2
—¿Le has dicho a Fernandito lo de los paños de ganchillo? —le preguntó doña Asunción a su hija.
—Sí, mamá —respondió Catalina.
—Pues ha pasado más de un mes desde que te lo dije…
—Ya vendrá.
—Que no se entere tu padre… ya sabes que no le gusta que tengamos mucho trato con los Garzo. Isabel me da mucha pena. Debe de ser muy duro para ella ponerse a servir en casa de ese farmacéutico. No sé qué haría yo si estuviera en su lugar. ¡Pobre mujer!
—Tenemos que ayudarles, mamá —le pidió Catalina.
—Pues claro, hija, pero sin que se entere tu padre, ya sabes cómo es.
Catalina abrazó a su madre. Se sentía muy unida a ella. Sabía que siempre la protegería. Su madre vivía volcada en ella, al fin y al cabo Catalina era su única hija, un milagro del cielo habida cuenta de que había tenido varios embarazos fallidos.
Ambas se parecían no sólo físicamente, también en el carácter. De mediana estatura, cabello castaño claro, ojos castaños con destellos verdosos, buena figura. Doña Asunción padecía con el sufrimiento ajeno y, si de ella dependía, procuraba aliviarlo, lo que le provocaba algunas discusiones con su marido. En don Ernesto era inútil buscar un ápice de piedad o de empatía hacia los demás. Era el menor de una familia de seis hermanos, y había sido educado con severidad. Había sufrido en silencio durante la guerra, no tanto por su afección en el hígado sino porque a causa de su enfermedad no habían podido huir a la zona nacional. Le carcomía la rabia pensando que buena parte de sus vecinos eran republicanos o, lo que era peor, algunos tenían tendencias socialistas. Si lo sabría él… Por ejemplo, Lorenzo Garzo, el editor. Nunca había simpatizado con él. Antes de la guerra ya le costaba saludarle cuando se encontraban en la calle y le fastidiaba que Asunción hubiera hecho tan buenas migas con Isabel. En su opinión, ahora Lorenzo Garzo estaba donde debía estar, en la cárcel. Esperaba que le fusilaran. Franco no debía mostrarse magnánimo con los enemigos, era mejor eliminarlos porque, si los dejaba vivir, podían convertirse en un peligro.
Doña Asunción decía que ya que habían ganado lo mejor era olvidarse de lo sucedido y volver a la vida normal. Era una ingenua, en realidad era sólo una mujer y ya se sabía que las mujeres no saben pensar. Además, ella poco tenía que olvidar ya que Petra, su única hermana, estaba viva aunque hubiera perdido a su esposo en el Frente de Aragón. Su cuñado había muerto por España como un patriota. Incluso le habían condecorado a título póstumo.
Él sólo tenía a Catalina y a veces pensaba que había sido una bendición no tener hijos varones, y que los hubieran matado los rojos. Claro que echaba de menos tener en casa a otro hombre, alguien con quien conversar, que entendiera las cosas de la política, porque tanto su mujer como su hija eran dos almas benditas y, por tanto, ignorantes.
Don Ernesto se sentía satisfecho de que Andrés, su hermano mayor, hubiera recuperado la finca familiar. Los milicianos les habían destrozado la casa, confiscado los cerdos y las ovejas, pero la tierra seguía allí y volvía a ser de la familia. Lo malo era que el hombre que hasta que comenzó la guerra se había encargado de administrar la finca había resultado ser anarquista y había sido uno de los responsables de que los rojos la saquearan. Daba gracias a Dios y a Franco por haber hecho justicia. Le habían fusilado. Pero eso no bastaba para que pudieran borrar el sufrimiento que les habían infligido. Habían matado a su padre, a pesar de ser casi un anciano, y a su sobrino Andresito, que sólo era un niño. Amparo, su cuñada, había enloquecido. Ahora Andrés llevaba la finca ayudado por un hombre cabal, un falangista de un pueblo cercano. No es que a don Ernesto le gustaran mucho los falangistas, los encontraba demasiado bruscos y le molestaba su parafernalia, pero mejor un patriota que un rojo.
Además, había perdido a otros dos hermanos en el Frente y otro no había salido vivo de la checa de la calle Fomento, y tampoco quería pararse a pensar en lo que le había sucedido a su hermana monja, cuando otro grupo de milicianos entró en el convento donde guardaba clausura junto a otras religiosas.
Pero en aquel momento su mayor preocupación era Catalina. Su esposa la mimaba en exceso. Asunción era demasiado tolerante con la hija, lo mismo que su cuñada Petra. Ambas hermanas eran hijas de una buena familia, su padre era un comerciante dedicado a la venta al por mayor de tabaco canario. Habían estudiado en un colegio de monjas y aprendido todo lo que unas señoritas deben saber. Su suegro le había incorporado al negocio familiar haciéndole administrador de la empresa, pero se había arruinado durante la contienda y el pobre hombre había muerto sin la dicha de ver cómo los suyos ganaban la guerra.
Ahora don Ernesto estaba intentando volver a hacer de la empresa de su suegro una fuente de prosperidad. Al fin y al cabo, ¿quién no fumaba? Claro que aunque tenía esperanza en el futuro, la realidad era que se había arruinado durante la guerra dejando un reguero de deudas.
Tenía que casar bien a Catalina. Su hija ya no era una niña y no le gustaba verla desocupada. En cuanto acabara el verano tendría que buscarle algo que hacer porque las clases de piano con su tía Petra no eran suficientes para entretenerla. Su esposa le insistía en que había que convertir a Catalina en una mujer instruida, pero a él le parecía una excentricidad. ¿Para qué quería un hombre una sabionda? Que las mujeres fueran instruidas era una idea de los republicanos. Gracias a Dios las cosas habían vuelto a su orden natural. Lo importante era que Catalina se casara con alguien con dinero que la pudiera mantener con desahogo.
Antoñito era una buena opción. El hijo del tendero era un buen partido. Don Antonio rezumaba prosperidad. Se había dedicado después de la guerra al estraperlo y había ganado dinero y ahora ganaba aún más. Aquel hombre comerciaba con todo, pero lo más importante era que estaba bien relacionado con algunos ministerios gracias a su hermano, Prudencio, que había sido asistente de un coronel. Antonio, el tendero, el falangista que combatió a los rojos y regresó a Madrid con las tropas nacionales, se había convertido en don Antonio, y su hijo mayor, Antoñito, en un buen partido. No es que fuera muy agraciado, pero tampoco era feo, en realidad feas eran sus dos hermanas, Paquita y Mariví, unas niñas sin ninguna gracia. También podría casarla con Pablo Gómez, el hijo de don Pedro, el funcionario de Hacienda que vivía en el quinto.
Don Ernesto levantó la mirada de los papeles que tenía delante. El banco acababa de denegarle un préstamo.
Oyó la risa de su hija y la imaginó parloteando con su esposa. Benditas ellas que de nada tenían que preocuparse.
Tocó la campanilla y acudió la criada.
—Dígales a mi esposa y a mi hija que vengan al despacho —ordenó sin mirarla.
Dos minutos más tarde, doña Asunción y Catalina asomaban la cabeza por la puerta que daba al despacho.
—¿Qué quieres, Ernesto? —preguntó su mujer.
—Deciros que don Antonio quiere organizar un almuerzo campestre dentro de unos días. Te lo aviso con tiempo, Asunción.
—Por mí no hay inconveniente, aunque te aseguro que me cuesta relacionarme con esa gente, son tan… En fin, no está bien decirlo, pero se les nota de dónde vienen.
—¿No eres tú la que dice que lo importante es que las personas sean buenas? Pues ya está. Don Antonio no viene de buena familia, pero el hombre está demostrando tener un gran talento para los negocios. Ya ves, se ha hecho rico durante la guerra y cada día que pasa lo es más.
»Se codea con gente principal, de manera que no sé por qué no vamos a tratarle nosotros.
—Pero, Ernesto, si tú antes ni siquiera le habrías saludado. Creo que antes de la guerra no habías entrado en su tienda de ultramarinos.
—¿Y a qué debía yo entrar? ¿La casa no es cosa tuya? Mira, Asunción, no le busques tres pies al gato; las cosas han cambiado, hay una nueva clase social, la de hombres con talento capaces de salir adelante.
—Don Antonio es un ordinario —insistió la mujer.
—Bueno, es lógico, él no ha recibido mucha educación, pero es un hombre cabal y ha estado con quien hay que estar, no como esos desgraciados de los republicanos, por no hablar de toda esa chusma de comunistas y anarquistas. Siempre le tendremos que agradecer a Franco que nos haya librado de ellos.
—Querido, si tú eras monárquico —le recordó doña Asunción.
—Por eso estoy con Franco, porque nos ha devuelto el orden y ya verás que con el tiempo reinstaurará la monarquía.
—¡Uy!, no sé yo, a los hombres no os gusta ceder el mando y no me imagino a Franco, después de haber ganado la guerra, entregándole el país a un rey —dijo Asunción.
—¡Qué sabrás tú! Bueno, sólo quería deciros que cuando nos convoque iremos a esa comida campestre. Será una buena ocasión para que Antoñito y Catalina hablen.
—¿Y de qué tenemos que hablar, padre? —preguntó Catalina contrariada.
—Los dos sois jóvenes y tenéis un gran porvenir por delante, es bueno que os vayáis conociendo —respondió don Ernesto.
—Pero si ya nos conocemos y te recuerdo, padre, que cuando era niña no me dejabas jugar con Antoñito ni con sus hermanas. Decías que no podía tener como amigas a las hijas del tendero porque no estaban a nuestra altura. —Catalina sabía cómo irritar a su padre.
—¡Qué tonterías dices, niña! Además, las circunstancias han cambiado. Don Antonio es un hombre de negocios y su hermano mayor, Prudencio, es un valiente soldado que se codea con los generales. Catalina, deberías saber que la nobleza se adquiere a través de actos nobles de servicio al rey y a la patria.
—Papá, si todo el mundo sabe que el hermano de don Antonio estaba en Intendencia y que se ha dedicado a robar cuanto ha podido.
—¡Catalina! —Don Ernesto miró furioso a su hija.
—¿Y don Antonio ha prestado algún servicio al rey y a la patria? No lo sabía, padre; creía que era sólo un estraperlista que lo único que le importa es enriquecerse. En cuanto a Antoñito, sé que te gustaría que él y yo… pero no va a ser así, me da asco. Antes que ser su novia me meto a monja… —continuó Catalina, haciendo caso omiso al enfado de su padre.
—¿Así es como educas a esta niña? ¡Jamás me habría atrevido yo a hablar así a mi padre! Los hijos no tienen opinión, sólo deben obedecer a sus mayores, que son quienes saben lo que les conviene. No me vuelvas a decir que prefieres ser monja porque seré yo quien te lleve personalmente al convento de mi hermana en Aragón. Ya verás como la tía Adoración te mete en vereda.
—Pero ¡a qué discutir! Claro que iremos a ese almuerzo campestre, Ernesto, y la niña hablará con Antoñito y… bueno, Dios dirá si tiene planes para ellos —los interrumpió doña Asunción, temiendo la deriva de la conversación.
—¡Ah, y no te quiero volver a ver con Fernando! Ese chico lo único que nos puede traer son problemas. Su padre está en la cárcel por rojo. No quiero tener nada que ver con esa gente —afirmó don Ernesto enfadado.
—Pero, Ernesto, los Garzo son buenas personas, el padre de Isabel era veterinario en la sierra de Madrid. En cuanto a don Lorenzo, pobrecillo, era el director de Editorial Clásica, un buen editor que estoy segura de que no ha hecho nada. Tú mismo tienes muchos de los libros editados por él. Seguro que saldrá de la cárcel —dijo doña Asunción, temiendo que sus palabras contribuyeran a enfadar aún más a su esposo.
—¡Que no ha hecho nada! ¡Esto sí que es bueno! Resulta que combatir con las tropas rojas es no haber hecho nada.
—Bueno, es que es republicano o era republicano, como tanta gente, y no creo que haya que matar a todos los republicanos porque eso supondría matar a medio país. Además, hasta que la guerra no empezó, ser republicano no era nada malo —insistió su esposa.
—¡Habrase visto! ¡Que tenga que escuchar esto en mi propia casa! Pero ¡qué educación estás dando a nuestra hija! Si hablas así, creerá que ser republicano es algo sin importancia. ¡A punto han estado de destruir España entregándosela a los bolcheviques!
—Ernesto, cálmate; anda, te mandaré una taza de café con unos picatostes. El médico dijo que tienes que comer bien. Catalina, ve a preparar la bandeja y tráele una taza de café a tu padre.
Catalina salió del despacho de su padre murmurando. Siempre había sido una hija obediente, pero no pensaba tontear con Antoñito. Sentía repugnancia sólo de pensar en él. Aún recordaba el día del cumpleaños de Antoñito en la Pradera de San Isidro. Bueno, en realidad no lo recordaba bien, sólo que Antoñito se apretaba a ella durante el baile, lo mismo que Pablo Gómez. Esos dos le daban asco. No se acordaba de más, pero sólo de pensar en esto se le revolvía el estómago. Menos mal que Marvin estaba allí. Cada vez que pensaba en el americano sentía una sacudida en todo el cuerpo. Estaba enamorada de él y su padre tendría que aceptarle. Marvin era educado, seguro que su familia estaba a la altura de los Vilamar, aunque si no fuera así tanto le daba. Era su novio o eso creía ella. En cuanto a Fernando, tampoco estaba dispuesta a renunciar a su amistad, dijera lo que dijera su padre. Catalina se paró en seco en la puerta de la cocina. Se daba cuenta de que por primera vez en su vida estaba más que dispuesta a desobedecer a su padre sin que le importaran las consecuencias.
Mientras tanto, doña Asunción intentaba calmar los ánimos de su marido. Don Ernesto no gozaba de buena salud y los médicos insistían en que no debía llevarse disgustos.
Para doña Asunción su matrimonio no había sido satisfactorio, pero eso no se lo decía ni a ella misma y se santiguaba sólo de pensarlo. Lo cierto es que no había sido fácil vivir con un hombre de salud delicada, muy dado a la melancolía, de carácter huraño. Ella había tenido que atemperar su alegría y sus ganas de vivir para no despertar suspicacias en su marido, al que le irritaba sobremanera verla reír. Aun así, había sido un buen esposo, nunca le había faltado de nada; tampoco se había quejado ni mostrado disgusto por no haber tenido más hijos. Se había conformado con Catalina, a la que indudablemente quería.
Don Ernesto carraspeó para llamar la atención de su esposa.
—Verás, Asunción, el noviazgo de la niña con Antoñito nos es muy conveniente.
Ella le miró expectante sin atreverse a preguntar. Sabía que a su marido le irritaban las preguntas.
—Hay que ser realistas y no darle vueltas a la conveniencia del nuevo Régimen. ¿O acaso preferirías que continuáramos gobernados por las izquierdas? Franco es un hombre cabal y sabe que los españoles necesitan que les aprieten las clavijas. Ya verás como España va a prosperar.
—Pero no entiendo por qué crees que es importante que Catalina y Antoñito…
—Pues porque don Antonio pertenece a la nueva clase social que va a gobernarnos. Podemos casar a la niña con alguien de nuestro estatus, pero ya sabes que muchos de nuestros amigos se han quedado sin nada y ya sólo conservan las apariencias. Con Antoñito no le faltará de nada. Ella sabrá mejorarle.
—Si tú lo dices, Ernesto…
—Pues sí, lo digo, Asunción, de manera que nada de permitir que nuestra Catalina tenga pájaros en la cabeza. La niña ya es toda una mujer y su obligación es aceptar lo que nosotros decidamos. ¡Faltaría más!
—Claro, claro, Ernesto —asintió doña Asunción sin convencimiento.
—¡Ah! Y aunque haya terminado la guerra, debemos seguir siendo prudentes a la hora de gastar. La semana próxima iré a ver a mi hermano a Huesca. He de pedirle un préstamo.
—¿Un préstamo? Pero ¿por qué…?
—¡Por Dios, Asunción, no seas tan simple! Tenemos gastos y obligaciones.
—Sí, Ernesto, tienes razón.
Catalina empujó la puerta del despacho con el pie y entró llevando una bandeja con una taza de café y unos cuantos picatostes. A su padre se le iluminó la mirada e hizo un gesto a madre e hija para que le dejaran. Prefería degustar los picatostes sin que nadie le mirara.
Lo que don Ernesto no le contaba a su esposa era que andaban escasos de liquidez, en realidad tan escasos que no tenían un duro, y que don Antonio, amén de dedicarse al estraperlo, era prestamista, y como el banco le denegaba el crédito, había tenido que acudir al tendero y ya llevaba una buena suma de dinero prestado. Si su hermano mayor no le dejaba una cantidad elevada, se vería en una situación muy comprometida.
A la misma hora, Marvin se hallaba ensimismado mirando la pared del exiguo cuarto que ocupaba en la buhardilla de Eulogio.
En realidad no debía haberse quedado a vivir allí. No tenía necesidad de sufrir las penurias de Eulogio y su madre. Él disponía de suficiente dinero para haber alquilado un cuarto en algún otro lugar, incluso podía haberse instalado en algún hotel o en una pensión. Pero había tenido miedo de regresar. No había combatido con la Brigada Lincoln, pero había estado en España viendo cómo luchaban sus compatriotas y su manera de contribuir a la causa de la República fue actuar como traductor. Quizá Franco y los sublevados tuvieran constancia de qué extranjeros habían estado de su lado y quiénes no. ¿Y si le detenían? No se engañaba respecto a su valentía, en realidad sabía que era un cobarde.
Claro que sus padres eran demasiado importantes como para que los españoles se atrevieran a detenerle. Tenía varias cartas de recomendación, además de contar con la protección de su embajada. Franco no iba a enfrentarse a los norteamericanos.
Aun así, había sido una estupidez buscar acomodo en casa de Eulogio. Pero quería volver a estar cerca de su amigo, a quien había admirado durante la guerra y además le había salvado la vida. Congeniaron cuando se conocieron en el Frente; a él le había sorprendido no sólo la bonhomía sino también la alegría que siempre mostraba aquel aspirante a pintor. A Marvin le parecía un artista mediocre, pero nunca se lo dijo.
¿Por qué había vuelto? ¿Acaso porque no se perdonaba el no haber combatido? Durante la guerra, pero sobre todo cuando dejó España, no paraba de decirse que no sólo se combate con las armas, que un poema puede hacer tanto por una buena causa como el tirar una granada, disparar un fusil o atacar las líneas enemigas. Pero no lograba convencerse a sí mismo y eso le había provocado una crisis de ansiedad. Desde que se marchó de España no había vuelto a escribir nada que mereciera la pena.
Su familia, en Nueva York, le insistía para que regresara a casa. Su padre andaba metido en el negocio del acero y para él había sido una decepción que su hijo mayor hubiera salido poeta. Menos mal que Tommy, su hermano menor, estaba allí para cumplir con el sueño de su padre de que los negocios de la familia se quedaran en la familia. A él le enviaban todos los meses una asignación que le permitía vivir con desahogo. Su madre, que tenía alma de artista, no habría permitido lo contrario y, al fin y al cabo, era ella quien había heredado la acería que ahora dirigía su marido.
—¿Quieres un poco de café? —le ofreció Piedad, la madre de Eulogio, asomando la cabeza en el cuarto de Marvin, que parecía ensimismado en la lectura.
—¿Café de verdad? —preguntó con asombro.
—Sí, Eulogio le ha quitado un puñado a don Antonio. Al parecer, ayer llegaron al almacén unos cuantos kilos y ya sabes cómo es mi hijo… Bueno, además don Antonio apenas le paga… —La mujer intentaba justificar los pequeños hurtos de Eulogio.
—Me vendría muy bien una taza de café —respondió Marvin sonriendo.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó ella.
—Un libro que me ha prestado Eulogio que creo que editó el padre de Fernando. Las Rimas sacras de Lope de Vega… «Si de la muerte rigurosa y fiera, / principios son la sequedad y el frío, / mi duro corazón, el hielo mío / indicios eran que temer pudiera…» —leyó Marvin en voz alta.
Piedad sonrió. Y él pensó que le caía bien aquella mujer. Era muy guapa, pero ella parecía no darse cuenta. Había perdido al marido en el Frente y casi pierde a su hijo, al que un día vio regresar sin apenas poder caminar. Él le debía la vida a Eulogio, porque fue quien se lo cargó al hombro cuando le hirieron, quien corrió con él mientras disparaban a su alrededor, quien conminó a un médico para que dejara de atender a los otros heridos y le operara a él allí mismo. Pero salvarle a Eulogio le costó quedarse cojo, y esas graves heridas le mantuvieron lejos del Frente los dos últimos años de la guerra.
Piedad nunca se quejaba. Aceptaba su destino sin echar la culpa a nadie. Las cosas eran como eran, solía repetir cuando Marvin y Eulogio se lamentaban del triunfo de los franquistas.
Jesús Jiménez, el padre de Eulogio, había sido corrector en un periódico de Madrid, además de traductor de francés. Precisamente, hacía horas extras como traductor en la misma editorial que dirigía Lorenzo Garzo, el padre de Fernando.
Era un buen hombre, tímido y apocado, así le describía Piedad, quien añadía que aunque su marido tenía un carácter apacible, no había eludido su compromiso con la República y había ido a defenderla en el Frente de batalla, donde perdió la vida.
Antes de la guerra, la familia vivía con ciertas comodidades. En cuanto a la vocación de Eulogio, la tenía desde niño. Pasaba horas sentado ante un papel dibujando. Su sueño era convertirse en un gran pintor, y su padre y su madre habían avivado ese sueño procurándole los medios para hacerlo en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Marvin observaba con curiosidad las diferentes familias que habían confluido en aquel edificio de la calle de la Encarnación. Eran todas familias pequeñoburguesas. Bueno, habían sido pequeñoburguesas porque ahora la mayoría luchaba por su supervivencia.
Repasó la lista de los vecinos: los Garzo, que vivían en el primero; los Jiménez, en el segundo izquierda hasta que se mudaron a una de las buhardillas; los García, del quinto, cuyo cabeza de familia era abogado… También estaban los Gómez, cuyo único hijo, Pablo, competía en todo con Antoñito. En el edificio contiguo, una casa más señorial, vivían los Vilamar. Para disgusto de don Ernesto, su hija Catalina se trataba con los jóvenes de su edad que vivían en la misma calle. Doña Asunción, su madre, era una buena mujer siempre dispuesta a echar una mano a quien lo necesitara.
Piedad entró con una taza de café y la colocó sobre la mesita en la que resaltaban unas cuantas hojas en blanco.
—¿No te inspiras? —le preguntó a Marvin.
A él le incomodó una pregunta tan directa y frunció el ceño, aunque sabía que no había mala intención en las palabras de la mujer.
—A lo mejor el café me ayuda —respondió.
—Este país está muerto, Marvin, ¿es que no lo ves? Uno no se puede inspirar en los muertos. Aquí no vas a encontrar la inspiración. Necesitas distanciarte y… bueno, no quiero meterme en donde no debo, pero creo que debes perdonarte. No tienes nada que reprocharte. Te he oído hablar con Eulogio y sé que no te deja dormir el no haberte quedado toda la guerra. ¿Por qué deberías haberlo hecho? Te hirieron y además no era tu lucha, Marvin, ni siquiera era la de la mayoría de nosotros.
Le sorprendió la profundidad del comentario de la mujer. La tenía por una simple ama de casa más preocupada por la subsistencia que por los males del alma.
—Tengo muchas ideas, pero cuando intento escribirlas no puedo hacerlo; en ocasiones, simplemente se desvanecen.
—¿Y qué ideas son esas que quieres convertir en poemas?
—La lucha por la libertad, porque es el mayor bien que puede tener un ser humano, la derrota, el miedo, la desesperación…
La madre de Eulogio escuchaba con interés. La mujer se había sentado frente a él y le miraba de tal manera que Marvin creyó que podía leer dentro de su cabeza.
—Buenas y preciosas ideas, Marvin, ya te saldrá algo. Pero tú no has vuelto a España a encontrar inspiración sino a resolver un problema contigo mismo. Buscas la respuesta de por qué te fuiste y, si me apuras, en realidad buscas el perdón.
—No exactamente —replicó Marvin, asombrado por la perspicacia de la mujer.
—Yo diría que sí. Por lo que sé, estuviste unos cuantos meses, hiciste de traductor para un par de periodistas norteamericanos, te hirieron y te marchaste. Nada diferente de lo que hicieron otros.
—Me conformé con hacer de traductor. No quise luchar —confesó él, bajando la mirada.
—¿Y qué motivos tenías para lo contrario? No viniste a matar a nadie. Y aun así estuviste en el Frente, donde conociste a Eulogio…
—Él era amigo de Pepe, un anarquista que también solía hacer de traductor para algunos periodistas. Eulogio y yo coincidimos en primera línea y allí fue donde me hirieron… Pero peor fue lo de él, porque por salvarme a mí…
—Sí, está cojo, pero vivo, lo mismo que tú. La herida de la pierna le impidió volver a combatir. No diré que no lamento que mi hijo se haya quedado cojo, pero le prefiero así a tener que estar llorando a un muerto.
—Lo entiendo —alcanzó a decir Marvin, que en realidad no comprendía a la mujer.
—No sé si me entiendes, pero da lo mismo; yo sí que te entiendo a ti. Vete, Marvin, aquí no encontrarás la respuesta para ahuyentar a los fantasmas que te acechan por la noche cuando gritas ante su presencia.
—¿Grito? Lo siento, no quiero molestar… —respondió incómodo.
—No molestas, en realidad me das pena —afirmó la mujer sin pensar si eso podía humillarle.
—Me iré pronto —aseguró él.
—Por mí puedes quedarte el tiempo que quieras; pero no creo que aquí vayas a solucionar tus problemas. Ya te lo he dicho.
—Yo les agradezco que me hayan aceptado… Quería estar con gente de confianza.
—¿Confianza? Sí, has tenido suerte. Mi hijo es un pedazo de pan. Pero en estos tiempos hay que tener cuidado, hay denuncias todos los días, gente a la que se llevan porque alguien la acusa de ser rojos.
—Pero ustedes…
—Sí, mi marido lo era y mi hijo lo es, por eso he tenido que hacer lo que… Bueno, todos tenemos nuestros secretos.
Marvin bajó la cabeza. No es que lo supiera a ciencia cierta, pero había oído algunos comentarios de algunos maledicentes que aseguraban que la mujer se acostaba con don Antonio, y que gracias a eso el estraperlista había dado trabajo a Eulogio y mantenía a los falangistas a raya para que no le molestaran ni a él ni a su madre.
Alzó la cabeza y la examinó. Ella parecía estar perdida en sus pensamientos. En realidad comprendía que don Antonio se hubiera encaprichado de ella. De estatura mediana, delgada, cabello castaño oscuro rizado y un cutis transparente como si fuera de porcelana. Los ojos claros reflejaban tozudez, pero sobre todo cansancio. Las manos quizá en el pasado fueran suaves, aunque ahora estaban cuarteadas, y las uñas estropeadas. Aun así, desprendía una sensualidad de la que no era consciente. En cuanto a don Antonio, pensó que simplemente disfrutaba metiendo en su cama a una mujer que no era la suya más para poder presumir que por otra cosa.
No la juzgaba. Era una superviviente que se agarraba a la vida no por ella, sino para salvar a su hijo. No es que la hubieran vencido, es que se daba cuenta de que ya no quedaba ninguna batalla que dar, al menos ella.
La mujer le miró y le sonrió, lo que le desconcertó aún más.
—Mi esposo era corrector… trabajaba en un periódico y traducía los clásicos franceses para Editorial Clásica. Pero no creas que era un corrector cualquiera. Vivíamos bien, sin grandes lujos, pero bien. Le quería, sí. Le quería. Sólo tenía ojos para mí, no era de esos hombres que buscaban a otras. —Dijo esto con asco, seguramente pensando en don Antonio, que la había buscado a ella.
—¿Por qué fue a la guerra? —preguntó Marvin incómodo por el cariz tan personal de la conversación.
—Me dijo que no podría mirarse al espejo si no hacía algo. Tenía ideas socialistas y aborrecía a los fascistas. Por eso se fue al Frente y, a pesar de mis protestas, no movió un dedo para impedir que Eulogio también fuera.
—¿Podía haberlo impedido?
—No lo sé, pero ni siquiera lo intentó. Y ya ves, él perdió la vida y mi hijo casi una pierna. Ahora lo único que quiero es que trabaje y salga adelante. No sé si tiene talento como pintor, pero eso ya no importa; aquí nadie necesita artistas, de manera que tendrá que ingeniárselas para buscarse la vida. No me importa que pinte en sus ratos libres, pero sólo cuando no tenga que trabajar.
—Es un buen pintor —afirmó Marvin sin mucha convicción.
—A mí no me gustan mucho sus cuadros, pero yo no entiendo. Lo único que quiero es que haga bien su trabajo y se gane la confianza de don Antonio; si lo hace, no le faltará para comer.
—Pero don Antonio es…
—Un sinvergüenza, una persona que no es de fiar. ¿Crees que no lo sé? Pero necesita gente que sepa callar. De Eulogio no saldrá ni una palabra de más sobre los chanchullos de don Antonio, y su silencio lo pagará bien. Sé que no es decente lo que digo, pero ¿qué podemos hacer? Ahora mismo lo único que nos queda es sobrevivir.
—También se puede sobrevivir sin… bueno, hay muchas maneras de hacerlo…
—¿Ah, sí? Dime una. Dímela. —La mujer le hablaba con dureza.
Marvin guardó silencio. ¿Quién era él para decirle que la dignidad debía estar por encima del hambre? Sabía de gente que apenas podía comer, pero que no por eso vendía su alma o su cuerpo a los vencedores.
—No me juzgues, ¿qué sabes tú?
La mujer parecía haber leído su pensamiento. Sintió una oleada de calor en el rostro. No quería ofenderla. No sólo porque era la madre de su amigo, sino porque, si él mismo se despreciaba, no tenía derecho a despreciar a los demás.
—Yo no juzgo a nadie. Les estoy muy agradecido por dejarme vivir aquí.
—Mi hijo te considera su amigo —afirmó ella, encogiéndose de hombros—. Espero que no le juzgues también a él por trabajar para don Antonio.
—No, no lo hago —acertó a responder.
—No le cuentes a Eulogio nada de lo que hemos hablado. Bien, te dejo trabajar. ¡Ah! Se me olvidaba decirte que esta mañana, cuando estabas abajo en casa de Fernando, vino Catalina. Me dijo que quería hablar contigo.
—¿Catalina?
—Sí, Catalina Vilamar. La chica más guapa del barrio. Estáis todos que bebéis los vientos por ella, pero al parecer le debes de gustar tú porque de lo contrario no se habría atrevido a presentarse aquí.
—No… no, yo no tengo nada que ver con ella. La he visto en unas cuantas ocasiones por el barrio, pero nada más.
—¿Nada más? Bueno, pues yo creo que a ella le interesas, será porque eres un guapo americano. Fernando Garzo está enamorado de esa chiquilla desde que eran niños; Antoñito, el hijo de don Antonio, quiere ennoviarse con ella; Pablo también, y el resto de los chicos del barrio no le quitan los ojos de encima, así que no me creo que tú seas el único al que no le gusta la chica. Reconocerás conmigo que es guapa, un poco delgada quizá, pero ¿quién no está flaco después de la guerra? Hasta los Vilamar, que tenían una buena posición, han tenido problemas.
—Catalina es muy guapa, sí, pero le aseguro que yo… En fin, que no tengo interés en ella. No sé a qué ha venido ni qué puede querer de mí.
—Pues si no lo sabes es que no eres tan listo como pareces. La chica está por ti; el que me da pena es Fernando, el pobre está tan enamorado… Pero bueno, éstas son cosas de jóvenes. Allá vosotros. Eso sí, ten cuidado. Don Ernesto, el padre de Catalina, se pondrá como una fiera si se entera de que su hija y tú…
Marvin respiró con alivio cuando Piedad por fin le dejó solo. La conversación le había inquietado. La mujer le había removido por dentro hasta hacerle aflorar la angustia que intentaba domeñar.
Ella tenía razón, ya no hacía nada allí, y sobre todo no quería involucrarse en las pequeñas historias de la gente. No le importaban nada. Su interés estaba en el drama general que había supuesto la guerra, el triunfo de Franco y las consecuencias que eso tendría en el futuro del país. ¿Qué más le daba que Fernando estuviera enamorado de Catalina?, ¿o que la madre de Eulogio se metiera en la cama de don Antonio, e incluso que su amigo no se diera por enterado? Todo eso era calderilla frente a lo verdaderamente importante. En cuanto a él… no, allí no encontraba la paz, todo lo contrario. La desolación de los perdedores, la arrogancia de los vencedores, la miseria, el hambre, el odio, la resignación… Todo aquello le inspiraba líneas amargas. Los poemas que escribía eran fruto de su propio dolor porque tampoco se había reconciliado consigo mismo por haberse marchado cuando le hirieron pocos meses después de comenzada la guerra.
Sólo él sabía que era un cobarde que se reprochaba que su fuente de inspiración fuera el dolor, el estar rodeado de muertos vivientes que no esperaban nada porque se sabían perdedores. Claro que los ganadores le resultaban ajenos, como si no fueran de este mundo.