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El águila resultó ser bastante dócil, sobre todo después de que Deryn le hubiera colocado un par de capuchas sobre sus irascibles cabezas.

La transportaba a peso sobre su brazo, con sus más de diez kilos de músculo y entrañas. Mientras ambos caminaban hacia la popa, Deryn pronto dio las gracias por que los pájaros tuvieran los huesos huecos.

La halconera estaba separada de la barquilla principal, a medio camino en dirección a la aleta ventral. La pasarela que llevaba hasta allí se calentaba mediante el calor del canal gástrico, pero el gélido viento que circulaba a causa de la velocidad de la nave enviaba oleadas por la membrana en ambas paredes. Teniendo en cuenta que estaban en el interior de una aeronave de mil metros de largo fabricada con las cadenas genéticas de una ballena y de otro centenar de especies, apenas se percibía olor alguno. El aroma que flotaba en el aire era una mezcla de sudor animal y estiércol, como un establo en verano.

Tras ella, Alek miraba al águila imperial con recelo.

—¿Crees que tendrá dos cerebros?

—Por supuesto que los tiene —dijo Deryn—. ¿Para qué iba a servir una cabeza sin cerebro?

Bovril soltó una risita, como si supiera que Deryn casi había hecho un chiste sobre clánkers respecto a ello. Alek se había mostrado muy susceptible durante toda la mañana, por lo que ella se contuvo de hacerlo.

—¿Y qué pasa si no se ponen de acuerdo sobre en qué dirección volar?

Deryn se rio.

—Lo solucionarán peleando, supongo, lo mismo que haría cualquiera. Pero dudo que discutan mucho. La azotea de un pájaro está formada casi por completo por nervio óptico: tienen más vista que inteligencia.

—Por lo menos no sabe que tiene un aspecto horrible.

Un graznido surgió de una de las capuchas y Bovril imitó el sonido.

Deryn frunció el ceño.

—Si las bestias con dos cabezas te parecen tan horribles, ¿cómo es que tenías una pintada en tu Caminante de Asalto?

—Aquello era el emblema de los Hausburgo. El símbolo de mi familia.

—¿De qué es símbolo? ¿De la aprensión?

Alek puso los ojos en blanco y se lanzó a dar una gran explicación.

—El águila bicéfala fue utilizada primero por los bizantinos, para mostrar que su Imperio se extendía tanto por el este como por el oeste. Pero cuando una casa real la usa como símbolo, una de las cabezas simboliza el poder terrenal, y la otra, el derecho divino.

—¿Derecho divino?

—El principio que establece que el poder de un soberano le es otorgado por Dios.

Deryn soltó un bufido.

—Deja que adivine quién se inventó eso. ¿Fue un rey, quizás?

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—Es una idea un tanto anticuada, supongo —dijo Alek, lo que no evitó que Deryn se preguntase si realmente él creía en esas cosas.

Alek tenía la azotea llena de todo tipo de tonterías anticuadas, y nunca dejaba de hablar de cómo la providencia lo había guiado en su camino desde el día en que abandonó su hogar. Y de cómo su destino era terminar con aquella guerra.

Por lo que a ella se refería, la guerra era demasiado grande como para que un solo individuo, príncipe o plebeyo, pudiera detenerla. Y al destino no le importaba lo más mínimo lo que se suponía que cada persona estaba destinada a ser. Después de todo, el destino de Deryn era el de haber sido una chica embutida en faldas, criando niños mocosos y llorones en alguna parte. Pero con un poco de ayuda del sastre, había conseguido escapar bastante bien de ese destino.

Por supuesto, había otros destinos de los que no había podido escapar, como el de enamorarse de un príncipe bobo hasta el punto de tener la cabeza llena de tonterías muy poco soldadescas. Como la de ser su mejor amiga y aliada mientras un constante y desesperado anhelo le atenazaba el corazón.

Era una suerte que Alek estuviera tan ocupado con sus propios problemas y con los problemas del condenado mundo entero como para darse cuenta. Claro estaba, esconder sus sentimientos resultaba más fácil por el simple hecho de que Alek no sabía que en realidad ella era una chica. Nadie a bordo lo sabía, salvo el conde Volger, quien, a pesar de ser un cretino, al menos sabía guardar bien un secreto.

Llegaron a la escotilla de la halconera y Deryn trató de alcanzar el cierre a presión. Pero al tener solo una mano libre, le resultaba muy difícil accionar el mecanismo a oscuras.

—¿Puede darnos algo de luz, Su Divina Majestad?

—Por supuesto, señor Sharp —dijo Alek, sacando su silbato de mando.

Lo observó atentamente y luego hizo sonar una melodía.

Las luciérnagas que había bajo la piel de la aeronave empezaron a brillar, y una débil luz verdosa inundó el pasillo. Entonces Bovril se unió al sonido del silbato, y su voz sonó tan clara como unas campanillas de plata. La luz cobró más intensidad y se hizo más brillante.

—Buen trabajo, bestezuela —dijo Deryn—. Aún haremos de ti un buen cadete.

Alek suspiró.

—Que es más de lo que puedes decir de mí.

Deryn ignoró el comentario y abrió la puerta de la halconera. A medida que el barullo formado por los graznidos y chillidos se acrecentaba, el águila imperial se agarraba con más fuerza al brazo de Deryn. Podía sentir sus garras incluso a través de la gruesa piel del guante de halconero.

Condujo a Alek por la pasarela elevada mientras buscaba un espacio vacío por debajo. Había nueve jaulas en total, tres por debajo de ella y tres más a cada lado, todas el doble de altas que la estatura de un hombre. Las aves rapaces más pequeñas y las mensajeras parecían una masa de alas en movimiento, mientras que los halcones bombarderos permanecían regiamente en sus perchas, ignorando por completo a las aves inferiores que tenían a su alrededor.

—¡Cielos! —exclamó Alek a su espalda—. Esto es un auténtico manicomio.

—Manicomio —repitió Bovril, y saltó del hombro de Alek al pasamanos.

Deryn sacudió la cabeza. Alek y sus hombres a menudo encontraban la aeronave demasiado desordenada para su gusto. La vida les resultaba tumultuosa y confusa comparada con la ordenada y precisa maquinaria de sus artefactos clánker. El ecosistema existente en el Leviathan, con su centenar de especies interconectadas, era mucho más complejo que sus máquinas sin vida, y por lo tanto algo menos ordenado. Pero precisamente eso era lo que hacía que el mundo siguiera siendo interesante, pensó Deryn. La vida no tenía engranajes y nunca se sabía qué sorpresas podía depararte su caos.

Lo cierto es que ella jamás se había imaginado que un día ayudaría a liderar una revolución clánker, o que la besaría una chica, o que se enamoraría de un príncipe. Y sin embargo todo eso había sucedido en el último mes, y la guerra no había hecho más que empezar.

Deryn encontró la jaula que los encargados de la halconera habían vaciado y tiró de la rampa de carga para colocarla justo encima. No era aconsejable poner al águila imperial junto a los otros pájaros, al menos no mientras continuase hambrienta.

Con un movimiento rápido retiró las capuchas de ambas cabezas y empujó a la bestia por la rampa. El ave aleteó hasta caer en la jaula, girando en el aire por unos instantes como una hoja empujada por el viento. Finalmente, se posó sobre la percha más grande.

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«SECRETOS EN LA HALCONERA».

Desde allí el águila imperial observaba tras los barrotes a las demás criaturas, cambiando su peso de una pata a la otra, visiblemente disgustada. Deryn se preguntó en qué clase de jaula viviría cuando estaba en el palacio del zar. Probablemente sería una con relucientes barrotes, con ratones bien cebados servidos en bandeja de plata y sin el aire viciado por el hedor de los excrementos de otros pájaros.

—Dylan, ahora que estamos solos… —dijo Alek.

Ella le miró. Alek estaba muy cerca, y sus verdes ojos resplandecían en la oscuridad. Siempre le resultaba de lo más difícil sostenerle la mirada a Alek cuando tenía una expresión tan seria como ahora, pero se las arregló para mantener la compostura.

—Lamento haber mencionado a tu padre antes —dijo—. Sé que es algo que todavía te atormenta.

Deryn suspiró, preguntándose si sencillamente tenía que decirle que no se preocupara. Pero había sido un poco complicado después de que Newkirk mencionase a su tío. Quizás lo más conveniente era contarle al fin a Alek la verdad, o al menos en la medida que le fuera posible.

—No es necesario que te disculpes. Pero hay algo que deberías saber. La noche que te conté lo del accidente de mi padre, no te lo conté todo —afirmó ella.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, pues que Artemis Sharp era realmente mi padre, tal como te dije —Deryn respiró hondo—. Pero todo el mundo en el Servicio Aéreo cree que era mi tío.

Por la expresión de Alek, Deryn pudo ver que para él aquello no tenía ningún sentido, y sin siquiera pretenderlo, las mentiras empezaron a surgir de su boca.

—Cuando yo me alisté, mi hermano mayor Jaspert ya servía en las Fuerzas Armadas. Por lo que no podíamos decir que éramos hermanos.

Todo aquello era un enorme disparate, claro estaba. La auténtica razón era que Jaspert ya había hablado a sus camaradas de la tripulación de su única hermana, menor que él. Un hermano que saliera de la nada podría resultar algo más bien confuso.

—Fingimos ser primos, ¿sabes?

Alek frunció el ceño.

—¿Los hermanos no pueden servir juntos en vuestro Ejército?

—No si su padre ha muerto. Somos sus herederos. Por lo que si ambos…

Se encogió de hombros, esperando que Alek creyera todo aquello.

—Ah, para así mantener vivo vuestro apellido. Muy sensato. ¿Es por eso que tu madre no quería que te alistases?

Deryn asintió entristecida, preguntándose cómo era posible que sus mentiras acabasen siendo tan condenadamente enrevesadas.

—No quería mezclarte en una farsa. Pero aquella noche pensé que dejabas la nave para siempre. Así que te conté la verdad, en lugar de lo que les cuento a todos los demás.

—La verdad —repitió Bovril—. Señor Sharp.

Alek tocó el bolsillo de su chaqueta. Deryn sabía que era ahí donde guardaba la carta del Papa, la que podría convertirle en emperador algún día.

—No te preocupes, Dylan. Guardaré tus secretos, igual que tú has guardado los míos.

Deryn refunfuñó. Detestaba que Alek dijera aquello, justamente porque él no podía guardar todos sus secretos ya que no conocía el mayor de ellos. De repente, sintió el deseo de no volver a mentirle, o al menos no tanto.

—Espera. Lo que acabo de contarte son un montón de disparates. Los hermanos sí que pueden servir juntos en el Ejército. Es otra cosa —explicó ella.

—Disparates —repitió Bovril.

Alek seguía sin moverse en el mismo sitio, con una expresión de preocupación en el rostro.

—Pero no puedo explicarte la verdadera razón —dijo Deryn.

—¿Por qué no?

—Porque… —porque ella era una plebeya y él, un príncipe. Porque saldría corriendo si se enteraba de la verdad—. Pensarías mal de mí.

Él se la quedó mirando un momento y entonces apoyó su mano en el hombro de Deryn.

—Eres el mejor soldado que jamás he conocido, Dylan. El chico que yo hubiera querido ser si finalmente no fuera un príncipe inútil. Jamás podría pensar mal de ti.

Ella soltó nuevamente un gruñido, volviéndose y deseando que sonara alguna señal de alarma, que los atacara un escuadrón de zepelines o que se desatara una tormenta. Lo que fuera con tal de poner fin a aquella conversación.

—Escucha —dijo Alek, retirando la mano—. Incluso si tu familia tiene algún secreto oscuro, ¿quién soy yo para juzgarte? Mi tío abuelo conspiró con los hombres que mataron a mis padres, ¡por el amor de Dios!

Deryn no tenía ni idea de qué decir sobre eso. Alek lo había entendido todo mal, claro estaba. No era un antiguo secreto de familia; era un secreto que la concernía solo a ella. Él siempre interpretaría todo al revés hasta que ella se decidiera a contarle finalmente la verdad.

Y aquello era algo que nunca podría hacer.

—Por favor, Alek. No puedo. Y… Además tengo que ir a mi lección de esgrima.

Alek esbozó una sonrisa. Era la viva imagen de un amigo paciente.

—Cuéntamelo cuando creas oportuno, Dylan. Hasta entonces, no volveré a preguntar.

Ella asintió en silencio y caminó delante de él durante todo el camino de regreso.

—Llega un poco tarde con mi desayuno, ¿no cree?

—Disculpe la tardanza, señor conde —dijo Deryn dejando caer la bandeja sobre la mesa del conde Volger. Con la sacudida, se derramó algo de café sobre la tostada—. Pero aquí lo tiene.

El conde enarcó una ceja.

—Y también sus periódicos —continuó diciendo Deryn, sacándolos de bajo su brazo—. La doctora Barlow los guardó especialmente para usted. Aunque lo cierto es que no sé por qué se molesta en hacerlo.

Volger tomó los periódicos, cogió la tostada empapada y la sacudió.

—Parece estar de muy buen humor esta mañana, señor Sharp.

—Sí, bueno, la verdad es que he estado ocupado —repuso Deryn, ceñuda. Por supuesto, era el hecho de haber mentido a Alek lo que la había hecho enfadar, pero no podía evitar culpar al conde Volger—. No tendré tiempo para nuestra lección de esgrima.

—Lástima. Lo está haciendo bastante bien —dijo el conde—. Para ser una chica.

Deryn puso mala cara al conde. Ya no apostaban guardas frente a los camarotes de los clánkers, pero cualquiera que hubiera pasado por el pasillo en ese momento podría haberle oído. Cruzó la habitación para cerrar la puerta y se giró hacia el conde.

Él era la única persona en la aeronave que sabía quién era ella en realidad, y por lo general tenía cuidado de no decirlo en voz alta.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo en voz baja.

El conde no la miró y siguió ocupándose de su desayuno, como si aquella fuera una charla informal entre amigos.

—Me he dado cuenta de que la tripulación parece estar preparándose para algo.

—Sí, recibimos un mensaje esta mañana. Era del zar.

Volger alzó la vista.

—¿Del zar? ¿Vamos a cambiar de rumbo?

—Eso es un secreto militar, me temo. Nadie lo sabe, salvo los oficiales —Deryn frunció el ceño—. Y la científica, supongo. Alek se lo preguntó también, pero ella no quiso decírselo.

El conde empezó a esparcir mantequilla sobre su tostada medio empapada, mientras consideraba todo aquello.

Durante el mes que Deryn había pasado escondida en Estambul, el conde y la doctora Barlow habían forjado una especie de alianza. Ella se aseguraba de que el conde estuviera debidamente informado sobre la guerra y Volger le brindaba sus opiniones sobre política clánker o sobre estrategia militar. Pero Deryn dudaba que la científica fuera a responderle a esa pregunta. Los periódicos y los rumores eran una cosa y las órdenes selladas eran otra muy distinta.

—Quizás usted podría averiguarlo por mí.

—No, de ninguna manera —dijo Deryn—. Es un secreto militar.

Volger se sirvió café.

—Y sin embargo, los secretos pueden ser tan difíciles de guardar en ocasiones. ¿No opina así?

Deryn sintió que un escalofrío se apoderaba de ella, como sucedía siempre que el conde Volger la amenazaba. Era algo del todo impensable que todo el mundo supiera quién era ella en realidad. No le permitirían ser aviador nunca más y Alek no volvería a dirigirle la palabra.

No obstante aquella mañana no estaba de humor para el chantaje.

—No puedo ayudarle, conde. Tan solo los oficiales superiores conocen esa información.

—Pero estoy seguro de que una chica con tantos recursos como usted, tan obviamente adepta al subterfugio, podría averiguarlo. Un secreto desentrañado para mantener otro a salvo, ¿qué te parece?

Deryn sentía cómo el terror ardía con fuerza en su vientre, y casi se rindió. Pero entonces recordó algo que Alek había dicho.

—No puede dejar que Alek averigüe la verdad sobre mí.

—¿Y por qué no? —preguntó Volger, sirviéndose un poco de café.

—Hace un rato hemos estado juntos en la halconera y por poco se lo digo. Es algo que sucede a veces.

—Estoy seguro. Pero no se lo contó, ¿verdad? —dijo Volger, chasqueando la lengua—. Porque sabías cómo reaccionaría él. Al margen del afecto que os profeséis el uno al otro, eres una plebeya.

—Sí, lo sé. Pero también soy un soldado, uno rematadamente bueno —dio un paso al frente, procurando que no le temblara la voz—. Soy el soldado que Alek hubiera podido ser si no le hubieran educado un puñado de estirados como usted. Yo tengo la vida que él se perdió por ser el hijo del archiduque.

Volger frunció el ceño, aún sin entender nada, pero en la mente de Deryn aquello cobraba cada vez más sentido.

—Soy el chico que Alek quiere ser, más que nada en este mundo —continuó—. ¿Y usted va a decirle que en realidad soy una chica? Después de que ya ha perdido a sus padres y su hogar, ¿cómo cree que se tomará la noticia, señor conde?

Volger se la quedó mirando unos instantes y a continuación siguió removiendo su café.

—Supongo que sería algo… desestabilizador para él.

—Sí, seguramente. Disfrute de su desayuno, conde.

Deryn sonrió sin querer cuando se dio la vuelta y abandonó la habitación.