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Alejandría, diciembre de 1941

Marvin abrió el balcón dejando que la luz inundara la habitación. A esas horas de la mañana hacía fresco y el sol no calentaba, pero para estar en los primeros días de diciembre aquella temperatura era una bendición.

Cerró los ojos respirando el aire puro de la mañana y no los abrió hasta que una mano se posó en su hombro con una ligera caricia.

Se volvió y sonrió. Había creído que ya nunca podría sentir nada parecido a la felicidad.

Sintió el cuerpo de Farida junto al suyo y, lejos de molestarle, le produjo una sensación de calma. Así había sido desde el momento en que se conocieron.

¡Le debía tanto a monsieur Rosent! No sólo que hubiera creído en él como poeta, sino también porque gracias a Sara, su hija, había conocido a Farida. Si monsieur Rosent no le hubiera hecho depositario de su negocio para que se lo entregara a Sara, él nunca habría ido a Alejandría y no se habrían encontrado.

Wilson&Wilson estaba situada en el centro de la ciudad. Era una librería de dimensiones pequeñas. Sus paredes ocupadas por estantes de abajo arriba guardaban auténticos tesoros.

El dueño, Benjamin Wilson, era el marido de Sara.

Wilson viajaba por todo el mundo en busca de libros raros, sobre todo de poesía. Ediciones únicas. Compraba y vendía y, además, editaba.

Cuando se desplazaba a París siempre iba a ver a monsieur Rosent, que solía sorprenderle con algún ejemplar único. Ni el señor Wilson ni Sara demostraban sentir interés el uno por el otro, pero en el último viaje él le pidió matrimonio y ella aceptó. Fue antes de que los alemanes ocuparan París.

Sara ya no era una niña, estaba cerca de los cuarenta y nunca había manifestado ningún deseo de casarse. Le bastaba con leer poesía y ayudar a su padre a dirigir aquella editorial artesanal adonde acudían poetas en ciernes en busca de su consejo y para que les editara sus primeras obras. Además, los Rosent vendían libros de los grandes poetas que en el mundo han sido.

Benjamin Wilson era de origen inglés pero había nacido en Alejandría. Su abuelo había heredado un negocio de compra-venta de libros antiguos en Londres, pero antes de hacerse cargo del negocio había viajado por África y Oriente escribiendo largos artículos costumbristas para los periódicos londinenses y colaborando esporádicamente para el Foreign Office. Se casó con una dama de la nobleza rural y tuvo un único hijo, Robert, que no siguió los pasos de su padre sino que prefirió probar suerte en el Ejército. Llegó a Alejandría en 1895 como oficial de la guarnición permanente que Gran Bretaña conservaba en aquella plaza además de en otras ciudades de Egipto como parte del tratado entre los dos países. Allí Robert se había casado con una egipcia hija de una familia de origen griego que procedían de Tesalónica. Con ella tuvo un hijo, Benjamin. Marvin había oído decir que la madre de Benjamin Wilson era judía, pero quizá eran habladurías y no se había atrevido a preguntárselo a Sara.

A Benjamin todos le llamaban «señor Wilson». Su padre, Robert Wilson, consideró que debía estudiar en una escuela inglesa, de manera que a pesar de las protestas de su esposa le mandó a estudiar a Londres bajo la tutela de su abuelo, que aprovechó para inculcarle el amor a los libros en general y la poesía en particular. El joven Wilson aprendió cuanto su abuelo le pudo enseñar y nunca pensó en dedicarse a nada que no fuera editar, comprar y vender libros. El abuelo Wilson era un hombre peculiar al que le gustaba viajar para encontrar él mismo aquellos ejemplares únicos que tanta satisfacción y beneficios le daban. Abuelo y nieto eran inseparables. Aconsejado por aquél, Benjamin había decidido servir a su país en el servicio exterior, pero el anciano enfermó y se trastocaron todos sus planes. Cuando su abuelo murió, Benjamin Wilson decidió regresar a Alejandría reclamado por su padre, que en ese tiempo también temía por la salud delicada de su esposa.

Cuando regresó, Benjamin tomó dos decisiones: mantener la librería londinense y abrir una sucursal en Egipto.

Al reencontrarse con Alejandría se dio cuenta de lo mucho que había añorado la luz de la ciudad y, sobre todo, la amalgama de gentes de tantos lugares distintos que le conferían una personalidad única.

Todo esto le había contado Sara Rosent a Marvin y era cuanto él necesitaba saber. Simpatizó de inmediato con su esposo y desde que llegó a Alejandría en busca de Sara no había pasado ni un solo día en que no fuera a la librería, que además era lugar de encuentro de escritores y donde había conocido a Farida.

—¿En qué piensas?

La voz cristalina de Farida le devolvió a la realidad. Se giró hacia ella y sonrió.

—En el día en que nos presentó Sara, y en la pareja tan peculiar que forma con el señor Wilson.

—¿Peculiar? Yo creo que se complementan muy bien y, sobre todo, son felices. Hace muchos años que conozco a Benjamin Wilson y te aseguro que nunca le había visto sonreír.

—Tengo una deuda con ellos que jamás podré pagarles.

Farida le miró expectante mientras le cogía de la mano.

—¿Y qué deuda es ésa? —quiso saber.

—Haberte conocido.

—Ha sido una suerte para los dos. Pero ya te he dicho que tarde o temprano teníamos que encontrarnos. Estaba escrito.

A Marvin solían sorprenderle algunas de las cosas que decía Farida. No respondió, se limitó a abrazarla y ella le devolvió el abrazo. Marvin pensó que si la felicidad existía se podía resumir en aquel instante.

Conocer a Farida le había salvado de sí mismo. Era mayor que él, tendría unos cuarenta años. Alta, morena, con la piel aceitunada, delgada, emanaba tal seguridad que impresionaba.

Al poco de llegar a Alejandría, Sara le había invitado a un recital de poesía. En realidad el recital no era otra cosa que una reunión de unos cuantos poetas que intentaban deslumbrarse los unos a los otros. También asistían escritores de otros géneros y por eso allí estaba Farida.

Una vez que los poetas terminaron de desgranar sus últimos escritos, Sara llevó la conversación hacia otros asuntos un tanto espinosos como el Bien y el Mal, la conciencia, el deber…

Todos intervinieron, pero cuando habló Farida se hizo el silencio y la escucharon con respeto y fascinación.

Sara le susurró al oído: «Farida es filósofa». Más tarde supo que había escrito cinco libros sobre su especialidad, uno de ellos una auténtica enciclopedia sobre cuantos filósofos habían vivido en Alejandría y sus doctrinas.

«En esta ciudad hay una larga tradición de discutir sobre todo y hacerse preguntas sin respuestas. Después de Grecia yo diría que Alejandría es el segundo lugar en el mundo donde la filosofía ocupa un lugar especial», explicó Sara.

Marvin le pidió que le presentara a Farida y se desconcertó cuando ella le propuso dar un paseo.

Salieron de la librería Wilson&Wilson sin rumbo fijo por las calles de la ciudad. Marvin desconocía todo de Alejandría, pero ella le guiaba: allí la rue Rosette, la iglesia de San Atanasio, más allá el Convento de Santa Catalina, la Puerta de la Luna…

Farida le preguntó dónde se alojaba. Marvin le respondió que había tenido la suerte de ser invitado por Sara a su propia casa. Los Wilson vivían en Bulkeley, un barrio residencial donde la mayoría de quienes allí vivían eran, sobre todo, extranjeros, mayoritariamente británicos.

La casa de Sara y Benjamin Wilson era tan amplia como hermosa y desde la terraza se contemplaba el mar.

Ella escuchaba, él hablaba, hasta que se dio cuenta de que estaba compartiendo con aquella desconocida los fantasmas que habitaban en su interior desde la guerra de España. Le contó todo: su miedo en la batalla, la herida del cuerpo y del alma, cómo los versos se habían helado en su interior, su convencimiento de que el futuro nada le podía deparar.

«Ven conmigo», le dijo. Y él se dejó llevar hasta su casa en un viejo edificio de la Corniche cuyos balcones se asomaban sobre el mar. Les sorprendió la madrugada entre palabras y no supo en qué momento se quedó dormido, sólo que cuando despertó Farida le acariciaba la frente y su sonrisa le devolvió la vida. Desde ese día no se habían separado.

Sara no le había hecho preguntas cuando se presentó en su casa a por su equipaje, como si fuera lo más natural que se fuera a vivir con una mujer que había conocido la tarde anterior. Tan sólo le contó algo sobre Farida: era una mujer rica. Había estado casada con un hombre que al morir, cinco años atrás, le había dejado una fortuna. Ella escribía, pensaba y acudía a cualquier lugar donde pudiera participar en una buena discusión sobre los secretos de la naturaleza del ser humano.

Marvin se sorprendió al darse cuenta de que en realidad no sabía nada sobre Farida. Él había vaciado su alma ante ella, pero ella no le había mostrado la suya.

En cuanto regresó a casa de Farida le pidió que le contara quién era, qué quería, qué sentía y así la noche los sorprendió de nuevo y luego la madrugada, y volvieron a amanecer envueltos el uno en los brazos del otro.

Y aquella mañana era tan feliz como lo era todas las mañanas desde que amanecía junto a ella.

Marvin suspiró mientras clavaba sus ojos en los de Farida.

—¿Qué haremos hoy? —le preguntó expectante.

—Escribir. Benjamin Wilson insiste en publicarme un libro. Y tú harás lo mismo. Observa el reflejo del sol sobre las olas, deja que el aire entre en tus pulmones y acaricie tu corazón. Sonríe o llora, pero escribe.

Lo hizo. La obedecía como si fuera un niño. Farida había despejado las sombras de su alma y le había devuelto el placer de sentirse vivo.