SIETE

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El Leviathan se encontraba a algunas millas de distancia cuando las puertas de su bodega de carga se abrieron y empezaron a caer balas de carne seca a intervalos de diez segundos. Cada vez que caía una, la aeronave se alzaba un poco más en el aire.

—Una distracción ingeniosa, debo admitirlo —reconoció el señor Tesla—. Desde luego, si hubiesen traído esta comida antes, aún tendría aeronave.

Deryn le miró con dureza. Cómo era posible que aquel hombre hablase con tanta ligereza de lo que había hecho, puesto que no solo les había dado como comida a su aerobestia, sino también, ahora se daba cuenta, había dado los caballos y mamutinos de su tren de carga a los osos de guerra. Y todo para permanecer unas pocas semanas más en aquel apestoso lugar.

—¿Y qué está usted haciendo aquí, señor Tesla?

—Creía que eso era obvio, muchacho. Estoy estudiando el fenómeno que nos rodea.

—¿Ha averiguado qué lo causó?

—Siempre he sabido cuál era la causa. Solo tenía curiosidad por ver cuáles serían los resultados —el hombre alzó una mano—. Pero, por ahora debo guardar el secreto, aunque pronto el mundo lo sabrá.

Tenía un brillo de locura en su mirada y, cuando Deryn se dio la vuelta hacia el Leviathan, una sensación de nerviosismo se apoderó de ella.

Por supuesto, aquel era el mismísimo señor Tesla que había inventado el cañón Tesla, un arma que despedía relámpagos y que un par de veces casi había destruido al Leviathan. Era un científico clánker, un fabricante de armas secretas alemanas y, aun así, el zar le había dado vía libre por una Rusia darwinista.

Nada de aquello tenía sentido.

Pensó en el misterioso aparato escondido bajo la cubierta del Leviathan y se preguntó por qué aquel hombre habría querido ocultarlo allí. Desde luego, no parecía muy útil para ahuyentar osos.

El ruido de los motores de las máquinas cambió de tono. El recorrido del bombardeo de carne había terminado.

—Ya deben de haber dado la vuelta y estarán a punto de llegar. Deberíamos dirigirnos hacia el claro —advirtió Deryn.

El señor Tesla hizo un gesto con su bastón en el aire, gritando algo en un idioma que Deryn reconoció como ruso. Un grupo de hombres corrió hacia uno de los edificios y regresó con grandes bultos sobre los hombros.

—Lo siento, señor, pero no puede llevar todos estos bultos. ¡Todos nosotros ya somos una carga demasiado pesada!

—Ni piense que voy a abandonar mis fotografías y muestras, jovencito. ¡Se tardaron años en preparar esta expedición!

—Pero, si la nave no puede despegar, se va a perder de todos modos. ¡Junto con todos nosotros!

—Entonces tendrá que hacer sitio, o dejar a mis hombres aquí.

—¿Se ha vuelto loco? —exclamó Deryn y luego negó con la cabeza—. Escuche, señor, si usted quiere quedarse aquí con sus muestras hasta que los osos se lo coman, por mí, fantástico. ¡Pero estos hombres van a venir conmigo, sin ningún peso extra!

El señor Tesla se echó a reír.

—Me temo que tendrá que explicárselo a ellos. ¿Cómo va su ruso, señor Sharp?

—Condenadamente fluido —mintió, y después se dirigió a los hombres—: ¿Alguno de ustedes habla inglés?

Los hombres se la quedaron mirando, con un aspecto un tanto confuso. Uno le dedicó una palabrota en inglés, pero luego se encogió de hombros puesto que, al parecer, con ello había agotado su vocabulario.

Deryn apretó los dientes, deseando que Alek estuviese allí. Además de todos los inútiles conocimientos que poseía, el príncipe sabía hablar bastantes idiomas. Y aquel científico loco tal vez escucharía a otro clánker.

Miró a los hombres de nuevo. Era probable que algunos de ellos hubiesen tripulado la aerobestia muerta, de modo que entenderían los límites de peso…

Pero no tenía tiempo para hacer pantomimas. Los rugidos de los osos resonaban a través de los inmóviles árboles caídos. Seguramente ya habían encontrado los primeros trozos de carne y se habrían echado encima de ella luchando.

—Haga que sus hombres se muevan, señor —dijo ella—. Ya discutiremos esto en la nave.

Tardaron unos minutos en llegar junto al borde de los árboles que quedaban en pie y otros diez minutos para encontrar un campo llano lo suficientemente grande para que aterrizase el Leviathan. Aunque «llano» precisamente no era una palabra que lo definiese. Allí, cerca del centro de destrucción, los árboles caídos no estaban derribados por el suelo de una forma tan limpia, sino que estaban todos revueltos como en un juego de palillos, con las puntas recortadas alzándose de sus tocones.

Deryn atravesó el claro encaramándose por los troncos caídos, esperando poder calcular bien las distancias entre toda aquella confusión. Señaló el campo y después hizo un gesto con la mano a los rusos, como un capitán de críquet marcando el campo, y pronto consiguió que se alineasen formando un gran óvalo, un poco más grande que la barquilla del Leviathan.

—Después de lanzar toda esa comida, la nave es más ligera —explicó a Tesla—. Normalmente el capitán liberaría hidrógeno para aterrizar, pero no lo hará si quiere volver a elevarse rápidamente. Tendremos que usar cuerdas para arrastrarla hacia abajo.

El hombre alzó una ceja.

—¿Y con nuestro peso ya bastará?

—De ninguna manera. Si se levanta una ráfaga de viento, saldremos todos despedidos por el aire. De modo que cuando caigan las cuerdas, haga que sus hombres las aten a los árboles —la muchacha señaló un pino caído con un diámetro tan grande como un barril de ron—. Cuanto mayor, mejor.

—Pero no tendremos fuerza suficiente para tirar de la aeronave hacia abajo.

—Sí que la tendremos puesto que la nave se impulsa hacia abajo gracias a los cabrestantes que hay en el interior de la barquilla. Una vez ya esté lo suficientemente baja, subiremos a bordo, cortaremos las cuerdas, y la nave saldrá despedida hacia arriba otra vez como un corcho en el agua.

Deryn hizo una pausa, escuchando a su alrededor. Se oyeron unos graves gruñidos, que resonaron por el bosque y le pusieron los pelos de punta. Los rugidos parecían algo más cerca ahora; o tal vez era que estaba nerviosa.

—Si escucha una sirena de alarma sonando a intervalos pares, dígales a sus hombres que lancen todo lo que puedan por la ventana, incluidas sus preciosas muestras, o los osos se nos zamparán a todos para almorzar.

El hombre asintió y empezó a instruir a sus hombres en ruso, agitando su bastón mientras les gritaba. Deryn sospechaba que no les estaba contando la parte sobre la alerta de lastre, pero no podía hacer nada al respecto. Sacó un trocito de cuerda y empezó a atarse un enganche de fricción por si era preciso escalar.

Pronto la nave ya se encontraba sobre ellos con los motores rugiendo hasta que la tripulación los detuvo. Desde las portillas de la cubierta de carga, una oscilante selva de cuerdas cayó hacia ellos rodeándolos.

Los rusos empezaron a abrirse paso, recogiendo los cabos, y los ataron a los árboles. Deryn reconoció quiénes de los rusos eran aviadores por la forma de hacer los nudos: por lo menos una docena de hombres pertenecían a la tripulación de la aeronave caída. Seguramente estos comprenderían que si los osos se acercaban a ellos y la nave no se elevaba lo suficiente, la preciosa carga del científico tendría que ser lanzada por la borda. Y ningún aviador decente dudaría en desobedecer al señor Tesla, después de lo que había hecho a aquella pobre aerobestia.

Cuando el último hombre hubo terminado de hacer sus nudos y regresó junto a los demás, Deryn sacó sus banderas de señales y envió la señal de que estaban listos. Cuando los cabrestantes empezaron a girar, las cuerdas se tensaron, temblando y crujiendo.

Al principio, la nave no pareció descender en absoluto, pero algunos de los árboles más pequeños empezaron a moverse, arrastrándose por el suelo. Deryn corrió hacia el más cercano y saltó encima para añadirle su peso. Los rusos comprendieron y pronto todos los árboles que se movían nerviosamente tenían hombres sentados encima. El señor Tesla los miraba impasiblemente, como si la operación fuese algún tipo de experimento físico y no una misión de rescate.

Ya era casi mediodía y la sombra del Leviathan se cernía sobre todos ellos, ampliándose a medida que la nave descendía.

Deryn escuchó de nuevo intrigada. El sonido de los rugidos de los osos en la distancia se había ido apagando. ¿Acaso estaban tan lejos que ya no podía escucharles? O es que ya habían encontrado hasta la última migaja de comida y la habían devorado y ahora las criaturas estaban cargando hacia el olor que despedía la aerobestia.

—Es bastante grande, su respirador de hidrógeno —dijo el señor Tesla y luego frunció el ceño—. ¿De veras se llama Leviathan?

—Sí, supongo que ya habrá oído hablar de nosotros.

—Por supuesto. Ustedes han estado en…

El viento dio una violenta sacudida y el árbol en el que estaba Deryn salió despedido, derribando al señor Tesla al suelo. El Leviathan desvió su rumbo unos veinte pies, más o menos, arrastrando con él a unos cuantos rusos que se encontraban sobre los troncos caídos. No obstante, se colgaron de ellos valerosamente. Pronto el viento cesó y la aeronave se posó paralela al suelo de nuevo.

—¿Se encuentra bien, señor? —gritó Deryn.

—Estoy bien —el señor Tesla se levantó, sacudiéndose el polvo de su abrigo de viaje—. Pero, si su nave puede levantar estos árboles, ¿entonces por qué se queja de un poco más de equipaje extra?

—Esto lo ha provocado una ráfaga de viento. Podría perder la vida si quedase a merced de otra ráfaga.

Deryn alzó la vista. El Leviathan estaba lo suficientemente cerca para ver cómo uno de los oficiales se inclinaba por el ventanal frontal del puente de mando. Estaba agitando las banderas de señales que tenía en las manos.

O-S-O-S—H-A-C-I-A—A-Q-U-Í—C-I-N-C-O—M-I-N-U-T-O-S.

—¡Maldita sea! —exclamó Deryn.

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La aeronave aún estaba encima de ellos, a una docena de yardas de distancia, cuando Deryn vio al primer oso de guerra.

Trotaba atravesando la zona de árboles caídos, resoplando volutas de condensación hacia el aire helado. El oso era pequeño, sus hombros apenas se alzaban a unos diez pies de altura. Tal vez los otros lo habían mantenido alejado de los botines de carne seca.

Desde luego no parecía una bestia que ya hubiese comido el almuerzo.

—¡Escalen! —gritó Deryn, señalando su propia cuerda—. ¡Dígales que escalen!

El señor Tesla no dijo ni una palabra, pero sus hombres no necesitaron traducción. Empezaron a escalar hacia las portillas, a pulso, sujetándose en las gruesas cuerdas de amarre. Ninguno de ellos pensó en dejar su carga o es que tal vez tenían demasiado miedo al científico clánker para dejar algo atrás.

Sin embargo, ahora no había nada que Deryn pudiese hacer por ellos. Subió a toda prisa por su propio cabo, contenta de haber anudado antes su enganche de fricción.

Cuando el peso de los hombres se añadió al de las cuerdas, los cabos empezaron a aflojarse y la aeronave comenzó a acercarse al suelo. Aquella era la situación que Deryn había querido evitar, puesto que otra ráfaga de viento tensaría de nuevo las cuerdas y lanzaría despedidos a los hombres que colgaban de ellas.

Miró por encima del hombro. El pequeño oso había aparecido en el claro y unas formas más grandes se cernían tras él.

—¡Sharp! —la voz del señor Rigby se escuchó desde la portilla que tenía sobre su cabeza—. ¡Haga que estos hombres suelten su carga!

—Lo he intentado, señor. ¡Pero no hablan inglés!

—¡Pero es que no ven que se acercan los osos! ¿Están locos o qué?

—¡No, lo que sucede es que tienen miedo de aquel tipo! —hizo un gesto con la barbilla señalando hacia el señor Tesla, que aún estaba en tierra, mirando al oso que se acercaba—. ¡Ese tipo es el que está loco!

El silbido de un arma de aire comprimido rasgó el aire y Deryn oyó un aullido. Las flechas antiaéreas habían dado en el oso que estaba más cerca y lo habían enviado tambaleándose entre los árboles caídos.

Un momento después, la bestia se alzó de nuevo y sacudió la cabeza. Una marca recién hecha brillaba sobre la piel irregular y llena de cicatrices del animal, que sin embargo soltó un desafiante rugido.

—¡Creo que solo ha conseguido enfurecerle, señor!

—No se preocupe, señor Sharp. Le daremos un buen uso a este tranquilizante.

Deryn miró hacia atrás mientras escalaba y vio que la bestia parecía perder el equilibrio tambaleándose en aquel momento, deambulando entre los árboles caídos como un aviador con demasiada bebida en el cuerpo.

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«REPULSION DE LOS OSOS DE GUERRA HAMBRIENTOS»

Cuando Deryn alcanzó la portilla, el señor Rigby le tendió una mano y tiró de ella para ayudarla a subir.

—La carga de reserva está lista para ser liberada, de modo que podremos elevarnos enseguida. Pero con estos osos aproximándose, el capitán no nos acercará más al suelo. ¿Saben escalar los demás hombres?

—Sí, señor. Casi la mitad son aviadores, así que deberían…

—¡Por todos los santos…! —le interrumpió el señor Rigby, sacando la cabeza por la portilla—. ¿Qué demonios está haciendo este hombre?

Deryn se acercó al contramaestre. El señor Tesla aún estaba en tierra, enfrentándose a tres osos más que habían salido de entre los árboles.

—¡Arañas chaladas! —exclamó Deryn—. No creía que estuviera tan loco.

La mayor de las criaturas apenas estaba a treinta yardas de Tesla, sorteando los árboles caídos dando enormes saltos. El hombre alzó con calma su bastón de paseo.

De la punta salió un rayo que emitió un sonido como si el propio aire se partiese. La bestia se alzó sobre sus patas traseras y rugió, atrapado por una décima de segundo en una irregular jaula de luz. El brillo se apagó al instante, pero el oso aulló y se dio media vuelta para salir huyendo; las otras bestias le siguieron tras su estela.

El señor Tesla inspeccionó la punta de su bastón, que había quedado ennegrecida y humeante, y luego se dio la vuelta hacia la aeronave.

—Ahora ya puede hacer que su nave aterrice correctamente. Esas bestias estarán alejadas una hora más o menos —gritó.

El contramaestre asintió con la cabeza sin mediar palabra y antes de que pudiese llamar a un lagarto mensajero, los cabrestantes ya se pusieron en marcha, haciendo descender la nave de nuevo pulgada a pulgada. Al parecer, los oficiales estaban de acuerdo.

El señor Rigby recuperó la voz un instante después.

—Me parece que no solo es de los osos de lo que no deberíamos fiarnos, señor Sharp.

Ella asintió lentamente.

—Sí, señor. Tendremos que vigilar de cerca a este tipo.