3
Don Antonio Sánchez se estaba fumando un puro. Le sabía a gloria. Claro que su dinero le había costado conseguir unos cuantos puros de verdad.
Acababa de cerrar un negocio con un tipo que tenía una fábrica textil en Cataluña. Iban a vender camisetas al Ejército.
Prudencio, el hermano de don Antonio, que estaba en Intendencia, le había dado el aviso: los soldados necesitaban camisetas para el invierno. Se lo había escuchado decir a su coronel. De manera que era de esperar que el Ejército comprara en breve camisetas a quien las tuviera o las pudiera fabricar al por mayor.
El señor Soler, el dueño de la fábrica textil, le había asegurado que en pocas semanas podía tener listos unos cuantos de miles de aquellas prendas. En cuanto las tuviera las enviaría a Madrid, al almacén de don Antonio, que previamente las habría ofrecido al Ejército a través de su hermano Prudencio.
Soler era de fiar. Quizá era un poco exagerado al presumir de tener una fábrica textil. Don Antonio la había visitado y eran unas cuantas máquinas instaladas en el bajo de la casa donde vivía aquel hombre. Allí trabajaban varias mujeres a las que pagaba un salario de miseria. Pero tener ocupación, por poco que se pagara, en sí ya era un alivio para quienes no poseían nada.
—Y ahora que hemos firmado el contrato deberíamos ir a comer, ¿no le parece, señor Soler? Invito yo —propuso don Antonio.
Salieron del almacén y fueron caminando a una taberna cerca de la plaza de la Ópera. El tabernero conocía a don Antonio porque era quien le vendía el vino y cuanto servía en la taberna.
—¿Qué hay hoy de comer, Perico? —preguntó don Antonio al tabernero.
—Unas lentejas a lo pobre. Y para ustedes, además, un par de huevos fritos. ¿Le hace, don Antonio?
—Pero que las lentejas no sean tan pobres que sólo haya agua.
—Las de ustedes tendrán lentejas. Fíese de mí.
Comieron las lentejas con un par de vasos de vino peleón, del que don Antonio le surtía, y que Perico rebajaba con agua.
Prudencio se unió al almuerzo.
—He ido a tu casa y tu mujer me ha dicho que estabas en el almacén, y allí me han dicho que estabas aquí —dijo su hermano para explicar su presencia.
—Pues «la Mari» se habrá mosqueado al verte aparecer por mi casa a estas horas —le reprochó don Antonio.
—Pero si tu mujer es una santa, qué va, me ha dicho que no ibas a comer porque estaba aquí Soler.
—Bueno, y qué te ha dicho tu coronel sobre las camisetas —quiso saber don Antonio.
—Está hecho. Te las encargarán si pones un buen precio. Le he asegurado que nadie las venderá mejores ni más baratas porque tú eres un patriota y para ti todo es poco si es para el glorioso Ejército. En cuanto digan que hay que comprarlas, presentas la oferta y ya está. Te traigo aquí una copia del papel donde pone cuántas camisetas se necesitan y el precio a pagar.
Don Antonio arrancó la hoja de manos de Prudencio y leyó atentamente.
—¡Pero éstos quieren que les regalemos las camisetas! Ni hablar, por ese precio no hay oferta.
—A ver, déjeme leer ese papel —pidió Soler alarmado.
—Mira que eres avaricioso, Antonio, ¿es que crees que al Ejército le sobran los duros? —le reprochó Prudencio, mirando de reojo a Soler.
—¿Avaricioso? Si quieren camisetas para los soldados, ¡que las paguen! —Don Antonio estaba enfadado.
—Vamos, vamos, amigo mío, no se ponga así… La cantidad a ganar es menor a la que habíamos previsto, no nos haremos millonarios, pero aun así nos llevaremos un pellizco, son muchas camisetas —afirmó Soler, devolviéndole la hoja.
—Si quieren nuestras camisetas, que las paguen —insistió don Antonio.
—¡Qué cosas dices! ¿Crees que no hay más gente que ahora mismo se está moviendo para ser ellos quienes vendan las camisetas al Ejército? Sé que al Cuartel General están llegando otras ofertas, así que tendrán donde elegir: si no somos nosotros, serán otros… Tú verás, Antonio, pero no me vuelvas a pedir que hable con el coronel para que te compre nada. Ya sabes que a él no le gustan los chanchullos, pero se fía de mí y cree que yo no lo voy a engañar y que sólo se trata de hacerme un favor porque eres mi hermano.
—Prudencio tiene razón. Ganaremos menos, pero ganaremos, y lo importante es que después de las camisetas vendrán otros encargos —insistió Soler.
—O sea que usted cree que con esa miseria que nos quieren pagar aún vamos a ganar dinero —planteó don Antonio a su socio catalán.
—Sabe que sí, yo desde luego estoy dispuesto a vender las camisetas a este precio. Es más, en cuanto llegue a Tarrasa voy a enviar un paquete con unas cuantas de distintas tallas para que Prudencio se las enseñe al coronel. Las haré de la mejor calidad para que el coronel no tenga dudas. Luego las otras que hagamos, bueno, no serán lo mismo, pero tampoco estarán mal.
—No sé, Soler… Si se acostumbran a que les vendamos barato luego será difícil subir los precios —se quejó don Antonio.
—Hemos de comprender que la guerra acaba de terminar y no hay dinero y en lo que menos se van a gastar es en camisetas —afirmó Soler, intentando convencer a su socio—. Por cierto, Prudencio, ¿cuánto se quiere llevar el coronel?
—Nada, Soler, nada. No es de los trincones. Si me avisa de que el Ejército va a comprar tal o cual cosa es porque me sabe leal y confía en mí. Como él dice, mejor que los negocios los hagan los patriotas, y como Antonio es mi hermano…
—¿Y usted cuánto se quiere llevar?
—Lo normal. Antonio ya sabe…
—Bueno, bueno, si cerramos el negocio habrá para todos —concluyó Soler.
Al terminar el almuerzo, Antonio y Prudencio se despidieron del catalán y caminaron hacia el almacén situado cerca de la Puerta de Toledo. Los dos hermanos al principio iban en silencio, pero fue Prudencio el que sacó a Antonio de sus pensamientos.
—Oye, no creo que haya nada que hacer con lo de don Lorenzo Garzo. He estado preguntando y el tío lo tiene mal. Es que es más rojo que las granadas y, además, haber ido voluntario al Frente…
—¿Le van a fusilar?
—No me lo han dicho, pero para mí que sí. Los que están en la cárcel de Porlier lo tienen crudo, aunque los de Comendadoras no lo tienen mejor. Pero a ti ¿qué más te da? Don Lorenzo nunca ha sido amigo nuestro, es que ni nos veía al pasar por la tienda ni cuando nos cruzábamos por la calle con él.
—Porque es un intelectual y los intelectuales siempre van pensando, no se fijan en nada —replicó Antonio a su hermano.
—Bueno, pues por eso, que le fusilen. ¿Quién necesita intelectuales? Bastante daño han hecho a España aliándose con los comunistas y, además, casi todos los intelectuales son masones —insistió Prudencio.
—Me lo ha pedido Piedad, la madre de Eulogio —dijo en voz baja Antonio.
—Esa mujer no te conviene, hermano, te va a perder. No sólo te ha colocado al hijo sino que además quiere que salves a Garzo. Pues no va a poder ser.
—Eulogio hace bien su trabajo y sobre todo es discreto.
—Pero luchó en el bando republicano. Si no fuera por nosotros… vamos, que le tendrían que haber fusilado ya.
—Pero si sólo estuvo unos meses porque pronto le dejaron tullido —le defendió Antonio.
—Ya, pero ¿a cuántos de los nuestros se llevó por delante? No te me hagas el blando, Antonio. Sé que te beneficias a la madre del Eulogio, pero que esa mujer no te sorba el seso. Además, no sé por qué te gusta, está más buena «la Mari».
—Oye, de mi mujer no hables así, ni a ti te permito que digas que mi mujer está buena. «La Mari» es la madre de mis hijos y ya está, la respeto y la tengo en un altar.
—Pero la otra te tiene dominado.
—Calla, desgraciado, qué sabrás tú de mujeres.
—De ésta lo que sé es que su marido y su hijo eran republicanos y que tú te la estás jugando teniendo tratos con ellos. Si no estuvieras tan metido en la Falange… Menos mal que a los camaradas les hace gracia que te la estés tirando, que si no… —insistió Prudencio.
—Tienes razón, hermano, esa mujer me tiene agarrao. Empecé aprovechándome de ella en cuanto regresé del Frente. Temía que se llevaran a su hijo como a tantos otros por haber combatido con los rojos. Me está muy agradecida por haberlo evitado.
—Y bien que te has cobrado su agradecimiento. Bueno, también te has quedado con su casa. Se la has comprado por nada y la has mandado a la buhardilla, así que no estás perdido del todo. —Prudencio rio de su ocurrencia.
—Los negocios son los negocios. ¿Para qué quiere ella un piso tan grande como el que tenía? En la buhardilla está bien. Ella y Eulogio no necesitan más. Sabe que gracias a mí conserva a su hijo. ¿Qué más puede querer una buena madre? Me debe agradecimiento.
—Pues si quieres seguir acostándote con ella, oblígala a ir a misa, que me han dicho que don Bernardo está más que mosqueado porque no va siempre y, cuando va, ni comulga ni nada, es que ni se confiesa.
—¿No querrás que le confiese al párroco que se acuesta conmigo? Es una mujer prudente —la defendió de nuevo don Antonio.
—Pero llama la atención. Don Bernardo está con la mosca detrás de la oreja.
—¿Y tú cómo te enteras de todo, Prudencio? —preguntó su hermano escamado.
—Porque tengo buen oído, hermano —respondió Prudencio con una carcajada.
—¡Menudo pájaro estás hecho!
—Bueno, y qué hay de lo de Antoñito y Catalina. ¿Se han hecho novios?
—Mi hijo le tira los tejos, pero la chica se resiste. Ya sabes que en el barrio los Vilamar siempre se las han dado de ser gente superior. Pero don Ernesto no tiene un duro, está arruinado y yo les estoy prestando dinero, de manera que la chica terminará tragando.
—¿Cuánto le has prestado a don Ernesto? —preguntó Prudencio curioso.
—Unos cuantos miles de pesetas, y me sigue pidiendo.
—Y tú dándole, ¡vaya tonto!
—Vamos a ser consuegros.
—Ya veremos, Antonio; esa niña está malcriada y lo mismo no obedece a su padre.
—¡Qué no le va a obedecer! Lo hará, Prudencio, o don Ernesto la molerá a palos. Además, ¿desde cuándo las hijas desobedecen a los padres? Catalina es muy joven y tiene muchos pájaros en la cabeza, pero hará lo que le mande su padre y se casará con mi Antoñito. Ya verás, Prudencio, ya verás.
—Si tú lo dices, hermano —respondió Prudencio sin demasiado convencimiento.
—¡Ea!, hablemos de otras cosas. Esta noche he quedado con algunos camaradas para tomar unas botellas de vino e ir a una casa de putas en la Corredera. ¿Te hace?
—No puedo, Antonio, tengo que volver al cuartel; el chófer del coronel está enfermo y necesita a alguien de confianza que le lleve a una reunión importante. Me lo ha pedido a mí, Antonio, y yo no puedo decirle a mi coronel que no.
—Claro, ¿cómo ibas a hacerlo? Con lo bien que nos viene que confíe tanto en ti. Nada, nada, otro día te vienes con nosotros.
—Hay que ver qué de putas hay en Madrid —murmuró Prudencio.
—Es que la necesidad aprieta, hermano, así que hay más oferta que demanda. Muchas de las que hacen la calle hasta hace poco eran mujeres decentes. Pero a nosotros eso no nos importa, bien nos viene distraernos un poco.
—¿Y «la Mari» no se mosquea?
—¿Mi mujer? Pero bueno, ¿cómo va a saber ella que voy de putas? ¡Qué cosas dices, Prudencio!
—¿Y Piedad?
—No tengo que darle explicaciones. Cuando quiero algo de ella, la llamo a la tienda y nos vamos a la trastienda y ya está. ¿Qué te has creído?
Prudencio no creía nada. Admiraba a su hermano Antonio, siempre le había admirado. Mientras que él era enclenque, Antonio era un hombre de pelo en pecho, sanote y vividor. No era extraño que «la Mari» no le rechistara y estaba seguro de que Piedad tampoco lo pasaba mal en sus visitas a la trastienda.
Había pasado un mes largo desde que Antoñito viera por última vez a Catalina. Fue la noche de su cumpleaños en la Pradera de San Isidro. Desde entonces se habían cruzado por el barrio, pero apenas habían intercambiado un saludo. Él recordaba muy bien aquella noche y sonreía para sus adentros, aunque en aquel momento le fastidiaba estar allí ante la puerta de los Vilamar.
Se estiró la chaqueta y se atusó el bigote. Apretó el timbre y aguardó impaciente a que abrieran la puerta. No, él no estaría allí si no se lo hubiera ordenado su padre. Por la mañana le había dicho que llevara una docena de huevos y un pollo a casa de los Vilamar.
Doña Asunción le abrió la puerta y le miró sorprendida. No esperaba visitas, y menos la de Antoñito.
—Buenas tardes, doña Asunción, traigo esto de parte de mi padre —dijo entregándole una cesta tapada con papel de estraza.
—¡Ah! Pues… bueno, no hemos encargado nada, debe de ser un error…
—No, no, señora. No es un error, es una docena de huevos y un pollo con los que mi padre quiere obsequiarlos. Han llegado frescos hoy y como don Ernesto está delicado de salud, mi padre ha pensado que le vendrá bien tomar pollo y huevos.
Doña Asunción no se decidía a coger la cesta que Antoñito quería entregarle.
—Muy amable por parte de tu padre, pero no sé… es un regalo inesperado y…, la verdad, no sé si debemos aceptarlo… —replicó azorada.
—Pues yo no le puedo decir a mi padre que no ha querido coger la cesta, se enfadará. —Antoñito no estaba dispuesto a que su padre le abroncara tildándole de inútil.
Catalina asomó la cabeza por la puerta del pasillo que daba al recibidor.
—¿Quién es, mamá? —preguntó curiosa.
—Antoñito, hija, nos trae… nos trae un regalo de parte de su padre.
La puerta se abrió del todo y Catalina se plantó en el recibidor delante de Antoñito, mirándole con asco.
—Vaya sorpresa. ¿No sabes que no está bien presentarse en casa de nadie sin avisar previamente? —le recriminó.
—No ha sido cosa mía, mi padre me ha enviado. Si despreciáis su regalo, se lo diré y asunto concluido —espetó desafiante.
—No, no, no se trata de despreciar lo que nos envía tu padre, le agradecemos su generosidad, sólo que… en fin, no estamos acostumbrados a estas cosas —acertó a decir doña Asunción, mirando a su hija con severidad.
—Es que no tenemos una amistad para aceptar regalos. —Catalina se dirigió a Antoñito sin ocultar su fastidio.
—Pues, que yo sepa, en esta casa vivís gracias a los préstamos de mi padre, así que no entiendo tantos remilgos —replicó él malencarado.
—Pero ¡qué dices! Mira, no vamos a tolerar una impertinencia así. Llévate esa cesta y no vuelvas sin avisar. —Catalina abrió la puerta indicando con un gesto a Antoñito que se fuera.
Él dudó. Por un momento pensó en marcharse con la cesta y explicarle a su padre que las Vilamar, una vez más, le habían vuelto a tratar como si fuera un inferior. Pero sabía que, además de enfadarse con ellas, lo haría también con él y seguro que le echaría la culpa del incidente acusándole de no haber hecho las cosas bien.
Dejó la cesta en el suelo, se dio media vuelta y salió de la casa sin mirar ni a la madre ni a la hija. «Allá ellas», pensó. Si se atrevían, que fueran a la tienda a devolver la cesta a su padre, que fuera él quien se las viera con esas dos arpías que se creían alguien y no eran más que dos muertas de hambre. Ya tenía ganas de que su padre concertara su boda con Catalina, le iba a bajar los humos, no tendría más remedio que agachar la cabeza y aceptar que en su familia eran unos muertos de hambre y que si no fuera por ellos los Vilamar estarían mendigando.
—No le soporto —afirmó Catalina a su madre apenas cerró la puerta.
—No es mal chico, acaso un poco torpe. Preguntaremos a tu padre qué hacemos con la cesta; si él dice que nos la tenemos que quedar, pues eso haremos.
—Pero, mamá, ¡no podemos hacer eso! Es una humillación. Prefiero morirme de hambre a que esos paletos nos den limosna.
—Tu padre…, bueno, creo que tiene negocios con don Antonio, de manera que no podemos desairarle así como así.
Don Ernesto contrajo la mandíbula y frunció el ceño mientras su esposa y su hija le relataban la escena que acababan de vivir. ¡Cómo se atrevía el tendero a mandarle una cesta con huevos y un pollo! ¡Por quién le tomaba! A punto estuvo de enviar a Catalina a la tienda de don Antonio a devolver la cesta, pero se contuvo. Le debía mucho dinero y lo último que podía permitirse era enfadarle. De manera que don Ernesto aspiró profundamente y ordenó sus pensamientos. El tendero estraperlista era un bruto, un falangista descamisado que iba enseñando los pelos del pecho, pero también se dijo que era un patriota y gracias a hombres como él la patria no se había perdido en manos de los rojos. Don Antonio carecía de educación y, por tanto, no sabía nada de urbanidad. Había que disculpar su falta de tacto enviándoles una cesta con comida, en realidad era un gesto amistoso y una manera de que Antoñito se acercara a Catalina. No era la mejor forma, pero no habían tenido intención de ofenderlos, todo lo contrario. Además, aunque Asunción lo desconocía, desde que había acabado la guerra y don Antonio había entrado en Madrid con las tropas de Franco, volviendo a hacerse cargo de la tienda de ultramarinos, ellos, los Vilamar, comían gracias al crédito que les daban en la tienda. No sólo eso; además, don Ernesto estaba intentando salir adelante gracias a un préstamo que le había hecho don Antonio en espera de que pudiera reflotar el negocio de venta de tabaco de su suegro.
Asunción creía que su esposo pagaba mensualmente las facturas de cuanto compraban en la tienda de ultramarinos, pero la realidad era que la deuda aumentaba y tenía visos de seguir aumentando. Sólo se saldaría el día en que Catalina saliera de la iglesia del brazo de Antoñito convertida ya en su esposa.
—Naturalmente que hemos de aceptar el regalo. Al fin y al cabo, somos buenos clientes y es lógico que don Antonio quiera tener un detalle con nosotros —sentenció don Ernesto.
—Pero, ¡papá…! —protestó Catalina.
—Si tú lo dices, Ernesto… Mira, prepararé una tortilla para esta noche y mañana asaremos el pollo —aceptó doña Asunción, que nunca se le habría ocurrido contrariar a su marido.
Al día siguiente por la tarde Catalina envolvió los dos paños de ganchillo que su madre había hecho y decidió llevarlos a casa de los Garzo. Habían pasado casi dos meses y Fernando no había ido a recogerlos. Seguía enfadado con ella. No tenía por qué, se dijo Catalina. No eran novios ni nunca lo habían sido, tampoco ella había sugerido nunca que pudieran serlo. Le apreciaba sinceramente porque se conocían desde niños y Fernando era muy inteligente y la solía ayudar con las tareas de la escuela. También la defendía cuando algún niño la molestaba. Todos los chicos del barrio sabían que tirar de las coletas a Catalina suponía llevarse un puñetazo de su amigo.
Entró en el portal de la casa de Fernando y sonrió a la portera que estaba barriendo.
—Voy a casa de los Garzo —le dijo.
—No sé si estará Fernando, pero sí está su madre.
Subió las escaleras corriendo hasta el primer piso y apretó con fuerza el timbre. Isabel abrió la puerta y la invitó a pasar.
—Vaya, Catalina, hacía días que no te veía. Fernando está a punto de llegar. Pasa, siéntate. ¿Quieres un vaso de agua?
—Muchas gracias, doña Isabel, sólo he venido a traerles estos paños que ha hecho mi madre y también un par de huevos.
—¡Ah, sí! Fernando me dijo algo… Muchas gracias, tu madre es muy buena con las labores de ganchillo. Se lo agradezco y también los huevos.
—¿Cómo está don Lorenzo? —preguntó con afecto.
—Te puedes imaginar… Los presos están hacinados en las Comendadoras y apenas les dan de comer. Está tan delgado… Ojalá consigamos el indulto porque no sé si va a aguantar mucho tiempo —se lamentó Isabel.
—¡Claro que se lo darán! Don Lorenzo es muy bueno, todos lo sabemos. No se desanime, ya verá como pronto está en casa. Yo rezo todos los días y le pido a la Virgen por él.
—Pues esperemos que la Virgen te haga caso, porque hace tiempo que a mí nadie me escucha allá arriba…
Fernando entró en la cocina y encontró a su madre y a Catalina hablando. Le gustaba verlas juntas, eran las mujeres a las que más quería en el mundo, en realidad eran las dos únicas a las que quería. ¿A qué otras podría querer?
—No sabía que ibas a venir —le dijo a Catalina mientras se acercaba a dar un beso a su madre.
—He traído los paños de ganchillo, como no has venido a por ellos…
—Es que yo trabajo, Catalina, no tengo tiempo libre como tú.
Isabel miró a su hijo extrañada por la severidad con que le hablaba. Pensó que quizá se habían enfadado y eso la inquietó porque ni siquiera de niños se habían peleado.
—Ya sé que trabajas, Fernando, y… bueno, no quiero molestar, me voy ya. Subiré a casa de Eulogio, también tengo un par de huevos para él y para su madre, y además quiero hablar con Marvin.
La sinceridad de Catalina le provocó un dolor agudo en el estómago a Fernando. ¿Es que no se daba cuenta de que le ofendía? Isabel comprendió de pronto lo que le pasaba a su hijo.
—Marvin es muy agradable, ha encajado bien aquí. Y va a dejar buenos amigos —comentó Isabel para restar importancia a las palabras de la joven.
—Yo creo que no se va a ir, le gusta mucho España —aseguró Catalina.
—Pues te equivocas. Marvin piensa marcharse muy pronto, quizá en unos días, aquí no le queda nada por hacer —intervino Fernando sin disimular su contrariedad.
Catalina le miró desconcertada. ¿Por qué le hablaba Fernando con tanta acritud?
—A los buenos poetas les suele costar inspirarse, pero Marvin no creo que tenga ese problema. Y yo sé que le gusta España y no tiene intención de irse, puede que antes sí, pero ahora… no, ahora no se va a ir —afirmó segura.
—Eso es lo que a ti te gustaría, pero el americano se larga, Catalina, ya verás.
—Lo que tenga que hacer lo hará, ¿no os parece? Catalina, dale las gracias a tu madre, siempre tan generosa y atenta —medió Isabel para que no se pelearan.
—Mi madre me ha dicho que cuando usted pueda, le gustaría invitarla a tomar una taza de café. Quizá pueda visitarnos una de estas tardes.
—Claro que sí. Dile a tu madre que, si le viene bien, el jueves me pasaré un rato.
—Seguro que le viene bien, además el jueves no tendrá que estar tan pendiente de papá porque se va a Huesca a ver a su hermano mayor y se quedará un par de días. El jueves es perfecto. Tú también puedes venir, Fernando, prepararé un bizcocho, ¿qué te parece?
—Yo trabajo, Catalina, no tengo tiempo de ir a comer bizcochos —respondió malhumorado.
—Bueno, pero de todas maneras haré el bizcocho y le daré un buen trozo a tu madre para que te lo traiga —insistió Catalina, decidida a no tener en cuenta el malhumor de Fernando.
Cuando Catalina se fue, su madre le reprendió. Comprendía la frustración de su hijo ante la indiferencia de Catalina, pero no quería permitirle que se instalara en la amargura.
—No has sido muy amable con ella. Mira, Fernando, así no vas a conseguir nada. Yo sé que estás enamorado de ella, pero es lógico que le guste el americano, ya se le pasará, y si no se le pasa, qué le vamos a hacer. Nadie puede mandar en los sentimientos de los otros. Qué más me gustaría a mí que Catalina fuera tu novia, pero si no te quiere para eso entonces no te empeñes, encontrarás una mujer que sepa apreciarte en todo lo que vales. Algún día hasta te reirás recordando este amor de niño.
—Déjalo, madre, déjalo. Catalina me da lo mismo, sólo que me fastidia que siga al americano y no se dé cuenta de que a él nada le importa ella. Se está poniendo en ridículo.
—A mí no me puedes engañar, Fernando. Estás enamorado de ella desde que eras un niño. Y eres tú el que te estás poniendo en evidencia tratándola así. Si quieres que te haga caso, muéstrate indiferente.
—Yo no estoy para trucos, madre; si no me quiere, no me quiere. Además, no me importa.
Pero le importaba, tanto que le dolía el pecho de la angustia que sentía en ese momento al pensar que Catalina hubiera llamado a la puerta de Eulogio para ver a Marvin. «Es una insensata, no tiene medida», pensaba Fernando, luchando por no presentarse él también en casa de su amigo e interrumpir la charla en caso de que el americano estuviera allí.
Fue Piedad, la madre de Eulogio, quien abrió la puerta a Catalina. Miró a la joven desconcertada antes de invitarla a pasar.
—Pasa…, pasa… ¿Qué se te ofrece? Mi hijo se acaba de ir al almacén, ya sabes que ahora entra a trabajar a las siete…
—Perdone que la moleste, doña Piedad, pero quería ver a Marvin —dijo muy resuelta.
—¿A Marvin? Claro, claro, le avisaré para que salga. Pasa a la salita, es pequeña pero al menos hay sillas para sentarse.
Catalina no se sentó. Se quedó de pie intentando dominar la agitación que sentía.
Marvin entró en la salita seguido por Piedad. Estaba desconcertado por la visita de Catalina.
—Pero ¿qué haces aquí? —le preguntó sin saludarla.
—He venido a verte, no nos vemos desde el día que fuimos a la Pradera a celebrar el cumpleaños de Antoñito. No quiero distraerte, sé que estás trabajando mucho. —Y le miró sonriendo.
La mirada de Catalina a Marvin fue suficiente para que Piedad se diera cuenta de que la chiquilla estaba enamorada del americano, aunque éste pareciera no darse cuenta o acaso no quisiera manifestarlo delante de ella.
—Yo tengo que hacer algunas cosas, si queréis algo… Catalina, ¿te apetece un vaso de agua?
—No, señora, no quiero nada. Muchas gracias.
—Bueno, pues os dejo hablar… —Y Piedad salió de la minúscula sala y se fue a su aún más minúsculo cuarto, sentándose en la cama a esperar que Catalina se marchara.
—¿Sabes, Marvin?, van diciendo que piensas irte. Yo sé que no es verdad, pero me molesta mucho que lo digan.
—Bueno, no es que me vaya a ir mañana, pero sí estoy pensando en regresar a Francia, todavía no sé cuándo, ya sabes que los alemanes están allí. Europa está en guerra. En cualquier caso, no puedo quedarme para siempre aquí, en Madrid, algún día tendré que irme —respondió él sin comprender a qué se debía la presencia de Catalina ni por qué le importaba lo que pudiera llegar a hacer él.
—Yo quiero ir a París, allí la vida tiene que ser muy diferente de aquí…
—Pues, si quieres ir a París, yo te serviré de guía, aunque ahora no es el mejor momento para ir —dijo él por decir algo.
—¿De verdad me enseñarás París?
—Claro…, será un placer tenerte allí. ¿Te gusta el teatro? Podemos ir al teatro, y te llevaré a los cafés… No hay cafés más hermosos que los de París.
—¿Y a la Torre Eiffel? Me gustaría tanto subir a lo alto de la torre —exclamó entusiasmada Catalina.
—No sé si es posible subir a lo más alto, pero te llevaré a verla.
—¿Tienes casa en París? —preguntó ella.
—Tengo un apartamento no muy lejos de Notre-Dame.
—¿Y es bonito?
—A mí me lo parece. Te gustará, es muy cómodo —afirmó Marvin sin darse cuenta del efecto de sus palabras en Catalina.
—¡Será estupendo! ¡Qué ganas tengo de ir! Mis padres no querrán que me vaya, pero tendrán que hacerse a la idea. ¿Seguro que no te importa que vaya contigo a París? ¿Lo has pensado bien? —preguntó mirándole muy seria.
Marvin no terminaba de comprender el significado último de la conversación. Para él Catalina sólo era una chica del barrio, atolondrada, pero buena persona aunque en exceso coqueta, y eso a él tanto le daba. No es que tuviera algún interés en que Catalina fuera de visita a París, pero era demasiado educado para negarse a recibirla.
—¿Qué he de pensar? Si algún día vienes, serás bien recibida. Te gustará París, ya lo verás.
Catalina se levantó de la silla de un brinco y echó los brazos alrededor del cuello de Marvin, dándole un sonoro beso en la mejilla. Él no supo reaccionar y se quedó quieto unos segundos. Le salvó Piedad. La mujer no había podido dejar de escuchar la conversación porque las paredes de la buhardilla eran tan delgadas que resultaba imposible ignorar lo que sucedía en la salita.
—¿De verdad no quieres agua? —preguntó Piedad irrumpiendo en la estancia.
Catalina bajó los brazos y se separó unos centímetros de Marvin antes de contestar.
—Que no, doña Piedad, muchas gracias… Ya ve que estamos hablando, aunque quizá sería mejor que nos fuéramos a dar un paseo para terminar de hablar, ¿no te parece, Marvin?
—Es muy tarde… y estaba escribiendo… pero… bueno, te acompañaré al portal —aceptó él sin ningún entusiasmo.
Catalina no dejó de preguntarle sobre París, los lugares a los que la llevaría, el nombre de sus cafés favoritos, cuántos amigos tenía… Marvin respondía de mala gana, pero ella no lo advertía. Era feliz. De las palabras del americano había deducido que él no sólo estaba enamorado de ella sino que ansiaba llevarla consigo.
Más tarde, ya en la soledad de su habitación, Catalina cayó en la cuenta de que no habían hablado de la boda, pero desechó esa preocupación. Se casarían, claro que se casarían. ¿De qué otra manera podía ir ella a París si no era casada con él? Su padre se opondría, estaba segura, pero con la ayuda de su madre terminarían convenciéndole. Desde luego ella no iba a ceder, se casaría con Marvin y se irían a vivir a Francia. Sintió un deje anticipado de nostalgia pensando en su madre, pero inmediatamente lo dejó a un lado. Su madre la iría a ver con frecuencia y ella también volvería a Madrid. Incluso sería divertido ese ir y venir. Además, Marvin era rico, lo sabía, sus padres tenían una acería en Estados Unidos, de manera que, en cuanto se casaran, ella dispondría de dinero para poder gastar en las tiendas de moda parisinas cuando su madre la visitara. Lo pasarían tan bien juntas que ya disfrutaba con antelación de la vida que la aguardaba en la capital gala.
No pudo evitar sentir una sensación agridulce al evocar la noche de la Pradera. El recuerdo era doloroso y confuso, aunque había escuchado cuchichear a las mujeres de cierta edad que el contacto carnal, sobre todo la primera vez, no resultaba ni mucho menos satisfactorio.
Ella había estado dolorida durante unos cuantos días, pero le aliviaba saber que había estado en brazos de Marvin y que eran sus manos las que le acariciaban el rostro y tiraban de su falda para cubrirle las piernas. Había sido tan atento y delicado con ella…
Esa tarde ninguno de los dos se había referido a lo sucedido. Él era demasiado caballero para hablar de ello y ella se lo agradecía. No había estado bien por su parte permitir que las cosas llegaran tan lejos. Le aliviaba comprobar que Marvin no sólo no tenía una mala opinión de ella, sino que estaba enamorado y por tanto, decidido a emprender una vida en común.
Le hubiera gustado decirle a su madre que iba a casarse, pero esa noche durante la cena su padre parecía preocupado y su madre inquieta, y Catalina había aprendido que cuando se tiene que anunciar algo importante era mejor esperar el momento oportuno.
Piedad estaba preparando una tortilla de patata cuando Marvin regresó y entró en la cocina.
El americano se sentó a la mesa dispuesto a dar buena cuenta de la cena. En aquella casa había escasez, como en todo Madrid y en toda España, pero Eulogio solía arreglárselas para coger algo del almacén y a Piedad parecían fiarle en la tienda de don Antonio, de manera que siempre había algo que llevarse a la boca.
Todo el barrio murmuraba sobre la relación entre don Antonio y Piedad, pero Eulogio parecía ignorar aquellos comentarios.
Algunas mañanas, cuando Eulogio regresaba del almacén y se echaba un rato a dormir, Piedad se arreglaba y salía sin hacer ruido. Cuando regresaba, siempre le faltaba alguna de las horquillas con las que se recogía el cabello y la ropa parecía manoseada; además, en su rostro podía verse un ligero rubor mezclado con hastío.
Solían cenar solos, ya que Eulogio pasaba buena parte de la tarde y de la noche cuidando del almacén de don Antonio. Después de la cena, Marvin acostumbraba a encerrarse en su cuarto para intentar escribir, o bien salía a reunirse con algunos de los amigos que había hecho en Madrid. Pero esa noche se sentía turbado a cuenta de Catalina. La joven le desconcertaba, en realidad le abrumaba con su personalidad; sabía ver en ella una determinación y una fuerza que la hacían imparable.
Eulogio solía burlarse de él diciéndole que había enamorado a la chica más guapa del barrio, pero Marvin pensaba que Catalina no estaba enamorada más que de la vida y que aquella España era demasiado pacata y estrecha para alguien como ella. En cuanto a él, sentía una sincera admiración por ella, precisamente porque Catalina tenía de lo que él carecía, que eran unas ganas irrefrenables de disfrutar de la vida.
Piedad y Marvin cenaron en silencio, cada uno ensimismado en sus propios pensamientos. Al acabar, Marvin se ofreció, como siempre hacía, a fregar los platos, pero Piedad no concebía estar sin hacer nada, de manera que él se fue a su cuarto para enfrentarse al abismo del folio en blanco que aguardaba a que supiera llenarlo de palabras.
Lo intentó durante un buen rato, pero, una noche más, tuvo que aceptar que la inspiración le esquivaba y, desazonado, decidió salir a la calle.
Se encontró en el portal con Fernando.
—¿Adónde vas? —le preguntó por decir algo.
—A tirar la basura al cubo de la esquina, ¿y tú?
—Necesito tomar el aire, hace mucho calor.
—Si quieres te acompaño —se ofreció Fernando—, aunque —añadió— no mucho rato porque mañana madrugo.
«Qué vieja estoy», pensaba Piedad. Observaba su rostro en el espejo y sólo encontraba arrugas y un rictus alrededor de los labios. Algunas canas pugnaban por dejarse ver en su cabello oscuro. «Mi marido me encontraba guapa, y sí, hace años lo fui, para qué negarlo, pero ahora…», y se preguntaba por qué Antonio el estraperlista le tenía tanta afición. Ella aún no comprendía por qué aquel hombre se había empeñado en convertirla en su amante.
Aún recordaba el día en que las tropas de Franco se hicieron con Madrid y cómo al poco regresaron al barrio aquellos que se habían unido al bando nacional. Antonio volvió con su uniforme de falangista pavoneándose de sus hazañas bélicas.
Durante su ausencia, Mari, su esposa, se había hecho cargo de la tienda y aunque había simulado que su marido la había abandonado y que ella nada tenía que ver con las cosas de la política, lo cierto es que le recibió con los brazos abiertos, satisfecha de volver a cederle el cetro del establecimiento.
No es que los vecinos se hubieran terminado de creer que ella era ajena a los nacionales, incluso alguien la había denunciado, pero no se pudo probar que fuera más que una mujer sola que intentaba sacar adelante a sus hijas, ya que el mayor, Antoñito, también se había ido con su padre a combatir con las tropas franquistas.
Piedad recordaba la tarde en que ella se acercó a la tienda para pedirle a Antonio que una vez más le fiara unas patatas y acaso un par de huevos, y él la miró de arriba abajo haciéndole una seña para que le siguiera a la trastienda. Ella le siguió intrigada, pensando que acaso no quería fiarle delante de otras clientas.
El mozo que ayudaba en el negocio se quedó atendiendo a otras dos mujeres que estaban comprando.
—A tu marido le mataron en el Frente, ¿no es así? —le preguntó Antonio.
—Sí —respondió Piedad con voz firme.
—Era un rojo que pretendía la perdición de España.
—Mi marido era un hombre honrado, un hombre cabal, que hizo lo que tenía que hacer —se atrevió a decirle.
—Y tu hijo también ha luchado contra nosotros, bien merecido le está haber quedado tullido de una pierna.
Ella se acercó y le dio una bofetada con la palma de la mano abierta. Antonio encajó el golpe con una risotada grotesca.
—Vaya, aún te crees alguien… Pues te voy a decir lo que vamos a hacer. Ya te puedes ir quitando la ropa, ya sabes para qué. Si a partir de ahora no haces lo que yo quiera, te denunciaré. Sí, iré a decirles a mis camaradas que detengan a tu hijo por comunista. Además, es un parásito, un lisiado sin oficio. Un imitador de ese pintor rojo del Guernica, Picasso se llama, ¿no? Los rojos como vosotros no tenéis lugar en nuestra España. Tu Eulogio irá a la cárcel. Primero unos cuantos meses y después el garrote o un tiro en la madrugada. Eso es lo que le espera. Si quieres que no le denuncie, ya sabes, quítate la ropa…
Piedad le miró con todo el odio que supo encontrar dentro de ella. Luego volvió a acercarse a él; apenas los separaba un centímetro, podía oler su sudor acre y su aliento gelatinoso.
—Sí, me quitaré la ropa. Pero no sólo no denunciarás a mi hijo, sino que le darás trabajo hoy mismo. Eulogio sirve para cualquier cosa.
Antonio no se esperaba su reacción. La miró de arriba abajo dudando qué hacer.
—Tú no puedes ponerme condiciones. No tienes más remedio que pasar por el aro si quieres tener a tu hijo en casa, a mí me da lo mismo.
—Le pagarás un sueldo decente que nos permita vivir —insistió ella como si no hubiera escuchado las palabras que él acababa de decir.
—¡Estás loca! Pero ¿qué te has creído? —contestó levantando la voz.
—Llevas años deseando verme sin ropa. ¿Crees que no veía tu mirada asquerosa cada vez que venía a comprar a tu tienda? Si tengo que ser puta, será cobrando y no por miedo. Los franquistas como tú nos habéis quitado todo; si quieres algo más, págalo, Antonio. Ahora.
—Quítate la ropa —le repitió, y se acercó a ella dispuesto a arrancarle la blusa a la fuerza.
Pero Piedad se apartó y, dirigiéndose a la puerta, le sonrió.
—¿Sabes?, se me ocurre que mi Eulogio puede llevarte las cuentas y encargarse de ese almacén que has comprado.
—¡Es un lisiado! —gritó Antonio con desprecio.
—Es un hombre valiente, mucho más que otros que conservan las dos piernas útiles. Te servirá de ayuda.
—No necesito que nadie meta las narices en mis negocios.
—Tú verás, Antonio…
—Mándamelo y ya veré qué le doy, y ahora vete quitando la ropa.
—Hoy no, Antonio; cuando le firmes un papel en que quede claro que le contratas y también cuánto le vas a pagar. Cuanto antes lo hagas, antes me quitaré la ropa. ¿Quieres que le diga a mi hijo que venga ahora?
—¡Maldita mujer!
—Le diré que venga a verte, ¡ah!, y otra cosa: si le dices a mi hijo o a alguien que hemos cerrado este trato, te mato, te juro que lo haré. Y no pierdas el tiempo amenazándome. ¿Vas a mandarme a la cárcel? ¡Y qué! Este país ya es una inmensa cárcel, sólo estaré un poco más estrecha. Y si me fusilan, que lo hagan, ¿crees que tengo ilusión por vivir? Asco me da de tener que hacerlo sabiendo quiénes sois los que mandáis. No tengo nada que perder, Antonio.
Piedad volvió a la tienda y, ante la mirada atónita del mozo, metió la mano en el saco donde estaban las patatas y cogió unas cuantas que guardó en la bolsa que llevaba colgada en el brazo. Luego se acercó a una caja y se hizo con un par de pimientos y varios tomates. Salió sin mirar a nadie.
La segunda batalla la libró con su hijo, Eulogio, que se negaba a ir a la tienda del estraperlista a que le diera trabajo.
—Pero ¡cómo voy a trabajar para un falangista! ¡Parece mentira, madre!
—Mira a tu alrededor y acepta la realidad. Han ganado la guerra y los que pueden dar trabajo son ellos, de manera que no podemos más que aceptarlo. No quiero que vayas por la calle pidiendo dinero como tantos otros mutilados de guerra. No tenemos nada más que vender, Eulogio, así que necesitamos un trabajo. Antonio está dispuesto a dártelo y él no es peor que otros.
—Nos podemos ir a Francia. Allí encontraré algo, no me importa trabajar de lo que sea. Empezaremos de nuevo —le propuso Eulogio a su madre.
—¿Cómo vas a ir a Francia? Están los alemanes. Pero si es lo que quieres, vete, yo me quedo. Comprendo que quieras intentarlo. Yo me conformo con saberte vivo; no quiero nada más y no tengo fuerzas para irme al exilio. Lo siento, hijo.
Le mantuvo la mirada, esforzándose por no llorar. Podía leer en los ojos del hijo incomprensión e incluso vergüenza. Eulogio no podía comprender que su madre se rindiera con tanta facilidad a los vencedores; él pensaba que mejor era huir al exilio o incluso morir de hambre, cualquier cosa menos trabajar para los fascistas.
Estuvieron unos cuantos días sin apenas hablarse. Se evitaban el uno al otro ensimismados en su propio dolor.
Piedad no volvió a la tienda de Antonio y eludía pasar cerca, no fuera que la viera. Hasta que un día la policía se presentó en su casa reclamando a Eulogio. Se lo llevaron. Alguien le había denunciado. Ella no se lo pensó dos veces y se presentó en la tienda. Le dijeron que Antonio estaba en el almacén. Corrió hasta llegar allí. No se arredró y pidió a un chico que cargaba unos sacos que buscara al estraperlista. Cuando Antonio se presentó ante ella lo hizo sin disimular que no le sorprendía verla. En realidad, la estaba esperando.
—Se han llevado a Eulogio a la comisaría. Algún malnacido le ha acusado de ser comunista.
Antonio se encogió de hombros con indiferencia y la miró de arriba abajo. La lujuria le afloraba por los poros sudorosos de la piel.
—Vas a sacarle de allí —afirmó ella con una convicción que no sentía.
—¿Yo? ¿Y a mí qué me importáis tú y tu hijo? Que se pudra por traidor.
Piedad se acercó a la puerta y la cerró. Después se desabrochó la blusa y a continuación se quitó la falda. Antonio la miró satisfecho. Era lo que esperaba.
Cuando terminó de abusar de ella, rompió a reír. Ella, Piedad, aguantó su risa mientras intentaba contener el vómito que pugnaba por escaparse de su garganta.
—Iremos a la comisaría —dijo ella sin mirarle.
—No hace falta. Sólo tengo que llamar por teléfono y le soltarán.
Lo hizo. Piedad le escuchó hablar con alguien y la conversación le abrió los ojos. Antonio le había pedido a un amigo, que a su vez tenía un amigo en la policía, que detuvieran a Eulogio, pero sin que le abrieran ningún expediente hasta que él no llamara. Pidió que le soltaran, que el chico y la familia ya se habían llevado suficiente susto y que así aprenderían quién mandaba.
—No, no te preocupes, te aseguro que es inofensivo. Hijo de rojo, sí, y también combatió en el lado equivocado, pero es un lisiado sin importancia, le tengo controlado, sólo quería darle un buen susto por si se le ocurre pensar en lo que no debe. Tú suéltale, que ya me encargo yo de él.
Piedad pensaba que si hubiera tenido un cuchillo a mano, se lo habría hundido en la tripa. La detención de su hijo había sido una mala jugada, la manera vil del estraperlista de poseerla y convertirla en su esclava. Había aprendido la lección, ya sabía cómo se las gastaba Antonio y sólo tenía dos opciones: o huir con su hijo a Francia, o aguantar el peso del cuerpo de Antonio.
—Pásate por la tienda el viernes por la mañana. «La Mari» no estará. Y ya sabes lo que puede pasar si no vienes, la próxima vez no haré nada por salvar a tu hijo. Ah, y tengo un amigo que tiene interés en comprar un piso a buen precio en el barrio. Le he hablado del tuyo.
—El mío no está en venta —respondió ella alarmada.
—Sí que lo está. Te daré algo de dinero y tu hijo y tú podéis vivir en una de las buhardillas, creo que hay un par de ellas vacías.
—No quiero irme de mi casa —insistió Piedad.
—No tienes derecho a tener casa. ¿Por qué hemos de ser generosos con los rojos? Si yo fuera Franco, estaríais todos fusilados. Pero ya ves, el Caudillo tiene buen corazón.
—Un corazón tan negro como el tuyo —respondió ella con rabia.
—No te hagas mala sangre, Piedad; mira, hasta que me canse de ti, disfruta de lo que puedas. Esta tarde pásate con tu hijo con la escritura de la casa. Cerraremos la venta. Mi amigo os dará unos cuantos días para que os trasladéis. Y ahora vete, que tengo trabajo.
Podía recordar cada detalle de la primera vez en la que había permitido que Antonio se hiciera con su cuerpo. Aún se reprochaba haberlo hecho, pero por su hijo estaba dispuesta a eso y a más. Se avergonzaba cuando pensaba en su esposo muerto. ¿La perdonaría? Pero ¿acaso un hombre perdona que su mujer se entregue a otro?
Seguramente su marido le hubiera dicho que era mejor el exilio como proponía Eulogio. Pero ella no se sentía con fuerzas para marcharse e ir a un país en que sabía que no serían bien recibidos. Muchos de los españoles que habían huido estaban confinados en campos en el sur de Francia y eso no lo quería para su hijo.
Irse de España, pensaba, podía ser aún peor que quedarse por más que cada día que pasaba le costara más adaptarse a la arrogancia de los vencedores.
Lo peor había sido decirle a su hijo que tenían que vender la casa. A Eulogio le habían dejado salir a primera hora de la tarde y cuando llegó a casa se abrazaron, y así estuvieron durante un buen rato.
Ella no le dijo que Antonio le exigía que vendieran el piso, sino que lo había decidido para obtener algo de dinero.
—Madre, ¡no podemos hacer eso! No quiero ni pensar en tener que verte en una buhardilla. Trabajaré para el estraperlista, pero no nos iremos de casa.
—No, hijo, no es suficiente. Debemos ser realistas, ¿para qué queremos una casa tan grande? No podemos mantenerla, Eulogio, y tú lo sabes. Son muchos gastos. Además, seguiremos viviendo aquí, sólo que en la buhardilla. La portera me ha enseñado la misma donde antes vivía Fidel, el músico, ¿te acuerdas?
—Claro que me acuerdo. Pobrecillo, qué mala suerte que murieran su mujer y sus dos hijas por esa bomba que cayó cerca de la Gran Vía. Y luego él se puso tan enfermo…
—Es la buhardilla más grande, tiene tres habitaciones, muy pequeñas, eso sí, pero también tiene cocina y una salita aneja, y el retrete dentro. Nos arreglaremos.
—¿Y los libros de papá? ¿No te das cuenta de que no caben en la buhardilla?
—¡Por favor, Eulogio! Mira, meteremos los que podamos y el resto los guardaremos en cajas, ya está.
—Pero, madre…
—¡Ah!, y trabajarás para el estraperlista. Al menos te dará un sueldo. Tienes que dejar de soñar, hijo. No te permitirán seguir con tus estudios… lo de dedicarte a pintar… sé que tienes mucho talento, pero tus cuadros no encajan en este país. No los entienden, Eulogio, qué le vamos a hacer. Anda, hijo, aceptemos las cosas como son, tenemos que sobrevivir, al menos eso.
Su hijo terminó aceptando. Se había llevado un buen susto cuando le llevaron a la comisaría. Durante las horas que estuvo allí nadie le dijo nada, salvo que sabían que era un rojo y que se iba a enterar. Cuando le soltaron, lo hicieron sin ninguna explicación, tampoco él la pidió, sólo ansiaba regresar a su casa. Pero el susto había sido suficiente para darse cuenta de que sólo tenía dos opciones: o intentaba pasar a Francia, o si se quedaba, tendría que adaptarse como le pedía su madre. Eulogio se prometió a sí mismo que convencería a su madre, pero mientras tanto haría como los juncos, se plegaría por más que desde el silencio maldijera todos los días mil veces a los fascistas que le habían arrebatado el futuro.
No se lo dijeron el uno al otro, pero a Piedad, lo mismo que a Eulogio, se le encogió el corazón el día en que cerraron por última vez la puerta del que había sido su hogar para subir las escaleras tres pisos más arriba e instalarse en la buhardilla.
El dinero que les dio el estraperlista apenas les llegó para hacerse con la buhardilla. Allí no cabía el escritorio de su marido, ni los muebles donde guardaban los libros. Ni siquiera había sitio para el sofá. Piedad vendió cuanto pudo a pesar de los reproches de Eulogio. El día en que se llevaron el escritorio de su marido, su hijo lloró.
Piedad se decía que no tenía otra opción que aceptar la situación. Antonio había ganado la guerra y ella la había perdido. Era parte del botín de los vencedores, de manera que tenía que reprimir las náuseas y acostumbrarse al aliento con sabor a ajo del estraperlista, al sudor amargo que le impregnaba el cuerpo, a su brusquedad y sobre todo a ser tratada por él como alguien que no tiene derecho a nada salvo a proporcionar placer.
Había aprendido a utilizar su cuerpo mientras su mente se escapaba a otros lugares. Pensaba en cosas absurdas, como el pantalón de Eulogio que tenía que zurcir, o si tenía suficientes patatas para hacer un puré; incluso cuando Antonio jadeaba como un cerdo, ella lograba abstraerse y dejaba que su imaginación se instalara en los lugares que le gustaban: el parque del Retiro, los almendros en flor del valle del Tiétar… Lugares todos donde había acudido con su marido y su hijo y en los que había sido feliz.
Cuando el estraperlista terminaba de abusar de ella, se levantaba y se limpiaba con lo que podía antes de regresar a la buhardilla. Los encuentros se sucedían donde a él le venía en gana. En ocasiones en la trastienda, otras en el almacén, incluso en el coche que Antonio se acababa de comprar y que exhibía ufano por el barrio.
A ella tanto le daba. Lo único que deseaba cuando le tenía encima era que acabara pronto.
Piedad sabía que en el barrio murmuraban y rezaba para que los cotilleos no llegaran a oídos de Eulogio. De saberlo su hijo, nunca le perdonaría que hubiera sucumbido a esa humillación ni siquiera para salvarle a él. Pero ¡qué sabía él de lo que es capaz una madre por sus hijos! Mientras Antonio disfrutara de ella podían estar tranquilos, nadie los molestaría.
A veces sentía una comezón cuando subía las escaleras y pasaba delante de la puerta de la que había sido su casa y en la que ahora vivía un amigo de Antonio afecto al Régimen.
Era una familia que llamaba la atención en el barrio porque parecía que no pasaban necesidades cuando los demás carecían de todo. Claro que a los nuevos amos les gustaba darse pisto y aparentar lo que no tenían; aun así, Piedad no podía dejar de odiarlos profundamente por haberse convertido en dueños de su casa, donde había sido feliz con su marido y había traído a Eulogio a este mundo.
Aquella noche tardó un buen rato en quedarse dormida. No podía dejar de pensar en que había caído a un agujero del que ya nunca saldría.
Catalina se negaba a ir a la fiesta campestre organizada por don Antonio. Se había levantado con el estómago revuelto y desde primera hora no paraba de tener arcadas. Tampoco quería volver a la Pradera de San Isidro.
—Pues enferma o no, tendrás que venir —le advirtió su padre.
—Pero, Ernesto, si la niña no se encuentra bien… Don Antonio lo entenderá, ya verás que no se enfada.
—¡Qué sabrás tú, Asunción! De ninguna manera podemos desairarle. Sabes que hoy es un día importante, don Antonio quiere anunciar a los amigos que Antoñito y Catalina son novios.
—¡Qué van a ser novios! ¡Por Dios, Ernesto, te estás precipitando! Los chicos primero tienen que conocerse y luego decidir. Me parece bien que las dos familias nos tratemos para ver si Antoñito y Catalina se gustan el uno al otro, pero hay que darles tiempo. Parece que no conoces a tu hija: por las buenas lo que quieras, pero no se dejará imponer un novio.
—Por culpa tuya, Asunción, que la has malcriado. Mi madre tuvo seis hijos y a ninguno de nosotros se nos hubiera ocurrido opinar sobre las decisiones de mi padre. Yo me casé contigo por indicación de mi padre, ¿o acaso no lo recuerdas?
Asunción asintió con la cabeza. ¿Cómo no iba a recordarlo? Ella misma había aceptado aquel matrimonio acordado por sus padres, pero aunque no se atrevía a decírselo a su marido, deseaba que Catalina se casara con quien quisiera; naturalmente su hija tendría el buen juicio de elegir a un hombre de bien, de eso no tenía duda.
—Déjala que descanse un rato y luego vemos cómo se encuentra… —se atrevió a sugerir.
—¡De eso nada! La niña que se levante ahora y se prepare para ir al campo, y si tiene ganas de vomitar, que vomite bajo un árbol.
No hubo manera de torcer la voluntad de don Ernesto por más que su esposa le pidió y le rogó; Catalina tuvo que levantarse y vestirse para acompañar a sus padres.
A don Ernesto no le gustaba conducir, de hecho casi nunca lo hacía, pero para llegar a la Pradera de San Isidro no había otra manera que ir en coche o ir andando, y él estaba demasiado delicado de salud como para darse esa caminata.
Asunción había conseguido comprar una caja de bombones para llevar a sus anfitriones.
—Haremos el ridículo, mamá —dijo Catalina.
—¿El ridículo? ¿Y por qué? —preguntó su madre sorprendida.
—Llevar bombones a una comida en la Pradera es ridículo. Ni que fuéramos a tomar el té a una casa bien… Y yo no pienso ir, diga lo que diga papá. Sólo tengo ganas de vomitar.
—Anoche cenaste demasiado —le reprochó su madre.
—¿Te parece demasiado una sopa de fideos y un trozo de pollo que no sabía a pollo?
Asunción no respondió. Catalina tenía razón: el pollo no sabía a pollo. Lo había comprado en la calle a una mujer. En realidad, aquellos trozos minúsculos no parecían de pollo, pero la mujer le había explicado que ella troceaba las aves para que le cundieran más a la hora de venderlas y le aseguró que los pollos que vendía eran de su pueblo. Ya era extraño que los vendiera en trozos en vez de enteros. Ella apenas había cenado, pero también había pasado mala noche, incluso había vomitado, aunque ya se sentía mejor. En cuanto a su marido, no había querido cenar más que la sopa, de manera que se había librado de sufrir los efectos del pollo.
—Catalina, no puedes contrariar a tu padre. Mira, yo no sé qué negocios se trae con don Antonio, pero deben de ser importantes.
—¿Papá tiene negocios con el estraperlista? ¡Esto sí que es bueno! ¡Qué bajo estamos cayendo!
—¡Niña, cómo se te ocurre hablar así! Si tu padre tiene negocios con don Antonio será porque tiene que ser así y nosotras no somos nadie para cuestionar sus decisiones. ¡Ay, Catalina, qué mal te he educado! Los hijos no tienen derecho a reprochar nada a sus padres.
—¡No voy a ir a la Pradera! ¡Que lo sepas! —insistió con rabia Catalina.
Pero fue. Su padre entró en la habitación y le ordenó que se levantara mostrándose indiferente a sus lágrimas.
Cuando llegaron a la Pradera, ni don Ernesto pudo disimular el gesto de contrariedad de verse mezclado con don Antonio y su familia. Allí estaba «la Mari» con sus dos hijas, Paquita y Mariví, y el hermano de don Antonio, Prudencio, con su mujer y sus hijos, y unos cuantos amigos falangistas y militares con sus familias.
Don Antonio recibió a los Vilamar dando una palmada en la espalda de don Ernesto que casi le corta la respiración y poniéndole en la mano una bota con vino.
—Eche un buen trago para entonarse, y las mujeres que se unan a las otras. «La Mari» ha traído comida de sobra, aprovechen la ocasión. ¡Ah!, y tú, Catalina, allí tienes a Antoñito jugando al balón con Pablo, a ver si dejáis de perder el tiempo, que se os va a pasar el arroz —dijo soltando una carcajada tan estridente que llamó la atención de todos.
Asunción se acercó con paso tímido a donde estaba «la Mari» y le dio la caja de bombones. La mujer del estraperlista ni se molestó en abrir la caja y mucho menos en dar las gracias. Mariví y Paquita miraron con envidia a Catalina, que a pesar de su malestar, seguía estando guapa simplemente porque lo era.
—¡Antoñito, aquí está Catalina! —gritó «la Mari» reclamando la presencia de su hijo—. Anda, ven, que la chica está esperando que le hagas caso.
Catalina estuvo a punto de decir que, por ella, Antoñito podía seguir haciendo lo que le diera la gana, pero su madre le pellizcó en el brazo.
Don Ernesto, don Antonio y Prudencio se habían alejado unos cuantos pasos del resto del grupo y hablaban con rostros serios.
El semblante amable de doña Asunción reflejaba la desolación que sentía en ese momento. «La Mari» y las otras mujeres hablaban a gritos, su ordinariez era patente. Le costó un buen rato poder participar en la conversación de aquellas mujeres que la miraban con desprecio, incómodas también por saberse ante una mujer tan diferente a como eran ellas.
Mariví, la pequeña de los hijos de don Antonio y «la Mari», se acercó a Catalina.
—La otra noche mi hermano te metió mano —le dijo de sopetón, logrando que Catalina se pusiera como un tomate.
—¡Qué tontería dices! A mí no me mete mano nadie —protestó.
—Pero si os vi yo cómo bailabais, bien que le dejaste acercarse, si no cabía ni el aire entre Antoñito y tú… Pero no creas que le gustas a mi hermano. A él no le gustan las chicas fáciles.
Catalina levantó la mano dispuesta a dar una bofetada a Mariví, pero en ese momento vio a Antoñito acercarse a ellas.
—Vaya, habéis venido, se nota que hay hambre —dijo él, mirándola con desprecio.
—¿Hambre? ¿Crees que hemos venido porque tenemos hambre? ¡Es lo que me faltaba por oír! —exclamó con enfado Catalina.
—Pues mira toda la comida que ha traído mi madre, lo que hay aquí no lo hay en tu casa ni en un año —intervino Mariví, con voz repelente.
—Me parece que… bueno, no sé qué es lo que pensáis, pero estáis muy equivocados si creéis que hemos venido a comer. Afortunadamente, en mi casa podemos comer todos los días.
—Claro, como mi padre os fía —afirmó Mariví.
—¿Nos fía?, pero ¡qué dices! Oye, ya sé que no os caigo bien y si por mí fuera no estaría aquí, así que dejadme en paz y vosotros a lo vuestro —respondió Catalina, que a duras penas podía contener su enfado.
—Vamos a dar una vuelta porque si no mi padre se va a cabrear —dijo Antoñito, cogiendo por el codo a Catalina.
Ella dio un respingo e hizo que le soltara el brazo. El contacto de Antoñito le provocó un ataque de náuseas. Se alejó unos pasos y comenzó a vomitar.
—¡Qué asco! ¡Está vomitando! —gritó Mariví, logrando que todas las miradas se dirigieran hacia Catalina.
Asunción corrió hacia su hija y le puso una mano en la espalda y otra en la frente. Cuando Catalina terminó de expulsar la bilis que brotaba del estómago, su madre sacó del bolso un pañuelo y se lo pasó por la cara.
Las mujeres se acercaron curiosas y Asunción explicó que la noche anterior habían cenado pollo y les había sentado mal a las dos. «¿Pollo? Pues sí que son pudientes los de esta familia si tienen para pollo. Nosotros no comemos pollo desde antes de la guerra, y entonces sólo lo comíamos en Navidad», dijo una de las mujeres. Todas comenzaron a hablar al mismo tiempo y Asunción aprovechó para apartarse unos metros junto a Catalina.
—¿Te sientes muy mal? —preguntó preocupada.
—Ya te lo dije antes de salir de casa, pero papá se empeñó en que viniera y mira la vergüenza que estoy pasando —se quejó.
—Haz un esfuerzo, hija, hazlo por tu padre… Procura reponerte un poco, habla un rato con Antoñito y luego le diremos a papá que debemos irnos porque no te encuentras bien, pero por lo menos que él vea que le obedeces.
—¿Es que tengo que demostrar que soy una hija obediente? ¿Cuándo he hecho otra cosa distinta a las que me mandáis? Quiero irme, mamá, no puedo soportar a esta gente, son todos tan…
—Sí, lo sé, pero tenemos que hacer lo que diga tu padre. Por favor, hija, habla con Antoñito —suplicó la madre.
A cierta distancia, Antoñito las miraba con cara de asco mientras que Pablo Gómez se reía. Las mujeres habían vuelto alrededor de los manteles que habían extendido sobre la hierba en los que estaba dispuesta la comida. Los hombres, después de haber estado jugando a la pelota, empezaban a acercarse, hambrientos. Don Antonio y Prudencio, flanqueando a don Ernesto, también se acercaron. Sólo «la Mari» permanecía expectante, contrariada porque aquella señoritinga hubiera vomitado.
—Bueno, si está mala, mejor que no coma —dijo «la Mari».
—Sí, mejor que no tome nada. Creo que le vendrá bien dar un paseo y respirar este aire tan puro… Así el estómago se le irá asentando —dijo Asunción por decir algo.
—Pues que Antoñito la acompañe. Hijo, ven aquí y ve con ésta a dar una vuelta, así a ella le da el aire y tu padre estará contento de veros juntos —le pidió «la Mari».
Su hijo volvió a colocarse junto a la joven y de nuevo la agarró del codo tirando de ella para que caminara.
Catalina se irguió cuanto pudo a pesar del esfuerzo que tenía que hacer para contener las náuseas. Antoñito andaba con paso ligero como si quisiera apurar el tiempo y devolver a Catalina junto a los demás. Fue él quien rompió el silencio.
—Nos vas a jorobar el día —dijo con desprecio.
—¿Yo? ¿Es que nunca te has puesto malo del estómago? Lo que tendría es que haberme quedado en casa, pero mi padre ha insistido, no quería desairar al tuyo.
—Le debe mucho como para atreverse a hacerlo —respondió Antoñito con una nota de arrogancia en la voz.
—Pero ¿qué dices? Mi padre deber algo al tuyo… ¡por favor, no digas tonterías! —Ahora era Catalina la que desplegaba toda la arrogancia de señorita de casa bien.
—Si no fuera por mi padre no podríais ni comer, eso y los préstamos de dinero, así que déjate de dártelas como si fueras alguien. Sois unos muertos de hambre. Y que sepas que cuando nos casemos te vas a enterar de lo que es bueno. Tú no has cogido una escoba en tu vida y yo quiero una mujer que sea de su casa, no una señorita que sólo se mira en el espejo. Mira a mi madre, nosotros tenemos medios, pero es ella la que limpia la casa, hace la comida y se ocupa de mis hermanas, de mí y de mi padre. Es una mujer como debe ser.
—¿Casarme contigo? No voy a casarme con ningún patán, antes me meto a monja —respondió Catalina con todo el desprecio del que fue capaz.
—Harás lo que te manden y si mi padre se ha empeñado en que nos casemos, te aguantas.
—Pero ¡quién se ha creído tu padre!
—Eres tú la que tiene que dejar de creer que eres superior al resto. No tenéis ni un real, le debéis a mi padre mucho dinero y tú eres parte del pago.
Se quedaron en silencio. Catalina sintió un dolor de cabeza intenso mientras intentaba que las palabras de Antoñito se abrieran paso en su cerebro para comprender lo que le había dicho. No podía ser verdad lo que estaba oyendo.
Dio media vuelta dispuesta a pedirle explicaciones a su padre, pero Antoñito la volvió a sujetar del brazo obligándola a permanecer quieta.
—Nos casaremos, está hecho, y ya te puedes ir preparando para comportarte como una mujer decente y de tu casa o de lo contrario te moleré a palos.
Catalina dio un tirón deshaciéndose del brazo de Antoñito y echó a correr. Su madre, que no había dejado de mirarlos, fue hacia ella. A Catalina no le dio tiempo a decir nada porque de nuevo tuvo un ataque de arcadas.
Don Ernesto las miró fastidiado y se levantó para acudir a donde estaban.
—¡¿Se puede saber qué pasa?!
—La niña está mala, Ernesto, y nos vamos a casa —respondió Asunción con firmeza.
—¡No podemos marcharnos!
—Sí que podemos. Hemos hecho acto de presencia y ahora nos vamos, no tienen por qué sentirse ofendidos, bastante es que hayamos venido… Yo… yo también me quiero ir —murmuró Asunción, y en su mirada había una súplica.
Don Antonio se acercó malhumorado. Catalina, pensaba, le estaba fastidiando el día.
—¿Sigues vomitando? —preguntó malencarado.
—Lo siento, don Antonio, pero tenemos que irnos, mi hija no se encuentra bien… Yo creo que tiene una intoxicación… Puede que ese trozo de pollo que compré en realidad no fuera pollo —explicó doña Asunción.
—¡Pues claro que no era pollo! Sería lagarto o algo así. Hay mucha gente que caza lagartijas y luego las vende como pollo, ¿no me dirá que no lo sabe? ¡Pero en qué mundo vive usted! —Y alzó tanto la voz que el resto de sus invitados levantaron la mirada.
—¡Lagartija! No… no puede ser… La mujer me dijo que era pollo… —balbuceó Asunción.
—Ya… ¡pollo!… ¿Y usted se cree que el pollo se vende en trocitos pequeños e irreconocibles? Pero ¡mujer!
—Me dijo que lo partía mucho para sacarle más partido… Yo compré unos trozos pequeñitos… —Asunción se sentía abochornada dando explicaciones al estraperlista.
—¿Y ahora qué hacemos? Porque yo pensaba anunciar que Antoñito y Catalina son novios —se quejó don Antonio.
Don Ernesto se hizo cargo de la situación y, muy a su pesar, secundó a su mujer.
—Lo siento, don Antonio, pero ya ve que mi hija no se encuentra bien. Habrá otra ocasión. Catalina ha hecho un esfuerzo viniendo por respeto y consideración a usted y a su familia, pero ahora nos vamos a casa. Seguiremos hablando mañana o cuando le venga bien.
El estraperlista los miró de arriba abajo y se dio la vuelta murmurando un «ya veremos», lo que dejó a don Ernesto sumido en una honda preocupación. Aun así, cogió a su mujer de un brazo y a Catalina del otro y se dirigió al coche que tenía aparcado a pocos metros de distancia. Ninguno de los tres dijo nada hasta llegar a su casa. Asunción acompañó a su hija a la cama y cuando regresó junto a su marido le encontró enfadado.
—¡Esta niña va a ser nuestra ruina! —exclamó al ver a su mujer.
—¡Por Dios, Ernesto, no puedes reprocharle que haya enfermado! Pobrecita, ya has visto cómo está, deberíamos llamar al médico.
—¿Y qué le vas a decir, qué te has pasado de lista comprando lagartija en vez de pollo? Hasta que no vomite toda esa porquería no se sentirá mejor. Dale agua de Carabaña, eso la ayudará a vaciar el estómago.
—Sí…, tienes razón… Pero si no mejora llamaré al médico, no la vamos a dejar así… Y… bueno, yo quería decirte algo… —Asunción se retorcía las manos nerviosa.
—¿Qué me quieres decir? —preguntó su marido sin ganas de escucharla.
—No me gusta esa gente, son tan… tan zafios… y esas mujeres… no dejaban de lanzarme pullas… no se sentían a gusto conmigo ni yo con ellas. Y Mari, la esposa de don Antonio, es… bueno, me niego a que se convierta en la suegra de Catalina. Odia a nuestra hija, si supieras cómo hablaba de ella calificándola de señoritinga… He tenido que hacer un esfuerzo para no responderle porque sé que te habrías enfadado, pero me niego a volver a tratar con ella.
—¡Pues será tu consuegra te guste o no! —respondió don Ernesto, cada vez más encolerizado.
—No voy a consentir que cases a nuestra única hija con ese patán. Antoñito es… es… es un patán.
—Patán o no, don Antonio quiere a Catalina para su hijo y yo se la daré. Está hecho, Asunción, no insistas.
Doña Asunción no se atrevió a insistir. No estaba preparada para contrariar a su marido, pero aun así pensó que en otro momento volvería a defender a su hija para evitar que se casara con el hijo del estraperlista. Pensaba que, por muy necesitados que estuvieran, no podían caer tan bajo.
Al día siguiente iría a visitar a su hermana. Petra siempre parecía tener soluciones para todo y quería mucho a Catalina.
Piedad le entregó a Marvin una carta que había llegado aquella misma mañana. Era de su padre avisándole de que en septiembre viajaría a Europa.
Hace mucho que no te vemos, hijo. Tu madre no me perdonaría que yendo a Europa no pasáramos unos días juntos. Te aviso con antelación, de manera que cuando recibas esta carta tendrás tiempo para organizar, aunque sólo sea por unos días, el traslado a Londres. Creo que tu estancia en Madrid no tiene mucho sentido; lo pasado, pasado está. Tienes que mirar al futuro y de eso me gustaría que habláramos. Aunque nunca he comprendido tu afición por la poesía, tu madre y tu hermano me han convencido de que no debemos frustrar tu vocación, pero convendrás conmigo que lo mismo se puede ser poeta en Europa que en Nueva York, y aquí estamos nosotros, tu familia. Tu madre te echa mucho de menos y tu hermano Tommy también te añora.
He enviado una carta a nuestro embajador en Madrid para que te facilite los papeles necesarios para que puedas reunirte con nosotros en Londres sin ningún contratiempo. Ya he reservado habitaciones en el hotel Mayfair. Allí nos encontrarás a partir del 20 de septiembre.
Tu padre,
PAUL J. BRIAN
Marvin pensó que por fin había encontrado ante sí mismo la excusa para marcharse. No se engañaba. Llevaba semanas buscando un pretexto. Lo necesitaba para dejar Madrid.
Había regresado a España para intentar terminar su Cuaderno de la Guerra Civil Española, pero sobre todo para perdonarse y también comprobar que aquellos con los que había estado en el Frente le seguían considerando un igual y no le reprochaban que se hubiera marchado. Por eso, apenas acabada la Guerra Civil en España, había pedido a su padre que hiciera uso de su influencia para poder regresar al amparo de la embajada en Madrid. Su padre no había estado de acuerdo, pero una vez más su madre se había puesto de su lado. Si Marvin decía que quería volver, sus razones tendría, sólo había que asegurarse de que no le pasara nada y para eso movió todos los hilos hasta llegar a la Casa Blanca. En Estados Unidos no se era en balde propietario de una de las grandes fábricas de acero.
Tumbado sobre la cama, Marvin tuvo una punzada de nostalgia. No es que fuera a echar de menos aquella buhardilla donde apenas había espacio, pero sí que le costaría separarse de Eulogio. Era el mejor amigo que había tenido, el mejor y el más inesperado.
Eulogio le había visto llorar en el Frente temblando de miedo, y le había salvado la vida corriendo bajo las balas llevándole en brazos y nunca se lo había recordado. Se había mostrado generoso compartiendo con él cuanto tenía, pero sobre todo regalándole su afecto y comprensión. Cuántas noches habían consumido hablando de todo lo sucedido, cuántas le había ayudado a intentar exorcizar los fantasmas que se empeñaban en habitar sus horas de sueño y sus días.
Lo que más había ayudado a cimentar su amistad era que ninguno de los dos era el mismo después de haber pasado por aquella guerra. Parte de sus cuerpos y de sus almas se habían quedado en el Frente de batalla.
Lamentó haber pasado el día vagando de un lado a otro observando asombrado cómo el nuevo Régimen estaba transformando la ciudad. No es que el paisaje urbano estuviera cambiando, era la gente la que no parecía la misma de cuando llegó a Madrid la primera vez poco antes de la guerra. ¿Dónde estaba aquella gente? ¿Dónde los republicanos, los comunistas, los socialistas, los anarquistas? También se preguntaba qué había sido de los azañistas, aquellos burgueses bien intencionados.
Madrid tenía miedo, o eso pensaba él. La gente huía cuando hacía la más mínima alusión a la política. Veía cómo el terror se reflejaba en los ojos de unos, la derrota en los ojos de otros, pero en lo que todos coincidían era en que era mejor no dar ninguna opinión, no decir una palabra que pudiera comprometerlos a oídos de los vencedores.
No había día sin detenciones, sin que alguien denunciara a un vecino por rojo; algunas denuncias eran sólo venganzas personales.
De manera que Marvin sólo podía hablar con Eulogio y con algunos amigos de su amigo. Pero aun así, ellos mismos bajaban la voz y miraban inquietos a su alrededor aunque la conversación transcurriera dentro de las paredes de los pisos.
En las calles había dos tipos de personas: los vencedores y los supervivientes.
Los que habían ganado la guerra llevaban la victoria reflejada en el rostro. Los hombres iban más erguidos, a Marvin le parecía que incluso desafiantes.
En cuanto a los perdedores como Eulogio, preferían fundirse con la multitud, no llamar la atención de nadie. El nuevo Régimen buscaba a quienes hubieran participado en la guerra en el bando perdedor. No había compasión para ellos.
Le había oído decir a Piedad que Eulogio, apenas comenzó la guerra, se unió a los milicianos, pero como regresó pronto y tullido, los vecinos habían terminado por no hacerle caso. O eso creía ella.
Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con fuerza. No le gustaba aquel tabaco áspero que en realidad ni siquiera era tabaco, pero se conformaba, aunque pensaba que debería hacerse con tabaco americano del que llegaba de contrabando. Creyó que cuando se marchase, a pesar de todo, echaría de menos Madrid. No sabía por qué, quizá porque era capaz de sentir esa corriente de resistencia agazapada, y eso tenía un efecto benéfico en su ánimo deprimido.
Unos golpes suaves en la puerta precedieron a Piedad.
—Se me había olvidado darte esta otra carta. La ha traído esta tarde Catalina Vilamar.
Piedad le miró con curiosidad e intentó leer en su rostro el efecto que pudiera causarle una carta de Catalina. Pero Marvin no hizo ningún gesto y tendió la mano con indiferencia, que no otra cosa sentía por lo que tuviera que ver con la joven. En realidad, solía sentirse abrumado por ella. Parecía inmune a lo que sucedía a su alrededor, como si se negara a participar de la desolación general. No es que la chica fuera insensible, pensaba Marvin, sólo que primaba en ella un instinto de supervivencia más fuerte que en otros. Catalina no estaba dispuesta a rendirse ante las circunstancias de aquella España derrotada y, a pesar de todo, había decidido apostar por la vida. Con ella no se podía contar para lamentos.
Abrió el sobre y leyó la carta que era la de una joven ingenua.
Mi querido Marvin:
Llevo más de una semana sin saber nada de ti y el tiempo se me hace eterno. Tenemos que vernos para hablar del viaje a París. Aún no le he contado a mis padres nuestros proyectos. Sé que mi madre nos comprenderá y nos dará su bendición, pero mi padre… pobrecillo, se llevará un gran disgusto. Él continúa insistiendo en que me haga novia de Antoñito. Pero ya le he dicho que prefiero meterme a monja.
Sé que estás muy ocupado, pero intenta buscar un momento para que hablemos. Si te parece, podríamos encontrarnos como por casualidad, yo voy todas las mañanas a San Ginés a misa de nueve. ¡Por favor, no me hagas esperar más!
Tuya,
CATALINA VILAMAR
Tendría que verla. Tendría que decirle que él se iba a Londres y que no era el momento para ir a París y mucho menos que una chica emprendiera un viaje a Francia. Parecía ignorar que Europa estaba en guerra. Quizá algún día él pudiera enseñarle la ciudad, pero poco más, en ningún caso hacerse cargo de ella, algo que naturalmente los padres de Catalina no consentirían. Aunque ella le diera tantas muestras de aprecio, no dejaban de ser dos desconocidos. Unos meses atrás no sabían el uno de la existencia del otro; además, tampoco habían tenido tanto trato como para emprender un viaje juntos por más que ella soñara con conocer París. No, en ningún caso podía asumir esa responsabilidad. Hablaría con ella para que no se hiciera ilusiones. Si algún día Europa se calmaba y Catalina viajaba con sus padres a París, no tendría inconveniente en ser su guía, pero eso era difícil que sucediera, de manera que había que dejarlo pasar.
Cuando Eulogio llegó, Marvin aún dormía. El turno de su amigo terminaba a las ocho de la mañana y a esa hora regresaba caminando a su casa a pesar de que hacía calor.
Eulogio le solía despertar y compartían un cigarrillo y una taza de malta que Piedad les preparaba. A veces incluso tomaban café, cuando su hijo había conseguido algunos granos en el almacén.
Después del desayuno Marvin bajaba a casa de Fernando para disfrutar de una ducha helada. Pero aquella mañana, a pesar de que su amigo parecía un poco más cansado de lo habitual, tenía mucho que hablar con él.
—Mi padre estará en Londres en septiembre, de manera que me marcho, quiere que nos veamos y ya sabes lo mal que va la guerra, los alemanes están ganando… No sé, creo que cuanto antes me vaya, mejor —le explicó.
—Haces bien, ¡quién pudiera irse!
—Me gustaría poder invitarte a París, pero están los alemanes… En mi apartamento habría sitio de sobra para los dos… aunque quizá después de ver a mis padres vuelva a Francia…
—Sabes que no puedo irme, Marvin, por nada del mundo dejaría a mi madre. ¿Qué haría ella sin mí? Bastante ha sufrido perdiendo a mi padre.
A Marvin le sorprendía el sentimiento familiar tan arraigado en los españoles. Él se había marchado de su casa con diecisiete años sin pensar en el efecto que eso podía tener en sus padres, y si es que lo tuvo, nunca le dijeron nada. Era parte del modo de vida norteamericano: que los hijos buscaran su propio camino sin interferencias. En su caso, él podía haber optado por quedarse y algún día dirigir la acería de sus padres, sin duda a ellos les habría gustado, sobre todo a su madre, pero precisamente ella era quien más le había animado a que se convirtiera en poeta. Desde pequeño le estimulaba a escribir diciéndole que aquellos poemas infantiles eran realmente buenos.
Ahora la preocupación de su madre no era no verle, sino la guerra que asolaba en Europa desde que Hitler se había hecho con el poder. «Ese hombre ha provocado un desastre», solía escribir su madre en las cartas que le enviaba.
Alejó a su madre de sus pensamientos y volvió a la conversación con Eulogio.
—Bueno, pero si te decidieras, ya sabes que mi casa es tu casa.
—Lo sé, amigo, lo sé. ¿Sabes?, me alegro de que te vayas. No me mires con esa cara, no es que quiera que te marches, es que creo que es lo mejor para ti. Tienes que hacer como yo por más que te duela, aceptar que lo pasado no tiene remedio y que no tenemos otra opción que seguir adelante. ¿Piensas que me gusta tener que trabajar para el estraperlista? Si supieras cómo le odio… Pero ¿qué puedo hacer? Fui a la guerra, me destrozaron la pierna, mataron a mi padre… Sólo me queda mi madre y es por ella por lo que no me lío la manta a la cabeza y me voy a la sierra en busca de los valientes que aún creen que merece la pena luchar.
»Hemos perdido, Marvin, pero al menos que no nos arrebaten lo que nos queda de vida. Por más que nos cueste, no podemos seguir preguntándonos qué hicimos mal y por qué nos pasó lo que nos pasó.
—No es tan fácil, Eulogio, al menos en mi caso.
—¡Me lo vas a decir a mí! Mira, si no fuera por mi madre… Dime, ¿has encontrado alguna respuesta en estos meses? ¿Acaso no ves en la gente la desesperación de los perdedores y el esfuerzo que tenemos que hacer para seguir viviendo? Y no me refiero al hambre, eso no es lo más importante, lo peor es saber que España está en manos de los fascistas y que ya no podemos hacer nada por impedirlo aunque decidiéramos seguir jugándonos la vida.
—Me estás diciendo que lo único que podemos hacer es dejarnos llevar por la corriente de la vida… —dijo Marvin con desolación.
—Sí, poeta, sí, por ahora no nos queda otra. Por eso tienes que irte, esto es un cementerio. Tú que puedes, vete. Aquí no están las respuestas a lo que te atormenta.
—¿Y dónde están?
—En tu cabeza, pero puede que no haya respuestas.
Piedad les preparó un poco más de malta y les llevó las tazas sin que ellos siquiera le prestaran atención, embebidos como estaban en la conversación; ambos sabían que se estaban despidiendo quizá para siempre.
A mediodía salieron a dar un paseo. De tanto hablar, a Eulogio se le había pasado el sueño. Caminaron hacia la Gran Vía, que ahora se llamaba Gran Vía del Generalísimo, y desde allí hacia la Puerta de Alcalá; después, ya de vuelta, se encontraron con Fernando.
Eulogio le anunció que Marvin se iba.
—¿Cuándo? —preguntó Fernando, ansioso de que fuera cuanto antes.
—Esta tarde me acercaré a la embajada y si no tengo que hacer mucho papeleo, en tres o cuatro días —respondió Marvin sin darse cuenta de la ansiedad de Fernando.
—Si te dejaron entrar, no veo por qué no te van a dejar salir —razonó Eulogio.
—Además, tú llegaste a España antes de que comenzara la guerra, no tienen por qué saber que estabas con la República —añadió Fernando con ingenuidad.
—¡Quia, éstos lo saben todo! Pero no les interesa estar a mal con los norteamericanos. Sobre todo con un protegido del embajador. Ya sabes que la familia de Marvin es muy importante —intervino Eulogio.
—Sí, tengo que admitir que he contado con la protección de la embajada, si no… —Marvin se quedó en silencio.
—Si no, seguramente no te habrías atrevido a regresar —concluyó Fernando sin darse cuenta de que sus palabras herían profundamente a Marvin.
—Habría vuelto en cualquier caso —se defendió el americano.
—Más tonto habrías sido, ya sabes cómo se las gastan los franquistas con quienes no comulgan con ellos —insistió Fernando.
—¿Te despedirás de los amigos? —quiso saber Eulogio.
—Sí, de algunos al menos. Me pasaré por la casa de Juan y también iré a ver a Pedro y a su mujer, Chelo siempre ha sido muy amable conmigo.
—Podríamos reunirnos todos y tomar un vino —sugirió Eulogio.
—Si se quiere ir en tres días, no dará tiempo —afirmó Fernando, que no veía el momento de que Marvin dejara Madrid y se alejara de Catalina.
—También quiero despedirme de Catalina. Se disgustaría si me voy sin decirle nada.
—Pues la vas a hacer polvo. —Y Eulogio se arrepintió de lo que había dicho al ver la mueca de dolor en el rostro de Fernando.
—No… no lo creo… Sé que a ella le gustaría conocer París, pero es sólo el sueño de una chiquilla. Tiene tantas ganas de vivir…
—Ya… Bueno, pues ya veremos si te da tiempo de despedirte de todos —dijo Eulogio, intentando desviar la conversación.
Fernando se había quedado en silencio. No sabía que Catalina quisiera conocer París. Nunca se lo había dicho, pero si Marvin lo sabía era porque lo habían hablado. No podía engañarse. Catalina estaba enamorada de Marvin, ella misma se lo había dicho. Además, él sabía lo que había pasado entre ellos aquella noche en la Pradera de San Isidro. Marvin se había propasado y Catalina se lo había consentido. No sabía hasta dónde habían llegado y en realidad no quería saberlo. Sintió un dolor agudo en la boca del estómago. Le sucedía siempre que pensaba que ella no le quería.
—Bueno, yo me voy a casa, hace mucho calor para estar en la calle —les dijo Fernando con brusquedad y, apretando el paso, alcanzó el portal con tanta rapidez que no les dio tiempo de seguirle.
—¿Qué le pasa? —preguntó Marvin extrañado.
Eulogio dudó si decirle la verdad. Sabía que lo que le pasaba a Fernando no era otra cosa que la desesperanza de ver que Catalina estaba colada por el americano. Al final optó por ser sincero.
—Verás, tú no tienes la culpa, pero hasta que Catalina no te conoció parecía que ella y Fernando terminarían casándose. Desde niños eran inseparables y en el barrio todos bromeaban con eso.
—Pero ¿yo qué tengo que ver? —preguntó el americano sin comprender lo que le quería decir Eulogio.
—No es que tú hayas hecho nada, al contrario, yo creo que ni te has fijado en ella, pero ella sí que se ha fijado en ti… Es evidente que se ha enamorado de ti, o al menos así lo cree ella, y eso a Fernando le está haciendo sufrir. En realidad, no sé cómo ha aceptado dejarte que te asees en su casa. Si no fuera por lo mucho que su madre y él necesitan el dinero…
Marvin miraba atónito a Eulogio como si no acabara de comprender lo que le estaba diciendo. Para él Catalina sólo era una persona más de las que había conocido en Madrid, ni se sentía atraído por ella ni se había dado cuenta de que ella pudiera sentirse atraída por él. Al decírselo Eulogio se sintió profundamente incómodo. Lo último que quería era que ninguna mujer se fijara en él. Bastante tenía con pelearse con sus fantasmas como para tener que esquivar a una chiquilla, que es lo que era Catalina.
—Lo siento —acertó a decir.
—¿Qué es lo que sientes? Estas cosas pasan. No creas que Fernando tiene nada contra ti, él sabe que no has sido tú quien ha dado el paso, que ha sido Catalina.
—¿El paso?, ¿qué paso? No…, no…, estáis equivocados… Entre Catalina y yo no hay nada, te lo aseguro.
—Yo te creo, amigo, pero todos nos hemos dado cuenta de cómo te mira y cómo te busca. La noche de la Pradera sólo hacía que merodear a tu alrededor y todos piensan que hubo algo más que palabras entre vosotros. Mira, no te preocupes, a Fernando ya se le pasará… Además, si te marchas, puede que ella se olvide de ti y vuelva a fijarse en él, aunque conociéndola… es muy cabezota y además le consienten mucho en su casa… como es hija única… Eso de que quiera ir a París…
—Me dijo que le gustaría conocer la ciudad, que siempre ha soñado con viajar, aunque parece ignorar que Francia ha sido ocupada por los alemanes. —Marvin hablaba más para sí que con Eulogio.
—Sí, claro que le gustaría conocer París, ¿y a quién no? Pero a ella especialmente, porque tú tienes casa allí; si le dijeras que te vas a Sebastopol, ya verías cómo se le pasaba la afición por París.
—Hablaré con Fernando… quiero que sepa que Catalina no me importa… Él me parece una gran persona, lo mismo que su madre… y con lo que está sufriendo al tener a su padre en la cárcel…
—Déjalo estar, Marvin. Dentro de unos días te irás y puede que entre ellos las cosas vuelvan a su cauce.
Isabel, la madre de Fernando, llegó unos minutos después de que lo hubiera hecho su hijo. Se acercó a él y le dio un beso que recibió con indiferencia. No estaba para arrullos maternos. La conversación con Marvin y Eulogio, además de inquietud, le había provocado malhumor.
—¿Te ha ido mal en el trabajo? —le preguntó su madre al darse cuenta de que no le correspondía con otro beso o un abrazo, como solía hacer.
—¿Es que alguna vez me va bien? Aquí nada va bien, madre, ¿o es que no lo sabes?
—A mí no me engañes, estás enfadado, tú sabrás por qué…
Fernando no respondió y se fue al cuarto de baño a refrescarse. El calor también contribuía a aumentar su irritación.
Al poco su madre le llamó para comer. Patatas con pimentón. Ése era el menú que más repetían y suerte que al menos tenían algo que les consolara el estómago. Si su padre no estuviera en la cárcel, aún podrían sentirse afortunados por el solo hecho de haber sobrevivido a la guerra y tener algo que llevar al plato.
Casi no hablaron. Su madre callaba cuando le veía de malhumor. Cuando terminaron, ella se puso a fregar los platos y él se dispuso a marcharse a la imprenta donde don Vicente le seguía enseñando el oficio.
En ocasiones Fernando pensaba que se llevaría un gran disgusto si llegado septiembre los nuevos amos de España no le permitían acceder a los estudios siendo su padre como era un represaliado por republicano y, además, estar encarcelado. Pero había aprendido a disfrutar del trabajo de impresor y de vez en cuando se permitía soñar que quizá algún día pudiera tener su propia imprenta.
—No vengas tarde —le dijo su madre a modo de despedida.
—Ya sabes que no —respondió él.
Se encontró con Marvin en la escalera. El americano le dijo que iba camino de la embajada y le propuso ir un trecho juntos, pero Fernando le dijo que no.
—Tengo prisa, Marvin, llego tarde.
—Ya… bueno… verás, yo… en fin, quiero decirte algo.
Marvin le sujetó del brazo obligándole a pararse.
—Quiero decirte algo y espero que me creas. Sé que Catalina y tú… en fin, que siempre habéis tenido una relación especial y que para ti ella es importante.
—¿Y a ti qué te importa lo que haya habido entre Catalina y yo? Métete en tus asuntos —espetó airado.
Pero Marvin no se amedrentó y le sujetó con más fuerza para obligarle a que escuchara.
—Yo nunca me meto en los asuntos de los demás, Fernando, nunca, pero al parecer Catalina me ha metido en los vuestros. Sólo quiero que sepas que ella no me interesa y que aunque me hubiera interesado, jamás la habría mirado sabiendo que otro andaba con ella.
—¡Déjame en paz, Marvin! No quiero hablar de Catalina ni contigo ni con nadie. Además, eres tú el que tienes algo con ella, no yo.
—Pues me tendrás que escuchar porque no quiero tener cuentas pendientes con nadie. No me interesa Catalina y en realidad yo tampoco le intereso a ella. Creo que es una chiquilla soñadora y con la cabeza llena de pájaros, como decís aquí. Si es que se ha fijado en mí es porque yo he sido la novedad, pero estoy seguro de que en cuanto yo desaparezca las cosas volverán a su sitio. En cualquier caso, te doy mi palabra de que jamás, escúchalo bien, jamás me interpondría entre vosotros. Tenlo siempre presente, Fernando.
Marvin aflojó la presión sobre el brazo de Fernando, éste se soltó y, sin decirle nada, bajó las escaleras de tres en tres dejando al americano sin ninguna respuesta.