12

Alejandría

Athanasios Vryzas parecía contento, o esa impresión le dio a Fernando. El viejo editor no era dado a hablar y mucho menos a sonreír, pero aquella mañana estaba rompiendo las dos costumbres. No dejaba de comentar con satisfacción las noticias del periódico que tenía desplegado en su mesa.

Decía estar convencido de que la guerra pronto llegaría a su fin y que previsiblemente la ganarían los Aliados.

«Desde el desembarco en Normandía las cosas han cambiado. Media Francia ha sido liberada. París vuelve a ser París… y también han liberado Bruselas y Amberes, los soviéticos se han hecho con Estonia, y Atenas también ha sido liberada… Ya veréis», aseguraba ufano.

Fernando deseaba que Vryzas acertara. Sentía que Alejandría se había convertido en una prisión de la que no podía escapar, y eso le había agriado el carácter. Ansiaba marcharse a cualquier otro lugar puesto que a España estaba descartado regresar. Temía que, de hacerlo, le detuvieran por el asesinato de Roque y Saturnino Pérez, de los que seguía sin poder desprenderse en su mente.

Sólo Catalina sabía de su angustia e insistía en que Roque y Saturnino bien muertos estaban. No sentía ningún remordimiento por haber sido ella quien le dio el arma con la que les quitó la vida y le aconsejaba que los olvidara diciendo que había librado al mundo de dos malas personas.

Intentó concentrarse en el poemario que tenía que editar y abstraerse de la cháchara de Vryzas, pero Sara se había plantado ante su mesa pidiéndole que subiera con ella al despacho de Benjamin Wilson. El rostro de Sara denotaba preocupación; el de su marido, nada. Aquel hombre no se permitía manifestar ninguna emoción, y fue escueto en su explicación:

—Han detenido a su amigo Eulogio. Se lo han llevado a Alemania.

Fernando se quedó paralizado, sin saber qué decir. Le costó dar sonido a las palabras que se le formaban en el cerebro.

—Pero ¿cuándo?, ¿cómo ha sido?

—Hace meses… Lo siento, a mí no me lo han comunicado hasta hace unos días. De haberlo sabido antes se lo habría dicho.

Sara le cogió la mano y se la apretó intentando devolverle a la realidad.

—Tengo que ir a buscarle —murmuró Fernando.

—¿Adónde? No sabemos dónde está.

—¡Pero usted puede averiguarlo!

—Lo estoy intentando. Desde que supe la noticia he tratado de obtener más información, lo que no es fácil en estos momentos.

—Ayúdeme a llegar a Alemania —le pidió Fernando.

—¿A qué lugar? ¿Berlín? ¿Munich? ¿Frankfurt? Ya le he dicho que desconozco adónde se lo han llevado. Además, la guerra no ha terminado.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Por Zahra. Acaba de regresar de una misión.

—¿Zahra? ¿Y por qué no me lo ha dicho a mí? —replicó dolido.

—Como bien sabe, su seguridad depende de la discreción.

—Pero… a mí puede decírmelo —protestó Fernando.

—Si le estoy informando sobre la situación de Eulogio es precisamente porque ella ha insistido en que debe saberlo. También me advirtió de su reacción y está dispuesta a ayudarle si es que logramos saber dónde está su amigo. Pero aunque lo supiéramos, en estos momentos no pueden ir a Alemania ninguno de los dos, los nazis están perdiendo la guerra aunque ellos no lo admitan. Y pelearán, claro; ese fanático de Hitler sacrificará hasta el último hombre.

—Hablaré con ella —afirmó Fernando con un deje de rabia.

—No creo que tarde en llegar —anunció Sara, consultando el reloj.

Sara tenía razón, apenas habían pasado unos minutos cuando Leyda Zabat anunció la presencia de Zahra. La bailarina entró en el despacho y besó a Sara antes de mirar a Benjamin y a Fernando.

Wilson le pidió que explicara al español cuanto supiera sobre la mala suerte corrida por Eulogio. Zahra comenzó a hablar:

—Hace unos días tuve que reunirme con una persona de la Resistencia de Lyon. No hace falta que dé detalles, pero Lyon ha sido uno de los pocos lugares de Francia donde, a pesar de todo, ha habido más grupos de resistentes. Entre ellos el de Anatole Lombard, el amigo de Eulogio.

—¿Anatole Lombard? No sé quién es… Eulogio nunca me habló de él. —Fernando estaba sorprendido por las palabras de Zahra.

—En realidad no podía; se conocieron cuando Marvin y Farida intentaron salvar al padre de Sara con ayuda de Eulogio. Sabes que monsieur Rosent desgraciadamente murió antes de poder pasar la frontera a Suiza; Marvin y Farida sí pudieron escapar, pero Eulogio decidió quedarse en Francia.

—Sí… lo sé… aunque fue una temeridad por su parte —admitió Fernando.

—El amor hace que los riesgos no importen —aseveró Zahra, clavando su mirada en la de Fernando.

Las palabras de la bailarina aumentaron aún más su confusión. ¿De qué estaba hablando?

—No sabía que Eulogio se hubiera enamorado —comentó Fernando.

—Sí, se enamoró de Anatole Lombard y éste le correspondió, aunque quizá no del todo —afirmó Zahra sin dejar de mirarle.

Fernando se puso rojo, primero por la sorpresa y después de indignación.

—Pero ¡qué dices! —exclamó, poniéndose en pie y mirando a Zahra enfadado.

—¿Qué digo? Supongo que para ti no será una sorpresa saber que Eulogio es… bueno, su tendencia por los hombres.

—¡Cómo te atreves a decir algo así! Tú no le conoces, le has visto dos o tres veces y apenas has intercambiado palabra con él y te atreves a acusarle de ser… de ser…

Sara se levantó y cogió del brazo a Fernando pidiéndole que se sentara.

—Creíamos que lo sabías… —se excusó Sara.

—¿Saber qué? Están difamando a mi amigo. ¡Cómo se atreven!

—¿Sabes, Fernando?, el problema no es de quién se ha enamorado Eulogio, el problema es que tú crees que eso es un problema. Seguramente tu amigo no ha sido nunca tan feliz como en estos meses que ha vivido en Lyon junto a Anatole. Ha sido libre, sí, libre a pesar de estar en la Francia ocupada y sintiendo el aliento de los nazis —dijo Sara, esbozando una sonrisa comprensiva.

Fernando se sentía desolado. Le ofendían las palabras de Sara tanto como las de Zahra. Sintió una oleada de ira hacia las dos mujeres. ¿Cómo podían hablar así de Eulogio?

No le conocían, no sabían nada de él. Las odió por su maledicencia al asegurar que Eulogio se había enamorado de un hombre, de ese Anatole que formaba parte de la Resistencia.

Sabía que eso era imposible, él conocía bien a Eulogio, habían nacido en el mismo barrio, en la misma calle, en el mismo edificio. Sus padres habían sido buenos amigos. No, no consentiría que le difamaran.

—Comprenderán que no me quede ni un minuto más aquí después de los comentarios malignos sobre mi amigo. Me voy, no volveré, señor Wilson. Espero que todos ustedes tengan la decencia de dejar de propagar infamias sobre mi amigo Eulogio.

Se iba a poner en pie cuando de nuevo sintió la mano de Sara, esta vez presionándole el hombro como si de esa manera pudiera retenerle.

—Por favor, Fernando… No sabes cuánto siento el disgusto que te estás llevando… Creíamos… bueno, creíamos que al menos sospechabas que Eulogio bien podía enamorarse de un hombre. Es verdad que en él algo así no era tan obvio, pero ni a Benjamin ni a mí nos extrañó cuando Farida, una vez que llegaron Marvin y ella a Suiza, nos explicó en una carta por qué se había quedado Eulogio. Para ella fue muy evidente que era por amor. Y como te puede contar ahora Zahra, en el círculo de la Resistencia todos sabían de la relación de Anatole Lombard con el joven Saúl Blanc, al que los nazis deportaron a Alemania, y cómo Eulogio ocupó su lugar en el afecto de Lombard.

Sara hablaba despacio, mirando fijamente a Fernando mientras le cogía una mano. Zahra, por su parte, se había sumergido en el silencio.

Fernando pensó que le iba a estallar la cabeza. Y los odió, sí, los odió profundamente a todos. A la dulce Sara, al enigmático Benjamin, incluso a Zahra. No sólo los odiaba a ellos, odiaba también aquella ciudad que tan ajena le resultaba y en la que no dejaba de sentirse como lo único que era: un exiliado.

Athanasios Vryzas tenía razón: no debería haberse quedado allí y, en cambio, debía encontrar el valor para lanzarse al mar a la manera de Ulises. Es lo que haría. No se quedaría más tiempo. Se llevaría a Catalina y a Adela. No importaba adónde fueran, pero debían irse. Tomar esa decisión le tranquilizó. Sintió que el aire volvía a regarle los pulmones y que los latidos del corazón volvían a ser regulares.

—El amor no tiene sexo, ni edad, ni raza, ni lugar, ni presente ni futuro; el amor es sólo amor —murmuró Zahra, mirándole fijamente.

Él no respondió. No hubiera sabido cómo hacerlo. Sólo sentía un deseo irrefrenable de marcharse. La mano de Sara seguía sobre su hombro y, aunque apenas la sentía, eso le impidió levantarse de nuevo.

Las palabras de Zahra habían encontrado hueco dentro de él, pero no era capaz de desmenuzarlas y aceptarlas sin más.

Fue Benjamin Wilson quien, después de carraspear, ganó tiempo ofreciendo un cigarrillo primero a Zahra y luego a él. Cuando ya habían dado las primeras caladas, Benjamin los devolvió a la realidad:

—Bien, ahora se trata de preguntarnos qué se puede hacer. En mi opinión, no hay muchas opciones puesto que los Aliados están luchando sin dar tregua a los alemanes, que retroceden pese a que Hitler sigue creyendo que sus ejércitos son invencibles.

—La guerra aún no está ganada —recordó Sara, puntualizando las excesivas esperanzas de su marido.

—Pero ya no está perdida. Y yo diría que después del desembarco de Normandía y de la liberación de París, cada día que pasa es un día que nos acerca a la victoria final —concluyó su marido.

Fernando los escuchó hablar durante un buen rato sin decir palabra. Benjamin Wilson parecía esperanzado con el rumbo de la guerra, mientras Sara se mostraba cauta y Zahra la secundaba. Parecían haberse olvidado de él hasta que la bailarina devolvió a Eulogio a la conversación.

—Te explicaré por qué se han llevado a Eulogio a Alemania. Ya sabes que el Gobierno de Vichy puso en marcha una ley que obliga a los jóvenes a presentarse voluntarios para ir a trabajar a las fábricas alemanas. Como puedes imaginar, esa ley no despertó excesivo entusiasmo y los franceses han intentado esquivarla como han podido. La cuestión es que Alemania tiene necesidad de mano de obra puesto que sus hombres están en el Frente. Así que las autoridades francesas, cuando Berlín las apretaba, entregaban a sus hombres por las buenas o por las malas realizando redadas.

»Una mujer de la Resistencia me contó que Anatole había encontrado un trabajo para Eulogio. Enseñaba dibujo en una escuela infantil, además de formar parte del grupo de la Resistencia de Anatole. Los papeles falsos que le suministraron debían de estar muy bien hechos porque al parecer nadie había sospechado de él. Se hacía pasar por vasco-francés. En marzo de este año detuvieron a Eulogio en una de esas redadas, pero logró escapar. Se escondió, pero le encontraron. Lo peor es que el día en que le detuvieron llevaba encima una mochila repleta de octavillas que pensaba arrojar en una de las plazas más concurridas de Lyon. Tuvo suerte de que no le fusilaran. Seguramente fue por la escasez de hombres en las fábricas alemanas. Le mandaron a Alemania como prisionero y ya no se ha vuelto a saber nada de él.

—Tiene que haber alguna manera de averiguar dónde se lo llevaron —murmuró Fernando más para sí mismo que por responder a Zahra.

—Es una tarea casi imposible —replicó Sara—. Debes saber que los alemanes tienen fábricas ocultas… Se sabe que existen pero no dónde están. Allí suelen llevar a los prisioneros para que trabajen…

—Si Benjamin logra enterarse de dónde está tu amigo Eulogio, te acompañaré. No será fácil que logremos salir de Alemania con él, seguramente perderemos la vida los tres —afirmó Zahra sin ninguna emoción en sus palabras.

—No quiero que me acompañes. No tienes por qué —respondió Fernando.

—No, no tengo por qué hacerlo, pero lo haré. —El tono de voz de Zahra no dio lugar a réplica.

Sin embargo, Benjamin Wilson ni prometió ni se comprometió a nada. En su negocio, la principal condición era eludir las emociones. No estaba dispuesto a enviar a Zahra a una misión de la que no tuviera ninguna posibilidad de regresar. En cuanto a Fernando, daba por cumplida su lealtad hacia él habiéndole informado de la suerte que había corrido Eulogio. Pero no haría nada más, al menos por el momento.

El sol y la lluvia se daban cita en aquellas primeras horas de la tarde alejandrina. Fernando ansiaba regresar a casa de Ylena para hablar con Catalina. Fruto de la angustia, tenía el estómago revuelto. Temía por la suerte de Eulogio y estaba dispuesto a marcharse a Francia tanto con ayuda como sin ayuda de Benjamin Wilson.

Vryzas observaba a Fernando. Le inquietaba el dolor que reflejaba su mirada perdida. No le había preguntado qué había sucedido en la reunión con Wilson y con Zahra, pero era evidente que lo que hubieran hablado le había perturbado.

—Estás distraído, mejor que termines de traducir esos poemas en casa. Allí estarás más tranquilo.

Fernando asintió agradecido. Había llegado a sentir no sólo un respeto absoluto por Vryzas sino también un afecto callado y una admiración por aquel hombre que había perdido a su hijo mientras buscaba Ítaca.

Una vez en casa, Dimitra le informó de que Catalina había ido a ver al padre Lucas y se había llevado a Adela.

La joven había convertido en hábito sus charlas con el sacerdote, y éste parecía complacido con ella y con la niña. Si hacía buen tiempo, se sentaban en el jardín o paseaban por las calles cercanas a Santa Catalina.

Fernando decidió ir a buscarla. Necesitaba compartir con ella la desgracia de Eulogio.

El padre Lucas reía mientras escuchaba a Catalina. Ambos parecían en armonía. Adela estaba sentada a su lado jugando con una muñeca sin prestarles atención. Fernando apretó el paso hasta llegar a donde estaban. Ni siquiera los saludó y comenzó a hablar atropelladamente explicando la desaparición de Eulogio. Catalina se puso en tensión.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó cuando Fernando terminó el relato.

—Ir a buscarle. Yo iré a buscarle. No puedo quedarme aquí sin hacer nada.

—¿Y cómo piensas llegar a Alemania? —quiso saber el padre Lucas.

—No lo sé… pero tiene que haber alguna manera. Volveré a hablar con el señor Wilson y si no me ayuda, entonces ya buscaré cómo hacerlo.

—Piensa, Fernando, piensa… Comprendo tu preocupación. Eulogio es tu amigo y no soportas cruzarte de brazos sin saber qué sufrimientos puede estar afrontando. Pero para ayudarle tienes que hacerlo con cabeza. No puedes ir a Alemania. ¿Cómo vas a lograrlo? La guerra está en un momento crucial. Las noticias son buenas pues parece que los Aliados están ganando el terreno conquistado por la Wehrmacht, pero aún no han ganado la guerra. Incluso para un hombre como Benjamin Wilson será difícil enterarse de dónde se llevaron a Eulogio. Lo único que te han dicho es que lo habían detenido para enviarle a un campo de prisioneros en Alemania, pero ¿a cuál?

—Lo averiguaré —afirmó Fernando.

—Puedo acompañarte… —dijo Catalina.

—Pero ¡qué cosas dices, niña! —exclamó el padre Lucas—. ¿Cómo vas a ir a Alemania? ¿Y Adela? ¿La dejarás aquí? ¿Qué será de ella si te pasa algo? Vosotros dos sois demasiado impulsivos… Lo comprendo… yo… bueno, a mí me ha costado mucho dominar mis impulsos… pero hay que hacerlo. No os dejéis llevar por el corazón. Si queréis ayudar a Eulogio, utilizad la cabeza.

Al padre Lucas le costó un buen rato serenarlos. Fernando y Catalina esbozaron distintos planes a cual más descabellado. El sacerdote fue desbaratando cada una de sus ocurrencias. Apreciaba a aquellos jóvenes perdidos en una ciudad que nunca habrían elegido para pasar sus días. Eran prisioneros de las circunstancias al igual que él, sólo que él sí que había elegido aquella cárcel. Primero las cuevas de Wadi Natrum y ahora aquel convento en el que seguía penando sus faltas.

—Seguro que al señor Wilson ya se le ha ocurrido… pero quizá sus contactos en Suiza puedan hablar con la Cruz Roja e indagar si Eulogio está registrado en una de esas fábricas de armamento o en un campo de trabajo. Ése sería el primer paso a dar, y una vez que se tenga certeza de dónde está, entonces será el momento de sopesar qué se puede hacer.

La propuesta del padre Lucas pareció aliviar tanto a Catalina como a Fernando.

Cuando regresaron a casa se disculparon con Ylena por no acudir al comedor para cenar. Le explicaron lo sucedido a Eulogio y cómo por eso se sentían incapaces de probar bocado.

Ylena refunfuñó y les aconsejó que no se comportaran como niños. Quedarse sin cenar de nada le serviría a Eulogio, les dijo, y la mejor manera de ayudarle era mantener la cabeza fría y el estómago lleno. Convinieron en que tenía razón, pero aun así aquella noche prefirieron refugiarse en la habitación de Catalina para hablar de lo sucedido. Al poco, Dimitra se presentó con una bandeja.

—La señora Ylena insiste en que comáis algo.

Fueron unas horas dedicadas a la nostalgia, añorando su niñez en España y recordando cuánto admiraban a Eulogio porque era mayor que ellos y siempre parecía saber qué hacer. Fernando dudó en contarle a Catalina lo que Zahra había insinuado sobre la relación de su amigo con aquel tal Anatole Lombard, pero decidió que debía ser totalmente sincero.

Catalina le escuchó con atención sin mostrar ni escándalo ni sorpresa.

—No soporto más a Benjamin Wilson, y en cuanto a Zahra… pensaba que era incapaz de expandir maledicencias —concluyó Fernando.

—Puede que lo que te ha dicho sea verdad.

—¡Qué dices! Parece mentira que puedas creer que Eulogio… Tú le conoces tan bien como yo.

—¿Estás seguro de que de verdad le conocemos? Es tu amigo, sí, y lo ha demostrado siempre como tú se lo has demostrado a él, pero eso no significa que le conozcas realmente. Eulogio es el único chico del barrio que nunca ha tenido novia… En realidad, siempre se ha mostrado brusco y antipático con nosotras. Le incomodábamos. Tú dices estar enamorado de mí desde que éramos críos, pero te recuerdo que has tonteado con unas cuantas y que todo el mundo sabía que te tomabas muchas libertades con Carolina, la hija del director del instituto… Claro que esa chica era una fresca…

—¡Por Dios, Catalina! —Fernando se había sonrojado.

—Bueno, yo misma te vi con ella muy acaramelado cuando el cumpleaños de Antoñito en la Pradera.

—Qué cosas dices… Carolina es una buena chica y yo…

—Ya, ya… eres demasiado caballeroso para decirlo… Pero te repito que de los chicos del barrio el único que nunca mostró interés por ninguna chica es Eulogio. Él sólo tenía amigos.

—Eso no significa nada —la cortó Fernando.

—Bueno… puede que no, pero reconoce que resulta extraño. Y… —Catalina se mordió el labio antes de continuar—, yo no te lo he dicho nunca, pero había quien murmuraba sobre Eulogio precisamente por esto.

—¡Mira que es mala la gente!

—Vamos a ver, Fernando, los dos sabemos que hay hombres a los que no les gustan las mujeres. Y Eulogio puede ser uno de ellos. Eso no le hace ni bueno ni malo. Pobre, seguro que si es así lo pasará muy mal. Ese Anatole debe de ser muy especial para que Eulogio renunciara a irse a América con Marvin.

Las palabras de Catalina confundían aún más a Fernando. Si no supiera que no era ni chismosa ni maledicente, se habría enfadado con ella.

—Te diré más, Fernando… creo que Eulogio me tenía un poco de manía porque él sentía algo por Marvin… No digo que estuviera enamorado, pero le trataba como si fuera de su exclusividad y… bueno, también le molestaba que tú me quisieras.

Fernando se negaba a admitir que a lo mejor Catalina pudiera tener razón.

—Iré a Francia a hablar con Anatole Lombard y luego a Alemania. Mañana mismo le pediré al señor Wilson que haga gestiones con la Cruz Roja para tratar de averiguar si Eulogio está en un campo de trabajo.

Lo que no le dijo a Catalina es que pensaba ir a ver a Zahra.

Quería hablar a solas con la bailarina, volver a escuchar cuanto le había contado de la relación de Eulogio con el profesor. Pero no sólo quería verla por eso. En realidad no podía negarse a sí mismo cuánto le importaba Zahra. Tanto como Catalina, aunque se decía que no podía estar enamorado de las dos y que por tanto lo de Zahra tenía más que ver con el deseo que con el amor.

Aguardó al fin de semana para ir a verla al cabaret. La guerra continuaba librándose en Europa, pero en aquella noche de finales del mes de octubre de 1944 Alejandría se encontraba aún más lejana del Viejo Continente. Mientras los soldados mataban y morían en cada rincón de los campos y las calles de los países europeos, los hombres y las mujeres de la ciudad de Alejandro se preparaban para olvidarse del presente. Los rótulos de neón parecían saludar a los que se acercaban a «La Ciudad», el cabaret donde actuaba Zahra.

Fernando se instaló en la barra y notó algunas miradas curiosas. En los meses pasados eran muchos los que habían creído que él era el chevalier servant de Zahra y ahora le compadecían, puesto que la bailarina había dejado de prodigarse en su compañía.

El barman le saludó con curiosidad y le preguntó si la señorita Zahra le esperaba. Él sonrió sin responder a la pregunta y le pidió un cóctel, el que quisiera prepararle.

Tuvo que pasar un buen rato antes de que se apagaran las luces, que era el preludio a la aparición de Zahra.

Se estremeció cuando el halo de luz la iluminó entre las penumbras del escenario. Ella bailó y bailó como si estuviera poseída. Un baile distinto a cuantos le había visto antes. Parecía recrearse en cada movimiento. Los aplausos acaso fueron más rotundos que en otras ocasiones. Algunos hombres se levantaron de su asiento para acudir al camerino, ansiosos de que ella se dignara a recibirlos. Fernando dudaba si debía sumarse a aquella procesión improvisada. ¿Y si ella se negaba a recibirle? ¿Y si le humillaba? No había despejado la duda cuando un camarero se acercó para decirle que la señorita le aguardaba.

Se abrió paso entre la gente y cuando llegó cerca del camerino tuvo que hacer valer su condición de invitado de Zahra para que le permitieran pasar. Golpeó con los nudillos y la puerta se entreabrió, dejando ver el rostro de la criada de Zahra, que alargó su brazo para agarrar el de Fernando e introducirle con rapidez en el camerino. Se escucharon voces de protesta, hombres que querían hacer valer su posición, las flores enviadas, las joyas que querían entregarle. Pero la puerta no se abrió.

Zahra estaba sentada quitándose los restos del maquillaje. La diosa daba paso a la mujer. Se miraron a través del espejo sin decir palabra y ella hizo un gesto a la criada para que los dejara solos. La criada bajó la cabeza y se retiró al fondo del camerino para ordenar la ropa de la bailarina.

—Me alegro de que estés aquí —dijo ella con franqueza.

—Quería hablar contigo… no sabía dónde llamarte.

—Ya sabes dónde vivo.

—Sí… pero jamás se me ocurriría presentarme en tu casa.

—¿Por miedo a que no te invite a pasar? —preguntó ella en tono burlón.

—Por respeto a ti y también a tu abuela —respondió con sinceridad.

—¿Y dónde pretendes que vayamos a hablar? —inquirió ella con ironía.

—No sé… no lo he pensado, la verdad… Quizá podríamos dar un paseo…

—¿A estas horas? ¿Crees que sería seguro que a medianoche paseáramos por Alejandría? Sabes que no, Fernando. De manera que lo más cómodo será que me acompañes a casa.

La casa estaba tenuemente iluminada. El silencio permitía escuchar el ruido de las olas al chocar contra la escollera. El mayordomo abrió la puerta inclinando ligeramente la cabeza ante Zahra.

Ella le despidió asegurando que no necesitaban nada. Luego cogió de la mano a Fernando y le guio hasta su habitación.

Él recordaba la estancia. Espaciosa y elegante. El lecho situado en el fondo y un diván bajo con dos sillones junto a unas puertas que daban a una terraza que se asomaba al mar. Una bandeja con fruta, dátiles, queso y pan de pita estaba dispuesta sobre una mesa baja.

La habitación olía al perfume de Zahra. No supo cómo pasó, pero una vez a solas se miraron y el mundo se paró. Sin palabras se encontraron. Y volvieron a amanecer juntos mientras contemplaban cómo las olas furiosas envolvían los ruidos de la ciudad que despertaba.

Ella no le acompañó. Le despidió en el umbral de la habitación. Él sabía que el chófer le estaría esperando. Cuando llegó a casa de Ylena se encontró a Catalina aguardándole impaciente. Tenía ojeras y parecía nerviosa.

—Pero ¿dónde has estado? Estaba preocupada por ti… Mira, no soy quién para decirte nada, pero, por favor, no me tengas en vilo desapareciendo toda la noche sin avisar…

De repente se le quedó mirando y comprendió. No hacía falta que dijera nada. El cuerpo de Fernando desprendía un olor especial. Su sudor mezclado con perfume de una mujer. Zahra. No tuvo duda de que ése era el olor de Zahra. No pudo evitar reírse, pero al instante se dio cuenta de que Fernando estaba sufriendo. Supo que no debía preguntar, al menos en aquel momento. Se acercó a él y le dio un beso en la mejilla. Luego le sugirió que se diera una ducha antes de ir al comedor, donde Ylena presidiría la mesa como todas las mañanas. Mister Sanders solía ser el primero en llegar; luego lo hacía monsieur Baudin. Fernando y Catalina se solían retrasar y eso impacientaba a Ylena, pero nunca les recriminó su impuntualidad.

Tuvieron que pasar unos cuantos días antes de que Fernando contara a Catalina su encuentro con Zahra. Fue una noche, al volver del trabajo antes de la cena. Sentados el uno frente al otro en la biblioteca, ella le escuchaba atenta y sorprendida por una relación en la que apenas mediaban palabras.

—¡Qué enamorado estás! —exclamó Catalina cuando Fernando terminó de hablar.

—No… no digas eso… En realidad, no sé muy bien lo que siento por ella.

—Ya te lo he dicho yo: estás enamorado, aunque te niegas a admitirlo. Mira, yo creo que lo mejor es que se lo digas.

—Pero ¡qué voy a decirle! No, es mejor dejar las cosas como están. Ahora lo único que me preocupa es averiguar dónde se han llevado a Eulogio. Esta mañana el señor Wilson me ha dicho que ha pedido a la Cruz Roja que haga lo posible por averiguar en qué campo puede estar… pero no me ha dado muchas esperanzas. Yo le he pedido que me ayude a llegar a Francia. Iré a París y desde allí a Lyon para encontrarme con Anatole Lombard. Me ha dicho que es muy complicado y que ya me responderá.

—Si tú vas, iré contigo.

—Tú no puedes venir. No, no quiero que te suceda nada.

Catalina se puso en pie enfadada, plantándose delante de él.

—¡No quieres que me suceda nada! Vaya, te di la pistola con la que mataste a los asesinos de tu padre convirtiéndome en tu cómplice, nos escapamos de España, estuvimos a punto de naufragar en el Atlántico, di a luz en medio de un temporal… Llegamos a esta ciudad sin saber ni una palabra de árabe, sin trabajo, sin un techo, sin amigos… Y hemos sobrevivido, Fernando. Lo hemos hecho. ¿Y ahora quieres tratarme como si fuera de porcelana? ¡De eso nada! ¡No te lo voy a permitir! Los Aliados han liberado París, monsieur Baudin ha contado que los españoles ayudaron en su liberación… ¡Quiero ir a París! Puede que Marvin haya regresado allí. En cualquier caso, no me quedaré en esta ciudad.

—Pero ¿y Adela?, no puedes someter a la niña a un viaje así…

—Adela es una superviviente, no te olvides de eso. Vendrá con nosotros. No nos pasará nada. Si el señor Wilson nos ayuda, podremos llegar a París. Francia está pegadita a España, Fernando, y yo… bueno, cada día echo más de menos a mis padres, mi casa…

Discutieron un buen rato sin convencerse el uno al otro, pero los dos determinados a marcharse de Alejandría.

Fernando apenas durmió aquella noche. Quería acabar de traducir un poemario de un joven egipcio del que Sara era su descubridora. No se iría sin dejar el trabajo terminado, pero tampoco quería esperar más tiempo.

Por la mañana se reunió con Sara y con Athanasios Vryzas para entregarles la traducción. El viejo editor echó un vistazo y pareció complacido. Sara, por su parte, le dijo que una autora amiga suya acababa de entregarle un nuevo poemario y que podía empezar a trabajar en la traducción. Fernando apretó la mandíbula y se disculpó diciendo que estaba preparando un viaje y que no sabía si tendría tiempo. Quería volver a hablar con el señor Wilson, dijo. No hubo en el rostro de Sara ni un atisbo de sorpresa. Incluso se ofreció a acompañarle en ese mismo momento al despacho de su esposo.

Vryzas tampoco dijo nada, pero dedujo que por fin Fernando iba a emprender su viaje a Ítaca.

A Benjamin Wilson le incomodó que Fernando insistiera en hablar de nuevo con él. Ya le había dicho cuanto debía y no tenía nueva información. No creía que pudiera llegar a saber dónde estaba Eulogio, pero tampoco quería angustiar a Fernando.

Fue Sara quien anunció a su marido que Fernando estaba decidido a viajar. Tanta determinación le molestó porque tenía otras preocupaciones y los asuntos de Fernando no estaban entre ellas. Aun así, Wilson no era un hombre que se permitiera mostrar sus estados de ánimo, de manera que escuchó paciente. Sara en cambio tenía sus propios intereses, de modo que inesperadamente se convirtió en la valedora de su viaje.

—Sería una temeridad que Fernando intentara llegar a Alemania, pero quizá no lo sea tanto que vaya a Francia. Debemos ayudarle. Me gustaría que fuera a mi casa, a la librería de mi padre. Marvin la dejó a cargo de Alain Fortier, su profesor de Literatura. Quisiera saber qué ha pasado. No hay nada que desee más que la librería Rosent vuelva a ser lo que fue.

Si Benjamin Wilson se sorprendió tampoco lo manifestó; Fernando sí.

—Pero si voy a París es para poder trasladarme más fácilmente a Lyon… Quiero encontrar a Anatole Lombard… —protestó.

—Puedes hacer las dos cosas… En realidad tú no quieres estar aquí. No has arraigado en Alejandría… Bueno, eso no importa. Comprendo que además de querer saber qué ha sido de tu amigo Eulogio, para ti ir a Francia significa acercarte a España, a tu casa… —afirmó Sara.

—Bueno… no se trata de eso. Ahora lo único que me preocupa es Eulogio —respondió molesto.

Pero Sara, la dulce Sara, iba a mostrar una parte de su personalidad que su marido conocía bien pero no Fernando.

—Mientras no puedas volver a España, donde tienes asuntos pendientes que aún no ha llegado el momento de resolver, bien puedes instalarte en París. Me gustaría que te hicieras cargo de la librería Rosent, que hagas de ella lo que fue… un lugar al que acudían los poetas con sus manuscritos y aguardaban impacientes la opinión de mi padre. Cuando la guerra termine, yo misma iré a París. Pero hasta entonces me harías un gran servicio si te ocuparas de la librería.

Fernando no sabía qué responder. Benjamin Wilson tampoco decía palabra. Los dos rumiaban lo que acababan de escuchar de labios de Sara.

—Catalina vendrá conmigo —acertó a decir Fernando.

Sara asintió. Tanto le daba. Apenas conocía a la española, y además estaba segura de que no correrían ningún peligro en Francia. De Gaulle había regresado, había formado gobierno. Y estaban los americanos. Era el momento de empezar a reconstruir las vidas que habían quedado en suspenso.

—La guerra no ha terminado —intervino Benjamin Wilson con tono severo.

—Pero los Aliados cada vez controlan más territorios —respondió Sara.

—Ha habido avances importantes, pero la Wehrmacht todavía no ha sido derrotada —insistió Wilson.

—Aun así, iré. —Fernando no estaba dispuesto a dejarse convencer.

—No será fácil. —Wilson parecía inmune a los deseos de Sara y Fernando.

—Bien, entonces parece que estamos todos de acuerdo —dijo Sara con tono impaciente.

—No, no estamos todos de acuerdo. Yo no lo estoy. Ir a Francia requiere unos preparativos harto complicados, además del riesgo que supone. No creo que sea el momento adecuado. —Benjamin miraba fijamente a su mujer.

—Me gustaría irme de inmediato. En una semana a más tardar —los interrumpió Fernando—. Quizá, mientras, usted haya podido averiguar algo sobre Eulogio.

Wilson no respondió. Quería terminar la charla y quedarse a solas con Sara. Le sorprendía que no le hubiese contado nada de sus planes para con la librería Rosent.

Una semana después, Fernando continuaba en Alejandría.

Benjamin Wilson le aseguró que en ese momento no encontraba la manera de llevarles a Francia sin que corrieran peligro.

El transcurrir de los días se le hacía eterno. Ansiaba dejar la ciudad antes de que terminara el año y estaban a punto de comenzar noviembre.

Catalina, por su parte, fue comunicando a los padres de sus alumnos que pronto se iría y, por tanto, no podría continuar dando las clases de piano. Quería marcharse de Egipto, aunque no podía dejar de preocuparse por la suerte que correrían si es que lograban llegar a París. No le preocupaba tanto su vida como la de Adela. Fernando le comentaba las reticencias de Wilson y aunque ella las rechazaba, sabía que tenía razón, que era una temeridad emprender viaje al continente en guerra, pero aun así prefería marcharse.

Dimitra rompió a llorar al enterarse de que Fernando y Catalina se irían junto a la pequeña Adela, y la reacción de Ylena no se quedó atrás. Se había acostumbrado a la presencia de los dos españoles que habían llenado de sonidos la quietud de su casa. Si los aceptó fue por la amistad que la unía con el capitán Pereira, pero poco a poco les había tomado afecto y ahora no se imaginaba la casa sin ellos. Mister Sanders y monsieur Baudin también se sintieron contrariados cuando Catalina y Fernando les anunciaron que estaban a punto de dejar Alejandría. El francés opinó que era una temeridad, que aún había demasiados alemanes cercando Francia, y el coronel les aconsejó con gesto grave que deberían esperar un tiempo más puesto que Hitler aún no estaba derrotado. Pero ni Fernando ni Catalina estaban dispuestos a dar marcha atrás en la decisión que habían tomado.

Cuanto más le insistía Fernando a Wilson, más se incomodaba éste. En realidad no estaba poniendo demasiado empeño en ayudarle a trasladarse a Francia. Incluso había discutido con Sara. Su esposa estaba empecinada en que Fernando se hiciera cargo de la librería Rosent. Le había expuesto su plan dejando claro que era definitivo. Ella seguiría en Alejandría o donde quisiera Benjamin que tuvieran su residencia, pero la editorial-librería Rosent debía volver a su actividad. Era un homenaje a la memoria de su padre, pero también lo hacía por ella; no podía admitir la derrota total ante Hitler. Los alemanes se habían cobrado la vida de su padre y la única manera que tenía de paliar su victoria era haciendo que la librería Rosent volviera a ser lo que fue.

El padre Lucas también sintió una punzada de soledad cuando supo que Catalina quería marcharse. La española había pasado a formar parte de su cotidianidad. Al principio le irritaban sus confesiones absurdas, pero a través de ellas la conoció en profundidad y había acabado apreciándola. Catalina le hacía reír, era alegre y discutidora, siempre dispuesta a pelear con tal de no dar su brazo a torcer. Sabía que ella se sentía profundamente atraída por el doctor Naseef, pero había decidido ignorar aquella atracción por más que él le decía que se estaba negando la posibilidad de ser feliz con un hombre que la quería. Porque si de algo estaba seguro el padre Lucas era del amor profundo e incondicional del médico por Catalina. Pero aquel Marvin, por lejos que estuviera, seguía siendo una presencia ominosa en su vida.

El sacerdote averiguó cuanto pudo sobre Marvin y su amor con Farida. A nadie le extrañaba que el americano hubiera perdido la cabeza por la filósofa alejandrina.

Pero Catalina rechazaba cualquier virtud en Farida. Le había adjudicado el papel de seductora malvada que impedía que Marvin cumpliera con su deber para con ella y su hija. Por más que el padre Lucas había intentado convencerla de que se olvidara del americano, Catalina se negaba con tozudez. Estaba decidida a encontrarle y a obligarle a casarse con ella. Ni siquiera admitía la posibilidad de que Marvin pudiera casarse con Farida.

El doctor Naseef pensaba que su dolor debía de ser tan fuerte como el que sentía Catalina por la ausencia de Marvin Brian. Cuando ella le dijo que iría a Francia con Fernando supo que la despedida sería para siempre. Se compadeció de sí mismo y la compadeció a ella también. Ambos estaban condenados a la infelicidad.

Sara, por su parte, no daba tregua a su marido. No había día en que no le preguntara por los preparativos para trasladar a Fernando y a Catalina a París. Al final, Benjamin terminó rindiéndose ante la insistencia de su esposa.

El día de partida se fijó para el 20 de diciembre, pero el 16 se despertaron con la noticia de que la Wehrmacht había desencadenado una contraofensiva en la región de las Ardenas, en la frontera norte de Francia. Un ataque de tal magnitud que las fuerzas aliadas se vieron obligadas a replegarse. Los panzers avanzaban imparables. El Führer había tomado la decisión de este ataque con la pretensión de aislar a las tropas norteamericanas. Cuarenta y cinco divisiones que se encontraban tras la Línea Sigfrido irrumpieron en territorio francés.

Adolf Hitler había encomendado el mando de la operación al mariscal Gerd von Rundstedt, quien, al igual que otros generales, no había mostrado gran entusiasmo por el ataque sorpresa contra Francia. Pero desde las primeras horas la operación fue un éxito.

Las noticias que llegaban a Alejandría eran confusas salvo en una cuestión: la superioridad de la Wehrmacht respecto a las tropas aliadas.

Un mensajero se había presentado en casa de los Wilson cuando estaba amaneciendo. A esa hora Benjamin se encontraba bebiendo su primera taza de café. Leyó deprisa la carta que le entregaron y de inmediato se marchó sin tiempo de explicar nada a Sara. No supieron nada de él hasta media tarde, cuando Leyda avisó de que Wilson acababa de llegar y los requería tanto a Sara como a Fernando en su despacho.

Fernando sintió una secreta admiración por el gesto impasible de Wilson. Nada en su rostro, salvo una ligera sombra de cansancio, indicaba que aquél no fuera un día como cualquier otro.

—No puede ir a París. Lo siento. Habrá que esperar el resultado de la ofensiva de la Wehrmacht. Cuando esté seguro de que puede llegar con cierta seguridad, se lo haré saber.

No dio más detalles. Para Wilson no había discusión posible y tanto Sara como Fernando así lo entendieron.

El doctor Naseef se reprochaba el alivio que había sentido al saber que Catalina aún permanecería en Alejandría. No obstante, no se engañaba: nada haría cambiar a Catalina de opinión. Quería irse. Nada la retenía en Alejandría.

El año 1944 se despedía mientras en las Ardenas se luchaba denodadamente entre las tropas aliadas y las alemanas. Unos días después Ylena invitó al doctor Naseef a cenar.

Durante la velada el coronel Sanders se mostró convencido de que los Aliados se harían con la victoria.

—No voy a negar que las fuerzas alemanas del mariscal Gerd von Rundstedt sorprendieron a los nuestros y les han dado una buena paliza, pero después de la matanza de Malmedy las cosas han cambiado. Los norteamericanos no van a perdonar lo ocurrido.

El inglés hizo una pausa larga como si esperara que los presentes le insistieran en que siguiera hablando. Fue Catalina quien le pidió que lo hiciera.

—Querida, ha sido terrible lo sucedido en ese pueblecito. Hace unos días, tres unidades americanas circulaban entre Baugnez y Malmedy y tuvieron la desgracia de toparse nada menos que con la División Peiper de las SS.

De nuevo mister Sanders hizo otra pausa que aprovechó para dar un sorbo a su copa de vino sabiendo que había concitado la atención de todos los asistentes a la cena. Fernando aguardaba impaciente a que el coronel continuara su relato, lo mismo que Ylena, e incluso monsieur Baudin, que aquella noche no se encontraba demasiado animado porque padecía un fuerte resfriado.

—Como todos sabrán, la División Peiper es una unidad muy experimentada que ha combatido con éxito en el Frente Oriental y que parece que ahora está adscrita a la 1.ª División de Panzers de las Waffen-SS del general Sepp Dietrich —continuó Sanders.

En realidad, ni Fernando, ni Catalina, tampoco Ylena ni Baudin, sabían quién era aquel general Dietrich, ni mucho menos tenían idea de la existencia del «Grupo Peiper». Pero todos callaron ansiosos sabiendo que al coronel le gustaba sorprenderlos con sus exhaustivos conocimientos de cuanto sucedía en los distintos frentes.

—Bueno, pues como les decía, tres unidades americanas se toparon con el grupo de Peiper y ya saben cómo se las gastan los de las SS. Hicieron prisioneros a los norteamericanos y los fusilaron; algunos que lograron escapar se refugiaron en un café de Malmedy pero corrieron aun peor suerte porque quemaron el local con ellos dentro.

»El general Eisenhower ha prometido venganza y no me cabe duda de que cumplirá. De hecho, desde que sucedió lo de Malmedy los norteamericanos están peleando con más ahínco. Quieren vengar a sus compañeros.

La sopa se estaba quedando fría e Ylena los instó a seguir cenando, pidiéndoles que no hablaran más de la guerra. Pero salvo el doctor Naseef, ninguno de los presentes hizo caso a su anfitriona, De manera que la conversación siguió girando sobre el mismo tema, y fue monsieur Baudin quien, dirigiéndose a Fernando, quiso saber si habían descartado marcharse a París.

—Nos iremos en cuanto sea posible. Si los alemanes no hubieran invadido las Ardenas ya estaríamos allí. Me alegra saber que los yanquis les están dando una buena paliza a los nazis —respondió Fernando.

Terminada la cena, el doctor Naseef buscó el momento de hablar con Catalina. Fernando estaba jugando al ajedrez con Sanders e Ylena y Baudin charlaban sobre sus conocidos.

—¿Sigues decidida a marcharte? —le preguntó el doctor.

—Sí, aquí estoy demasiado lejos de mi casa. Seguramente en alguna ocasión Marvin vendrá, puesto que Farida es alejandrina, pero conociéndole no dudo de que en cuanto pueda regresará a París. Allí tenía su propia casa y París es el mejor lugar para escribir.

—Bueno, yo no estoy de acuerdo con eso… En mi opinión, uno escribe en cualquier lugar si es que tiene algo que decir.

—¡Ah, no! Desde luego que no. Hay ciudades y momentos más inspiradores que otros. Y Marvin empezó a escribir poemas en París —protestó Catalina.

—Sigues empeñada en encontrarle…

Ella le miró muy seria y le cogió la mano. El doctor se sonrojó.

—Sé… sé que entre tú y yo hay algo… bueno, podría haber algo. Pero no puede ser. Aunque yo quisiera, no puede ser. Tengo una hija.

—A la que quiero como si fuera mía —respondió él.

—Sí, has tratado a Adela con mucho cariño y ella te quiere, pero no eres su padre. Mi hija está en su derecho de tener su propio padre y no voy a rendirme sin intentarlo. La guerra me ha impedido seguir a Marvin, pero si puedo ir a París me estaré acercando a él. Tiene que conocer a Adela, no puede negarla.

—Yo puedo reconocerla como mía —se atrevió a decir el doctor.

Ella le apretó la mano con afecto. Le conmovía la lealtad de Naseef, su amor incondicional.

—Lo sé, pero sería egoísta por mi parte porque supondría decidir en mi beneficio pero no en el de mi hija. Hace unos días Fernando me dijo que creía que yo… bueno, que yo tengo un sentimiento profundo hacia ti. Yo misma no puedo negarlo, pero te aseguro que combato ese sentimiento. Podría quererte, sí, podría, pero no me lo voy a permitir. Por eso me voy de aquí; encontraré a Marvin y, si él se casa conmigo, regresaré a mi casa. No hay un solo día en que no piense en mis padres.

—Y si encuentras a Marvin y él se niega a reconocer a Adela, entonces ¿qué harás?

—Eso no va a suceder. Estoy segura de que cuando conozca a su hija tomará la decisión adecuada.

—Pero…

Catalina no le dejó proseguir. Aquel hombre la atraía como nunca le había atraído ningún otro, ni siquiera Marvin, pero estaba convencida de que su deber era luchar para que Adela tuviera a su verdadero padre, porque sólo entonces podría regresar a España con la cabeza alta.

Mientras en los primeros días de enero las tropas alemanas habían comenzado a perder posiciones en las Ardenas, el 17 las tropas soviéticas entraron en Varsovia y el 27 liberaron Auschwitz, dándose de bruces con el Infierno.

Para ese momento, Fernando y Catalina emprendían el viaje hacia Francia meticulosamente preparado por Benjamin Wilson.

Las despedidas habían sido más costosas de lo que ambos suponían. Llevaban tres años viviendo en Alejandría y habían tejido unos afectos difíciles de obviar. Dimitra no podía retener las lágrimas. Ylena era incapaz de ocultar su preocupación por lo que les pudiera pasar. El padre Lucas parecía compungido. Sólo los Wilson estaban tranquilos.

La noche antes de su partida, Zahra se presentó en casa de Ylena sin avisar. Fernando estaba metiendo su ropa en la maleta cuando Dimitra le anunció que la bailarina le aguardaba en un coche frente a la puerta de entrada.

Zahra le pidió que la acompañara a dar un paseo y él aceptó de inmediato. Ella no le dijo adónde iban y no hablaron durante el trayecto. Pero a él no le sorprendió que el destino fuera su casa.

La noche transcurrió sin palabras. No las necesitaban.

Como en las dos ocasiones anteriores, Zahra se levantó de madrugada. El sol aún no se había puesto sobre Alejandría cuando ella abrió de par en par la puerta de la terraza que se inclinaba sobre el mar. Él la siguió y se encontró con una mirada endurecida.

—¿Me ayudarás cuando llegue el momento? —le preguntó.

Él sabía a qué se refería, de manera que se limitó a asentir con la cabeza.

Regresó a la habitación sin despedirse y se vistió sabiendo que el sueño había llegado al final, impactado por la petición de Zahra. Se daba cuenta de lo poco que la conocía. Para ella la venganza era la savia que la mantenía con vida y no descansaría hasta vengarse del socio de su padre, de aquel hombre cuyo testimonio la había condenado a un psiquiátrico. Ludger Wimmer seguía habitando en Zahra lo mismo que Roque y Saturnino Pérez habitaban en él. Sólo que él había matado a los asesinos de su padre. Por eso no juzgó la decisión de Zahra.