11

París

Adela había cambiado, o eso le pareció a Fernando. No habían pasado muchos días desde que viajó a Chile y, sin embargo, de repente le parecía que la adolescente se estaba convirtiendo en una mujer. En cuanto a Catalina, le abrazó con fuerza, diciéndole lo mucho que le había echado de menos.

—No me acostumbro a estar sin ti —le confesó.

—Ni yo tampoco —afirmó Adela—, y ya que estás aquí, tengo que decirte que he decidido marcharme. Mamá está de acuerdo.

—¿Marcharte? ¿Por qué? —Fernando no se sentía capaz de afrontar más emociones.

—A Estados Unidos. En cuanto termine mis estudios en el liceo me gustaría pedir una beca para estudiar en Boston; espero que me la den —explicó Adela.

—Pero… ¿cuándo has tomado esta decisión? No me habías dicho nada.

—No podíamos porque estabas en Chile —dijo Catalina.

—Pero si sólo he estado diez días fuera…

—Y en esos diez días mamá y yo también hemos viajado otra vez en busca de ese hombre, de mi padre…

Si no hubiese estado tan agitado física y mentalmente, quizá Fernando se habría enfadado, pero se conformó con escuchar a las dos mujeres que de manera atropellada intentaban explicarle lo sucedido.

—Mamá leyó en el periódico que Marvin Brian estaba en Italia, en Sorrento, donde pensaba permanecer una temporada para descansar. Puedes imaginar lo que se le ocurrió…

Y Adela no ahorró detalle en el relato mientras Catalina la observaba en silencio.

Habían viajado en avión hasta Nápoles y desde allí en un tren hasta Sorrento, donde buscaron una pensión. Marvin estaba alojado en el Gran Hotel Excelsior.

—Un paraíso en la tierra —aseguró Adela—. Los jardines son de ensueño; no es de extrañar, puesto que allí estuvo situado un palacio de Augusto… aún se conservan algunas ruinas… y puedes imaginar cómo son los huéspedes del hotel… Fue como entrar en otro universo.

Durante un par de días pasaron varias horas delante de la puerta que daba a los jardines del hotel, pero no vieron ni a Marvin ni a Farida. Al tercer día, Catalina decidió que entrarían a preguntar por él. Aprovecharon un despiste del guarda de la verja para pasar al jardín que conducía hasta la entrada del hotel.

Caminaron por el jardín bordeado de naranjos y limoneros, aspirando el olor a flores. El hotel era un pequeño palacio en el que, según les había contado el recepcionista de la pensión, se alojaba nada menos que el Gran Caruso. Era un lugar donde aristócratas y gente de dinero se refugiaban para no ser molestados.

Un botones muy amable les salió al paso antes de llegar a la puerta del hotel y cuando Catalina, muy segura, le dijo que las estaba esperando el señor Brian, les indicó que podían encontrarle en la terraza. Marvin y Farida parecían felices contemplando el espectáculo de la bahía de Nápoles. El hotel estaba encaramado sobre unas rocas y sus vistas eran espectaculares.

Conversaban tranquilamente, reían, se cogían de la mano. Había otros huéspedes, vestidos de manera elegante, y todos parecían disfrutar del lugar y de la calma que produce la belleza.

Adela se sintió una intrusa y le pidió a Catalina regresar a París. No se sentía capaz de afrontar otra escena. Sin embargo, su madre avanzó decidida y se plantó delante de Farida y de Marvin.

—Buenos días, siento interrumpir, pero espero que en esta ocasión no me esquives. Estoy aquí con Adela.

Marvin se puso en pie y corrió hacia el interior del hotel seguido por Farida. Catalina fue tras él, pero el conserje salió al paso sujetándole por el brazo.

Adela sintió vergüenza al escuchar a Marvin gritar «¡Echen a esta loca!». Y fue lo que hicieron con las dos, echarlas. Dos hombres las obligaron a marcharse impidiendo a Catalina seguir a Marvin, que desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra.

Catalina protestó, asegurando que no se iría sin hablar con Marvin, pero los dos hombres prácticamente la sacaron a rastras advirtiéndoles que llamarían a los carabineros.

Ya en la pensión discutieron. «¡Nunca más, ¿me oyes?, nunca más volveré a pasar esta vergüenza! ¡Ese hombre no quiere saber nada de ti, tampoco de mí, y no nos humillaremos más, al menos yo no lo haré! ¡No le necesito! ¡No quiero que sea mi padre!»

Catalina le aseguró que no se rendiría, que iría tras él hasta que la reconociera como su hija. Pero Adela había tomado la primera decisión de su vida: «Puedes hacer lo que quieras, pero no cuentes conmigo. No volveré a acompañarte a ningún lugar donde esté él. Y te prohíbo que le exijas que me reconozca. Soy yo la que no quiere reconocerle como padre», dijo con rabia.

Por eso había decidido marcharse. No quería que su vida continuara girando en torno a la esperanza de que su padre la reconociera, porque eso le estaba impidiendo ser ella misma, igual que había impedido a su madre tener otra vida.

—Me niego a que ese poeta condicione mi vida —afirmó Adela.

Y Fernando supo que la habían perdido.

Volver a la rutina no le resultó fácil y apenas tuvo tiempo de hablar con Sara porque dos días más tarde de su llegada Benjamin y ella se marcharon a Alejandría. No querían que Zahra viajara sola, sabían que los necesitaba.

Pero Sara no se resistió a comentarle el último incidente entre Catalina y Marvin.

—Sé que no puedes hacer nada, pero…

—No, no puedo hacer nada. Tampoco sé si quiero hacerlo —respondió Fernando sincero.

—A veces me pregunto si no soy demasiado egoísta al encargarte que seas el editor de Marvin.

—La decisión no es sólo suya, yo también podría negarme.

—Sí, así es. Pero creo que, a pesar de todo, para ti es una suerte ser su editor. Piensa en lo que ha llegado a ser… cuenta con el reconocimiento de todo el mundo. No hay ni un solo crítico que no le alabe.

—Soy un editor que se relaciona con su escritor a través de otra persona, de usted. Estoy seguro de que él cambiaría gustoso de editor, pero usted se ha empeñado en que yo lo sea y no termino de comprender por qué.

—Porque el día en que te conocí hubo algo en ti que me conmovió y…

—Y decidió protegerme bajo sus alas, lo mismo que hace con Zahra, con Marvin y con todo aquel que cree que lo necesita.

—No… no tanto que lo necesita, sino que merece que le den la mano. Marvin es el Poeta del Dolor, su alma enferma le hace ser sublime. Zahra… no hace falta que te diga cómo se ha tenido que reconstruir ella misma pieza a pieza. Y tú… creo que sigues escapando de ti mismo. Te atormenta el peso de la conciencia, lo que hiciste… aunque tuvieras una razón para hacerlo. A Marvin y a ti os une el dolor. Un dolor perenne y, por tanto, intenso e insoportable que os impide ser felices. Él ha encontrado algo parecido a la paz al lado de Farida, pero tú…

Fernando no quería dejar que continuara navegando por su alma.

—Cada uno resolvemos nuestro dolor como mejor sabemos. Bien, ¿tendremos nuevo poemario de Marvin?

—Aún es pronto… pero está escribiendo. Precisamente se había refugiado en Sorrento para hacerlo.

Dos días más tarde, al regresar a casa se encontró en el portal a madame Dufort, que le entregó una carta.

—Ha llegado esta tarde. Le escriben desde España —dijo señalando el matasellos.

Catalina aún no había llegado y Adela estaba en su cuarto estudiando, de manera que se dispuso a leer la carta en soledad. En el dorso estaba escrito el nombre de su madre.

Querido hijo:

Te escribo esta carta con la esperanza de que llegue a tus manos. Aunque le dijiste a Piedad que viajabas a América y que la dirección de París era ocasional, ella cree que aquélla no era una casa de paso sino el lugar donde Catalina y tú vivís en París. Ojalá no se equivoque, porque eso supone tenerte cerca. Aun así, la carta la hemos remitido a nombre de monsieur Dufort, que según dice Piedad es el casero del edificio. Ojalá pueda entregártela.

Lo primero que he de decirte es que en la familia de Catalina ha habido una desgracia, su padre ha muerto. Estaba muy enfermo y no ha podido resistir un ataque al corazón.

Ernesto ha muerto con la pena de no despedirse de Catalina y de no conocer a su nieta.

No quiero que leas en estas líneas ningún reproche, pero ¿por qué no regresáis? ¿Qué os impide volver? Te aseguro que a Ernesto y a Asunción poco les importaba lo que pudieran decir los demás sobre la hija de Catalina. Al principio a Ernesto sí le importaba, a qué negarlo, pero a pesar de ser como era, quería a su hija. Llegó a enfrentarse con don Antonio y con el propio Antoñito por defenderla.

En el barrio nadie sabe que Catalina tiene una hija, pero te aseguro que para Ernesto y Asunción esa niña habría sido una alegría.

Asunción me ha pedido que te comunique la muerte de su marido para que tú se lo digas a Catalina. Ella no se siente con ánimo de escribirle. Está destrozada y sólo hace que rezar para que regrese su hija. Si pudieras convencerla…

Puedes imaginar cómo se encuentra. Han sido años de cuidar a Ernesto, de no separarse de su lado, sufriendo en silencio viendo cómo su marido se deterioraba. Asunción dice que sólo le mantenía vivo la esperanza de volver a ver a su hija.

Ahora Asunción no sabe qué hacer, pero si algo necesita es a su hija y a su nieta. Por favor, Fernando, haz lo posible para que al menos vengan a verla o le permitan ir ella a París a visitarlas.

En cuanto a Eulogio, debes estar tranquilo. Se encuentra bien. Puedes imaginar cómo le cuida Piedad. No le deja a solas ni un momento. Ella se dedica a su hijo en cuerpo y alma. Dejó el trabajo en el taller y ahora se gana la vida cosiendo para algunas señoras. No te diré que es feliz, pero haber recobrado a su hijo le ha devuelto la serenidad.

Ya te conté que Antoñito está casado con Mari Paz Nogués. Tienen dos hijos, niña y niño; bueno, ya son adolescentes. Mari Paz tuvo otros embarazos que no llegaron a buen término. Parece que no puede tener más hijos.

A veces me pregunto, y Dios me perdone, cómo han podido tener dos hijos tan buenos. Mari Paz les ha educado bien. Don Antonio tiene planes para sus nietos, a los que ve heredando sus negocios ya que Antoñito, como bien sabes, es corto de luces y no sirve más que para ser la sombra de su padre.

De nuestros vecinos, los Gómez continúan tan estirados como siempre. Su hijo Pablo también se casó y tiene una niña. Suele venir con frecuencia a ver a sus padres. En cuanto a tus amigos de siempre, ya están todos casados y con hijos, pero la mayoría ya no viven en el barrio.

En fin, éstas son las novedades, y ahora, hijo, te pregunto a ti: ¿por qué no regresas? Sé lo insoportable que te puede resultar vivir aquí… Esto es… bueno, ya sabes… Pero si no quieres quedarte, al menos ¿por qué no vienes a verme?

No hay nada que te impida venir a Madrid; si es por dinero, yo he venido ahorrando mi sueldo. No es mucho pero, como apenas lo gasto, lo he guardado para ti, para el futuro o cualquier necesidad que pudieras tener.

Si estás en París, acaso yo podría ir a verte. No está tan lejos y el viaje no sería gravoso.

Soy mayor, Fernando, y rezo a Dios pidiéndole que no me suceda lo que a Ernesto. No quiero irme de este mundo sin volver a abrazarte y saber que te va bien, que eres feliz.

Te quiere siempre,

TU MADRE

Fernando dejó que las lágrimas le barrieran el rostro. Se sentía un miserable por hacer sufrir a su madre, pero no podía decirle la verdad; no podía confesarle que si no regresaba era porque había matado a dos de los asesinos de su padre; no podía decirle que a veces en la vida uno toma decisiones que no le permiten volver atrás. Y él no sabía si era un caso cerrado la muerte de Roque y Saturnino Pérez o, por el contrario, las investigaciones aún permanecían abiertas.

Además, se le hacía cuesta arriba volver a la España de Franco después de llevar tantos años viviendo en libertad. No, ya no podría acostumbrarse a callar, a disimular, a bajar la cabeza.

Escuchó la voz de Catalina saludando. Adela respondió a su madre y le dijo que Fernando también estaba en casa. Ella llamó a la puerta de la habitación.

—¿Fernando? Ya estoy aquí… Hoy me ha entretenido la madre de un alumno… ¿Estás bien?

Él abrió la puerta y ella se fijó en sus lágrimas y sin preguntarle nada le abrazó. Permanecieron así unos segundos, luego él la apartó con suavidad.

—Vamos a la sala y dile a Adela que venga.

Catalina y Adela se sentaron aguardando que él hablara. Le costó unos segundos más recobrar la serenidad.

—He recibido carta de mi madre —les anunció.

—¿Cómo? ¿Dónde te la ha mandado? —quiso saber Catalina.

—Aquí. Cuando Piedad vino a buscar a Eulogio estuvo aquí, ya lo sabes, y al volver le dijo a mi madre que estaba segura de que vivíamos aquí.

—Bueno, es obvio que ésta no es una casa de paso —le interrumpió Adela—, cualquiera se hubiera dado cuenta.

—¿Qué dice tu madre, Fernando…? ¿Qué es lo que pasa? —Catalina se había puesto nerviosa intuyendo que ocurría algo.

—Lo siento… lo siento… Tu padre, Catalina…

—¡¿Qué le ha pasado?! —preguntó ella sintiendo que se le atascaban las palabras.

—Ha muerto. Tu padre ha muerto.

Catalina se cubrió la cara con las manos. Se sentía devastada. Sabía de la mala salud de su padre, pero ella le sentía eterno, ¿cómo iba a morirse? En realidad, la muerte estaba ausente de sus pensamientos.

Adela se acercó a su madre y la cubrió con sus brazos. Era la primera vez que la veía llorar. Catalina siempre se había mostrado segura ante su hija, jamás había dejado que se percatara del menor signo de debilidad.

Fernando y Adela la dejaron llorar. Ninguno de los dos encontraba palabras para consolarla. Para Adela, aquel abuelo que había muerto era alguien que carecía de rostro y de voz. Catalina nunca se había explayado hablándole de sus abuelos, ni de su vida en España. Era como si se hubiera despojado del pasado y nunca hubiera vuelto a mirar atrás.

Pero Fernando era parte de aquel pasado y él sí sabía por qué se sentía devastada. Había convertido a Marvin en una obsesión y lo había hecho por sus padres, para que no tuvieran que avergonzarse a causa de ella, para que nadie murmurara a sus espaldas ni los compadecieran. Acaso incluso había dejado de quererle aunque no lo confesara.

No interrumpió su llanto. Simplemente, la acompañó.

Ambos habían acordado que seguirían sin admitir ante sus familias que vivían en París.

En respuesta a la carta de su madre, Fernando escribió:

Aunque ha llegado a mis manos la carta que enviaste a París, te ruego que no me pidas que te diga dónde me encuentro. No obstante, puedes continuar escribiéndome a la dirección de monsieur Dufort. Él sabrá cómo hacerme llegar tus cartas.

Lo siento, madre, sé que no comprendes mi actitud, pero al menos créeme si te digo que no hay un solo día en que no piense en ti y en que no añore tus abrazos. Sólo espero que algún día me perdones por el sufrimiento que te estoy causando. Catalina está destrozada, incapaz de encajar la noticia del fallecimiento de su padre. Además, Adela pronto se irá de nuestro lado; ha decidido emprender su propia vida. Apenas ayer era una niña y sin que nos diéramos cuenta se ha convertido en una mujer. Su ausencia vendrá a aumentar la desazón que sentimos. Yo intento convencer a Catalina para que regrese con su madre. Creo que su sitio no está conmigo y mucho menos tan lejos de España. Pero ella continúa empecinada en que sólo regresará cuando Marvin reconozca a Adela, lo que me temo nunca sucederá.

Madre, no dejo de preguntarme qué hemos hecho, qué estamos haciendo Catalina y yo con nuestras vidas, y la respuesta no es otra que las estamos malgastando. Pero ambos tenemos nuestras razones que nos impiden regresar, y me temo que esas razones no desaparecerán jamás.

En la carta que Catalina escribió a su madre no supo contener su desesperación. Se sentía perdida. La muerte de su padre y el inminente viaje de Adela a Boston eran dos heridas difíciles de cicatrizar.

Monsieur Dufort aceptó hacer de intermediario y metió los dos sobres con las cartas en otro sobre grande que remitió a la dirección de la madre de Fernando en Madrid.

Isabel se encargó de entregar a Asunción la carta de Catalina. Por más que hablaban sobre la decisión de sus hijos, ninguna de las dos comprendía sus razones para no regresar a Madrid y para negarse a que ellas fueran a visitarlos. Piedad tampoco era capaz de ayudarlas en la búsqueda de respuestas. Isabel le pidió que volviera a contarle cómo estaba Fernando y ella, mientras apretaba la mano de Eulogio, sólo pudo repetirle: «Ha cambiado, ya no es un chiquillo y sobre todo no me pareció que se sintiera feliz».

Pero ¿quién podía ser feliz después de que la guerra les hubiera arrebatado las vidas con las que habían soñado?

Lo que Piedad no se atrevía a confesar ni a Isabel ni a Asunción es que ella casi se sentía feliz. Tenía a Eulogio a su lado y eso era más de lo que había esperado que le deparara la vida a esas alturas.