Eulogio estaba sentado en la cama leyendo una carta de Marvin. Se la había encontrado encima de la mesa al llegar. Su madre estaba lavando la ropa y apenas se saludaron. El silencio que se había instalado entre ellos a Piedad le causaba dolor y a él incomodidad. De manera que cerró la puerta de su cuarto, ávido por saber de su amigo americano.

Mi querido Eulogio:

Parto mañana para Alejandría y no quería dejar de decírtelo. Ya te informé de que planeaba ir a Egipto, pero no con tanta inmediatez, de manera que te preguntarás por qué un viaje tan precipitado y lo comprenderás si te digo que desde hace unos días mi anciano editor monsieur Rosent está desaparecido como tantos otros judíos. No sé si se ha ocultado o ha sido detenido. Puedes imaginar mi angustia y preocupación. Sólo me consuela saber que al menos monsieur Rosent ha podido salvar su negocio al vendérmelo a mí.

Me siento abrumado por la responsabilidad asumida. Le he pedido a mi profesor de Literatura en la Sorbona que se haga cargo de la librería hasta que yo regrese. Creo que en alguna ocasión te he hablado de él; se llama Alain Fortier, fue él quien me animó a llevar mis poemas a monsieur Rosent.

Fortier no puede dedicarse plenamente a la librería, pero aceptará los encargos que pueda asumir; es decir, irá editando lo que crea conveniente, aunque no demasiado. En la tienda he encontrado un montón de carpetas con manuscritos preparados ya para su edición, de manera que se pondrá en contacto con los autores para explicarles que monsieur Rosent no está y que por tanto deben decidir qué quieren hacer con sus textos.

Alain Fortier siente un gran aprecio por monsieur Rosent. Le echará una mano uno de sus alumnos, Jean. Creo que podrá apañarse bien.

Pero como me siento abrumado ante tanta responsabilidad, he tomado la decisión de ir a Alejandría para informar a Sara Rosent de la situación.

Nadie sabe cuánto durará esta guerra ni tampoco el resultado final. Puede que Francia pase a ser definitivamente un apéndice de Alemania. Inglaterra aguanta sola, aunque con la entrada de Rusia en la guerra quizá las cosas puedan cambiar. Ni siquiera Napoleón pudo doblegar a los rusos.

Como te conté en mi anterior carta, Sara Rosent vive con su marido en Alejandría, de donde él es originario y donde su familia tiene un próspero negocio editorial. No te oculto que a pesar de la guerra me tienta la posibilidad de pasar una temporada en Alejandría, pero sobre todo explorar la posibilidad de ir a El Cairo y poder contemplar una de las grandes maravillas del mundo como son las pirámides. ¡Imagínate el espectáculo! No sé si podré, pero lo intentaré. Siento que Alejandría me servirá de bálsamo ante esta desazón que me devora y que se ha convertido en crónica.

Y ahora, querido amigo, quiero hacerte una propuesta que sin duda calificarás de disparatada pero, aun así, quiero hacértela. No es otra que la de invitarte a unirte a mí en mi aventura egipcia y que me acompañes, si es que fuera posible, a visitar las pirámides. Sé que son muchas las dificultades; los alemanes y los ingleses también libran la guerra en la frontera con Egipto y llegar hasta Alejandría no será fácil, ni yo mismo sé aún cómo lo lograré. En cuanto a los gastos del viaje no te preocupes, yo correré con ellos; es lo menos que puedo hacer después de haberme acogido en tu casa tan generosamente. Permíteme esta invitación. Ojalá sea posible llevar adelante esta pequeña locura.

Al final de la carta te recuerdo la dirección de Sara Rosent. Escríbeme allí, o mejor, espero que nos encontremos.

Tu amigo siempre,

MARVIN BRIAN

A Eulogio le sorprendió tanto como le halagó la propuesta de Marvin. De repente Alejandría se le aparecía como un regalo inesperado que no iba a rechazar, aunque su objetivo final seguía siendo América. Marvin podría ayudarle. Una vez que se encontraran en Alejandría le pediría que le ayudara a llegar al soñado Nuevo Mundo. Sí, es lo que haría. En cuanto a Fernando y Catalina, tendrían que decidir adónde irían una vez que llegaran a Lisboa.

El gris se había instalado en el cielo impidiendo que se filtrara siquiera un solo rayo de luz.

A Isabel le preocupaba la desazón que evidenciaba su hijo. Sabía que algo le pasaba, pero por más que le preguntaba él se lo negaba. Le dolía lo que creía era desconfianza. Desde niño Fernando siempre la había hecho depositaria de sus preocupaciones y anhelos.

Apoyado junto al balcón, Fernando miraba distraído. Sentía la preocupación de su madre. Había estado tentado de decirle lo que pensaba hacer, pero sabía que entonces ella se lo impediría. Lo que más le dolía era tener que marcharse sin despedirse. Durante la noche le había escrito una carta que dejaría sobre la almohada para que ella la encontrara al día siguiente. La imaginaba leyendo sin contener las lágrimas. Se preguntó si acaso iba a cometer un error, si realmente merecía la pena infligir a su madre semejante sufrimiento. La iba a dejar casi con certeza para siempre porque difícilmente podría regresar a España o ella reunirse con él, aunque esto último no lo descartaba.

De lo que estaba seguro de que no se arrepentiría era de matar a aquellos dos hombres que encarnaban a los asesinos de su padre. Su familia sufriría, lo mismo que su madre y él habían sufrido. ¿No decía la Biblia que ojo por ojo? Pues eso es lo que se disponía a hacer. Aun así, no podía dejar de pensar en aquellas palabras de su padre: «No matarás, tú no matarás». Sí, podía escuchar la voz grave de su padre. Pero no iba a obedecerle, esta vez no.

Se preguntó qué haría Catalina para poder despistar a su tía. Doña Petra apenas la dejaba sola un minuto y, siendo sábado, aún sería más difícil que lo hiciera ya que la buena señora estaba muy preocupaba por el estado de su sobrina, cada día más débil. Sin duda añadiría dificultades a la fuga. Pero ya no había vuelta atrás.

—Yo ya estoy lista… —dijo Isabel, sacándole de su ensimismamiento.

—Pues vamos, porque a mí se me está haciendo tarde —respondió él.

—Doña Hortensia me ha dicho que no me necesitará esta tarde, así que no llegaré muy tarde a casa.

—Pues yo cuando salga de la imprenta iré a dar una vuelta con Eulogio.

—¿Con este tiempo? Pero, hijo, si dicen que va a llover todo el día… —respondió preocupada.

—Madre, comprende que después de toda la semana trabajando me viene bien distraerme un rato. Sólo daremos un paseo y quizá nos reunamos con algunos amigos. No sé si llegaré un poco tarde; por si acaso, no me esperes para cenar.

A Isabel le sorprendió el anuncio de su hijo. No era propio de Fernando salir y mucho menos llegar tarde. Solía dar un paseo con Eulogio mientras fumaban un cigarrillo, pero poco más. Apretó los labios para no decir nada. No podía reprocharle que quisiera salir con sus amigos, al fin y al cabo era joven y tenía derecho a distraerse de vez en cuando.

Caminaron un rato juntos como hacían todas las mañanas. A Fernando le gustaba acompañarla un trecho antes de ir a la imprenta.

Isabel no sabía por qué sintió una enorme desazón, como si una mano le estuviera retorciendo las entrañas. Notaba a su hijo inquieto, perdido en sus pensamientos, con un rictus de crispación y la mirada extraviada.

Cuando llegaron a la esquina donde se separaban, Fernando abrazó a su madre con tanta fuerza que ella se asustó.

—Te quiero tanto, madre, ¿verdad que lo sabes?

—Pues claro, hijo…, ¿cómo no voy a saberlo? Pero… no sé, Fernando…, siento que algo te preocupa. Llevas unos días muy callado, pero hoy además noto… noto tu angustia.

—¡Qué cosas dices, madre! No me pasa nada, un poco cansado sí que estoy, pero es que en la imprenta no doy abasto, aunque agradezco que me den tanto trabajo. Te quiero, madre. Te quiero.

—Pero, Fernando…

—Anda, vete, que si no los dos llegaremos tarde.

Volvió a abrazarla y luego cada uno siguió su camino, ambos igual de angustiados. Isabel sintiendo una profunda desazón. Fernando despidiéndose en silencio de ella.

Las horas pasaron más lentas que nunca. Esperaba que con el dinero de Catalina, Eulogio hubiera comprado un billete de tren en tercera; además, él se había encargado de vender la medalla de la comunión, un par de anillos y la pulsera de oro con colgantes. Conocía a mucha gente y no le costó encontrar un comprador que no le estafara demasiado.

Fernando había guardado el resto de las joyas en la confianza de que no tuvieran que venderlas, aunque se preguntaba con qué iban a comer y qué harían al llegar a Lisboa. Al menos le consolaba el que Catalina pudiera viajar sentada. Ellos intentarían colarse en uno de los vagones que transportaban mercancías. No podían gastar ni un céntimo extra. Además, no le parecía justo gastar el dinero de ella.

Don Vicente le llamó la atención un par de veces. «Estás muy distraído, Fernando, tienes la cabeza en otra parte y aquí se viene a trabajar. Y deja de mirar el reloj, llevas mirándolo desde que llegaste esta mañana.»

Tragó saliva preocupado porque fuera tan evidente su desasosiego. A don Vicente no se le escapaba nada y cuando empezaran a buscarle, seguro que diría que aquel sábado le había notado raro en el trabajo.

Catalina estaba de mal humor. No había dormido bien por culpa de los nervios. Además, su tía Petra estaba especialmente pesada aquella mañana, empeñada en que desayunara cuando a ella no le cabía en el estómago ni un sorbo de agua.

Por si fuera poco, le había anunciado que don Juan pasaría a verla y estaba segura de que su madre también se dejaría caer como todas las tardes. A pesar de que le había dicho a Fernando que no se preocupara, en realidad no sabía cómo iba a poder escaparse. Llevaba varias horas rezando pidiéndole a Dios y a la Virgen que la ayudaran.

A las nueve en punto llegó don Juan. Parecía contento esa mañana, a pesar de que la lluvia había teñido el día de color gris.

—¿Cómo te encuentras hoy?

—Igual —respondió ella.

—Esperemos que el niño aguante ahí dentro por lo menos hasta que estés de siete meses… —dijo el médico mientras la examinaba.

—Pues ya falta menos. El día 15 de diciembre entraré en el séptimo mes —afirmó Catalina.

—Yo nunca me fío de las cuentas que echáis las embarazadas. Tú tienes que continuar sin moverte y ya veremos qué pasa.

Aceptó sin rechistar todas las recomendaciones del médico. En otras ocasiones se rebelaba ante la insistencia de que no se moviera de la cama, pero ese día tanto le daba lo que don Juan pudiera decir.

—Tu tía dice que estás inapetente y eso no puede ser. ¿No sabes que eso perjudica al niño?

—Es que ni se nota que está embarazada, en vez de engordar creo que está adelgazando —se quejó doña Petra.

—Bueno, bueno, pues eso hay que remediarlo. Son tiempos de escasez, pero una embarazada tiene que comer.

Catalina escuchaba al médico y a su tía sin prestarles atención. Lo único que quería era que la dejaran sola. Tenía que guardar en una bolsa algo de ropa para ella y su hijo. No podía llevarse demasiado, tan sólo lo que cupiera en la bolsa.

Al poco de irse don Juan llegó su madre. La sorprendió porque no la esperaba hasta por la tarde.

—¡Ay, Petra!, me tienes que echar una mano —dijo doña Asunción antes de entrar en la habitación de su hija—. Pues no se le ha ocurrido a don Bernardo otra cosa que esta tarde, después del rosario de las seis, hacer una rifa. Cada uno tenemos que llevar algo para sortear; pero no sólo eso, con el dinero de las papeletas pretende ayudar a los más desfavorecidos de la parroquia. Dice que hay mucha necesidad. ¡Como si no lo supiéramos! Y que todos tenemos que aportar algo.

—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó Petra alarmada.

—Mira, he pensado que quizá podríamos dar para la rifa alguno de los trajes de tu marido que tienes guardados.

—Pero, Asunción…, no sé… Cómo voy a dar un traje de mi marido… En su día ya di a la parroquia toda su ropa y sólo me queda el traje con el que nos casamos.

—Pues ése… ¿Para qué lo quieres?

—Bueno, es que… no sé…

—Yo voy a llevar una chaqueta de Ernesto que está todavía de buen ver y un par de corbatas.

—Ya… pero tu marido está vivo y no es lo mismo —protestó doña Petra.

—Por Dios, hermana, con la necesidad que hay y tú remisa a entregar un traje que ya no te sirve para nada…

—Déjame pensarlo.

—Es que me he comprometido con don Bernardo.

—Vaya, ¡y cómo has hecho eso! —Doña Petra se estaba enfadando.

—Pues porque ha pedido un traje para la rifa, dado que hay muchos hombres que necesitan ir a trabajar vestidos decentemente.

—Dale uno de Ernesto —respondió Petra enfadada.

—Menudo es Ernesto, ya sabes lo que le cuesta hacer caridad, sobre todo con sus cosas. Y tampoco es que esté tan sobrado de ropa. Nosotros aportamos la chaqueta y las dos corbatas.

—¡Mamá! —gritó Catalina, impaciente porque su madre no entraba en la habitación.

El resto de la mañana asistió nerviosa a una discusión interminable entre su madre y su tía a causa del traje.

Doña Asunción se disculpó con su hija diciéndole que por lo de la rifa no iría a verla por la tarde, prometiéndole que el domingo no se despegaría de su lado. Y doña Petra murmuró entre dientes lo mal que le parecía que la dejaran sola a cargo de la enferma porque aquella tarde, como otras tardes de sábado, la había invitado a merendar doña Josefa, la viuda que vivía en el primero con la que siempre había mantenido amistad. Doña Josefa solía organizar inocentes partidas de tute con dos o tres viudas como ella, y doña Petra era una de las fijas. Desde que Catalina estaba en su casa no había podido asistir a esas meriendas con la frecuencia de antes. Al principio ella misma organizaba alguna merienda, pero según se le fue notando a su sobrina el embarazo prefirió no exponerla a los ojos de la vecindad.

Catalina comenzó a rezar en silencio para dar gracias a la Virgen y a Dios. Habían escuchado sus oraciones. Aquella tarde su madre no iría a verla y con un poco de suerte lograría convencer a su tía para que bajara a merendar con la viuda del primero y a jugar al tute.

Así desterró el malhumor e incluso accedió a tomarse una taza del caldo que su madre le había llevado y una tortilla a la francesa que le preparó su tía. No dejaba de mirar el reloj deseando que pasaran las horas. Su madre se fue al filo de las dos y su tía se sentó a su lado a leer esperando que se durmiera un rato. Catalina estaba cansada pero demasiado nerviosa para dormir, aunque cerró los ojos para que su tía la dejara sola.

En cuanto doña Petra se convenció de que su sobrina dormía, salió de la habitación de puntillas.

A eso de las cinco, el timbre las sobresaltó. Doña Josefa, la viuda del primero, reclamaba a doña Petra para que bajara a la partida de tute. La buena señora preguntó por Catalina, a la que ya no veía salir de casa.

—La niña está en cama con gripe —la excusó doña Petra.

—Pues sí que lleva tiempo con gripe —dijo la vecina.

—Es que se le va una y le viene otra… Es por debilidad… Catalina no come nada y así se cogen todos los microbios —justificó su tía.

—Últimamente parecía un poco más gordita… —apuntó doña Josefa con cierta malicia.

—¡Ojalá! Pero está como un fideo.

—Bueno, pero no le pasará nada por quedarse sola un rato, al fin y al cabo sólo tiene gripe, ¿no? —insistió la viuda.

—Es que me da no sé qué… lo mismo necesita algo —argumentó doña Petra.

—Cuando se tiene gripe lo que uno quiere es que le dejen en paz.

Y ni corta ni perezosa la viuda se dirigió a la habitación de Catalina y después de dar unos ligeros golpes en la puerta, entró seguida por doña Petra, temerosa de que pudiera darse cuenta del verdadero estado de su sobrina.

—Querida niña, ¡cuánto tiempo sin verte! Vaya, pues sí que tienes mala cara, ¿seguro que sólo es gripe?

—Sí, sí… claro, doña Josefa… Procure no acercarse demasiado que esta gripe es muy contagiosa —dijo Catalina.

—Pues no me acerco… Pero no sé, a pesar de la mala cara, no te veo tan mal como para que tu tía no pueda bajar a la partida de tute.

—¡Claro que puede! Pero, tiíta, no me pasa nada por quedarme un ratito sola. Lo único que me apetece es estar en la cama calentita y tranquila —afirmó Catalina con la voz más dulce de la que fue capaz.

—No, no me parece bien, puedes necesitar cualquier cosa —replicó doña Petra, esperando encontrar el asentimiento de su sobrina.

—Me sentiré peor si no bajas a la partida, ya llevas tres semanas sin ir por mi culpa.

—Es que no sé lo que le pasa a tu tía que apenas sale de casa… Todo el día aquí las dos, no sé cómo no os aburrís… —Doña Josefa intuía que había algo que se le escapaba.

—Bueno, yo he venido a hacer compañía a mi tía, está tan sola… Pero eso no quita para que no siga con sus costumbres, así que, tía, que no sea por mí que no bajas a casa de doña Josefa. Si no lo haces me harás sentir mal.

—Pero, Catalina… —se quejó doña Petra.

—Ya has oído a tu sobrina, así que te bajas conmigo y me ayudas a terminar de preparar la merienda. Son ya las cinco y media y las otras señoras están a punto de llegar.

Doña Petra no pudo negarse más y le suplicó a Catalina que no se moviera de la cama.

—No tardaré mucho —le aseguró.

—Por favor, tía, disfruta de un rato con tus amigas y espero que ganes al tute, siempre me dices que se te da muy bien —añadió Catalina, deseando que las dos mujeres se marcharan.

Cuando escuchó cerrarse la puerta, se levantó con cuidado y se puso de rodillas delante de la mesilla donde tenía un pequeño cuadro de la Virgen y le rezó rogándole que le diera fuerzas para poder escaparse sin más sobresaltos.

A las seis en punto salía de la casa de su tía llevando en la mano una bolsa pequeña. Se había envuelto en el abrigo y cubierto la cabeza con una bufanda para protegerse de la lluvia y el frío. Se sentía débil, titubeaba al caminar, pero estaba convencida de que Dios y la Virgen estaban de su parte y, por tanto, nada le podía pasar. La prueba era que aquella misma mañana no sabía cómo iba a poder escaparse porque tenía que sortear a su madre y a su tía.

Eulogio la esperaba en la esquina. Estaba empapado por la lluvia. Se acercó solícito para ayudarla cogiendo la bolsa que llevaba.

—¿Podrás andar? —le preguntó.

—Sí, sí, vamos despacio…

—Fernando me ha dicho que cojamos el tranvía, no cuesta mucho.

—Será mejor —consintió ella.

No había mucha gente en el tranvía. Eran pocos los que se aventuraban a salir aquella tarde de frío y lluvia. Aun así, permanecieron en silencio temerosos de decir alguna palabra que pudiera sonar extraña a oídos ajenos.

El tranvía los dejó cerca de la estación y luego caminaron un trecho.

—El tren no sale hasta las nueve —informó Eulogio—. Nos sentaremos en un banco hasta que llegue Fernando. Aquí tengo tu billete.

—¿Y los vuestros?

—Nosotros nos colaremos. Fernando no ha querido gastar ni un céntimo tuyo. Y a mí me parece bien.

—Pero el dinero es para los tres, de alguna manera hemos unido nuestra suerte. Por favor, no me hagáis ir sola —casi suplicó.

—Catalina, no sabemos qué va a ser de nosotros cuando lleguemos a Lisboa. Tú y Fernando tendréis que decidir adónde ir… Necesitaréis todo el dinero del que podáis disponer. No hace falta gastar en dos billetes más.

—No quiero ir sola —protestó ella con un punto de angustia.

—Procuraremos ir a verte al vagón. Además, será más seguro para ti… ya sabes lo que va a hacer Fernando. Si nos detienen, al menos que tú salgas bien librada. Imagínate lo que te sucedería y lo que sería de tu hijo.

—¿Y tú qué vas a hacer cuando lleguemos a Lisboa? —quiso saber ella, como si la pregunta la pudiera ayudar a despejar la aprensión que sentía.

—Buscar un barco que me lleve a Alejandría.

—¿A Alejandría? Pero ¿no querías ir a América? ¿Qué vas a hacer en Egipto?

Eulogio se arrepintió de su indiscreción. Ni siquiera había tenido tiempo de comentarle nada a Fernando sobre la última carta de Marvin.

—Marvin está en Alejandría. Me reuniré con él y luego creo que me iré a América.

—¡Marvin está en Alejandría! ¿Cómo que está en Alejandría?

—Bueno, es una historia un poco complicada…

Catalina le escuchó con atención bebiendo cada una de sus palabras e intentando controlar los latidos de su corazón alterado por la certidumbre de saber dónde estaba Marvin y lo que tenía que hacer.

—Yo también iré a Alejandría. Tengo que verle, tiene que saber que vamos a tener un hijo. ¡No sabes la alegría que me has dado! —Y le cogió la mano, apretándosela con afecto.

No le sorprendió el silencio de Eulogio, que ya se estaba maldiciendo por haber hablado de más. Ni Fernando ni Marvin se lo perdonarían. No, no podía permitir que ella fuera a Alejandría. Él le reprocharía que le colocara en una posición tan delicada. En cuanto a Fernando… a su amigo tampoco le gustaría que Catalina corriera a los brazos de otro aunque ese otro la rechazara. Pero ya no había vuelta atrás. Tendría que afrontar las consecuencias de su indiscreción. La suerte, o la mala suerte, ya estaba echada.

Aún no eran las ocho. Fernando observaba la fachada del convento convertido en cárcel sin que se advirtiera ningún movimiento. Las puertas permanecían férreamente cerradas.

Apretó la culata de la pistola que llevaba en el bolsillo de la gabardina. El frío del acero le traspasó la palma de la mano.

Volvió a mirar el reloj, pero el tiempo se empeñaba en pasar con excesiva parsimonia, como si se estuviera burlando de su inquietud. El ruido de la lluvia le impidió escuchar unos pasos que se acercaban por detrás de él. No fue hasta que un joven pasó por su lado cuando se dio cuenta de que era el soldado, el hijo del carcelero, uno de los hombres que había disparado contra su padre arrebatándole la vida. Sintió que el odio le revolvía las tripas, pero no tuvo tiempo de sentir nada más porque en ese momento se empezó a abrir el portón de la cárcel dando paso a un grupo de hombres que se despidieron deprisa huyendo de la lluvia. El soldado se acercó hasta donde estaba su padre y, después de saludarse, comenzaron a andar con paso rápido para escapar del agua que les empapaba.

Fernando montó el arma y los siguió unos cuantos pasos y cuando arreció la lluvia, sacó la pistola del bolsillo y silbó. Los dos hombres se volvieron pero la lluvia les impidió ver el rostro del desconocido que había silbado y darse cuenta de lo que pasaba. Fernando disparó primero sobre el padre y, cuando el hijo quiso reaccionar, descargó el cargador sobre él.

Los había matado de frente, jamás lo hubiera hecho por la espalda, por eso había silbado, para llamar su atención. Se acercó y observó los ojos abiertos pero inertes de los dos hombres; estaban perdidos, mirando a la oscuridad de la noche.

Oyó voces y pasos apresurados y echó a correr para alejarse cuanto antes de aquel lugar. Creyó que le seguían, pero no miró hacia atrás. Las sombras de la noche y la lluvia eran sus aliadas. Tenía que llegar a la estación. No podía abandonar a Catalina. Pensó en lo que había hecho, pero no sentía nada. Quizá estaba demasiado asustado, o simplemente su conciencia se había cerrado. Lo único que le preocupaba era escapar, escapar, escapar…

Catalina y Eulogio aguardaban impacientes. Faltaban siete minutos para las nueve. Eulogio se había empeñado en esperar a Fernando delante del vagón en el que viajaría Catalina.

Intuyó que era él al ver la figura de alguien empapado que corría hacia ellos. Catalina le abrazó cuando llegó y Fernando le pidió que subiera enseguida al vagón, prometiéndole que en cuanto pudiera iría a verla.

—Tenía tanto miedo de que algo saliera mal… —le confesó ella sin soltarse de su cuello.

—Aquí estoy, de manera que no te preocupes más. Ahora, sube al vagón porque estás empapada.

La ayudó a subir y a buscar su asiento. En el compartimento viajaba un matrimonio de cierta edad, y una mujer más joven que llevaba un crío de pocos meses en brazos envuelto en una toquilla. Los miraron con curiosidad aunque se limitaron a saludar con una inclinación de cabeza.

—Aquí irás bien, dentro de un rato vendré a verte.

El asiento no era otra cosa que un incómodo banco de madera. Catalina se sentó junto a la mujer y el niño. Luego él y Eulogio corrieron hacia los vagones de carga a la espera de poder montar en uno de ellos en cuanto el tren arrancara. Así lo hicieron. Tumbados el uno junto al otro cerca de unos bultos enormes, recobraron el ritmo de la respiración. En voz baja Eulogio le preguntó:

—¿Lo has hecho?

—Sí… —Fue la única respuesta de Fernando, que desvió la mirada dejándola perderse sobre el techo del vagón.

Después volvieron a caer cada uno en su propio silencio mientras ordenaban emociones y sentimientos. Tardarían un buen rato en volver a hablar, momento en el que Eulogio puso al tanto a su amigo sobre su indiscreción con Catalina al contarle que Marvin estaba en Alejandría, lo que había provocado que se empeñara en viajar allí fuera como fuera.

—Pero ¡cómo se te ha ocurrido! ¡Te has vuelto loco! —le reprochó Fernando.

—Marvin se enfadará, lo sé. Y no la querrá ver, de eso estoy seguro —admitió Eulogio—, de manera que tienes que convencerla para ir a cualquier otra parte. No será difícil. Está embarazada y el mar es muy peligroso. Hay barcos alemanes por todas partes a los que no les importa hundir ni a los cargueros ni a los barcos de pasajeros.

—No la conoces —afirmó Fernando enfadado.

—Sé que he metido la pata, lo siento. Ni sé por qué se lo he dicho.

Eulogio le explicó los pormenores de la estancia de Marvin en Alejandría y su decisión de encontrarse allí con él para después buscar otro barco que le llevara a América. Creía que Marvin podría ayudarle a llegar y, sobre todo, darle alguna carta de recomendación.

—No tenemos bastantes problemas como para que ahora Catalina se empeñe en ir a Alejandría. ¿Qué haríamos allí? Pensaba convencerla para que fuéramos contigo a América y ahora me sales con que te vas a quedar un tiempo en Alejandría —se quejó Fernando con amargura.

—Ya te he pedido perdón. Oye, yo estoy nervioso. He pasado un día de perros pensando en lo que ibas a hacer y en que algo podía salir mal. Ni siquiera me he despedido de mi madre.

—¿Y te importa? —preguntó Fernando sin mostrarse afligido por las palabras de su amigo.

—Es mi madre —respondió muy serio Eulogio.

—La has estado martirizando sin que te importara, y ahora tu excusa para meter la pata es que no te has despedido de tu madre… A otro con ese cuento, lo que pasa es que eres un bocazas.

Eulogio se puso de pie con rapidez a pesar de su cojera. Fernando hizo lo mismo. Se plantaron el uno frente al otro midiéndose con las miradas, los puños apretados, tensando cada músculo de sus cuerpos.

—Lo mejor es que en cuanto lleguemos a Lisboa cada uno tome su camino. No ha sido una buena idea escaparnos juntos —afirmó Eulogio con rabia.

—Estoy de acuerdo. Es lo que haremos.

—¿Y Catalina?

—No es asunto tuyo —contestó Fernando, dándole la espalda y buscando un rincón donde sentarse alejado de su amigo.

Eulogio se tumbó y cerró los ojos. Le dolía la discusión con Fernando, pero no iba a dar marcha atrás. En realidad, tenían intereses distintos. Bastante había hecho con esperarle en la estación sabiendo de dónde venía. ¿Sería posible que hubiera matado a aquellos dos hombres? Le resultaba difícil imaginarle matando a sangre fría. Pero nunca se termina de conocer a la gente. Su propia madre le había sorprendido liándose con el tendero, aunque su excusa fuera que era para salvarle a él. Su madre siempre le había parecido una mujer digna, con principios sólidos, incapaz de dar un paso que pudiera avergonzarla y, sin embargo, se había entregado a don Antonio. Sólo de pensarlo le daban náuseas.

El traqueteo del tren le sumió en el sueño. Llevaba días sin dormir bien a causa de los nervios por la preparación de la fuga.

Fernando permanecía con los ojos abiertos. Cada vez que los cerraba veía el rostro de los dos hombres a los que había arrebatado la vida. Sus miradas de asombro primero y de miedo después cuando cayeron al suelo sin vida. Revivió el momento en que el joven quiso dar un paso al frente y tendió la mano hacia ninguna parte, quizá para detenerle. También escuchó de nuevo las palabras que alcanzó a murmurar el hombre mayor, «hijo puta», mientras se desvanecía para encontrarse con la muerte.

No, no podía cerrar los ojos porque ellos se hacían presentes y entonces sentía un desgarro en las entrañas.

Había matado. Lo había hecho premeditadamente. Cuando apretó el gatillo no sintió ni miedo ni piedad; luego, cuando corría en dirección a la estación, tampoco sintió remordimiento. Pero ahora la culpa le abrasaba de tal manera que dudaba si bajarse del tren e ir a entregarse. ¿Debía hacerlo? Sí, se decía. Pero si lo hacía, condenaría para siempre a su madre al dolor más absoluto. Sabía que le juzgarían y le fusilarían y ella tendría que afrontar, además de la muerte del marido, la del hijo, lo que supondría su propia condena a muerte, porque sin una causa por la que vivir se dejaría morir.

También examinó lo más recóndito de su alma buscando un atisbo de miedo. Y sí, tenía miedo, miedo a que le detuvieran, miedo a que le torturaran, miedo a que le quitaran la vida. Pero aun así, y a pesar de que el sentimiento de culpa le empezaba a quitar el aliento, aun así, se dijo que volvería a hacerlo.

Bastaba con pensar en su padre, en los días de la cárcel, delgado, caminando torpemente sin sus lentes, rascándose con disimulo por las picaduras de chinches y piojos, tosiendo sangre, pero manteniendo la dignidad y siempre triste pidiéndoles a su madre y a él que no la perdieran en ningún momento.

Sabía que su padre no habría estado de acuerdo con la venganza, pero aun sabiéndolo había sido más fuerte su deseo de devolver dolor por dolor, rabia por rabia, vida por vida.

No, no cerraría los ojos; acaso no pudiera volver a dormir el resto de su vida, si es que los dos hombres a los que había matado se empeñaban en instalarse para siempre en su mente reclamándole sus vidas.

En cuanto a Eulogio, sabía que no le había contado a Catalina lo de Marvin por ninguna razón que no fuera su espontaneidad y su escasa capacidad para callarse cuanto le sucedía. Pero su desparpajo les había creado un problema a los tres. No habría manera de convencer a Catalina que se subiera a ningún barco para llegar a América. La conocía bien y sabía que ella insistiría en ir a Egipto, y es lo que haría aunque tuviera que ir a nado.

Le abrumaba la idea de tener que intentar llegar a Alejandría. Por un momento envidió a Eulogio por su despreocupación. Era parte de su carácter.

Al cabo de un rato se puso en pie preguntándose de qué manera podía llegar al vagón donde estaba Catalina. Le había prometido ir a verla y era lo que haría aunque tuviera que jugarse la vida saltando de un vagón a otro.

Mientras tanto, Catalina se sentía incómoda ante el interrogatorio de sus compañeros de viaje. El matrimonio mayor envolvía sus preguntas en una falsa preocupación por ver a una joven viajar sola. En cuanto a la mujer con el niño, repartía su atención entre el pequeño y Catalina, a la que inquirió sin ningún recato por qué viajaba sola estando embarazada y si su marido era alguno de los dos jóvenes que la habían acompañado hasta el asiento.

Violenta, esquivaba las preguntas como podía, pero sus interlocutores no se rendían y, curiosos, abundaban en lo mismo una y otra vez.

—No es prudente viajar sola —insistió la mujer mayor.

—Su marido supongo que será ese chico tan bien parecido, no debería dejarla aquí a merced de cualquiera, sobre todo en su estado —añadió el hombre.

Y así una y otra vez hasta que Catalina sintió ganas de gritar, pero optó por decir que estaba muy cansada y que iba a dormir un rato. Pero no lo logró, así que abrió los ojos de inmediato cuando sintió que se abría la puerta del vagón.

—¡Fernando! Qué bien que has venido. Mira, me vendría estupendo andar un poco, se me están entumeciendo las piernas, es tan incómodo el banco…

Salieron del compartimento y caminaron hasta el fondo del vagón. Fernando temía que apareciera el revisor, al que ya había esquivado en dos ocasiones camino del vagón de Catalina.

—No puedo quedarme mucho, el revisor está en todas partes y sólo faltaría que me pillara sin billete.

—Tendríais que haber comprado billetes para los tres. Ha sido una tontería no hacerlo —le regañó ella.

—Vas a necesitar todo el dinero posible, ¿no te das cuenta de que en cualquier momento te puedes poner de parto? —le reprochó él.

—Tienes razón… pero los billetes en tercera no son tan caros.

—No te preocupes por nosotros, vamos bien.

—Esa gente es insoportable, no dejan de preguntarme, quieren saber si eres mi marido.

—¿Y qué les has dicho?

—Nada… bueno, casi nada.

—Pero ¿qué les has dicho?

—Que eres un familiar que me acompaña a reunirme con mi marido.

—Vaya…

—No he mentido tanto, tú eres como mi hermano.

A Fernando la saliva le supo amarga de repente. Se le rompía el alma cada vez que ella insistía en que le quería y le sentía como un hermano. Pero no se lo podía reprochar. Ningún ser humano tiene poder sobre los sentimientos y las emociones de los demás. Lo único que podía hacer era esperar, estar siempre cerca hasta que un día ella le mirara con otros ojos y le llegara a amar tanto como él la amaba a ella.

—Cuanto menos digas, mejor.

—También me han preguntado por Eulogio. De él he dicho lo mismo, que es otro familiar. Pero les extraña que no viajemos en el mismo vagón. Espero que no digan nada inconveniente delante del revisor.

—Procura dormirte y así no tendrás que hablar con ellos. Es lo mejor. ¿Tienes hambre?

—No mucha… Oye, Fernando, ¿has… has podido hacer lo que querías hacer…?

—Sí.

—¿Y estás bien?

—Sí.

—Ya… Quiero que sepas que he rezado para que todo saliera bien. Y he de decirte que hoy en todo lo que les he pedido a la Virgen y a Jesús me han hecho caso. Y… bueno, ¿qué has hecho con la pistola?

Fernando se sobresaltó. La había guardado en el bolsillo de la gabardina, olvidándose de ella. Metió la mano y sintió la culata que le helaba los dedos.

—No te preocupes. La tengo aquí.

—¿Y no sería mejor que la tiraras? Si nos detienen y no encuentran la pistola, nadie podrá acusarte de… de lo de esos dos hombres.

—Tienes razón. Voy a intentar limpiar las huellas y luego la tiraré a la vía. No te preocupes. Y ahora vete al vagón y duerme.

—¿Y si me preguntan que dónde estás?

—Diles que en otro vagón.

Regresó con Eulogio. No se oía ni su respiración, por lo que dedujo que estaba despierto. Quizá deberían hablar. Si habían discutido era a causa de los nervios, de la ansiedad que los atenazaba. Pero ¿quién debía dar el primer paso? Eulogio le había fallado al contarle a Catalina dónde se encontraba Marvin. Aunque pudieran llegar a Alejandría, el americano podía negarse a aceptar la responsabilidad del hijo que iba a tener Catalina y entonces ella se sumiría en la desesperación. Pero lo peor sería que en aquella ciudad egipcia lo desconocían todo.

—¿Estaba bien? —preguntó Eulogio con voz ronca.

—Sí, vengo de verla, está bien. La gente del compartimento son unos cotillas que no dejan de preguntarle, pero supongo que será capaz de salir bien de ésta.

—Siento que nos hayamos peleado. Tienes razón, soy un bocazas. Yo menos que nadie tenía que haberle dicho dónde está Marvin. Te he fallado a ti y le he fallado a él.

—Qué le vamos a hacer…

—Marvin nunca me perdonará que Catalina se presente ante él diciéndole que está embarazada.

—Calla, no digas nada más. Él tiene sus problemas y nosotros los nuestros. Ya saldremos de ésta. Voy a tirar la pistola.

—No lo hagas… Si dan con ella, nos encontrarán.

—Y si nos la encuentran encima, ¿qué diremos? La limpiaré para borrar las huellas y la arrojaré a las vías del tren.

—¿Y si alguien te ve?

—Es noche cerrada, está lloviendo mucho, no creo que nadie esté mirando por ninguna ventanilla, y aunque lo hubiera no se ve nada.

—Tu madre estará preocupada. —Y nada más decirlo se arrepintió.

Fernando sintió que una mano le retorcía la garganta al oír a Eulogio mencionar a su madre. A esa hora seguramente habría encontrado la carta que le dejó sobre la almohada. Sabía que estaría llorando desesperada y se sintió un miserable.

Mi querida madre:

Cuando leas esta carta yo estaré lejos, pero siempre, siempre, te llevaré en mi corazón.

No puedo decirte por qué me he ido ni adónde, sólo prometerte que haré lo imposible por que algún día volvamos a estar juntos. La vida lejos de ti se me antoja insoportable, pero créeme que no me queda otra opción. Trabajaré duro y conseguiré abrirme camino, y no olvidaré las enseñanzas tuyas ni de padre. Procuraré ser el hombre que quisisteis que fuera para que el día en que volvamos a encontrarnos puedas sentirte orgullosa de mí y perdonarme el dolor que te estoy causando.

Sólo tú, madre, puedes comprenderme y perdonarme, y eso te pido, que nunca me olvides, que no dejes de quererme pase lo que pase, y que me perdones.

Tu hijo que te adora,

FERNANDO

Isabel no podía dejar de sollozar. Había leído varias veces la carta intentando comprender el porqué de la despedida. Fernando se había ido y no le decía el motivo, pero le imploraba su perdón. ¿Qué había hecho o qué era lo que pensaba hacer? Se estremeció al imaginar las razones de la huida. No, no quería pensar en nada que no fuera el ansia de su hijo de encontrar una vida mejor fuera de España, en algún lugar donde pudiera respirar libertad, y no tener miedo de hablar en voz alta o de ser señalado como el hijo de un republicano, rojo y masón.

Sí, Fernando había huido a otro país en busca de trabajo; podía comprenderlo, pero intuía hasta sentir la certeza de que había algo más. Se preguntó si se había ido solo, si había confiado a alguien su huida, se preguntó por su destino; se hizo tantas preguntas que temió que le estallaran las venas que cruzaban su frente y que con cada lágrima sentía que se hinchaban más.

¿Cómo podría seguir viviendo sin la presencia de su hijo? ¿De dónde sacaría valor para hacerlo?

Aquella noche no durmió; se tumbó en la cama apretándose sobre el pecho la carta de Fernando y repasó los últimos días, las últimas conversaciones, la despedida de por la mañana. Intentó desbrozar cada gesto, cada palabra, cada mirada.

No sabía qué hora era, sólo que la mañana se estaba convirtiendo en tarde cuando de repente el timbre sonó con insistencia.

Piedad se disculpó con Isabel cuando ésta le abrió la puerta. Se la veía demacrada y con la mirada cargada de preocupación.

—Perdona que te moleste, sólo quería que preguntaras a Fernando si sabe dónde puede estar Eulogio. No ha venido a dormir… No tiene por qué haberle pasado nada, pero… en fin, se ha llevado algo de ropa y… Pero ¿qué te pasa?

Piedad se sobresaltó al ver el rostro de Isabel arrasado por las lágrimas.

Isabel le hizo un gesto y la invitó a pasar, y cuando cerró la puerta se abrazó a ella.

—¡Por Dios, Isabel, qué sucede! Me estás asustando… Si le ha pasado algo a Eulogio, dímelo…

Pero Isabel no podía contener el llanto y mucho menos hablar, así que siguió abrazada a Piedad hasta que ésta, impaciente, le volvió a suplicar que respondiera a sus preguntas.

—Fernando se ha ido… no sé dónde… —acertó a decir entre lágrimas.

—¿Se ha ido? ¿Y Eulogio? —Piedad sintió una opresión repentina en el pecho.

—No lo sé…

Tardaron un buen rato en encontrar la suficiente serenidad como para sentarse e intentar pensar qué podía haber pasado. Intuyeron que Fernando y Eulogio habían huido juntos, y esto las asustaba y las reconfortaba por igual al saber que así sus hijos no estaban solos.

—¿Te ha dejado alguna carta? —preguntó Isabel sin desvelar la de Fernando.

—No. Ya sabes que Eulogio estaba enfurecido conmigo… no me perdona lo de Antonio… Si se ha ido será por eso, porque no me perdona. Llevaba tiempo diciéndome que se iba a ir, pero no imaginé que lo haría sin despedirse. Lo raro es lo de tu hijo, ¿cómo es posible que Fernando no te haya dicho nada?

—Ayer, cuando salimos camino del trabajo, me abrazó muy fuerte y me dijo que me quería más que a nadie en el mundo… Debí darme cuenta de que se estaba despidiendo de mí —dijo Isabel, intentando explicarse a sí misma el comportamiento de Fernando.

—Ya, pero vosotros estáis muy unidos. Irse sin decirte nada… Fernando no tiene ninguna razón para hacer algo así —insistió Piedad.

—¡No me atormentes! No puedo dejar de preguntarme por qué… —Y volvió a llorar con tanta intensidad que Piedad tuvo miedo de que se desmayara.

A la misma hora, Ernesto Vilamar maldecía en silencio a Catalina mientras su mujer lloraba. Petra los había llamado para anunciarles que Catalina había desaparecido. Tal era el susto y el desconcierto que también había llamado a Juan Segovia confiando en que él sabría qué hacer. El médico había acudido preocupado por el requerimiento urgente de doña Petra y escuchó sorprendido las explicaciones de ésta:

—Catalina me convenció para que bajara a jugar la partida de tute de los sábados asegurándome que se encontraba bien. Yo no quería, pero ella insistió tanto… Me dijo que le apetecía estar en la cama y que no había nada de malo en que me distrajera un par de horas. Me retrasé un poco, regresé a eso de las nueve. La casa estaba en silencio y pensé que se había quedado dormida. Entonces entré en su cuarto. Había hecho un bulto con una almohada tapándolo para que creyera que era ella. Como el cuarto estaba a oscuras no me fijé, y salí despacio. Volví un poco más tarde por si se había despertado y quería algo, pero todo seguía en silencio, así que pensé que estaba sumida en un profundo sueño y que era mejor dejarla descansar. No os imagináis el susto cuando hace un rato he entrado en la habitación con el desayuno y al acercarme a la cama me he dado cuenta de que lo que yo creía que era Catalina en realidad era una almohada. ¡Dios mío, dónde estará! —Y doña Petra se unió al llanto de su hermana.

—Así que Catalina debió de marcharse ayer por la tarde antes de que regresaras… La cuestión es ¿adónde ha podido ir y quién la ha ayudado a escaparse? Está muy delicada de salud… el embarazo está siendo complicado… puede perder el niño en cualquier momento. Y esto no sería lo peor, sino lo que a ella le podría ocurrir —dijo don Juan sin ocultar la preocupación que sentía.

—¡Qué vamos a hacer! —casi gritó doña Asunción, mirando a su marido.

—Darle una buena paliza en cuanto la encontremos. Es una sinvergüenza… una perdida —afirmó don Ernesto.

—Vamos… vamos… no digas esas cosas, Ernesto. Comprendo tu desesperación, pero es tu hija y siempre ha sido una buena niña. Un poco atolondrada, sí, pero buena —afirmó el médico intentando poner un poco de serenidad en el desconcierto que los embargaba a todos.

—Ella quería tener a ese niño… No dejaba de decir que no pensaba darlo… que se reuniría con el padre —explicó entre lágrimas doña Petra.

—Ésa es la cuestión, que Catalina no se resignaba a entregar a su hijo y por eso se ha ido —sentenció don Juan.

—Nosotros lo único que queremos es su bien —dijo doña Asunción sin dejar de llorar.

—Es comprensible que una mujer no quiera dar a su hijo, hay muchas madres que en el último momento se arrepienten —respondió el médico—, pero pensemos… Alguien ha tenido que ayudarla… ella apenas podía dar un paso…

—Sí, sola no se ha podido ir —admitió doña Petra.

—Pero ¿quién? Nadie sabe en qué estado se encuentra —dijo don Ernesto. Pero las miradas asustadas de su mujer y su cuñada le alertaron.

—Bueno, estas cosas nunca se pueden ocultar del todo. —Juan Segovia intentaba ayudarlas.

—Me temo que me estáis ocultando algo. A ver, Asunción, ¿quién más lo sabía? Y no me vengas con cuentos. Dime la verdad. —Don Ernesto se había puesto en tensión.

Doña Petra comenzó a llorar con desconsuelo, lo que alertó aún más a su cuñado.

—Señoras, exijo una explicación —insistió don Ernesto.

—¡Ay…! Ernesto, yo no te lo quise decir para no disgustarte, pero Catalina se lo contó a Fernando Garzo porque quería que él la ayudara a ponerse en contacto con ese americano. Y… bueno, Fernando la ha estado viniendo a visitar… —Doña Asunción cerró los ojos asustada por la expresión de su marido.

—¡Será posible! ¡Me has engañado! ¡Claro! ¡De tal palo tal astilla! ¡Tu hija ha salido a ti… la misma falta de vergüenza que tú…! ¡Has permitido que ese Fernando Garzo, el hijo de un masón, viniera a visitarla! ¡¿Cómo te has atrevido a actuar a mis espaldas de esa manera indigna?! —gritó don Ernesto.

—¡Basta, Ernesto! No digas más barbaridades, compórtate como lo que eres, un caballero. No te dirijas de ese modo a Asunción, al menos no en mi presencia, porque no te lo voy a permitir.

Don Ernesto miró atónito al médico, que se había puesto en pie colocándose ante él.

—¿Qué es lo que no me vas a permitir? Asunción es mi mujer y Catalina es mi hija, de manera que diré y haré lo que crea conveniente, ¿te enteras? —gritó fuera de sí.

—No me extraña que Catalina haya decidido huir, ¡menudo energúmeno estás hecho! —respondió Juan Segovia.

—¡Esto es el colmo! ¡Cómo te atreves!

—¡Pues claro que me atrevo! Tú no estás en tus cabales y lo que estás diciendo es indigno de un padre y un esposo —respondió el médico.

—¡Por favor! ¡Por favor! —suplicó doña Petra, aterrada por el cariz de la situación.

—Sí, vamos a calmarnos. Está claro que Catalina se ha escapado y que seguramente lo ha hecho con la colaboración de Fernando Garzo, lo que es un alivio porque es un buen muchacho, serio, responsable y enamorado de ella, así que no puede estar en mejores manos —afirmó el médico.

—¡Lo que me faltaba por oír! —Don Ernesto a duras penas lograba contener su enfado.

—Fernando cuidará de ella y es de suponer que mandará recado para avisarnos que se encuentra bien —siguió diciendo don Juan.

—Pero no sabemos si está con él… —se atrevió a murmurar doña Asunción.

—Pues eso es lo que hay que averiguar. Creo, Asunción, que debes ir a casa de los Garzo, la madre de Fernando te dará noticias sobre su hijo —aconsejó don Juan.

—¿Y si no se ha ido con él? —planteó doña Petra.

—Claro que está con él. Para Catalina, Fernando Garzo es como un hermano, me lo dijo ella misma —insistió el médico—, y el chico bebe los vientos por ella, haría cualquier cosa por ayudarla. Si Catalina quisiera, incluso se casaría con ella —añadió.

Don Ernesto, algo más calmado, asintió con la cabeza. Así que permitió que su mujer fuera a casa de los Garzo mientras él aguardaba en la suya junto a Juan Segovia y su cuñada. Doña Petra hubiera preferido quedarse en su propia casa o incluso acompañar a su hermana, pero no osó contrariar a don Ernesto, que la hacía responsable de la fuga de Catalina.

Isabel y Piedad se sobresaltaron al escuchar el zumbido del timbre. Por un momento pensaron que podían ser sus hijos, pero el sueño les duró lo que Isabel tardó en abrir la puerta y encontrarse a doña Asunción hecha un mar de lágrimas.

—Siento molestarte, pero tengo que hacerte una pregunta —dijo doña Asunción, entrando atropelladamente en casa de Isabel.

—¿Qué sucede? —Isabel intentaba controlar sus propias lágrimas, desconcertada por la irrupción de Asunción.

Piedad apareció en la puerta, también sorprendida por la llegada de esa visita. Las tres mujeres se miraron durante unos segundos sin saber qué decir. Doña Asunción tragó saliva dudando si debía hablar habida cuenta de la presencia inesperada de Piedad.

—Mi hija ha desaparecido. Se marchó ayer por la tarde y creemos que Fernando la ayudó a escapar —dijo de corrido sin dirigirse a nadie.

—¿Catalina se ha ido? —preguntó Isabel alterada.

—Sí… ella… —Doña Asunción no se atrevió a decir más.

—Nuestros hijos también se han ido —dijo Piedad, asombrada por el desarrollo de la situación.

—¿Se han ido? Pero ¿adónde? —quiso saber doña Asunción.

Isabel la invitó a que se sentara. Las tres mujeres volvieron a guardar silencio meditando sobre cuánto debían decir y cuánto no. Fue Asunción quien decidió que no valía la pena seguir ocultando la verdad.

—Catalina está embarazada. No sé si Fernando te lo ha dicho.

Isabel guardó silencio y fue Piedad quien habló:

—¿Embarazada? ¿De quién? ¿Es por eso por lo que se ha ido? Eulogio me dijo que tenía que cuidar a su tía que no se encontraba bien…

—Bueno, ésa es la excusa que hemos dado. No queríamos que la gente la viera engordar. La llevamos con mi hermana Petra. Queríamos que tuviera el niño y luego darlo en adopción.

—¡Pobrecita! —exclamó Piedad.

—¿Pobrecita? Peor sería ser madre soltera y no poder casarse. Decidimos lo mejor para ella —se defendió doña Asunción.

—Pero ¿y el padre de la criatura? ¿Es que no quiere hacerse cargo de lo que ha hecho? —insistió Piedad.

—El padre es ese americano amigo de tu Eulogio, que como bien sabes se ha ido, y aunque Catalina le ha escrito, no ha tenido respuesta —respondió doña Asunción.

—¡Marvin! ¡Dios mío! —exclamó Piedad sin poder creer lo que estaba oyendo.

—Sí, ese tal Marvin… —asintió doña Asunción.

—Pero Marvin es un buen chico, estoy segura de que si el niño es suyo se hará cargo —afirmó Piedad.

—Por ahora no sabemos nada de él. Catalina está casi en el séptimo mes y amenazaba con negarse a entregar al niño. Fernando es el único que sabía su situación; de hecho, la ha estado visitando durante este tiempo. Pero eso tienes que saberlo, Isabel, sé lo unida que estás con tu hijo. —Doña Asunción la miró esperanzada.

—Ahora lo entiendo —murmuró Isabel, y pareció que su rostro se relajaba.

—¿Qué es lo que entiendes? —preguntaron las otras dos mujeres al unísono.

—Fernando ha ayudado a escapar a Catalina y Eulogio ha ayudado a Fernando. Mi hijo está enamorado de tu hija desde que eran niños, haría cualquier cosa por ella, incluso ayudarla a encontrar a Marvin.

—¿Por qué tendría que ayudarles Eulogio? —preguntó doña Asunción.

—Porque él quería marcharse… aquí no tiene futuro. La fuga de Catalina y Fernando le ha servido para dar el paso —afirmó Piedad, para quien las piezas también empezaban a encajar.

De repente Isabel rompió a reír al tiempo que lloraba. Sentía alivio al comprender el porqué de la marcha de su hijo. Fernando era un romántico y actuaba de caballero andante de Catalina. Quizá se había ido con ella con la esperanza de que la joven apreciara el gesto e incluso terminara aceptándole como marido, si es que Marvin no quería hacerse cargo de la situación. Sí, era muy propio de su hijo.

Saber que se había ido con Catalina y Eulogio le quitaba un gran peso del alma. Ahora sabía que no le había perdido.

Piedad comprendió de inmediato el porqué de la sonrisa de Isabel y ella misma se tranquilizó. Era doña Asunción la que no entendía por qué las dos mujeres habían cambiado la desesperación por la esperanza en sus rostros.

—Mira, Asunción, tu hija está en buenas manos. Fernando y Eulogio cuidarán de ella. Cuando Catalina tenga su hijo deberán tomar una decisión. Lo importante es que ninguno de los tres está perdido, sino que están juntos y se podrán ayudar entre sí —afirmó Isabel, que parecía haber vencido la pena.

—Otra cosa es cómo resolverán el momento en que ella se ponga de parto. Pero son chicos listos, seguro que sabrán hacer frente a la situación —añadió Piedad.

—Pero ¡dónde están! —gritó doña Asunción desesperada.

—Eso no lo sabemos… Supongo que se habrán ido todo lo lejos posible para que no podamos encontrarlos —admitió Isabel, volviendo a sentir un escalofrío de dolor.

—No les pasará nada —afirmó Piedad.

—Pero mi niña… no está bien… El médico le ordenó meterse en la cama porque corre el riesgo de perder la criatura… Puede pasarle cualquier desgracia. —Su tono era de súplica ante aquellas dos mujeres que de repente habían recuperado el ánimo.

—No le pasará nada. Ya verás. Tranquilízate —le aconsejó Piedad.

—Catalina se iba a casar… —siguió doña Asunción, y se dejó llevar por el llanto.

—¿Con quién? Has dicho que Marvin no había respondido a su requerimiento —la interrumpió Piedad.

—Con Antoñito. Mi marido había concertado la boda. Antoñito, claro, no sabía nada sobre el estado de Catalina, de lo contrario habría roto el compromiso… Y ahora… ¡no sé qué vamos a decirle!

—Pues que Catalina ha roto el compromiso… que quiere quedarse con su tía… Cualquier cosa —le aconsejó Isabel.

—¡No se conformará! El tendero es… es un hombre horrible, y nosotros…

—Tenéis deudas con él, como todo el mundo —dijo Piedad.

—¿Cómo lo sabes? —Doña Asunción estaba asustada.

—Porque Antonio y «la Mari» se encargan de que todo el barrio sepa quiénes son sus deudores, y en vuestro caso disfrutan más aireándolo porque nunca habían soñado que ellos pudieran estar en una situación de predominio sobre la familia Vilamar —explicó Piedad.

—Así que todo el mundo sabe…

—Que tenéis dificultades económicas, ¿quién no las tiene? Eso no es ninguna deshonra —la interrumpió Isabel.

—No me extraña que Catalina se haya escapado… casarse con Antoñito es una condena —lamentó Piedad.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? ¡Por Dios, espero que no digáis a nadie ni una palabra sobre Catalina!

—¡Claro que no! —respondió Isabel ofendida—. ¿Crees que somos unas cotillas? Nosotras no diremos nada, sois vosotros los que tenéis que encontrar una explicación para dar a la desaparición de Catalina.

—¿Y qué diréis sobre la de vuestros hijos? —quiso saber doña Asunción.

—Que han decidido emigrar en busca de un futuro mejor —respondió Piedad.

—Sí, eso diremos —convino Isabel.

—¿Y yo? ¿Qué le digo a Ernesto? —La mujer hizo la pregunta temiendo la reacción de su marido.

—La verdad. Que Catalina está bien, que no le pasará nada porque Fernando y Eulogio la cuidarán, son dos amigos de la infancia y la quieren bien —le recomendó Isabel.

Doña Asunción se marchó del piso desolada, acaso un poco más tranquila por las últimas palabras de Isabel, quien tenía razón al decir que Eulogio y Fernando cuidarían de su niña. Pero ¿cómo se lo tomaría Ernesto? Temía su reacción. La principal preocupación de su marido no era sólo el bienestar de Catalina, sino también la boda con Antoñito, que era lo único que les podría sacar de los apuros económicos. Y ahora sin Catalina, ¿qué harían? Y, sobre todo, ¿cómo podrían justificar su ausencia? Además, no podían saber si su hija regresaría. Volvió a llorar desbordada por los problemas que debían afrontar.

Don Ernesto no había parado de quejarse mientras su esposa estaba en casa de los Garzo. Juan Segovia a duras penas contenía su indignación ante las palabras cargadas de resentimiento de Ernesto. En cuanto a Petra, lloraba y se sonaba la nariz de cuando en cuando con el pañuelo. Estaba demasiado asustada y, cada vez que su cuñado la miraba y le decía que por su desidia se encontraban en aquella situación, rompía a llorar con más intensidad.

Cuando Asunción llegó a su casa, los tres la rodearon de inmediato ansiosos por saber las nuevas. Les contó que Catalina se había fugado con Fernando y Eulogio y que ni Isabel ni Piedad sabían dónde podían haberse marchado, pero que las dos mujeres encontraban consuelo en saberles a los tres juntos y que también a ellos les debía tranquilizar porque Catalina estaba en buenas manos.

—¡Pero tú eres rematadamente tonta! —gritó don Ernesto.

—¡Te ruego que moderes tu lenguaje, por lo menos en mi presencia! —le requirió enfadado don Juan.

—¿No te das cuenta del desastre? ¿Qué le diremos a don Antonio? ¡Dios Todopoderoso, por qué nos haces esto! —volvió a gritar don Ernesto sin hacer caso al médico.

—Tranquilízate, Ernesto, que te va a dar algo —suplicó su mujer.

—¡Claro que me va a dar algo! Y todo por tu culpa y la de la inútil de tu hermana. Le habíamos confiado a Catalina y se va a jugar al tute… Pero ¡a quién se le ocurre!

—Catalina se habría escapado de una manera u otra —le interrumpió Juan Segovia—, de manera que no culpes a nadie de lo sucedido. Acaso el culpable seas tú por querer forzarla a un matrimonio que ella no deseaba —replicó enfadado, saliendo en defensa de doña Petra.

—¡Vaya, ahora resulta que soy el culpable! Lo único que he pretendido es el bienestar de mi hija, que no fuera tratada como una cualquiera siendo madre soltera. En cuanto a Antoñito, no puede haber mejor partido. Con él no le faltaría de nada.

—Por la amistad que nos une no diré ni una palabra que no deba decir, pero ¿a quién beneficiaba sobre todo esa boda? Vamos, Ernesto, que además del bienestar de Catalina, la boda con el hijo del tendero a ti te sacaba de más de un apuro —dijo el médico, mirándole con cierto desafío.

—¡Cómo te atreves! ¡Me insultas en mi propia casa!

—No, no te estoy insultando, líbreme Dios de hacerlo, pero no soporto la injusticia de que hagas recaer sobre los hombros de los demás tus responsabilidades y problemas. Tendrás que buscar una excusa y suspender la boda porque dudo que seamos capaces de dar con Catalina.

—¡Pondré una denuncia! La harán regresar por las buenas o por las malas —exclamó desafiante don Ernesto.

—Y entonces todo el mundo se enterará de que está embarazada y que se ha escapado porque no quiere dar su hijo en adopción para casarse con Antoñito. ¿Es eso lo que quieres? Porque a eso te expones si denuncias.

—¿Pretendes que me cruce de brazos sin buscar a mi hija? ¿Qué clase de padre crees que soy? —volvió a gritar don Ernesto.

—Haz lo que creas conveniente, pero actúa con cabeza, que lo mismo es peor el remedio que la enfermedad —recomendó el médico.

—Juan tiene razón… Si ponemos la denuncia tendremos que decir que se ha escapado porque está embarazada y don Antonio se terminará enterando. Antoñito no sólo no querrá casarse con nuestra hija, sino que ella quedará señalada —argumentó doña Asunción, atreviéndose a contrariar a su marido.

Ernesto Vilamar escondió el rostro entre las manos y sólo alcanzó a responder:

—¡Dios mío, qué desgracia! ¡Dios mío, qué desgracia!