9

París

Fernando estaba en la trastienda hablando con Alain Fortier sobre una edición de poemas de otra joven promesa apadrinada por el profesor. Tenía la puerta abierta que comunicaba la parte trasera con la tienda por si entraba algún posible comprador, aunque la mañana había transcurrido tranquila y la tarde no parecía que fuera a ser distinta. No obstante, la puerta de la entrada a la librería se abrió y, para su sorpresa, allí estaba Zahra. Se puso de pie, disculpándose con el profesor Fortier, y salió al encuentro de la bailarina.

Cuando la miró supo lo que quería.

—Ludger Wimmer está en Chile —dijo ella en un susurro.

—¿Estás segura?

—Sí, esta vez la pista es concluyente. —Y abriendo el bolso, le enseñó una foto donde se veía a varios hombres charlando despreocupadamente. El rostro de uno de ellos estaba encerrado en un círculo.

—Y entonces…

—Te comprometiste a acompañarme —le recordó ella.

—¿Cuándo?

—Mañana. Esta tarde, cuando cierres la librería, te vendré a buscar. Podemos cenar juntos y te cuento todos los detalles del viaje.

—De acuerdo —respondió él, evitando que su tono de voz trasluciera resignación.

Dos horas más tarde Zahra regresó. El profesor Fortier se estaba despidiendo de Fernando y no pudo evitar mirar de reojo a aquella mujer a la que había visto en alguna ocasión en compañía de los Wilson. Se saludaron con un seco apretón de manos.

Fernando ya sabía de la llegada de Sara. Ella misma se había presentado en la librería exhortándole a tomarse todo el tiempo que necesitara para acompañar a Zahra. Ninguno de los dos se refirió a lo que se disponía a hacer.

Mientras Zahra le conducía a un pequeño restaurante situado en el Barrio Latino, en la rue de l’Ancienne-Comédie, Fernando pensaba en la personalidad sorprendente de Sara.

Se sintió un tanto cohibido cuando entraron porque inmediatamente pensó en que acaso no llevara dinero suficiente para pagarlo. La recargada decoración transportaba a tiempos pasados.

—¿No conocías este lugar? —le preguntó Zahra, que se dio cuenta de la incomodidad de Fernando.

—No, en realidad nunca vamos a restaurantes. Lo más que nos permitimos es ir a algún café.

—Dicen que Le Procope es el restaurante más antiguo de París… Aquí han comido Rousseau, Voltaire, Diderot… y han conspirado Danton, Marat, Robespierre… Y además, me gusta su sopa de cebolla —afirmó ella con una sonrisa.

Aunque Fernando apenas probó bocado, Zahra sí tenía apetito, así que la cena se alargó. Ella le dio los detalles previstos para el viaje que iban a emprender al día siguiente. Benjamin lo había arreglado todo para que actuara en el cabaret en el que, según la información de la que disponía, había sido visto Ludger Wimmer. El alemán tenía buena relación con el dueño del local, incluso se sospechaba que pudiera ser su socio.

—¿Te preocupa Catalina? —le preguntó Zahra de repente.

—No… Bueno, no sé qué explicación le voy a dar.

—Dile la verdad, que estoy buscando a alguien y te he pedido que me acompañes. Ya sabe que trabajo para Benjamin y que él se dedica a buscar gente. No sería la primera vez que me acompañas por un asunto así. Y no necesita saber más.

—Ya.

—No deberías preocuparte tanto por Catalina. No es una niña indefensa. Aunque te cueste admitirlo, no te necesita tanto como tú crees.

—¡Qué sabrás tú! —protestó él.

—Bueno, lo que sé es que os habéis enredado como una madeja, pero en realidad podríais vivir el uno sin el otro; incluso creo que eso os haría un gran bien porque mientras no os desenredéis, no tendréis vida propia.

Le molestó la sinceridad de Zahra. Se negaba a compartir con nadie, ni siquiera con ella, cuanto tenía relación con Catalina. En realidad, Catalina era lo que le recordaba quién era, de dónde venía y el porqué de la deriva que había tomado su vida.

Zahra observaba la tensión en el rostro de Fernando. Era evidente que luchaba consigo mismo.

—Sabes a lo que voy… y aunque te comprometiste a acompañarme, puedo comprender que te eches atrás.

—Eres tú la que debería echarse atrás.

—No. Sabes que eso no es posible.

—Me sorprende tu actitud respecto a la muerte… Es como si no te pesara quitar la vida.

—Y no me pesa, Fernando, no me pesa haber matado a hombres que merecían ese castigo. ¿Aún te atormenta haber matado a los que asesinaron a tu padre o a aquel agente de la Gestapo que nos persiguió desde Praga?

—Dejémoslo. Iré contigo.

—Tú no tendrás que matar, Fernando, sólo acompañarme.

—Sí, eso es lo que se suponía que tenía que hacer en aquel viaje a Praga, sólo acompañarte, pero terminé matando a un hombre.

—A un asesino, a un asesino de la Gestapo.

—Un hombre, en cualquier caso.

Cuando el camarero les llevó la cuenta de la cena, Zahra no le permitió pagar y Fernando se contrarió. No estaba dispuesto a depender de ella, y tampoco a dejarse invitar a una cena.

—Mira, sé práctico. Vamos a emprender un viaje en el que habrá que gastar mucho dinero. Y no sería justo que tú tuvieras que sacrificarte. Yo correré con todos los gastos. Asume que el viaje ha comenzado esta misma noche, así que permíteme pagar la cuenta del restaurante.

Pero él se negó. No podría pagar los gastos del viaje, pero al menos sí aquella cena en el restaurante más antiguo de París.

Más tarde, cuando le contó a Catalina que al día siguiente viajaría a Chile con Zahra, se dio cuenta de que ella contenía las preguntas. Siempre se había mostrado cauta respecto a Zahra, temiendo decir una palabra de más.

Ella se ofreció a ayudarle a hacer la maleta y él aceptó sólo por el hecho de disponer de más tiempo para hablar.

Fue Adela quien no pudo ocultar la contrariedad que le producía que Fernando se marchara de viaje.

Adela parecía temer que se pudiera quebrar su cotidianidad; ésta se componía de su madre y Fernando, que para ella eran sus padres, y eso le bastaba para ser feliz. De manera que primero le pidió a Fernando que no se marchara de viaje, luego preguntó si no podrían acompañarle ella y su madre, y más tarde le hizo prometer que no tardaría en regresar.