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LA SEDUCCIÓN

Otro factor fundamental para llegar al deseo de algunas mujeres es la seducción. No es lo mismo una sensual caricia furtiva en el restaurante más célebre de París que hacerte un chupón en el cuello mientras veis el especial «Cómo cocer huevos» en Canal Cocina. El estilo de los hombres a la hora de seducir es algo harto importante para una mujer. Una vez superada la primera fase y considerando que un hombre tiene las suficientes facultades para resultarnos fascinante, llega el momento de la seducción. Si ese ser introspectivo y misterioso que nos ha subyugado hasta la excitación nos sorprende imitando a Rocío Dúrcal en nuestra fiesta de cumpleaños, es probable que baje puntos.

Analicemos estas diferentes formas de seducción, fundamentales para abrir la llave del deseo de muchas mujeres. Un paseo por la ciudad, un viaje relámpago a Roma en su avión privado, la palabra acertada en el momento preciso, saber escuchar… Para el hombre, la pregunta sería sencilla: «¿Qué coño tengo que hacer para enrollarme a una tía y echar un polvo?». O en palabras menos coloquiales: «¿Cómo puedo encontrar el punto que accione la respuesta sexual de una mujer?». En su mayoría, estos son hombres que logran que la mujer se sienta distinta al resto, especial: ÚNICA. Incluso algunos consiguen que una tarde de cine se convierta en una vida juntos. Atentos los lectores masculinos porque los métodos que enganchan a las mujeres, en muchos casos, se alejan bastante de la Caja Roja de Nestlé.

AQUÍ TE PILLO…

Un valor añadido para muchas féminas es la espontaneidad del hombre a la hora de seducir. Nada de cenas preparadas, ni de días concretos en el calendario: ni San Valentín, ni Papá Noel, ni cumpleaños. Llegar una tarde cualquiera con la propuesta más disparatada es un motivo de seducción que se acerca a ese punto que buscamos. Un acercamiento improvisado en el coche, en el cine, mientras se está limpiando una lubina, es lo suficientemente cautivador para abandonarse al deseo.

Dolo. Cincuenta y cuatro años. Exprofesora de primaria

Me divorcié hace diez años. Mi marido era un militar de rancia educación y más rancio manejo de la sexualidad, creo que con él llegué al orgasmo en tres ocasiones y siempre fue por mi propia mano. La copulación (no era otra cosa) se producía el sábado, después de El Larguero. Si estaba de guardia, se pasaba al domingo. Si también estaba de guardia el domingo, se pasaba a la siguiente semana. Y así durante veinticuatro largos años. Lógicamente, mi visión del sexo era como de algo desconocido que en nada iba conmigo. Y tengo que decir que después de tanto tiempo me acostumbré, no se echa de menos algo que desconoces.

Tras el divorcio, tomé las riendas de mi vida y me redescubrí a mí misma. Dejé la docencia, algo que me aburría considerablemente, cambié de ciudad, hice nuevas amistades e incluso abrí un pequeño negocio. Mi vida era casi casi perfecta. Solo había un campo que se resistía a cambiar: el sexo. Mis nuevas amistades resultaron ser todo lo contrario a las personas con las que había convivido hasta entonces; hablaban de sexo con total libertad y me recalcaban los efectos positivos de los que podría surtirse mi vida. ¡Y vaya si tenían razón!

Después de una larga lista de educados caballeros que no atrajeron mi atención, mis amigos me presentaron a Jorge durante una comida en un chiringuito de playa. Era un hombre de mi edad, también divorciado y padre de dos hijos. Ya el primer día me invitó a subir a su pequeño barco para salir a pescar. No sé por qué razón accedí, imagino que por su espontaneidad y la buena energía que me transmitió. Y allí, mar adentro, después de atar la caña con una maroma, Jorge se lanzó sobre mí y comenzó a besarme. Muy lejos de rechazarle, me sorprendí a mí misma participando de aquel gesto apasionado, jamás me habían besado así. Lentamente me subió la falda y comenzó a acariciar mi vagina, en mí no existía nada más que el placer que me proporcionaba aquel hombre. Ningún pensamiento. Estaba experimentando algo nuevo que me gustaba. Y mucho. Me masturbó largo tiempo, hasta que llegué al orgasmo, y después me penetró con enorme dulzura; creo que él ya sabía de mis miedos. Siempre lo pensé. Después de aquella tarde, nos seguimos viendo hasta convertirse en mi actual pareja.

Lo que realmente me fascina de él es su capacidad para sorprenderme. Jamás un día es como el siguiente, en todos los ámbitos de la convivencia. Puede que un día regreses a casa y te esté esperando un gran regalo, o que se excite en un centro comercial y te arrastre hasta el almacén para retozar como chiquillos, o que te cubra los ojos y te lleve hasta un lugar mágico. Siempre acierta.

Él supo seducirme con su carácter dinámico, explosivo, positivo, libre. Me rescató de una oscuridad de la que yo no era consciente. Ahora, he visto la luz, he conocido la naturalidad, el encanto de lo imprevisto y mi vida sexual es plena. Ahora miro atrás y no entiendo cómo pude soportar tanto tiempo de ignorancia. Pero nunca es tarde para encender esa bombilla que tenemos apagada…

Dolores habla de la oscuridad. Pero no solo eso: ella estuvo siguiendo durante veinticuatro años unas normas de lo que parece una vida trazada al milímetro. Un sexo insatisfactorio, un marido con rancia educación y un entorno poco liberal hicieron de su vida una encorsetada existencia en la que no había lugar para la improvisación y, mucho menos, para el sexo. La educación recibida por Dolores y un matrimonio sexualmente apático enterraron su deseo: es de imaginar que por su trayectoria e idiosincrasia, el sexo resultara algo sucio y obsceno solo válido para procrear. Pero la llegada de Jorge consiguió que redescubriera su sexualidad y cambió su vida. La seducción que él ejerció sobre ella estaba basada en lo imprevisto, en lo no calculado, cualidades que la deslumbraron. Quizá el encuentro del barco era algo que Dolo había deseado de manera subconsciente en muchas ocasiones, pero que no se había presentado. En el momento en el que sucedió, nuestra protagonista no puso impedimento. Su deseo se había cumplido, había encontrado el punto que necesitaba.

SOY TODO OÍDOS

Hay mujeres realmente complicadas que necesitan a su lado a un hombre complaciente que las apoye y entienda. Para ellas, es necesaria una entrega absoluta y esa es la única característica en un individuo que puede lograr atraer su atención. Por supuesto, esta «cualidad» es extensible a todos los ámbitos de la relación, incluido el sexo y sus derivados.

Beatriz. Treinta y tres años. Comercial de productos informáticos

He salido con más de sesenta tíos. De hecho, dejé de ser virgen a los trece años, una edad quizá demasiado precoz. Pero siempre he sido una mujer sexualmente muy activa que necesita estar con hombres de forma habitual. Para mí, el sexo es como comer, dormir o respirar: si no ayunto con un hombre al menos una vez al día, me falta algo… Y cuando llevo mucho tiempo con un tío, pues como que me canso. Es como ver una película cien veces… Por mucho que te guste el protagonista, te sabes el final.

La verdad es que, con mi ajetreada vida sexual, nunca me planteé tener una relación estable. ¿Quién iba a soportar mis vaivenes y caprichos? Nadie. Pero me equivocaba. Julio era un cliente de mi empresa con el que, por asuntos de trabajo, había quedado en numerosas ocasiones. Uno de esos días tontos en los que me apetecía tirarme a alguien, me insinué. El pobre cayó en menos de diez segundos. La verdad es que, con su aspecto de mojigato informático, me sorprendió: el polvo estuvo realmente bien y descubrí detrás de aquel tío con pinta de pajillero un verdadero portento del sexo. Cuando posteriormente empezó a mandarme mensajitos y a llamarme para salir, le hice partícipe de mi naturaleza independiente y de mi absoluta incapacidad para mantener una relación estable. Él aseguró comprenderme y comenzamos un trato basado en la amistad sincera y los polvos brutales. Follábamos como locos y, después, yo le metía brasas de dos horas mortificándome por esta naturaleza angustiosa que me impedía tener un compromiso. Y él aguantaba. Yo podía contarle cualquier cosa, que él soportaba mis discursos estoicamente. A él le confesé mis secretos más ocultos, mi vida sexual, mis problemas en la infancia, mi dificultad para comunicarme, mis más profundos pensamientos. Y él escuchaba, me aconsejaba y luego me echaba un polvo magistral.

Al final, conoció a una programadora durante un máster de la empresa y terminó casándose con ella. Después de muchos años, seguimos quedando de vez en cuando y los polvos siguen siendo magníficos. Sin duda, es la única relación estable que he tenido en mi vida y, probablemente, la única que tendré…

Nunca sabremos si el informático aguantaba las tabarras de Beatriz porque llevaba sin sexo diecisiete años o por ser un hombre realmente comprensivo, pero lo cierto es que, en ella, la capacidad de escucha y sus consejos fueron claves para seducirla. Bea representa a una mujer que no quiere compromisos, pero que se encuentra protegida y plena con lo más parecido a un compromiso que existe: la amistad. Entonces, ¿de dónde nace ese rechazo hacia el compromiso de pareja? Los factores pueden ser muchos, pero por lo general corresponden a mujeres que han vivido una amarga experiencia en ocasiones anteriores, las que han crecido en un seno familiar desestructurado o las que sufren de ciertos bloqueos a la hora de la entrega, ya sea por complejos no reconocidos o por miedo a mostrar su intimidad al otro.

En esta historia, el informático jamás cambió la condición independiente de ella, pero sí encontró en este perfil la «estabilidad» a la que su propia naturaleza podía aspirar. Ella encontró el punto en Julio.

LAS DAMAS PRIMERO

Todo un clásico. El hombre caballeroso que te retira la silla en el restaurante, que regala flores, que agasaja con bellas palabras… Este es un tipo muy apetecible para algunas mujeres y el que mejor sabe utilizar el arma de la seducción. Hay estudios que determinan que este tipo de hombre desapareció en el siglo XV, pero se han encontrado algunos casos en Laponia que tiran por tierra esa teoría.

Al parecer, aunque escondidos en pequeñas colonias, aún quedan caballeros. Pero esa «caballerosidad» puede ser una máscara que esconde intenciones ocultas. O simplemente… un milagro maravilloso y el comienzo de una gran historia…

Loreto. Treinta y cinco años. Estilista

Cuando comencé a salir con Alberto me daba vergüenza hacerlo público. Mi grupo de amigas era muy exigente con los hombres y estaba segura de que pondrían el grito en el cielo cuando les contara que me citaba con el chico de mantenimiento de mi empresa. Para ellas, un hombre sin Ferrari era un pringado.

Lo cierto es que yo también estaba sorprendida conmigo misma, siempre había salido con chicos económicamente bien situados o, al menos, hijos de buena familia. Él no correspondía a ninguno de esos dos grupos…

Todo empezó de la forma más casual, tras encontrarnos una noche en un bar. Llovía a raudales y yo llevaba un vestido mínimo. Él se ofreció a ayudarme a buscar un taxi para irme a casa y salimos a la calle. Creo que en aquel instante comenzó a despertar mi interés. Durante la friolera de tres cuartos de hora, Alberto cubrió mi cuerpo con su cazadora de cuero para que no me mojara. Pobre, después de aquello la chupa quedó para limpiar cristales… A pesar de mi insistencia en que se fuera, decidió permanecer a mi lado y, con sorprendente caballerosidad, esperó y me abrió la puerta del taxi para que entrara. Y todo con su gran sonrisa… Hasta que el vehículo no desapareció, él permaneció allí, diciéndome adiós con la mano, bajo la lluvia. Qué mono…

Luego vendría su invitación a dar un paseo, proposición que yo por supuesto rechacé. Y que media hora después acepté. Y más tarde llegaría su invitación a cenar y más tarde… En dos meses me encontré saliendo con él en plan novios.

Me encantaba cómo me protegía, cómo me mimaba. Su devoción por mí iba mucho más allá de abrirme la puerta para que yo pasara primero (algo que cumplía a rajatabla), su caballerosidad abarcaba todo, no solo lo protocolario. Al final, su galantería terminó seduciéndome totalmente. Hasta en la cama era un caballero y, cuando nos acostábamos, primero me hacía gozar a mí, a veces con delicadas caricias que me deshacían, otras con polvos apasionados que me dejaban exhausta. Lo daba todo para que yo tuviera un sexo pleno y no le importaba quedarse sin su porción de la tarta si yo estaba demasiado cansada para continuar. Lo que se dice un sol…

Sí, aquel operario de mantenimiento me sedujo y hoy es mi marido. Quizá no tenga un lujoso descapotable, pero es capaz de hacerme sentir como una princesa… Y encima me arregla la caldera gratis. ¿Se puede pedir más?

Un caballero. Y, como dice Loreto, no solo en su concepto de la cortesía. El operario en cuestión demuestra su disposición y amabilidad en todos los campos, incluido el sexual, algo que logró seducir a la joven. ¿Cuántas veces hemos salido con un hombre caballeroso cuyo único objeto es que le limpies la catana? Sí, amigas, en ocasiones es mejor relacionarse con un señor que desconoce el concepto «abrir la puerta del coche» y que resulta todo un señor en asuntos carnales. Ya no se llevan nada los devotos acompañantes cuya única meta es desahogarse en una vagina. Con él, Loreto ha demostrado tener una fuerte personalidad, muy por encima de estatus sociales, y ha elegido a quien realmente le aporta satisfacción, aunque en este caso depende de cómo se mire: seguramente sus amigas señalarían esta relación como un complejo de inferioridad que le impediría aspirar al hombre que de verdad merece (siempre que ese hombre se tase en función de sus ingresos mensuales, claro). Deseamos que estas buenas amigas encuentren a ese sujeto adinerado que les haga llegar al orgasmo leyendo los dígitos de su cuenta bancaria.

AL RICO MILLONARIO

Como en la novela 50 sombras de Grey, para cierto sector de mujeres resulta bastante atractivo salir con un señor que no sabe exactamente cuántas residencias tiene repartidas por el mundo, porque las llevaba apuntadas pero se le perdió el papel. Un hombre poderoso y rico que satisfaga sus más húmedas fantasías, aunque en la mayoría de los casos esta humedad esté más relacionada con un baño en su islita privada de Polinesia que con el sexo. El dinero es un poderoso imán que permite hacer realidad sueños y pagar facturas, pero, además, supone que el individuo en cuestión es inteligente, decidido, ambicioso y una serie de cualidades más que son las que le han permitido llegar hasta donde está. Aunque reconozcámoslo, los ricos herederos que no han pegado palo al agua también son de gran ayuda para estimular la imaginación de la más pacata de este grupo de féminas…

Luz. Treinta y un años. Dependienta

Trabajaba como dependienta en una tienda de lujo. Una tienda de esas en las que el precio de una carterita para meter la calderilla supera el sueldo mensual de todas las dependientas juntas y la encargada es un loro insoportable que te hace la vida imposible. Pese a ella, adoraba mi trabajo y me fascinaba ver a esas mujeres adineradas que llegaban a la tienda y se gastaban miles de euros en una sola tarde. Yo provengo de una familia humilde, mi padre trabajaba ajustando piezas en una cadena industrial y mi madre era la mejor del barrio haciendo sopa de ajo, quizá por ese motivo me resultaba tan inaudito aquel mundo de alfombra roja. Inaudito y profundamente atractivo.

Una tarde llegó una pareja a la boutique. Ella parecía recién sacada de un vehículo en llamas. Él, todo lo contrario: corbata, camisa blanca impecable, pantalón negro y unos zapatos que probablemente costaban el alquiler anual de mi piso. La mujer, sin ningún reparo, comenzó a elegir bolsos, carteras, maletas, complementos, zapatos… No recuerdo a cuánto ascendió la factura, pero supongo que lo suficiente para sanear la economía del cuerno de África. El caballero pagó y ambos salieron de la tienda acompañados de un chófer que les llevaba las bolsas.

Aunque eran una pareja peculiar, no es algo inusual ver en las tiendas de lujo este tipo de personas; el dinero tiene muchas formas, en ocasiones sorprendentes. Pero, en este caso, él llamó mi atención. No era vulgar, ni uno de esos que aprendieron a contar con los dedos y se montaron en el dólar. Aquel hombre tenía una clase difícil de definir.

Unas semanas después, volvió a aparecer. En esta ocasión, solo. Entró y se dirigió a mí sin rodeos:

—Quiero un cinturón negro —dijo mirándome fijamente. Le mostré los cinturones negros de la colección y le ofrecí una copa de cava. No dejaba de observarme. Luego vendrían otras visitas al establecimiento, cada vez más frecuentes y distendidas. Pronto comenzó a tutearme, a interrogarme por mis gustos, incluso a lanzarme tímidos piropos. Si al principio yo me sentía violenta, sobre todo por las miradas inquisitivas de mi odiosa encargada, en poco tiempo me convertí en la protagonista de una novela romántica. Me preguntaba qué había visto aquel hombre en mí, yo no era más que una pobre chica que vendía bolsos, pero esa pregunta enseguida se disipaba cuando aparecía por el establecimiento y me conquistaba con su presencia.

Luego vendrían las cenas en restaurantes increíbles, los fines de semana en lugares de ensueño, los regalos, las vacaciones… Y confesarme que le gustaba que le mearan en la cara durante el acto sexual. No es que yo fuera una remilgada, pero el tener que tomarme dos litros de agua antes del acto era muy fastidioso. Como después de la penetración tenía que orinar sobre él, mi única obsesión durante el acto era no mearme, algo que realmente me desconcentraba y me impedía llegar al orgasmo. Terminé fingiendo para complacerle y mi vida sexual fue convirtiéndose en una enorme meada. Él me había deslumbrado con sus regalos, su amabilidad y esa vida de ensueño, sin embargo comencé a pensar en dejarle. Aquello no era para mí… Por supuesto, mis compañeras de profesión, mis amigas íntimas, las del curso de marroquinería y hasta mis padres intentaron quitarme la idea de la cabeza, pero ¿cómo podía yo confesarles que el señor de la corbata solo se corría si le meaba en la cara…? Aguanté con la esperanza de que aquella costumbre fuera pasajera.

Llegado el verano, me invitó a una travesía por las islas griegas en su yate de cien metros de eslora. Una dependienta como yo, que no tiene coche porque no puede pagar el seguro, se deslumbra con esas cosas. Y el viaje fue maravilloso: playas paradisíacas, cielo, mar, pueblecitos blancos, cenas a la luz de las velas… Y el orín.

Una noche, después de regalarme una pulsera maravillosa que casi me hace perder el conocimiento, nos fuimos a la cama. Yo, como cada noche, me había preocupado de beber la suficiente agua para poder practicar sus juegos eróticos, pero aquel día iba a ser distinto…

Después de una de mis apoteósicas micciones, me susurró:

—Ahora me toca a mí, me encantaría mearte encima la próxima vez…

Al día siguiente, le devolví la pulsera, me bajé del yate en Corfú y cogí veinte ferris distintos hasta llegar a la Península.

Prefería mis cenas felices en el chino La Muralla a que me orinasen en la cara después de una romántica velada en el Ritz. Jamás revelé a nadie el porqué de aquella abrupta ruptura, pero le pasé el teléfono del millonario a mi encargada. Quizá yo no pueda disfrutar de unos Louboutins, pero imaginarme cómo le mean a ella en la cara no tiene precio…

La puesta en escena consiguió seducir a Luz, no obstante hubo un pequeño cabo que quedó suelto: ella tiene ciertos límites. En este caso, la «desconexión» sexual entre ambos ha podido más que el catálogo de lujo que llevaba el señor de la corbata. O cegada por el poder seductor de él se dejaba llevar por estas prácticas, o rezaba para que tuviera pronto problemas de próstata, algo del todo amoral.

Esperemos que la encargada de Luz sea una mujer feliz y que los juegos escatológicos la colmen de un gran placer y muchas risas.

Pero ¿dónde subyace el gusto por este tipo de prácticas tan inusitadas para muchas personas? ¿Quizá de una infancia complicada? ¿De un terrible pasado difícil de superar? Como hemos hablado anteriormente, existe un ánimo por parte de algunas mujeres de rescatar al hombre atormentado, justificar su carácter y, por supuesto, sus apetencias sexuales. Ellas son «las salvadoras».