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LAS SALVADORAS

¿Sienten algunas mujeres la necesidad de rescatar al hombre? Existe algo instintivo que señala que así es: el llamado síndrome de la mujer salvadora. Las féminas que pertenecen a este grupo no solo están dispuestas a salvar al hombre de sus zozobras, sino a llegar mucho más allá: están convencidas de que podrán hacerle cambiar, el problema es que, en el intento, terminarán sometiéndose, postergándose a sí mismas en la necesidad de que el otro las reconozca. El tipo de hombres que atraen a este grupo suelen ser adictivos y desintoxicarse de ellos resulta muy complicado. Casi siempre aparece el instinto femenino que arrastra a la protección del individuo, aunque él no quiera. No debemos idealizar este tipo de encuentros sexuales, y, a pesar de que algunos suelen resultar muy satisfactorios por su gran intensidad, el resto de la relación suele ser gravemente tóxica. Sentir que en ese instante de placer el hombre «se entrega» lo dota de un alto grado de pasión, aunque posteriormente se esfume y regrese la frustración y el dolor. No debemos olvidar que existen muchas mujeres codependientes, sometidas a este tipo de relaciones y convencidas de que estar enamorada va inexorablemente unido al sufrimiento. Para ellas, romper con esa vida es realmente difícil, por ello debemos tener cuidado con estos vínculos, sean del orden que sean. Seamos precavidas: la angustia nunca es síntoma de amor ni de goce.

Aun así, y a pesar del peligro que ello supone, existen muchas mujeres a las que este tipo de señores las atrae de manera irremediable y se nutren de un variado plantel de caballeros. Pasemos a conocer algunos ejemplos de esas heroínas decididas a salvar a los afligidos…

SALVANDO AL HOMBRE INFIEL

Muchas son las causas que los expertos han señalado como culpables de la infidelidad de hombres y mujeres: el narcisismo, el aburrimiento, la insatisfacción, una errónea elección de la pareja, el vacío existencial, una infancia que haya determinado su conducta en la edad adulta ya sea por sobreprotección extrema o por todo lo contrario, el ejemplo de un núcleo familiar disfuncional… Existen muchos hombres que necesitan afirmarse a través de las relaciones fuera de la pareja, de la misma forma que hay mujeres dispuestas a hacerles cambiar, convencidas de ser la mujer que él estaba esperando, de que el resto eran meras «muescas en su pistola». Estas salvadoras permanecen ciegas ante la aplastante evidencia: pueden tener enfrente a Alien, el Octavo Pasajero, que son capaces de creer que en realidad es un delegado de Cruz Roja. Para ellas, la verdad es invisible.

Mila. Cuarenta y siete años. Esteticista

Yo me separé hace seis años y durante tres estuve saliendo con un hombre que conocí en una discoteca. Al principio todo iba bien, pero él tenía una profesión complicada que le obligaba a viajar continuamente. Como me confesaría más tarde, era espía. Sí, quizá suene a risa, los espías no suelen ir contando por las discotecas que lo son, pero sus continuas idas y venidas, su extraña forma de actuar y el secretismo con el que llevábamos la relación me convencieron de que su historia era cierta. Que quedáramos y no apareciera hasta quince días después se convirtió en algo natural. Yo no sabía mucho de espías, pero lo llegué a ver de lo más normal.

Su agitada vida hacía de la relación algo imprevisible y eso me excitaba muchísimo. Yo venía de un matrimonio bastante aburrido y pasar de las partidas de mus al sexo salvaje fue un descubrimiento. Él siempre estaba empalmado y podía durar siglos, creo que una vez llegué a correrme siete veces en una sola tarde, algo que para mí era un milagro.

Y esos encuentros furtivos en hoteles de segunda para que no le descubrieran, y ese salir huyendo de un restaurante, y esas llamadas intempestivas diciéndome que me echaba de menos desde números privados… El que jamás pudiera contar con él para hacer una vida normal de pareja, lejos de ser un problema, se convirtió en algo muy excitante que se traducía en unos polvos de escándalo. Pero esa apasionada vida a lo James Bond duró un tiempo… Pronto abrí los ojos y me di cuenta de que aquella profesión que había elegido era una forma de huir de sí mismo. El estar permanentemente detrás de una pista, controlando la puerta de los restaurantes o desapareciendo del mundo durante semanas por culpa de una misión no era otra cosa que la huida de algo muy profundo que le rasgaba por dentro. Eso me hizo comprenderle, desearle y amarle aún más. Los encuentros se hicieron más intensos, mis orgasmos eran doblemente placenteros y, tras ellos, le suplicaba que abandonara su carrera desesperada, que juntos comenzaríamos de nuevo. Pero nada le hacía cambiar. Su dolor no le dejaba parar… ¿Qué era aquello que me ocultaba y de lo que huía incesantemente? ¿Qué?

Pues aquello se llamaba Gloria, Ana Isabel, Romy y Lara. Y su capacidad sexual era el resultado de una poderosa adicción a la cocaína. Así como lo cuento. Durante un encuentro tuvo que huir desesperadamente, porque su camello, como averigüé después, le estaba esperando. En esa huida se dejó el móvil, el resto es fácil de imaginar: mensajes, llamadas… El espía resultó ser un camarero de bingo que salía con quince a la vez, incluida la coca. Cuando él mismo me lo confesó entre lágrimas, le perdoné. Yo estaba convencida de que le podía hacer cambiar, perdonar aquella gran mentira le haría reaccionar y entendería que yo era la mujer que necesitaba. Porque necesitaba ayuda, aquel montón de relaciones vacías eran sin duda una huida desesperada… Necesitaba alguien en quien apoyarse… Y esa era yo, claro.

Tras unos meses de intento de rescate, decidí que nada tenía que ver un misterioso espía de trepidante vida sexual con un camarero cocainómano que no podía correrse. Dejé de cogerle el móvil y en pocas semanas conocí a otro hombre que, aunque le veo poquísimo por sus continuos viajes de trabajo a Cuba, me hace muy feliz.

Mila es otra mujer con las ideas claras: necesita a alguien a quien salvar, ya sea cocainómano, ladrón de carteras o tesorero de un partido político. Una vez más se podría hablar de dos teorías: el hecho de que la protagonista antepone al otro por encima de sí misma, o una especie de vanidad que le hace convencerse de que ella es «especial» y capaz de resarcir a su pareja. En esta búsqueda por ser reconocida, no varía el perfil de hombre que estimula su deseo: a pesar de las distintas personalidades, los dos ejemplos que nos muestra Milagros corresponden a un hombre susceptible de resultar problemático.

Sea cual fuere la esencia de los problemas del falso espía, nuestra protagonista se sintió capaz de salvarle de aquella existencia que consideraba una huida. Hay que subrayar que, cuando comenzaron a relatarme esta historia, yo supe desde el principio que el individuo en cuestión no era espía, que lo más probable era que estuviese casado o que fuese un crápula, cosa que más tarde se demostró. Pero es una tónica general: en estos casos, la protagonista es incapaz de discernir entre la verdad y lo falso. Es parte del poder que el hombre ejerce sobre este tipo de salvadora.

SALVANDO AL EGOÍSTA

Al hablar de «egoístas» no nos referimos a los hombres que te dejan a medias en pleno acto sexual (que, como bien se sabe, se han dado algunos casos…). Hablamos del hombre que es incapaz de mantener una relación estable, pero logra envolver a su víctima y enredarla en su maquiavélica tela de araña, un auténtico ejemplar de «hombre tóxico». Generalmente, son inseguros, controladores, mentirosos y muy inteligentes. En ellos está el poder de captar a la mujer, hacer que llegue al clímax, al convencimiento de que él está entregado, para después hundirla en lo más profundo. Absolutos manipuladores por los que algunas mujeres pierden la cabeza.

Marisa. Veintinueve años. Delineante

Rober y yo éramos muy felices hasta que él decidió que necesitaba «encontrarse a sí mismo». Llevábamos juntos siete años y era cierto que la relación se había convertido en algo monótono. Llegó un momento en el que ni siquiera teníamos relaciones sexuales, y confieso que yo no las echaba de menos, en los últimos tiempos follar era cumplir un expediente y, para ser sincera, solía rezar para que se corriera pronto, cosa que no era muy difícil. Pero, a pesar de los problemas, yo estaba profundamente enamorada de él y el sexo era lo de menos para mí… La ruptura fue muy dolorosa.

Meses después, cuando comenzaba a recuperarme del trance, Rober empezó a llamarme y a invitarme a salir. Mi herida no estaba curada ni mucho menos, y yo me convencí de que él quería volver, que me echaba de menos.

Con esta máxima me entregué de nuevo a él en cuerpo y alma. Esperaba sus llamadas, soñaba con el día de nuestra cita y la vida sexual se convirtió en una desaforada peli porno. En su nueva vida, él se había emancipado de la casa paterna y tenía un pequeño apartamento en el centro al que me llevaba durante nuestros encuentros. Si durante los últimos seis años yo había olvidado el significado de «sexo oral», ahora me había convertido en una auténtica experta gracias a él. Rober me sorprendió con sus nuevas artes sexuales, unas artes que quizá había aprendido en aquellos meses de separación y que no despertaban mis celos, sino la gratitud más profunda hacia la mujer que le había inculcado aquellos conocimientos. No solo eso, el hecho de que él no se entregara totalmente a la relación me mantenía tan alerta que cualquier movimiento suyo me llenaba de excitación. Me pasaba el día excitada y cualquier momento era bueno para recordar nuestros polvos y masturbarme como una adolescente que acaba de descubrir el sexo. Poco a poco, se fueron intensificando la periodicidad de las citas y me llegué a convencer de que volveríamos. Hasta el punto de preguntárselo sin rodeos.

La cara de estupefacción de él fue una respuesta bastante elocuente. Al principio se negó en redondo y yo no pude evitar romper a llorar. Atendiendo a mis lágrimas, Rober me explicó que necesitaba tiempo, que no estaba preparado, que tenía que solucionar muchas cosas de su interior. Yo, como si hubiera salido de un discurso en coreano, volví a mi casa deshecha, pero dispuesta a rehacer mi vida. Había que continuar.

Unos meses después, y a pesar de algunos encuentros sexuales con Rober, conocí a un chico, Rubén. Era guapo, cariñoso, listo, yo le volvía loco y lo único que tenía que solucionar en su interior era un par de empastes. Era un chico ideal. Pero todo se torció.

El día anterior a mi fiesta de cumpleaños y a la presentación oficial de Rubén, Rober se presentó en mi casa para recriminarme mi falta de comprensión y mi egoísmo. ¿Cómo podía hacerle aquello? ¡Delante de todos nuestros amigos comunes! Realmente no entendí nada, pero sí vi en aquella reacción un ataque de celos que me devolvió toda la devoción por él. Anulé la fiesta por una gastroenteritis repentina y dije hasta nunca a Rubén chicoideal.

A partir de este momento, me sometí por completo a Rober, por supuesto él seguía intentando encontrarse a sí mismo entre las secretarias de su empresa y alguna que otra camarera. Mientras, yo esperaba a que me llamara para que le acompañara a comprar un armario al Ikea o le sacara a pasear al perro. Para él, yo seguía siendo su novia, pero con la enorme tranquilidad de que no lo era. Y me harté. Un día, después del polvo más increíble que había tenido a lo largo de mi existencia, decidí acabar con aquella situación. Me vestí y le dije que lo sentía, que no nos volveríamos a ver… Que yo, ese día, me acababa de encontrar.

A pesar de pasarlo realmente mal, de que tuviera que pasar tiempo y lágrimas, logré decir no. Poner el punto final y no volver a verle jamás…

Un caso, el de Marisa, más habitual de lo que imaginamos. En la recuperación de lo perdido y en el egoísmo del otro se esconde un gran poder de atracción. Tanto que, en ese «abandono», ella encuentra la excitación sexual suficiente para complacer su deseo, infinitamente más satisfecho que cuando estaban juntos. Al margen de la posición de Rober y de su «egoísmo», ella cae rendida ante él y el deseo de recuperarle mantiene vivo su motor. Ya no se trata solo de amor, ahora el deseo sexual juega un papel fundamental que da otro cariz a la historia. Por su parte, Rober utiliza todas sus armas para manejar a su «víctima». No nos equivoquemos, en esa seguridad aparente, en realidad existe un gran inseguro que solo logra la fe en sí mismo cuando somete al otro, proyectando sobre Marisa todos sus miedos.

Por desgracia, muchas mujeres tienen una idea de las relaciones basada en este tipo de perfiles; no terminan de desprenderse de los sentimientos hacia el otro, y él no permite que lo haga, ella es «su territorio». Es una dependencia muy compleja que siempre deja en el aire la posibilidad de volver y recuperar el tiempo perdido. Algo, por lo general, poco probable.

SALVANDO AL TEMEROSO DEL COMPROMISO

Uno de los rasgos más codiciados para «las salvadoras» es el pavor al compromiso: el hombre que sufre de este «síndrome» les maravilla. Y con esto no decimos que el concepto compromiso sea mejor o peor, el problema llega cuando solo una de las partes lo desea. Cada cual tiene sus motivos para ese temor, pero lo cierto es que suele darse en mayor medida entre los hombres. Las razones pueden ser muchas y, seguramente, muy profundas: una antigua traición, experiencias negativas en sus relaciones o en las de su entorno, una falta de autoestima que les hace creerse poco merecedores del otro, miedo a perder su espacio…

Eme. Veinticinco años. Peluquera

Llevo saliendo con tíos desde los quince años. Desde entonces, no he encontrado ninguno que realmente se comprometa a una relación seria. No es porque yo lo diga, pero soy una chica que está bastante bien y que nunca ha tenido problemas para ligar. Los tíos me meten el rollo, y, cuando me han llevado a la cama unas cuantas veces, ya empiezan a decir chorradas del tipo «Soy muy joven para tener novia». ¿Jóvenes? ¡El último que me dijo eso tenía cuarenta y seis años! A veces pienso que es porque no la chupo. Me da asco, no puedo evitarlo. La mayoría de mis amigas sí lo hacen, pero es porque quieren tener contentos a sus novios. Estoy segura de que por ellas… Ni se acercaban con un palo.

Pues sí, esto me lo he planteado muchas veces, pero me niego a pensar que no tengo novio porque no quiero hacer felaciones, así que sigo dando vueltas a los verdaderos motivos de mi desgracia.

El último en mandarme a la mierda se llamaba Pablo, tatuador. También hacía pearcings, dilataciones y escarificación. Nos conocimos cuando yo me pasé por su taller para que me hiciera un pequeño tatoo en la ingle y en menos de dos horas ya estábamos follando en su piso.

Fue acojonante, sobre todo porque yo nunca me lo había hecho con nadie que tuviera un piercing en el glande, y menos que llevara un pendiente del tamaño de La Rioja. Cuando me metió aquello, casi me da un chungo, pero en menos de un minuto empecé a trotar y fue alucinante. La verdad es que nuestra relación se consolidó, cada vez nos veíamos más y, excepto por el asquito que me da comerla, el sexo iba de fliparlo. Además, que casi todos los días dormía en su casa, éramos como un matrimonio pero que follaba sin parar…

Así que un día decidí darle una sorpresa y me presenté en su casa con las maletas dispuesta a instalarme… Y coge el tío y me suelta «que voy demasiado rápido y que él no está preparado para el compromiso». El chaval me gustaba, así que le respeté, echamos un polvo rápido y me fui de vuelta a mi casa con las maletas entre las piernas. ¿Qué le habría ocurrido a aquel pobre chico para tener ese miedo? ¡Pero si éramos la pareja perfecta! Inmediatamente comencé a indagar entre sus amigos íntimos… Que si una relación traumática, que si sus padres eran divorciados y él lo había pasado muy mal, que si… Me compadecí de él y me prometí no presionarle jamás. Solo follaríamos, nada de compromiso. Y de mamadas tampoco, claro. Con el tiempo, ese miedo desaparecería, porque lo que le hacía falta era comprensión.

Mantuvimos esta relación de «pareja especial pero sin compromiso, no vayas a pensar que somos novios» durante más de un año. Y otro. Y otro. Y claro, como no había compromiso, yo tenía unos cuernos que ni la ganadería de Salustiano Galache, pero no podía decir nada, él NO ME HABÍA PROMETIDO NADA. Podía gozar de su vida y hacer perforaciones a quien le diera la gana cuando le diera la gana… Yo había aceptado esas reglas… Y la verdad es que me gustaba tanto aquel tío que tampoco me apetecía estar con otro. Me morreé con algún pringao, pero ni punto de comparación, el que me hacía cosquillas en la tripa era mi Pablo y para de contar.

Un lunes por la tarde, me llamó para quedar. Era extraño, él los lunes solía estar de resaca y se metía en la cama en cuanto bajaba la persiana del taller. «Tenemos que dejar de vernos, no soy capaz de darte lo que tú quieres», me dijo. En menos de un año se había casado con una dentista. Y es que nada de lo que yo hubiera hecho o dicho habría cambiado a Pablo. Aunque me parece increíble, el problema era que yo no le gustaba. Alucino. Y jamás habría logrado cambiarle por muy comprensiva que hubiera sido. Creo que tendré que plantearme el tema de las felaciones… Me estoy empezando a preocupar.

Pablo no se sentía lo bastante atraído por Eme, simplemente. Podría haberle dicho sin medias tintas que ese era el problema y que no deseaba mantener una relación estable, sin embargo prefirió argumentar que no estaba preparado. Y vaya si lo estaba, en menos de un año le daba el sí quiero a una experta en ortodoncias… Aparte de su manía por clavar agujas y objetos en la piel de la gente, no parece que nuestro tatuador sea un hombre demasiado complejo, y nada tiene que ver con los anteriores casos, sencillamente Eme no era la mujer de su vida. Aunque lo importante de esta historia es el papel que desempeña ella: acepta las condiciones de Pablo sin reservas, él no le ha prometido nada, nada serio existe entre ellos… Pero, en el fondo, está convencida de que, si le ayuda a superar su miedo al compromiso, terminarán celebrando una gran boda en la playa de Gandía. Nada más lejos de los planes de él. Al final, todo era una mera cuestión de gustos. Aunque resulta curioso el afán de algunas mujeres por los hombres con freno en el compromiso… Quizá deberían preguntarse si son ellas las que sufren de ese impedimento y por ello solo tienen relaciones con este perfil…

AL RESCATE DEL HOMBRE CASADO

¡Lo que sufren algunos hombres casados! Pobres. Menos mal que siempre hay heroínas dispuestas a salvarlos del suplicio de un matrimonio deprimente y dañino… Por lo general, cuando una mujer mantiene una relación con un hombre casado, él siempre está planteándose abandonar a su mujer en breve. Sí, curioso. Este hecho suele levantar grandes pasiones. Los factores son muchos, pero, aparte de la atracción por el individuo en cuestión, el liberarlo de ese martirio y rescatarlo de las garras de una bruja maligna suelen ser razones muy atrayentes (aunque, si se indaga en la historia, la versión de la «malvada bruja» suele ser muy distinta a la del atormentado esposo).

Las salvadoras de estos hombres viven el placer con intensidad extrema, ya que los encuentros contienen todos los factores para incitar su deseo: tensión no resuelta, citas furtivas, sexo vehemente… Y cuando una de las partes ya se harta de tanta ocultación y plantea una relación seria, el affaire suele acabar con frases como «No puedo dejar a mi mujer hasta que mi hijo termine las oposiciones a juez». Este trato podría estar bien, salvo por un pequeño detalle: el hijo tiene dos años…

Carolina. Treinta y seis años. Azafata

Lo conocí en una cafetería del aeropuerto de Barajas y enseguida surgió la pasión. En él, todo era perfecto, excepto que era un hombre casado… Lo supe desde el primer día, no solo por su alianza: él me lo confesó sin rodeos, no quería que hubiera secretos entre nosotros. Su matrimonio era un desastre; según me contaba, su mujer era una arpía que se pasaba el día fundiendo la Visa y coqueteando con otros mientras él trabajaba como un esclavo viajando alrededor del mundo para mantener a la familia. Él aguantaba por los niños, pero, en cuanto pudiera, escaparía de aquella mala mujer que le estaba destrozando la juventud. La verdad es que su situación me dio verdadera lástima y, además de lo que me atraía, se apoderó de mí un sentimiento de protección que me arrastró a ser su amante. Nos veíamos cuando podíamos y nuestros encuentros eran increíbles. Se desataba el sexo más bestial en cualquier sitio y tal era nuestro deseo que en ocasiones ni siquiera llegábamos al hotel… Paraba el coche en el arcén, me ponía sobre él y cabalgaba encima de su polla hasta que nos corríamos. O todo surgía en el ascensor… O en el baño de cualquier tasca de carretera… Para mí era algo inaudito, yo no había sido nunca una mujer demasiado sexual, pero él me provocaba un sentimiento entre el deseo y la protección que no podía controlar. Tenía que hacer feliz a aquel hombre al que su mujer no sabía amar. Y yo le daba lo que ella no le daba, me hacía sentir importante en su vida, única.

Así pasaron diez años. Con sus enfados y tensiones, con las lógicas dudas y desasosiegos, con discusiones y reconciliaciones… Pero mantuve esta relación diez años, hasta que sus hijos fueron mayores, porque comprendía que, siendo un hombre bueno, no quisiera provocarles dolor… Bastante sufría con aquella mujer insoportable que le despreciaba. Gracias a Dios, yo estaba a su lado.

Una mañana, camino de mi vuelo, me pareció verle a lo lejos esperando para tomar un avión. Me extrañó, puesto que no me había dicho que salía de viaje ese fin de semana. Sí, allí estaba. Con su mujer. Me escondí detrás de una columna: necesitaba observarla, conocer más de cerca a aquel ser del averno que le había destruido la existencia… Nada más lejos: mi amante pasaba su brazo por el hombro de ella con una expresión que yo misma podría traducir como ternura… Y en su esposa nada había de desprecio, ni de amargura, ni de odio. Se apoyaba sobre él y, simplemente, parecía disfrutar del hombre al que amaba. Cuando de la nada surgieron unos adolescentes con los que empezaron a hacerse fotos absurdas, me di cuenta de que eran una familia feliz. De que lo único que sobraba allí era yo. Decidí seguir mi rumbo.

Aún me pregunto el porqué de aquellas mentiras, pero sobre todo… ¿cómo pude caer en aquella broma atormentada en la que la felicidad era pasar más de dos horas juntos en un motel? Antes, estaba convencida de que él era lo mejor que me había ocurrido jamás… Ahora me siento desgraciada y tengo la triste sensación de haber perdido diez años de mi vida.

Obviamente, habrá casos de hombres que de verdad sufren los latigazos de una esposa dominante y cruel a la que soportan por no romper la unión familiar, pero en el señor que nos ocupa se ha vuelto a dar el clásico popular del marido infiel. Este es el caso de la «eterna amante que espera» para salvar a su príncipe, lo malo es que él no necesita ser salvado porque tiene una familia fabulosa y está la mar de cómodo.

Carolina se formula una interesante pregunta: «¿Cómo pude caer en aquella broma atormentada en la que la felicidad era pasar más de dos horas juntos en un motel?». Pero ella misma se ha contestado a lo largo de su relato: se sentía importante en la vida de él, única. Ella era la que le entregaba el placer que le negaban en su casa, creía que tenía un poder sobre él, sexual y afectivo, que la convertía en alguien especial. Eso la motivaba a seguir con la relación. Sus encuentros sexuales estaban impregnados de este sentimiento que potenciaba cualquier sensación y hacía del sexo algo extraordinario. Pero, además, estas citas eran limitadas en tiempo, lo que obligaba a «aprovecharlas» al máximo dotándolas de una mayor intensidad.

Lo que llama la atención de este tipo de salvadoras es que no perciben el peligro. Lo que para el resto puede resultar algo manifiesto, para ellas no. Y, en muchos casos, es por la creencia que tienen de que ellas solo se merecen ese tipo de relaciones. Esperemos que no sea el caso de Carolina y ese rumbo que ha tomado le haya llevado a buen puerto. O, mejor dicho, aeropuerto…