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Madrid, mayo de 1941

El sonido de las campanas sofocaba las voces que llegaban desde la arboleda. Reconoció su voz. Sí, estaba seguro. Era la del americano. ¿Con quién estaba? Sin duda con alguna mujer: a aquella hora y en aquel lugar y después de un buen rato de fiesta…, como en otras ocasiones él mismo se había refugiado bajo los árboles buscando intimidad para poder deslizar la mano sobre el cuerpo de alguna muchacha. Esta vez no. Ahora buscaba la soledad para vomitar. Había bebido demasiado. Le costaba caminar y el vino le subía desde el estómago hasta la boca presionando para ser expulsado.

Se recostó en un árbol. Estaba demasiado mareado para seguir caminando y se dejó caer. Escuchó al americano hablar más alto de lo normal y le pareció ver a alguien ocultándose entre los árboles cercanos.

La cabeza le daba vueltas. Vació el estómago y creyó sentirse mejor así, de manera que se puso de nuevo en pie y se aproximó cauteloso. No quería resultar indiscreto.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

—¿Fernando? —respondió una voz.

El tono apremiante le alarmó. Se acercó tambaleándose y encendió una cerilla que rasgó las sombras de aquel rincón sombrío.

El americano sujetaba entre sus brazos el cuerpo de Catalina. Con una mano le sostenía la cabeza y con la otra le estiraba de la falda intentando tapar sus piernas desnudas.

Ella estaba diciendo algo, pero no alcanzaba a entender sus palabras. Se sujetó al tronco de un árbol observando con atención la escena. Sí, el americano tenía entre sus brazos a Catalina; junto a ellos, en el suelo, las medias…

—¿Qué le has hecho? —preguntó Fernando alarmado.

—Nada…

Se agachó y encendió otra cerilla que iluminó el rostro de la joven. Un moratón le desfiguraba el pómulo izquierdo, tenía la blusa desgarrada y la falda estaba sucia de barro.

—¡Dios Santo! Pero ¿qué le has hecho?

—Nada, no te preocupes, creo que está bien… —contestó mientras le acariciaba el rostro.

Ella abrió los ojos y los volvió a cerrar. Alcanzó a ver una sonrisa en sus labios mezclada con una mueca de dolor. No entendía nada o… sí; empezó a despejarse recordando que había bebido tanto precisamente por culpa de ella.

Habían ido juntos hasta la Pradera de San Isidro, allí se encontraron con los amigos del barrio. Antoñito cumplía años y los había invitado a celebrarlo aprovechando que en aquellos días de mayo se había instalado un soplo de primavera. El padre de Antoñito, don Antonio, era estraperlista. Tenía una tienda de ultramarinos en la que durante la guerra se había podido encontrar algo de comer. Ahora presumía de sus buenas relaciones con los vencedores y por eso Antoñito les había prometido llevar unas cuantas botellas de vino para celebrar sus veinticuatro años. ¿De dónde habría sacado aquellas ristras de chorizo? ¿Y el vino? No es que fuera muy bueno, pero servía para divertirse y olvidarse de la guerra. Ningún joven del barrio se había atrevido a rechazar la invitación. No había familia que no tuviera deudas con la tienda de don Antonio salvo la de Pablo Gómez. Su padre, Pedro Gómez, era funcionario del Ministerio de Hacienda. Antoñito y Pablo decían ser amigos, aunque en realidad no dejaban de rivalizar por cualquier cosa, pero sobre todo por Catalina.

Pensó que no tenía que haber ido; no tenía derecho a divertirse mientras su padre estaba en la cárcel, pero no había tenido valor para decirle a Catalina que no la acompañaría. Quería estar con ella y, además, temía que algún otro se la quitara. Sabía que Pablo y Antoñito estaban al acecho.

Alguien le había dado un vaso de vino; ella al principio se había resistido a beber, pero el atardecer era cálido e invitaba a dejarse llevar. La vio beber dos o tres vasos de vino que la transformaron en otra mujer. Bailó con él y sintió su cuerpo pegarse al suyo, pero después bailó con otros con la misma intimidad.

Sobre todo con el americano. Sí. En realidad, Catalina le había suplicado que la acompañara a la Pradera porque le gustaba el americano. Se lo había dicho tiempo atrás. Y ahora estaba allí, tendida sobre la hierba, borracha, sin medias, con la falda subida dejando sus muslos al descubierto mientras el americano intentaba incorporarla.

—Ayúdame —le pidió el americano.

—¿A qué? Dejadme en paz…

Escuchó la voz de Catalina. Hablaba con dificultad, o eso le pareció.

—Marvin…, no me dejes… me duele mucho… —susurró.

—No te preocupes, no te voy a dejar… pero tienes que hacer un esfuerzo y levantarte… Te llevaré a casa… Fernando, ¿por qué no quieres ayudarme?

No, no quería ayudarle. En realidad, a él también le costaba moverse. Sintió una oleada de rabia. ¿Cómo habían podido hacer lo que habían hecho? Siempre había tenido a Catalina por una chica formal, hasta esa noche no había permitido que nadie se sobrepasara con ella; sabía poner a los chicos en su sitio, incluso a él, pese a que se conocían desde que eran unos críos.

Pero allí estaba medio desnuda en brazos del americano. Era evidente lo que había pasado entre los dos. Notó una punzada en el pecho y tuvo ganas de llorar.

Marvin logró ponerla en pie. La sujetaba por debajo del pecho y tiraba de ella obligándola a andar.

Los miró sin moverse. Las náuseas volvían a invadir su estómago. Que se fueran. Ya nada podía hacer.

—¡Fernando! ¡Fernando! Pero ¿es que no me oyes? Párate…

Habían pasado unos cuantos días desde que fueron a la Pradera. No la había visto desde entonces, en realidad la había evitado. Tampoco había visto a Marvin, pero eso era más fácil. El americano vivía en casa de Eulogio, pero apenas se dejaba ver. Hacía unos meses que había reaparecido y Eulogio le había abierto la puerta de su casa. Su amigo le había explicado que había conocido al americano en el Frente, donde los hirieron a los dos. Eulogio había vuelto antes del final de la guerra porque le habían herido de gravedad precisamente cuando ayudaba al americano. En la batalla del Jarama a punto estuvo de perder una pierna y eso le había convertido en un inválido para siempre. Cuando regresó a su casa, supo por su madre que su padre había muerto en el Frente de Aragón.

Cuando el americano se presentó, no hizo falta que le recordara que se habían conocido en aquel frío mes de febrero de 1937, en aquella batalla desesperada que fue la del Jarama; simplemente, Eulogio le acogió negándose a cobrarle siquiera unos céntimos. Marvin decía ser poeta. Había llegado a Madrid en la primavera del 36 para seguir las huellas de Cervantes, pero estalló la guerra y decidió quedarse en la creencia de que el dolor sería una fuente de inspiración; aun así, terminó haciendo de traductor de algunos periodistas norteamericanos que cubrían la contienda. Aquellos días en el Frente ayudaron a que congeniaran. Luego sucedió lo que sucedió y Eulogio nunca pensó que Marvin fuera a regresar, pero ahí estaba, dispuesto a retomar su Cuaderno de la Guerra Civil Española.

«Es un escritor, un poeta», explicaba Eulogio a los amigos del barrio. «Estuvo en el Frente al principio de la guerra, hacía de traductor, no combatió, pero en el Jarama también le hirieron y se marchó», afirmaba dándose importancia, aunque no tanta como para contar que había sido precisamente él quien había salvado la vida del americano.

Lo que ninguno entendía era por qué había vuelto y, sobre todo, cómo las autoridades franquistas habían pasado por alto que Marvin hubiera simpatizado con la causa de la República. Claro que a Franco poco debía de importarle tener a un americano pululando por las calles de Madrid que ahora eran suyas y en las que nada pasaba sin que llegase a sus oídos.

Fernando pensaba en todo esto mientras Catalina le observaba. Ella no solía interrumpir sus pensamientos. Desde que eran niños respetaba sus silencios y aguardaba hasta que veía algo en su rostro que era la señal de que estaba regresando a la realidad. Sí, se había ensimismado pensando en Eulogio y en el americano, olvidándose de la presencia de ella.

—Me han dicho que has vuelto a pedir el indulto para tu padre. ¿Crees que esta vez se lo darán? —preguntó con interés.

Fernando se encogió de hombros. Esa misma mañana había vuelto a dar dinero a don Alberto García, un abogado del que se decía que tenía mano con el Gobierno para conseguir indultos. Hasta ahora sólo les había sacado lo poco que poseían. Su madre había vendido todo lo que podía ser de algún valor, salvo los libros. No habría podido hacerlo. Aquellos libros que trepaban por las paredes de la casa eran lo que su esposo más quería en el mundo después de a su hijo y a ella. Su marido, Lorenzo Garzo, era filólogo, además de un reconocido editor y traductor que trabajaba dirigiendo la Editorial Clásica.

Fernando soñaba en ser como su padre y trabajar en la misma editorial. Desde niño había puesto atención en todo aquello que le veía hacer y cuando regresaba de la escuela, después de hacer los deberes que le ponía el maestro, aceptaba de buen grado dedicar dos horas más a estudiar inglés con su padre. «Si quieres ser traductor, tienes que dominar el idioma, y como mejor se aprenden los idiomas es cuando uno es aún un niño», le decía su padre. Y él se aplicaba pensando que algún día entraría por la puerta de Editorial Clásica y le tratarían con el mismo respeto y consideración con que trataban a su padre. No concebía oficio más hermoso que el de sumergirse en los mares que forman las palabras.

Fernando había vuelto a ensimismarse. Catalina aguardaba paciente, acostumbrada como estaba a esas «huidas» de su amigo.

—Mi madre me ha dicho que acaba de terminar una labor de ganchillo que a lo mejor podéis vender. Díselo a tu madre, pero sobre todo que no se entere mi padre, ya sabes cómo es.

Sí, lo sabía. La familia de don Ernesto, el padre de Catalina, tenía tierras en Huesca, y, según decían, hasta que estalló la guerra proporcionaban a la familia una buena renta. No es que los Vilamar fueran extraordinariamente ricos o, al menos, no tan ricos como otros, pero hasta el 36 habían vivido desahogadamente. Don Ernesto era un hombre retraído, católico y monárquico que desde el principio de la guerra había simpatizado con los nacionales.

Don Ernesto no había combatido en ningún Frente porque era corto de vista, además había enfermado del hígado al poco de comenzar la guerra y tuvo que guardar cama. Así que había permanecido en Madrid en espera de que el destino se decidiera por la República o por Franco, rezando para que ganara este último, como así sucedió; de manera que en el barrio a nadie le extrañó que acudiera a vitorear a las tropas de Franco cuando entraron en la capital.

—Se lo diré a mi madre —respondió Fernando, volviendo a la realidad.

—Fernando…, lo de la otra noche…

—No me digas nada.

—Estoy enamorada de Marvin. Me casaré con él.

—¿Te lo ha pedido?

—No, aún no… pero se casará conmigo, ¿no crees?

—No creo que ningún chico quiera casarse con una chica fácil.

Catalina le dio un bofetón, le miró con rabia y se le saltaron las lágrimas.

—¿Cómo puedes decirme eso? Yo no soy fácil, lo sabes bien.

—¿Ah, no? Pues yo creo que sólo las chicas fáciles se dejan hacer cualquier cosa por el primero que pasa. Te vi, Catalina, estabas con las medias quitadas, la blusa hecha un guiñapo, la falda… Se te veían los muslos y Marvin tenía sus manos en tus piernas…

—Yo… bueno, aunque no te lo creas, no me acuerdo muy bien…

—¡No me digas! Pues, si quieres, te recuerdo que bailaste con todos, sobre todo con Pablo y Antoñito. Precisamente cuando Pablo se puso pesado contigo me pediste que te lo quitara de encima, y en cuanto me fui a por un vaso de vino, decidiste desaparecer con Marvin, al que habías estado persiguiendo toda la noche.

Se quedó callada intentando buscar una respuesta más para sí misma que para Fernando.

—Ya te he dicho que no recuerdo muy bien lo que pasó… aunque tanto Antoñito como Pablo insistían en bailar conmigo y en que fuéramos a lo oscuro. Yo les dije que no… pero ellos se pusieron tan pesados… Menos mal que pasara lo que pasase, pasó con Marvin.

—¡Así que no te importa lo que has hecho! ¡Debería darte vergüenza!

—¡No me hables así, no te lo consiento!

—¿Y qué harás? ¿Se lo dirás a tu padre? Si se entera, te dará una buena paliza.

—Quiere que me haga novia de Antoñito, dice que es el único del barrio que tiene porvenir —respondió ella apesadumbrada.

—Pues no creo que Antoñito quiera saber de ti si te ha visto revolcarte con Marvin.

—Me da lo mismo si me ha visto o no: Antoñito me da asco, es un baboso. Además, ya te he dicho que pienso casarme con Marvin. Espero que me lleve lejos de aquí. Me gustaría vivir en América. ¿Tú has leído algún poema de Marvin?

—No, no me interesan.

La respuesta la desconcertó. Sabía que a Fernando le gustaba leer y que en su casa había más libros que en cualquier otra. Al fin y al cabo, don Lorenzo era editor y Catalina recordaba lo que solía repetirles a los niños del barrio: «Si no leéis, no entenderéis la vida ni sabréis quiénes sois». Ella nunca había entendido lo que quería decir, pero tanto le daba. La guerra había interrumpido su educación al igual que la de tantos otros niños y jóvenes, aunque su madre se había empeñado en que continuara recibiendo «clases de señorita», y así fue como había aprendido a familiarizarse con las teclas del piano durante unas interminables sesiones en casa de su tía Petra.

«Puede que algún día te sea útil lo que te enseño», le decía su tía, sabiendo que su sobrina no tenía especial talento para la música. Pero aquellas clases las entretenían a las dos. A Catalina le permitía salir de su casa sin que su padre se preocupara y a su tía, parlotear sobre la familia. Se había quedado viuda nada más comenzar la guerra y aunque su marido, que era funcionario, tenía algún dinero ahorrado, la contienda había menguado su patrimonio. Doña Petra no dejaba de lamentarse porque su esposo, sin ninguna necesidad, se hubiera unido a las tropas nacionales y perdiera la vida en el Frente de Aragón. Pero era una mujer resuelta y ahora que había acabado la guerra, intentaba ganarse la vida en aquel Madrid hambriento dando clases de piano y de francés en las Teresianas, un colegio de monjas, donde acudían las hijas atolondradas de estraperlistas y otros sinvergüenzas que buscaban una pátina de respetabilidad presumiendo de la educación que estaban procurando a sus criaturas, mientras el resto de sus conciudadanos apenas podían subsistir.

Catalina sonrió para sus adentros. También ella se estaba perdiendo en sus propios pensamientos. Era lo bueno de estar con Fernando, porque si no querían, no tenían por qué hablar. Podían estar el uno junto al otro en silencio sin necesidad de malgastar palabras. Fernando era muy dado a ensimismarse e incluso a olvidarse de que su amiga estaba a su lado, pero no le importaba, no lo tomaba como una ofensa. No había nadie más leal a ella que aquel chico desgarbado.

Guardaron silencio un buen rato hasta que Catalina se cansó y carraspeó para devolverle a la realidad.

—¿Cuándo sabrás algo del indulto? —insistió.

Fernando se encogió de hombros. No tenía respuesta. El abogado le había pedido paciencia.

—Cuando vayas a la cárcel a ver a tu padre, si quieres te acompaño. Y recuerda que tienes que pasar por casa a buscar los paños de ganchillo de mi madre.

—No creo que tu padre te permita que me acompañes a la cárcel, ya que protesta porque tu madre y tú aún os tratéis con nosotros.

—Ya sabes cómo es… pero no os quiere mal, sólo que cree que tu padre os ha colocado en el bando equivocado.

—¿Y tú piensas como él? —preguntó Fernando con la voz cargada de tensión.

—Yo no sé lo que pienso, Fernando. He pasado mucho miedo durante la guerra, en el barrio casi todos temían que llegaran los nacionales, menos nosotros y pocos más… Y aunque no soy roja como vosotros, tampoco me gustan los franquistas como don Antonio Sánchez y don Pedro Gómez, y mucho menos sus hijos. Claro que Marvin estaba con la República y él tiene más discernimiento que yo, de manera que…

—¡Creía que pensabas por ti misma! ¿Qué te importa a ti lo que piense Marvin? —respondió iracundo.

—Pues claro que me importa, él tiene más elementos de juicio, ve las cosas con más claridad que nosotros. Deberías alegrarte porque Marvin simpatizara con la República. La otra noche me dijo que para España era una catástrofe que la guerra la hubiera ganado Franco.

—Déjame en paz, Catalina, no tengo ganas de aguantarte.

Fernando le dio la espalda y comenzó a caminar hacia la plaza de España, en dirección a la imprenta. En aquel trabajo apenas ganaba unas pesetas; desde luego, insuficientes para mantenerse él y su madre. Había perdido todo. Los ahorros de su padre se habían esfumado en papel de la República, pero aún conservaban la casa. Don Antonio, el tendero estraperlista, le había dicho a su madre que tenía un amigo dispuesto a comprársela. Pero por lo que les ofrecía más les valía regalarla.

Además, ¿adónde podían ir? Pensó que su madre se moriría de pena si tuviera que dejar su casa. Era la que había heredado de sus padres y en la que llevaba viviendo toda su vida. Fernando prefería robar antes que tener que sacar a su madre de entre aquellas paredes que eran su única certeza.

Él trabajaba cuanto podía. Por la mañana, en cualquier obra en la que necesitaran a alguien dispuesto a cargar sacos y hacer los trabajos más duros; por la tarde, en la imprenta, y por la noche todavía encontraba unas horas para estudiar. Quería ser como su padre, pero no estaba seguro de poder conseguirlo. Sabía que los hijos de los rojos no tenían las mismas oportunidades.

Se encontró con Eulogio, quien arrastraba su pierna herida.

—¿Dónde vas tan aprisa? —le preguntó su amigo.

—Hay mucho trabajo en la imprenta —respondió Fernando sin muchas ganas de hablar.

—Pues parece que huyes de alguien. Llevas una cara… —añadió Eulogio, escrutando su rostro.

—¡Qué tontería! ¿De quién iba a huir? No se puede huir de los franquistas, están por todas partes —replicó malhumorado.

—¿Y me lo vas a decir a mí?

Fernando no contestó. Eulogio tenía razón. Cuando su amigo regresó de la guerra tuvo que aparcar su sueño de convertirse en un gran pintor y consentir en buscarse una ocupación que le diera de comer. Así que por el día pintaba y durante la noche trabajaba guardando el almacén de don Antonio, el estraperlista. El tipo le dijo que le contrataba por pena, porque le conocía de toda la vida en el barrio, aun sabiendo que había luchado con los republicanos, y de eso se aprovechaba porque apenas le daba unos céntimos con los que subsistir. Eulogio apretaba los dientes para contener la ira y se decía a sí mismo que cualquier día se iría al monte a unirse a los últimos resistentes, por más que su madre le había pedido que aceptara la derrota: «Hemos perdido la guerra, pero como no hemos muerto y seguimos vivos, tendremos que aguantarnos. Y podemos darnos por satisfechos con que don Antonio no te denuncie por rojo». Aceptó. Lo hizo porque no quería añadir más dolor al dolor de su madre. Así que accedió a vender a don Antonio el piso en que habían vivido hasta entonces y se trasladaron a una buhardilla. Eulogio se consolaba pensando que la buhardilla no estaba mal del todo; había otras peores. Los techos no eran demasiado bajos y al menos tenía tres habitaciones, además de la cocina, y desde las ventanas podían ver los muros del Convento de la Encarnación. Suficiente para su madre y para él.

—Hay mucho sinvergüenza suelto… Don Antonio se está haciendo con el barrio: compra por cuatro perras las casas y las revende por una buena cantidad. Ten cuidado, que tiene echado el ojo a tu casa. Ya ves lo que me pasó a mí —continuó diciendo Eulogio.

—Te dije que aguantaras —le recordó Fernando.

—¿Y dejar que mi madre se muera de hambre? Aún tengo que estar agradecido porque me dé trabajo en el almacén como guarda nocturno. Si vieras todo lo que tiene… No sé de dónde lo saca, pero cada día llega alguna camioneta con chatarra. Se está haciendo de oro.

—Su mujer nos engañó a todos. Decía que no sabía dónde estaba su marido y claro que lo sabía: siendo falangista, solo podía estar en el Frente pegando tiros. Se rumorea que, cuando llegaba a los pueblos, le gustaba participar en los fusilamientos de los antifascitas.

—Sí, sí que ha sido lista. Logró mantener la tienda de ultramarinos y se dedicó a prestarnos a todos haciendo firmar pagarés. Además, juraba que no sabía nada del marido cuando venían los de los comités obreros. Engañó a todos fingiendo ser la mujer abandonada y renegando del marido. Pero ya viste que cuando él regresó, le recibió con los brazos abiertos.

—Estaban de acuerdo. Él la aleccionó bien, debió de decirle que la única manera de que no perdieran la tienda era que jurara que la había abandonado. Y la gente del barrio se portó de maravilla, porque podían haber dicho a los de los comités que la tienda era de un falangista.

—Pero nadie lo hizo, Fernando; supongo que porque, a pesar de todo, los conocemos de toda la vida. Aunque he de decirte que a mi pobre padre nunca le cayeron bien.

—Es que se los veía venir… menuda gentuza.

—Bueno, pero ahora don Antonio es mi jefe, ya me ves haciendo de guarda de almacén.

—¡Menudo guarda estás hecho!

—¿Y cómo quieres que me gane la vida? —respondió, dolido por el comentario de Fernando.

Eulogio tenía veintiocho años, le sacaba tres a Fernando, pero siempre se habían llevado bien. Incluso se habían ido juntos al Frente en los primeros días de la guerra, cuando las tropas de los nacionales pugnaban por hacerse con la capital. Aquélla fue la única ocasión en la que Fernando había discutido con su padre por marcharse al Frente sin decírselo.

Lorenzo Garzo creía que era su deber como republicano luchar para defender los valores de la República. Fernando quiso imitarle, de ahí que sin consultárselo se hubiera unido a Eulogio y a otros amigos que espontáneamente habían decidido echar una mano a los milicianos que luchaban para parar el avance hacia Madrid de las tropas nacionales. Sólo recordaba el caos y la confusión. Aquélla fue la primera vez que tuvo un arma en la mano. Pero el enemigo no estaba cerca, de manera que no sabía si los disparos se perdían o hacían blanco.

Cuando su padre se enteró, le reconvino y le negó el permiso para volver al Frente diciéndole: «Fernando, tú no matarás», y como él insistió, entonces su padre, muy serio y señalándole con el dedo, le volvió a repetir: «No matarás, hijo, tú no matarás. Porque ningún hombre vuelve a ser el mismo después de haber quitado la vida a otro hombre». Se plegó a las palabras de su padre aceptando participar en la guerra formando parte de la organización «Cultura Popular». Se jugaba la vida llevando hasta las trincheras periódicos y libros, además de ayudar a surtir a las bibliotecas y hospitales y alimentar la propaganda del Frente Popular.

A don Lorenzo, el padre de Fernando, le gustaban los cuadros de Eulogio y solía alabar su talento artístico. Fernando había hecho suyas las opiniones de su padre; además, había encontrado en el pintor a alguien con quien poder hablar y, sobre todo, lamentarse sin temor a ser denunciado. ¿De dónde habían salido tantos franquistas? Él siempre había pensado que en Madrid casi todos eran republicanos y por eso la ciudad había resistido hasta el final. Pero ahora había franquistas por todas partes y cualquier palabra que pudieran interpretar como de reproche al Régimen tenía consecuencias inmediatas. Lo que más se temía en aquellos días era que alguien te denunciara a las autoridades por haber estado del lado de la República. El general Mola había dicho la verdad cuando amenazó con «la quinta columna».

—¿Por qué no intentas vender alguno de tus cuadros? —preguntó Fernando.

—Esta gente no entiende de arte —respondió su amigo.

—¿Qué gente?

—Pues los que han ganado, los que ahora mandan. Marvin me ha prometido llevarse algún cuadro a París cuando se vaya. Si no fuera por mi madre, yo también me iría… Allí comprenden a Picasso, a Braque, a Miró… Los reverencian y compran sus pinturas.

—¿Marvin se va?

—Bueno, no inmediatamente, puede que dentro de un mes. Dice que desde que está aquí apenas puede concentrarse. Mi madre me ha explicado que se pasa la noche escribiendo y le oye maldecir y romper lo que escribe. La situación no le inspira.

—Pero ¿qué clase de poeta es?

—No sé… pero en París han publicado algunos de sus poemas en dos antologías de poetas jóvenes y ahora está escribiendo un Cuaderno de la Guerra Civil Española.

—No me gusta tu amigo —confesó Fernando.

—Lo que no te gusta es que Catalina se haya colado por él. Estás celoso, Fernando, se te ve a la legua. Pero Marvin no tiene la culpa de que las chicas se lo rifen, y mucho menos Catalina. Pero no te preocupes, en cuanto él se vaya, ella volverá a ti, no tiene otro más cerca que merezca la pena. Pablo Gómez también bebe los vientos por ella. Menudos aires se da Pablito porque su padre trabaja en un ministerio. Pero Catalina no le hace ni caso. Yo que tú no me preocuparía porque… —De repente Eulogio guardó silencio.

—¿Qué?

—Nada, nada. En cualquier caso, Marvin es un tío guapo que aunque no presume de tener nada, se le nota que viene de buena familia. Mira la ropa que lleva…

La sinceridad bruta de Eulogio le dolió, aunque sabía que no hablaba así para ofenderle. Simplemente era incapaz de ninguna doblez y eso le impedía medir lo que decía.

—¿Crees que el americano gusta a todas las chicas? —preguntó expectante.

—¿Es que no te has dado cuenta? Le encuentran… No sé… diferente. Él les habla de cosas abstractas: la belleza, el sufrimiento, la amistad, el compromiso… ¡Qué sé yo! Y no es para engatusarlas. Además, tiene ese aire de hombre atormentado que a las mujeres les despierta un deseo irrefrenable para sacarle de su infierno interior. Reconoce que el tío es guapo. ¿Cuántos españoles conoces que sean rubios y tengan los ojos azules? Y alto, también es alto. Las chicas de aquí nos tienen muy vistos, Fernando. Tu Catalina se ha prendado de él como todas las demás.

—No es «mi» Catalina. Somos amigos desde niños, ya lo sabes.

—Sí, pero tú no la ves como una hermana. Has estado enamorado de ella desde que erais pequeños. Te recuerdo cuando eras un crío, siempre pendiente de ella. Si se caía, ibas a ayudarla y cargabas con sus libros camino de la escuela. Chico, si es que no lo puedes disimular, estás colado hasta las cachas. En el barrio siempre hemos dado por supuesto que Catalina y tú os terminaréis casando. Además, aquí no hay otro mejor que tú por más que su padre quiera casarla con Antoñito. Creo que ella preferiría meterse a monja antes que casarse con el hijo del estraperlista. Menudo sinvergüenza, de tal palo tal astilla; ahora anda ayudando a su padre con el negocio. No los soporto… con ese bigote ridículo que llevan. Pero ya ves, les tengo que estar agradecido por darme trabajo en vez de denunciarme a los falangistas.

—Se aprovechan de ti —replicó Fernando.

—Claro, pero yo también procuro aprovecharme de ellos. Cuando puedo, les birlo algo. Hoy he cogido un poco de harina y unas lentejas, además de unos cuantos cigarrillos —respondió Eulogio muy ufano mientras le ofrecía un cigarrillo que Fernando rechazó.

Se había entretenido demasiado y llegaba tarde a la imprenta. Al despedirse, acordaron que por la noche Fernando subiría a la buhardilla de Eulogio a fumarse el cigarro prometido.

Llegó apenas con un minuto de retraso. Disfrutaba de su trabajo en la imprenta. Era lo más parecido a la labor de edición y mucho mejor que acarrear ladrillos o manejar las poleas como hacía por las mañanas. Tenía las manos agrietadas, y le dolía mucho la espalda. Pero no se quejaba. No quería que su madre sufriera, bastante padecía ya por la suerte que pudiera correr su padre.

Cuando regresó a casa por la noche se encontró en el portal con Marvin. El americano le tendió la mano y no supo negársela.

—La otra noche te fuiste y me habría venido bien que me echaras una mano con Catalina.

—Oye, déjame en paz, allá vosotros con vuestros asuntos —espetó enfadado.

Marvin le miró sin dar importancia a su malhumor y le ofreció un cigarrillo. Fernando dudó si rechazarlo, pero era un pitillo americano. Lo aceptó.

—¿Cómo va lo de tu padre? —se interesó Marvin.

—Igual.

—Están fusilando a mucha gente, ojalá tu padre se salve.

Fernando tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el zapato. No podía soportar que nadie pusiera en entredicho la suerte que podía correr su padre.

—No le fusilarán —exclamó airado.

—Es difícil vivir aquí… Este país no es lo que era. Recuerdo los primeros meses de la guerra… Todo era distinto.

—¿A qué viniste a España? —preguntó Fernando con curiosidad; era la primera vez que estaban a solas.

—España es la tierra de Don Quijote y de Lope de Vega, de Santa Teresa, Góngora, Jorge Manrique… Además, no quería perderme lo que estaba pasando aquí. Creo que mis mejores poemas son de aquellos días…

—¿Mandabas poemas a algún periódico?

—No, hice de traductor aunque también envié algún artículo, pero en cuanto tenía un momento escribía para mí. Luego…

—¿Luego qué?

—Fui al Frente en unas cuantas ocasiones…, era algo que no tenía previsto. Pero un amigo me pidió que hiciera de traductor de unos periodistas norteamericanos. No imaginas lo que pasó en el Jarama… Los nacionales atacaban por todos los flancos, un tipo me puso en las manos un fusil diciéndome: «Dispara, aquí no necesitamos espectadores». Pero no pude disparar. Habría sido una contradicción, un poeta no dispara. Eulogio me ha dicho que tú también estuviste en el Frente, que llevabas periódicos y libros a los combatientes… que formabas parte de la organización «Cultura Popular». Conocí a otros milicianos que durante la guerra también luchaban en el «frente cultural»…

—Pero tú no te quedaste toda la guerra —dijo Fernando con tono de reproche desviando la conversación porque no quería hablar de sí mismo.

—No, no lo hice. Me hirieron aquel mismo día… Eulogio me salvó y… además tuve que tomar una decisión: si continuaba aquí, era para matar y olvidarme de la poesía. Eso me convertiría en otro hombre; de hecho, ya me había convertido en alguien que no quería ser. Tuve esa excusa, Fernando, me habían herido, así que me marché.

—¿Y para qué has vuelto?

—Porque tengo que terminar mi Cuaderno de la Guerra Civil Española. No he dejado de pensar en que si regresaba, volvería a encontrar la inspiración y me perdonaría a mí mismo haberme ido.

—¿Lo has conseguido?

—No del todo. Por eso he decidido marcharme otra vez.

—¿Para siempre?

—Quién sabe… no lo sé. Pero siento que debo volver a Francia. Eso es lo único que sé.

—¿Adónde? Los nazis la han ocupado. ¿Por qué no vuelves a tu casa?

—¿A Nueva York? No, no tengo nada que hacer allí. Todo lo importante que pasa en el mundo transcurre en Europa, al menos ahora, y no quiero perdérmelo. París es la capital del mundo, Fernando. Deberías ir.

Fernando se rio con amargura. ¡Ir a París! Tuvo ganas de decirle a Marvin que era un estúpido. ¿Cómo podía ocurrírsele que él pudiera ir a París? Nunca podría siquiera permitirse soñar con aquel viaje. Su único anhelo era conseguir la libertad de su padre y ganar lo suficiente para mantener a su madre. Además, cuando su padre saliera de la cárcel no podría volver a trabajar como editor. Los nacionales no iban a confiar la edición de los libros a los republicanos.

—Sí, puede que algún día vaya a París —respondió por decir algo.

—A pesar de los nazis, creo que intentaré ir a París —dijo Marvin más para sí mismo que por responder a Fernando.

—Bueno, los norteamericanos no estáis en guerra con ellos.

—Pero lo estaremos, estoy seguro —replicó Marvin.

Se despidieron. Fernando no tenía ganas de seguir hablando con el americano y además Isabel, su madre, le esperaba para cenar. Un caldo hecho con un hueso que apenas daba sabor y un puñado de arroz.

—He pensado en ponerme a trabajar —le dijo su madre.

—¿Trabajar? ¿Tú? No, no es necesario. Saldremos adelante.

—Me han hablado de la familia de un farmacéutico que necesita a alguien que eche una mano en casa —continuó diciendo su madre como si no le hubiese escuchado.

—¡No! Quítate esa idea de la cabeza, no irás a fregar a casa de nadie. Además, ¿quién es ese farmacéutico que puede pagar a alguien para que limpie su casa?

—Pues al parecer está muy bien relacionado. Tiene cinco hijos y su esposa no da abasto. Necesita a alguien que le ayude. Puedo hacerlo, Fernando. Iré unas horas, nos vendrá bien el dinero.

—No, madre, no. De ninguna manera, no consentiré que te humilles así.

—¿Humillarme? ¿Crees que trabajar es humillarse? No tiene nada de humillante fregar, planchar o cocinar. Es lo que sé hacer —respondió su madre con una mueca que quería ser una sonrisa.

—No tiene nada de malo, claro que no, pero ya lo haces en casa, y cuando padre regrese, te necesitará aquí. ¿Crees que soportaría saber que trabajas para un franquista? Ya está sufriendo bastante y eso le dolería. Además, ¿quién te ha hablado de ese trabajo?

—Don Bernardo.

—¡Vaya con el cura! Que se meta en sus asuntos y nos deje en paz.

—Es un buen hombre, se preocupa por todos los feligreses y… bueno, lleva tiempo preguntándome por qué ya no vas a la iglesia.

—Dile la verdad: no soporto la bandera nacional colocada en el altar, ni tampoco a esa gente que le hace tantas reverencias, y mucho menos que en la misa haya que rezar por Franco. Además, los curas son todos fascistas.

—Pero ¡qué dices! Eso no es verdad, hay de todo, como en todas partes.

—¿Conoces muchos curas que hayan apoyado a la República?

—¡Sé prudente, Fernando! No te comportes como un chiquillo, los nacionales nos han ganado, aceptémoslo.

—No pienso aceptarlo. Me callaré hasta que regrese padre.

—Y luego ¿qué crees que podrás hacer? ¿Te jugarás la vida por criticar a Franco? ¿Eso es lo que pretendes? ¿Piensas que merece la pena? Tu padre no te lo permitirá.

—Mi padre se ha jugado la vida por la República y no se arrodillará ante los fascistas.

—Tu padre siempre mantendrá la dignidad, pero no podrá hacer nada, nada, aunque quiera.

Se quedaron en silencio. Fernando no deseaba discutir con su madre, pero sabía lo tozuda que era y sería difícil convencerla para que no aceptara aquel trabajo recomendado en casa del farmacéutico.

—Buscaré otro trabajo —le propuso a su madre.

—¡Ni hablar! Tienes que ser editor y traductor, lo mismo que tu padre y tu abuelo. ¿Es que pretendes añadir más amargura a tu padre? Por nada del mundo querría que dejaras de intentarlo.

—Pero ¿es que no te das cuenta? Abre los ojos, madre; durante la guerra formé parte de «Cultura Popular», fui un miliciano de la cultura en el Frente y no me permitirán editar libros, no me permitirán ser nada más que lo que soy, un obrero por las mañanas y un linotipista por las tardes. Y no seré más que eso.

—Cuando vuelva tu padre se arreglará todo y ya verás como encontraremos el medio para que te hagas editor. Quizá don Bernardo nos ayude. Él puede avalarnos, decir a las autoridades que somos personas decentes. Ya ves que nos está ayudando.

—¿A qué? ¿A recomendarte como fregona?

—Mira, Fernando, todos los trabajos son dignos y no tengo que estar en esa casa todo el día, tan sólo hasta la hora de comer. Iré a las siete y a las tres estaré de vuelta. Ni te enterarás. Pero no me pidas que me quede cruzada de brazos mientras te veo reventarte a trabajar… Cada día estás más delgado… No puedo verte así, hijo mío… Además, no nos queda nada por vender. Lo que gane servirá también para pagar al abogado… Anda, no discutamos.

Tuvo que rendirse. Sabía que su madre le seguía viendo como a un chiquillo al que proteger. Sintió rabia y pena. Rabia por no ser capaz de mantener su casa. También odio, un odio profundo por los franquistas que tenían encarcelado a su padre y habían arruinado sus vidas. Su madre no se quejaba, pero él no podía dejar de lamentarse por el futuro que les habían arrebatado.

—¿Cuándo tienes que ir? —le preguntó rendido.

—Mañana. Comienzo a trabajar mañana. Todo irá bien.

—Son nacionales —respondió Fernando con repugnancia.

—¿Y ahora quién no lo es? ¿Crees que alguien se atrevería a decir lo que piensa? Eso se ha acabado, Fernando, hazte a la idea. Las cosas que te enseñaba tu padre… bueno, no es que las tengas que olvidar, pero tendrás que guardarlas para ti.

—Te acompañaré. Así sabrán que no estás sola.

Su madre sonrió conmovida mientras le cogía una mano apretándosela levemente.

—Anda, vete a fumar un cigarrillo con Eulogio antes de que se vaya a trabajar.

—No, hoy no subiré. Ah, Catalina me ha dicho que su madre ha hecho unos paños de ganchillo que nos podría dar para vender. A lo mejor don Antonio los quiere comprar.

—Nos vendrá bien, pero… no le llames «don Antonio», al menos cuando estemos solos. Ese hombre no merece el «don», y no porque antes sólo fuera un simple tendero…

—Entonces ¿por qué? ¿Porque no tiene estudios?

—Además de por eso, porque es un sinvergüenza como todos los estraperlistas. Se ha hecho rico arruinándonos a los demás. A poco que pueda nos echará de esta casa.

—No le dejaré, madre, te juro que no le dejaré.

Se dieron una tregua a través de la lectura: Fernando enfrascado en el Viaje del Parnaso de Miguel de Cervantes e Isabel en la poesía.

—¿Qué lees, madre?

—«Es hielo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado…» ¿Sabes de quién es? —preguntó ella sonriendo.

—No…

—Francisco de Quevedo. Es un poema que me gusta especialmente; se titula «Definiendo el amor».

—Eres una romántica, madre.

En Madrid refrescaba por la noche. La tos persistente de su madre no le permitía conciliar el sueño y había estado pensando que debía hacerse con una manta para el invierno al menos para ella. Era un sueño vano. No tenían dinero. Tampoco les quedaba mucho por vender, salvo los somieres de las camas, un par de sillones de orejas, las sillas y la mesa del comedor. Su madre había dicho que podían dormir en el suelo, pero que comer debían hacerlo como las personas. Además, cuando su padre volviera, necesitaría una mesa donde sentarse a escribir. Y si no conseguía trabajar en alguna editorial, acaso podría ganarse la vida dando clases particulares. Sí, eso se lo tendrían que permitir, no podían condenarlos a morir de hambre, aunque en realidad hambre no habían dejado de pasar desde que comenzó la guerra.

Fernando no podía olvidarse de su padre.

—¿Qué se siente al matar? —le había preguntado en el transcurso de una de sus cortas visitas desde el Frente.

Notó que se le crispaba el gesto y apretaba los puños después de cerrar los ojos y respirar hondo, como si necesitara llenar de aire los pulmones para responder.

—Nada. Eso es lo peor, que no se siente nada. Pero tú no matarás, Fernando, no lo harás. Cuando matas no sientes nada, el infierno viene después.

—¡Dios mío, Lorenzo, qué cosas dices! —exclamó su madre mientras le miraba enfadada.

Después su padre había vuelto al Frente para regresar derrotado.

Cuando en noviembre de 1936 el Gobierno de la República se trasladó a Valencia, su padre le convenció para que desde allí continuara en el «frente cultural». Al cabo de un año, Fernando regresó a Madrid porque la tuberculosis, y no una bala, casi acaba con su vida. Fue un milagro que se salvara. En realidad el milagro lo hizo posible su madre cuidando de él sin importarle el peligro de contagio.

En la capital los días transcurrieron pendiente del ruido de las bombas y los partes militares informando que el Ejército franquista acechaba Madrid, pero que la República resistiría. Él siguió las noticias en la cama, sin poder salir de casa. Luego se extendió el rumor de que el coronel Casado estaba negociando la rendición, y un día se encontraron con que las tropas de Franco entraban en Madrid.

Desde que terminó la guerra, Lorenzo Garzo estaba en la cárcel y pesaba sobre él una condena a muerte. Fernando y su madre confiaban en conseguir un indulto que lo devolviera a casa.

Apenas logró conciliar el sueño. Sabía que su madre tampoco dormía, pero los dos guardaban silencio. Sin esperar las primeras luces del día se levantó. No había mejor reloj que las campanas del Convento de la Encarnación. Su madre solía oír misa allí además de en la de Santiago o en otra iglesia cercana, la de San Ginés, donde Quevedo recibió las aguas bautismales y Lope de Vega se había casado. Además, contaba con cuadros excepcionales, uno de El Greco, y otros de Luca Giordano, Francisco Ricci y Alonso Cano.

Con cuidado de no hacer ruido, entró en el cuarto de baño. El agua fría de la ducha le despejó. Pensó que casi era un lujo vivir en aquella casa con un aseo que no tenían que compartir con nadie. Desde que Eulogio se había trasladado a una de las buhardillas se lavaba en una palangana o en el exiguo lavabo junto al excusado. Sí, se sintió afortunado por disponer de aquel pequeño cuarto de baño que su padre se había empeñado en instalar cuando la guerra aún no se había asomado a sus vidas. De repente tuvo una idea y se echó a reír. Quizá podían alquilar el baño por unos céntimos. Eulogio le había contado que el americano era muy sufrido y se había adaptado a las incomodidades de la buhardilla, pero que de vez en cuando se quejaba de no poder darse una ducha como Dios manda.

Cuando Eulogio regresara de vigilar el almacén de don Antonio, subiría a decirle que estaba dispuesto a alquilarle la ducha al americano. Si él quería ducharse, no le cobraría, eran amigos, pero el estadounidense bien podía pagar, los americanos tenían dinero, aunque en realidad no entendía por qué Marvin había optado por vivir en la buhardilla de Eulogio cuando bien podía haberse instalado en una buena pensión.

No desayunó porque no había nada que desayunar, salvo restos de un poco de malta que prefería dejar para su madre.

—Fernando, no te vayas sin desayunar —le pidió Isabel.

—Es muy pronto, madre, aún puedes descansar un rato más.

—Son las cinco y media y me tengo que preparar. No estaría bien que llegara tarde el primer día de trabajo.

Fernando se vistió y aguardó a que su madre estuviera lista para poder acompañarla. Cuando salieron a la calle, ella le agarró del brazo. Caminaron deprisa. Llegaron a la casa del farmacéutico antes de las siete.

Les abrió la puerta una mujer vestida con un traje negro y un delantal blanco con ínfulas de criada de casa bien.

—Doña Hortensia la está esperando, hay mucho por hacer. ¿Y éste quién es? —preguntó la criada.

—Mi hijo Fernando.

—Pues que se vaya.

—Sí… Bueno, hijo, vete, ya nos veremos luego en casa.

—Quiero saludar a doña Hortensia —respondió Fernando, empecinado en no marcharse sin antes dar el visto bueno a los dueños de la casa.

—¡Mira el chico!, ¿con exigencias? ¿Crees que doña Hortensia va a perder el tiempo en saludarte? Anda, vete antes de que salga y os despida a ti y a tu madre.

Un hombre en la edad madura se plantó en medio del recibidor. La criada carraspeó incómoda, pero Fernando le sostuvo la mirada.

—¿Y ustedes son…? —preguntó el hombre.

—Fernando Garzo y ésta es mi madre…

—Ya, ¿y qué quieren?

—Es la planchadora, don Luis —intervino la criada.

—¡Ah!, ya… sí, mi mujer me había dicho que iba a venir alguien para planchar y echar una mano en la cocina… ¿Cómo se llama usted?

—Isabel —respondió azorada la madre de Fernando.

—Bueno, pues pase, mi mujer lleva ya un rato atareada con la casa. Y usted, joven, supongo que se marcha…

—Sólo he venido a acompañar a mi madre y a saber dónde va a trabajar.

El hombre llamado don Luis le miró de arriba abajo. Por un momento Fernando pensó que le iba a echar de malas maneras, pero don Luis le dio una palmada en la espalda mientras le indicaba la puerta.

—Con mi familia queda en buenas manos. Muy considerado de su parte cuidar de su madre. Ande, vaya a hacer lo que sea que haga.

Fernando se marchó diciéndose que quizá aquélla no fuera una mala casa, pero no había llegado a la calle cuando ya maldecía su mala suerte. Aquel hombre había ganado la guerra y debía de ser un gerifalte del Régimen para permitirse tener una criada en casa y además contratar a otra mujer, a su madre, para cocinar y planchar. Sintió una oleada de odio. Su padre estaba en la cárcel sólo por ser republicano, y su madre, su querida madre, se veía abocada a tener que servir en aquella casa. Escupió en el suelo. Era su manera de dejar escapar su amargura.

Cuando llegó a la obra, su jefe le recibió con un empellón.

—Llegas tarde —le reprochó.

—De eso nada, Pascual, aún no son las ocho.

—¿Y cómo vamos a levantar España si no trabajamos? No seas gandul y ponte a llevar esos sacos de cemento allí donde está Pepe… Seguro que has estado toda la noche con los libros. ¡Mira tú el señorito que quiere ser editor! Sólo sirves para cargar, chaval. Deberías estar agradecido porque no te encierren como a tu padre.

Fernando optó por no responder. ¿Para qué iba a hacerlo? Pascual era un bruto, apenas sabía leer y creía que a un hombre le bastaba con la fuerza. Había combatido con los nacionales y le gustaba pavonearse del número de rojos que había matado en el Frente, además de a los que había dado el paseo. Al escucharle, algunos de los hombres que trabajaban en la obra apretaban los dientes. No se podían dar el lujo de replicarle. Bastante habían conseguido con encontrar trabajo en aquella obra que les permitía subsistir. Era mejor guardar silencio. El silencio formaba parte del castigo de los perdedores.

—No te hagas mala sangre, chico —murmuró uno de aquellos hombres cuando Fernando le entregó un saco de cemento.

A las dos y media se fue a casa. Ansiaba encontrarse con su madre y que le explicara cómo había transcurrido su primer día de trabajo. Apretó el paso. Además, también iba pensando en proponerle a Eulogio el negocio de la ducha.

Se encontró con su madre en el portal. La vio contenta, por más que su rostro denotara cansancio.

—Parece buena gente. Doña Hortensia es muy amable, exigente, eso sí, pero no tienes que preocuparte.

—¿Y el marido?

—Ya le viste, don Luis es farmacéutico. Me he enterado de que conoce a gente importante que le tiene mucho aprecio.

—Es un abuelo.

—Bueno, es mayor que su mujer, le lleva unos cuantos años. Ella tiene poco más de treinta y él… me parece que debe de rondar los cuarenta.

—¿Y sus hijos?

—Cinco, de todas las edades, pero doña Hortensia lleva la casa como si fuera un cuartel.

—¿Te han dado de comer?

—No… Les he hecho la comida, unas lentejas y una tortilla de patata.

—Pues te podrían haber dado un huevo.

—No tienen por qué.

—Menuda gentuza —concluyó Fernando.

—Por favor, hijo, no quiero que hables con tanta amargura —le pidió su madre.

Fernando encontró a Eulogio recién levantado. Su amigo había echado una cabezada, pero ya se disponía a ponerse delante del cuadro que estaba pintando. Le escuchó con interés cuando Fernando le propuso cobrar al americano por ducharse en su casa.

—Ha salido, pero en cuanto venga se lo diré. Seguro que acepta. ¿Tu madre está de acuerdo?

—Cómo no va a estarlo. Eso sí, le diremos que no malgaste el agua.

—Claro, claro… Oye, yo te acepto el ofrecimiento de bajar a tu casa a ducharme gratis. Me vendrá bien hacerlo aunque sea una vez a la semana. ¿Qué tal con Pascual?

—Me tiene frito, le caigo mal.

—Pues te tienes que aguantar. Es el jefe de obras y se aprovecha de los que trabajáis allí porque sabe que muchos habéis sido republicanos. Y suerte con que os dé trabajo en vez de denunciaros.

—Estoy harto de él. Siempre con la camisa azul para que no haya dudas de lo que piensa. Además, se aprovecha de que mi padre sea republicano y esté encarcelado, y me paga menos que a otro joven que hace lo mismo que yo, pero que su padre es falangista de primera hora.

—Ya te he dicho que te tienes que aguantar. No me dejes mal. Me costó mucho convencer a don Antonio para que hablara con él y te dieran un trabajo. Tú no le gustas a don Antonio, pero yo tampoco. Si me soporta es porque sabe que yo sé que es un sinvergüenza, lo mismo que su amigo el capataz que se dedica a robar material de la obra que luego le vende a él a bajo precio. Pero ahora mismo hay tantos desgraciados como nosotros buscando trabajo por unos céntimos… Mira a tu alrededor, Fernando, hasta los nacionales pasan hambre.

—Algunos más que otros.

—¡Pues claro! Pero no te engañes, son más los que lo pasan mal. Siempre hay listos como don Antonio. Pero qué le vamos a hacer. Él ha ganado la guerra.

—Somos unos tontos por llamarle «don Antonio». Antes era «Antonio el de la tienda», ahora le hemos puesto el «don».

—Se lo ha puesto él y hay que seguirle la corriente. Es él quien nos fía para echar algo al puchero. Y aunque es un malnacido, a mí me ha dado trabajo y tú lo has encontrado por mí, pero indirectamente por él.

—¡Pero si te ha echado de tu casa! ¡Mira cómo vives!

—Hemos perdido, Fernando, acéptalo. Ya te lo explicará tu padre cuando salga de la cárcel. Don Antonio ha pasado de tener una tienda de ultramarinos a comprar y vender de todo. Listo que es, qué le vamos a hacer…

—Bueno, me marcho a la imprenta. Ya me dirás si el americano acepta pagar por ducharse.

Aunque maldecía su suerte, Fernando disfrutaba como linotipista. Llevaba más de un año trabajando, pero había puesto tanto empeño en aprender que don Vicente, el jefe de la linotipia, a pesar de que se mostraba severo, de cuando en cuando le daba una palmada en la espalda. En cuanto a don Víctor, el dueño de la imprenta, aunque no podía negar que con él se había portado bien, no por eso dejaba de irritarle saber que era un hombre de derechas.

—Tienes mano para este oficio —le dijo aquella tarde su jefe.

Sí, tenía buena mano para la composición, incluso se había atrevido en un par de ocasiones a hacer alguna sugerencia para ahorrar papel.

En aquella imprenta se hacía de todo, desde libros hasta material de propaganda del Régimen. En ocasiones se preguntaba si no estaría traicionando a su padre cuando ayudaba a imprimir aquellos panfletos que cantaban las excelencias de Franco.

Marvin aceptó pagar por la ducha. Isabel cedió resignada. Unos céntimos diarios les serían de gran ayuda, y el americano parecía un buen chico. Le darían una llave para que entrara en la casa no sólo porque no desconfiaran de Marvin, sino porque aunque hubiese querido, no habría podido robar nada.

La vivienda era amplia, con tres balcones a la calle: el vestíbulo, el comedor y la sala de estar, que antaño era confortable, pero ahora estaba casi vacía. Dos puertas correderas permanentemente abiertas daban a un pequeño cuarto, al que llamaban «despacho», cubierto por estanterías del suelo al techo con los preciados libros del cabeza de familia. Un par de habitaciones, además de la cocina y el baño, completaban las estancias del piso.

Algunas veces Isabel imaginaba el momento en que Lorenzo, su marido, regresaría a casa. Llegaría exhausto después de tanto tiempo encerrado en la cárcel careciendo de todo. Ella le explicaría que había tenido que vender los muebles, pero que al menos habían conservado la mesa y el sillón del despacho. Lo demás, el perchero y el velador de la entrada, el aparador del comedor, los cabeceros de las camas… habían dejado de pertenecerles. Sabía que Lorenzo la abrazaría y le diría que no tenía que preocuparse, que aquellos muebles eran sólo objetos, por muy queridos que fueran para ellos. Dejaría vagar la mirada por las estanterías y suspiraría en silencio al comprobar que habían conservado sus libros. Para un hombre como Lorenzo, amante de la literatura, los libros eran parte de su alma, no se podía entender a sí mismo sin ellos. Sí, acariciaría los lomos de las novelas de Cervantes, se recrearía en los poemas de Góngora, sonreiría al ver los viejos tomos de Calderón y suspiraría aliviado al comprobar que allí seguía el Romancero gitano de Federico García Lorca y tantos y tantos otros libros que habían ido conformando su vida y su manera de ser. Y seguramente, contendría una lágrima cuando viera que encima de la mesa de su despacho seguía abierto aquel libro de poemas tal y como lo dejó, en la misma página en la que se podían leer unos versos de Gómez Manrique:

Yo parto de vos, doncella,

fuera de mi libertad;

yo parto con gran querella

de vuestra pura bondad.

Yo parto con gran tormento

por esta triste partida,

e llevo tal pensamiento

que fará corta mi vida.

Isabel anhelaba que el momento del regreso se hiciera realidad. Tenía que serlo. Luchaba para ahuyentar la pesadilla que la visitaba durante las brumas de la noche. Siempre la misma. Veía a su marido despedirse de ella, pero no alcanzaba a escuchar sus palabras. Luego un ruido ensordecedor y el cuerpo inerte de Lorenzo caído en el suelo. Muerto. Cuando llegaba a ese punto del sueño se despertaba gritando.

Fernando se acercaba a ella y la abrazaba sin decirle nada. No hacía falta. A él también le visitaban los fantasmas.

Isabel terminó de peinarse. Se miró en el espejo y sonrió con tristeza. Su cabello castaño empezaba a salpicarse con alguna cana. No se engañaba. Su juventud se había evaporado durante la guerra. Las arrugas cruzaban el rostro endureciéndole el gesto. La piel de sus manos se había vuelto áspera y la extrema delgadez, fruto del hambre, le restaba cualquier atractivo. Pero estaba segura de que Lorenzo seguía queriéndola de la misma manera que ella amaba con desesperación el cuerpo escuálido y torturado de su marido, y no prestaba atención a su calvicie prematura, ni a los ojos hundidos, ni a los dedos retorcidos a causa de la artritis y del frío que había pasado durante los años de la guerra.

Ella seguía viendo en su marido al muchacho serio y aplicado que perdía la noción del tiempo traduciendo a Shakespeare, a Oscar Wilde, Daniel Defoe o Walter Scott y que la miraba asombrado de que se hubiera fijado en él, una chica que concitaba las miradas de los jóvenes del barrio. Isabel vivía con sus padres en un pueblo de la sierra donde su padre ejercía como veterinario y donde Lorenzo pasaba con los suyos todos los veranos.

Apenas Isabel cumplió dieciocho años, se casaron. Aquel día estaba radiante y así la vería siempre Lorenzo.

—¿Ya te has arreglado? —le preguntó Fernando, devolviéndola a la realidad.

—Sí, hijo, ya estoy lista. Anda, vamos.

Salieron de casa con paso ligero. No es que la cárcel estuviera lejos, pero era día de visita y siempre llegaban antes. A los guardias les gustaba poner dificultades a los familiares de los perdedores.

Fernando también se había repeinado. Sabía que a su padre le molestaba la falta de pulcritud y que bastante sufría él con tener que vivir acompañado de las chinches y los piojos que colonizaban la prisión.

Cuando llegaron, tuvieron que esperar un buen rato cuchicheando junto a los familiares de otros presos. Se conocían después de tantos y tantos meses de encontrarse ante las puertas de aquel edificio que había sido un convento y que ahora hacía la función de prisión para los presos republicanos.

Madre e hijo buscaban rostros conocidos y cuando no los encontraban, sabían que si no estaban allí era porque el padre, el hermano, el tío o el amigo encarcelado había sido fusilado.

Fernando sintió un retortijón en el estómago al ver a su padre tan demacrado y con aire ausente. ¿Por qué no llevaba las gafas? Sin ellas no veía bien.

—Padre, ¿dónde tienes las gafas? —le preguntó apenas sin saludarle.

—No te preocupes, hijo —respondió su padre.

—Lorenzo, ¿te las han quitado? —acertó a preguntar Isabel.

—Bueno, es que… en realidad me las han roto. El guardia que está siempre en la entrada me dio un empujón porque decía que me estaba retrasando en ponerme en la fila. Las gafas se me cayeron y… las pisó, aplastándolas. Lo siento.

Isabel apretó la mano de su marido conteniendo las lágrimas mientras que Fernando, el hijo, cerró los puños con fuerza intentando controlar la ira.

—Padre, te refieres a ese guardia que se llama Roque, ¿verdad? Roque… Hemos oído que es un bruto y que le gusta maltratar a los que estáis aquí —afirmó Fernando con rabia.

—Bueno, hablemos de otras cosas. ¿Al menos te dan mejor de comer? —preguntó Isabel por decir algo.

—Lo de siempre. Lo que llaman «caldo» viene acompañado de insectos… Pasamos tanta hambre que los hombres se los comen sin mirarlos… Pero contadme de vosotros…

—Padre, el abogado ha prometido que en los próximos días me dirá algo. Dice que está casi seguro de que conseguirá el indulto. Ya verás, antes de Navidad estarás en casa.

—Y yo… Verás, Lorenzo, me he puesto a trabajar. Don Bernardo, el cura de la parroquia, me ha recomendado en casa de una familia; don Luis es farmacéutico y doña Hortensia, su esposa, es una buena mujer. Tienen cinco hijos y le faltan manos para atenderlos…

—Son de derechas, padre… —añadió Fernando.

Lorenzo bajó la mirada avergonzado. Sintió un profundo pesar al imaginar a Isabel empujada por la necesidad de fregar en casa de otros. No es que considerara que fregar no fuera un trabajo digno, pero que su esposa lo tuviera que hacer era una evidencia más de la vida que habían perdido quizá para siempre.

—¿Te tratan bien? —preguntó a Isabel, acariciándole la mejilla.

—Sí, claro que sí. No son malas personas.

—¡Claro que lo son! —exclamó Fernando.

—Vamos, hijo, no añadas más pesar a tu madre. Además, Fernando, no todos los que no piensan como nosotros tienen que ser malos. Hay gente buena y gente mala en todas partes.

—Pues cuando salgas, verás cómo se comportan los que han ganado y entonces ya me dirás qué opinas —replicó Fernando con amargura y con la voz más alta de lo que debía.

—También hemos alquilado la ducha a un americano. Ya te hemos hablado de él, es poeta y vive en la buhardilla de Eulogio. El pobre estaba desesperado por poder darse una ducha en condiciones y Fernando ha tenido la idea de permitírselo a cambio de unos céntimos que nos vienen muy bien —dijo Isabel para desviar la conversación.

—Ya veo que os las estáis arreglando. Bien hecho. Lo de alquilar la ducha me parece una buena idea —comentó Lorenzo, sonriendo.

—A Eulogio le dejamos ducharse gratis —dijo Fernando.

Le pusieron al tanto de las novedades de la gente del barrio y Lorenzo los escuchó con atención, como si realmente le pudiera interesar las andanzas de don Antonio el estraperlista o las de la familia Vilamar.

—¿Y qué hay de tu noviazgo con Catalina? —quiso saber Lorenzo mirando a su hijo.

—Que no es mi novia —protestó Fernando.

—Ya sabes cómo son los Vilamar, Lorenzo, pican alto y quieren asegurar el futuro de su hija. Parece que Ernesto Vilamar quiere emparentar con Antonio el estraperlista. Su hijo Antoñito bebe los vientos por Catalina —explicó Isabel a su marido.

—Pues si eso es picar alto… —observó Lorenzo con ironía.

—Ahora Antonio maneja mucho dinero. Conserva la tienda de ultramarinos, pero si vieras qué almacén ha comprado para guardar las mercancías del estraperlo… Cuando le veas no le vas a reconocer por cómo viste y los aires que se da.

—Bueno, pero Catalina siempre ha tenido personalidad, no creo que le guste Antoñito —afirmó Lorenzo.

—Antoñito no le gusta, pero… —Fernando se calló.

—Sigue, ¿qué ibas a decir? —preguntó su padre.

—Le gusta el americano. Marvin es poeta, estuvo al principio de la guerra haciendo de traductor de unos periodistas norteamericanos, luego se fue. No sé qué tiene, pero les gusta a todas las chicas.

El padre sonrió y miró con ternura a su hijo. Veía reflejarse en la mirada de Fernando el dolor y el estupor del primer fracaso. Sabía que su hijo estaba enamorado de Catalina desde que era un niño.

—No te preocupes, se le pasará. Estoy seguro de que para Catalina eres muy importante.

—Sí, como amigo —se lamentó Fernando.

—Ya verás que no… Anda, no te desanimes… —le consoló su padre.

Los guardias anunciaron que era hora de marcharse. Isabel le dio a su marido una barra de pan y un par de huevos cocidos. Los huevos se los había comprado a don Antonio el día anterior. El pan lo habían conseguido gracias a las duchas de Marvin.

—Los huevos te vendrán bien, te darán energía —afirmó Isabel.

—Claro, claro, mujer. Cuidaos mucho. Os quiero.

—Padre, pronto estarás en casa.

Hasta que no salieron de la prisión Isabel no se permitió llorar. Fernando le echó el brazo por los hombros intentando consolarla.

—Madre, conseguiremos el indulto, ya lo verás.

—Es que el pobrecillo está cada día más delgado, apenas tiene piel sobre los huesos y lo de sus gafas… Tu padre no puede dar un paso sin ellas. Dios mío, Fernando, tenemos que sacarle de aquí.

—Y lo haremos, madre, ya verás. Padre no ha hecho nada malo.

Isabel no respondió. Los vencedores actuaban con saña contra los vencidos. No respetaban a nadie, y mucho menos a los soldados del bando republicano. Todos los días había fusilamientos y ella temblaba al pensar que alguien llamara a su puerta para anunciarle que habían fusilado a su Lorenzo.