CINCO

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La mañana siguiente, a primera hora, el dispositivo ya estaba casi terminado. Las pocas partes que quedaban por montar —las manijas y palancas del panel de control— estaban esparcidas por el suelo. La carne seca había sido retirada de la bodega para dejar espacio, pero el olor de la piel recién curtida aún persistía.

Alek, Dylan, Bauer y Hoffman habían estado trabajando sin descanso; sin embargo el profesor Klopp se había pasado la mayor parte de la noche roncando en una silla, despertándose solamente para gritar órdenes y maldecir a quienquiera que hubiese diseñado el aparato. Afirmaba que su grácil diseño era demasiado recargado e iba en contra de los principios clánker. Bovril estaba sentado en su hombro, memorizando nuevas palabras obscenas alemanas con regocijo.

Desde la noche de la Revolución otomana, Klopp usaba un bastón y se le escapaba una mueca de dolor cada vez que tenía que levantarse. Su caminante de combate había caído durante el ataque al cañón Tesla del sultán, que finalmente fue derribado por el mismísimo Orient Express.

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«MONTAJE DEL APARATO»

El doctor Busk, el cirujano del Leviathan, había dicho que el profesor Klopp podría considerarse afortunado si finalmente conseguía andar.

La revolución solamente había durado un día, pero el coste había sido muy alto. El padre de Lilit había muerto, junto con un millar de soldados rebeldes e incontables ciudadanos otomanos. Todos los barrios de la antigua ciudad de Estambul habían quedado reducidos a cenizas.

Por supuesto, los combates que estaban ocurriendo en Europa eran diez veces peor, especialmente los que enfrentaban a los súbditos de Alek y los rusos. En Galitzia una horda de osos de guerra se había enfrentado a cientos de máquinas, una gran colisión de carne y metal que había dejado a Austria tambaleante. Y, como Dylan seguía diciendo, la guerra no había hecho más que empezar.

Newkirk les llevó el desayuno justo cuando la luz del sol empezó a despuntar por los bordes de la puerta de carga.

—¿Qué diablos es este trasto? —preguntó el cadete.

Alek cogió la cafetera de la bandeja que sostenía Newkirk y se sirvió una taza de café.

—Buena pregunta —le entregó el café a Klopp, cambiando al idioma alemán—. ¿Se le ha ocurrido alguna nueva idea?

—Bueno, este objeto está pensado para ser llevado de un lado a otro —dijo Klopp, empujando con su bastón sus largas manecillas laterales—. Probablemente por dos hombres y tal vez un tercero para operarlo.

Alek asintió. La mayor parte de las cajas estaba llena de piezas de recambio y herramientas especiales para montarlo; el aparato en sí no era tan pesado.

—Pero ¿por qué no lo montan en un vehículo? —preguntó Hoffman—. Podrían usar la potencia del motor y, de esta manera, no tendrían que estar andando con baterías.

—Es que parece diseñado para ser manipulado en terrenos escarpados —afirmó Klopp.

—Hay mucho terreno de ese tipo en Siberia —intervino Dylan. Después de pasar un mes entre los clánkers en Estambul, su alemán ya era lo suficientemente bueno para seguir la mayoría de conversaciones—. Y Rusia es darwinista, de modo que los vehículos no tienen motores.

Alek frunció el ceño y expresó:

—¿Una máquina clánker diseñada para ser usada por darwinistas? Entonces, está hecha a medida para cualquier lugar adonde nos dirijamos.

Klopp dio unos suaves golpecitos a las esferas de cristal instaladas en la parte superior.

—Estas esferas reaccionan ante los campos magnéticos.

—Magnéticos —repitió Bovril desde el hombro de Klopp, arrastrando las palabras en su boca.

Sin hacer caso a la grasa de motor que tenía bajo las uñas, Alek cogió un trozo de beicon de la bandeja de Newkirk. El trabajo nocturno le había abierto un apetito voraz.

—¿Y eso qué significa, profesor Klopp?

—Aún no lo sé, joven señor. Tal vez sea algún tipo de máquina de navegación.

—Es extraordinariamente grande para ser una brújula —dijo Alek—. Y demasiado hermoso para ser algo tan mundano.

La mayoría de las piezas habían sido elaboradas a mano, como si su inventor no hubiese querido que piezas producidas en masa mancillasen su estética.

—¿Puedo preguntarle algo, señor? —preguntó Bauer.

Alek asintió.

—Por supuesto, Hans.

Bauer se volvió para mirar a Dylan.

—Creo que entenderíamos mejor esta máquina si supiésemos por qué el zar intentó subirla a bordo del Leviathan a escondidas.

—La doctora Barlow dice que el zar no sabe nada sobre esta máquina. Lo cierto es que el hombre hacia el que nos dirigimos tiene la reputación de estar un poco loco. Es el tipo de personaje que podría sobornar a un oficial ruso para que le escondiese algo, sin pensar en las consecuencias. A la doctora nunca le ha gustado ese tipo, dice, y esto no hace más que confirmar que es un… —Dylan se encogió de hombros y cambió al inglés—: un caraculo.

—Caraculo —dijo Bovril y soltó una risita.

—Pero ¿quién es? —preguntó Alek en inglés.

Dylan se encogió de hombros de nuevo.

—Una especie de científico clánker. Eso es todo lo que dirá la doctora Barlow.

Alek terminó su beicon y luego miró las piezas esparcidas a su alrededor y suspiró.

—Bueno, acabemos de una vez y veamos qué sucede cuando la pongamos en marcha.

—¿Crees que es una buena idea? —Dylan miró las baterías, que Hoffman estaba cargando con los cables eléctricos de los focos de la aeronave—. Ha almacenado la electricidad suficiente para lanzar chispas o incluso explotar. ¡Y estamos colgando de un millón de pies cúbicos de hidrógeno!

Alek se dirigió a Klopp y dijo en alemán:

—Dylan cree que podría ser peligroso.

—Tonterías —Klopp tocó la cubierta de la batería con su bastón—. Está diseñado para funcionar durante mucho tiempo a bajo voltaje.

—O diseñado para que lo parezca —dijo Dylan y luego cambió al inglés—. Newkirk, por favor ¿quieres ir a buscar a la doctora Barlow?

El otro cadete asintió y marchó, al parecer contento de alejarse del aparato clánker. Mientras esperaban, Alek montó el panel de control, sacando brillo a cada pieza con la manga. Estaba contento de sentirse útil de nuevo, de tener que construir algo, aunque no tuviese ni la menor idea de lo que era.

Cuando la doctora Barlow llegó, dio una vuelta alrededor de la máquina, tanto ella como la criatura que llevaba al hombro, inspeccionándola atentamente. Los dos loris empezaron a parlotear entre sí, Bovril repitiendo los nombres de las partes eléctrikas que había aprendido durante la noche.

—Bien hecho, todos ustedes —dijo la doctora Barlow en su impecable alemán—. ¿Interpreto que es un aparato magnético de algún tipo?

—Sí, señora —Klopp miró de reojo a Dylan—. Y estoy seguro de que no explotará —añadió.

—Espero que no —la doctora Barlow retrocedió un paso—. Bueno, no tenemos mucho tiempo. Si haces el favor, Alek, averigüemos lo que hace.

—Si haces el favor —añadió su loris autoritariamente, lo que hizo que Bovril soltara una risita.

Alek inspiró lentamente y apoyó una mano en el interruptor de encendido. Por un momento se preguntó si Dylan estaría bien. Ninguno de ellos tenía idea de lo que era aquella máquina.

Pero había pasado toda la noche montando aquel aparato y ahora ya no tenía ningún sentido quedarse allí sentado. De modo que giró el interruptor de encendido…

Durante un momento no sucedió nada, pero luego un resplandor intermitente como parpadeos apareció en cada una de las esferas de cristal montadas en lo alto de la máquina. A pesar de la corriente de aire que entraba en la bodega de carga, Alek sintió el calor que emanaba de la máquina y empezó a escucharse una especie de leve chirrido.

Los dos loris empezaron a imitar aquel sonido y luego Tazza se les unió con un aullido hasta que toda la bodega de carga se llenó con el ruido de un zumbido. Un fragmento de luz se encendió en el interior de cada una de las esferas de cristal, una perturbación eléctrica, como un minúsculo rayo atrapado.

—Es de lo más intrigante —dijo la doctora Barlow.

—Sí, pero ¿qué es? —preguntó Dylan.

—Como bióloga, te aseguro que no lo sé —la científica alzó a Bovril del hombro de Klopp—. Pero seguro que nuestro perspicaz amigo ha estado observando y escuchando toda la noche.

La doctora colocó al loris en el suelo. El animal inmediatamente escaló por la máquina, olisqueando las baterías, el panel de control y finalmente las tres esferas de cristal. Mientras se movía, mantenía una constante conversación aparentemente sin sentido con el loris de la doctora Barlow y las dos bestias se repetían una a otra los nombres de las partes eléctricas y los conceptos.

Alek los observaba desconcertado. Siempre le intrigó saber cómo la doctora Barlow esperaba que estas criaturas mantuviesen a los otomanos fuera de la guerra. Eran bastante encantadoras pero no era muy probable que hiciesen inclinar la balanza de todo un Imperio hacia el darwinismo. Había llegado a sospechar que tan solo se había tratado de una treta, una excusa para llevar al Leviathan a Estambul y que el plan real siempre había sido invadir el estrecho con el Behemoth.

Pero ¿acaso los loris eran algo más de lo que aparentaban a simple vista?

Finalmente, Bovril tendió una mano hacia la doctora Barlow, que simplemente frunció el ceño. Pero la bestia que tenían en su hombro pareció comprender. Deslizó sus manitas por detrás de la cabeza de la mujer y desabrochó su collar.

La doctora Barlow alzó una ceja cuando la criatura le entregó la joya a Bovril.

—Pero qué demonios… —empezó a decir Dylan, aunque la científica agitó una mano pidiéndole silencio.

Bovril acercó el collar a una de las esferas de cristal y saltó un relámpago, como un hilillo, creando una temblorosa conexión entre el colgante y la esfera de cristal.

—Magnético —dijo Bovril.

La criatura balanceó el colgante y el minúsculo dedo de luz lo siguió a un lado y a otro. Cuando Bovril apartó el collar, el rayo pareció perder interés y se retiró de nuevo a su esfera de cristal.

—¡Por los clavos de Cristo! —soltó Alek en voz baja—. Es bastante extraño.

—¿De qué está hecho este collar, señora? —preguntó Klopp.

—El colgante es de acero —la doctora Barlow asintió con la cabeza—. Creo que es bastante ferroso.

—De modo que sirve para detectar metal —Klopp se puso de pie con dificultad y luego alzó su bastón.

Cuando acercó su punta de metal a una de las esferas, otro fino rayo saltó de ella para ir a su encuentro.

—¿Y para qué se necesita una cosa como esta? —preguntó Dylan.

Klopp se dejó caer de nuevo en su silla.

—Podría usarse para descubrir minas terrestres. Aunque es bastante sensible, de modo que tal vez también podría encontrar una línea telegráfica enterrada. ¡O un tesoro escondido! ¿Quién sabe?

—¡Tesoro! —exclamó Bovril.

—¿Líneas telegráficas? ¿El tesoro de un pirata? —Dylan hizo un gesto despectivo con la cabeza—. No parecen cosas que uno vaya a encontrar en Siberia.

Alek se acercó un paso más, con cuidado, mirando atentamente la máquina. Las tres esferas de cristal encerraban un tembloroso dibujo y cada minúsculo rayo de luz señalaba en direcciones distintas.

—¿Y ahora qué está detectando?

—Uno apunta directamente hacia atrás, a popa, y los otros dos señalan hacia la proa —dijo Dylan.

Los dos loris emitían un sonido sordo.

—Por supuesto. La mayor parte del Leviathan está compuesta de madera y carne. Pero los motores contienen metal —aseguró Hoffman.

Dylan soltó un silbido.

—Deben de estar a cientos de yardas de distancia.

—Sí, es una máquina inteligente, aunque la haya diseñado un loco —dijo Klopp.

—Me pregunto qué es lo que busca —la científica acarició el pelaje de Tazza mientras contemplaba el aparato y a continuación se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta—. Bien, estoy segura de que lo averiguaremos muy pronto. Señor Sharp, procure que todo esto quede bien oculto en un almacén cerrado. Y, por favor, no se lo mencionen a la tripulación, ninguno de ustedes.

Alek puso mala cara.

—Pero ¿acaso ese… científico no se preguntará dónde está?

—Por supuesto —la doctora Barlow le dedicó una sonrisa mientras salía por la puerta—. Y observarle mientras se revuelve de curiosidad resultará de lo más interesante.

No mucho después, Alek se dirigió otra vez a su camarote puesto que quería dormir por lo menos una hora antes de que llegasen a su destino. Suponía que debía haber ido directamente a ver al conde Volger, pero estaba demasiado cansado como para soportar una andanada de preguntas de aquel hombre. De modo que, en lugar de eso, cuando llegó a su habitación, Alek silbó para llamar a un lagarto mensajero.

Cuando apareció la criatura, Alek dijo:

—Conde Volger, llegaremos a nuestro destino en una hora, pero aún no tengo ni idea de cuál es. El cargamento contenía una máquina clánker de algún tipo. Se lo explicaré más tarde, cuando haya dormido algo. Fin del mensaje.

Alek sonrió cuando la criatura se alejó correteando por su tubo. Nunca antes le había enviado a Volger un lagarto mensajero, pero ya era hora de que el hombre aceptase que las bestias formaban parte de la vida a bordo del Leviathan.

Alek se echó en la litera sin molestarse en quitarse las botas. Sus ojos se cerraron pero todavía podía ver los tubos de cristal y las partes de brillante metal del misterioso aparato. Su mente, exhausta, empezó a jugar a montar sus piezas, contar tornillos y medirlos con calibradores.

Soltó un gruñido, deseando que sus pensamientos por fin le dejasen dormir. Pero los puzles mekánicos se habían apoderado de su cerebro. Tal vez aquello demostraba que era un clánker de corazón y que nunca habría un lugar para él a bordo de una nave darwinista.

Alek se sentó para quitarse la chaqueta y, al hacerlo, notó que tenía algo grande guardado en el bolsillo. Por supuesto: el periódico que le había tomado prestado a Volger.

Lo sacó; estaba abierto y doblado por la parte de la fotografía de Dylan. Con toda la emoción causada por el extraño aparato, había olvidado mostrárselo a su amigo. Alek se echó de espaldas con los ojos enrojecidos por el sueño repasando el texto.

Realmente estaba escrito de forma atroz, tan entrecortada y exageradamente como los artículos que Malone había redactado sobre Alek. Pero era un alivio ver las virtudes de alguien más ensalzadas en la florida prosa del reportero.

«¿Quién sabe qué destrucción rampante podría haber acaecido sobre la multitud si el valiente cadete no hubiese actuado tan rápidamente? Seguramente la valentía corre por sus venas al ser sobrino del intrépido aviador Artemis Sharp que pereció en un desgraciado incendio de un globo aerostático hace unos pocos años».

Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Alek al leer aquellas palabras: el padre de Dylan de nuevo. Era extraño cómo aquel hombre seguía apareciendo.

—¿Es que había alguna pista sobre el secreto de la familia de Dylan en aquel artículo?

Alek sacudió la cabeza y dejó caer el periódico al suelo. Dylan ya le contaría el secreto de su familia cuando estuviese preparado para ello.

Ahora, lo más importante era que Alek no había pegado ojo en toda la noche. Se echó boca abajo, obligándose a cerrar los ojos otra vez. La aeronave pronto llegaría a su destino.

No obstante, Alek seguía echado allí y su mente no dejaba de dar vueltas.

Muchas veces Dylan había estado a punto de contarle algo trascendental, pero cada vez se echaba atrás. No importaban las promesas que Alek le hiciese, cuántos secretos suyos le hubiese explicado a Dylan, aquel muchacho no confiaba en él completamente.

Tal vez nunca lo haría porque sencillamente no podría llegar a confiar en un príncipe, un heredero imperial, un residuo de hidrógeno como Alek. Sin duda era aquello.

Aún estuvo un buen rato dando vueltas inquieto antes de dormirse finalmente.