TREINTA Y SEIS

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Las dos semanas siguientes fueron para Alek un remolino de fiestas, conferencias de prensa y demostraciones científicas. Habían conseguido recaudar dinero, entretener a los periodistas, y el joven príncipe había sido presentado a diplomáticos con la poco firme reivindicación del trono del Imperio austrohúngaro. Toda aquella vorágine era completamente distinta a los ritmos del Leviathan, pautados con relojes, campanas y horarios para las comidas. Alek echaba de menos el constante rumor de los motores y el suave balanceo de la cubierta bajo sus pies.

También echaba de menos a Deryn, incluso más de lo que la había echado de menos aquellos terribles días después de enterarse de su secreto. Por lo menos los dos recorrían entonces los mismos pasadizos de la nave, pero ahora el Leviathan tampoco estaba. Todas las conexiones con su mejor amiga habían sido cortadas.

En lugar de Deryn tenía a Nikola Tesla, un hombre agotador con el que tendría que pasar largos días. Tesla luchaba con los secretos del universo, pero también se pasaba horas seleccionando los vinos adecuados para la cena. Lamentaba la pérdida de vidas humanas que costaba la guerra, pero malgastaba el tiempo adulando a los reporteros y apurando cada gota de fama de estos momentos ante los focos.

El científico vivía aferrado a extrañas pasiones, aunque ninguna tan extraña como su amor por las palomas. Una docena de criaturas grises y que no cesaban de gorgojear ocupaban las habitaciones de Tesla en el hotel Waldorf-Astoria. Se mostró más que contento de verlas después de haber pasado meses en Siberia, durante los cuales el personal del hotel las había cuidado diligentemente y a un gran coste.

Y, aun así, Tesla sabía cómo convertir sus excentricidades en encanto, especialmente cuando los inversores estaban presentes. Celebraba espectáculos eléctrikos en su laboratorio de Manhattan y presidía lujosas cenas en el Waldorf-Astoria, con la intención de recaudar dinero suficiente para hacer las mejoras necesarias para su arma.

Parecía no obstante que Tesla y Alek estaban tardando una eternidad en completar su viaje a Long Island.

El inventor finalmente llevó a Alek y a sus hombres hacia una inmensa torre que se cernía sobre la pequeña ciudad costera de Shoreham, en un caminante blindado Pinkerton, pagado por Noticiarios Hearst-Pathé.

Gioliath se alzaba tan alto como un rascacielos, un primo gigante del cañón Tesla que derribaron en Estambul. Cuatro pequeñas torres rodeaban la estructura central, que estaba coronada con una semiesfera cubierta de cobre que brillaba reluciente bajo el sol. Los obreros subían por ella, realizando los ajustes finales antes de la prueba de aquella noche. Bajo las torres había la central eléctrica del complejo hecha de ladrillo, con su chimenea vertiendo humo.

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«VISITA A LA SEGUNDA TORRE»

El caminante Pinkerton entró en el complejo a través de una alta valla de tela metálica. La verja bastaba para mantener alejados a los turistas e intrusos, pero Alek no vio nada que pudiese detener a un caminante militar.

Dos días después de la partida del Leviathan, un águila mensajera llegó con una carta de Deryn. Ella le había comunicado las advertencias de Lilit junto con la promesa de que el Leviathan estaría al acecho mar adentro, vigilando en secreto cualquier señal de U-boats, o caminantes anfibios, o en la forma que adoptasen.

Deryn le había pedido a Alek que no contase a nadie la amenaza alemana. Pero cuando Alek vio al par de guardas cerrando la puerta otra vez, con sus anticuados rifles apoyados en la caseta de los guardas, no le pareció que mantenerlo en secreto fuese tan buena idea. Si él y sus hombres iban a quedarse allí expuestos al peligro, un poco más de información sería útil.

Alek dio un ligero empujón al gran bulto adormilado que tenía junto a él.

—¿Profesor Klopp? Hemos llegado.

Los ojos de Klopp repasaron el Goliath de arriba abajo.

—Parece que lo haya construido un niño que se ha vuelto loco con su equipo mekánico.

—Un niño con admiradores ricos —murmuró Volger, que estaba ocupado con el abundante equipaje que había traído, dividiendo su peso entre Hoffman y Bauer.

Alek miró a Tesla, que iba montado delante con el piloto y bajó la voz.

—¿Alguna vez ha oído hablar de algo llamado caminantes anfibios, profesor Klopp? ¿Un U-boat que pueda subir a tierra?

—Caminante anfibio —dijo Bovril.

El anciano frunció el ceño, frotándose los ojos para quitarse el sueño.

—Vi un modelo experimental, a escala de un cuarto. Pero es al revés de como lo decís, joven señor.

—¿A qué se refiere?

—Un caminante anfibio no es un U-boat con patas. Sino que es una máquina terrestre sumergible: camina por el fondo de un río o un lago, como un cangrejo de metal.

Alek frunció el ceño. Una máquina como esa jamás podría cruzar todo un océano, ¿verdad?

Klopp miró a Hoffman, quien dijo:

—Imposible, señor. Resultaría aplastada a unos cien metros de profundidad.

—¡Aplastada! —repitió Bovril.

—De modo que es una amenaza sin sentido —se dijo Alek, soltando un suspiro de alivio.

Pero entonces Hoffman habló de nuevo.

—No obstante, señor, se podría traer en barco, y luego dejarla en la plataforma continental.

Klopp lo pensó un momento y después asintió.

—¿Y dejar que se adentre en el agua, digamos, unos cincuenta kilómetros?

—Entiendo.

Alek dudaba de que los alemanes pudiesen introducir sin ser vistos un barco tan grande a causa del bloqueo británico, pero el caminante anfibio podría ser transportado en alguna especie de U-boat.

—¿Qué es lo que entendéis exactamente? ¿Dónde habéis oído hablar de esa máquina? —dijo el conde Volger.

—En los periódicos —Alek descubrió que mentir últimamente le resultaba más fácil. Era preocupante pero bastante útil—. Hablaban de las amenazas del Káiser contra Tesla.

—¿Y ese periódico tenía información sobre armas secretas alemanas? —preguntó Volger.

Alek se encogió de hombros.

—Son solo rumores.

Volger entornó los ojos cuando la máquina se detuvo. La pasarela se abrió y Alek saltó para ayudar a bajar a Klopp. Los reporteros salían amontonados del automóvil que había seguido al caminante, disparando sus cámaras al Goliath.

En el aire se notaba un fuerte olor a salitre. El mar abierto se encontraba en el extremo más alejado de la isla, a veinte kilómetros de distancia, pero el estrecho de Long Island estaba a un corto paseo a pie. Según los mapas náuticos, que Alek había consultado, el estrecho era poco profundo, un juego de niños para que un caminante anfibio pudiese navegar por él.

Alek se quedó mirando al cielo, aunque sabía que el Leviathan estaba demasiado lejos, acechando cerca del angosto paso entre el océano y el estrecho. Pero tal vez desde la torre central del Goliath, con un par de buenos prismáticos, pudiese verlo…

Volger se lo quedó mirando de modo que Alek bajó la vista y corrió hacia delante. Tesla ya estaba brincando hacia la torre, preparado para montar en el arma sus pasos finales. Si las mejoras en el Goliath funcionaban como esperaban, las pruebas de aquella noche cambiarían el color del amanecer en Berlín, precisamente una advertencia de lo que estaba por llegar.

Los alemanes tendrían que tomar debida cuenta.

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La sala de control del Goliath parecía una versión clánker del puente de mando del Leviathan. Sobresalía de la azotea de la central eléctrica, con altos ventanales ofreciendo una vista panorámica de las torres y el cielo oscureciéndose. En el centro de la habitación había un inmenso tablero con palancas y diales y, alrededor de él, había amontonadas cajas negras sobre ruedas cubiertas con brillantes tubos y esferas de cristal.

Tesla gritó órdenes a sus hombres, usando una docena de teléfonos conectados con otras partes del complejo. Al cabo de pocos minutos, el humo de las chimeneas de la central eléctrica se había redoblado. Un zumbido eléctrico llenó la sala de control y la piel de Bovril empezó a ponerse de punta.

—Bastante contaminante, ¿verdad, Su Alteza?

Alek se dio la vuelta y se sorprendió al encontrar a Adela Rogers hablándole. La reportera del Hearst se había pasado las dos últimas semanas furiosa con él por haberle filtrado la carta del Papa a Eddie Malone, uno de los hombres de Pulitzer en lugar de a ella. Pero parecía arrastrada por la emoción del momento, con los ojos brillantes cuando las esferas y tubos empezaron a destellar a su alrededor.

—Más que cualquier otra cosa, es un alivio. Puede que por fin estemos llegando al final de esta guerra —dijo Alek.

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—No hay un «puede» en ello —gritó Tesla desde sus controles—. Vuestra fe en mí será recompensada esta noche, Su Alteza.

La señorita Rogers alzó su bloc de notas.

—Señor Tesla, ¿qué aspecto va a tener la prueba desde aquí?

—Goliath es un cañón de resonancia terrestre que usa al propio planeta como condensador de capacidad. ¡Lo que verán será un rastro de pura energía extendiéndose por el suelo bajo nosotros hasta llegar a la troposfera!

Alek frunció el ceño.

—¿Y eso no representará un peligro para una embarcación?

—Este ensayo no —las manos de Tesla se detuvieron un momento en los controles—. Pero si alguna vez disparamos en serio el Goliath, entonces avisaremos a todos de que se alejen. Unos diez kilómetros en todas direcciones, creo.

—Esperemos que esto no suceda nunca, señor —dijo la señorita Rogers.

—Por supuesto —añadió Alek y tomó nota de avisar a Deryn en su próxima carta.

Bovril se movía nerviosamente en su hombro, intentando alisar su piel. Alek sintió el chasquido de la estática cuando acarició a la bestezuela. El aire olía a electricidad, como cuando él y Deryn habían estado en la parte superior de la nave sobre el Pacífico enfrentándose a la tormenta que se acercaba. La noche que ella le había besado.

—El Káiser puede ser bastante irascible, ¿sabe? —dijo la señorita Rogers—. ¿Cuánto tiempo le concederán para que se rinda?

—Eso depende del experimento de esta noche —Tesla miró su máquina con una sonrisa en el rostro—. Si el Goliath funciona como es debido, una sola demostración debería resultar lo suficiente convincente.

Incluso un disparo de prueba requería grandes cantidades de energía y se tardarían horas antes de que los condensadores del arma volviesen a estar cargados. De modo que mientras las chimeneas soltaban humo y los diales subían lentamente, el señor Tesla sirvió a sus invitados la cena en un recargado comedor justo debajo de la sala de controles.

El inventor estaba sentado a la cabecera de la mesa, como siempre ordenando varios platos y vinos, aunque ya era bastante tarde. Alek había soportado demostraciones de laboratorio en Manhattan que habían durado hasta la madrugada.

Se volvió hacia Volger, que estaba junto a él.

—Esto llevará toda la noche, ¿verdad?

Al otro lado de la mesa, Bauer carraspeó.

—En realidad, señor, en Berlín el sol sale a las siete. Esto significa que aquí será medianoche.

—Pues claro. Una observación excelente, Hans —dijo Alek.

—¿De veras creéis que terminará la guerra moviendo un interruptor? —preguntó Volger.

Alek no respondió; se recostó en la silla cuando sirvieron el primer plato de la noche: un consomé de sopa de tortuga. Hoffman y Bauer miraron sus boles dubitativamente. Ambos se habían ahorrado asistir a las fiestas de Tesla en Manhattan, pero allí, en la soledad de Long Island, había pocos reporteros e inversores, de modo que los habían invitado como a los demás huéspedes. Los ingenieros jefe de Tesla también estaban presentes, tan inmaculados de chaqué como lo estaban en sus batas blancas.

Como siempre en la mesa del inventor, las bestias fabricadas estaban prohibidas. Alek echaba de menos el peso de Bovril en su hombro y sus murmullos sin sentido, especialmente los fragmentos con el acento escocés de Deryn.

—Parecéis cualquier cosa menos serena, Su Majestad —dijo Volger—. ¿Tal vez os apetezca un paseo junto al mar después de cenar?

—Hace un poco de frío para eso.

—Eso parece. Y hay demasiadas cosas desagradables en el agua.

Alek suspiró. Había hablado demasiado sobre los caminantes anfibios delante de Volger. El hombre no dejaría de insistir hasta que se lo contase.

—Estaba pensando en visitantes —dijo Alek en voz baja—. Alemanes.

—No me había dado cuenta de que los habían invitado.

—Se han invitado ellos mismos.

Volger echó un vistazo al otro lado de la mesa, donde Tesla estaba entreteniendo al puñado de reporteros ordenando que volviesen a colocar correctamente los cubiertos. Siempre insistía en que los tenedores, las cucharas y los cuchillos debían disponerse en múltiplos de tres. El personal del Waldorf-Astoria se había acostumbrado a sus excentricidades, pero sus criados en Shoreham aún estaban aprendiendo.

—¿Quién os ha hablado de esos caminantes anfibios? —preguntó Volger en voz baja.

—Deryn. Y no puedo decir la fuente. En cualquier caso no podemos hacer gran cosa excepto esperar.

—¿Es que no os he enseñado nada? —reprendió Volger—. Siempre hay una forma u otra de prepararse.

—El Leviathan está estacionado cerca, listo para protegernos. Y los preparativos están sobrevalorados. El hecho de que estemos en América en lugar de en los Alpes es una buena prueba de ello.

—El hecho de que vos estéis vivo prueba bastante lo contrario —dijo Volger.

A continuación se inclinó hacia el otro lado para murmurar algo a Bauer, Hoffman y Klopp.

Alek se permitió relajarse y disfrutar de la comida, aliviado de haber confesado el secreto a Volger. Ciertamente, el hombre podía ser un instigador hasta la médula, un conspirador reservado en quien no se podía confiar completamente, pero por suerte jamás rompería un juramento, el que le había hecho al padre de Alek. Cada acto enervante que Volger había hecho, desde sus extenuantes lecciones de esgrima hasta el chantaje a Deryn, había sido para proteger a Alek y verle un día en el trono.

Cuando el conde volvió a dirigirse a Alek, dejando a los otros hombres aún murmurando, dijo:

—Estad preparado, Su Alteza.

—Debería haber sabido que guardabais un as en la manga.

—No tengo otra elección. Por más que nos alejemos de la guerra, esta siempre nos alcanza —dijo Volger.