DIECINUEVE

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El océano Pacífico era casi la mitad del mundo, tal como al señor Rigby le gustaba decir. Ciertamente parecía muy vasto ahora, extendiéndose bajo el barco como una ondulada sábana plateada. Las islas del archipiélago japonés habían quedado atrás, a menos de un día de camino, pero ya el concepto de tierra firme resultaba distante y oscuro.

El Leviathan iba a toda máquina, a una velocidad aérea de sesenta millas por hora. El viento soplaba por la espina empujando con toda la fuerza de un vendaval, atronando por la superficie del barco como la corriente de un río.

—¿Siempre es así? —gritó Alek para hacerse oír por encima del viento.

—Sí —repuso Deryn—. Es genial, ¿verdad?

Alek simplemente la miró ceñudo. Se sujetaba con todas sus fuerzas a los flechastes con las manos enguantadas y Hoffman mostraba su miedo con los ojos muy abiertos tras sus anteojos. Los dos clánkers habían ido a toda máquina subidos en las cápsulas de los motores con anterioridad, pero nunca lo habían hecho allí en el aire, en la espina, y sin protección.

—¡Esto sí que es volar de veras! —Deryn se acercó más—. Pero, su principesca majestad, si lo desea, puede regresar abajo.

Alek sacudió la cabeza. Hoffman necesita un traductor.

—Mi alemán ya es suficientemente bueno —dijo Deryn—. ¡Ya pasé todo un mes parloteando en vuestra jerga clánker en Estambul!

Weißt du, was ein Kondensator ist?

—Es fácil. Me has preguntado si sé lo que es un Kondensator.

—Y bien, ¿lo sabes?

Deryn frunció el ceño.

—Bueno, es una especie de… condensador, obviamente.

—No —corrigió Alek—. Un condensador de capacidad. ¿No ves que harías explotar la nave, bobo?

Deryn puso los ojos en blanco. Parecía un poco injusto, esperar que ella supiese palabras en alemán de aparatos que no había visto en su vida. No obstante, Deryn no podía discutírselo. Hoffman era el mejor ingeniero capaz de seguir las órdenes de Tesla, y solo Alek podría traducir la jerga técnica clánker al inglés.

Todo aquel viaje a la parte superior había sido una petición del gran inventor. Quería instalar una antena de radio que se extendiera por toda la longitud del Leviathan, pero que se hiciese sin que el barco redujese su velocidad. El capitán no tuvo más remedio que obedecer, puesto que las órdenes del Almirantazgo eran cooperar con Tesla y llevarle a Estados Unidos tan pronto como fuera posible y también de la forma más práctica.

Trabajar en la espina a la máxima velocidad no era imposible, después de todo, solo un poco complicado; y también rematadamente divertido.

—¡Lleve el cable a proa, Sharp! —gritó el señor Rigby para ser oído por encima del viento—. Y, antes de regresar, confirme que este extremo esté bien asegurado.

—Iré contigo —dijo Alek.

—¡No, no lo harás, muchacho! —gritó el señor Rigby—. Es demasiado peligroso para un príncipe subir allí arriba.

Alek frunció el ceño, pero no discutió. Allí, en el aire, en la espina dorsal de la nave, el contramaestre era el único rey.

Deryn hizo señas a Hoffman y luego empezó a avanzar hacia la cabeza de la gran aerobestia. El hecho de tener que ajustar su mosquetón de seguridad más o menos a cada yarda hacía que su progreso fuese lento y el carrete de cable era condenadamente pesado. Pero lo más complicado era arrastrarse con un viento de frente de sesenta kilómetros por hora.

Hoffman la siguió, llevando sus herramientas y un pequeño dispositivo con el que el señor Tesla había estado jugando todo el día. Afirmaba que con una antena de mil pies de largo, a aquella altura, podría detectar señales de radio desde cualquier parte del mundo, e incluso del más allá.

—Así podrá hablar con los malditos marcianos —exclamó Deryn—. ¡Por eso nos ha hecho subir aquí arriba!

Hoffman no entendía nada de lo que estaba comentando, o tal vez prefirió no hacer comentarios.

A toda velocidad, en la proa no quedaba ni rastro de vida. Todos los murciélagos fléchette estaban ocultos en sus rincones y recovecos de la nave, y las aves estaban a salvo en la halconera. Pronto los últimos flechastes desaparecieron de la vista y Deryn se arrastró todavía más lentamente, tendida boca abajo con las palmas de las manos extendidas por la superficie áspera y dura de la cabeza arqueada de la aerobestia.

En aquellos instantes, se alegró de contar con el peso de la bobina de cable. Por lo menos ahora, con sesenta libras de alambre atado a la espalda, era menos probable que el viento se la llevara volando hacia el océano. Le gritó a Hoffman para que también se mantuviese echado boca abajo. A aquella velocidad, la corriente de aire podía encontrar cualquier resquicio entre el cuerpo de un miembro de la tripulación y la piel de la aerobestia, al igual que un cuchillo haciendo palanca en un percebe, y arrojarlo volando al mar.

Por fin Deryn llegó al yugo que amarraba a la aerobestia, el pesado arnés fijado en el extremo de la proa de la aeronave. La muchacha enganchó en él su mosquetón de seguridad y suspiró aliviada. Hoffman se unió a ella ahí y juntos comenzaron a asegurar un extremo del cable.

Mientras trabajaban contra el implacable viento, sin querer, Deryn se preguntó si Hoffman sabría quién era ella en realidad. Dudaba de que Volger lo hubiese contado a nadie, aquel hombre siempre se guardaba los secretos para usarlos en beneficio propio. Pero ¿qué pasaba con Alek? Le había prometido no decirle a nadie que ella era una chica, pero ¿aquello incluía ocultar la verdad a sus propios hombres?

Después de atar el cable rápidamente y de conectar el dispositivo de Tesla, Hoffman dio una palmada en el hombro a Deryn, murmurando al viento algunas maldiciones en alemán. Ella sonrió, de pronto con la certeza de que él no lo sabía.

Alek podía ser un bobo, a veces, pero siempre era fiel a su palabra.

Ambos comenzaron a desandar el camino, desenrollando el cable al retroceder, fijándolo a los flechastes a cada pocos metros, para evitar que ondease. El hecho de arrastrarse con el viento de espaldas hacía que todo fuese más rápido, y pronto llegaron adonde estaban Alek y el señor Rigby. Juntos, los cuatro se dirigieron a popa.

El viaje era más fácil a medida que se acercaban a la cola. El rugido de los motores clánker disminuía con la distancia y una vez traspasada la mitad del cuerpo de la aerobestia, su cuerpo se hacía más estrecho y la gran joroba los protegía del viento. Cuando se terminó el primer rollo se detuvieron. El señor Rigby y Hoffman lo empalmaron con otro cable de quinientos pies de longitud.

Mientras esperaban, Alek se volvió a Deryn.

—¿Estás nervioso por ver América?

—Un poco —repuso ella—. Pero no sé, me parece un lugar un poco extraño.

Los Estados Unidos eran otro país mitad darwinista, mitad clánker. Pero, a diferencia de Japón, en aquel país las tecnologías no se habían combinado de forma tan armoniosa. Las dos mitades de América libraron una cruel guerra civil cuando el viejo Darwin anunció sus descubrimientos. El sur había adoptado técnicas agrícolas darwinistas, mientras que el norte industrial permaneció fiel a la máquina. Incluso cincuenta años después la nación seguía dividida en dos.

—¿No es por esta razón que la gente se une a las Fuerzas Aéreas? ¿Para ver mundo? —preguntó Alek.

Deryn se encogió de hombros.

—Yo solo quería volar.

—Y yo estoy empezando a encontrarle el gustillo —dijo Alek, sonriendo.

Se irguió a mitad de camino, con la corriente de aire ondeando con fuerza su pelo y su traje de vuelo y se inclinó hacia delante en un ángulo precario, dejando que la fuerza del viento le mantuviese en posición vertical.

—¡Maldita sea, Alek! ¡Siéntate!

El muchacho se echó a reír, extendiendo sus manos como las alas de un pájaro. Deryn se inclinó hacia adelante para sujetarle el arnés de seguridad de su traje de vuelo.

El contramaestre levantó la vista de su trabajo.

—¡Dejad ya de jugar!

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«LA TORMENTA SE APROXIMA»

—¡Lo siento, señor! —Deryn tiró del arnés de Alek—. Venga ya, chalado. Siéntate.

Alek dejó de reír y se agachó apoyándose en una rodilla. Señaló hacia delante.

—¿Eso es lo que yo creo que es?

Deryn se volvió de cara al viento. La nariz del Leviathan se estaba inclinando un poco, y el gran promontorio de la joroba de la ballena parecía descender, dejando al descubierto el cielo que se extendía ante ellos.

—¡Señor Rigby! —gritó Deryn, apuntando a proa—. Debería ver esto, señor.

Un momento después, el contramaestre soltó un juramento y Hoffman dejó escapar un leve silbido. Frente a la aeronave se alzaba una masa imponente de nubes de tormenta, enmarcadas por una pared oscura que se extendía por todo el horizonte. Era una gigantesca tormenta, directamente en el camino del Leviathan.

Deryn captó el olor a lluvia y sintió la electricidad de los rayos en el aire.

—¿Qué debemos hacer, señor Rigby?

—Terminemos este trabajo, muchacho, a menos que nos den otras órdenes.

—Disculpe, señor, pero no hay manera de que envíen un lagarto mensajero aquí arriba. ¡Incluso un rastreador de hidrógeno saldría volando a esta velocidad!

—El capitán siempre puede enviar a un equipo de aparejadores, si así lo desea —el contramaestre señaló la segunda bobina de cable, aún llena—. ¡En cualquier caso, no podemos detenernos ahora, o nos enfrentaremos a la tormenta con un cable suelto revoloteando!

Deryn tragó saliva.

—Sí, por supuesto, señor.

Hoffman terminó de hacer el empalme, y los cuatro se dirigieron hacia la cola de nuevo. Arrastrarse por la espina dorsal ahora era aún incluso más difícil, puesto que el viento cambiaba de dirección de manera impredecible, y las corrientes empujadas por la tormenta se mezclaban con el flujo de aire que se formaban con la gran velocidad de la nave.

Deryn sintió que la membrana se movía por debajo de ella, rodando hacia un lado. Miró por encima del hombro hacia la proa.

—Estamos girando, señor. Nos estamos inclinando hacia estribor —dijo ella.

El señor Rigby maldijo en voz baja y agitó las manos haciendo señas para que siguiesen adelante.

—Eso es bueno, ¿no? —le preguntó Alek a Deryn—. Están intentando esquivar el núcleo de la tormenta.

Deryn negó con la cabeza.

—Los huracanes giran en sentido contrario a las agujas del reloj, de modo que nos encaminamos hacia un potente viento de cola. No estamos evitando la tormenta, sino que la estamos utilizando para avanzar más rápido. Una idea brillante del señor Tesla, sin duda.

—¿Es eso peligroso?

—Para la aerobestia no debería suponer ningún problema. Lo que me preocupa somos nosotros —Deryn abrochó su mosquetón de seguridad con ganas—. ¡Si tan solo redujeran un poco la velocidad, podríamos terminar este condenado trabajo de una vez!

—Cálmese, señor Sharp —reprendió el contramaestre con un gruñido—. Nosotros tenemos nuestras órdenes y el capitán tiene las suyas.

—Sí, señor —dijo Deryn, y entonces se puso a gatear tan rápido como pudo.

—Tener un científico al mando estaba empezando a ser molesto.

Todavía estaban a la intemperie cuando la aeronave entró en la tormenta. La lluvia no llegó a ellos de forma gradual, sino como un muro plateado que bajó a toda velocidad contra el Leviathan de punta a punta a sesenta millas por hora.

—¡Sujétense! —gritó Deryn cuando el tumulto del ruido de la lluvia los rodeó.

La membrana se onduló bajo ella, agitada por la oleada de aire frío que acompañaba la lluvia, sin duda arrastrada desde el norte del Pacífico por el gran motor rodante de la tormenta. De repente, el impetuoso viento pareció estar lleno de hielo y clavos: era las gotas congeladas que golpeaban sus anteojos como piedrecillas.

—¡Que nadie se mueva! —gritó el señor Rigby—. Seguramente el capitán reducirá la marcha ahora para que podamos bajar.

Deryn se aferró a los flechastes con ambas manos, apretando los dientes, y solamente unos momentos después el rugido de los motores clánker cesó.

—Sí, desde luego no creo que los oficiales se hayan vuelto locos —murmuró el contramaestre.

Se levantó lentamente, sujetándose el costado allí donde había recibido un disparo, dos meses antes. Deryn sintió de nuevo una oleada de malestar. ¡Seguro que a Tesla le parecía fantástico enviar a hombres a la parte superior de la nave a toda velocidad mientras él estaba a salvo y bebiendo brandy en su camarote!

Con los motores apagados, la aeronave rápidamente igualó la velocidad del viento, y una extraña calma reinó alrededor de los cuatro. Se dirigieron al puente de mando corriendo con la membrana escurridiza bajo sus pies a causa de la lluvia. Deryn tenía un ojo puesto en el señor Rigby, preparada para sujetarle si resbalaba. Pero el anciano tenía el paso firme como siempre, y pronto se agolparon en la timonera, el refugio que se encontraba más cerca en la parte de popa del navío.

—Aseguren este cable —ordenó el señor Rigby.

Alek se lo tradujo a Hoffman, quien se puso manos a la obra. El contramaestre dejó caer pesadamente una caja de piezas de recambio del motor y Deryn se quitó los guantes y se frotó las manos; seguidamente sopló para que se encendieran las luces de luciérnagas.

La timonera dorsal no era lujosa, estaba llena de piezas de repuesto propias para realizar las reparaciones de los motores traseros y tenía su propio timón principal, por si se daba el caso de que el puente perdiera el control del timón de la nave. Gracias a Dios que estaba conectado con pasadizos al vientre de la aerobestia, de modo que les llegó un poco de calor por una escotilla que había en el suelo.

Una vez que el cable estuvo atado rápidamente, Hoffman dijo unas palabras a Alek, y descendió a la aeronave, desenrollando aún mas cable tras él.

—¿Adónde va? —preguntó Deryn a Alek.

—El señor Tesla quiere que la antena esté conectada a través de la nave hasta su laboratorio.

—Sí, claro, cualquier cosa para que él siga bien seco —murmuró Deryn.

Se preguntó qué sería lo que el científico pretendía exactamente. En Tokio, había demostrado que podía enviar ondas de radio a todo el mundo. ¿Qué más se podía hacer desde allí arriba en el aire?

El contramaestre todavía mostraba en su rostro una expresión de dolor, así que los tres esperaron unos minutos antes de proseguir. Cada ráfaga de viento hacía temblar el puente de mando y la lluvia azotaba las ventanas sacudiendo sus marcos. Deryn sintió que el suelo se movía bajo sus pies. La aerobestia estaba flexionando su cuerpo, alejando el rostro de la fuerza de la tormenta. Al estar tan cerca de la cola, era fácil sentir cualquier cambio del gigantesco cuerpo, era como estar en el extremo de un enorme y lento látigo.

Todos los flechastes crujían a su alrededor y un desconocido chirrido de metal llegó hasta ellos mezclado entre los sonidos del viento y la lluvia. El cable que salía hacia la tormenta se tensó junto a Deryn, más tarde vibró y finalmente se aflojó.

—Maldita sea —suspiró el contramaestre—. Seguro que este cable al final habrá resultado ser demasiado corto.

—¡Sin embargo, las mediciones del señor Tesla fueron bastante precisas! —apuntó Alek.

—Sí, por supuesto que lo fueron —Deryn sacudió la cabeza—. Demasiado precisas. Seguramente pensó en el Leviathan como un zepelín, una cosa muerta, rígida de proa a popa, pero una aerobestia se curva y mucho más de lo habitual si se encuentra en una condenada tormenta como esta.

Alek se puso de pie y miró al exterior.

—Tal vez alguien debería habérselo mencionado.

—Su señor Tesla nunca se toma la molestia de preguntar —dijo el contramaestre rotundamente—. Sin embargo, las reparaciones tendrán que esperar, puesto que pronto van a poner en marcha los motores de nuevo.

Parecía que Alek quería discutir, pero Deryn puso una mano sobre su hombro.

—Por ahora están parados, señor Rigby —Deryn se acercó a la ventana, protegiéndose los ojos con las manos—. Y pronto escampará.

El contramaestre resopló.

—Está bien. Salga y eche un vistazo.

Deryn abrió un poco la puerta y se escabulló hacia la borrascosa extensión de la parte superior. Un momento después, algo llamó su atención. A unos quinientos pies de distancia, cerca de la base de la joroba, un destello plateado bailaba bajo la lluvia.

—Un extremo del cable se ha soltado, señor —gritó por encima del hombro—. Tal vez unas veinte yardas, ¡y está dando sacudidas en el viento!

El señor Rigby se puso de pie y se unió a ella junto a la puerta, y a continuación soltó una palabrota.

—¡Cuando los motores vuelvan a ponerse en marcha, aún se agitará más! ¡Incluso podría llegar a cortar la membrana!

Se acercó a la escotilla que daba al vientre de la nave.

—Me temo que tendrá que volver a salir, muchacho, y asegurar los dos cabos sueltos. Voy a buscar un lagarto mensajero y comunicaré al puente que mantenga los motores parados un poco más.

—A sus órdenes, señor.

Deryn se puso otra vez los guantes.

El contramaestre se detuvo un momento cuando iba a bajar por la escotilla.

—Espere unos minutos para asegurarse de que he podido entregar el mensaje, y a continuación hágalo rápido. ¡Pase lo que pase, no quiero que esté ahí fuera a toda máquina!

El contramaestre bajó a toda prisa y Deryn empezó a buscar en los cajones de piezas de recambio. Lo único que necesitaba era unos alicates y un trozo de cable.

—Salgo contigo —dijo Alek.

Ella iba a decir que no aunque, por otra parte, el contramaestre no había dado órdenes indicando aquello ni lo contrario, y además ella podía hacer el trabajo. Pero si el mensaje del señor Rigby llegaba demasiado tarde y la nave avanzaba a toda velocidad de nuevo, cualquiera que estuviese solo ahí afuera corría el riesgo de ser arrastrado hacia el mar.

Además, ¿quién sabe lo que sería capaz de hacer Alek si lo dejaba allí solo?

—No tengo miedo —añadió él.

—Pues deberías tenerlo. Aunque tienes razón, es mejor si nos mantenemos unidos. Pásame esa cuerda —pidió Deryn.