19

Madrid

Adela se había levantado temprano y después de preparar el desayuno lo colocó en una bandeja a la que añadió una flor y la llevó hasta la habitación de su abuela.

Doña Asunción estaba resfriada y Adela le había insistido para que se quedara un poco más en la cama, pero encontró a su abuela levantada terminándose de colocar las horquillas en el moño.

—¡Te quería dar una sorpresa! —protestó su nieta.

Llevaba unos días en Madrid. Y no le había resultado fácil hablar con su abuela. Había sido todo lo sincera que había podido. Tenía que encontrar al violador de su madre, pero sin decirle a su abuela lo que realmente sabía, y mucho menos que Marvin Brian no era su padre.

Pero doña Asunción era demasiado sensible como para no darse cuenta de que su nieta necesitaba ayuda, así que había respondido a todas sus preguntas pero sin hacerle ella ninguna.

—Hoy nos lo dedicaremos a nosotras. He reservado en la Taberna del Alabardero, ese restaurante que a ti y a Isabel os hace tanta ilusión conocer. Pero primero daremos un paseo, ¿te parece bien?

—Se te ha olvidado lo principal. La misa. Es domingo. Isabel y yo siempre vamos a misa de doce.

—Ya… bueno, os acompañaré. ¿A cuál de vuestras tres iglesias vais a ir? ¿A San Ginés, Santiago o Encarnación? Yo os recogeré a la salida. Vamos a comer y venimos a casa. Por la tarde comienza a hacer frío.

—Sólo tengo un resfriado sin importancia, y además no hace frío, estamos en octubre, pero me encanta que me cuides.

Doña Asunción tendió la mano a su nieta y ella se inclinó para abrazarla. Le sorprendía lo mucho que quería a su abuela, a la que hacía tan poco había conocido. Se preguntaba por qué su madre se parecía tan poco a ella. Su abuela le había contado que Catalina tenía el mismo carácter que su marido.

«Ernesto era muy bueno pero muy tozudo. Era imposible hacerle cambiar de opinión», recordaba doña Asunción, refiriéndose a su marido.

A las once y media se presentó Isabel. Caminaron despacio hasta San Ginés y ya fuera porque empezaba a lloviznar o porque su abuela se había agarrado con fuerza a su brazo, entró con ella en la iglesia y se quedó a oír misa. En realidad no escuchó nada de cuanto dijo el sacerdote, pero sí encontró alivio en la monotonía de los rezos que los fieles murmuraban.

Al salir de misa había dejado de llover, lo que les permitió dar un pequeño paseo por la plaza de Oriente antes de entrar a comer en la Taberna del Alabardero.

—Este restaurante es de un cura un poco especial. Se llama Luis Lezama y, según cuentan, ha estado como cura en un barrio obrero y ayuda a muchos jóvenes a salir de la droga y de la delincuencia, se ha convertido en protector de maletillas, y ha montado este restaurante para ayudar a sus chicos —explicó Isabel.

—Pero tiene fama de socialista, de ser un poco rojo a pesar de que fue ayudante del cardenal Tarancón… Claro que ése también es un cardenal peculiar… Pero bueno, el cura Lezama yo lo que creo que hace es tomarse en serio el Evangelio —añadió doña Asunción.

Adela las escuchaba con atención. Parecían entusiasmadas de estar en aquel restaurante, tan cerca de sus casas, en el que el dueño era nada menos que un cura. Ella misma tuvo que reconocer que el que un cura tuviera un restaurante no era algo habitual. Comieron mientras charlaban de todo y de nada y tuvieron la oportunidad de conocer a aquel cura tan singular.

De mediana estatura, paso decidido y ojo avizor, entró el sacerdote en su restaurante acompañado de unos señores que doña Asunción pareció reconocer.

—¡Uy!, pero si todos ésos son escritores y además importantes.

Don Luis la oyó y se acercó a la mesa para saludarlas.

Fueron unos segundos, pero las dos ancianas se quedaron prendadas con la bonhomía que desplegaba el cura.

Doña Asunción dijo no querer postre e Isabel la secundó, pero un camarero colocó en la mesa una bandeja con varios dulces y no supieron resistirse.

Cuando terminaron de comer y Adela pidió la cuenta, se llevaron la sorpresa de que las habían invitado al postre.

El cura nunca lo sabría, pero a partir de ese momento doña Asunción se volvió incondicional suya, dispuesta a sacar las uñas si alguien criticaba al cura al que algunos tenían por rojo.

El resto de la tarde lo pasaron charlando y viendo la televisión. Isabel se quedó un rato con ellas, pero luego prefirió irse a su casa.

—Está muy sola —comentó doña Asunción.

—Sí, y lo siento, le he cogido mucho cariño.

—Es muy buena y… perdona, hija, pero me cuesta entender a Fernando. Claro que si tampoco entiendo a Catalina…

—Abuela, yo tampoco les comprendo.

El lunes Adela se levantó temprano y tardó un buen rato en arreglarse. Estaba nerviosa. Lo que iba a hacer podía resultar una catástrofe. Pero se lo debía a su madre y a ella misma. Era hora de cerrar el círculo. Se empeñó en ser ella quien ordenara el piso mientras su abuela, aprovechando el sol de aquel otoño, salía a comprar el pan y el café que dijo se había acabado. Luego, cuando la anciana regresó, Adela se dispuso a marcharse.

Su abuela no le preguntó adónde iba. No quería ponerla en un aprieto.

Caminó un rato mientras ordenaba el torrente de palabras que sabía tendría que decir. Por un momento dudó, luego paró a un taxi y le dio la dirección donde esperaba encontrar la respuesta a lo que le sucedió a su madre treinta y seis años atrás.

El sanatorio estaba situado en una zona céntrica. Entró en el vestíbulo y buscó a quien preguntar. Se dirigió a una enfermera de aspecto enérgico.

—Gire a la derecha y vaya por el pasillo, suba en el ascensor hasta la tercera planta, allí la encontrará.

Adela no lo dudó. Cuando salió del ascensor buscó a otra enfermera para que la ayudara a encontrar a la Hermana Dolores.

—Creo que está en el control de enfermería, al fondo de la planta.

Caminó con paso rápido hasta el control y allí se quedó unos segundos observando a un grupo de enfermeras que parecían recibir indicaciones de una monja.

La monja debía de tener más o menos su edad. Frente ancha, nariz prominente, ojos marrones, delgada. No destacaba por nada excepto por la sonrisa. Cada vez que se dirigía a cualquiera de las mujeres lo hacía sonriendo. También porque parecía tranquila.

Quizá fuera la mirada insistente de Adela lo que hizo que la Hermana Dolores volviera sus ojos hacia ella.

—¿En qué puedo ayudarle? —le preguntó.

—Bueno… yo… —balbuceó sorprendida Adela.

—¿Busca a alguien? —insistió la monja.

—En realidad lo que quiero es hablar con usted. Pero veo que está muy ocupada.

La Hermana Dolores miró con Adela con curiosidad y le pidió que la acompañara. La llevó hasta una salita donde había un cuadro con la imagen de un santo, un sofá y varias sillas dispuestas alrededor de una mesa baja. Todo lucía gastado pero limpio.

—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó sonriendo.

—Sé que lo que le voy a decir le sorprenderá… puede que no quiera escucharme…

—Bueno, aunque me sorprenda, la escucharé.

—No va a ser fácil decirle lo que le tengo que decir.

—Está usted angustiada y asustada… ¿Por qué? ¿Tiene algún familiar enfermo? —La Hermana Dolores no podía ocultar su curiosidad.

—Porque puede que usted no quiera escuchar lo que voy a decir y me eche de aquí.

—Diga lo que diga, no la echaré. ¿Eso la tranquiliza? Yo estoy para ayudar a quien lo necesite, y creo que usted necesita que la ayuden aunque no sé en qué.

—Usted es monja y… bueno… es muy duro lo que voy a decir.

—No, no soy exactamente monja, las Hijas de la Caridad tenemos votos que renovamos cada cierto tiempo. Pero monja o no monja, le aseguro que no creo que me vaya a asustar por lo que me tenga que decir.

Adela suspiró y, mirando a los ojos a la Hermana Dolores, comenzó a hablar:

—Hace treinta y seis años un joven violó a mi madre. Fruto de esa violación nací yo.

—¡Dios mío, pobrecita!

—El violador fue su padre.

—Pero ¡qué está diciendo!

—Mi madre sufrió un shock y bloqueó en su mente lo que le había ocurrido. La encontró otro joven que pudo ver quién era el violador.

—Lo que está diciendo… ¿Por qué acusa a mi padre?

—Porque ese joven que la encontró asegura que fue su padre, le vio.

—Acaso lo dice para justificarse… No es el primero que echa la culpa a otro de lo que ha hecho… Mi padre no pudo ser, mi padre es un hombre recto, un hombre de bien. Se lo aseguro.

—Comprendo que no pueda creérselo. No se lo reprocho.

—Ese hombre que acusa a mi padre… ¿por qué lo hace?

—Durante treinta y seis años mi madre ha creído que era él quien había abusado de ella, pero este hombre se negaba a aceptar algo que no había hecho.

—¡Puede estar mintiendo!

—No, no lo hace.

—Pues será otro… pudo confundirse…

—Sólo hay una manera de saberlo. Por eso estoy aquí.

La Hermana Dolores había endurecido el gesto y ahora en su rostro se reflejaba tanta angustia como estupor.

—No puedo permitir que calumnien a mi padre, que le quieran hacer culpable de un acto tan horroroso. Usted no le conoce, es el mejor padre del mundo.

—No, no le conozco. Tampoco quiero conocerle.

—Entonces ¿qué quiere?

—Saber la verdad para que mi madre pueda afrontarla, y sólo hay una manera de hacerlo: que usted se avenga a ayudarme. Se trataría de hacer un análisis de sangre. Si su padre es inocente, el análisis lo descartará. Desgraciadamente, no hay ninguna técnica lo suficientemente precisa para determinar una paternidad, pero sí para descartarla. Si su padre no fue quien violó a mi madre lo sabremos a través de ese análisis.

—Pero si el análisis no lo descarta, entonces…

—Entonces su padre pudo ser quien violó a mi madre. Necesito que traiga aquí a su padre y le haga ese análisis de sangre que enviaremos a un laboratorio especializado en estos casos.

—¡Cómo pretende que yo haga eso! Se presenta aquí y me dice que mi padre violó a su madre y que usted es fruto de esa violación. Según cuenta otro hombre, que es el que su madre cree que la violó, echa la culpa de lo sucedido al mío. Por si fuera poco, pretende que traiga aquí a mi padre para hacerle un análisis de sangre. ¡Todo esto es obra del demonio! No, de ninguna manera… Además, no sé quién es usted…

—Tiene razón, no le he dicho quién soy. Me llamo Adela Vilamar. Mi madre es Catalina Vilamar. Estoy segura de que ha oído hablar de mi madre y que conocerá a mi abuela Asunción.

La Hermana Dolores se llevó la mano a la frente. Se sentía mareada e incapaz de aceptar cuanto estaba escuchando de aquella desconocida.

—Sí… he oído hablar de Catalina Vilamar… Yo no había nacido cuando ella se marchó, pero durante años en el barrio se murmuró de ella.

—Se marchó porque como consecuencia de la violación se quedó embarazada. Yo no conozco muy bien España, pero usted sí, y sabe que en los años cuarenta una mujer soltera embarazada era considerada lo peor de lo peor. Mi madre quiso evitar esa vergüenza a sus padres, además de empeñarse en que me reconociera quien ella creía mi padre.

—Catalina Vilamar… Perdone, pero su madre puede haber inventado lo de la violación, puede que se entregara a un hombre y luego…

—Mi madre no se inventó nada, Hermana Dolores. Mi madre fue violada y se quedó embarazada, pero una violación es un trauma y su mente se defendió. Claro que tiene lagunas sobre lo sucedido, por eso cuando abrió los ojos y vio a aquel chico que le gustaba intentando ayudarla decidió que lo que había sucedido había sido con él, fue su manera de poder afrontarlo. Pero ese chico no había sido el violador.

—Perdone que me cueste creer todo esto…

—No me extraña. A mí también me cuesta creer que usted y yo podamos tener el mismo padre. Le aseguro que ni mi madre ni yo queremos nada. Estoy dispuesta a firmar un documento en que se deje claro que no haré ni en el presente ni en el futuro reclamación alguna. Por no querer, no querría ni conocerle. Tampoco quiero que su padre me reconozca como su hija. No quiero nada, sólo saber la verdad.

—Tengo que hablar con mi padre… Él sabrá qué hay que hacer.

—Le suplico que no lo haga. Al menos hasta que no tengamos el resultado del análisis.

—¿Cree que puede presentarse aquí y sentarse frente a mí diciéndome que mi padre es un violador? ¡Es una acusación terrible! Le convierte en poco menos que un criminal. Podrían llevarle a la cárcel. ¿Y mi madre? ¿Ha pensado en mi madre? ¡Tendría que aceptar que su marido es un violador! ¿Y mi hermano? ¿Debo llamarle para decirle que nuestro querido padre es un monstruo?

—Lo siento. Siento hacerla pasar por esto. Me he dirigido a usted en vez de a su hermano porque me han dicho que trabaja para una ONG en Ruanda.

—Sí, ya ve, resulta que mi padre, al que usted describe como un monstruo, nos inculcó tan buenos valores que tanto mi hermano como yo nos dedicamos a ayudar a los demás.

—Yo no vengo a pedir que juzguen a su padre. Le juro que mi único interés es saber si fue el hombre que violó a mi madre. Si es así, tal y como yo creo, sé que mi madre sufrirá otro shock, pero también sé que podrá afrontar lo que le quede de vida con serenidad. Le aseguro que por nada del mundo mi madre querría saber nada de su padre, ni reclamarle, ni verle. Se lo juro.

—No la creo. No sé quién es usted… no sé qué pretende… Mi padre es una buena persona, un hombre recto.

—No he venido a cuestionar cómo ha sido su padre con su familia. Eso lo sabrán ustedes. Pero usted, aunque religiosa, también es una mujer, seguro que puede ponerse en la piel de una joven de la que abusan y dejan embarazada. Si me da la espalda, si no me ayuda a buscar la verdad, ¿qué clase de religiosa sería? ¿Prefiere la injusticia antes que le remuevan su confortable mundo?

—¡Confortable! No tiene usted ni idea de a qué nos dedicamos las Hijas de la Caridad.

—Tiene razón, no tengo ni idea, no sé nada de monjas. Pero sí sé que Dios no le perdonará que se niegue a ayudarme. Pero si decide hacerlo… entonces me veré obligada a presentar una demanda contra él para probar su paternidad. Tendrán que afrontar el escándalo.

—¡Dios mío! ¡No puede hacer eso!

—Claro que puedo, Hermana Dolores. He consultado con un abogado y a su padre le obligarán a hacer la prueba de paternidad; en caso de que se niegue, los tribunales pueden optar por declarar válida esa paternidad.

—Mi madre tiene la salud delicada… ¡Usted no puede hacer eso! ¡Me está chantajeando!

—Le estoy pidiendo que resolvamos este asunto por las buenas. Usted consigue que su padre se haga un análisis de sangre, yo me haré otro y cuando el laboratorio nos dé el resultado, si es negativo, podrá olvidarse de mí. No me volverá a ver. Se lo juro.

La Hermana Dolores la miró asustada mientras se retorcía las manos. Adela Vilamar tenía razón, aceptar que su padre podía ser un violador suponía ver destruidas todas sus certezas.

—¿Y si no es negativo?

—Entonces hablaré con él. Su madre no tiene por qué enterarse.

—Déjeme pensarlo. Venga mañana. Necesito rezar.

—Rece, hermana, rece cuanto necesite. Volveré mañana.

Cuando regresó a casa de su abuela no se sentía con ánimo de hablar, así que se sentó con ella a ver la televisión haciendo que le interesaba cuanto salía por la pantalla, aunque en realidad ni veía ni oía nada. Dijo que le dolía la cabeza y se fue pronto a la cama.

Doña Asunción la observaba con preocupación, pero no le preguntó nada. Decidió esperar a que fuera Adela la que se confiara.

Al día siguiente se presentó en el sanatorio a primera hora.

Cuando llegó le dijeron que fuera a la salita donde habían conversado el día anterior. Esperó unos minutos impaciente.

La Hermana Dolores entró en la sala con gesto cansado. Los ojos enrojecidos y las ojeras revelaban una noche de sufrimiento e insomnio.

—Buenos días —acertó a decir Adela.

—De acuerdo, haré que mi padre se haga el análisis —dijo la monja sin preámbulos.

—¿Y cómo le convencerá?

—Padece de insuficiencia renal y cada cierto tiempo viene al hospital a pasar un control. Le diré que en esta ocasión se lo vamos a adelantar. Sólo le pido que sea cual sea el resultado me garantice que mi madre no se enterará de nada. No le haré firmar ningún papel, confiaré en su palabra.

—No tengo ninguna intención en perjudicar a su madre, sólo quiero saber la verdad.

—Pero si resulta que somos hermanas…

—Ninguna de las dos podremos sentirnos hermanas. Nada nos une. Yo no necesito ninguna hermana y usted tampoco. ¿Por qué deberíamos comportarnos como si lo fuéramos aunque lo seamos?

La Hermana Dolores se comprometió a llevar a su padre al sanatorio en un par de días. Por su parte, Adela ya había localizado al laboratorio donde podían hacer con total garantía y confidencialidad el análisis de paternidad.

Dos días después se encontraron en la puerta del laboratorio. La Hermana Dolores estaba nerviosa.

—Ayer fui a casa de mis padres. Le dije a mi padre que no estaría de más que adelantáramos la analítica. Él dijo que se sentía bien y que no veía la razón de hacerse un análisis. Pero mi madre le aconsejó que me hiciera caso. Y esta mañana ha venido. Aquí tengo uno de los tubos para analizar.

Adela lo cogió con cuidado y se marchó. La esperaban en el laboratorio; allí lo único que podrían determinar era si aquel hombre no era su padre.

El tren llegó a la hora prevista, las ocho de la mañana. Habían viajado durante toda la noche. Hacía una semana que se había aprobado la Ley de Amnistía y Fernando había decidido que podía arriesgarse a regresar. Catalina se lo agradeció. Estaba cansada del largo exilio y sobre todo temía perder para siempre a Adela.

Los dos estaban nerviosos temiendo el momento de reunirse con sus madres. Las imaginaban igual que el día en que se marcharon, pero sabían que se encontrarían a dos ancianas.

Fernando temió cuando el revisor les pidió los pasaportes. Pero el hombre los miró con indiferencia.

Adela los esperaba en el andén. No había querido que ni Isabel ni doña Asunción fueran a la estación, pero de repente, cuando el tren ya estaba parado, las vio caminar con paso decidido hacia donde ella estaba. Frunció el ceño, pero luego sonrió. Las comprendía, ¿cómo iban a permanecer esperando en casa? Llevaban treinta y seis años aguardando aquel momento.

Fernando bajó el primero para ayudar a Catalina. Vio avanzar a Adela junto a dos ancianas.

—Son ellas —susurró Catalina.

Y entonces echaron a correr. Catalina, llorando, abrazó a su madre y extendió el abrazo a su hija. Durante unos segundos, Fernando miró a Isabel y le limpió las lágrimas que le surcaban el rostro antes de envolverla en un abrazo.

Permanecieron abrazados llorando un buen rato sin encontrar las palabras que tanto habían ensayado que dirían en aquel momento.

Cuando una hora después Fernando entró en su casa, creyó retroceder en el tiempo. Todo estaba como lo recordaba. Incluso el viejo abrigo de su padre seguía en el perchero de la entrada. En el armario de su propia habitación continuaba colgada su ropa, y encima de la mesa, sus lápices afilados, sus cuadernos y el libro que estaba leyendo cuando se marchó, Macbeth de William Shakespeare. En un rincón debajo de la mesa, su pelota de fútbol, aquella que le había regalado su padre siendo niño.

Volvió a abrazar a su madre y pasaron buena parte de la mañana fundiéndose en abrazos intentando recuperar todos los que el tiempo les había arrebatado.

Catalina lloró al entrar en su casa. Al igual que Isabel, doña Asunción había detenido el tiempo entre aquellas paredes. La habitación de Catalina pulcramente ordenada, su cama cubierta con la colcha hecha de ganchillo por su madre. Sus muñecas, apiladas en un estante. Sus vestidos, limpios y planchados.

Suspiró pensando en que hacía treinta y seis años que llevaba sintiéndose de ninguna parte y que de repente su mundo, el que comprendía y quería, estaba allí.

Durante los días siguientes Fernando se sobresaltaba si sonaba el timbre de la casa, ya fuera porque la portera subía una carta o porque el de la tienda de ultramarinos llevaba un pedido. No podía dejar de temer que un día se presentara la policía acusándole de haber matado a dos hombres treinta y seis años atrás. Intentaba tranquilizarse diciéndose que si la Ley de Amnistía había servido para borrar las cuentas de los franquistas, también le serviría a él.

Su madre no le había pedido ninguna explicación del porqué de su ausencia durante más de tres décadas. Aguardaba a que fuera él quien escogiera el momento. Y Fernando sabía que tendría que afrontar ese momento por más que le costara. Pero ganaba tiempo. Necesitaba reencontrarse no sólo con su madre, también con los amigos de antaño, incluso con la ciudad.

Madrid había cambiado, se había convertido en una gran capital, pero sobre todo tenía que asimilar el paso del tiempo. Le sorprendía que la gente hablara tanto de futuro y tan poco de pasado. Parecían ansiosos por pasar página, por olvidarse de los cuarenta años de dictadura franquista.

Leía los periódicos con avidez y todas las noches su madre y él se sentaban a ver el telediario. Pensaba que de haber votado lo habría hecho por Santiago Carrillo, aunque ella parecía convencida de que el país necesitaba una izquierda renovada y eso era lo que representaban los jóvenes socialistas dirigidos por Felipe González.

—Yo he votado a Felipe —le dijo su madre—, creo que tu padre también le habría votado. Ya sabes que él se inclinaba por Indalecio Prieto.

Almorzaban muchos días con doña Asunción, Catalina y Adela, y también con doña Petra. Asunción mostraba su entusiasmo por Adolfo Suarez mientras que su hermana Petra se lamentaba de los malos resultados de Fraga Iribarne.

Catalina había pedido perdón a su tía por haber huido de su casa. Doña Petra estaba cerca de los noventa años y parecía temer los cambios que se habían producido en España. Pero más allá de las discusiones políticas que tenían durante las comidas, tanto Catalina como Fernando temían que la anciana preguntara por la desaparición de la pistola de su marido.

Una tarde después de la merienda, doña Petra pidió a Fernando y a Catalina que la acompañaran a casa con la excusa de que le dolía una rodilla y lo mismo se caía. Ni Isabel ni doña Asunción se extrañaron.

Cuando salieron del portal, Fernando dijo que esperaran mientras buscaba un taxi, pero doña Petra no se lo permitió.

—Iremos dando un paseo, no llueve y no hace frío.

—Pero, tía Petra, si te duele la rodilla, lo mejor es que vayamos en taxi.

—En realidad no me duele, o mejor dicho, no me duele más de lo que me dolía ayer. Quería hablar con vosotros dos a solas. No quiero que se asusten ni vuestras madres ni tampoco tu hija Adela.

—¿Asustarse? ¿De qué? —preguntó Catalina con preocupación.

—Pues de lo que hicisteis con la pistola de tu tío. Desapareciste y la pistola también. ¿Por qué?

Catalina miró a Fernando y antes de que él hablara lo hizo ella:

—La verdad es que no sabíamos lo que podía pasarnos. No teníamos dinero, tendríamos que dormir en la calle y estaríamos expuestos a cualquier cosa. Yo estaba decidida a marcharme pero tenía miedo, así que no le dije nada a Fernando y me guardé la pistola por si acaso. Y mira tú por dónde, Fernando se acaba de enterar de lo que hice.

—Pero ¿no se lo dijiste?

—No, claro que no, si lo hubiera hecho no me habría dejado, bastante discusiones tuvimos esos días. Me guardé la pistola y no me decidí a desprenderme de ella hasta que no estuvimos en un tren camino de Lisboa, en el que subimos de polizones, como ya te conté. Tiré la pistola por la ventanilla porque me di cuenta de que en realidad no la íbamos a necesitar.

Petra miró a su sobrina con desconfianza. Fernando estaba callado sin saber qué decir.

—Así que tú te acabas de enterar de que mi sobrina me quitó la pistola de mi marido, que Dios tenga en su gloria.

—Desde luego que Fernando no sabía nada, tía, me habría regañado.

Fernando asintió mientras notaba que el sudor le empezaba a empapar la nuca.

—¡Eres de lo que no hay, Catalina! Mira, Fernando se ha puesto pálido.

—Es que me ha impresionado lo que acabo de escuchar —acertó a decir él.

—Bueno, pues con las cosas aclaradas, ahora sí que me vais a llevar en taxi.

Habían quedado a las nueve en punto en la puerta del laboratorio. La Hermana Dolores había llegado media hora antes y paseaba nerviosa a lo largo de la calle. Adela llegó cinco minutos antes de la hora fijada.

Se saludaron brevemente y entraron en el laboratorio. Unos minutos más tarde las recibió uno de los técnicos que habían hecho la prueba.

—Siéntense, por favor… Bien, aquí tienen el informe. Debo decirles que la prueba no ha sido negativa, de manera que efectivamente ustedes pueden ser hermanas del mismo padre. Espero que esta confirmación sea un motivo de alegría para ustedes.

—Desde luego —afirmó Adela con rapidez viendo que la Hermana Dolores intentaba retener las lágrimas.

—Hermana, comprendo su emoción y me alegra saber que es la noticia que estaban esperando. No imaginan los problemas que hay en las familias cuando se demuestra que el progenitor ha tenido alguna aventura con consecuencias… como puede ser este caso. En fin, no se puede descartar que tengan el mismo progenitor.

Adela abonó la factura de las pruebas y salieron a la calle. Tuvo que agarrar del brazo a la Hermana Dolores porque estaba tan anonadada que no dejaba de tropezar.

—No puede ser… no puede ser… —murmuró.

—Ahora queda saber la verdad, y eso sólo lo sabe su padre.

—Mi padre es la mejor persona que conozco y él… no, él no sería capaz de violar a una mujer… Nunca ha tenido ojos para ninguna mujer que no fuera mi madre…

—Su padre se casó con su madre después de violar a la mía, así que puede ser que una vez casado no mirara a ninguna otra. Pero a mí me da lo mismo, lo único que quería era confirmar que mi madre sufrió un trauma y como consecuencia de ese trauma sufrió una desconexión que la ha llevado a creer que fue otro hombre el que la violó aquella noche.

Tuvieron que entrar en un café para que la Hermana Dolores bebiera un vaso de agua y pudiera reponerse. Adela pidió además dos cafés.

—He rezado toda la noche pidiendo a Nuestro Señor que hiciera prevalecer la verdad —dijo la religiosa, enjugándose una lágrima.

—Pues le ha hecho caso, porque eso es exactamente lo que ha pasado.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó la religiosa, mirando asustada a Catalina.

—Nada. Por lo que a usted respecta, olvídese de lo sucedido. No volverá a saber nada de mí.

—Pero… pero es que a lo mejor somos hermanas… medio hermanas… si mi padre es su padre…

—Mire, Hermana Dolores, el hecho de que hace treinta y seis años su padre violara a mi madre no hace que dejemos de ser dos extrañas. Yo no quiero volver a saber nada de usted. Aprenda a vivir con este secreto. Es lo mejor que puede hacer por usted y por ellos.

—Usted… usted le odia…

—¿Odiarle? Ni siquiera sé qué es lo que siento. No me preocupa él, me preocupa mi madre, es por ella por lo que estoy haciendo esto.

—Él… no sé lo que pasó… cometió un error… puede que no la violara, que ella… bueno, que ella le consintiera…

—¡Ni se le ocurra decir eso! Si se atreve a insultar a mi madre, a poner en entredicho que su padre es un violador que abusó de ella, entonces le juro que haré lo imposible por destruirle.

—¡No me amenace!

—¡Claro que la amenazo! ¡No dude de que la estoy amenazando!

La Hermana Dolores terminó prometiendo que guardaría aquel secreto que para ella ya se había convertido en una carga.

—Pues ofrézcale a Dios su sufrimiento —dijo Adela con ira.

—Usted y yo… bueno, somos hermanas, quizá podamos volver a vernos… —sugirió la religiosa.

—¡Nunca! ¡Nunca más nos veremos! Yo no quiero tener nada que ver ni con usted ni con su familia.

—Yo… yo no soy culpable de lo que pasó entre mi padre y su madre… Deberíamos intentar comprendernos.

—No.

Adela dio media vuelta y paró un taxi dejando a la religiosa sola en medio de la acera. Ni siquiera tuvo la tentación de mirar por la ventanilla.

Dio al taxista la dirección de un psiquiatra que le había recomendado el doctor Ward. El médico neoyorquino le dijo que había conocido al doctor Fuentes en un congreso y que le había causado muy buena impresión. Le había dado la dirección de su consulta en Madrid, que era adonde se dirigía ya que había pedido cita para esa misma mañana.

El doctor Fuentes le resultó parecido al doctor Ward aunque con unos años más. Todo en él era pulcritud. La escuchó sin hacerle preguntas hasta que ella terminó.

Adela le había contado lo imprescindible, en ningún caso había revelado que su madre durante más de tres décadas había hecho responsable de lo sucedido a Marvin Brian, el Poeta del Dolor.

—Lo más sorprendente de esta historia es que mi madre nunca ha dicho ni sugerido que la violaron. Parece creer que se entregó voluntariamente a… a ese hombre que era amigo suyo y del que estaba enamorada, y que fue quien la encontró tirada en el suelo…

—Es habitual que una persona que ha sufrido un shock traumático active un mecanismo de disociación para evitar el sufrimiento —explicó el psiquiatra—. Las vivencias traumáticas pueden provocar un cortocircuito emocional. Hay personas que tienen una gran fortaleza interior o que poseen mecanismos psicológicos que les ayudan a plantar cara a un trauma; sin embargo, otras personas no, y lo que suelen hacer sin pretenderlo es desconectar la parte racional. Cuando el trauma es muy grande, la desconexión lo es también, pudiendo llegar a borrar el recuerdo traumático de la memoria consciente. Pero hasta que no hable con su madre no puedo hacer un diagnóstico preciso.

Acordaron que atendería a Catalina, porque si de algo estaba segura Adela era de que su madre sufriría un shock agudo cuando se enfrentara con la verdad.

Caminó hasta la plaza de la Encarnación y se sentó delante de la verja. Desde allí podía ver los primeros números de la calle Arrieta. Tenía que llevar adelante la segunda parte del plan.

Llevaba días observando al hombre que podía ser su padre. En realidad estaba segura de que lo era, no dudaba que Marvin lo había identificado.

El hombre salía a caminar a media tarde siempre apoyado en un bastón.

Cuando le vio salir del portal, le siguió durante un rato antes de abordarle.

—Buenas tardes —le dijo colocándose a su lado.

Él la miró sorprendido y un destello de inquietud afloró en su mirada.

—Buenas tardes —respondió él, intentando mostrarse indiferente.

—Quiero hablar con usted.

—¿Ah, sí? ¿Y de qué?

—De lo que sucedió hace treinta y seis años en la Pradera de San Isidro.

Él se separó y la miró de arriba abajo. Una mirada repleta de desprecio.

—Hace treinta y seis años usted violó a Catalina Vilamar.

—No sea estúpida. ¿De dónde se ha sacado semejante mentira?

—Hubo un testigo.

—¿Testigo? ¿Testigo de qué?

—¿Va a negarme lo que hizo aquella noche?

—No tengo nada que negarle ni nada que hablar con usted. Márchese.

—Quiero escucharle decir la verdad. Si lo hace, le dejaré en paz para siempre; pero si se niega, le pondré una demanda y organizaré un escándalo. Usted sabrá qué le conviene más.

—¿Una demanda? ¿Y por qué? —El hombre rio mirándola con desprecio.

—Una demanda de paternidad. Usted es mi padre. Un padre que me produce náuseas y cuyo apellido por nada del mundo querría llevar. Pero le exijo la verdad.

—¡Está usted loca!

—No, no estoy loca. Estoy dispuesta a destrozar lo que le quede de vida, que, a juzgar por su aspecto, no creo que sea mucha. Usted elige. Si me dice la verdad, nunca más le molestaré; de lo contrario, nos veremos en los tribunales.

Se midieron el uno al otro. Sólo pudieron leer ira y odio en sus miradas.

—Hace unos días usted se hizo un análisis de sangre. Un amigo me facilitó una muestra para realizar una prueba de paternidad. Un laboratorio ha determinado que es mi padre.

Adela sostuvo la mirada del hombre. Había mentido pero estaba segura de que él era demasiado mayor para saber si efectivamente con un análisis de sangre se podía concluir la paternidad.

—¿Un análisis? Pero ¿qué dice?

El hombre ya no supo ocultar su inquietud. Se preguntó si acaso su hija le había traicionado, pero desechó el pensamiento. Era monja y era su hija. Pero ¿cómo sabía aquella mujer que se había hecho un análisis de sangre?

—¿Ya ha decidido? O la verdad o los tribunales. Tengo la prueba de que es mi padre, pero quiero escucharle contar qué pasó aquella noche.

—Su madre era… le gustaba provocar. Sabía que todos los chicos bebían los vientos por ella. Pero a ella le gustaba un americano que no le hacía ningún caso. Aquella noche bebió más de la cuenta. Coqueteaba con unos y con otros, así que un amigo y yo apostamos quién sería capaz de llegar a mayores con ella.

»Y fui yo. No dudó en venir conmigo al resguardo de los árboles. En realidad lo que Catalina pretendía era poner celoso al americano. A mí me daba lo mismo la razón de que me siguiera a lo oscuro. Estaba tan borracha que ni se daba cuenta de que la estaba desnudando. Soy un hombre, siempre lo he sido, así que llegamos a un punto en el que, aunque ella empezó a resistirse y a gritar, yo no paré. ¿Por qué habría de hacerlo? Ninguna chica decente habría bebido como lo hizo ella y mucho menos coquetear con todos. Así que se mereció lo que pasó. Lloraba, pero estoy seguro de que disfrutó con lo que le hice.

—Lo que hizo fue violarla —afirmó Adela, haciendo un esfuerzo para no alterar el tono de voz.

—Lo que hice es lo que hacen los hombres cuando una chica no es decente y no sabe defender su virtud. Una mujer borracha sabe a lo que se expone.

—Así que admite que la violó.

—Lo único que admito es que me la llevé detrás de los árboles y que hice lo que tenía que hacer.

—Usted mismo ha dicho que ella gritó y se resistió —le recordó Adela.

—Cualquier chica sabe a lo que se expone si se va con un hombre a un sitio oscuro. De manera que ¿por qué tenía yo que parar?

—La violación tuvo consecuencias. Yo.

—Eso lo dirá usted. Ella se marchó, desapareció con un americano que vivía en casa de un chico del barrio. Lo que hiciera con él a mí no me importa. No voy a asumir que usted es mi hija. Si usted y su madre pretenden que les dé dinero, ya puede irse por donde ha venido. No les daré ni un duro.

—¿Dinero? ¿De verdad cree usted que buscamos su dinero? —replicó Adela—. No ha entendido nada. Bien, dejemos las cosas claras. Usted me ha confirmado que violó a mi madre, es lo único que quería saber.

—Yo no la violé… ella vino conmigo voluntariamente… que luego se arrepintiera y empezara a gritar… ¡Menuda puta hipócrita!

Durante un segundo el hombre no pudo moverse. Aquella mujer le había cruzado el rostro con el dorso de la mano. El golpe le había desconcertado.

—Si vuelve a insultar a mi madre lo pagará caro.

Adela se abrió la chaqueta y el hombre pudo ver que llevaba un magnetofón pequeño pegado al cuerpo.

La miró alarmado.

—¿Me ha grabado? —preguntó con el rostro lívido.

—Desde luego. Y no creo que a su esposa le guste escuchar esta grabación. Sin embargo, puede que al juez le resulte interesante.

—¿Qué quiere? Dígame cuánto quiere…

—No vuelva a cruzarse en nuestras vida. Nunca, ¿me oye? Nunca.

Se dio la vuelta y dejó al hombre tambaleándose mientras se llevaba la mano al corazón. Escuchó un ruido. Pero no se volvió. Alguien gritó que un hombre estaba en el suelo.

Una vez en casa de su abuela, Adela telefoneó al doctor Fuentes y le pidió que estuviera dispuesto a acudir allí en cualquier momento. A continuación llamó a su tía Petra para que también estuviera presente, además de a Isabel y Fernando. Todos habían aceptado creyendo que Adela lo único que pretendía era organizar una tarde de charla y merienda.

Doña Asunción estaba sirviendo café cuando Adela decidió que había llegado el momento.

—Si he querido que estemos todos es porque tengo que deciros algo muy importante y muy doloroso. Mamá…, lo siento… lo siento mucho…

Catalina sintió un escalofrío. El tono de voz de Adela la asustaba.

—Pero… ¿qué sucede? ¿Te pasa algo, hija? —preguntó mientras le comenzaba a temblar el labio inferior.

—Hace un mes fui a ver a Marvin Brian.

—¡A Marvin! No comprendo… —Catalina parecía confundida.

—Sara Wilson me consiguió una entrevista. Fui a verla en Nueva York. Después de que te plantaras en la Academia Francesa, Marvin regresó a Nueva York. Tenía programada una operación de corazón. Sara acompañaba a Farida, pero logré hablar con ella.

—¿Que has estado con Sara, dices? No es posible…

—Hablamos y no sé por qué al final decidió ayudarme. Me dijo que no me prometía nada, pero que intentaría conseguir una entrevista con Marvin.

»Verás, mamá, mi periódico me había encargado que le entrevistara, pero no sólo eso, querían que escribiera una historia sobre la mujer desconocida que le perseguía por todo el mundo. Tú. Puedes imaginar lo mal que me sentí. Tomé una decisión, teníamos que acabar con esta situación, por ti, por mí, por todos. Nunca has aceptado que Marvin me resultara indiferente y que no tuviera ningún interés en que reconociera que era mi padre.

»Al cabo de unos días Sara me llamó y me dijo que Farida y Marvin me recibirían. Fui a su apartamento de Nueva York. Me recibió Farida y tuvimos una conversación que… bueno, fue esclarecedora. Aun así, firmé un documento de confidencialidad. Si trascendía o hacía uso de lo que me contara, tendría que indemnizarles con diez millones de dólares. Además, sus abogados harían lo imposible por meterme en la cárcel.

»Firmé. De manera que si alguno de vosotros dice una palabra me estaréis enviando a la cárcel, porque es evidente que no dispongo de diez millones de dólares…

—Pero ¡qué estás diciendo! No comprendo nada… —A Catalina le temblaban las manos, además del labio.

—A Marvin Brian le hirieron aquí cuando le llevaron al Frente para hacer de traductor de unos periodistas norteamericanos.

—Eso ya lo sabemos —la interrumpió Fernando.

—Pero lo que no sabéis es que las heridas le castraron.

—¿Qué estás diciendo?

—Que fue herido en los genitales y que a resultas de la operación perdió parte de ellos. Que no puede tener hijos porque, aunque quisiera, no podría tener siquiera una erección. Lo que estoy diciendo es que Marvin Brian no es mi padre porque no puede ser padre ni mío ni de nadie.

Catalina se puso en pie delante de su hija. Parecía como si fuera a pegarle.

—¡Me estás acusando de mentir! ¿Crees que me he inventado que Marvin es tu padre? ¡Cómo te atreves a insultarme de esta manera!

—No, no te has inventado nada, al menos no lo has hecho conscientemente. Según me han explicado dos psiquiatras, uno en Nueva York y otro en Madrid, cuando una persona sufre una agresión sexual puede llegar a disociar lo que ha vivido como un mecanismo de autoprotección, de defensa. Es la manera que se tiene para poder hacer frente al trauma, para poder seguir viviendo. Lo consigue aislando los recuerdos.

—¡Y todo eso te lo han dicho dos psiquiatras! —Catalina estaba cada vez más alterada.

—Sí, mamá, eso es lo que me han contado dos reconocidos psiquiatras. Eso es exactamente lo que te ha sucedido a ti. Te violaron y tu reacción fue negar la existencia de esa violación provocando una desconexión.

—¡Marvin miente! ¡Te ha engañado! —gritó Catalina.

—No, no lo ha hecho. Te lo aseguro. De verdad que lo siento…

—¿Has dicho que a tu madre la violaron? —preguntó Fernando muy serio, con el gesto descompuesto.

—Sí, así fue. Marvin cree saber quién lo hizo. Estabais en la Pradera de San Isidro y él fue a refugiarse entre los árboles porque tenía ganas de vomitar. Observó a una pareja tumbada en el suelo. Ella gritaba. Él se acercó y entonces vio a un chico encima de mi madre, ella pedía ayuda… El que la estaba violando, al oír acercarse a alguien, se puso en pie y abrochándose los pantalones echó a correr. Marvin encontró a mi madre con la falda desabrochada, las medias rotas, las bragas medio bajadas. Lloraba y estaba en estado de shock. La intentó ayudar a levantarse, pero ella no podía moverse. Como él tampoco se sentía demasiado bien se quedó unos minutos intentando que se calmara. Entonces llegaste tú, Fernando, y les viste. Creíste que mi madre se había dejado seducir por Marvin, que había sido una relación consentida, porque les viste sentados en el suelo, ella con la ropa desgarrada, atontada, y él con ella en brazos.

Fernando cogió de la mano a Catalina, que estaba temblando. Doña Asunción, Isabel y doña Petra estaban calladas, no se atrevían a moverse por el impacto de la narración de Adela.

—¿Quién fue? ¿Quién lo hizo? —preguntó Fernando, temiendo la respuesta.

Adela sacó el magnetofón y lo encendió. Durante unos segundos guardaron silencio escuchando la voz de aquel hombre que confesaba su delito. Los temblores de Catalina se hicieron más intensos.

—Antoñito Sánchez, el hijo de don Antonio. Él violó a mi madre.

—¡¡¡NO… NO… NO!!! —Los gritos de Catalina retumbaron.

Se había puesto de pie, pero de repente cayó desmayada al suelo. Fernando fue el primero en ayudarla. Catalina tardó unos segundos en abrir los ojos y se encogió en postura fetal mientras lloraba lanzando pequeños gritos de angustia.

Adela se dirigió al teléfono. Llamó al doctor Fuentes y le pidió que fuera de inmediato, tal y como habían acordado.

Fernando logró levantar a Catalina, que se negaba a moverse. La tumbó en el sofá mientras doña Petra insistía en que bebiera agua. Doña Asunción estaba conmocionada y, agarrada a la mano de su hija, lloraba. En cuanto a Isabel, miraba preocupada no sólo a Catalina sino a Fernando, que también parecía estar sufriendo una conmoción.

La única que hacía alarde de una serenidad que en realidad no sentía era Adela. Pero sabía que no tenía otra opción. El doctor Fuentes le había advertido de la reacción que podía tener su madre.

Cuando el psiquiatra llegó, Catalina sufría convulsiones, seguía llorando y murmuraba palabras ininteligibles.

El doctor le puso una inyección que al cabo de un rato la calmó y la dejó adormilada.

—Tenemos que llevarla al hospital —afirmó.

—Pero ¿por qué? —preguntó doña Asunción angustiada.

—¿Es usted su madre? —quiso saber el doctor Fuentes, mirando con pena a aquella mujer entrada en años.

—Sí…

—Su hija necesita tratamiento para poder afrontar lo que Adela les ha contado. Durante años ella se defendió del trauma sufrido alcanzando un estado de disociación. Presenta un cuadro de amnesia disociativa, lo que le ha impedido recordar lo que le sucedió la noche en que la violaron. Tiene que curarse y para ello debe aceptar la verdad, pasar del dolor a la aceptación para poder superarlo. No será fácil, pero la ayudaremos a que lo consiga.

—¿Dónde la va a llevar? —insistió doña Asunción, temiendo por su hija.

—A un hospital, al menos durante unos días. Después volverá a casa y podrá seguir el tratamiento que la ayude a seguir afrontando la realidad. Pero ahora tenemos que llevarla al hospital. Llamaré a una ambulancia.

—No… por favor… permítame que la lleve yo… ¿Tiene coche? —preguntó Fernando.

—Sí… —respondió el doctor Fuentes.

—Le ruego que la lleve en su coche. Yo la bajaré e iré con ella. Una ambulancia… sería peor… de eso estoy seguro.

Habían pasado varios días desde que ingresaron a Catalina. Días en los que Fernando sentía el vacío de su ausencia. Días en los que había más silencios que palabras.

Aquella tarde de domingo Fernando estaba leyendo mientras Isabel hacía que leía, pero en realidad le observaba. No le costaba reconocer en aquel hombre con el cabello salpicado por las canas y las arrugas en la comisura de los labios al niño que fue. Sabía que su hijo sufría. El día anterior le había llamado Sara, la dueña de la librería. Al parecer estaba en Alejandría. No sabía qué le había dicho, sólo que a Fernando se le había endurecido el rostro hasta formar una máscara.

Cuando le preguntó si acaso Sara le había dado alguna mala noticia, él evitó la respuesta y sin decirle nada se puso el abrigo y se marchó. Tardó un par de horas en regresar. No dijo adónde había ido y ella supo que no debía preguntar porque el sufrimiento que se había adueñado del rostro de su hijo no necesitaba de palabras. Desde entonces apenas hablaba y decía no tener apetito.

Temía que él regresara a París, pero sobre todo que lo hiciera sin explicarle por qué se fue treinta y seis años atrás.

Llevaba días resuelta a preguntarle, pero las palabras se le enmudecían en la garganta. Decidió que no podía seguir esquivando la conversación por más que le preocupara el estado de ánimo de su hijo.

—Dime la verdad, Fernando, ¿te fuiste sólo por ayudar a Catalina para que sus padres no tuvieran que avergonzarse de su embarazo? Si me vas a mentir, no respondas. No te diré que me debes la verdad, pero me gustaría que no quedara ninguna sombra entre nosotros y, sobre todo, poder comprenderte. Ha sido tan dura e incomprensible tu ausencia… el que no me permitieras saber dónde estabas, dónde vivías…

Él la miró fijamente a los ojos y le tendió la mano para que se sentara a su lado.

—Te diré la verdad. Me cuesta hacerlo, madre, me cuesta porque temo hacerte daño y que no me comprendas. Pero lo haré y te pido que me perdones por lo que hice y por mi ausencia.

Isabel le apretó la mano e intentó esbozar una sonrisa animándole a que hablara.

—Me fui porque maté a dos hombres, a dos de los asesinos de mi padre. ¿Recuerdas a Roque Pérez, aquel guardia malencarado de la prisión? Fue el que pisó las gafas de padre cuando se le cayeron, el que no le daba nuestras cartas, el que se burlaba de los presos. Su hijo el militar, Saturnino, formaba parte de los batallones de fusilamiento. Yo… sentía un odio que no podía controlar. Habían asesinado a padre, le habían asesinado por ser leal a la República. Cada día que pasaba les odiaba más y más. No sólo no se contentaban con haberse alzado contra la República, sino que, una vez ganada la guerra, se dedicaron a vengarse de los perdedores con una crueldad inusitada. Si habían ganado, ¿para qué necesitaban que corriera más sangre? Eso me enfurecía y necesitaba vengar la muerte de padre.

La mirada de su madre le revolvió el alma. Le puso los dedos en los labios para que no le interrumpiera, no hasta que acabara.

—Si te hubiera dicho que iba a vengarme no me lo habrías permitido. Habrías intentado convencerme de que no lo hiciera y yo te habría obedecido. Por eso no te lo dije, madre.

»Catalina y Eulogio sabían lo que iba a hacer y fue ella quien me dio la pistola de su tío, pero me exigió a cambio que la llevara conmigo. Me resistí, pero ella no daba su brazo a torcer y al final accedí. Ya te he contado cómo nos subimos al tren de Lisboa, cómo llegamos a Alejandría, los años en París… Ahora ya sabes por qué me marché y por qué no te escribía ni quería que supieras dónde estaba… Tenía miedo de que me relacionaran con la muerte de Roque y Saturnino Pérez… de que me mandaran detener… que volvieras a sufrir otra pérdida, primero el marido, después el hijo. Pero no sólo he matado a esos dos hombres… He matado a dos más. A un miembro de la Gestapo y a un criminal nazi. Las circunstancias en que me encontré me obligaron a ello. Perdóname, madre, perdóname.

Isabel se había quedado inmóvil como si los movimientos y los sonidos se hubieran congelado en su cuerpo. Tardó unos segundos en reaccionar.

—«Tú no matarás, Fernando, tú no matarás.» ¿Lo recuerdas? Tu padre te dijo que ningún hombre vuelve a ser el mismo después de haber matado a otro hombre, aunque sea por una causa justa. Tu padre no quería que tuvieras que vivir con eso… con el peso de las vidas arrebatadas a otros. «Tú no matarás», te decía cuando regresaba del Frente. ¡Dios mío, cuánto hubiera sufrido de haber sabido lo que hiciste!

Rompieron a llorar el uno junto al otro, sin abrazarse, sin saber cómo consolarse. Después Isabel se limpió las lágrimas con un pañuelo y acarició el rostro de su hijo.

—Madre, no ha habido ni una sola noche en que no se me hayan aparecido los rostros de Roque y Saturnino Pérez. Desde aquel día no he tenido paz.

—Lo comprendo. Te pesa lo que hiciste.

—No… no… No me arrepiento…

Pero ella negó con la cabeza. Sabía que la conciencia existe aunque no queramos saber nada de ella.

—Te perdono, hijo. Yo te perdono. Pero te pido que algún día le pidas perdón a Dios.

—No soy creyente, madre; padre tampoco lo era.

Ella asintió.

—Aun así… algún día hazlo, Fernando.

Se levantó y le dejó solo en la habitación. Ambos necesitaban un momento de soledad.

Fernando quería quitarse de la cabeza las palabras que su padre pronunció y que ahora le recordaba su madre: «Tú no matarás, Fernando, tú no matarás».

Roque y Saturnino le volvieron a visitar durante la noche, agitando su sueño. Al amanecer se despertó bruscamente sintiendo una opresión en el pecho. Pero permaneció quieto.

Al cabo de un rato se levantó a beber agua y escuchó un murmullo que salía de la habitación de su madre.

—¿Madre? ¿Te encuentras bien?

Abrió la puerta y la encontró tirada en el suelo con los ojos abiertos. Gritó, luego se agachó y la cogió en brazos para tumbarla sobre la cama. Se tranquilizó cuando la escuchó hablar:

—No me encuentro bien… tengo mucho dolor de estómago, ganas de vomitar… Quería ir a la cocina, pero me he caído y no me podía levantar.

—No te preocupes, te prepararé una manzanilla que te sentará el estómago. Quédate quieta, ahora vengo.

Fue a la cocina y puso a hervir un poco de agua. Luego buscó en el cajón donde su madre guardaba las infusiones. Preparó la taza con un poco de azúcar.

Cuando regresó a la habitación su madre seguía en la misma postura en que la había dejado, inmóvil, con los ojos abiertos mirando a la nada. Fernando dejó caer la taza al suelo y se acercó a la cama. Se sentó junto a ella y le cerró los ojos; luego colocó la cabeza en su regazo y permaneció así sintiendo cómo se iba desvaneciendo el calor del cuerpo de su madre.

Lloró mientras le hablaba. Mientras le pedía perdón.

No le hizo falta que más tarde el médico le dijera que el corazón de su madre se había quebrado. Él había sido el causante. Había sido él quien la había matado al confesarle sus crímenes del pasado. Ahora tenía que añadir a su lista una nueva víctima.

Por un instante deseó creer en Dios porque de esa manera su madre estaría reuniéndose con su padre. Pero la razón le impidió aliviar el dolor.

La enterraron al día siguiente. No se lo dijeron a Catalina porque no habría podido soportarlo y mucho menos ver llorar a Fernando.

Él se encerró en casa, incapaz de hablar, de dejarse consolar.

No se atrevía a cerrar los ojos porque veía la muerte en el rostro de su madre y luego retumbaban las palabras de su padre: «No matarás, tú no matarás».

Tuvo que ser Adela quien le obligara a regresar a la realidad. Se presentaba en su casa todos los días y se quedaba junto a él en silencio hasta que poco a poco logró arrancarle palabras. Y una mañana, cuando ella fue a buscarle para dar un paseo, él se lo dijo:

—Regreso a París.

Adela le pidió que esperara a que Catalina saliera del hospital y que en caso de que su madre quisiera irse con él a París, la convenciera de que su sitio estaba en Madrid.

—Necesita que la cuiden, mi abuela y mi tía lo harán, y yo también. He decidido quedarme en Madrid. Escribiré sobre España para el periódico. Ya he llegado a un acuerdo.

Fernando aceptó y aguardó paciente hasta el día en que Adela le anunció que el doctor Fuentes iba a dar el alta a Catalina.

Fernando fue a buscarla al hospital. Catalina había pedido que fuera solo. Quería hablar con él sin nadie delante.

La encontró vestida y hablando con el doctor Fuentes.

—Ya hemos quedado en que nos veremos dos días a la semana en la consulta. Pero está muy bien, por eso puedo darle el alta.

Ella sonrió con desgana, pero asintió. Había adelgazado y por efecto de la medicación parecía que se le perdía la mirada.

Se agarró del brazo de Fernando. Caminaron hasta el ascensor y no sonrió hasta que no dejaron atrás las puertas del hospital.

—De nuevo juntos… —dijo ella.

—No puede ser de otra manera —respondió él.

—Quería decirte una cosa… no sé si te enfadarás…

—¡Claro que no! Puedes decirme lo que quieras.

—Es que… he pensado mucho… no sólo en lo que ha sucedido sino que con el doctor he repasado toda mi vida y… bueno, he tomado una decisión…

—Quieres quedarte en Madrid. No regresarás a París conmigo, ¿es eso?

—¿Cómo lo sabes?

—Porque te conozco tan bien como tú me conoces a mí. Y lo comprendo. Haces bien. Aquí está tu madre, tu tía… Ellas te cuidarán. Necesitas que te cuiden, necesitas una familia. Adela es feliz porque por fin tiene una familia, adora a su abuela y a su tía abuela. Ha hecho muy buenas migas con Petra.

—Pero ¿y tú? No quiero que te vayas, Fernando.

—Tengo que irme, Catalina, no me queda nada aquí. Tengo ya muchos años, no encontraría trabajo. ¿De qué viviría?

—Quédate, Fernando… Yo… yo no sé si sabré vivir sin ti.

—Tendremos que aprender los dos a vivir el uno sin el otro. Dentro de unos meses ya no me echarás de menos. Tienes a tu madre, a tu tía, a tu hija…

Media hora después, doña Asunción abrió la puerta de casa y abrazó a Catalina. Las dos hicieron un esfuerzo por contener la emoción. Adela también la abrazó y doña Petra pugnaba por hacer lo mismo.

Adela se había encargado de cocinar «un plato francés».

Rieron y disfrutaron de la comida, pero sobre todo se sentían aliviados al ver que Catalina había regresado desde las sombras del trauma que había padecido durante tantos años.

Después del almuerzo Fernando hizo ademán de despedirse.

—Tengo que cerrar la maleta, el tren sale a las siete. Menos mal que la estación está cerca —dijo.

Catalina se acercó y le abrazó con desesperación.

—No te vayas… Por favor, quédate aquí, no lo podré soportar…

A doña Asunción se le escapó una lágrima y doña Petra hizo un esfuerzo para no llorar.

—No puedo… sabes que no puedo… Allí tengo la librería… Algún día será mía, sabes que llegué a un acuerdo con Sara…

—¡Por favor, te lo pido! —Catalina se había agarrado a él con tanta fuerza que Fernando no era capaz de despegarla de su cuerpo.

—Vendré a verte y tú irás a verme a París… Podríais venir todas… Eso es… venid todas…

—¡Fernando, no te vayas!

—¡Por favor, mamá! ¡No se lo hagas difícil! —le rogó Adela a Catalina.

—Tengo que decirte algo… yo… no te lo he dicho esta mañana, pero te lo digo ahora… Podemos casarnos. Quédate. Nos casaremos y seguiremos juntos. Es lo que siempre has querido, y yo no lo sabía, pero sólo te he querido a ti… —Catalina aguardó expectante esbozando una sonrisa.

Fernando se quedó inmóvil. No se sentía capaz de pensar, de hablar, casi ni de sentir. Llevaba toda su vida esperando que Catalina le dijera que le quería. Pero aquellas palabras ya no suponían nada para él. Habría dado media vida por haberlas escuchado años atrás, pero ahora cuando la miraba sólo sentía una profunda ternura por ella. La quería con toda su alma, pero era un amor en el que ya sólo habitaba la ternura.

—Nos veremos pronto, te lo prometo. —Fue todo lo que se sintió capaz de decir.

—Entonces… ¿has terminado conmigo? —musitó Catalina.

—No, eso nunca, no puedo terminar contigo porque sería tanto como terminar conmigo mismo. Ahora debo regresar a París, te prometo que nos veremos pronto. Te llamaré todos los días por teléfono.

Salió del comedor mientras escuchaba el llanto desesperado de Catalina.

—¡Dios mío, qué he hecho todos estos años! ¡Cómo he podido hacer lo que le he hecho a Fernando!

—Mamá, cálmate… Deja que se vaya a París… Fernando te quiere, no ha querido a nadie en su vida más que a ti… Pero él también necesita recomponerse por dentro como lo has hecho tú, como lo he hecho yo. Lo que ha pasado es difícil para todos, ¿cómo crees que me siento yo? Durante años he creído que Marvin era mi padre mientras quería que mi padre fuera Fernando, y mi padre ha resultado ser alguien por el que sólo siento desprecio. Hoy estoy perdiendo al padre que siempre quise tener.

Adela se dio la vuelta para que su madre no la viera llorar. Sabía que ambas habían perdido a Fernando para siempre.

Fernando estaba cerrando la maleta cuando Adela llamó al timbre.

—Te acompañaré a la estación —le dijo sin darle opción a protestar.

—¿Y tu madre?

—Mi abuela y mi tía intentan tranquilizarla.

—Deberías haberte quedado con ella.

—Necesitaba estar contigo, despedirme de ti… Tengo miedo, Fernando, miedo de que te vayas para siempre. Dime la verdad, ¿por qué vuelves a París?

—Porque aquí no me queda nada y en París me aguardan unos cuantos poetas por descubrir. En Madrid no tendría de qué vivir; en París tengo la librería Rosent, que algún día será mía. Pero aunque no fuera así, lo mismo da, allí puedo seguir editando poesía. Sara me necesita, es muy anciana.

—La quieres mucho.

—Sí, me ha cuidado como una madre, pero lo ha hecho sin imponerse, sin que me diera cuenta. Siempre me ha protegido. Desde que se murió Benjamin no tiene a nadie, sólo le quedo yo.

—¿Sabes?, puede que te moleste lo que te voy a decir, pero he estado pensando que quizá hayas decidido irte por Zahra… Sé que es muy importante para ti.

Fernando acarició el rostro de Adela antes de responder.

—Zahra ha muerto… hace unos días. Sara me llamó desde Alejandría para decírmelo. Un ataque al corazón.

—Yo… no sabía que estuviera enferma…

—Padecía del corazón. Prohibió a Sara que me dijera nada. Así que ya ves que no dejo a tu madre por ninguna mujer, si es eso lo que te preocupa.

—Lo siento. —Adela bajó la mirada.

—No te excuses, no tienes por qué —dijo él.

—Mi madre te quiere, Fernando, siempre te ha querido, pero estaba enferma, todos estos años ha estado enferma sin que ella lo supiera, sin que nosotros nos hubiéramos dado cuenta. Nunca les perdonaré a Marvin y a Farida que permitieran que mi madre destruyera su vida, la tuya y casi la mía.

Pero él no respondió. Se limitó a cerrar la maleta.

El tren esperaba en el andén mientras los pasajeros terminaban de subir buscando sus compartimentos. Adela le ayudó a colocar la maleta, luego se agarró de su brazo.

Cuando escucharon el primer pitido anunciando la salida se abrazaron y Adela rompió a llorar.

La ayudó a bajar al andén, luego subió y se colocó junto a la ventanilla para decirle adiós. Se cogieron de las manos. El tren se puso en marcha y Adela intentó retener unos segundos más la mano de Fernando.

—Dime la verdad, no me mientas, ¿algún día volverás?

—No… no volveré… Moriré en París.