Aún no había amanecido cuando todos los huéspedes se reunieron en torno a la mesa del desayuno. A las seis y media en punto debían encontrarse con el capitán Pereira en la puerta de la catedral.

Monsieur Baudin se empeñó en llevarlos en su coche. Ylena se sentó al lado del francés y en la parte de atrás, Catalina, Fernando y Eulogio iban apretados. Mister Sanders ya estaba camino de la catedral, se había negado a intentar compartir semejante apretura.

Durante el trayecto el francés fue contándoles la historia del lugar. Al parecer, santa Catalina había sufrido martirio allí y los ángeles, apiadándose de ella, la transportaron nada menos que hasta el monte Sinaí, en el desierto, donde, según les explicó, se encontraba un monasterio impresionante que también llevaba el nombre de la santa.

—Bueno, pero en realidad esta catedral se construyó gracias a Mehmet Alí —recordó Ylena—, fue él quien en 1832 les cedió un pedazo de tierra a los católicos para que levantaran la iglesia.

—¿Y quién fue Mehmet Alí? —preguntó Catalina curiosa mientras intentaba buscar un poco de espacio entre Fernando y Eulogio.

—El fundador de la actual dinastía reinante. Luchó contra los saudíes y conquistó el Alto Nilo, Sudán. También luchó contra los griegos y se hizo con los lugares santos del islam en Arabia y además invadió Siria y Palestina… En fin, fue un conquistador que hizo de Alejandría su capital. Pero las potencias pusieron coto a sus conquistas y a su ambición. Francia e Inglaterra le obligaron a conformarse con Egipto —explicó monsieur Baudin.

—Al coronel Sanders le gusta recordar que fue el almirante sir Charles Napier quien obligó a Mehmet Alí a conformarse con ser el señor de Egipto —añadió Ylena.

—¿Y el sultán turco no se opuso a las conquistas de Mehmet Alí? —preguntó Eulogio con curiosidad.

—Al principio no tuvo más remedio que nombrarle gobernador. Mehmet Alí solía hacer política de hechos consumados —fue la respuesta de Ylena.

—En realidad él abrió las puertas de Alejandría y de Egipto entero a los extranjeros. Así fomentó el comercio. Hay que reconocer que también supo modernizar la ciudad. Alejandría es hoy como es gracias a él —admitió monsieur Baudin.

La catedral de Santa Catalina estaba situada en la plaza que lleva su nombre, y allí aguardaba ya mister Sanders junto al capitán Pereira, paseando impacientes de un lado a otro.

Se saludaron y entraron en el templo. Catalina no encontró especialmente bella la catedral de la santa que llevaba su nombre, pero no dijo nada. El olor de las velas y el incienso los envolvió.

Se dirigieron con paso rápido a la pila bautismal donde los esperaba un sacerdote. Ylena hizo las presentaciones.

—El padre Lucas bautizará a Adela. Lo hará en francés…

El sacerdote inclinó levemente la cabeza y pidió a los padrinos que se situaran junto a la pila. Ylena cogió entre sus brazos a Adela, que dormía plácidamente.

Apenas unos minutos después, Adela había recibido el agua bautismal y Catalina sonreía aliviada porque su hija ya era católica.

En la sacristía cumplieron los trámites de rigor y el padre Lucas, amable pero sin prodigarse en palabras, los despidió.

Ya en la puerta, Catalina abrazó al capitán Pereira y comenzó a llorar. Pereira se iba a hacer a la mar y ni él mismo sabía cuándo regresaría a la ciudad. A Catalina le resultaba dolorosa la separación de aquel hombre que se había comportado como un padre. Junto a él se sentía protegida, segura de que si estaba cerca nada le podía suceder.

—No llores, tienes que ser fuerte por Adela. Y hazme caso, regresa a España, esta ciudad no es para ti —le recomendó el capitán.

Ella se limitó a abrazarle con más fuerza. Sentía no seguir su consejo y así se lo había dicho, empecinada como estaba en que Marvin asumiera la responsabilidad de Adela.

Una vez que concluyeron las despedidas cada cual tomó su propio rumbo: el capitán hacia el puerto donde le aguardaban los marinos del Esperanza del Mar; monsieur Baudin se ofreció a llevar a casa a Ylena y a Catalina; Eulogio anunció que iba a despedirse de su efímero jefe Sudi Kamel, y mister Sanders no dio ninguna explicación salvo que tomaría el tranvía.

Fernando se quedó apartado sin que nadie pareciera preocuparse por él. Una vez que se fueron todos, volvió a entrar en la catedral y se sentó en el último banco. No sabía por qué lo estaba haciendo. Acaso porque aquel lugar le ofrecía la posibilidad de estar a solas consigo mismo, sin palabras a su alrededor.

Dejó que sus pensamientos vagaran a su antojo y sonrió al pensar que su madre se sorprendería mucho si le pudiera ver allí, sentado en el banco de una iglesia. En cuanto a su padre… seguramente no habría dicho nada. Sabía bien que su padre era ateo, jamás pisaba una iglesia, sin embargo siempre se mostró respetuoso con las creencias de su madre, a la que acompañaba hasta la puerta de la parroquia y, mientras fumaba un cigarrillo, esperaba a que terminara la misa. Tampoco se opuso en su momento en que a él le bautizaran ni en que hiciera la primera comunión. Pero él, Fernando, en la adolescencia había asumido como propio el ateísmo de su padre y nunca más había vuelto a pisar una iglesia… hasta aquel día. Eso sí, su padre jamás le consintió una palabra de desprecio hacia la religión y le instaba a respetar las creencias ajenas.

El olor del incienso era intenso, pero lejos de molestarle le producía bienestar. Las velas del altar mayor permanecían encendidas y daban un aspecto fantasmagórico y solemne al recinto.

Tan ensimismado estaba que no se fijó en que por el lateral caminaba silencioso el padre Lucas hasta llegar hasta él. Se sentó a su lado y de repente Fernando se sintió incómodo. Disfrutaba del silencio y temía que el sacerdote le devolviera a la realidad. Pero el padre Lucas se contentó con ir desgranando las cuentas de su rosario. Permanecieron sin decir palabra hasta que el sacerdote se dirigió a él:

—Puede quedarse cuanto quiera, pero en unos minutos comenzará la misa de ocho.

—Ya me iba… —Fernando no sabía qué decir.

—También a mí me gusta estar aquí cuando no hay nadie. Es el momento que más disfruto del día. Se siente el silencio.

A Fernando le llamó la atención la expresión del sacerdote: sentir el silencio no era posible. El padre Lucas esbozó una sonrisa mientras le observaba.

—Sí, el silencio se puede sentir y sobre todo disfrutar, aunque hay ocasiones en que también puede resultar abrumador.

Volvieron a quedarse en silencio, Fernando intentando escuchar el silencio y el padre Lucas rezando.

—Ya me marcho. Muchas gracias, padre.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Bueno… el bautizo de Adela ha estado muy bien —respondió Fernando por decir algo.

—La pequeña Adela… Espero que Dios cuide de ella. En demasiadas ocasiones Nuestro Señor nos libra a nuestras propias fuerzas. Ylena Kokkalis me contó por lo que han pasado Catalina y usted y su amigo… ¿Eulogio?, ¿se llama así?

—Sí… Somos amigos desde siempre. Nacimos en el mismo barrio —respondió Fernando.

—Y han unido su suerte para llegar hasta aquí.

—Eulogio se marcha. Catalina y yo… la verdad es que aún no sé qué vamos a hacer.

—¿Usted qué quiere hacer? —preguntó el sacerdote.

—Pues… la verdad es que no lo sé… Mi vida tendría que haber sido de otra manera, pero… —Fernando se calló, preguntándose por qué estaba abriéndose con ese cura.

—Sí… la mayor parte de las veces nuestros sueños no logran acompasarse con la realidad —afirmó el padre Lucas.

—Usted es sacerdote y no creo que sepa mucho de la vida —fue la respuesta de Fernando, que ya se estaba reprochando la conversación con el padre Lucas.

—Nadie sabe mucho de la vida. Es un gran misterio que aún no nos ha sido desvelado. Buscamos explicaciones, unos mirando al cielo, otros dentro de sí mismos, algunos intentando desentrañar la luz en las viejas leyendas y tradiciones… Pero ¡quién sabe la verdad!

—Vaya… creía que los curas tenían las cosas claras —dijo Fernando.

—No puedo hablar por otros, sólo por mí mismo.

—Pero usted cree en Dios —insistió Fernando.

El padre Lucas se encogió de hombros mientras un grupo de mujeres entraba en la catedral buscando los bancos desde donde asistir a la misa.

—Salgamos, salvo que quiera oír la Santa Misa…

En Oriente el sol se hace presente apenas se estrena la mañana.

Alejandría estaba despierta y las campanas anunciaban la misa de ocho. Comenzaron a caminar el uno junto al otro.

—Antes aquí hubo una iglesia de los franciscanos —explicó el padre Lucas—. Ahora Santa Catalina es la sede de los católicos, justo detrás está el palacio arzobispal.

—¿Y eso de ahí?

—¡Ah!, ésa es la tumba de Sidi el Metwalli, un santo del islam. En España, al igual que en Francia, las catedrales son hermosas. Santa Catalina no puede competir con ellas.

—¿Y aquella otra iglesia? —señaló Fernando, mirando a su izquierda.

—La de la Anunciación. Es griega-ortodoxa. Ahí suele ir Ylena Kokkalis. Si quiere ver un lugar de culto muy hermoso, vaya a la mezquita de Attarine, está cerca de aquí. Antes que mezquita fue la iglesia de San Atanasio, pero en el siglo VII, cuando los árabes conquistaron la ciudad, la convirtieron en mezquita. Recuerda a la de Ibn Tulun de El Cairo, ¿la conoce?

—No, no conozco El Cairo.

—Bueno. No son tiempos para hacer turismo, pero ya que está en Egipto sería imperdonable que no fuera a su capital. Por cierto, la leyenda atribuía que en esta mezquita estaba enterrado Alejandro Magno. Había un sarcófago que pesaba unas cuantas toneladas y se suponía que era el del macedonio.

—¿Y dónde está ese sarcófago ahora?

—Lo tienen los británicos, se lo llevaron. Los arqueólogos más reputados aseguran que ese sarcófago nunca contuvo los restos de Alejandro sino los del faraón Nekht Heru Hebt (Nectanebo II), que vivió en el siglo IV antes de Cristo.

—¿Y usted qué cree?

—No es una cuestión de fe sino de ciencia.

—Pero a Alejandro Magno le enterraron en Alejandría —insistió Fernando.

—Primero estuvo enterrado en Menfis, pero Ptolomeo II lo trasladó a Alejandría… Alejandría sufrió un terremoto terrible en el siglo IV en el que probablemente también quedó destruido el Soma, que así se llamaba al mausoleo del macedonio. Claro que puede que los restos de Alejandro fueran sacados antes del sarcófago, porque cuando Napoleón llegó a Egipto ordenó buscarlo y sus arqueólogos lo encontraron pero vacío… Luego los ingleses se lo llevaron.

—Pero entonces ¿cómo puede decir que el sarcófago perteneció a Alejandro y al mismo tiempo asegurar que fue de un faraón?

—La teoría es que Ptolomeo utilizó la tumba de ese faraón para enterrar a Alejandro. En fin… hay teorías para todo, incluso que el cuerpo de Alejandro fue trasladado por mercaderes venecianos hasta su ciudad y que se encuentra nada menos que en lo que se considera la tumba de san Marcos.

—¡Pero la tumba de san Marcos está en la basílica de Venecia!

—Así es.

—Gracias. —El agradecimiento de Fernando fue espontáneo.

—¿Gracias? ¿Por qué?

—Por contarme esta historia. Mi padre solía narrarme historias de la Antigüedad. Él… bueno, se dedicaba a traducir a los grandes escritores británicos. Shakespeare no tenía secretos para él… Pero también traducía del griego antiguo.

—Así que su padre se ganaba la vida traduciendo. Eso está bien. Es un oficio hermoso.

—Dirigía una editorial, Editorial Clásica. Reeditaban las grandes obras… Mi padre, además, se ocupaba de la sección inglesa. También hablaba con fluidez francés, y se defendía en alemán. Y además conocía el latín y el griego antiguos.

—Y usted le admiraba más que a nadie en el mundo.

—Sí, no ha habido otro hombre como mi padre.

—Le felicito. No todos tenemos la suerte de tener motivos para admirar a nuestros padres.

A Fernando le desconcertó la afirmación del padre Lucas. De repente se dio cuenta de que estaban en la puerta de la mezquita Attarine y que el sacerdote entraba con paso decidido.

Le enseñó todos los rincones y se paró a conversar con el imán, que se encontraba sentado en el suelo leyendo el Corán.

Cuando salieron a la calle, Fernando, muy a su pesar, se despidió del padre Lucas.

—¡Dios mío, cómo se ha pasado el tiempo! Son más de las nueve. Tengo que ir a trabajar. Ya llego tarde —se excusó.

—Coja el tranvía. Y venga cuando quiera.

—¿Siempre está en la catedral?

—Siempre.

—Volveré. —Y Fernando se sorprendió haciendo esta afirmación.

Athanasios Vryzas le saludó distraído cuando Fernando entró en Wilson&Wilson. Sara estaba sentada a su lado y juntos repasaban un manuscrito. Apenas le prestaron atención, por lo que Fernando se concentró en su trabajo. Se sentía en paz sin saber por qué. O sí, claro que lo sabía. La compañía del padre Lucas le había dejado esa sensación. Se dijo que aquel hombre no parecía un sacerdote. Su manera de hablar no era la de los curas que él había conocido, aunque en realidad tuvo que admitir que con el único cura que había tratado había sido con don Bernardo. Desde luego éste no se asemejaba nada al padre Lucas y eso que andaban por la misma edad, por lo menos los sesenta ya los habían cumplido.

Miró de reojo a Sara Rosent y a Vryzas. Era habitual verlos trabajar juntos sobre las ediciones pendientes.

Sara había heredado de su padre el gusto por la poesía y se le notaba cuánto disfrutaba descubriendo nuevos poetas.

No había pasado ni una hora cuando Leyda Zabat le fue a buscar pidiéndole que acudiera al despacho de Wilson.

Fernando simpatizaba con Leyda. La mujer era amable con todos y nunca se pavoneaba de su influencia como mano derecha del jefe.

Al entrar en el despacho, Fernando se sorprendió al ver junto a Wilson a un hombre alto y delgado, de tez oscura, con parte de la cabeza y el rostro cubiertos con el pañuelo beduino. Ambos estaban mirando un mapa y no repararon en él; hablaban en árabe, por lo que Fernando aguardó impaciente a que se dieran por enterados de su presencia. Cuando lo hicieron, sintió que el visitante le examinaba de arriba abajo sin disimulo mientras Wilson hacía las presentaciones.

—Éste es Hafid. Saldrán inmediatamente hacia Marsa el Brega, aunque no hará falta que lleguen hasta allí. Hafid ha oído rumores de que unos beduinos encontraron a dos hombres malheridos en el desierto. Uno es extranjero.

»Creemos que pueden ser su primo Basim y Domenico Lombardi. Hafid tiene todo preparado.

—¿Cuándo tenemos que irnos? —preguntó Fernando, desconcertado por la urgencia y el tono grave de Benjamin Wilson.

—Ya se lo he dicho: ahora mismo.

—¡Pero ahora no puede ser! Usted me dijo que en un par de días… No estoy preparado, no tengo ropa adecuada, tengo que despedirme de Eulogio, que como bien sabe usted pasado mañana se marcha con Marvin y Farida… No puedo desaparecer así sin más…

—Ya he mandado a por la ropa que necesita a casa de Ylena. Su amiga Catalina ayudó disponiéndola en una bolsa. Y su amigo Eulogio ha sido informado de que tiene que hacer un trabajo urgente para mí. En fin, no hay nada por lo que retrasar la salida.

Benjamin Wilson le entregó una cartera de piel donde, le explicó, había dinero suficiente para afrontar la empresa. Y a continuación le conminó a seguir las instrucciones de Hafid.

—Su único cometido es hablar con Lombardi, tranquilizarle y escuchar cuanto tenga que decir. Del resto ya se encargará Hafid.

—Ya le dije que no hablo italiano —le recordó Fernando.

—Tanto da, un español se puede entender con un italiano. Por eso le envío a usted. Pero esta conversación ya la hemos tenido, de manera que no perdamos el tiempo.

—¿Y cómo me entenderé con Hafid?

—En inglés —respondió con sequedad Benjamin Wilson.

—Tengo un automóvil aparcado muy cerca —intervino Hafid, mediando en la conversación mientras observaba de arriba abajo a Fernando—. Si nos vamos ahora no nos sorprenderá la noche antes de internarnos en el desierto.

Salieron a la calle y Fernando caminó detrás de Hafid, que había acelerado el paso. El beduino le señaló el vehículo aparcado invitándole a subir.

Les costó un buen rato dejar atrás Alejandría. Era mediodía y el tráfico impedía ir deprisa. Hafid conducía mirando concentrado cuanto tenía por delante. Su silencio empezó a pesarle a Fernando. Estuvo a punto de pedirle un par de veces que parara porque no quería iniciar aquel viaje, pero no lo hizo a pesar de que marcharse sin despedirse de Eulogio lo consideraba poco menos que una traición. No sabía si volverían a verse y esa idea le causaba espanto, porque Eulogio, al igual que Catalina, era su único vínculo con lo que había sido y con la España que había dejado atrás. Se decía que no tenía ninguna obligación con Wilson y que lo más que podía ocurrir es que le despidiera. Si eso sucedía, buscaría otro trabajo; estaba seguro de que en los muelles siempre necesitarían un par de brazos.

Hafid cambió el gesto adusto por una sonrisa en cuanto comenzaron a circular por un secarral donde no parecía haber ni una brizna de vida a uno y otro lado de las vías del tren que se perdían a lo lejos.

—Estamos cerca de Abusir —dijo de repente el beduino.

—No sé qué es lo que hay en Abusir, pero aquí no hay nada, parece terreno baldío —respondió Fernando contrariado.

—En el desierto hay más de lo que se ve. Desde aquí nos internaremos en el desierto libio.

—¿Y todo es así?

—Si no es capaz de ver más, entonces sí. Abusir suele gustar mucho a los extranjeros.

Fernando le escuchaba con atención. No imaginaba que en aquel rincón inhóspito pudiera haber nada interesante. Y se le antojaba un milagro que alguien pudiera vivir en aquel pedazo de tierra árida.

—Dentro de unas horas espero que lleguemos a Wadi Natrum y encontrarnos con el campamento de mi tío Ismail. Allí nos guardarán el auto hasta que regresemos —explicó Hafid.

—¿Su tío? Y si dejamos el coche, ¿cómo iremos?

—En camello, claro está. No querrá que nos detengan los hombres de Rommel.

—Creía que estaban en Libia.

—En el desierto no hay fronteras. Además, los alemanes tienen ojos en todas partes, lo mismo que los británicos.

—Dígame cuál es el plan —inquirió Fernando.

—Mi tío nos invitará a cenar, dormiremos en su campamento. Por la mañana saldremos junto a unos cuantos miembros de su familia. Somos beduinos, así que comerciamos con todos.

—Muy conveniente ser amigos de los enemigos de los amigos.

Hafid rio mientras daba una palmada en la pierna de Fernando.

—¿Sabe montar en camello? Le gustará. Es la mejor manera de viajar por el desierto.

—¡Iremos en camello! ¡Qué locura! Así no llegaremos nunca.

—Así es posible que lleguemos a alguna parte, pero sobre todo que regresemos. Mi tío le prestará ropas adecuadas para el viaje. Su bolsa se quedará en su campamento, lo que lleva no le serviría de mucho.

—Pero…

—Vamos, no se preocupe, no pasará nada. Usted no conoce el desierto, confíe en mí. Ya le he dicho que aquí nada es lo que parece. Yo he nacido entre estas dunas.

—¿Cómo se puede nacer aquí? —preguntó Fernando con ingenuidad.

—¿Y dónde cree que nacemos los beduinos? No pasa nada. Nuestras madres tienen la sabiduría heredada de muchas generaciones. Traer hijos en estas arenas no supone ningún problema para nosotros. Yo no querría haber nacido en ningún otro lugar. Mi madre me contó que llegué al mundo durante la madrugada, cuando las últimas estrellas se despedían y los rayos del sol comenzaban a dejar un reguero de luz. No hay un lugar más hermoso para nacer ni para morir. Le pido a Alá que me permita terminar mis días de la misma manera en la que comencé la vida.

El sol empezaba a calentar más de lo que Fernando pensaba que sería posible, puesto ya que estaban en los primeros días de enero.

—¿Qué es aquello? —señaló a lo que parecía una torre.

—Ya se lo he dicho, Abusir. Una ciudad de los faraones —respondió Hafid con orgullo—. Debería visitarla.

—Puede que en otra ocasión —dijo Fernando sin demasiado entusiasmo.

—Muy cerca está San Menas. También debería ir. Es casi una ciudad, aún quedan restos de la iglesia y la fuente sagrada. Antes las caravanas pasaban por allí. Siempre ha sido un lugar de paso de caravanas. Allí había aguas que curaban, pero ahora ya no hay —afirmó Hafid.

—¿Aguas que curaban y ya no están? ¿Y cómo es eso? —preguntó Fernando con desgana.

—No lo sé. —Hafid se encogió de hombros mientras miraba de soslayo a su acompañante.

—Yo tampoco sé quién es san Menas —confesó Fernando.

Y rieron sintiéndose alegres. Hafid conducía deprisa sin intentar evitar los baches del camino. Estaba decidido, dijo, a llegar a Wadi Natrum antes de que se fuera del todo la luz.

—No es que la noche sea un problema, pero me gustaría comer un buen cordero en compañía de mi tío Ismail y de mis primos. Estarán cerca de Deir Abu Bishoi.

—¿Y eso qué es? —quiso saber Fernando.

—Un monasterio. Es muy antiguo. Allí hay monjes que no quieren saber nada del mundo. Rezan todo el día.

—Bueno, ellos sabrán por qué lo hacen. —Fue la respuesta cínica de Fernando.

—Rezar es bueno. Alivia el alma.

Fernando pensó que el beduino parecía un hombre simple, sencillo, sin recovecos, pero tampoco estaba seguro de su juicio. Si Wilson confiaba en él era porque Hafid tenía más valores de los que él era capaz de percibir. No, quizá no era tan simple como se figuraba.

El sol esparcía sus rayos con menos intensidad cuando llegaron a Deir Abu Bishoi. Sus muros se confundían con el color de la arena del desierto. A Fernando le llamó la atención porque era diferente a cuanto había visto hasta el momento, al menos no se asemejaba a los monasterios españoles.

Hafid paró el coche cerca del edificio y comenzó a mirar impaciente a su alrededor.

—¿Qué miras? —quiso saber Fernando.

—Mi tío no está. Tendremos que esperarle. Puede que esté a punto de llegar o puede que no llegue hasta mañana. Si no viene le pediremos a los monjes que nos permitan resguardarnos dentro del monasterio.

Permanecieron esperando hasta que las sombras de la noche cubrieron la arena del desierto; entonces Hafid acercó el coche hasta la pared norte donde se encontraba una puerta y se bajó para llamar. Al poco les abrió un monje envuelto en un hábito negro lleno de lamparones.

Fernando pensó que tenía más aspecto de cadáver que de hombre, tal era su delgadez. Hafid habló con él en árabe y el monje los invitó a pasar.

—Dice que hasta mañana no podrás visitar la tumba del santo —le explicó a Fernando.

—¿El santo?, ¿qué santo? —Fernando estaba perplejo.

—Le he dicho que eres cristiano. Los cristianos que vienen hasta aquí lo hacen para rezar en la tumba de san Bishoy.

—Yo no tengo ningún interés en rezar en ninguna tumba. —Fue la respuesta sincera y brusca de Fernando.

—Si no tienes interés, entonces ellos no lo comprenderán. Nos permitirán pasar la noche porque eres cristiano y le he dicho que tienes necesidad de rezar.

—¡Qué mentiroso eres!

—¿Es que no quieres rezar a san Bishoy? Serías el primer cristiano que no quiere.

—Oye, Hafid, dejemos a los santos en paz y hagamos lo que tenemos que hacer. No sé qué hacemos en este monasterio, pero desde luego yo no he venido a rezar.

—Pero rezarás, no puedes desairar a estos hombres buenos. Me han prometido que apenas llegue el alba podrás hacerlo. Debes saber que el cuerpo del santo está igual que en vida.

Fernando estaba confundido por la actitud de Hafid. ¿De dónde había sacado el beduino que él quisiera rezar? Además, ni siquiera sabía quién era ese san Bishoy. Lo ignoraba todo sobre él.

El monje se entretuvo hablando un buen rato con Hafid y luego los acompañó hasta un rincón del jardín donde las palmeras se alzaban orgullosas y allí, junto a otro edificio, les indicó una puerta que Hafid abrió.

Era una estancia pequeña. En una pared había un crucifijo y en otra un cuadro de un santo que Fernando dedujo sería el tal san Bishoy. Un catre era todo el mobiliario que había en la estancia.

Dejaron las bolsas y de nuevo siguieron al monje hasta el refectorio, donde les ofreció una hogaza de pan moreno con un poco de queso de cabra. Bebieron con ansia los vasos de agua que también les ofreció. Una vez concluido el refrigerio, regresaron al cuarto donde pasarían la noche.

Hafid sacó una pequeña alfombra de su bolsa y la extendió sobre el suelo empedrado.

—Podemos compartir el catre… Es estrecho, pero con buena voluntad cabemos los dos —dijo Fernando.

El beduino rio provocando el estupor de Fernando, que a punto estuvo de enfadarse. Pero Hafid le explicó que aquella alfombra no era para dormir sino para rezar, que era lo que se disponía a hacer en ese momento. Luego ya hablarían de cómo organizar el descanso.

En cuanto Hafid terminó sus rezos, decidieron que cada uno dormiría en un extremo del camastro. No fue necesario porque el monje apareció con una especie de colchón igual de sucio que su hábito pero que les serviría para pasar la noche.

Discutieron un buen rato porque ambos se ofrecían a dormir en el colchón, pero fue Hafid quien impuso su voluntad.

—Tú no estás acostumbrado al suelo, para mí es habitual dormir sobre la arena del desierto. Descansa porque no sabemos lo que nos vamos a encontrar cuando entremos en el verdadero desierto.

Y así lo hicieron.

No había amanecido cuando el monje golpeó con fuerza la puerta de la estancia instándolos a levantarse. Hizo señas a Fernando para que le siguiera mientras que Hafid se volvía de espaldas para continuar durmiendo un rato más.

El monje caminaba con paso rápido, y a Fernando, dormido como estaba, le costaba seguirle. Le llevó hasta una iglesia iluminada por algunas velas que parpadeaban. Fernando sintió un escalofrío. Le costó adaptarse a las sombras del lugar. La iglesia, según pudo vislumbrar, estaba compuesta por una amplia nave sujeta por arcos donde creyó ver una pila de mármol en el suelo. De allí se pasaba al coro, desde donde se accedía a lo que le pareció eran capillas. Luego, el monje se encaminó a la de la izquierda y, una vez dentro, le señaló un arca.

Fernando creyó escuchar que el monje decía «san Bishoy». De lo que dedujo que en esa arca estarían los restos del santo. No era momento de contradecirle, así que imitó sus gestos y se arrodilló frente al arca. El monje cerró los ojos y en silencio murmuró una plegaria. Fernando no podía dejar de observarle como se observa algo inexplicable. Así permanecieron un buen rato hasta que el hombre abrió los ojos y se sorprendió al encontrarse con la mirada de Fernando. Le tiró de la manga para que se acercara al arca y le empujó hacia ella. Fernando comprendió que le estaba invitando o bien a tocar el arca o incluso a besarla. Se inclinó de mala gana e hizo que depositaba un beso en aquel lugar donde se guardaba el cuerpo de aquel santo que le era tan indiferente como desconocido. Su gesto pareció complacer al monje, que le tiró de la manga instándole a marchar. Le guio hasta la pequeña estancia donde le aguardaba Hafid, que estaba recogiendo su alfombra después de su rezo matinal.

De nuevo el monje los condujo al refectorio, donde les ofreció otra hogaza de pan y un vaso de leche de cabra. Luego de hablar un buen rato con Hafid, los acompañó hasta la entrada. Allí estaba el coche y allí los despidió antes de abrir la puerta que daba acceso al exterior.

—¿Tu tío ya ha llegado? —preguntó Fernando.

—No, iremos a buscarle. En unas horas nos encontraremos con él.

—Vaya… ¿y cómo lo sabes?

—Me lo han dicho.

—¡Ah! ¿Y cuándo te lo han dicho?

—Anoche.

—¿Anoche?

—Sí, el monje me informó. Ellos saben todo lo que pasa en Wadi Natrum. Mi tío y su familia están a ocho o diez horas de aquí. Hay alguien enfermo.

—Ya… bueno… en realidad no entiendo nada —aceptó Fernando.

—Es fácil. En vez de encontrarnos con mi tío en San Bishoy, nos encontraremos en el desierto.

—¿Y cómo se puede uno encontrar en el desierto?

Hafid rio de nuevo con ganas. Las preguntas de Fernando le parecían de una simpleza propia de un niño.

—¿Tú te pierdes en tu casa? —preguntó el beduino.

—No, claro que no… —respondió Fernando, cada vez más desconcertado.

—Pues yo tampoco en la mía.

En cuanto el coche arrancó sintieron sobre el rostro una brisa cálida. Hafid le recomendó que se cubriera con el pañuelo beduino.

Durante un buen rato permanecieron en silencio. Fernando se sobresaltó al sentir que los recuerdos le asaltaban como fantasmas que hubieran estado al acecho. De repente vio el rostro de los dos hombres que había matado y sintió un retortijón en el estómago. Roque y Saturnino Pérez se hicieron presentes.

Cerró los ojos intentando desechar el recuerdo, pero los dos muertos se empeñaban en estar ahí, dentro de su mente, negándose a marcharse. Sintió una arcada y debió de hacer algún ruido porque Hafid le miró y paró en seco.

—¿Qué te ocurre?

—No sé… algo que me ha sentado mal… puede que la leche de cabra… no estoy acostumbrado.

—Baja e intenta vomitar, será lo mejor, mientras yo me fumaré un cigarro.

Fernando obedeció y se apartó unos cuantos pasos del coche. Sintió alivio en cuanto vomitó, pero los rostros de aquellos hombres le seguían acechando.

Hafid le acercó una cantimplora con agua.

—Bebe despacio y no mucho o te sentará mal.

—Ahora no…

El beduino se encogió de hombros y no insistió. Dio otra calada al cigarrillo y disfrutó aspirando el humo grisáceo. Luego lo tiró a la arena y lo aplastó. Fernando estaba mareado, pero sobre todo sentía una tenaza sobre el corazón ya que los dos hombres asesinados se negaban a marcharse.

Hafid le indicó que subiera al coche y arrancó. Siguieron en silencio, aunque el beduino le observaba de cuando en cuando. Al cabo de una hora Fernando le pidió que parara. Volvía a tener arcadas y estaba mareado.

Hacía calor. Sentía que el sudor le estaba empapando la camisa.

—Lo mejor será que aguantes un poco y lleguemos cuanto antes al campamento de mi tío. Allí te darán algo para aliviarte.

—Quizá deberíamos regresar a Alejandría…

—Imposible. Tenemos que cumplir con el encargo del señor Wilson. En el campamento de mi tío podrás descansar.

—No necesito descansar… me siento mal…

Sin embargo, a Hafid no le conmovió el estado de Fernando. Su compromiso con Wilson era más fuerte que cualquier enfermedad que pudiera atormentar a aquel joven español al que tenía que acompañar.

Tuvieron que parar en cuatro ocasiones más para que Fernando vomitara mientras maldecía aquella leche de cabra que le había revuelto el estómago. El desierto se le antojaba un lugar monótono. Habían pasado ya unas cuantas horas y el sol se despedía por el horizonte, cuando Hafid paró en seco y sonrió.

—Ya estamos llegando —afirmó contento.

—¿Dónde? —preguntó Fernando desconcertado, puesto que frente a ellos no había más que unas cuantas rocas y arena oscura.

—El campamento de mi tío está muy cerca.

Tenía razón. Apenas avanzaron un par de kilómetros cuando de repente aparecieron ante ellos unas cuantas tiendas de color negro y un grupo de niños que estaban jugando delante de una de ellas.

—¿Es el campamento de tu tío?

—Sí. Cenaremos bien.

Sólo la mención de la cena provocó en Fernando una nueva arcada que fue respondida con una carcajada por Hafid.

Aceleró el coche y en unos segundos paró junto a las tiendas. Habían aparecido como de la nada unos cuantos hombres que se acercaron a ellos.

Hafid saltó del vehículo y los saludó efusivo. Señaló a Fernando. Era evidente que Hafid hablaba de él, pero su desconocimiento del árabe le impedía saber qué estaba diciendo. A continuación, el beduino le dejó junto al coche mientras él entraba en una de las tiendas. Fernando oía su voz respondida por otras voces. Luego Hafid apareció en compañía de un hombre alto, de tez oscura y porte imponente. Se podía sentir su fuerza y su autoridad.

Hafid hizo las presentaciones entre Fernando y su tío Ismail.

—Así que está enfermo… Le daremos algo para que se recupere —dijo Ismail en un inglés más que correcto para alivio de Fernando, que se preguntaba cómo lograría entenderse con aquellos beduinos.

Le acompañaron a una de las tiendas y Hafid le señaló una alfombra indicándole que se sentara.

—La esposa de mi tío te traerá un té. Te sentará bien.

—No me gusta el té y, si lo tomo, me sentará mal. —Fernando notó que se le revolvían aún más las tripas.

—No es un té como el que toman los ingleses. Éste te gustará, pero sobre todo te curará. Hazme caso. Descansa y esta noche, si te encuentras mejor, quizá puedas cenar.

Se quedó sentado en la tienda mientras un par de críos jugaban ajenos a él. No tardó mucho en aparecer una figura cubierta por una vestimenta de color negro que no dejaba al descubierto ni un centímetro de piel. Sólo el rostro curtido por el sol permanecía sin cubrir. Los ojos de la mujer brillaban con intensidad y sus manos estaban igual de curtidas que el rostro. Calculó que por lo menos tenía cincuenta años. Luego pensó que a él qué más le daban los años de aquella mujer y que además era difícil hacer el cálculo sólo por una mirada y unas manos.

La mujer le dio una taza descascarillada en cuyo interior un líquido hirviendo desprendía un reconfortante aroma a menta. Plantada frente a él esperaba a que se lo bebiera. Con disgusto, Fernando empezó a dar pequeños sorbos y le asombró el sabor agradable de aquel brebaje que en nada se parecía al té.

Mientras ella aguardaba paciente a que vaciara la taza y hasta que él no lo hizo no se movió. Cuando terminó la última gota la vio buscar en la profundidad de la tienda y se sorprendió cuando le entregó un cojín. Le hizo señas para que se recostara. Él obedeció. Luego ella dijo algo a los dos críos, que le miraron curiosos y salieron junto a la mujer dejándole solo.

Fernando cerró los ojos con fuerza temiendo que los fantasmas de los hombres que había matado volvieran a visitarle, pero aunque aparecieron sus rostros, esta vez lo hacían difuminados.

No recordó en qué momento se durmió, pero cuando se despertó ya era de noche y no se escuchaba ninguna voz en el campamento, tan sólo el crepitar de los rescoldos de las hogueras.

Se sentía mejor. Al menos las náuseas habían desaparecido, aunque el sudor le empapaba el cuerpo y al incorporarse sintió que se mareaba. Aun así, decidió levantarse.

A su lado había otro hombre. Era Hafid, que dormía plácidamente. Otros dos hombres también dormían junto a ellos. Uno abrió los ojos y le miró pero no dijo nada, se conformó con observarle.

Fernando intentó no pisar a ninguno de los que dormían en la tienda y salió al encuentro de la noche; el frío le reconfortó.

Procuró no hacer ningún ruido, puesto que en el campamento todos descansaban, y comenzó a caminar sin saber muy bien por qué; sólo sentía la necesidad de estirar las piernas.

Se sobresaltó y no pudo evitar soltar un grito cuando notó que una mano se cerraba sobre su hombro y otra le tapaba la boca.

—No grite o despertará a todos —escuchó que le decían en inglés.

Era Ismail quien estaba a su lado, y mientras Fernando se tranquilizaba se preguntó de dónde habría salido aquel hombre que de repente había aparecido.

—No le he visto —acertó a decir.

—Yo a usted, sí. No debe alejarse del campamento, no sabría volver.

—No era mi intención alejarme —se excusó Fernando.

—¿Se siente mejor?

—Sí, al menos las náuseas han desaparecido.

—Nafía sabe curar con hierbas. Es una de sus mejores cualidades como esposa.

—¡Ah! Pues… dele las gracias en mi nombre.

—Hafid me dijo que habían bebido leche de cabra recién ordeñada. Nafía asegura que ésa es la causa de su mal y que no debe hacerlo más, usted no está acostumbrado.

—Desde luego que no pienso volver a beber leche de cabra —aseguró Fernando con convicción.

—Vaya a descansar, aún faltan un par de horas para que amanezca —le recomendó Ismail.

Regresaron hacia el campamento; Ismail le señaló a Fernando la tienda y él se dirigió a otra cercana. A Fernando le sorprendió que en la entrada de la tienda apareciera una joven, no tendría más de dieciséis o diecisiete años. Llevaba el rostro al descubierto y el cabello corto y ensortijado. Su piel tan negra como la noche y un cuerpo esbelto.

Ismail se volvió antes de entrar en la tienda de la joven y su gesto se endureció, pero después pareció relajarse y sonrió, luego se perdió entre las sombras de la tienda.

Fernando se preguntaba quién era aquella joven, pero sobre todo qué hacía Ismail en su tienda. Estaba claro que no era su esposa. Sin darse cuenta tropezó con el cuerpo de uno de los hombres que dormían, que se incorporó con un gesto de fastidio. Pero en realidad fue Fernando quien se sobresaltó al ver un cuchillo brillar en manos del hombre. Con gestos se disculpó y procurando no pisar a ninguno más se tumbó junto a Hafid. Creía que ya no podría dormir, pero se equivocó. Volvió a sumirse en un sueño profundo.

Le costó despertarse. Hafid le zarandeaba con cuidado intentando que regresara del viaje de los sueños. Cuando abrió los ojos le costó unos segundos recordar dónde estaba.

—Nafía te ha traído otro té. Dice que te sentará bien —dijo Hafid mientras le señalaba una taza dispuesta a su lado.

—Gracias… ¡Uf!, he dormido profundamente y eso que anoche me desperté…

—En cuanto estés dispuesto iremos a hablar con mi tío. Ayer me dio noticias de mi primo Basim y del italiano.

—Espero que buenas noticias —respondió Fernando.

Hafid se encogió de hombros y le dejó bebiendo el té.

Tras apurar la taza, Fernando se preguntó si quedaría en ridículo pidiendo agua para asearse aunque fuera someramente. Decidió que más le valía correr el riesgo porque se sentía sudoroso y maloliente con la ropa pegada al cuerpo.

Salió de la tienda y se encontró con que cerca parloteaban un grupo de muchachas. Se acercó a ellas y creyó reconocer a la joven de la noche anterior, de manera que fue a ella a quien le pidió agua. La chica le miró con aprensión mientras las otras reían alborotadas. Fue Nafía quien las devolvió a la realidad. No podía comprender lo que decía, pero estaba regañando a la joven. Luego hizo lo mismo con el resto antes de llamar a Hafid para preguntarle qué quería el extranjero. Fernando le explicó a Hafid que necesitaba un poco de agua para lavarse. Hafid se lo dijo a Nafía y ambos estuvieron hablando con cierta agitación. Luego Hafid, malhumorado, le dijo a Fernando que volviera a la tienda, que Nafía le llevaría el agua.

La mujer apareció con un recipiente no muy grande con agua y un trozo de tela basta de color grisáceo. Se lo entregó y salió de la tienda dejándole solo.

No habían sido generosos dándole agua, pensó, así que tuvo que arreglárselas con la que le habían dado. Al menos le sirvió para lavarse la cara y refrescarse el cuerpo. Sacó de la bolsa ropa limpia y, ya más a gusto consigo mismo, salió de la tienda en busca de Hafid y de Ismail.

Nafía parecía estar esperándole y le hizo una seña para que la siguiera. Le llevó hasta la entrada de una tienda en cuyo interior varios hombres parecían discutir.

Ismail le hizo un gesto indicándole que se sentara junto a Hafid en el círculo que los hombres formaban a su alrededor.

—Mi tío dice que mañana debemos regresar a Alejandría —le informó Hafid.

—¿A Alejandría? ¿No teníamos que ir en busca del italiano y de ese otro primo tuyo que le hace de guía?

—Están muertos —anunció con frialdad Ismail.

—¿Muertos? —Fernando se sobresaltó y sintió un escalofrío.

—Les dispararon. Cuando en su guarnición se dieron cuenta de que el italiano había desaparecido, mandaron una patrulla en su búsqueda. Los encontraron, les dieron el alto e intentaron detenerlos. Cruzaron disparos y un soldado alemán mató al italiano; mi hijo Basim también resultó herido, pero le dieron por muerto y le abandonaron en el desierto.

»Mis hombres le encontraron hace un par de días malherido. Por eso no pudimos ir hasta San Bishoy. Murió antes de que mi sobrino Hafid y usted llegaran al campamento. El cuerpo de Basim ya ha sido devuelto a las entrañas de la tierra.

El relato de Ismail carecía de emoción. No parecía conmovido por la muerte de su hijo Basim. Aun así, Fernando sintió la necesidad de darle el pésame:

—Siento la muerte de su hijo…

Ismail hizo un gesto de asentimiento antes de hablar:

—La vida no nos pertenece, es un préstamo. Basim sabía que podía morir y lo aceptó. Mi familia tiene una deuda de sangre con Benjamin Wilson. Honraremos la memoria de Basim, pero nada más podemos hacer.

—Nafía dice que debes descansar un día más antes de que emprendamos el viaje de regreso —intervino Hafid.

—Me encuentro mejor… por mí no hay problema —respondió Fernando.

—Yo que usted seguiría el consejo de mi esposa —añadió Ismail.

—Bueno… se lo agradezco, pero no lo creo necesario —insistió Fernando.

—Nos quedaremos. Es lo mejor —concluyó Hafid ante el desconcierto de su compañero.

Hafid y él salieron de la tienda. Ismail siguió hablando con sus hombres.

—Tu tío es un hombre muy duro… no parece conmovido por la muerte de su hijo. Y tu tía Nafía…

—Ella le ha llorado todo el día y toda la noche. Hizo lo imposible por salvarle. Puedes imaginar su dolor de madre.

—Pero… Es tan… tan… tan fría.

—¿Fría? No sé qué quieres decir con eso. Ella ha llorado junto a las otras mujeres, ha lavado y envuelto el cuerpo de Basim antes de entregárselo a la tierra. Y el dolor nunca desaparecerá de su corazón. Ninguna madre deja de llorar al hijo que pierde. Deberías saberlo. Y ahora te enseñaré el campamento, anoche no pudiste ver nada.

Fernando se sentía débil, pero no quiso contrariar a Hafid. Se preguntaba qué había que ver, salvo aquellas tiendas negras que se alzaban sobre la arena y el cercado con unos cuantos caballos y algunos camellos.

Caminaron entre las tiendas. Hafid saludó a varios ancianos que, sentados delante de sus tiendas, fumaban con aire indiferente.

—¿Ves aquellas rocas de allí? —Hafid señaló hacia su derecha donde unas cuantas rocas y unas palmeras peladas formaban una extraña aparición.

—Sí.

—Hay un pozo. No es que sea el mejor del desierto, pero al menos hay agua.

—¿Y por qué no tenéis el campamento allí?

—Mi tío prefiere cuidar los pozos, dice que si nos ponemos demasiado cerca terminaremos estropeándolos.

Vieron acercarse a tres jóvenes llevando cántaros. Fernando distinguió entre ellas a la chica de piel negra que había visto la noche anterior.

—¿Quién es? —preguntó señalándola.

—Se llama Havira, es el nombre que le puso mi tío cuando la compró. Significa «La favorita».

—¿La compró? Pero… ¿cómo es posible? —preguntó Fernando escandalizado.

—Se la compró a unos mercaderes del sur de Sudán hace un par de años. Fue una buena compra. Havira es fuerte, le dará hijos y calentará los días de su vejez haciéndolos más gratos.

—Pero… ¡es horrible lo que estás diciendo! Significa que Havira es… es una esclava.

—Claro que es una esclava, ¿qué tiene de malo? Ni mi tío ni mi padre se han dedicado al comercio de esclavos aunque es muy lucrativo, pero eso no significa que no tengamos para nuestro propio uso.

Las explicaciones de Hafid escandalizaban a Fernando tanto que miraba con horror al beduino.

—Y tu tía… me refiero a Nafía, la esposa de tu tío Ismail… ¿es que no dice nada?

—¿Y qué va a decir? Las mujeres no opinan sobre los asuntos de los hombres. Nada funcionaría si lo hicieran. Por eso vosotros tenéis tantos problemas, permitís hablar demasiado a vuestras mujeres. Nafía es sabia, ha sido la única esposa de mi tío Ismail, y ha tratado bien a sus esclavas. Havira no es la primera que calienta el lecho de mi tío. Ha habido otras dos, que ya tienen casi la edad de Nafía. Mi tío podría tomar otras esposas, pero ha preferido que no haya otra mujer que trate de igual a igual a Nafía. Ella se siente orgullosa por esta distinción y acepta con agrado a las esclavas. A Havira la cuida como si fuera una hija.

—Tiene edad para ser su nieta —dijo Fernando con indignación.

Hafid miró al español sin comprender sus prejuicios. Claro que no era la primera vez que un europeo se escandalizaba porque el islam permitiera a los hombres disponer de más de una mujer.

—Havira le es muy preciada a mi tío, más te vale que no la mires. Creo que te rebanaría el cuello si lo hicieras y el señor Wilson, por más que se disgustara, lo comprendería.

Se acercaron hasta las rocas peladas donde las tres jóvenes inclinadas sobre la arena recogían un agua que a Fernando le pareció demasiado oscura y espesa para que fuera potable.

Ni Hafid ni él les dijeron nada. Regresaron de nuevo al campamento.

Fernando volvía a sentirse invadido por el sudor, y el aire caliente mezclado con la arena le raspaba la garganta. No comprendía por qué no salían de inmediato hacia Alejandría. Ansiaba encontrarse en su habitación de la casa de Ylena y darse una ducha como es debido.

Pasearon un rato entre las tiendas. Hafid hablaba con unos y con otros, reía, daba palmadas, se paraba a fumar el cigarrillo que le ofrecían. Parecía disfrutar de aquellos momentos que a Fernando se le hacían interminables. Además, empezaba a sentir unos pinchazos en la boca del estómago que temió presagiaran nuevos vómitos. Hafid pareció darse cuenta de que no se sentía bien y le recomendó sentarse un rato en el interior de la tienda. Luego se fue en busca de Nafía.

La mujer le examinó con la mirada. Sus ojos recorrieron el rostro de Fernando, se detuvieron en el pecho y el vientre hasta llegar a los pies. Luego le dijo algo a Hafid y salió de la tienda dejándolos solos.

—Dice que te va a traer más té y que deberías resguardarte en la tienda y descansar, o mañana no podremos irnos. Aún no estás curado.

—¿Y cómo lo sabe?

—Nafía tiene un don como lo tenía su madre y la madre de su madre, y la madre de ésta… Saben de los males que padecemos con sólo mirarnos y conoce el poder de las hierbas. Yo que tú le haría caso. Anda, túmbate un rato y descansa.

A Fernando le hubiera gustado resistirse y no reconocer que efectivamente las náuseas comenzaban a bailarle de nuevo dentro del estómago y que una sensación de mareo amenazaba con desequilibrarle la cabeza. Así que aceptó sin protestar la recomendación de Nafía y se tumbó sobre una de las alfombras malolientes que cubrían el suelo de la tienda. El olor era intenso y se preguntó cómo no se había dado cuenta de ello la noche anterior.

El té que le llevó Nafía le volvió a sumir en un sueño del que no regresó hasta que el sol comenzaba a difuminarse en el horizonte de aquel desierto interminable. De nuevo sintió el cuerpo empapado por el sudor y las punzadas de las náuseas. No quería añorar a su madre en un momento como aquél, pero lo cierto es que se habría sentido mejor si su madre le hubiera puesto sus manos siempre suaves y frescas sobre la frente, reconfortándole con palabras y gestos de cariño. La echaba tanto de menos que sintió un dolor agudo cerca del corazón.

Desde que había salido de España procuraba evitar pensar en su madre para no dejarse arrastrar por la melancolía que le conduciría a la desesperación.

La sabía preocupada, pendiente de que un día el cartero le entregara una carta suya.

A su madre no le quedaba nada más que él, y él había optado por la venganza sabiendo que eso implicaba la separación. Y aunque los rostros de aquellos dos hombres a los que había matado se le aparecían, no se arrepentía de haberles quitado la vida, o al menos eso creía porque no podía dejar de odiar a aquel guardia de la prisión y a su hijo, que había participado en el fusilamiento de su padre. Pudiera ser que los rostros de aquellos hombres, como eternos fantasmas, no le dieran tregua para el olvido, pero poco le importaba puesto que no se habría perdonado a sí mismo dejar impune el asesinato de su padre. Porque eso era lo que había decretado el tribunal militar que incluyó el nombre de su padre en la lista de quienes iban a ser fusilados.

Pensó en Nafía, que había perdido a Basim. Sus ojos negros y profundos estaban cargados de dolor. Pero Ismail… ¿sentiría lo mismo la pérdida del hijo? La noche anterior estaba con Havira…

Notaba la boca seca con minúsculos granos de arena entre los dientes. Necesitaba agua. Se levantó despacio y salió intentando no tambalearse.

Nadie reparó en él, pero le llamó la atención que un grupo de hombres y camellos que no había visto hasta el momento parecieran engrosar el campamento.

Hafid surgió de la nada dándole un par de palmadas en la espalda.

—Son familiares nuestros —dijo señalando al nuevo grupo de beduinos.

—Formáis familias muy numerosas —respondió por decir algo.

—Sí, Alá bendice a nuestras mujeres con muchos hijos.

—¿Cuándo nos podremos ir?

—Mañana. Estarás mejor. Es lo que dice Nafía. Quizá pasemos por Deir el Baramus; tú lo conocerás por San Baramus.

—¿San Baramus? ¿Y quién es ese santo? —preguntó Fernando, extrañado por tantos santos que desconocía.

—Yo no soy cristiano, eso se lo tendrás que preguntar a los monjes.

—¿Y por qué tenemos que ir allí?

—Bueno, quizá nos venga mejor parar en Deir es Suriani… ya veremos.

—¿Y qué es Deir es Suriani? —inquirió Fernando, cansado por las escuetas explicaciones de Hafid.

—Otro monasterio, como el de San Bishoy y el de San Baramus. Lo importante es que podremos descansar antes de llegar a Alejandría.

Nafía volvió a darle un cuenco con agua para lavarse y luego de hacerlo Fernando siguió a Hafid, que parecía contento de encontrarse con los hombres de la caravana.

Hafid le informó que venían de muy lejos, de las profundidades de Arabia, y traían mercancías con las que comerciar. Más tarde le invitaron a sentarse alrededor del fuego y compartir con aquellos hombres cordero especiado, pan ácimo, aceitunas y queso de cabra.

Las mujeres habían preparado los corderos asándolos con mimo, pero no se sentaron a compartir con los hombres la cena. Les servían con presteza y siempre atentas.

Los hombres hablaban en alto y en ocasiones parecían discutir, pero un gesto o una palabra de Ismail era suficiente para que las voces se aplacaran. Él no entendía nada de cuanto decían, aunque, de cuando en cuando, Hafid le traducía sus palabras.

No estuvo mucho tiempo entre aquellos hombres. Nafía creía que no debía cenar más que un poco de pan con aquel brebaje que parecía té.

A pesar de que tenía hambre, su estómago estaba de acuerdo con Nafía. Si hubiera comido aquel cordero especiado seguramente le habrían asaltado otra vez las náuseas.

En cuanto bebió el té empezó a adormilarle. Se levantó procurando pasar inadvertido y se fue a la tienda que compartía con Hafid y algunos de los hijos de Ismail.

Durmió de un tirón hasta que su compañero le despertó zarandeándole.

—Levántate, se está haciendo tarde.

Cuando salieron de la tienda el cielo aún estaba teñido del color de la noche, pero Hafid le aseguró que pronto amanecería y era mejor ponerse en camino. El automóvil tardó en arrancar a pesar de que lo habían cubierto con una tela enorme para evitar que el desierto lo devorara. Cuando por fin el motor respondió empezaba a despuntar el alba.

A Fernando le fascinaba la seguridad con la que Hafid conducía. ¿Cómo era posible que en medio de aquel pedregal inmenso supiera por dónde ir? A él todo le parecía igual, pero Hafid no dudaba. El beduino no era muy dado a las confidencias a pesar de su amabilidad natural, y al principio se mostró algo reticente a responder las preguntas de Fernando, pero terminó por explayarse.

Hafid le contó que tenía mujer y cuatro hijos pero que su esposa no era beduina, sino alejandrina, y por eso no vivían en el desierto. Él añoraba la vida del campamento, el vagar de un lugar a otro, estremeciéndose por el frío de las noches y aceptando el calor del sol en cuanto despuntaba la mañana.

Se había casado con su esposa contando, a regañadientes, con el permiso de su familia. Sus padres consintieron de mala gana que se casara con una mujer que no era beduina. Pero él se había enamorado de la mirada de miel de aquella alejandrina que se había convertido en la madre de sus cuatro hijos y que pronto le daría un quinto.

Ella, le explicó, era inteligente y sabía que a un hijo del desierto no se le puede negar que encuentre su fuerza entre las arenas doradas. Así que de cuando en cuando Hafid iba con los suyos llevándose con él a los dos hijos mayores, que disfrutaban de aquella libertad de vivir entre arena infinita.

Fernando se sentía mejor, pero el estómago le recordaba su existencia, así que rechazó el pan con queso que Hafid le ofreció. Tampoco tenía sed pero el beduino insistía en que bebiera agua a pequeños sorbos. En eso le obedeció.

Poco antes de que cayera la noche Hafid le anunció que estaban a punto de llegar a Deir es Suriani.

Un monje les franqueó la entrada y los llevó hasta el abad, al que Hafid entregó un paquete que el religioso recibió con satisfacción. Fernando se preguntó qué contendría el paquete que no se había dado cuenta de que lo llevaban en el coche; sin embargo en el desierto las personas y las cosas aparecen y desaparecen como si de magia se tratara.

El monje los invitó a seguirle hasta el refectorio. Dispuesta sobre una larga mesa de madera encontraron una jarra con agua de limón, un cuenco de aceitunas, queso de cabra y dátiles.

Hafid se sentó y sirvió dos vasos de agua y acercó uno a Fernando.

—Bebe, te sentará bien.

Fernando se lo bebió sin apenas respirar. Estaba tan sediento como cansado.

El monje preguntó algo a Hafid y durante unos minutos ambos estuvieron hablando y mirando a Fernando. Hablaban de él, claro está.

—Me ha dicho que te va a traer algo que te sentará bien al estómago.

Unos minutos más tarde el monje regresó con un plato en el que había una especie de papilla amarillenta. Fernando dudaba si probarla o no, pero el monje y Hafid aguardaban expectantes a que se decidiera.

No supo lo que estaba comiendo, tan pronto le parecía reconocer el sabor del trigo como el de los garbanzos. Pero se lo comió todo pensando que aquel puré sólo podía causarle más problemas estomacales.

De repente, y para sorpresa de Fernando, el monje comenzó a hablar en inglés. Un inglés gutural y rudimentario pero suficiente para que se entendieran.

Sameh Basir, que así dijo llamarse el monje, se ofreció a enseñarle el monasterio en cuanto amaneciera. Comentó que el convento había sido muy importante por los manuscritos que guardaba, auténticos tesoros que un siglo antes los británicos se habían llevado.

El abad explicó que los monjes le habían enseñado a un diplomático británico llamado Curzon, honorable Robert Curzon, los manuscritos que conservaban, y éste los convenció para que le permitieran llevárselos.

Aun sin sus tesoros, el monje aseguró que el monasterio merecía verse.

Así quedaron en que al alba despertaría a Fernando y le guiaría por todos los recovecos del cenobio. Le propuso asistir a los oficios religiosos que, según dijo, seguro le reconfortarían el alma.

Más tarde, mientras compartía una celda con Hafid, el beduino le explicó que en aquellos monasterios había muchos penitentes. Hombres pecadores que buscaban en el desierto el perdón de Dios y que habían hecho de estos conventos su lugar de retiro.

A Fernando le sacó de su sueño una mano que sacudía sus hombros con energía. El monje le sonreía mientras le instaba a ponerse de pie. Al igual que sucedió en San Bishoy, Fernando no se sintió capaz de declararse ateo ante aquel monje, así que le siguió sin ningún entusiasmo, maldiciéndole en silencio por haberle sacado del sueño profundo en que se encontraba flotando.

La iglesia de la Virgen le produjo un estremecimiento por la belleza del fresco de la Ascensión que se alzaba en una de las cúpulas.

Unas puertas se abrían al coro y el monje le señaló unos paneles de lo que parecía marfil con las figuras de Cristo, la Virgen y los apóstoles Pedro y Marcos.

Luego le indicó que observara unos frescos donde se mostraba la muerte de la Virgen.

El monje se entusiasmó explicándole cuanto había a su alrededor, señalando otro panel de marfil donde puso nombre a una de sus figuras, Dióscoro, del que Fernando lo ignoraba todo.

En otra capilla le mostró una cruz de mármol negro. Luego le habló de san Efrén, santo igualmente desconocido para el español.

Por las explicaciones del monje, Fernando llegó a la conclusión de que aquel monasterio lo pusieron en pie unos monjes llegados de Siria, de ahí su nombre: Deir es Suriani.

No habían terminado de ver la iglesia cuando una fila de monjes que llevaban cirios en las manos fue entrando y, sin mirarlos, se sentaron.

Durante un buen rato, que a él se le hizo eterno, el abad protagonizó una ceremonia, lo más parecido a una misa. Cuando todo terminó el monje le hizo una seña y le condujo al refectorio, donde los esperaba Hafid dispuesto a desayunar.

Los monjes se mostraron amables y parlanchines, algunos conocían palabras sueltas de inglés. Pero era «su» monje, Sameh Basir, con el único que podía entenderse.

Por él supo que Wadi Natrum era un refugio de ascetas, y que aún había muchos viviendo en cuevas y agujeros; unos para purgar sus culpas, otros para no caer en la tentación de pecar y así estar más cerca de Dios, o eso al menos creyó entender Fernando.

El monje Sameh Basir le insistió para que de nuevo tomara la extraña papilla de la noche anterior, y como no le había sentado mal no se resistió.

Después del desayuno emprendieron el regreso a Alejandría.

Eulogio se había marchado. Fernando sintió su ausencia como una estocada. Y todo por culpa de Benjamin Wilson. Se reprochó haber seguido sus instrucciones, puesto que hacerlo había supuesto que ni siquiera se hubiera podido despedir de su amigo.

Dimitra le anunció que le habían cambiado de habitación. La que compartía con Eulogio era más amplia y soleada que el cuartito donde Ylena había instalado a Catalina. Ahora que Eulogio ya no estaba, la anfitriona había decidido que eran madre e hija las que debían ocupar el cuarto grande y Fernando conformarse con el de Catalina. Al parecer ésta se había resistido, pero Ylena había puesto fin a sus objeciones diciendo que en su casa era ella quien decidía la distribución de las habitaciones entre sus huéspedes.

Fernando no sólo no protestó, sino que le aseguró a Dimitra que estaba totalmente de acuerdo con la decisión de Ylena.

Sus pocas pertenencias estaban perfectamente colocadas en el cuarto pequeño y sobre la mesa había un sobre cerrado con una carta de Eulogio.

Querido Fernando:

Siento que no hayamos podido despedirnos, pero a lo que me cuentan el señor Wilson te ha mandado un cometido que no podía retrasarse. Espero que lo hayas podido cumplir a satisfacción de tu peculiar jefe.

Marvin y Farida dicen que me agradecen que les acompañe, pero como bien sabes soy yo quien quiere marcharse de Alejandría, así que son mi oportunidad para dejar esta ciudad que me resulta extraña y en la que estoy seguro de no querer vivir. Lo único que siento es que tengamos que separarnos y tomar rumbos distintos. Bien que me gustaría que vinieras con nosotros o en todo caso que hubiéramos podido irnos tú y yo a América. Pero sé que jamás dejarás a Catalina abandonada a su propia suerte. No quiero amargarte, Fernando, pero creo que deberías aceptar de una vez por todas que Catalina no es para ti por más que el amor sea un misterio y nada tiene que ver con la razón. Ella no te querrá nunca como tú la quieres, sólo serás su escudero, el amigo leal con el que puede contar en cualquier circunstancia. Pero temo, Fernando, que renuncies a vivir tu vida para ayudarla en la suya sin que jamás vayas a recibir otra cosa que el cariño que se siente por un familiar o un amigo cercano.

A ninguno de los dos nos gusta que nos den consejos, pero permíteme que te insista en que debes convencerla para que regrese a España junto a sus padres. Sería lo mejor para ella y para la niña. Teniendo a Adela, Antoñito no querrá saber nada de Catalina, de manera que no tendrá que casarse con él aunque sí afrontar lo que supone ser madre soltera. No digo que sea fácil, pero al menos se ha librado de Antoñito, y aunque es difícil que ningún hombre, salvo tú, aceptara casarse con ella, quién sabe las vueltas que da la vida.

En cuanto a ti, amigo, te encomiendo que te vayas a América cuanto antes. ¿Qué porvenir puedes tener en Alejandría? Ciertamente, Wilson te paga bien, pero ¿de verdad quieres pasar el resto de tus días en esta ciudad que nos resulta tan ajena?

En fin, sé que sabré de ti a través de Marvin puesto que Sara le tendrá al tanto de lo que decidas hacer.

En cuanto a nuestro viaje, Wilson lo ha organizado y nuestro destino, como ya sabes, es la llamada Francia Libre, que ya me dirás cómo se la puede denominar «Libre» si la gobierna el mariscal Pétain bajo la tutela de Alemania.

Las últimas noticias que Sara Rosent ha tenido de su padre es que se encuentra en Vichy, donde está el gobierno, pero los amigos que le ayudaron a salir de París quieren trasladarle a Lyon o quizá más al sur.

Marvin está deseando ver a su viejo editor porque insiste en que le debe el ser poeta. Así que poco le importan los riesgos a correr. En cuanto a mí… Como bien sabes, mi objetivo era ir a América, pero parece que no va a poder ser, al menos por ahora.

Sabes que no soy miedoso, pero no puedo dejar de preocuparme de lo que nos pueda pasar en Francia puesto que a los españoles republicanos los meten en campos de concentración.

Wilson nos ha provisto de documentos y también de la dirección de unas cuantas personas que, según él, pueden ayudarnos. Ya veremos si es así.

Amigo mío, cuídate y piensa un poco en ti antes que en los demás.

Un abrazo fuerte,

EULOGIO JIMÉNEZ

Fernando hizo un esfuerzo por retener las lágrimas que le empezaban a nublar la vista. Por primera vez desde que había abandonado España se sintió realmente solo. Sabía que ni siquiera Catalina podría cubrir el hueco que dejaba su amigo.

Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Y con los ojos del alma o de la imaginación vio dibujarse el rostro de Eulogio, luego fue su madre quien apareció. La vio tal cual era, digna y bondadosa, ganándose el respeto de cuantos la conocían.

También le visitó su padre. Apretó más los ojos temiendo ver en su mirada un reproche por haber huido dejando sola a su madre, pero sobre todo por haber matado a aquellos dos hombres.

Aun así, su padre nada le reprochó. Sólo podía ver de él al hombre sereno enfrascado en sus papeles o mostrándole orgulloso una nueva edición de algún escritor inglés, ya fuera Shakespeare, Chesterton o Lewis Carroll, a los que solía traducir. Y aunque quiso evitarlo, no pudo. Allí estaban otra vez los rostros de dos de los asesinados, padre e hijo, Roque y Saturnino Pérez.

Fernando quiso tranquilizar su conciencia diciéndose que si bien él les había quitado la vida, eran vidas de asesinos, de manera que nada tenía que reprocharse. Pero a pesar de que intentaba salir airoso de su batalla contra la conciencia, no siempre lo conseguía porque no podía olvidar aquellas lecciones sencillas sobre el Bien y el Mal que le había inculcado su madre desde niño y que luego reforzó don Bernardo cuando le preparó junto a los otros chicos del barrio para la primera comunión.

Su padre no era creyente, pero dejó hacer a su madre y fue ella la que le creó la conciencia rígida que nada quiere saber sobre la maldad de los otros, sino la que golpeaba por las faltas propias ignorante de los agravios que uno hubiera podido recibir.

Se quedó dormido viendo el asombro en los ojos de Roque y Saturnino Pérez cuando les disparó.

Se despertó de repente y vio a Dimitra plantada junto a la cama.

—¡Uf, menos mal! Llevo un buen rato intentando que te despiertes y no parecías escucharme. He llegado a pensar que estabas muerto.

Fernando se sintió confundido ante aquellas palabras. Le parecía que acababa de cerrar los ojos y nada deseaba más que seguir durmiendo.

—Son las siete, el resto de los huéspedes ya está desayunando. Supongo que tendrás que ir a trabajar. El señor Wilson llamó a la señora Kokkalis para interesarse por ti. Sabía que habías regresado. La señora le dijo que el viaje debía de haber sido agotador puesto que ni siquiera a ella la habías saludado y que llevabas unas cuantas horas durmiendo. Incluso la señorita Catalina ha entrado un par de veces para ver si estabas bien.

—¿Cuánto he dormido? —acertó a preguntar.

—Pues llevas casi un día entero durmiendo. Bueno, un poco menos —respondió Dimitra—. Anda, aséate y ve a desayunar. Te sentará bien.

Cuando Fernando entró en el comedor sólo quedaba mister Sanders tomándose su segunda taza de té. El inglés estaba más pálido de lo habitual y los ojos le brillaban a causa de la fiebre.

El coronel le explicó que llevaba un par de días resfriado por haber estado expuesto a un chaparrón durante una visita a Abukir.

Fernando carraspeó incómodo. No sabía qué era Abukir. El inglés se dio cuenta de su ignorancia y se prestó a remediarla:

—Me sorprende que no haya tenido interés en conocer las joyas arqueológicas de Alejandría. Usted, como tantos otros, creerá que en Egipto no hay nada más valioso que las pirámides de El Cairo, pero el país entero es un gran yacimiento que está por descubrir.

Según explicó, Abukir no estaba muy lejos de la ciudad, y antaño contaba con un lago ahora ya desecado. El lugar estuvo habitado desde la más temprana Antigüedad.

—Sabrá usted quiénes eran Paris y Helena, ¿verdad? —le preguntó con poca esperanza de que Fernando lo supiera.

—Pues sí, ¿cómo no iba a saberlo? —respondió Fernando, molesto por la pregunta.

—Heródoto, ¿sabe quién era Heródoto? —volvió a preguntar el inglés.

—Desde luego. —Fernando tenía ganas de marcharse pero no quería renunciar al café con bizcocho del desayuno.

—Pues si alguna vez va a ese lugar, acérquese al fuerte Ramleh, allí mismo había un templo dedicado a Heracles. Según una leyenda, Paris y Helena llegaron hasta allí cuando huyeron de Esparta y pidieron protección a los sacerdotes.

—Ya… pues eso no lo sabía —admitió Fernando.

—Bueno, al parecer los sacerdotes no quisieron protegerlos por ser adúlteros, aunque supongo que la verdadera razón era que no deseaban enemistarse con el rey de Esparta.

Se quedaron en silencio, cada uno saboreando el contenido de su taza. Fue Fernando el primero que habló:

—¿Y qué es lo que hace usted en ese lugar?

Al coronel Sanders la pregunta le pareció impertinente. En realidad pensaba que los españoles no tenían buenos modales.

—Soy arqueólogo, ¿no lo sabía usted?

—Creí que era coronel, coronel retirado del Ejército británico.

—Estudié Historia en Oxford y me especialicé en Arqueología. Naturalmente, asumí la obligación familiar de formar parte del Ejército.

—Bueno, pero ¿qué hace exactamente en ese lugar que ha dicho que se llama Abukir?

—Puede que alguna de las leyendas se correspondan con la realidad… En ese lugar también, exactamente donde está situado el fuerte Tewfikieh, estuvo Canope. No creo que sepa quién fue Canope.

—Pues no, no lo sé —aceptó Fernando el reproche.

—Pues Canope era el piloto de la nave de Menelao, el rey de Esparta, marido burlado por su esposa Helena. Precisamente cuando la guerra de Troya terminó y Menelao regresaba a casa, su nave atracó cerca de allí y el piloto de la nave, Canope, tuvo la desgracia de que le mordiera una serpiente.

—Menuda faena —dijo Fernando por decir algo.

—¿Cómo dice? —A Sanders le irritaba la poca importancia que el español daba a lo que le estaba contando.

—Pues que es una faena sobrevivir a una guerra y que te termine matando la picadura de una serpiente —concluyó Fernando.

—Pues gracias a esa mordedura se convirtió en dios.

—No me parece un consuelo. Es lo mismo que en el cristianismo sucede con los santos, la mayoría han sufrido martirio y sólo después se les ha declarado santos. A Canope le pasó igual, sólo que él se convirtió en dios.

—Dice usted unas cosas… En fin, creo que no entiende nada. —Mister Sanders no podía ocultar su enfado.

—Claro que lo entiendo… Por favor, no se moleste. Estoy cansado y he estado enfermo… Comprenda que en este momento la historia de ese griego, de Canope, no me entusiasme.

Mister Sanders apretó los dientes cerrando con fuerza la boca mientras respiraba hondo. Después respondió:

—Ya le he dicho que era una leyenda, hay otra que asegura que Canope era un dios egipcio. El faraón Ptolomeo Sóter mandó construir un templo al que llegaban gentes de todos los rincones de Egipto para honrar a Serapis e Isis. Debería visitar la zona, se lo recomiendo. Yo mismo puedo acompañarle si lo desea. Es una bonita excursión. Y le recomiendo que se lea usted el libro de Edward Morgan Forster sobre Alejandría. Ahí está todo lo que le acabo de contar y cuanto debe saber sobre esta ciudad.

—Se lo agradezco.

—Si no le interesa el mundo antiguo, al menos le interesará saber que allí las tropas de Napoleón libraron dos batallas importantes. El almirante Nelson destrozó la flota francesa.

—¡Ah, los almirantes ingleses!

—Percibo ironía en su expresión…

—No era mi intención… En fin, mister Sanders, tengo que ir a trabajar. Ha sido un placer escucharle.

Cuando entró en Wilson&Wilson encontró a Sara envolviendo un libro a una señora, la saludó con una inclinación de cabeza y traspasó la puerta que le llevaba a la sala de edición, donde Athanasios Vryzas, su jefe, parecía muy interesado en la lectura de unos folios.

Se saludaron con formalidad y Vryzas instó a que subiera al piso superior a reunirse con el señor Wilson.

—Leyda ha preguntado por ti dejando recado de que el señor Wilson quiere verte sin tardanza.

A Fernando le tranquilizaba la sonrisa de Leyda Zabat. Era el contrapunto a la aparente rigidez en el trato de Benjamin Wilson, que le recibió de inmediato.

—Hafid vino a verme nada más dejarle a usted en casa de la señora Kokkalis.

—No me encontraba bien, en realidad enfermé en San Bishoy. Creo que fue por la leche de cabra.

—Así que no han podido traerme a Domenico Lombardi —se quejó Wilson.

—Ismail, el tío de Hafid, aseguró que estaba muerto, tan muerto como su hijo Basim.

—Ahora tengo que darle la mala noticia al padre de Domenico… En fin… estas cosas pasan, aunque Wilson&Wilson no suele dar malas noticias. Nuestro nivel de éxitos es importante, por eso tantos confían en nosotros.

—Usted sabía que era improbable que trajéramos a Lombardi con vida, e incluso que nosotros salváramos la nuestra.

—Es usted seco en su manera de expresarse y demasiado impulsivo… No le estoy reprochando nada. Había una posibilidad de éxito y yo siempre tiento a la suerte.

—Bien, pues hemos fracasado, aunque al menos estamos vivos.

—De lo cual me alegro.

—No lo creo. A usted tanto le da. Hafid y yo hemos sido un par de peones, si nos hubiese perdido no creo que lo hubiese lamentado demasiado.

Benjamin Wilson rio con ganas. Valoraba la arrogancia de Fernando. En realidad pensaba que se parecía demasiado a él, sólo que su abuelo le había enseñado a dominar sus emociones, de lo contrario no le habría dejado al frente del negocio.

—Tiene por delante dos libros que editar. Le prometí a Marvin que aceleraríamos todos los plazos. En marzo el libro debe estar en todas las librerías de Nueva York y espero que, a pesar de la guerra, también en las de Londres. En cuanto al poemario de Omar Basir, también corre prisa.

—Haré mi trabajo. Y ahora que menciona a Marvin… ¿sabe si han llegado a Francia?

—No se preocupe, su amigo Eulogio está bien.

Fernando trabajó todo el día y a pesar de que Athanasios Vryzas le recomendó salir a comer, prefirió no hacerlo. Los poemas de Marvin rebosaban dolor. Realmente eran muy buenos. No podía negar que era un gran poeta.

Mientras Vryzas y el resto de los empleados salían a almorzar, Fernando aprovechó para fumar tranquilo un cigarrillo y pensar en Marvin. Le parecía que la intensidad y la belleza de sus poemas no se correspondían con el hombre que él conocía. Luego se dijo que realmente sólo le conocía superficialmente, puesto que nunca habían intimado. Catalina les había impedido hacerlo. Si ella no se hubiera obcecado con el americano, quizá él se habría interesado por sus poesías. Pero Marvin era su rival más temido y, por tanto, había sido incapaz de apreciar nada bueno en él. Seguía sin sentir demasiada simpatía por el americano pero era demasiado honrado para negar la verdad, así que tenía que admitir que Marvin Brian era un gran poeta.

Cuando regresó a casa de Ylena, Dimitra le dijo que Catalina le había pedido que la avisara en cuanto él llegara. Por la mañana no había hecho siquiera ademán de verla, aunque la propia Dimitra le había asegurado que estaba en su habitación dando de comer a Adela.

No podía evitarla por más que no se sentía con ánimos para hablar con ella. Su relación con Catalina, construida por la desesperanza, le producía una tristeza infinita.

La encontró en su habitación acunando en sus brazos a la pequeña Adela.

Ella le invitó a entrar pidiéndole que se sentara a su lado.

—Dimitra me ha dicho que no te encontrabas bien.

—Me puse enfermo por tomar leche de cabra, pero ya me he recuperado.

—Me alegro… Bueno, ya sabes que Eulogio se ha marchado… Se negó a llevarme a ver a Marvin.

—Es Marvin quien no quiere saber de ti, no culpes a Eulogio —respondió él con cansancio.

—Si Marvin no quisiera verme me lo diría… No sé por qué, pero sois los demás quienes os habéis empeñado en separarnos… No entiendo la razón. Tenemos una hija y no está bien que no nos permitáis al menos explicarnos.

No le respondió. Se sentía demasiado cansado para iniciar una de esas absurdas discusiones que mantenían a causa del americano. La actitud de Catalina era irracional, tanto como la del propio Marvin.

—Quiero que sepas que le seguiré hasta donde esté, que no me conformo con lo que me decís de que no quiere verme. ¡Por Dios, Fernando, dime dónde puedo encontrarle!

—Ya te lo dije, se han ido a Francia, creo que a Vichy, para encontrarse con monsieur Rosent, el padre de Sara. Los nazis se han hecho con los negocios de los judíos, pero Rosent fue previsor y para evitar el expolio le vendió simbólicamente el suyo a Marvin y él puso al frente de la pequeña editorial al que había sido su profesor de Literatura en la Sorbona. Marvin quiso devolver la propiedad a Sara, pero ella ha preferido que quede en sus manos mientras dure la guerra. Cuando Sara supo que su padre ha podido salir de París, le pidió a su marido que hiciera lo imposible por traerle a Alejandría. Pero estamos en guerra y no es fácil ir de un sitio a otro, y menos para los judíos. Ha sido Marvin quien ha decidido ir a buscar al señor Rosent y traerle aquí. Es todo lo que sé, no hay nada nuevo.

—O sea, que volverá.

—No sé si Marvin volverá o una vez que saque de Francia al señor Rosent se irá a otra parte. Te juro que no lo sé. Ni siquiera pude despedirme de Eulogio, de manera que desconozco cómo harán para sacar de Francia al padre de Sara.

—Entonces… ¿crees que debo esperar aquí a que vuelva Marvin?

—No sé si volverá… No lo sé, te lo juro.

Adela rompió a llorar y Catalina volvió a acunarla hasta lograr que la niña se callara.

—Está mejor. El doctor Naseef dice que ya no tenemos que temer por su vida. El capitán Pereira tenía razón, Adela es una superviviente.

—Y además ha heredado tu determinación —dijo Fernando con sinceridad.

—Bien, entonces nos quedaremos un tiempo… Pero si no regresa Marvin, entonces iré a Francia a buscarle.

—¿Das por hecho que yo me voy a quedar? —respondió Fernando molesto.

—Bueno… no sé… sí… La verdad es que creía que…

—Que no te voy a dejar sola y que no importa que tú sigas a Marvin donde quiera que esté porque yo te seguiré a ti para protegerte.

—No… no quería decir eso… —Catalina se había sonrojado.

—Es lo que piensas y tienes razón. No, no voy a dejaros ni a ti ni a la niña.

Salió de la habitación sin dar tiempo a que Catalina respondiese. No volvieron a hablar hasta un rato después, durante la cena, donde la charla de mister Sanders y monsieur Baudin les levantó el ánimo. El inglés y el francés discutían amablemente por casi todo.