14

París

El mes de mayo los recibió en París. Madame y monsieur Dufort los esperaban en el aeropuerto y a Catalina ese gesto la emocionó.

Doriane Dufort, que solía ser reservada, parecía contenta de verla y le aseguró que había cuidado del apartamento en su ausencia «y cuando Fernando nos llamó para decirnos que llegaban hoy, me he permitido hacerles algunas compras para que tuvieran algo de comer en el frigorífico. Espero que no les moleste».

Madame Dufort también había colocado un jarrón con flores sobre la mesa del salón y un sobre marrón, igual al que cada cierto tiempo llegaba con dos cartas en su interior, una de Asunción para Catalina y otra de Isabel para Fernando.

En cuanto se quedaron solos se abrazaron.

—Te debo tanto… —le dijo ella.

Pero Fernando no le permitió hablar. Estaban en casa, juntos, y no necesitaban más. O al menos eso querían creer.

Luego, ya en la soledad de sus cuartos, abrieron sendas cartas.

Mi querido Fernando:

Estoy inquieta por no saber nada de ti. Siento tener que escribirte para darte tan malas noticias. Hace unos días que Piedad y Eulogio murieron. Me gustaría poder estar a tu lado en estos momentos para abrazarte y darte mi consuelo. Sé lo unido que te sentías a Eulogio por una amistad que se cimentó cuando aún erais niños. De la misma manera que sabes de la entrañable amistad que a tu padre y a mí nos unía a Piedad y a su marido, el bueno de Jesús.

Tanto Asunción como yo estamos conmocionadas. No podíamos imaginar que sucedería lo que ha sucedido.

Piedad temía lo que podía ser de Eulogio si ella faltaba algún día y nos había repetido que si en algún momento a ella la aquejaba alguna enfermedad, terminaría con su vida y con la de su hijo. Nosotras le decíamos que si eso ocurría, alguna institución se haría cargo de Eulogio, pero ella no aceptaba esa solución. No quería imaginar a su hijo mal atendido en un asilo.

Hace un par de meses la notamos preocupada. Decía que era por el trabajo, pero la verdad es que se le veía mala cara, tenía ojeras y cada vez estaba más delgada. Me inquietaba verla trabajar a destajo.

No quiso confiarse ni a Asunción ni a mí, sabiendo que intentaríamos disuadirla de lo que finalmente ha hecho.

Los domingos, Asunción y yo solemos ir a misa juntas y después habíamos hecho costumbre de ir a buscar a Piedad y a Eulogio para dar un paseo. Hace unos días, antes de que yo saliera de casa camino de la iglesia, Piedad llamó a la puerta. Estaba muy pálida y le pregunté si se encontraba mal. Me aseguró que estaba como siempre sólo que aquel domingo no saldría a pasear con nosotras. Le insistí en si necesitaba algo y me dijo que no, que simplemente quería pasar el día tranquila con Eulogio y me pidió que no subiera a verla después de la misa. «Quiero descansar», me dijo.

Aunque me dejó preocupada, respeté su petición, como no podía ser menos. El lunes me fui a trabajar temprano y cuando regresé por la tarde subí a su casa, pero no me respondió nadie. Una vecina salió al descansillo y, según ella, de casa de Piedad salía un olor raro. Insistí llamando al timbre. Pensé que a lo mejor estaba entregando alguna prenda, pero no pude dejar de pensar que la vecina tenía razón y olía raro. Un poco más tarde fue la portera la que llamó a casa. Me dijo que olía a gas, que el olor salía de casa de Piedad y que iba a llamar a los bomberos puesto que no abría la puerta.

Llegaron los bomberos y nos ordenaron que no nos acercáramos mientras abrían la puerta, que en realidad tiraron abajo. Los bomberos entraron y abrieron las ventanas y buscaron la causa de la avería. La llave del gas estaba abierta.

Encontraron a Piedad y a Eulogio sentados en el sofá. Parecían dormidos. Eulogio descansaba la cabeza en el hombro de su madre y ella tenía sus brazos echados por los hombros de su hijo. Sé cómo estaban porque entré apenas el aire fresco empezó a limpiar la atmósfera cargada de gas. Los bomberos me gritaron que me fuera, pero no les hice caso, aunque he de decirte que me mareé y tuvieron que asistirme.

Encima de la mesita del salón había una carta remitida a Asunción y otra a mí. No pudimos abrirlas hasta que llegó la policía. En realidad no pudimos leerlas hasta el día siguiente, en que nos convocaron en comisaría.

No había dudas. Piedad se había suicidado y se había llevado a su hijo con ella, tal y como en tantas ocasiones nos había asegurado.

La causa no era otra que le habían detectado un cáncer en el páncreas y el médico le había dicho la verdad: no tenía cura posible y le daba pocos meses de vida.

Ella decidió que antes de que la enfermedad la dejara impedida y, por tanto, que se llevaran a su hijo, debía poner fin a la vida de ambos. Y fue lo que hizo.

No la juzgo, Fernando; sabes que soy católica hasta el tuétano y sé que el suicidio es pecado mortal, pero no la juzgo ni mucho menos la condeno porque sé que el Señor la ha acogido en su seno. El pecado de Piedad no ha sido otro que el de amar a su hijo, el deseo de protegerle, de no dejarle desamparado. Estoy segura de que Dios la ha perdonado y que ahora tiene a Piedad y a Eulogio a su lado.

Sé el dolor que te estará produciendo esta carta y daría cualquier cosa por servirte de consuelo, aunque te confieso que desde ese día apenas puedo dormir por la noche.

Aunque Eulogio y Catalina nunca se llevaron bien, ella es una buena persona y lo sentirá también.

Como os tenéis el uno al otro, ayudaos en estos momentos tan tristes.

Hijo, no me atrevo a hacerte ningún reproche, pero ¿no sería posible acabar con esta farsa? Piedad estaba segura de que Catalina y tú vivís en ese domicilio de París adonde os enviamos las cartas. Por favor, Fernando, para mí sería un motivo de tranquilidad saber dónde estás aunque no quieras que vaya a visitarte.

Hijo, te mando todo mi cariño.

Sueña con abrazarte,

TU MADRE

Fernando lloraba con amargura cuando a través de las lágrimas alcanzó a ver a Catalina dibujada en el umbral de la puerta de su habitación.

No la había oído llamar ni tampoco entrar. Ella se sentó a su lado y le abrazó. No era capaz de escuchar sus palabras de consuelo, pero al menos no se sintió solo. Se quedaron abrazados el uno junto al otro.

Aquella noche no fueron ni Roque ni Saturnino Pérez quienes se adueñaron de las pesadillas de Fernando, sino el rostro de Eulogio, que se hizo presente.

Lo vio con la mirada perdida, inerte, pero de repente parecía moverse, mirarle de frente y sonreír. Gritó. Gritó con todas sus fuerzas mientras Catalina intentaba que regresara del sueño.

—¿Le has visto? —le preguntó.

—Sí… le he visto, estaba ahí… Primero parecía muerto, pero luego… luego me ha sonreído.

—Era tu amigo, Fernando, no debes temerle.

—No le temo…

—Todos tememos a los muertos. Pero Eulogio no te hará ningún mal sino que… estoy segura que, lo mismo que tu padre, te protegerá desde el cielo.

Fernando no pudo dejar de sorprenderse ante la candidez que conservaba Catalina. A pesar de las hebras blancas que clareaban su cabello no había perdido la ingenuidad de cuando era una niña. No había dejado de creer.

Una vez más la rutina volvió a instalarse en sus vidas. Se comprendían sin necesidad de palabras. Pero le atormentaba saber que Marvin había empujado a Catalina y la había dejado tirada en el suelo, desamparada. A sus ojos, eso le convertía en un canalla. Además, le costaba superar la muerte de Eulogio. A veces no podía evitar reprochar a Piedad que hubiese acabado con su vida, pero era Catalina la que le calmaba preguntándole qué otra opción tenía. Él se revolvía diciéndole que sus convicciones católicas dejaban mucho que desear. Pero ella no se ofendía.

Lo que sí sentía era que estaban más unidos que nunca, sobre todo porque desde la muerte de Eulogio habían tomado conciencia de la fragilidad de la vida.

Por su parte, Sara seguía confiando en Fernando, tanto que no se decidía a contratar poemarios sin conocer su opinión. Durante su ausencia, el profesor Fortier había recomendado a otra de sus alumnas que consideraba un prodigio de talento. Pero Sara le había dicho que aguardarían al regreso de Fernando. También tenía pendiente responder a un periodista que, a través de un conocido, les había enviado un poemario.

Pero para sorpresa de Fernando, unos meses después de su regreso Sara le llamó para confiarle que la salud de Benjamin se había resentido.

—Está muy enfermo. Me había ocultado que padece cáncer de hígado. El médico es pesimista, de manera que…

—Lo siento —acertó a decir.

—Sé que nunca has simpatizado demasiado con mi marido —respondió Sara, mirándole fijamente.

Fernando no dijo nada porque no quería mentirle. Era inútil intentarlo. Aún no entendía por qué Sara siempre le había protegido y confiado en él, y por eso tenía una deuda de gratitud, pero Benjamin… El paso de los años no le había hecho cambiar de opinión y le tenía por un manipulador, un hombre sin demasiados escrúpulos al que no le importaba la suerte de los demás mientras él pudiera salvaguardar sus intereses.

—No le has comprendido… No, no has sido capaz de comprender lo que él hacía, y su empeño ha salvado muchas vidas —afirmó ella.

—Y para salvar esas vidas ha sacrificado otras —se atrevió a murmurar Fernando.

—Vidas despreciables. —El tono de voz de Sara se había endurecido.

—¿Y quién decide qué vida merece ser vivida y cuál no? —Fernando sentía una agitación interior que le provocaba taquicardia.

—Convendrás que si alguien hubiera matado a Hitler se habrían evitado muchas muertes de inocentes, de manera que yo creo que su vida, la de Hitler, era una vida que merecía ser arrancada de cuajo. Mi marido nunca contribuyó a que un justo perdiera la vida, sino que procuró salvar aquellas vidas que merecían ser vividas. Además… bueno, tú mismo decidiste cuando eras muy joven arrebatar la vida a dos hombres que te habían robado lo que para ti era más preciado: la vida de tu padre. Decidiste que aquellos hombres no merecían vivir. ¿Crees que eres mejor que Benjamin?

Los rostros de Roque y Saturnino se hicieron presentes y se frotó los ojos intentando que se esfumaran. Sara esperaba en silencio su respuesta.

—No voy a discutir con usted. Comprendo el dolor que siente por la enfermedad de Benjamin y créame que yo no le deseo ningún mal.

—No, no debes deseárselo porque él siempre te ha protegido y se ha portado bien contigo. ¿Crees que si se hubiera opuesto yo te habría dado la responsabilidad de la Casa Rosent? No, no lo habría hecho. Conté siempre con su aprobación. Confiaba en mi decisión pero también en tus cualidades. En fin… me marcho mañana a primera hora a Londres. No sé cuánto tiempo vivirá Benjamin, pero no quiero perderme ni un segundo de lo que le quede de vida.

—Lo comprendo.

—¡Ah!, Zahra está en Londres.

Fernando no respondió. Sintió que se le revolvía el alma, si eso era posible.

—Sois dos estúpidos. Habéis renunciado el uno al otro por nada —afirmó irritada.

Pero él se había instalado en el silencio. No hablaría de Zahra ni siquiera con Sara.

En realidad, el silencio se convirtió en su compañero de vida. Catalina y él también habían renunciado a hablar sobre la ausencia de Adela. Tampoco dejaban aflorar la agitación que sentían cuando monsieur Dufort les entregaba aquellos sobres de color marrón en los que siempre encontraban cartas de sus madres. Incluso Catalina había dejado de preguntarle por Marvin y él tampoco se refería a Zahra.

La vida no era otra cosa que levantarse por la mañana y comentar las noticias que escuchaban en la radio mientras tomaban deprisa una taza de café.

La vida no era otra cosa que las clases de música que Catalina continuaba dando en aquella escuela de barrio y los poemarios que él editaba sin que le produjeran ninguna emoción.

La vida no era otra cosa que aquellas conversaciones forzadas con algún cliente erudito que iba a la librería Rosent no sólo a comprar libros sino a distraerse charlando con el librero.

La vida no era otra cosa que levantarse un poco más tarde los domingos, pasear por la ciudad e ir al cine por la tarde.

En realidad parecían haber renunciado a vivir salvo cuando, en ocasiones puntuales, algún acontecimiento les obligaba a mirar de frente a la vida.

La muerte de Benjamin fue uno de esos acontecimientos. Murió el 1 de diciembre de 1974. Sara le llamó para decírselo. Catalina le aconsejó que fuera a Londres para el entierro, pero Fernando no lo consideró necesario. Sabía que estaría Zahra, y si de algo estaba seguro era de que no quería verla.

Sara no se lo reprochó. En realidad no esperaba que fuera. Pero la muerte de su esposo supuso que decidiera que su sitio estaba en París. No tenían hijos y por tanto ella se seguiría ocupando de Wilson&Wilson, aunque buscó quien se encargara del día a día, acordando que ella viajaría todos los meses a Londres para que le rindieran cuentas y hacer un seguimiento de la marcha del negocio. También había tenido que cerrar la sucursal de Alejandría porque no había sido capaz de encontrar una persona de confianza tras el fallecimiento de Athanasios Vryzas.

Fernando se había acostumbrado a no depender de ningún jefe y temió que la presencia continua de Sara pusiera en peligro la que hasta aquel momento había resultado una relación laboral satisfactoria para ambos.

Pero Sara apenas hacía nada para que se notara que era ella quien tenía la última palabra. Lo único que acordaron fue que Fernando dejaría de ser el editor de Marvin. Él no le preguntó si la decisión la había tomado ella a petición de Marvin y ella no se lo dijo. Para Fernando fue un alivio; para Sara, un motivo de orgullo.

En marzo de 1975, Marvin envió a Sara su nuevo manuscrito: Cuaderno de Tierra Santa.

—Será otro éxito —auguró ella.

—Todos sus poemarios lo son —admitió él.

—Quiero tenerlo editado cuanto antes, quizá para después del verano. Tanto la versión francesa como la inglesa. Haremos una presentación en Nueva York y otra en Boston, también en París, y… espero que no te moleste lo que te voy a decir, pero quiero que hagas lo imposible por que Catalina no se entrometa. Te lo pedí en otras ocasiones y siempre respondiste que no querías inmiscuirte… pero en esta ocasión… Farida está enferma y no me gustaría que tuviera que soportar una de esas escenas de Catalina.

—No sabía que Farida estaba enferma…

—No tenías por qué saberlo. Es un poco mayor que yo, ¿sabes cuántos años tengo?

Él la miró y fue como si la viera por primera vez. Cuando la conoció en Alejandría, Sara debía de rondar los cuarenta años; en cuanto a Farida, siempre le había parecido una mujer sin edad.

—Ya he sobrepasado los setenta, Fernando, y Farida tiene algunos más. No nos queda mucho por delante.

—No parece que tenga setenta años…

—¡Claro que lo parece! Tendrías que estar ciego para no ver cuántas arrugas tengo o que mis movimientos son mucho más lentos. Así que imagínate Farida. Y tiene cáncer, lo mismo que Benjamin. Ella en el pecho. La han operado y los médicos son optimistas, pero el cáncer… uno nunca se puede fiar. Pero no es sólo Farida quien me preocupa. Marvin está peor que ella.

—¿Marvin?

—Sí, tiene párkinson. Le tiemblan las manos y además hace un mes tuvo un infarto. No ha sido el primero, hace unos años sufrió otro… ¿Recuerdas cuando Catalina le encontró en Sorrento? No sólo estaba allí para escribir su cuaderno sobre la mafia… necesitaba recuperarse de un ataque al corazón.

—No sabía nada…

—No, claro, es algo que Farida y él han mantenido en absoluto secreto, sólo lo compartieron con Benjamin, con Zahra y conmigo. En cuanto a Zahra… Bueno, ella tampoco está bien de salud.

Le afectó. Sí, le afectó saber que Marvin y Farida estaban enfermos. De repente las personas de su alrededor enfermaban y se morían. Durante la Guerra Civil había dado por descontado que la gente tenía que morir; sin embargo, cuando mataron a su padre se rebeló. Después Benjamin Wilson y Zahra le colocaron en situaciones donde él mismo tuvo que matar. Los muertos le seguían visitando, pero sintió que había una diferencia entre quienes morían por enfermedad y quienes perdían la vida por un acto de violencia.

Primero había sido don Ernesto, el padre de Catalina, luego Piedad y Eulogio, más tarde Benjamin Wilson, y ahora Sara le anunciaba que Marvin y Farida luchaban por sus vidas contra la enfermedad. Y Zahra. Sara acababa de decir que Zahra estaba enferma.

—¿No me vas a preguntar qué le sucede a Zahra?

—Sí… claro… iba a hacerlo.

—El corazón. Ha sufrido dos anginas de pecho.

—¿Dónde está? —preguntó bajando la voz.

—En Alejandría.

—Pero allí… Bueno, allí está sola, su abuela murió.

—Sí, está sola. La he intentado convencer de que se instale en París, pero se niega. Nunca dejará su ciudad. Es lo único que la hace sentir que tiene identidad.

—No voy a ocultar a Catalina que Marvin vendrá a París; aunque quisiera hacerlo, ella se enteraría. Los periódicos se harán eco.

—No te he pedido que se lo ocultes, sólo que… también por su bien debería aceptar que siempre tuvo perdida la batalla de Marvin.

—Catalina nunca se rendirá —aseguro él—, pero intentaré convencerla para que no se haga más daño a sí misma. Lo sucedido en Israel fue terrible para ella.

Sara pareció conformarse con la respuesta y de esa manera pudieron seguir trabajando como si no pudiera suceder nada que alterara la aparente armonía que imperaba en la editorial Rosent.

«Franco ha muerto.» A Catalina se le cayó la taza de café. Fernando estaba en la ducha, pero salió envuelto en una toalla al escuchar su grito.

—Pero ¡qué te pasa! ¡Me has asustado!

—Se ha muerto… ¡Se ha muerto, Dios mío!

«Francisco Franco ha muerto a primera hora de la mañana. Las calles de Madrid a esta hora están tranquilas…»

La voz del locutor continuaba informando de lo sucedido. Fernando se quedó quieto intentando asimilar lo que estaban escuchando. Catalina se retorcía las manos nerviosa y él empezó a oír los latidos de su propio corazón. Durante unos segundos pensó que no era posible lo que estaban diciendo por la radio. Desde hacía días informaban de la enfermedad de Franco, pero aun así no esperaba el anuncio de su muerte.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Catalina alterada.

—Nada, ¿qué podríamos hacer?

—¡Pero está muerto, Fernando! Ahora podrás regresar a España.

—Que haya muerto no significa que el Régimen vaya a desaparecer. Además… Catalina, yo ya no tengo vida en España. Renuncié a ella el día en que…

—El día en que disparaste a Roque y a Saturnino Pérez… pero de eso hace casi treinta y cinco años… y nadie te ha buscado, nadie te ha culpado de esas muertes… y ahora, Fernando, ¡Franco ha muerto! Todo va a cambiar, ya lo verás. Volverá a ser como antes de la guerra.

El timbre del teléfono los sobresaltó. Fernando seguía con la toalla en torno a la cintura, pero se apresuró a cogerlo. La voz de Adela sonaba nerviosa.

La escuchó durante un rato y luego le pasó el auricular a Catalina.

—Es Adela.

Catalina sintió que le temblaba el alma. Hacía más de un año que no hablaba con su hija, y la última conversación había sido escueta, una llamada de rutina.

—Pero… ¡qué dices! ¿Por qué no nos lo habías dicho? No, yo tampoco quiero discutir… Creía que sólo escribías de cultura… ¿Mi madre? Es que… No es que no quiera decírtelo, es que… De acuerdo, toma nota: calle de la Encarnación, número seis, tercero izquierda. Ten cuidado, ella… ya es muy mayor… Sí… sí, claro… Por favor, llámanos y dinos si las has visto…

Colgó el teléfono. Parecía noqueada. Fernando se acercó a ella y le cogió la mano.

—Sabes lo que va a hacer… —murmuró Catalina.

—Me lo acaba de decir. Lleva dos días en Madrid. Su periódico la envió allí como refuerzo por la enfermedad de Franco. Es la primera vez que pisa España, así que es lógico que se sienta desbordada.

—Pero quiere ir a casa de mi madre y también conocer a la tuya. Me ha dicho que son sus abuelas, y que necesita conocerlas.

—Y tiene razón. Necesita respuestas. Las que nosotros le hemos dado durante estos años para ella son insuficientes.

—Mi madre… No sé cómo va a reaccionar cuando la vea…

—Yo sí lo sé, Catalina.