5

París

Fernando no le reprochó a Catalina su fracaso, por más que cuando ella decidió ir a Boston él le advirtió de las escasas posibilidades que tenía de éxito. Catalina había regresado casi vencida. Casi. Porque ella no se rendiría nunca.

Los Wilson habían dejado París después de manifestarle su disgusto por la presencia de Catalina en Boston y en Cape Cod. No le hacían culpable de los desatinos de ella, pero de alguna manera esperaban que él fuera capaz de hacerle ver que perseguir a Marvin era un gran error. No obstante, evitaban hablar directamente del asunto. En realidad, Sara no le confiaba nada que tuviera que ver con Marvin y Farida, salvo lo más preciado, sus poemas. Ya tenía ultimada la edición en francés de los quince poemas que Sara le había entregado y tenía por delante preparar la edición inglesa. En cuanto a la edición en árabe, sería su viejo maestro Athanasios Vryzas quien se encargaría en Alejandría de hacer la traducción y la edición.

Antes de que los Wilson se marcharan, Fernando había intentado que Sara permitiera que Catalina volviera a trabajar en la librería. El argumento era sincero, necesitaba a alguien que atendiera a los clientes porque la labor de edición le restaba casi todo el tiempo. Sara no accedió a su ruego. Catalina los había puesto en una situación imposible cuando se presentó en la casa de Marvin en la rue de la Boucherie, y más tarde en Londres, luego en Boston y en Cape Cod. La obsesión de Catalina empezaba a hacer mella en Marvin y él no entendería que la ampararan. A Fernando le contrarió la respuesta, pero no podía reprocharle nada a Sara. Marvin era «su» autor y ella le protegería.

Tuvieron que pasar dos años para que Catalina volviera a pedirle que la ayudara. El Herald Tribune publicaba un artículo fechado en Tokio en el que informaba de que Marvin Brian, después de haber vivido durante dos años en Japón, concluía su estancia en Hiroshima. El Poeta del Dolor hacía honor al título que le habían dado los periódicos y los críticos, de manera que se había sumergido en el drama de la ciudad devastada por la bomba atómica.

Parecía que sus poemas sólo podían aflorar allí donde la huella del sufrimiento estaba presente.

—Quiero ir a Hiroshima —le anunció Catalina mientras le enseñaba el periódico.

—No —respondió tajante Fernando.

Ella se sorprendió. Él nunca le respondía con la severidad que había impreso en aquel «no» rotundo a su demanda.

—Marvin está allí; quiero ir antes de que se marche.

—Sí, yo también lo he leído en los periódicos. Te diré por qué no puedes ir. En primer lugar, porque no tenemos dinero para que puedas emprender otro viaje y, en segundo lugar, porque no puedes seguir así. Estás desperdiciando tu vida y vas a perjudicar a tu hija.

—Adela necesita un padre —respondió ella con voz cansina.

—Ya tiene un padre. Yo soy su padre. He hecho de padre desde el día en que nació. Soy yo quien cuida de ella, quien está a su lado cuando está enferma, quien la ayuda a hacer los deberes, quien la acompaña a la escuela, quién le ha enseñado a montar en bicicleta… Ella no tiene otro padre más que a mí y yo no tengo otra hija que no sea ella.

Catalina no supo qué responder. No quería ofenderle, pero tampoco aceptar su razonamiento. Sí, Fernando se había portado como un padre con Adela, pero no lo era. Además, ella necesitaba arreglar su situación para poder volver a España junto a sus padres. Pero no podría volver si no era con un marido y la cabeza bien alta.

—Te agradezco todo lo que haces por nosotras. Es verdad que te portas como un padre con Adela, pero… no lo eres, Fernando, no lo eres. Ella tiene derecho a que su padre se haga cargo de ella. Marvin no es el mejor de los hombres, de eso ya me he dado cuenta, pero es el padre de Adela y aunque no me quiera tiene que reconocerla.

—¡Basta, Catalina! Deja de engañarte. Marvin jamás reconocerá a Adela y tampoco se casará contigo. Tienes que aceptar la realidad. Además, ¿te das cuenta de lo que le estás haciendo a tu hija? Ya no es tan pequeña.

Sintió la ira a duras penas contenida de Fernando. O acaso sólo era hastío. Llevaban más de diez años viviendo juntos, compartiendo penalidades y pocas alegrías. Habían aprendido a sobrevivir el uno junto al otro al tiempo que renunciaban a tener sus propias vidas. Sabía que los fantasmas de Fernando no habían desaparecido; algunas noches le oía gritar y luego escuchaba sus pasos inquietos por la habitación mientras el insomnio se apoderaba del resto de la noche. Él no podía regresar a España porque le podían detener y fusilar. Vivía el exilio consciente de que había sido su opción y no se quejaba. Si ella no dependiera de él, quizá se habría decidido a amar a Zahra. Ella estaba segura de que, para Fernando, la egipcia era más importante de lo que estaba dispuesto a admitir.

—Lo siento, Fernando, pero te equivocas si crees que lo mío es obstinación; yo sólo busco justicia.

—¿Justicia? ¿Y desde cuándo existe la justicia? Tenemos que aceptar las cosas como son. Marvin no te quiere, abomina de ti y jamás reconocerá a la niña. No lo hará porque para él no hay más mujer que Farida; ella es su pasado, su presente y su futuro, y fuera de ella la vida no existe. Y tú debes afrontar la vida sin engañarte con la ilusión de que acaso él cambie de opinión.

—Yo tampoco cambiaré la mía. Iré a donde sepa que está e intentaré que me escuche cuantas veces sean necesarias.

—Pues en esta ocasión no podrás hacerlo. No tenemos dinero para que viajes a Japón —respondió él, endureciendo el tono de voz.

—Quizá pueda pedir a monsieur Girardot que me adelante el sueldo de un año…

—Ya, así de fácil. Tu jefe tiene un negocio y no creo que te vaya a adelantar un año de sueldo. Además, ¿crees que le conviene que le vuelvas a dejar plantado en pleno curso? Tendría que contratar a otra persona para las clases de solfeo.

—No pierdo nada por pedírselo.

Monsieur Girardot se negó a adelantar un año de sueldo a Catalina, y además le recordó que cuando viajó a Boston le prometió que estaría sólo una semana fuera, pero ella alargó las vacaciones más de lo acordado.

Catalina lloró de rabia. Desde que había regresado de Boston su principal empeño fue averiguar dónde podía estar Marvin. Ni siquiera Fernando fue capaz de enterarse puesto que Sara Rosent evitaba darle información sobre los pasos de Marvin. Había pasado casi dos años intentando saber dónde estaba Marvin y, ahora que lo sabía, no tenía los medios para ir a buscarle. Volvió a intentar que Fernando la ayudara. Él la escuchó atentamente y cuando ella terminó de hablar, le hizo una propuesta:

—Cásate conmigo. Es la mejor opción para ti y para Adela, que tendrá un padre reconocido y un apellido. Esto te permitirá volver a España. Allí todos saben que nos escapamos juntos, de manera que no se sorprenderán de que regreses con una hija que lleva mi apellido. Podrás quedarte con tus padres y no tendrás que sentir vergüenza ante nadie. En cuanto a mí… puedes decir que nuestro matrimonio no ha ido bien y que tú has decidido regresar. Tus padres aceptarán lo que les digas y en cuanto a los demás… esta versión, además de plausible, es parte de la verdad.

Ella se mordió el labio hasta sentir que la sangre se le mezclaba con la saliva. No quería ofenderle con su negativa. Fernando siempre se había mostrado generoso y paciente con ella y le quería, sí, le quería con una profundidad con la que jamás querría a nadie. Pero no tenía derecho a atarle a ella de por vida, sobre todo porque Zahra existía, pero también porque existía Marvin.

Le abrazó y él le devolvió el abrazo, y durante esos segundos los dos se preguntaron sin palabras qué estaban haciendo con sus vidas.

—No voy a casarme contigo porque no te mereces que me aproveche de ti.

—No te quieres casar conmigo porque no me quieres —la corrigió él.

—Te quiero más que a nadie en el mundo, tanto como a mi hija y a mis padres. Nunca te he engañado y sabes que no he estado ni estoy enamorada de ti. Sería miserable por mi parte arreglar mi situación a costa tuya. ¿Sabes, Fernando?, pienso que por mi culpa no tienes vida. Todos los que nos rodean creen que somos una pareja, aquí nadie nos critica, Francia es así. Pero tú y yo sabemos la verdad. Creo que debes deshacerte de mí e ir en busca de Zahra. Con ella tendrías la vida que mereces vivir.

Fernando soltó una carcajada y ella pudo notar que en su risa había un eco nervioso. Había dado en la diana al referirse a su amor por la bailarina.

—Tú no eres ninguna carga. Dices que me quieres… pues imagina lo que yo te quiero a ti. He estado enamorado de ti desde que éramos niños.

—Dices que yo me he empecinado con Marvin y… puede que tengas razón, pero tú, Fernando, te has empecinado conmigo. Al menos que uno de los dos sea feliz.

—Yo soy feliz sabiéndote a mi lado. No le pido más a la vida, Catalina, aunque te quiero tanto que si un día se hiciera el milagro de que Marvin viniera a por ti, yo me apartaría.

Volvieron a abrazarse y esta vez sus lágrimas se mezclaron.

—Mamá… papá Fernando, ¿por qué lloráis? —preguntó Adela asustada.

Catalina se fue conformando con la escasa información que de cuando en cuando Fernando reunía sobre Marvin. Y eso sólo sucedía durante los viajes de Sara y Benjamin a París. El paso del tiempo se le antojaba insoportablemente lento. Cada mañana, cuando acudía al quiosco a comprar los periódicos, rezaba para encontrar alguna noticia sobre Marvin, y procuraba callar su angustia porque le parecía que Fernando era menos desgraciado en París de lo que lo había sido en Alejandría.