hablando de Ferdinand Maximilian, el hermano menor de Francisco José. Me temo que solamente duró tres años en México. Después le dispararon.

—Tal vez usted podría volar sobre su tumba —dijo Hearst, soplando la punta de su cigarro—. Lanzarle unas flores desde arriba, o algo así.

—Ah, sí, tal vez —Alek trató de ocultar su asombro, preguntándose de nuevo si aquel hombre estaba bromeando.

—El cuerpo del emperador fue devuelto a Austria. Era una época más civilizada —dijo el conde Volger.

—Puede que todavía podamos aprovechar algún ángulo de la noticia.

Hearst se volvió hacia el hombre que estaba sentado entre el Alek y el conde Volger.

—Asegúrese de obtener algunas fotos de Su Majestad en suelo mexicano.

—Desde luego, señor —aseguró el señor Francis, que había sido presentado a Alek como el director de la compañía de noticieros de Hearst.

Aquel hombre, junto con una joven periodista y unos asistentes de cámara, viajaría a Nueva York en el Leviathan.

—Cooperaremos en todo lo que nos sea posible —afirmó el capitán Hobbes, saludando al señor Francis con su vaso.

—Bueno, basta de política. ¡Es el momento para la diversión de la noche! —dijo el señor Hearst.

Siguiendo esta orden, una avalancha de camareros retiraron los últimos platos de la mesa. Las luces eléctrikas de las arañas de cristal se apagaron y el tapiz de la pared que había detrás de Alek se deslizó a un lado, dejando al descubierto un panel de tela de color blanco plateado.

—¿Qué sucede? —susurró Alek al señor Francis.

—Estamos a punto de ver la última obsesión del señor Hearst. Posiblemente una de las mejores películas que jamás se han hecho.

—Bueno, será sin duda la mejor que he visto nunca —murmuró Alek, girando su silla para ponerse de cara a la pantalla.

Su padre le había prohibido todos los entretenimientos de este tipo en su casa y los teatros públicos, por supuesto, habían estado fuera de cuestión. Alek tuvo que admitir que sentía curiosidad por ver de qué iba todo aquel alboroto.

Dos hombres vestidos con batas blancas empujaron una máquina sobre ruedas por la mesa apuntando a la pantalla. Se parecía un poco a las cámaras de filmar móviles que habían acechado a Alek todo el día, pero con un solo ojo en la frente. A medida que se encendía, un vacilante rayo de luz surgió del ojo, llenando la pantalla con oscuros garabatos. Seguidamente se materializaron unas palabras…

Los peligros de Pauline, rezaban las temblorosas letras blancas que permanecieron en la pantalla tanto tiempo que hasta un niño de cinco años podría haberlo leído una docena de veces. A continuación apareció el logotipo de Hearst-Pathé Pictures, mientras la luz del proyector resaltaba el humo del puro que estaba sobre la mesa del comedor, como un foco a través de la niebla.

Los actores finalmente aparecieron, saltando de un lado a otro como locos. Alek tardó unos minutos en reconocer que la actriz sentada junto a la doctora Barlow era Pauline. En persona era muy bonita, pero la brillante pantalla la transformaba en una especie de fantasma de cara blanca, con sus grandes ojos pintados con maquillaje oscuro.

Las imágenes en movimiento recordaron a Alek los espectáculos de sombras chinescas que él y Deryn habían visto en Estambul. Sin embargo, aquellas oscuras sombras nítidas eran elegantes y gráciles, con sus contornos bien definidos. Aquella película que estaban viendo era algo parecido a un barullo borroso, lleno de grises indeterminados y límites inciertos, demasiado parecido al mundo real para el gusto de Alek.

No obstante, el espectáculo de luz intrigaba a los loris perspicaces. Bovril estaba despierto observándolo y los ojos de la bestia de la doctora Barlow brillaban, sin pestañear en la oscuridad.

En la pantalla, los personajes se besaban, jugaban al tenis con absurdos chalecos de rayas y se saludaban con la mano. Las escenas eran interrumpidas por palabras que explicaban la historia, que también era una especie de caos: chantaje, enfermedades mortales y criados embusteros. Todo bastante terrible, pero, de alguna manera, Pauline despertó la imaginación de Alek. Era una joven heredera que heredaría una fortuna cuando se casase, pero que quería ver el mundo y vivir aventuras antes de asentarse.

Se parecía un poco a Deryn, ingeniosa y audaz, aunque gracias a su riqueza no tenía que fingir ser un chico. Por una de aquellas extrañas coincidencias, su primera aventura fue una ascensión en un globo de hidrógeno, y se desarrollaron los acontecimientos tal como Deryn había descrito su primer día en el servicio aéreo: una joven va a la deriva sola, únicamente acompañada de su ingenio, un trozo de cuerda y unos pocos sacos de lastre para salvarse.

Sin mostrar un atisbo de pánico, Pauline lanzó el ancla del globo por la borda y empezó a descender por la cuerda y Alek se encontró imaginando a Deryn en su lugar. De repente, las imperfecciones de las inestables imágenes de la película se desvanecieron y desaparecieron como las páginas de un buen libro. El globo pasó junto a un acantilado, la heroína saltó a la rocosa pendiente y comenzó a trepar hacia la cima. Cuando Pauline colgaba del borde del acantilado y su prometido corría para salvarla montado en su máquina andante, el corazón de Alek latía con fuerza.

Images
«CENA CON PAULINE»

Entonces, de repente, la película terminó, la pantalla quedó en blanco, y las bobinas de la película empezaron a hacer un ruido parecido a juguetes de cuerda andando solos. Las lámparas eléctricas volvieron a encenderse en el techo.

Alek se volvió hacia el señor Hearst.

—¡Pero este no puede ser el final! ¿Qué sucede después?

—Eso es lo que llamamos un «momento de suspense», por razones obvias —Hearst se echó a reír—. Dejamos a Pauline en grandes apuros al final de cada episodio: atada a las vías del tren, por ejemplo, o en un caminante descontrolado. ¡Hace que el público vuelva a por más, y eso significa que nunca tendremos que terminar con esta condenada película!

—Momento de suspense —dijo con una carcajada Bovril.

—Muy ingenioso —dijo Alek, aunque, en realidad, el hecho de que el público esperase una conclusión que nunca llegaría le parecía más bien un plan urdido de forma sucia.

—¡Es una de mis mejores ideas! —explicó Hearst—. ¡Una nueva forma de contar historias!

—Solo que este sistema es tan antiguo como Las Mil y Una Noches —murmuró Volger.

Alek sonrió al escuchar aquello, pero debía admitir que la película tenía un poder hipnótico, como un cuento escrito a la luz de la lumbre. O tal vez tan solo era que su mente todavía flaqueaba; desde que se había dado el golpe en la cabeza, los límites entre la realidad y la fantasía eran inciertos.

—¡Apuesto a que ustedes dos no pueden esperar a verse en la pantalla! —dijo Hearst, apoyando sus manos en los hombros de Alek y Tesla.

—Es como echar un vistazo al futuro —dijo Tesla, con una sonrisa—. Un día vamos a ser capaces de transmitir imágenes en movimiento de forma inalámbrica, igual que ya hacemos con el sonido.

—Es una idea muy interesante —dijo Alek, aunque en realidad le pareció horrible.

—No os preocupéis, Su Majestad, me aseguraré de que salgáis bien parecido. Es mi trabajo —dijo el señor Francis en voz baja.

—Me tranquiliza saberlo.

Alek recordó haber visto su propia fotografía por primera vez en el New York World. A diferencia de cualquier pintura decente, la fotografía había sido desagradablemente realista, e incluso le había aumentado el tamaño de las orejas, ya de por sí demasiado grandes. Se preguntó cómo lo harían para retocar aquellas imágenes en movimiento y, si parecería tan nervioso y correría de un lado a otro por la pantalla, como Pauline y sus amigos.

Pensar en la heroína hizo que se volviera para hablar con el señor Francis de nuevo.

—¿Las mujeres en América realmente vuelan en globos?

Los peligros de Pauline es ya tan popular que nuestros competidores han entrado en acción con algo que se llama Las aventuras de Helen. Y nosotros ya estamos planeando Las hazañas de Elaine.

—Caramba, qué… repetitivo —dijo Alek—. Pero yo me refiero a que, aparte de en las imágenes en movimiento, si las mujeres realmente hacen este tipo de cosas.

El hombre se encogió de hombros.

—Claro, supongo que sí. ¿Habéis oído hablar de Bird Millman?

—¿La equilibrista en la cuerda floja? Pero ella es una artista de circo —Alek suspiró. Por lo demás, Lilit sabía utilizar una cometa de vuelo. Y además era una revolucionaria—. Me refiero a que si las mujeres normales suelen volar.

El conde Volger habló:

—Creo que lo que el príncipe Aleksandar quiere preguntar es si las mujeres americanas pretenden ser hombres. Para el príncipe actualmente esta cuestión es objeto de intenso estudio.

Alek le dedicó una severa mirada al conde, pero el señor Francis se limitó a reír.

—Bueno, yo no sé nada acerca de volar —dijo—, pero les aseguro que muchas mujeres hoy día visten pantalones. ¡Y acabo de leer que uno de cada veinte pilotos de caminantes es una mujer! —el hombre se acercó más—. ¿Estáis pensando en casaros con una americana, Su Majestad? ¿Una mujer con algo de «espíritu de frontera», tal vez?

—Por desgracia, eso no entra en mis planes —Alek vio la expresión petulante de Volger y agregó—: Sin embargo, el cinco por ciento es algo, ¿no?

—¿Desea que le presente de nuevo a la señorita White? —preguntó Francis con un guiño—. Se parece un poco a su personaje. ¡Ella misma hace todas sus escenas difíciles!

Alek miró al fondo de la mesa hacia la actriz que había hecho el papel de Pauline, y que recordó que tenía el poco probable nombre de Pearl White. Estaba enfrascada en una conversación con la doctora Barlow y su loris, y Alek se preguntó de qué estarían hablando los tres.

—También podría ser noticia. ¡Una estrella de cine y un príncipe! —declaró el señor Francis.

—Estrella —dijo Bovril, deslizándose por el hombro de Alek.

—Gracias, pero no. Me parece que si ahora hablase con ella echaría a perder la ilusión —dijo Alek.

—Una decisión inteligente, Su Alteza —dijo Volger, asintiendo sabiamente—. Es mejor no mezclar la fantasía con la realidad. Actualmente el mundo es demasiado serio para eso.