17

Nueva York

El New York Times, el New Yorker, el Washington Post, El Boston Globe… en todos estos periódicos y en otros muchos se informaba del «ataque» sufrido en París por el premio Nobel de Literatura Marvin Brian.

Adela leía el resumen de prensa sintiendo tanta ira como vergüenza.

Marvin Brian, premio Nobel de Literatura, fue objeto de un intento de agresión en París. Brian estaba saliendo de la Academia Francesa, donde había ofrecido una lección magistral, cuando una mujer de origen español se le acercó y le increpó para que hablara con ella. La mujer, que logró romper el cerco de seguridad, cogió al señor Brian por un brazo zarandeándole para que le prestara atención. Inmediatamente los separaron.

Al parecer, la atacante sufre trastorno de personalidad.

La policía la retuvo durante unas horas, pero la dejó en libertad al no apreciar ningún signo de peligrosidad, aunque sí una obsesión enfermiza con el premio Nobel.

Fuentes de la investigación señalaron que es la misma mujer que en ocasiones anteriores había intentado llegar hasta el señor Brian.

«Lo ha hecho otra vez», pensó Adela. Sí, su madre había vuelto a plantarse delante de Marvin para reclamarle que la reconociera como hija. Pero ella no quería que lo hiciera. Aunque Marvin estuviera dispuesto a hacerlo, ella lo rechazaría. No le necesitaba como padre y, además, no sentía nada por él, sólo la indiferencia más absoluta.

Estuvo tentada de llamar a su madre, pero se contuvo. Si lo hacía sería para romper con ella para siempre. No soportaba más que se pusiera en ridículo y, sobre todo, que lo hiciera en nombre de ella.

Se preguntó cómo era posible que su madre no comprendiera que el único bien que le podía hacer era no insistir en darle un padre al que no quería.

También se preguntaba por qué Fernando no impedía a su madre ponerse en evidencia. Nunca lo había hecho.

El timbre del teléfono la sobresaltó. La voz de Peter la devolvió a la realidad.

—¿Lo has leído? —le preguntó su marido.

—Sí —respondió ella con sequedad.

—Lo siento, sé lo que esto te afecta. Pero al menos nadie te relaciona con ella.

El comentario la molestó, aunque sabía que Peter no lo había dicho con mala intención.

—Eso me daría lo mismo —respondió.

—¿Vas a llamarla? —quiso saber él.

—No, no voy a hacerlo; discutiríamos y sería peor. Además, mi madre es inmune a lo que yo le pueda decir sobre este asunto.

—Pues habla con tu abuela, a lo mejor ella es capaz de hacerla entrar en razón.

—No pienso hacerlo, mi abuela es demasiado mayor para darle un disgusto. Y no serviría de nada, ya te lo he dicho. Bueno, te dejo, tengo trabajo.

Apuró el café e intentó tranquilizarse. Tenía que escribir una entrevista que había hecho el día anterior a un reputado autor teatral. El tipo le había parecido un pedante, pero estaba de moda y su jefe la había mandado entrevistarle. Sabía que de un momento a otro aparecería por su mesa reclamándole el reportaje.

Más tarde recibió la llamada de Fernando. Estuvo a punto de colgarle, pero le quería demasiado para hacerle ese desplante por más que de alguna manera le culpaba por no ser capaz de controlar a Catalina.

—Ya te habrás enterado —dijo Fernando a modo de saludo.

—Sí, ha salido en los periódicos más importantes de Estados Unidos y me imagino que en Europa habrá pasado lo mismo —admitió Adela.

—Sí, así ha sido.

—¿No podías haberlo evitado?

—No, ni se me habría ocurrido. Tu madre tiene todo el derecho a hacer lo que hace. —Fue la respuesta seca de Fernando.

—¿Y yo? ¿Le importa cómo me puede afectar esto?

—Todo lo que ha hecho en su vida ha tenido un único fin: tú.

—Voy a cumplir treinta y seis años y debería poder decidir si quiero que mi madre haga por mí lo que está haciendo.

—Ella cree que es de justicia que Marvin te reconozca.

—No le quiero como padre, nunca he querido que lo fuera.

—Pero lo es, Adela; los padres no son algo que nosotros podamos elegir.

—Mi abuela se siente orgullosa de mí, no le importa que mi madre me trajera al mundo estando soltera. No sé cómo fueron las cosas cuando os marchasteis de España, pero ahora a nadie le importa lo que haga el vecino, y si le importa, da lo mismo.

—Seguramente es como tú dices, pero eso no va a cambiar que tu madre quiera que Marvin repare lo que hizo.

—¿Y qué fue lo que hizo?

—Era una niña que se enamoró y él abusó de su inocencia. Aunque te cueste creerlo, crecimos en una sociedad en la que entonces las jovencitas eran bastante inocentes, y desde luego tu madre lo era.

—Si tú lo dices…

—Sí, desde luego que yo lo digo. Te he llamado porque imaginé que la noticia te habría alterado y además… Bueno, quizá es hora de que intervengas.

—¿Yo? Sabes que mi madre no me escuchará.

—Pero puede que Marvin sí lo haga.

—¿Marvin? ¡Estás loco! Te recuerdo que en cada ocasión que me veía con mi madre salía corriendo. A lo largo de los años ha dejado claro que no quiere saber nada de mí, pero es que yo tampoco quiero saber nada de él.

—Era sólo una idea… A lo mejor no es una buena idea, pero no se me ocurre otra cosa que pueda poner fin a esta situación.

—Pues a mí sí se me ocurre algo: que mi madre deje de hacer el ridículo. Es la mejor opción. Díselo de mi parte.

Apenas había colgado cuando al levantar la vista se encontró a su jefe delante de su mesa.

—¿Has escrito la entrevista?

—Estoy en ello.

—Bien, en la reunión de la mañana hemos pensado que habría que entrevistar a Marvin Brian y también averiguar algo sobre esa mujer que lleva años persiguiéndole por donde quiera que va. Te encargarás de hacerlo.

—Sabes que Marvin Brian no concede entrevistas, y en cuanto a ese incidente de París, no creo que tenga importancia.

Le empezó a doler el estómago. Intentaba mantener la mirada de su jefe, que parecía escudriñarla. Sintió que se sonrojaba.

—¿Qué te pasa? —preguntó él, mirándola con desconfianza.

—Nada, ¿por qué?

—Parece que te ha afectado que te encargue esa entrevista. Mira, no tiene que ser para mañana; por lo que sé, Marvin Brian llega hoy a Nueva York e irá directamente al Mount Sinai. Tiene muy deteriorado el corazón. Quizá le operen en cuanto llegue, quién sabe. Lo que quiero es que te pegues a él, que te enteres de lo que hace, adónde va, qué va a hacer, y que encuentres el mejor momento para entrevistarle. En cuanto a esa loca que le persigue, vete averiguando lo que puedas. Le he pedido a nuestro corresponsal en París que nos envíe todo lo que pueda recabar sobre ella. Será una historia estupenda.

Notó que se mareaba. Se sentía como una mosca atrapada en un tarro de miel. ¿Acaso debía explicarle a su jefe que ella sabía muy bien quién era esa mujer y por qué perseguía al Poeta del Dolor? Pero si lo hacía, él no dudaría en obligarla a escribir la historia, y no sólo eso, la obligaría a dejarse fotografiar. Ya veía el titular: «La hija de la demente de París explica que su madre asegura que es hija de Marvin Brian». Se convertiría en el hazmerreír de la profesión, incluso Peter se avergonzaría de ella. Empezó a temblar y salió corriendo en dirección al lavabo, el café que se acababa de beber pugnaba por abandonar su estómago.

Cuando más tarde llamó a Peter para contarle lo sucedido notó su contrariedad.

—Oye, tienes que arreglar este asunto o terminarás saliendo en los periódicos, empezando por el tuyo. Y no quiero ni pensar lo que me pedirán mis jefes… encontrarán de lo más sugerente que entreviste a mi propia esposa, que, según una loca, es hija de un premio Nobel.

—¡No se te ocurra volver a decir que mi madre está loca!

—¡Claro que lo está!

—Sabes perfectamente que Marvin Brian vivió en Madrid y que mi madre tuvo un affaire con él, y el resultado fui yo, pero él nunca ha querido saber nada de mí.

—Eso es lo que dice tu madre, vete a saber…

—¡Cómo te atreves!

—Mira, yo lo único que sé es que las locuras de tu madre nos van a terminar perjudicando, a ti pero también a mí. Es mi suegra. ¡Tengo una suegra demente! Marvin Brian, además de premio Nobel, es uno de los mejores poetas en lengua inglesa, reconocido en todo el mundo, con una vida impecable junto a su compañera de siempre, Farida Rahman, una mujer respetada en el campo de la Filosofía. Eso es lo único que sé. Y… bueno, te diré algo que no te he dicho nunca pero quizá sea mejor que no me lo calle: no te pareces en nada a él.

Las palabras de Peter las recibió como patadas. Él no lo sabía, pero acababa de poner punto final a su matrimonio. Ya no confiaba en él, nunca más podría hacerlo. La menospreciaba tanto como menospreciaba a su madre.

Decirle que no se parecía a su padre… que su madre estaba loca… que los iba a perjudicar. De repente se sintió más sola de lo que se había sentido nunca.

Salió de la redacción. No había terminado de escribir la entrevista del autor teatral, pero le daba lo mismo que su jefe se enfadara o incluso que la despidiera. Necesitaba poner en orden la cabeza. Procesar lo que le había dicho Peter.

Se fue a Central Park. El calor era pegajoso, como sucedía en Nueva York todos los veranos. Se sentó en un banco y se permitió llorar.

Cuando regresó a la redacción, ya había tomado algunas decisiones, todas difíciles y controvertidas, pero al menos creía saber qué debía hacer.

Su jefe se acercó a su mesa gritando:

—¡Dónde crees que trabajas! ¡Esto es un periódico! Te has largado sin entregar la entrevista.

—La tendrás en cinco minutos y no esperes gran cosa, ese autor teatral es un verdadero idiota. ¡Ah!, en cuanto a lo que me has pedido de Marvin Brian, no te preocupes, lo haré. No será fácil, pero lo haré; eso sí, me tienes que dar tiempo y dejar que me organice como quiera y, sobre todo, no me hagas preguntas. Tendrás tu historia, te lo aseguro.

La operación de Marvin fue un éxito, o eso dijo el portavoz del hospital. Le habían cambiado dos válvulas y la recomendación de su cardiólogo fue que descansara una buena temporada.

Su editora, Sara Rosent, emitió un comunicado explicando que Marvin Brian suspendía todos sus compromisos hasta que estuviera plenamente recuperado. El comunicado era breve y Sara se negó a dar más explicaciones a la prensa.

Adela había asistido a la convocatoria de la editorial. Sus miradas se encontraron. Supo que Sara la había reconocido. Mientras el resto de sus colegas empezaban a marcharse, ella se acercó a Sara.

—Soy…

Pero Sara levantó la mano con un gesto impositivo que la invitaba a callar.

—Sé quién eres. También sé que te dedicas al periodismo. Fernando me ha tenido al tanto de todo lo que se refiere a ti. Te quiere como a una hija. Yo te recuerdo de cuando eras una cría. Solías acompañar a tu madre a la librería.

—Necesito hablar con usted. Por favor.

El tono de desolación de Adela hizo dudar a Sara. Pero Adela insistió.

—Se lo ruego, le aseguro que no le quitaré mucho tiempo.

—De acuerdo… Ve a verme esta tarde a las cinco en el hotel Pierre. Búscame en el bar. Te estaré esperando.

—Gracias.

Se despidieron sin más palabras.

A las cinco en punto Adela entraba en el bar del hotel. Echó un vistazo rápido para hacerse una idea del lugar y de la gente que estaba allí. Alguna pareja entrada en años tomando un cóctel, hombres de negocios, un grupo de señoras de mediana edad y, en un rincón, Sara Rosent.

Adela siempre había admirado a Sara, por su elegancia, por sus ademanes tranquilos, por su rostro del que afloraba empatía hacia el prójimo.

—Gracias por aceptar hablar conmigo.

—Siéntate, ¿qué querrás beber?

—En realidad nada, un poco de agua mineral…

—Yo también estoy bebiendo agua. Se la pediré al camarero.

Mientras el camarero le servía una copa de agua con la misma parsimonia que si se tratara de champán, Adela terminó de ordenar cuanto quería decirle a Sara.

—Lamento que mi madre importune a Marvin Brian, no porque sienta ninguna simpatía por él, sino por el daño que eso le hace a mi madre.

—Has decidido ser directa sin importarte que yo quiero a Marvin —dijo Sara molesta.

—Señora Rosent, perdón, señora Wilson…

—Puedes llamarme Sara, Rosent es mi apellido, Wilson era el de mi marido, pero nos entenderemos mejor si nos llamamos por nuestros nombres.

—Estoy desesperada. Durante años he intentado que mi madre abandonara su obsesión por Marvin, tanto me da que sea mi padre y que no quiera saber nada de mí. No tengo otro padre que Fernando, es a quien quiero y quien me ha hecho de padre. De manera que debe quedar claro que no quiero nada de Marvin Brian y que aunque él se decidiera a reconocerme, yo lo rechazaría.

Sara la miró con curiosidad mientras calibraba cuánto había de emoción y cuánto de verdad en las palabras de Adela.

—Entonces ¿qué deseas?

—Creo que si Marvin hablara con mi madre una sola vez y le dijera lo que cree que debe decirle, quizá ella acepte que es inútil seguir empeñada en que me reconozca. Pero todos estos años él ha huido de ella, la ha… bueno, en mi opinión la ha maltratado y humillado, cuando habría sido más fácil resolver sus diferencias con una conversación. No es el primer hombre ni será el último que se niega a reconocer su paternidad.

—Tú sabes que la salud de Marvin Brian es delicada —dijo Sara, mirándola directamente a los ojos.

—Lo sé y que por tanto éste no sería el momento más indicado, pero acaso usted pueda convencerle de que cuando esté bien reciba a mi madre y solventen esta situación para siempre.

»Verá, en mi periódico no saben quién soy… Yo… siempre he utilizado el segundo apellido de mi madre, Blanco, aquí White, aunque ahora utilizo Brown, el de mi marido.

»Mi jefe me ha encargado que cuando sea posible entreviste a Marvin. Pero no sólo eso, quiere que indague por qué una mujer española lleva años persiguiéndole. Puede imaginar cómo me siento.

Adela movía las manos nerviosa y la tensión se reflejaba en cada músculo de su rostro.

—¿Y qué vas a hacer?

—En lo que se refiere a la historia de mi madre, dar largas; en cuanto a la entrevista de Marvin, pedirle a usted que me la facilite. Incluso se me había ocurrido que podría decir a mi jefe que Marvin Brian me daba la entrevista pero con la condición de que no escribiera nada de la española que le persigue, porque eso sería darle publicidad. Pero si al menos consigo una parte del encargo puede que mi jefe se conforme.

—Me estás pidiendo que Marvin te conceda una entrevista y que además se siente a hablar con tu madre. ¡Vaya, no eres modesta a la hora de pedir!

—Sé que le estoy pidiendo mucho, pero es que no tengo otra opción. No quiero convertirme en historia de periódico, no quiero que mis colegas persigan a mi madre intentando que cuente que hace treinta y seis años tuvo una aventura de una noche con un chico norteamericano, no quiero que Marvin marque mi vida y la destroce como ha hecho con la de mi madre. Ella tiene un concepto decimonónico respecto a algunas cosas aunque es muy moderna para otras. Usted no se imagina cómo era la España de los años cuarenta. Una mujer soltera embarazada quedaba señalada, ya nadie se casaba con ella, la consideraban una mujer fácil y su familia también sufría las consecuencias. Mi madre huyó para evitar a sus padres y evitarse ella esa vergüenza. También creía querer a Marvin, aunque ahora… bueno, no creo que sienta nada por él. En realidad creo que ni ella misma lo sabe, pero a quien quiere es a Fernando. Es un amor que ha ido construyendo sin darse cuenta. Él… bueno, creo que sigue enamorado de mi madre aunque Zahra fue muy importante para él. Pero a mi madre y a Fernando los une algo más fuerte, algo que nunca se romperá.

—Sí, se quieren de una manera absoluta, aunque tu madre esté empecinada con Marvin.

—¿Me ayudará?

Sara no respondió. Bebió un sorbo de agua y durante unos segundos ladeó la mirada para evitar la de Adela. Estaba intentando tomar una decisión.

—En caso de que Marvin te conceda la entrevista, ¿le preguntarás por tu madre?

—No, no lo haré. Le doy mi palabra. Sólo le preguntaré por sus poemas, por su carrera literaria, por el dolor como fuente de inspiración. Pero no le molestaré hablándole de mi madre.

—No puedo comprometerme a nada. Lo pensaré. Si decido ayudarte tampoco dependerá de mí, será una decisión que tomen Marvin y Farida. Él no decide nada sin que Farida esté de acuerdo. Quizá hable primero con ella.

—¿Cuándo podrá decirme algo?

—Te llamaré. Dame tu número. Pero no sé cuándo.

—¡Por favor!

—Comprendo tu angustia. Te llamaré y ahora, si me perdonas, tengo que subir a cambiarme. Voy a cenar con Marvin y Farida. Cuando te llame, por quién debo preguntar, ¿por Adela Blanco, por Adela White o por Adela Brown?

—Pregunte por Adela, será suficiente; pero si le piden un apellido, utilice el de Brown.

Adela no pudo dormir aquella noche. Su mano se deslizó hacia el lado de la cama que estaba desocupado. Peter y ella habían decidido darse un respiro. Ella se sentía incomprendida por él y él admitía que no la comprendía.

Peter le había reprochado que se sintiera ofendida cuando cuestionaba el comportamiento de Catalina teniendo en cuenta que estaba harto de escucharle improperios contra ella. «Tú te permites criticar con dureza a tu madre pero te ofende que lo hagan otros. Eso es irracional y me temo que ésa es parte de tu herencia española. Si hay algo que me llama la atención de los españoles es su capacidad para la irracionalidad.»

Fue ella quien decidió dejar el apartamento que compartían y alquilar un estudio en el Soho. El espacio era reducido, pero no le importaba.

No tuvo noticias de Sara hasta finales de septiembre. Le había contado a Fernando su conversación y él le había asegurado que tarde o temprano Sara la llamaría. Mientras tanto, el verano había servido de tregua para que su jefe aflojara la presión sobre ella. El verano y también el divorcio, porque la mujer de su jefe le había dejado llevándose a los tres hijos que tenían, lo que a él le provocó ataques de ansiedad que terminaron culminando en un infarto. No es que Adela se alegrara de la desgracia de aquel hombre, pero no podía dejar de admitir que para ella había sido providencial.

Acababa de llegar a su estudio e iba a prepararse un sándwich para sentarse a escribir un artículo sobre arte constructivista que debía entregar por la mañana, cuando sonó el teléfono. Descolgó al primer timbrazo.

—Soy Sara Rosent, puedes ir mañana a las dos a casa de Marvin Brian. Farida te recibirá. Hablarás con ella primero. Buena suerte.

—Señora Wilson… Sara… gracias. Muchas gracias.

—Ahora todo depende de ti.

Sara cortó la comunicación sin darle tiempo a decir nada más. A continuación, Adela llamó a Fernando.

—Acaba de llamarme Sara.

—Lo sé. Me ha dicho que te llamaría. Debes saber que le ha costado mucho conseguir que te reciban y que su amistad con Marvin y Farida ha estado a punto de resquebrajarse —le explicó, y luego añadió—: Juega bien tus cartas, Adela, se lo debes a Sara.

—Lo haré. ¿Y mi madre?

—Triste. No ha encontrado trabajo desde que la despidieron de la escuela de música. Ella no lo sabe, pero esta mañana he hablado con monsieur Dufort.

—Nuestro querido casero.

—Sí, Philippe Dufort es un buen hombre, lo mismo que Doriane. Les he pedido que me ayuden a buscar algún trabajo para tu madre, aunque es difícil porque ya estamos en edad de jubilación. Además… bueno, puede que vayamos a Madrid.

—¡A Madrid!

—Sí, aún no es seguro. Parece que el Gobierno se está tomando las cosas en serio.

—Eso sería estupendo. ¡Cuánto se alegrarían las abuelas! ¿Sabes, Fernando?, nunca he logrado entender por qué habéis hecho tanto daño a vuestras madres, no se lo merecen.

—No, no lo comprendes porque no puedes comprenderlo.

—Porque tú nunca has querido explicármelo.

—Tienes razón, no he querido y sigo sin querer hacerlo. Pero si algunas cosas cambian, puede que vayamos.

—Me gustaría acompañaros.

—Céntrate en la entrevista con Marvin.

—Sí, eso haré, y tú por una vez guárdame el secreto y no le digas nada de la entrevista a mi madre. Sería capaz de presentarse en Nueva York.

—¿No piensas hablar con ella?

—No… aún no estoy preparada para hacerlo. Discutiríamos. Necesito tiempo.

Marvin Brian vivía en un lujoso apartamento frente a Central Park. Adela estaba temblando cuando una doncella le abrió la puerta y la invitó a seguirla.

—La señora la espera.

Farida tenía la majestuosidad de quien había sido una belleza, pero más que eso era su personalidad la que abrumaba.

Estaba escribiendo sentada detrás de un escritorio de palo de rosa. Levantó la cabeza y se puso en pie dirigiéndose hacia ella.

—Bienvenida.

—Muchas gracias… Yo… les estoy muy agradecida por haberme recibido.

—Es difícil negarle nada a Sara. Debió de ser usted muy convincente para que ella se haya enfrentado a Marvin hasta conseguir que la reciba.

—Yo… bueno… siento que hayan discutido por mi causa. Espero que comprenda que para mí esta situación tampoco es fácil.

—No, no lo es. La recuerdo de niña cogida de la mano de su madre, con los ojos muy abiertos llenos de miedo y vergüenza. Siempre me apenó su situación.

»Bien, en unos minutos vendrá nuestro abogado. Tiene que firmar un documento en el que se compromete a que todo lo que se hable aquí esta tarde será confidencial. No lo podrá utilizar nunca, en ninguna circunstancia, de lo contrario tendrá que atracar un banco para poder indemnizarnos por incumplir su compromiso. Nuestro abogado es muy minucioso y ha preparado un documento en el que no deja ni un resquicio a la interpretación de lo que allí se dice.

—Le aseguro que no tengo intención de perjudicar a nadie.

—Pero para nuestra tranquilidad es mejor que se comprometa por escrito.

La doncella tocó suavemente la puerta antes de abrir. Un hombre alto, de aspecto agradable y con una cartera en la mano entró con paso firme.

—Querida…

—Jim, ésta es la señora Brown. Aunque espero que hayas puesto todos los apellidos que utiliza en el documento.

—No te preocupes, está todo tal y como lo hablamos. Señora Brown, lea despacio a cuanto se compromete antes de firmar.

Adela no se atrevió a contrariarlos. No esperaba que sucediera algo así, pero estaba dispuesta a firmar lo que fuera necesario con tal de desatar el nudo que estrangulaba su vida y la de su madre.

Una vez que hubo terminado de leer, sacó un bolígrafo del bolso y estampó su firma.

—De manera que acepta todos los términos. Se ha comprometido a mucho, señora Brown —comentó el abogado.

Ella asintió con una leve sonrisa. Luego el abogado dio un beso a Farida y salió de la estancia.

—Usted quiere conocer qué pieza no encaja en su vida. Siéntese y escuche; cuando haya terminado de hablar, conocerá a Marvin. Con él no estará más que unos minutos, no se encuentra en condiciones de responder a ninguna pregunta. Pero estoy segura de que será capaz de improvisar unas cuantas y dejármelas por escrito. Yo le haré llegar las respuestas.

—De acuerdo —aceptó Adela.

—¿Fuma?

—No… nunca he fumado… Bueno, cuando era jovencita en París fumaba a escondidas.

—No se esconda cuando algo le produzca placer. Si no le importa, yo fumaré. Es uno de los placeres a los que no pienso renunciar a pesar de que el médico me lo ha prohibido. Cáncer de pecho. Me han operado dos veces y ahora se ha vuelto a reproducir. Si me expreso con tanta tranquilidad es porque usted no puede decir una palabra de cuanto hablemos.

—Sí, soy consciente de lo que acabo de firmar.

—Entonces sepa que ni a mí ni a Marvin nos queda mucho tiempo por delante. Yo soy mayor que él. En fin, le contaré todo lo que quiere saber. En primer lugar, sepa que Marvin no es su padre.

Adela no pudo evitar fruncir el ceño sorprendida por la rotundidad de la afirmación de Farida.

—Le explicaré por qué. Marvin era un joven poeta que llegó a España poco antes de que comenzara la Guerra Civil. No fue porque le importara lo que estaba sucediendo, sino por su amor a la literatura, a Cervantes, a Quevedo, a Lope de Vega… Pero estalló la guerra y decidió quedarse. Un amigo le pidió que sirviera de intérprete a algunos periodistas norteamericanos. Aceptó. Ansiaba experiencias nuevas y una guerra era una experiencia que sabía dejaría una huella que le haría mejor poeta. No voy a aburrirle con detalles que no sean trascendentes. Sólo que un día en el que tuvo que acompañar a un periodista al Frente fue herido a pesar de que un joven soldado, Eulogio Jiménez, intentó salvarle la vida, recibiendo a su vez una herida que le dejó cojo. Pero a Marvin la metralla le afectó a sus genitales. Tuvieron que operarle de urgencia y… bueno, perdió parte de los genitales y quedó impedido para tener cualquier relación sexual el resto de su vida.

—¿Puede darme un cigarrillo? —casi le suplicó Adela conmocionada.

Farida le tendió el paquete de tabaco.

—Perdone, pero no termino de comprender…

—Lo ha comprendido perfectamente: Marvin no puede mantener relaciones sexuales.

—Y Eulogio… ¿Él lo sabía?

—Desde luego. Fue quien le salvó la vida, quien le arrastró para sacarle de la primera línea. Eulogio estaba enamoriscado de Marvin, aunque su gran amor era Fernando. Pero Marvin resultaba exótico, un norteamericano rubio, de ojos azules, guapo y poeta. Tenía todo para que un hombre con la sensibilidad de Eulogio se enamorara de él.

—Pero… él… nunca se lo dijo a Fernando, me refiero a lo de Marvin, ni tampoco a mi madre. —Adela intentaba controlar su desolación.

—No, no lo hizo. Marvin le hizo jurar que no se lo diría a nadie. Eulogio fue leal a su palabra.

—¿Quién más sabía que Marvin…?

—El médico que le operó allí en el Frente, nadie más, y éste no se lo pudo decir a nadie porque al día siguiente le alcanzó a él mismo una granada de mortero cuando estaba cosiendo las tripas de un oficial herido.

—Pero no puedo creer lo que me está diciendo… Fernando encontró a mi madre tirada en el suelo en brazos de Marvin. Fernando no miente.

—Tiene razón, Fernando encontró a su madre en brazos de Marvin. Ella estaba medio inconsciente. Había sufrido una agresión. La acababan de violar.

—¡Dios mío!

—Pero no fue Marvin, no habría podido aunque hubiese querido.

—Entonces…

—Marvin la oyó gritar. Él había bebido demasiado, en esa época lo hacía. No era fácil ser joven y estar con jóvenes sabiendo que estaba mutilado para siempre, que nunca podría tener a una mujer. Aquella noche estaba vomitando cuando oyó unos gritos. Se acercó tambaleándose. Un joven estaba encima de su madre. Le había desgarrado las medias y la falda… con las bragas bajadas… Imagínese la escena. El joven que violaba a su madre ni se dio cuenta de que había llegado Marvin, pero cuando le oyó decir «Pero ¿qué estás haciendo?», le vio levantarse y correr. Él se acercó a su madre e intentó ayudarla, fue entonces cuando apareció Fernando.

—¡No puede ser!

—Pero así fue.

—Y el otro… el otro… ¿quién era el que violó a mi madre?

—La respuesta la tendrá que buscar en Madrid.

—¿En Madrid? Pero ¿por qué?

—Marvin cree saber quién fue, pero estaba oscuro, había caído la noche y nunca dijo nada por temor a acusar a un inocente. Mire, hay dos hipótesis; la primera es que su madre coqueteara con ese joven y le dejara hacer, y cuando él se empezó a propasar, ella se asustara y se negara a que siguiera adelante; la otra hipótesis es que ese joven decidiera aprovecharse de su madre y no le diera opción a rechazarle porque desde el primer momento la agredió. Eso es lo que creemos que pasó.

—Pero mi madre está segura de que…

—Durante mucho tiempo Marvin creyó que su madre le acusaba falsamente. No sabe usted en cuántas ocasiones hemos hablado de lo que ocurrió aquella noche. Y con el tiempo llegamos a la conclusión de que probablemente su madre no había superado lo sucedido. Incluso lo consultamos con un buen amigo que es psiquiatra y nos explicó que después de un suceso traumático muchas personas se niegan a reconocer lo que pasó.

—Mi madre no es una mentirosa —afirmó Adela, conteniendo la ira.

—No he dicho que lo sea, estoy diciendo que sufrió un shock. Perdió el sentido. Su cerebro se niega a reconocer al violador. Cualquier psiquiatra le puede explicar que cuando alguien sufre un trauma, la manera de sobrevivir es borrar lo sucedido. Ella sólo recuerda que se encontraba en brazos de Marvin, y eso la tranquilizó. Cuando más tarde descubrió que estaba embarazada, no dudó de que aquello que había pasado y que había guardado en lo más recóndito de su cerebro sólo podía haber pasado con Marvin.

—Pero ¿por qué Marvin no se lo ha dicho?, ¿por qué no le ha explicado a mi madre lo que sucedió aquella noche?

—Porque habría tenido que confesar que él estaba incapacitado para tener relaciones sexuales. Que le habían mutilado los genitales. Y eso no estaba dispuesto a compartirlo con nadie. Después de que le hirieran en el Frente sus padres hicieron lo imposible por traerle a Estados Unidos. Aquí le operaron de nuevo, pero no pudieron devolverle la virilidad perdida. A consecuencia de las heridas ha tenido que vivir con dolores y con ciertas dificultades. Es su secreto y no quiere compartirlo con nadie. Está en su derecho.

—¿Eulogio sabía lo que pasó aquella noche?

—Sí, le contó lo sucedido y quién creía que había violado a su madre.

—Pero Eulogio tampoco se lo dijo ni a Fernando ni a mi madre.

—Eulogio le era absolutamente leal a Marvin, ya lo sabe.

—Pero podría habérselo dicho a Fernando… Habrían encontrado al violador de mi madre y le podrían haber obligado a confesar.

—Sí, es lo que deberían haber hecho, pero no lo hicieron.

—Pero ¿por qué ha permitido que mi madre le persiguiera? ¿Por qué no le dijo lo que sabía? —insistió Adela.

—Ya se lo he dicho, porque tendría que haberle confesado que le mutilaron los genitales y nadie tiene derecho a conocer algo tan íntimo que le ha provocado un enorme sufrimiento. Para Marvin no ha sido fácil vivir sabiéndose mutilado.

—Estoy confundida… no sé qué pensar… No puedo creer lo que me dice.

—Es la verdad —respondió Farida sin alterarse.

—Mi madre…

—Su madre sabe quién la violó.

—¡Pero usted misma acaba de decir que sufrió un shock!

—Lo sabe sin saberlo, lo tiene oculto en lo más recóndito del cerebro. Tendría que ponerse en manos de un buen psiquiatra.

—¿Puede darme otro cigarrillo?

Farida volvió a pasarle la cajetilla. Adela encendió el cigarro permitiendo que el humo le llegara a los pulmones.

—El violador es uno de los jóvenes que formaban parte del grupo que había ido a la Pradera de San Isidro. Usted sabe quién es, Marvin se lo ha dicho —afirmó Adela, mirándola fijamente.

—Marvin me ha dicho quién cree que fue. Está casi seguro.

—Por favor, dígamelo.

—Si quiere saber la verdad, tendrá que ir a Madrid.

—Por favor… dígamelo…

Y Farida pronunció un nombre que provocó que las lágrimas se deslizaran por el rostro de Adela.

—No tiene otra opción que ir a Madrid y buscar la confirmación. Pero nunca podrá utilizar el nombre de Marvin, ni siquiera le puede contar a su madre ni a Fernando cuanto ha escuchado esta tarde.

—Lo sé. —Su tono de voz tenía un deje de desesperación.

—Y ahora la llevaré a que vea a Marvin. Sólo unos minutos y procure no decir nada que pueda alterarle. Pero antes escríbame las preguntas de la entrevista. Le haré llegar las respuestas mañana mismo.

Marvin Brian estaba sentado en un sillón de piel verde oscuro con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos entornados. Los abrió y miró primero a Farida y luego a Adela. Farida hizo un gesto bajando la barbilla y él asintió.

—Adela Vilamar —dijo mirándola fijamente.

—Sí.

—¿Ya tiene la respuesta que buscaba?

—Sí.

—Espero que sepa obrar con discreción.

—Lo haré, no debe preocuparse. Lo haré no sólo porque he firmado el papel que ha preparado su abogado, sino también porque quiero evitar que mi madre sufra aún más.

—No podrá evitarle el dolor. Catalina no tendrá otra opción que afrontar la realidad.

Estuvo a punto de decirle que él era culpable de al menos una parte del sufrimiento de su madre, que por su culpa ella no había rehecho su vida persiguiéndole a él, que también había determinado la suya provocando que estuviera en trámites de divorcio con Peter, que había dejado en suspenso la del propio Fernando. Su silencio le había salvado a él, pero había condenado a otros. Pero no lo dijo.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted? —le preguntó con indiferencia.

—Nada más, señor Brian. Gracias por la entrevista.

—No soy su enemigo, Adela, sólo que no soy su padre.

—Yo tampoco soy su enemiga, señor Brian, y le aseguro que nunca quise tenerle como padre.

—Buenas tardes, Adela.

—Buenas tardes, señor Brian.

Farida la acompañó a la puerta.

—Penúltimo trayecto antes de conocer toda la verdad —dijo Farida.

—Le agradezco que haya facilitado esta entrevista.

—Agradézcaselo a Sara Rosent. Marvin le debe todo lo que es a los Rosent y esto es lo único que Sara le ha pedido en su vida. Para Marvin ha supuesto un desgarro aceptar que usted supiera lo sucedido y, sobre todo, las consecuencias de las heridas recibidas en el Frente durante la guerra española.

—Lo comprendo. Sólo soy una extraña.

—Que tenga suerte, Adela.

Se estrecharon la mano. A pesar de cuanto las separaba, no podían dejar de sentir simpatía la una por la otra.

Cuando al día siguiente llegó a la redacción, encontró un sobre de tamaño folio encima de su mesa. Sabía que eran las respuestas de Marvin. Estaban escritas a máquina y eran extensas.

Su jefe no tuvo más remedio que admitir que había merecido la pena. También le confesó que la tarde anterior había recibido una llamada de los propietarios del periódico indicándole que al señor Brian le incomodaría mucho que se publicara nada en relación con aquella mujer que en algunas ocasiones se había presentado en sus actos públicos. Ya que había tenido la deferencia de recibir a una de sus periodistas, esperaba que el periódico no hiciera ningún reportaje escandaloso que tuviera por protagonista a esa mujer y a él mismo.

—Así que por ahora no publicaremos nada de esa española… He intentado convencer a los que mandan de que estoy seguro de que detrás de esa mujer hay una buena historia. Pero el que manda, manda. Así que olvídate de ella, al menos por ahora…

Llamó a Sara para darle las gracias, pero ésta apenas le permitió hablar. «Espero que haya merecido la pena», fue todo lo que le dijo.

La entrevista fue un éxito. Hacía años que Marvin Brian no concedía entrevistas, ni siquiera lo había hecho cuando le concedieron el Nobel. No sólo por su enfermedad sino porque parecía que el paso de los años le había llevado a militar en la misantropía.

Peter la llamó para felicitarla e intentó convencerla para que lo celebraran juntos, pero Adela no se sentía capaz de pensar en nada que no fuera lo que tenía que hacer, y en eso no entraba Peter.

Una colega de la redacción le dio el teléfono de un psiquiatra asegurándole que «es de lo mejorcito de Manhattan. Te encantará».

El psiquiatra estaba muy solicitado, con la consulta siempre repleta de ejecutivos estresados. A pesar de la recomendación no le dio cita hasta diez días después. Diez días que a Adela se le hicieron eternos. Pero no quería ir a Madrid hasta haber hablado antes con un experto en el alma humana, que al fin y al cabo, pensó, es lo que son los psiquiatras.

El doctor Ward resultó ser un hombre joven, no tendría más de cuarenta años y era un tipo atractivo, lo que explicaba el entusiasmo de su colega. La cuestión era si, además de guapo, era competente en lo suyo.

Adela le dijo que quería exponerle un caso hipotético para que le diera un juicio clínico. Él no pareció muy convencido, pero terminó aceptando.

Ella le preguntó cuáles eran las reacciones de las mujeres que habían sufrido una violación. El doctor Ward la miró con preocupación.

—Los traumas son difíciles de gestionar. Cuando una persona sufre una experiencia traumática puede poner en marcha un mecanismo de defensa para bloquearla. Cualquier tipo de situaciones traumáticas puede provocar una alteración en el pensamiento y en el comportamiento, además de generar daños en el inconsciente. Es perfectamente posible que la persona que ha sufrido una violación tenga lagunas y bloquee la realidad. En estos casos, la terapia consiste en ayudar a esa persona a regresar al momento del trauma para que pueda enfrentarse a lo sucedido y a partir de ahí ayudarla a superarlo.

—¿Se puede dar el caso de que la persona que sufre un trauma no reconozca la realidad?

—Es lo que le acabo de decir, se puede producir una desconexión entre el sujeto y el hecho traumático. Pero no todas las personas reaccionan igual ante un suceso traumático. A veces experimentan reacciones retardadas.

El psiquiatra intentó que Adela le dijera si había sido ella objeto de una violación, «porque si es así, usted necesita ayuda. No debe cargar con eso sola. Muchas mujeres se culpan de lo sucedido. En muchas ocasiones no vuelven a querer tener relaciones con ningún hombre».

Adela asintió. El doctor Ward tenía razón. Su madre no había tenido relaciones con ningún hombre. Vivía con Fernando como si fueran hermanos. Le había costado comprenderlo porque cuando era pequeña creía que Fernando era su padre, pero no había tenido más remedio que aceptarlo. En la vida de su madre no había hombres.

El doctor Ward también la explicó que hasta el momento la ciencia no habría encontrado la manera de confirmar una paternidad, que las pruebas que se hacían no eran concluyentes.

«Se hace a través de un análisis de sangre, se le llama el sistema RH, pero sólo sirve para descartar la paternidad, no para confirmarla.»