VEINTISÉIS

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La mañana siguiente Deryn no se apartó del señor Francis y de sus ayudantes, que manipulaban las cámaras.

Les sirvió el desayuno en la cantina y luego se los llevó a dar una vuelta por la nave: «a buscar escenarios», dijeron. Para no levantar ninguna sospecha, el capitán había dado vía libre a los periodistas del noticiario para que paseasen por las cubiertas superiores, y a los guardias que vigilaban los barriles en la bodega de carga se les había ordenado que no estuviesen a la vista.

Deryn se dio cuenta de que Adela Rogers, la joven reportera tampoco le quitaba ojo al señor Francis. Simulaba vagar por la aeronave por su cuenta, pero siempre estaba lo suficientemente cerca para escuchar lo que hablaban Francis y los operadores de las cámaras. Y, cuando Deryn los dejó en la cantina almorzando, descubrió a la señorita Rogers merodeando por allí.

Deryn cerró con cuidado la puerta de la cantina tras ella y susurró:

—Perdone, señorita, pero no podemos permitir que el señor Francis sepa que le estamos vigilando.

—Claro, por supuesto que no —la mujer se ajustó el sombrero. Igual que la pasada noche, iba conjuntada de forma impecable, esta vez con un traje chaqueta sastre con un sombrero tipo fedora hecho de piel de castor fabricada—. ¿Acaso cree que nací ayer?

—No, pero está siendo un poco indiscreta, siguiéndole por todas partes.

—Usted es el que le está siguiendo, no yo.

Deryn se llevó a la reportera pasillo abajo, alejándola de la puerta.

—¡Es mi condenado deber escoltarle! Pero usted está pegada a él como una pueblerina enamorada.

La señorita Rogers se echó a reír.

—De veras, jovencito, dudo de que usted sepa reconocer los indicios de esa condición. En cualquier caso, no es al señor Francis a quien estoy siguiendo: es a usted.

—¿Disculpe, señorita?

—Porque es bastante obvio que usted es el supervisor jefe de este navío.

Deryn parpadeó sorprendida.

—Pero ¿qué sandeces está usted diciendo?

La mujer retrocedió un paso, mirando a Deryn de arriba abajo como un sastre tomando las medidas a un cliente.

—Crecí en un hotel, ¿sabe usted? Papá no servía para las tareas domésticas y mi madre no quería saber nada de nosotros, de modo que el hotel era nuestra única esperanza para tener una vida civilizada. En una edad muy temprana aprendí que la persona más importante de un hotel no es el propietario, ni el gerente, ni siquiera el detective de la casa. Sino el «supervisor jefe de los botones». Este es quien sabe dónde están enterrados los cadáveres, y se lleva una buena propina por enterrarlos, si entiende lo que quiero decir.

—No, señora, no sé a qué se refiere. Soy un cadete y no un botones —afirmó Deryn.

—Oh, sí. Me fijé en cómo actuaba ayer noche, con guantes blancos y tranquilamente sirviendo el brandy. Pero bajo esta actitud seguro que conoce los secretos de todo el mundo, ¿verdad? Y todo el mundo le busca a usted con la mirada cuando se meten en un lío. La doctora Barlow, el príncipe Aleksandar, incluso aquel malhumorado viejo conde, todo el mundo quiere saber qué es lo que opina el «supervisor».

Deryn tragó saliva. Aquella mujer o bien estaba loca o era peligrosamente astuta.

Había demostrado ser bastante hábil avergonzando a Alek la pasada noche, algo que por cierto había sido bastante divertido. Pero ahora estaba siendo demasiado… perspicaz.

—Me temo que no sé a qué se refiere, señorita Rogers.

—Lo único que mi madre me enseñó es que los criados siempre tienen las llaves.

—Yo no soy un criado. ¡Soy un oficial condecorado!

—¡También lo es el «supervisor jefe» de cualquier hotel elegante! Si no, fíjese en el uso que hago de la palabra «jefe». No quisiera confundirle a usted con un botones, ni se me ocurriría jamás.

Deryn retrocedió un paso.

¿A qué se refería la reportera con aquellas palabras, exactamente?

—Solo porque sea una chica periodista, no piense que puede… —las siguientes palabras de la señorita Rogers fueron interrumpidas por el sonido de una alerta, un solo pitido de sirena en una rápida sucesión.

Deryn frunció el ceño.

—Esta señal es la de «enemigo a la vista».

—¿Qué enemigo? Estamos en territorio neutral.

—Por supuesto, señorita. Tendrá que disculparme.

Deryn se fue, contenta de que aquello le hubiese servido de excusa para escapar de la reportera. Mientras se dirigía a las escaleras centrales, los pasillos se llenaron de hombres que corrían hacia sus puestos de combate.

—¿Le importa que vaya con usted? —preguntó la señorita Rogers, que, de hecho, ya estaba acompañándola.

—¡No, señorita! Mi puesto está en la espina dorsal de la nave y los pasajeros deben permanecer en la barquilla. Debería usted volver a su camarote.

Sin esperar una respuesta, Deryn se dirigió hacia los concurridos pasadizos. Puesto que la nave avanzaba a toda velocidad no podría escalar por los flechastes, de modo que se dirigió directamente a los pasadizos interiores. De hecho, el viento en la parte superior sería demasiado intenso para enviar lagartos mensajeros, así que Deryn cogió uno y se lo metió en la cazadora, por si necesitaba comunicarse con el puente rápidamente. Después de todo, había agentes alemanes en la aeronave, periodistas por todas partes y ahora un enemigo en el aire.

Por supuesto, todo ello en territorio neutral.

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El desierto pasaba a toda velocidad bajo ellos, salpicado de cactus y barrancos ribeteados de rojo y algunas granjas que se recortaban en forma de rectángulos verdosos. A una velocidad de tres cuartos, la vista pasaba rápidamente bajo ellos a casi unas 40 millas por hora y solamente el jefe de los aparejadores, el señor Roland, y unos pocos de sus hombres estaban en la parte superior. Deryn avanzó hacia ellos medio agachada, presta para sujetarse a los flechastes si una ráfaga de viento la hacía trastabillar.

—¡Cadete Sharp a sus órdenes, señor!

El señor Roland le devolvió el saludo y a continuación señaló con la mano.

—Hace veinte minutos que lo hemos avistado. Es algún tipo de aeronave manta raya. Se distinguen colores locales y motores clánker.

Una forma de líneas elegantes se destacaba contra el cielo hacia el oeste, con las bolsas de aire del pontón debajo de sus alas pintadas a rayas rojas y verdes. A pesar de que México era una potencia darwinista, dejaba un rastro de humo tras ella.

—¿Tal vez el motor sea de fabricación alemana, señor?

—A esta distancia no sabría decirle —dijo el señor Roland—. Pero están alcanzando nuestra velocidad.

Deryn observó la sombra de la aeronave mexicana serpenteando sobre el desierto y estimó una envergadura de no más de unos cien pies.

—Aunque es demasiado pequeña para molestarnos. Tal vez solo sienten curiosidad, señor.

—Me parece bien, mientras no se acerquen demasiado —el señor Roland frunció el ceño, alzando sus prismáticos—. ¿No es aquello otra nave?

Una segunda forma alada brillaba bajo el sol, justo debajo de la primera. Deryn se protegió los ojos haciendo visera con la mano y barrió el horizonte con la mirada. Pronto descubrió una tercera nave manta a estribor.

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La muchacha la señaló.

—Me parece que es algo más que curiosidad, señor.

—Tal vez, pero aunque sean tres a uno no tienen ninguna oportunidad si se enfrentan a nosotros —aseguró el señor Roland.

Deryn asintió. Las persecuciones desde popa eran problemáticas en el aire. Las bestias o los proyectiles que se lanzaban desde las naves que los perseguían debían luchar contra el viento a cincuenta millas por hora, mientras que el Leviathan podía descargar una andanada aérea de halcones bombarderos desde arriba en cualquier momento.

Un instante después, los motores del Leviathan rugían a toda velocidad.

—¡Parece que al capitán no le gustan! —el señor Roland gritó para hacerse oír por encima de aquel ruido atronador.

Ambos se arrodillaron sobre los cordeles cuando la fuerza del viento se hizo más intensa. No obstante, las aeronaves mexicanas no parecieron perder demasiado terreno. Los rastros de humo que desprendían se extendieron por el horizonte como nubes de tormenta.

Uno de los aparejadores les gritó señalando tras ellos y el señor Roland se volvió de cara al viento.

—¿Qué diablos es eso?

Deryn también se volvió y vio que una figura avanzaba hacia ellos por la espina de la aeronave. Se sujetaba el sombrero con una mano y las faldas revoloteaban entre sus piernas calzadas solo con medias.

—¡Maldita sea! ¡La reportera debe de haberme seguido! Lo siento, señor, me ocuparé de ella.

—Tenga cuidado, Sharp.

La señorita Rogers tenía el viento de espaldas y parecía mantenerse suficientemente estable. Sin embargo, cuando Deryn intentó erguirse, la fuerza del viento la envió tambaleándose hacia atrás. La muchacha soltó una maldición y enganchó su cabo de seguridad en la antena del señor Tesla. Era más fácil estar allí sujeta que ir abriendo y cerrando el mosquetón para sujetarse a cada paso.

Avanzó agachándose tanto como pudo hasta que llegó adonde estaba la reportera.

—Pero ¿qué demonios está usted haciendo aquí?

—¡Quiero entrevistarle! —gritó la mujer y sacó un bloc de notas. Las páginas revolotearon furiosamente y su sombrero, que dejó de sujetar, salió despedido—. ¡Oh, cielos!

—¡Me parece que ahora no es el condenado momento! —gritó Deryn—. ¡Como puede ver estamos en problemas!

La señorita Rogers miró hacia la distancia.

—Parece que nuestras naves «enemigas» son mexicanas. ¿Cree que tienen intención de atacarnos?

Deryn sujetó a la reportera por el brazo, pero resultó imposible tirar de ella de nuevo hacia la escotilla. Las faldas de la mujer atrapaban el viento en contra como una fragata a toda vela. Era increíble que ella pudiese mantenerse en pie.

—No se va a librar de mí tan fácilmente, señor Sharp —la señorita Rogers hizo una mueca—: ¿Se mueve algo en su chaqueta?

—Sí, un lagarto mensajero.

—¡Qué extraño! Ahora, por favor, explíqueme algo de estas aeronaves.

Deryn echó un vistazo de nuevo a los perseguidores del Leviathan y luego suspiró.

—¿Si respondo a algunas preguntas, será sensata y bajará de aquí?

—Hagamos un trato. Pongamos… tres preguntas.

—¡Está bien, entonces! ¡Pero apresúrese!

—¿Quién nos sigue?

—Mexicanos.

—¿Sí pero al mando de cuál de los generales? —preguntó la señorita Rogers—. ¿Se da cuenta de que hay una revolución en marcha, o no?

—No sé con qué general, y sí, me doy cuenta de que hay una revolución en marcha. Eran tres preguntas. ¡Y ahora, vamos!

Deryn intentó tirar de la señorita Rogers hacia la escotilla, pero la mujer se mantuvo firme.

—¡No sea absurdo! Esta era solamente una pregunta que requería dos respuestas debido a sus caprichos. Mi padre era abogado, ¿sabe?

—¡Arañas chaladas, señorita! ¡Por qué no se limita a…!

Un crujido de metal sacudió el aire y una nube de humo acre las azotó a ambas. Deryn se dio la vuelta de cara al viento y vio que el motor de estribor clánker se había incendiado. Con un horrible chirrido, su propulsor se detuvo, expulsando una última ráfaga de chispas.

—Pero qué… —empezó a decir Deryn, aunque al detenerse aquel motor, la nave dio un repentino giro a estribor.

La espina rodó bajo ellas y entonces Deryn sujetó el brazo de la señorita Rogers y tiró de ambas para arrodillarse. La antena de Tesla resbaló junto a ellas tirando con más fuerza a media que la aerobestia se doblaba intensamente en toda su longitud.

Un momento después el motor de babor se detuvo en punto muerto y la nave empezó a estabilizarse otra vez.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó la señorita Rogers.

—¡No tengo ni idea! Pero usted tendrá que esperar aquí.

El flujo de aire menguaba puesto que el Leviathan había reducido la velocidad. Entonces Deryn se desató y corrió hacia la parte delantera, hacia las cápsulas de los motores. ¿Acaso el capitán había forzado demasiado los motores clánker aquella última semana? ¿O es que era sabotaje?

No obstante, habían seguido al señor Francis desde el primer minuto que había subido a bordo y, además, los motores siempre estaban tripulados. Tenía que haber sido una coincidencia…

Deryn llegó a la joroba que se alzaba por encima de los motores y sacó al lagarto mensajero de su chaqueta.

—Cápsula del motor de estribor, al habla el cadete Sharp. ¡Informen!

Envió a la bestezuela abajo y esta corrió hacia la cápsula a toda velocidad. Incluso con los motores eléctricos aún en marcha, el viento que se levantaba al paso de la nave rápidamente se fue extinguiendo. Los cilios de la aerobestia nunca impulsaban la nave mientras los motores clánker iban a toda velocidad, de modo que habían estado quietos la mayor parte de los últimos diez días. Se tardaría probablemente una hora en hacer que se pusieran en marcha otra vez.

—¡Malditos clánkers! —espetó—. Estos trastos han vuelto perezosa a la aerobestia.

Hacia el oeste, las aeronaves mexicanas se estaban desplegando, tomándose su tiempo para rodear su presa. A aquella distancia, Deryn podía ver todas sus alas y las largas colas como látigos, definitivamente basadas en las cadenas de vida de la raya manta. Unas abrazaderas que sujetaban las bolsas de gas debajo de las alas les proporcionaban elevación y los motores clánker estaban colgados en el medio. Deryn recordó haber leído algo parecido sobre esos modelos en el Manual de Aeronáutica; se trataba de una nave experimental italiana, creía recordar.

Las naves manta no eran grandes, ni siquiera transportaban barquilla. Las tripulaciones montaban en los flechastes a sus espaldas, rifles en mano. Las únicas armas pesadas de las naves eran un par de metralletas Gatling en cada una de ellas, montadas a proa y a popa.

Una hilera de halcones bombarderos ya estaba alzándose del Leviathan, aunque no en formación de ataque todavía. Las aves rodearon a su nave nodriza con un brillante anillo de garras.

El motor de estribor había dejado de arrojar humo y Deryn vio un casco puntiagudo que le era familiar abajo, en la cápsula: era el profesor Klopp. Entonces, lo más seguro sería que la maquinaria clánker ya hubiese vuelto a las andadas. Desde que el profesor Klopp había resultado herido, los ingenieros nunca le llamaban a las cápsulas a menos que las cosas se complicasen.

El lagarto mensajero corrió de nuevo hacia arriba, hablando con la brusca voz alemana del jefe de mekánica.

—Algo no va bien con el combustible, Dylan. Sabe raro.

Deryn frunció el ceño. Aunque había visto a Klopp meter el dedo en el combustible y olerlo, jamás le había visto probar aquella cosa.

—El motor de babor también resultará dañado si sigue funcionando —prosiguió el lagarto—. Dígales que lo detengan.

—¿Qué le pasa a este bicho? —se escuchó una voz tras ella—. Parece que hable alemán.

Deryn suspiró y alzó al lagarto.

—Sí, señorita Rogers. Uno de los hombres de Alek está trabajando ahí abajo. Al fin y al cabo es un motor clánker.

—¿Y usted entiende el alemán?

—Bastante bien. Hace más de dos meses que trabajo con el profesor Klopp.

—¡Pues vaya coincidencia! ¡Tiene a un amigo alemán trabajando en su motor que justo acaba de averiarse!

—¡El profesor Klopp es austriaco! —dijo Deryn empujando a la mujer al pasar, dirigiéndose hacia la joroba.

La señorita Rogers la siguió, libreta en mano.

—Señor Sharp, ¿aún sospecha de las simpatías alemanas del señor Francis, mientras que no hace caso a los verdaderos clánkers de su nave?

Deryn hizo gestos con las manos a los aparejadores, esperando que uno de ellos se llevara a la reportera, pero todos estaban escalando para montar un arma antiaérea. Maldijo una vez más, apresurándose hacia el otro extremo de la joroba para hacer bajar al lagarto otra vez.

—Cápsula del motor de babor —le dijo a la bestezuela—. Al habla el cadete Sharp. Klopp dice que algo va mal con el combustible. ¡No pongan en marcha el motor si no es absolutamente necesario! Fin del mensaje.

Mientras empujaba al lagarto hacia abajo, se dio cuenta de que los ingenieros nunca obedecerían órdenes que contradijesen las del capitán. Tal vez habría sido mejor enviar el lagarto al puente en lugar de a las cápsulas.

La señorita Rogers estaba garabateando en su libreta.

—Ha sido el suministro de combustible, ¿verdad?

—Exactamente —Deryn se puso de pie—. ¡Es el combustible que nos proporcionó el señor Hearst; ha dañado nuestros motores justo en mitad de una emboscada! ¿No le parece a usted eso una coincidencia?

La señorita Rogers se rascó la nariz con su lápiz.

—Es difícil de decir.

Deryn miró de nuevo a las aeronaves mexicanas. Una de ellas avanzaba a la misma altura que el Leviathan a no más de una milla de distancia, y una hilera de banderas de señales se extendía a lo largo de sus alas.

«S-A-L-U-D-O-S—L-E-V-I-A-T-Á-N», rezaban.

—De modo que ahora sois amigos —murmuró ella.

—¿Quién es?

Deryn señaló las banderas de señales.

—Nos están enviando saludos.

Siguió otra tira y se la leyó en voz alta a la periodista.

«P-R-O-B-L-E-M-A—M-O-T-O-R—P-O-D-E-M-O-S—A-Y-U-D-A-R».

—Bueno, este mensaje parece amistoso —dijo la señorita Rogers.

Deryn frunció el ceño.

—Tal vez, pero me parece que todo esto es demasiada coincidencia. Sabían exactamente dónde encontrarnos, y creo que esto es un desierto rematadamente grande.

—Jovencito, esta aeronave también es bastante grande.

Deryn iba a replicar, pero enseguida extendieron otra tira de banderas de señales.

—Dice que estas aeronaves siguen las órdenes del general Villa.

—¿Pancho Villa? Bueno, entonces nos va a resultar muy útil —la reportera siguió garabateando—. El jefe guarda muy buena opinión sobre él.

Deryn soltó un bufido.

—Sin duda deben de ser viejos amigos. Ahora dicen que tienen un campo de aterrizaje cerca, con todo lo necesario para hacer las reparaciones. Y que están dispuestos a remolcarnos —miró con los ojos entornados el resto del mensaje y luego soltó un improperio—. Y lo único que quieren a cambio es una cosita.

—¿Qué?

—Un poco de azúcar para sus bestias hambrientas.

—¡Oh, cielos! —exclamó la señorita Rogers.

Deryn sacudió la cabeza recordando lo que Alek le había contado: Hearst se había mostrado muy complacido cuando averiguó que el Leviathan se dirigía hacia México. Y de alguna forma había desencadenado todo aquello: el combustible adulterado, las armas escondidas a bordo en los barriles de azúcar y las aeronaves acechándoles.

Deryn miró a su alrededor. Un grupo de hombres y rastreadores subían ya por los flechastes al igual que algunos lagartos mensajeros. Sacó su silbato de mando y sopló para llamar a un lagarto. El puente de mando necesitaría un informe completo.

—¿Y dice usted que conoce a ese general Villa?

La reportera se encogió de hombros.

—Solo por su reputación, pero sí que conozco algunos de los negocios de sus socios bastante bien.

—Entonces no se separe de mí y mantenga sus malditos ojos bien abiertos.

—Jovencito, no es preciso que me lo diga.