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París, enero de 1945

Habían viajado en barco hasta Marsella y desde allí, primero en tren y después en coche, se dirigieron a París.

Catalina se emocionó cuando el hombre que conducía les dijo que ya estaban en la capital francesa. Adela dormía plácidamente en sus brazos y Fernando, aunque cansado, estaba alerta, como lo había estado durante todo el largo viaje.

Benjamin Wilson había sido diligente en su preparación y no se toparon con inconvenientes que no se pudieran resolver, aunque el viaje no había estado exento de peligro. Las personas de la organización de Wilson que se habían hecho cargo de ellos parecían seguras de cada paso que daban, de manera que pudieron llegar sanos y salvos.

París ya estaba despierta a aquella hora de la mañana y Catalina pegó la nariz al cristal de la ventanilla, ansiosa por conocer la ciudad. No parecía que hubiera sufrido los embates de la guerra. La gente caminaba enfundada en sus abrigos resguardándose de la lluvia fina que formaba una capa que dificultaba la visión.

Su chófer los llevó hasta un edificio situado en la rue de Sèvres, cerca del boulevard Saint-Germain. Iban a ocupar un apartamento abuhardillado propiedad de un matrimonio conocido de Sara y en el que, les aseguró, se podía confiar. Benjamin Wilson había asentido a la afirmación recomendándoles que se pusieran en manos de los Dufort.

Madame y monsieur Dufort vivían en la primera planta y eran propietarios del apartamento en el que se iban a alojar.

Los Dufort los recibieron sin mucho entusiasmo. Se mostraron educados pero distantes. Formaban un matrimonio de cierta edad. Lo poco que Fernando sabía sobre ellos era lo que le había contado Sara: Philippe Dufort había sido el abogado de su padre y Doriane Dufort se dedicaba a las labores de su casa, aunque antaño había sido la secretaria de su marido.

El matrimonio los acompañó hasta el apartamento, que a Catalina le entusiasmó. Era luminoso, puesto que no sólo contaba con claraboyas en el techo sino que además tenía ventanas que daban a la calle. Constaba de dos habitaciones, una pequeña cocina rectangular que se extendía como salón y un baño diminuto. El apartamento estaba limpio y los muebles, aunque se les notaba el paso del tiempo, habían sido encerados. En una habitación había dos camas individuales y decidieron que sería la que utilizarían Catalina y Adela.

Madame Dufort les recomendó que se instalaran y descansaran. En la cocina encontrarían una barra de pan, una jarra de leche, huevos, mantequilla y galletas. Suficiente para saciar el hambre del viaje. Al día siguiente los pondrían al corriente de cómo llevar a cabo las gestiones encomendadas por Sara, que no eran otras que recuperar la librería familiar.

Sara había firmado ante el cónsul francés de Alejandría los permisos pertinentes para que Fernando pudiera reclamar en su nombre la propiedad. También había delegado en él la recuperación de su casa situada en la primera planta del edificio donde se encontraba la librería, comunicadas ambas por una escalera interior.

Adela estaba cansada, y mientras su madre y Fernando deshacían el equipaje se quedó dormida en un sillón.

—Parece que te gusta este lugar —dijo Fernando, viendo la sonrisa que se había dibujado en el rostro de Catalina.

—Sí, claro que me gusta, y sobre todo tendremos cierta intimidad. No quiero parecer desagradecida, porque Ylena ha sido más que una buena amiga con nosotros, pero aquélla no dejaba de ser su casa, mientras que estas paredes son sólo nuestras.

—Bueno, no son nuestras. Los Wilson han alquilado este lugar, hasta que nos organicemos; luego ya veremos qué hacemos.

—Pues a mí no me importaría que nos quedáramos aquí. Cuando nos dijeron que viviríamos en un apartamento abuhardillado me había imaginado un lugar oscuro y destartalado, y sin embargo éste es un sitio encantador. ¿Sabes?, mañana mismo iré a casa de Marvin. Puede que él y Farida hayan regresado a París.

—No te precipites, espera a que monsieur Dufort nos explique cómo debemos reclamar la librería de Sara.

—Pero podemos hacer las dos cosas… no creo que les lleve mucho tiempo decirnos lo que tenemos que hacer y cómo.

No era momento de discutir, de manera que prefirió no contrariarla.

Aún no había amanecido cuando Catalina se despertó al sentir la mano de Adela en su cara. La niña se había levantado y temblaba de frío. La abrazó y la metió con ella en su cama, pidiéndole que durmiera un rato más. Adela no protestó y reconfortada por el calor que emanaba de su madre, volvió a quedarse dormida. Pero Catalina, aunque se sentía cansada, ya no fue capaz de conciliar el sueño. Acarició el cabello de su hija y se dijo que había tenido mucha suerte de que la pequeña fuera tan dócil. Adela nunca protestaba y obedecía sin rechistar. Si sus padres la conocieran se sentirían orgullosos de ella. Por un instante se sintió feliz. París no estaba tan lejos de España y tal vez, cuando terminara la guerra, sus padres podrían ir a visitarla. Pero inmediatamente se reprochó la idea. Si estaba allí era para encontrarse con Marvin, para exigirle que asumiera su responsabilidad y se casara con ella, sólo así podría regresar a España. No, no se rendiría.

Escuchó los pasos de Fernando dirigiéndose al baño y el ruido de la ducha. No más de tres minutos debían estar bajo la ducha, les había advertido madame Dufort alegando que no se podía malgastar el agua. Observó su reloj para ver si Fernando se atenía a esa norma de los Dufort y sonrió cuando pasaron cinco minutos sin que él hubiera salido.

No quería criticar a los Dufort puesto que eran amigos de Sara Rosent, pero le habían parecido demasiado estrictos.

A las diez en punto, monsieur Dufort llamó a la puerta.

Se sentaron alrededor de la mesa que separaba la cocina del resto de la estancia. Monsieur Dufort tosió antes de comenzar a hablar. No fue pródigo en palabras. Examinó los documentos firmados por Sara Rosent y les aseguró que él mismo los acompañaría a la librería situada en Le Marais para ver en qué situación se encontraba y, una vez que lo hubieran hecho, procederían a llevar a cabo lo que fuera conveniente.

—Tengo entendido que el señor Brian encargó a un amigo, el profesor Fortier, que se hiciera cargo de la librería. Veremos si ha cumplido… Durante la ocupación, muchos negocios fueron expropiados a sus legítimos dueños y ahora pertenecen a otras personas; si fuera así, para recuperar los bienes expropiados habrá que litigar.

Monsieur Dufort parecía molesto porque monsieur Rosent, el padre de Sara, hubiera vendido simbólicamente su librería a Marvin Brian, aunque él mismo se hubiera encargado de aquel trámite.

—Esto complica las cosas. Ya le dije a monsieur Rosent que no era necesario… pero él se empeñó; creía que los alemanes no se atreverían a expropiar el local de un judío si éste había pasado a pertenecer a un norteamericano… En fin… por lo que veo, el señor Brian le vendió de nuevo a Sara Rosent la librería, tal y como había acordado con su padre.

—¿Y usted en este tiempo ha ido a comprobar en qué condiciones se encuentra?

—Desde luego que no. Ya no era de mi incumbencia —respondió molesto.

Fernando se preguntó cómo era posible que Sara confiara en un hombre tan estirado.

Se trasladaron hasta Le Marais en el coche de monsieur Dufort. De camino, Catalina no dejaba de sorprenderse por la vivacidad que notaba en la ciudad. No parecía que quedaran huellas de la ocupación.

El abogado carraspeó para explicarle que los alemanes habían respetado París.

Catalina estaba tan entusiasmada con lo que veía que afirmó: «París es la ciudad más bonita del mundo», a lo que Dufort asintió con satisfacción.

Tras aparcar el coche, caminaron por la rue des Rosiers hasta la librería Rosent. Fernando estaba inquieto por lo que se pudieran encontrar.

Philippe Dufort se detuvo delante de un local que tenía el cierre levantado aunque no parecía que dentro hubiera ninguna actividad. Con decisión empujó la puerta sin mostrar sorpresa cuando le salió al paso un hombre de mediana edad y aspecto desaliñado.

—Está cerrado —les dijo, intentando impedirles el paso.

Pero no lo consiguió. Adela se había soltado de la mano de su madre mirando aquel lugar que le resultaba extraño, repleto de cajas de cartón, libros cubriendo todas las paredes, incluso en el suelo. El lugar parecía un tanto descuidado.

Si el hombre pensaba que podía amedrentar a monsieur Dufort, se equivocaba. Sin más preámbulos se presentó como el abogado de la familia Rosent, en cuyo nombre actuaba para devolver aquel local a sus legítimos dueños.

—Está usted en un error… Este lugar pertenece a un norteamericano, el señor Marvin Brian, un buen amigo mío. Él me pidió que me hiciera cargo de la librería Rosent.

—Pero, por lo que veo, no ha sido usted diligente con el encargo —respondió Dufort mientras miraba con aprensión tanto polvo y suciedad acumulados.

—Le recuerdo, monsieur, que estamos en guerra, y aunque París ha sido liberado, la guerra aún no ha terminado. En cuanto a mi labor aquí, he hecho cuanto ha estado en mi mano, que no era mucho. Durante la ocupación, leer poesía no ha sido la prioridad de los parisinos, aunque he de reconocer que algún que otro libro he vendido. Pero yo me he tenido que ocupar de mis propios asuntos y no he podido prestar la atención que requiere este negocio. Pero al menos lo he mantenido.

Dufort contuvo la respuesta. En su opinión, el profesor Fortier no había prestado la atención debida a la librería de monsieur Rosent, que él recordaba como un lugar pulcro y ordenado. Decidió no perder el tiempo y mostró el documento de propiedad extendido a nombre de Sara Rosent como consecuencia de la venta hecha a la misma por Marvin Brian.

El hombre leyó los documentos con parsimonia, como si buscara alguna palabra fuera de lugar.

—No puedo entregarle la librería así sin más. Tendré que ponerme en contacto con el señor Brian… lo que, dadas las circunstancias, no será fácil. En realidad desconozco dónde se encuentra en este momento.

—Verá, monsieur Fortier, como abogado de la familia Rosent le comunico que debe entregarme las llaves del local y un inventario detallado de cuanto hay en él. Si usted se opusiera, no tendría más remedio que proceder contra usted en los tribunales, donde quedará demostrado que esta librería es de la familia Rosent.

—No es mi intención crear ningún problema, sólo asegurarme de que, efectivamente, mi amigo Marvin Brian está de acuerdo con lo que dicen esos papeles.

—Usted sabe que es así. Monsieur Rosent arregló la venta para que la librería no pudiera ser confiscada por ser de un judío. Pero como usted bien sabe, su amigo, el señor Brian, es un hombre de honor y en cuanto pudo devolvió la propiedad a sus legítimos dueños a los que represento.

Alain Fortier no supo qué contestar. En realidad la librería para él no había dejado de ser un inconveniente, pero aun así no sabía si debería despreocuparse hasta el límite de ponerla en manos de aquellas personas que le eran desconocidas.

—Deberían darme tiempo para poder ponerme en contacto con Marvin Brian —insistió.

—¿Está en Nueva York? —preguntó Catalina.

—Como ya les he dicho, no lo sé, pero imagino que más pronto que tarde regresará a París. Tengo las llaves de su casa. Supongo que las querrá recuperar. Aunque, por lo que sé, sus poemarios han tenido un gran éxito en Nueva York. Por fin ha logrado el reconocimiento que merece y eso quizá le retenga allí. Naturalmente, le escribiré de inmediato.

—Puede usted hacer lo que crea más conveniente, monsieur Fortier, pero desde hoy mismo nos haremos cargo de la librería. Este señor aquí presente, monsieur Garzo, se encargará de su gestión, como consta en los documentos que le he mostrado.

—Si no le importa, propongo una reunión con mi abogado. Una vez que él haya visto estos documentos, si considera que debo entregarles las llaves, lo haré. Pero comprendan que no puedo desentenderme sin saber si estoy actuando correctamente.

Monsieur Dufort aceptó la propuesta de Alain Fortier. Intercambiaron los números de teléfono para concertar sin demora una cita. Fernando preguntó si podía ver la librería y también el piso superior, que había servido de vivienda, pero el profesor se disculpó alegando que no lo podía permitir hasta que no estuviese todo aclarado.

Los siguientes días los dedicaron a descubrir París. El entusiasmo de Catalina iba en aumento y Fernando tuvo que admitir que la ciudad era más impresionante de lo que había imaginado. Ella se empeñó en acudir a la dirección de la casa de Marvin, y aunque Fernando se resistió, terminó por ceder.

La rue de la Boucherie estaba cerca de Notre-Dame. Era una calle elegante y silenciosa y el edificio donde se emplazaba la casa de Marvin tenía un aspecto señorial. Catalina se empeñó en preguntar al portero, pero éste se mostró remiso a darle ninguna información salvo la de que el señor Brian no se encontraba en París.

Catalina no se lo dijo a Fernando, pero decidió que puesto que ya sabía dónde podía encontrar a Marvin, procuraría ir a menudo a preguntar al portero.

A Fernando, por su parte, le preocupaba organizar su nueva vida en París. No olvidaba que, además de rescatar la librería de los Rosent, su verdadera intención era desplazarse a Lyon para hablar con Anatole Lombard e intentar obtener alguna información sobre el destino de Eulogio.

Tal y como le había aconsejado Sara, envió una carta a Anatole explicándole quién era y su deseo de visitarle para saber de Eulogio.

Mientras pasaban los días Catalina hizo una nueva amiga. Era una joven que vivía en la buhardilla frente a la que ellos habían ocupado.

Cécile Blanchett era tan alegre como guapa. Había sido ella quien había entablado conversación con Catalina cuando se encontraron en la escalera. Congeniaron tan pronto como intercambiaron las primeras palabras y Cécile los invitó a tomar el té en su buhardilla. Fernando se resistía alegando que no la conocían de nada y que debían ser prudentes, pero Catalina insistió. ¿Qué mal podía hacerles esa chica?

Así que se convirtió en un hábito que las dos jóvenes cada día encontraran un momento para charlar. Cécile era una fuente de información valiosa para Catalina. Incluso se ofreció a ayudarla a arreglar algunos de sus vestidos porque los encontraba anticuados. Así que una tarde Fernando se encontró a las dos riendo mientras se dedicaban a meter y sacar costuras.

Fue madame Dufort la que un día se atrevió a parar a Fernando para decirle que, aunque no era de su incumbencia, deberían mostrarse más cautos en sus relaciones con mademoiselle Blanchett. «Tenía demasiados amigos alemanes… y con algunos esa amistad era… bueno, demasiado íntima… Además, todos nos preguntamos de qué vive realmente… ya me entiende…», le explicó.

Sí, Fernando la entendió, y así se lo dijo a Catalina.

—¡Vaya cotilla la señora Dufort! ¿Qué es lo que sugiere con que Cécile ha tenido amigos alemanes? Por lo que hemos ido sabiendo, los parisinos, salvo excepciones, no se han distinguido especialmente por luchar contra los alemanes. Cécile me ha contado que en París casi no se notaba que había una guerra y que la mayoría de la gente lo que hizo fue trampear con la situación. ¿Qué podían hacer? Cécile me dice que los Dufort son los típicos burgueses que huyen de los problemas.

—No sé nada de los Dufort salvo que Sara y Benjamin Wilson dijeron que podíamos confiar en ellos y que nos ayudarían a resolver cualquier problema. Quizá tu amiga no los conozca en profundidad. No tiene por qué. Por cierto, ¿en qué trabaja Cécile? —preguntó, provocando el desconcierto de Catalina.

Ella le miró con enfado y le respondió airada:

—En lo mismo que tu amiga Zahra. Es bailarina. Trabaja en un cabaret de Pigalle.

A Fernando le molestó la comparación. Zahra era una bailarina prestigiosa y en Oriente Medio se la respetaba como tal. Pero si Cécile trabajaba en Pigalle… No es que supiera mucho de la vida parisina, pero ya había oído lo suficiente para saber que Pigalle no era un lugar donde trabajaban las damas. Aun así, no se lo dijo. Conocía bien a Catalina y sabía que defendería a su nueva amiga.

Llevaban ya una semana en París cuando por fin monsieur Dufort le anunció que por la tarde se reunirían con el abogado de Alain Fortier para aclarar el asunto de la librería.

Fue una tarde fructífera. Una vez examinados los documentos, el abogado de Alain Fortier afirmó que no había objeciones que hacer, de manera que la librería tenía que ser devuelta a sus propietarios. Además, el profesor anunció que había podido ponerse en contacto con Marvin Brian y que éste viajaría pronto a París. Al parecer se encontraba en Nueva York, pero su intención era regresar en cuanto le fuera posible a Europa. Asimismo, entregó a Fernando un inventario de cuanto había en la librería junto con las llaves y se ofreció a acompañarle hasta la rue des Rosiers para explicarle cuanto necesitara saber.

Dufort y Fernando comprobaron que, pese a la falta de limpieza, el local se hallaba en buen estado, así como la vivienda de la planta superior. Alain Fortier se había comportado como un hombre honrado. Y cuando Fernando dijo de pasada que él era el nuevo editor de Marvin, Fortier le entregó su tarjeta, «por si le puedo ser de alguna utilidad». En la tarjeta rezaba que Alain Fortier era profesor de Literatura en la Sorbona.

Aquella misma noche Fernando escribió una carta a Sara para darle la buena noticia de que la librería volvía a pertenecer a la familia Rosent. Monsieur Dufort le había asegurado que le haría llegar la carta.

Cumplido el encargo de Sara, la mayor preocupación de Fernando era ponerse en contacto con Anatole Lombard, por lo que preguntó también a Dufort por la mejor forma de viajar a Lyon.

El abogado le dijo que no era momento de ir de un lado para otro porque la guerra aún no había terminado, pero se comprometió a facilitarle la manera de desplazarse, aunque le recordó que antes debería abrir y poner en funcionamiento la librería Rosent.

Catalina no dudó en ayudar a Fernando. Se levantaban al amanecer y con Adela en brazos iban en metro hasta Le Marais. Limpiaron el local y entre los dos lograron poner en orden los libros. La vivienda del piso superior se hallaba en peor estado, pero Catalina consiguió que tuviera un aspecto aceptable.

Una semana más tarde, Fernando dio por terminada la puesta en marcha del negocio y le pidió a Dufort que le posibilitara los medios para llegar a Lyon.

Catalina insistió en acompañarle, pero él la convenció de que le ayudaba más quedándose en París.

—Te quedas al frente de la librería, no creo que te cueste mucho atender a quienes se acerquen a comprar algún libro, si es que eso sucede.

—¡Pero yo no sé nada de libros! —protestó ella.

—Los hemos ordenado por los nombres de cada autor. No te será difícil. Si estamos en París es gracias a los Wilson, en realidad al empeño de Sara, de manera que no podemos abandonar la librería.

Ella terminó aceptando, por más insegura que se sintiese. Y así, dos días más tarde, tal y como le había anunciado monsieur Dufort, un hombre recogió a Fernando delante de la librería Rosent para trasladarle a Lyon.

El hombre dijo llamarse René Marchant, un tipo amable pero parco en palabras, pues apenas habló durante el trayecto. De lo poco que llegó a decir Fernando sacó la conclusión de que Marchant había formado parte de algún grupo de la Resistencia y, por tanto, dedujo que seguramente monsieur Dufort tampoco había sido ajeno a esa labor, puesto que era él quien le había puesto en contacto con Marchant.

Hacía frío. La lluvia ensombrecía el paisaje, pero aun así Fernando se terminó de enamorar de la Francia que estaba conociendo y no le decepcionó la primera impresión de Lyon.

René Marchant aparcó el coche no lejos de donde vivía Anatole Lombard y acompañó a Fernando hasta la casa.

El propio Lombard les abrió la puerta y dio un abrazo a Marchant luego de tenderle a él la mano. Los acompañó hasta el salón y les ofreció una taza de café que tanto Marchant como Fernando aceptaron complacidos para ver si así entraban en calor.

—Siento no poder darle noticias de Eulogio. Le expliqué a monsieur Dufort que no he vuelto a saber nada de él. Aun así, sé que usted ha insistido en venir a conocerme… lo comprendo… Sé lo amigos que han sido Eulogio y usted y que por tanto no iba a conformarse con tan poco.

—Espero que entienda mi angustia. Si al menos pudiéramos saber a qué campo de trabajo le llevaron…

—Le aseguro que he hecho lo imposible por saberlo. Esta guerra, además de a muchos camaradas, me ha quitado a dos personas muy queridas… Saúl y Eulogio. He hecho lo imposible por saber de ambos, pero hasta el momento no lo he logrado.

—Pero tendrá alguna idea de adónde se llevaban los alemanes a las personas que detenían en esta región —insistió Fernando.

—Pueden estar en cualquier campo de Alemania. Cuando detuvieron a Eulogio llevaba octavillas en contra de los alemanes… Le supongo enterado de lo que los soviéticos encontraron cuando llegaron a un lugar llamado Auschwitz… en Polonia. Allí… bueno, más que un campo de trabajo, era un campo de la muerte. Saúl es judío, puede que le llevaran allí. Eulogio no es judío y quizá haya tenido más suerte.

—¿Y no puede hacer nada más que preguntar? —planteó Fernando irritado ante la actitud derrotista del francés.

—¿Acaso no sabe lo que está pasando? La guerra no ha terminado. No puedo coger un tren para ir a Alemania a buscarlos. Hasta hace poco teníamos a los alemanes aquí mismo.

—Pero los Aliados están derrotando a la Wehrmacht —le interrumpió Fernando.

—Vamos, hombre, cálmese —intervino René Marchant—, ¿cree que no hacemos lo necesario para saber de los nuestros?

—Sí, tiene razón en que los Aliados avanzan, pero Hitler aún resiste en Berlín —insistió Anatole, sintiendo compasión por Fernando—. Tendremos que esperar un poco más.

—En estos momentos hay mucha confusión. No es fácil saber lo que pasa. Se van liberando campos, pero aún no hay listas oficiales de supervivientes, y en realidad los soldados que liberan estos campos tampoco saben muy bien qué hacer con los despojos humanos que encuentran allí. La Cruz Roja se hace cargo —volvió a intervenir Marchant.

—¿Han hablado con la Cruz Roja? —preguntó Fernando.

—Claro, acudo a diario en busca de información. Lo mismo que mis amigos hacen en París, pero aún no hay listas de supervivientes. Ya se lo he dicho. —La respuesta de Anatole sumió a Fernando en la desesperanza.

—No es usted el único que no sabe dónde están sus amigos —recalcó Marchant.

Pero a Fernando en aquel momento sólo le importaba Eulogio. No es que no le preocupara lo que pudieran estar sufriendo otras personas, pero el dolor que sentía era por su viejo amigo, sólo por él.

No había mucho más que añadir y René se despidió diciendo que le recogería a primera hora de la mañana.

—Usted dormirá aquí. No se preocupe, estará bien —le aseguró Marchant.

Se hizo un silencio incómodo cuando Anatole y él se quedaron solos. Eran dos desconocidos y a ninguno le importaba el otro. Pero fue el francés quien intentó esforzarse por que la noche no se les hiciera demasiado insoportable a ambos.

Le llevó a la habitación de invitados y le sugirió que descansara mientras él preparaba algo para cenar. Fernando aceptó. Necesitaba estar solo. Pensar.

Una hora más tarde, Anatole llamó a la puerta de la habitación. La cena estaba lista.

Hasta ese momento Fernando había mantenido a raya a su estómago, que protestaba de hambre. El olor de la sopa de verduras le reconfortó.

Anatole le llenó el plato hasta el borde, mientras que él apenas se sirvió un cazo.

—¿No tiene hambre? —preguntó Fernando para romper el silencio.

—En realidad no. Desde que se llevaron a Eulogio apenas como y casi no duermo. Sufro de ansiedad. No me encuentro bien. Pero lo que me pasa a mí es insignificante con lo que sufren otros.

—Usted y Eulogio… parece que se hicieron muy amigos…

—Yo quería a Eulogio. Le sigo queriendo, porque espero que esté vivo. Llegó a mi vida en un momento en que me sentía muerto por la ausencia de Saúl. A Eulogio le he querido mucho, pero a Saúl… Con Saúl descubrí el amor. Lo descubrimos juntos. El nuestro era un amor total, sin vergüenza, sin condiciones. Cuando se lo llevaron decidí que no podía quedarme sin hacer nada, sólo esperando, de manera que me impliqué más con un grupo de personas que luchaban a su manera contra los nazis. A veces incluso deseaba que me detuvieran con la vana esperanza de que me llevaran al mismo lugar donde estaba Saúl. Ya ve cuán delirante puede ser el amor. Luego llegó Eulogio. Le mentiría si le dijera que no me sentí atraído por él en el mismo momento en que le conocí. Y eso me hizo sentir mal conmigo mismo. ¿Cómo podía interesarme por otro hombre estando Saúl prisionero?

Fernando estaba tan conmocionado por el relato de Anatole que no encontraba palabras para responder. No sabía cómo encajar el amor de Anatole por Saúl ni tampoco su atracción por Eulogio. Era un amor de un hombre hacia otros hombres. Los sentimientos de Anatole por Saúl y Eulogio no eran muy diferentes a los suyos por Catalina y Zahra. ¿Cómo podía ser?

—¿Hay algo que le moleste? —preguntó Anatole al observar el desconcierto de su invitado.

—No… no… claro que no… Es que… bueno, yo… En realidad nunca he escuchado a un hombre hablar así…

—Suponía que sabía que Eulogio…

—No, de hecho no sabía nada… Me sorprende que…

—¿Que Eulogio sea homosexual como lo soy yo?

Fernando sintió un repentino malestar. Aquella conversación le incomodaba.

—No sabe cuánto ha sufrido Eulogio por tener que disimular lo que de verdad es. Me contó su vida en Madrid, en su barrio, las bromas sobre los homosexuales, tener que mantenerse en silencio por miedo a decir en voz alta que él lo era. Toda su vida fue una impostura hasta que nos encontramos. Fue muy valiente puesto que fue él quien dio el paso, quien decidió quedarse conmigo aun sabiendo que hay una parte de mí que siempre será de Saúl y que si Saúl regresara…

—Pero ¿usted le quiere? —Fernando no soportaba que Anatole no quisiera con todas sus fuerzas a Eulogio, que aún reservara una parte para ese tal Saúl.

Anatole se quedó en silencio; luego se puso en pie y retiró los dos platos, los llevó a la cocina y regresó con una fuente con un par de salchichas en salsa. Sirvió una para cada uno y se volvió a sentar ya con una respuesta que dar a Fernando.

—No hemos pasado mucho tiempo juntos. Pero lo nuestro fue una atracción inmediata. Bueno, eso es lo que yo sentí, pero sé que para Eulogio fue algo más porque le hizo asumir lo que era.

Ninguno de los dos tenía muchas ganas de continuar aquella conversación. Anatole se daba cuenta de que su sinceridad había perturbado a Fernando sumiéndole en una incomodidad demasiado obvia como para seguir hablando, así que terminaron de cenar en silencio. Fernando no durmió aquella noche. Le costaba admitir que Eulogio fuera homosexual. Quería comprenderle, pero no podía.

René Marchant dejó a Fernando delante de la librería Rosent justo en el momento en que Catalina estaba echando el cierre. Se abrazaron aliviados de volver a estar el uno junto al otro.

—Sólo has estado un día fuera pero se me ha hecho eterno —le aseguró ella.

Cogieron el metro y esperaron a llegar al apartamento donde él le contó su conversación con Anatole, la naturalidad con que aquél hablaba de su amor por los hombres, su desasosiego al escucharle y su resistencia a aceptar el amor de Eulogio por el francés.

—Es tu amigo, Fernando, tu mejor amigo, no tienes derecho a juzgarle —afirmó Catalina.

—Pero… ¿es que te parece bien que dos hombres…? Bueno, ya sabes…

Catalina se encogió de hombros. Luego puso el abrigo a Adela y se agarró del brazo de Fernando. Salieron al frío de la tarde de París.

—¿Quiénes somos nosotros para decidir sobre los sentimientos de los demás?

—¡No te comprendo, Catalina! A ti no te han educado así…

—¿Qué quieres decir con «así»? Claro que mis padres nunca me han hablado de que a un hombre le pueda gustar otro hombre. ¿Acaso tu padre te habló de eso?

—No, desde luego que no.

—Por eso das por supuesto que las cosas tienen que ser de una determinada manera y habitualmente lo son, pero a veces no. Mira, no tenemos más remedio que aceptar a las personas que queremos como son, no como nos gustaría que fueran. Además, ¿qué te importa a quién pueda querer Eulogio?

No le respondió porque no quería decirle que sí le importaba, que se había llevado una decepción y le disgustaba profundamente saber que su amigo era homosexual. No, no podía aceptarlo como algo natural. En lo único que no dudaba era en su afecto profundo hacia Eulogio. Eso no había cambiado.

Se fueron acomodando a vivir en París. Catalina cada vez hablaba menos de Alejandría, aunque un día la encontró mirando una fotografía en la que estaba junto a Adela y el doctor Naseef.

—¿Le echas de menos? —le preguntó.

—Podría haberme enamorado de él.

—¿Por qué no te olvidas de Marvin? —replicó malhumorado.

—Porque es el padre de Adela. Y porque es el hombre al que me entregué. Tiene que reparar lo que hicimos.

—¿Reparar?

—Sí, reparar. Tiene que casarse conmigo y devolverme la respetabilidad.

—¡Vaya! Resulta que te preocupa tu respetabilidad pero no te preocupa nada la de los demás.

—Yo no juzgo a nadie, Fernando, que cada cual viva como quiera. Lo que me exijo a mí misma no se lo exijo a los demás. Le debo a mis padres volver casada a España.

—Marvin no te quiere, Catalina, tienes que asumirlo ya.

—No te voy a decir que me da lo mismo que no me quiera, pero en cualquier caso tiene que casarse conmigo. Está Adela.

Le sorprendían tanto como le irritaban las contradicciones de Catalina. Tenía manga ancha para con los demás, ni siquiera se había escandalizado al saber que Eulogio se había enamorado de aquel tal Anatole Lombard, y sin embargo mostraba toda suerte de remilgos en lo que a ella concernía.

Al día siguiente, sábado, Fernando salió de la casa muy temprano. Catalina no le acompañó. Se quedó con Adela alegando que ese día tenía que hacer algunas cosas, sin explicarle cuáles eran.

Cuando Fernando regresó hacia media tarde, ella le recibió sonriente y le anunció que tenían que hablar. Él esperó impaciente porque tenía que decirle que aquella misma mañana monsieur Dufort le había entregado un sobre grueso que contenía un cuaderno repleto de poemas escritos a mano. Nada más ver la letra supo que eran de Marvin. En el sobre había una carta de Sara diciéndole que editara los poemas. Harían un libro trilingüe, en inglés, francés y árabe. Sara esperaba que la edición estuviera lista para el verano.

El anterior poemario de Marvin había tenido un éxito inesperado en Estados Unidos. Bien es verdad que Sara le había dicho que en Estados Unidos el éxito se había circunscrito a los círculos académicos, pero era tanto como poner una pica en Flandes. Y Fernando no podía dejar de sentir cierto orgullo por haber sido él quien hubiera editado el poemario, aunque al mismo tiempo seguía sintiendo escasa simpatía personal por el americano. Con todo, había llegado a disociar el hombre del poeta.

Fernando le enseñó la carta y el cuaderno de poemas de Marvin y Catalina leyó en silencio ensimismada. Fernando la observaba preocupado. Cuando terminó de leer le entregó el cuaderno.

—Son muy dramáticos pero hermosos.

—Así es la poesía de Marvin —afirmó Fernando.

—¿Cuándo crees que llegará a París?

—No lo sé; Sara sólo me pide que publique el poemario, pero como has podido leer en su carta no dice nada sobre dónde está Marvin ni cuándo piensa venir, si es que piensa hacerlo.

—Ya… pero vendrá. Sé que vendrá. No hay otro lugar en el mundo que ame más que París. Lo sé.

Luego se mordió el labio y Fernando supo que estaba a punto de decirle algo que le podía disgustar. Y lo hizo al anunciarle que había encontrado un trabajo.

—¿Un trabajo? ¿Dónde? ¿Quién te lo ha proporcionado? —preguntó preocupado.

—Cécile me preguntó qué sabía hacer y le dije que tocar el piano. Ella no creía que eso me fuera a servir de mucho en París, pero al parecer el dueño del local donde trabaja necesita un pianista. El que tenían hasta ahora se ha despedido. Así que esta misma noche comienzo a trabajar. Es una suerte que nuestros horarios sean compatibles. Yo no tengo que ir hasta las ocho y tú a esa hora ya estás aquí y podrás ayudarme a cuidar de Adela.

—Pero ¡estás loca! ¡Cómo se te ocurre aceptar trabajar en un antro de Pigalle!

—Tú dices que es un antro… yo no lo sé. Aún no hemos ido a ese barrio. Cécile dice que me pagarán bien. Tengo que ganarme la vida hasta que venga Marvin y se arregle mi situación. No quiero depender de ti. En Alejandría fui capaz de trabajar y poder pagarme la estancia en casa de Ylena —respondió con orgullo.

—¡No es lo mismo! En Alejandría dabas clases de piano a niñas de familias respetables.

—Y aquí tocaré el piano en un local, sólo eso.

—¡No te lo permitiré! —exclamó Fernando enfadado.

Catalina le miró fijamente. Fernando pudo ver que se le habían formado pequeñas arrugas en la comisura de los labios.

—Voy a aceptar ese trabajo. Esta noche empiezo. Cécile ya me está esperando. Hazme el favor de cuidar de Adela, al menos esta noche. Mañana buscaré a alguien que se pueda ocupar de ella.

—Cécile no es quien tú crees —protestó él.

—¿Y quién eres tú para juzgarla? Cécile lo único que hace es trabajar para sobrevivir. Es bailarina, Fernando, sólo eso.

Supo que no iba a convencerla y se lamentó de no poder protegerla porque estaba seguro de que algo malo iba a suceder.

—Cuidaré de Adela. No hace falta que busques a nadie. Pero yo creía que trabajarías conmigo en la librería. Sabes que yo solo no puedo llevarla. Sara me dijo que en cuanto la pusiera en marcha podía contratar a alguien. Yo había pensado en ti.

Ella se mordió el labio como solía hacer cuando dudaba, pero enseguida clavó su mirada en la de Fernando. En un segundo había despejado la duda.

—Te lo agradezco, pero como te dije en Alejandría, tengo que ser capaz de ganarme la vida. Además, no sería justo convertirme en una carga para ti. Siempre podremos contar el uno con el otro, pero eso no quita para que intente salir adelante por mis propios medios. Y ahora me voy.

Fernando se quedó con Adela leyéndole un cuento hasta que la niña se durmió. Luego se puso a leer detenidamente el manuscrito de Marvin. Catalina tenía razón, aquellos poemas rebosaban dramatismo y belleza.

Cécile no había dejado de hablar desde que salieron de su buhardilla. Ni siquiera se calló durante el trayecto en metro hasta Pigalle. Caminaron un par de manzanas y Catalina se sintió incómoda al ver a algunas mujeres en las puertas de los locales invitando a los transeúntes a entrar. Pero aún más le sorprendió que Cécile saludara a algunas de esas mujeres.

—Conoces a mucha gente…

—Sí… las chicas de Pigalle nos conocemos… Ya verás, te caerán bien, aunque una no se puede fiar de todo el mundo.

—No parece un barrio como en el que vivimos.

—¡Claro que no! Esto es Pigalle, los hombres vienen a divertirse. Y para eso estamos nosotras, para procurarles esa diversión.

Catalina se puso tensa preguntándose qué quería decir exactamente Cécile.

Un hombre se acercó a Cécile y la abrazó sin que ésta rechistara.

—Llegas tarde, preciosa. Ya sabes que a Jean Pierre no le gusta que sus chicas se retrasen —dijo el hombre mientras dirigía su mirada a Catalina.

—Mi amiga tiene una niña y no podía dejarla sola.

—¿Es la nueva? —preguntó el hombre.

—Sí; Catalina, éste es Benoît. Es un bocazas.

Benoît intentó besar a Catalina, pero ella le apartó de un empujón. Él soltó una risotada y volvió a intentarlo, pero Catalina le rechazó de nuevo, esta vez con una patada en la espinilla.

—Pero ¡qué se ha creído ésta! Cécile, dile a tu amiga que sea amable conmigo por las buenas…

—¡Es que eres un bruto! ¡Es su primer día! Espera a que aprenda cómo van las cosas aquí —respondió Cécile riendo.

Catalina se preguntaba cómo de repente Cécile podía comportarse de manera tan vulgar. Parecía otra. Distinta a la chica alegre que tenía por vecina.

Benoît agarró a cada una de un brazo y apretó tanto el de Catalina que por más que intentó zafarse no lo consiguió. El hombre se paró unos metros más adelante. Unas luces de neón indicaban que aquel lugar se llamaba «La Petite Poupée».

Entraron en el local. Había varias chicas con vestidos que dejaban al descubierto buena parte de sus cuerpos. Algunos hombres las manoseaban despreocupadamente. Benoît aflojó la presión y Cécile aprovechó para coger de la mano a Catalina y llevársela detrás de un pequeño escenario. Una mujer entrada en años las saludó. Por los rasgos de su rostro Catalina dedujo que la tal Mamma Rose no era francesa, más bien parecía provenir del norte de África.

—¿Es la nueva?

—Sí, Mamma Rose, ésta es Catalina —la presentó Cécile.

—Pues que se cambie rápido. Jean Pierre está enfadado. Os habéis retrasado mucho.

Mamma Rose observó de arriba abajo a Catalina y luego le dio unas medias negras de rejilla junto a un corpiño rojo y una falda de tul negra que apenas le cubriría las piernas.

—No pienso ponerme esto. Yo vengo a tocar el piano. Nada más.

La mujer se plantó delante de ella y le pellizcó con fuerza un brazo.

—Te pondrás lo que yo te diga. Naturalmente que tocarás el piano, pero tocarás mucho más. ¿Qué crees que es este lugar?

—No la asuste, Mamma Rose —le pidió Cécile, que ya se había quitado su vestido y se estaba enfundando un traje tan ajustado que casi no le permitiría moverse. El escote era tan pronunciado que prácticamente le dejaba los senos al aire.

—Me voy —dijo Catalina—. No pienso trabajar aquí.

—Tú no te vas a ninguna parte.

Las tres mujeres se volvieron. En el umbral de la puerta del camerino se encontraba un hombre alto, entrado en carnes, mal encarado, de cabello negro y ojos más negros aún.

—Jean Pierre, ésta es Catalina. —Cécile hizo un mohín intentando presentarlos.

—Tienes cinco segundos para vestirte y salir. Tocarás el piano acompañando a nuestra cantante. Élise está de peor humor que yo. Hace dos horas que debíais estar aquí. Esto es un negocio y los clientes quieren música, pero sobre todo quieren escuchar cantar a Élise. Así que más te vale no retrasarnos más. ¡Ah!, y por si no te habías dado cuenta: aquí las chicas son extremadamente amables con los clientes.

El hombre llamado Jean Pierre cerró de un portazo.

—Es mejor que te cambies rápido. Jean Pierre no tiene mucha paciencia —le advirtió Mamma Rose.

—No voy a quedarme aquí, ha habido un error —alegó Catalina mientras cogía su bolso.

—¡Por favor, no te vayas! Esto no es tan malo como parece. Sólo tienes que tocar el piano… —casi le suplicó Cécile.

—He cometido un error… pensé que este lugar era otra cosa… pero no es culpa tuya, Cécile, sino mía. Siento si te causo un problema, pero no puedo quedarme.

Mamma Rose y Cécile se miraron preocupadas. Temían la reacción de Jean Pierre. Su amiga intentó retenerla, pero Catalina se zafó de su mano y salió del camerino. Atravesó el salón y cuando estaba a punto de llegar a la puerta se encontró con que Jean Pierre le cerraba el paso.

—¿Adónde vas?

—A mi casa —respondió ella sosteniéndole la mirada.

—Te equivocas. Tú tocarás el piano y cuando yo te diga que pares, pararás. Después ya veremos si te vas o no a tu casa.

—¿Me va a secuestrar? Yo que usted no lo intentaría o mañana mismo mis abogados le pondrán una demanda —afirmó ella con una seguridad que no sentía.

—¡La pequeña puta española presume de tener abogados! —se burló él.

—Haga el favor de apartarse y no se le ocurra volver a insultarme.

—Tocarás el piano esta noche. —Mientras lo decía, Jean Pierre le retorció el brazo.

Cécile se había acercado y observaba asustada. Estaba arrepentida de haber querido quedar bien con Jean Pierre ofreciéndole una chica que, además de guapa, pudiera sacar sonido a las teclas de un piano.

—Por favor… —susurró mirando a Catalina.

—No. Y dile a este amigo tuyo que nuestro casero, el abogado Dufort, presentará una demanda en mi nombre si no me deja marcharme ahora mismo.

—Monsieur Dufort es abogado, sí, y se encarga de los asuntos de personas importantes… —se atrevió a decir Cécile bajando la mirada.

—Tu estupidez me va a dejar esta noche sin pianista —respondió Jean Pierre, empujando a Cécile mientras se alejaba.

Catalina no se despidió de Cécile, sino que abrió la puerta y salió a la noche. Comenzó a andar sin saber muy bien adónde dirigirse. No conocía la ciudad y menos el barrio de Pigalle. De repente una mano la agarró y se encontró con que él que la sujetaba era el tal Benoît.

—Vaya, a la señorita no le ha gustado «La Petite Poupée».

—Suélteme —dijo ella, intentando sobreponerse al temor que sentía.

—¿Por qué? Éste es mi barrio. Aquí mando yo. Las chicas me obedecéis. Cuando Benoît dice que hagáis una cosa, la hacéis. ¿Crees que vales más que el resto de mis chicas?

—¡Le he dicho que me suelte! Yo no soy una de sus chicas ni tampoco voy a trabajar en «La Petite Poupée». Le he advertido a su jefe o lo que sea que si me impiden irme se las tendrán que ver con mi abogado, monsieur Dufort.

—¡Con que tienes abogado y todo! —Benoît rio con ganas, pero dudaba si soltarla o no.

—Señor Benoît, si yo me voy, aquí no habrá pasado nada, ustedes seguirán con sus negocios y yo me olvidaré de que les he conocido. Si me retienen, no dude de que mi abogado se hará cargo de que lo paguen.

—¿Desde cuándo las putas tienen abogado? —respondió Benoît esta vez con tono bronco.

—¡No se le ocurra insultarme! ¡Suélteme!

Benoît decidió dejarla marchar y ella apretó el paso. Caminó sin rumbo sintiéndose observada por otras mujeres que se escondían en los portales y por hombres que acudían a aquel barrio en busca de compañía femenina. Algunos le preguntaron con descaro por su tarifa para pasar un buen rato, y un par de chulos quisieron saber para quién trabajaba.

Por fin llegó a una calle que, aunque vacía, le pareció más parecida a las que estaba acostumbrada. Apretó el paso. Llevaba ya más de dos horas andando perdida cuando vio que un hombre estaba echando el cierre a un bar. Se acercó con cautela y le preguntó por el boulevard Saint-Germain.

El hombre la miró extrañado. No parecía el tipo de chica que pudiera andar sola a esas horas.

—Está lejos de aquí. ¿A qué número va del boulevard Saint-Germain?

—No voy exactamente al boulevard sino a una calle cercana, la rue de Sèvres…

—Tiene un buen paseo por delante… En fin, le indicaré cómo llegar, pero yo que usted tendría cuidado, no son horas de andar sola por la calle.

Ella asintió avergonzada y escuchó atenta las indicaciones del hombre.

Cuando llegó a la rue de Sèvres corrió hacia el portal. No se sintió a salvo hasta que no cerró la puerta del apartamento. Fernando y Adela dormían tranquilos. Ella no pudo cerrar los ojos el resto de la noche.

Por la mañana Fernando la encontró preparando café.

—Te has levantado muy pronto… hoy es domingo —dijo ella.

—No creas que he dormido bien… No pude conciliar el sueño hasta que llegaste.

—¡Pero si estabas dormido!

—Eran las dos de la madrugada. Y no, no dormía. ¿Qué tal tu trabajo?

Catalina bajó los ojos avergonzada. Él se preocupó. No era propio de ella mostrarse tan abatida. Furiosa y tozuda, sí, pero no humillada, y ésa era la impresión que le daba en esos momentos.

—No voy a trabajar allí. No es lo que esperaba.

—Ya.

—Ese lugar… Bueno, creo que era uno de esos lugares donde van los hombres a… a…

—A comprar un rato con una chica.

—Sí, algo así. En el local se baila, beben… Quisieron que me pusiera un vestido que me dejaba medio desnuda. El dueño, Jean Pierre, es argelino o eso me pareció… y Mamma Rose también. Lo mismo que Benoît, que es quien se encarga de las chicas.

—Pues sí que has hecho buenas amistades —respondió Fernando con gesto serio.

—Los tuve que amenazar con que monsieur Dufort los demandaría si no me dejaban marchar. Fue… no imaginas lo mal que lo pasé. Luego me perdí, caminé por unas calles en cuesta, no sabía dónde estaba… Lo he pasado muy mal, Fernando.

—No quisiste escucharme.

—No, no quise escucharte porque pretendo ser dueña de mí misma, porque no quiero depender de ti, porque tengo que ser capaz de organizar mi vida. Tú no dependes de mí, Fernando, ¿por qué he de depender yo de ti?

—Pues porque eres una mujer y necesitas que alguien te proteja. Por eso, Catalina.

—¡Qué mundo es éste en el que las mujeres necesitan que unos hombres las protejan de otros hombres! Más os valía cambiar vosotros en vez de meternos en jaulas para que otros no puedan dañarnos.

—Las cosas son como son.

—Pues habrá que cambiarlas —respondió ella tozuda.

—Sí, ahora mismo —replicó él enfadado.

—Si os comportarais como debierais, no necesitaríamos ninguna protección extra.

Él sintió la rabia de ella. Sabía que tenía razón, pero que la tuviera no cambiaba la realidad. No dudaba de que las mujeres debían tener los mismos derechos que los hombres; su padre se lo había inculcado, pero también le había explicado que a veces los ideales de la razón van por detrás de la realidad, de manera que había que luchar para cambiar la realidad.

—¿Y Cécile? —preguntó.

—Cécile se ha equivocado respecto a mí. O acaso he sido yo quien le ha dado una impresión errónea.

—Aún la defiendes… Madame Dufort me explicó que si Cécile vive aquí es porque sus padres fueron los porteros de esta casa. Y que cuando murieron, los vecinos le permitieron seguir viviendo en la buhardilla. Pero desearían que se fuera. Durante la ocupación la visitaron algunos soldados alemanes.

—¡Madame Dufort es una cotilla!

—Puede ser, pero si me advirtió es porque su marido es el abogado de los Rosent, ahora de Sara. Nos han alquilado este apartamento y se han ocupado de que podamos iniciar una nueva vida. Yo le agradezco que nos haya alertado sobre Cécile.

—Si trabaja en «La Petite Poupée» es porque no habrá tenido otra opción.

—Desconozco sus motivos, pero no ha sido leal contigo. No debería haberte instigado para que trabajaras en un antro.

—No me ha instigado. Yo acepté creyendo que… bueno, que no era un antro.

—¿Y no sospechaste cuando te dijo cómo se llamaba el local? «La Petite Poupée», ¡menudo nombre!

Adela entró en la cocina. La niña iba descalza y Fernando la cogió en brazos. Miró a Catalina y ese simple gesto bastó para que ambos decidieran darse una tregua. Era domingo y quizá aún podrían disfrutar del día.

La primavera aún no había aparecido en París. Los periódicos continuaban dedicando grandes espacios en sus páginas por el fallecimiento del presidente Roosevelt. Harry Truman había ocupado la presidencia de Estados Unidos, y algunos analistas intentaban dilucidar si el cambio en la Casa Blanca influiría en las relaciones entre las potencias aliadas en un momento en que la guerra parecía llegar a su fin, pues aquella mañana los titulares los ocupaba la noticia de la cercanía de las tropas soviéticas a Berlín.

Catalina+ estaba ordenando la que había sido la casa de Sara. En la librería, Fernando aguardaba a que la puerta se abriera y entrara algún cliente. Pero no eran muchos los que en aquellos días tenían hambre de poesía, aunque algunos clientes antiguos habían acudido al ver que la librería había vuelto a abrir sus puertas. Fernando se había ocupado de que un enorme letrero en el que rezaba LIBRERÍA ROSENT estuviera en un lugar destacado para que ningún viandante pudiera dejar de verlo.

El sonido de las campanillas de la puerta anunciaba que alguien estaba a punto de entrar. Fernando se sorprendió al ver a Alain Fortier, el profesor amigo de Marvin que se había encargado de proteger la librería durante los años de la ocupación.

Los dos hombres se dieron un apretón de manos e inmediatamente Fortier comentó el motivo de su visita:

—Debería haber venido antes, pero ya sabe que a veces uno no encuentra el momento de hacer lo que debe. Me alegro de ver que la librería vuelve a ser lo que fue.

—Sí, al menos lo estamos intentando —afirmó Fernando.

—Bien… Como usted sabe, monsieur Rosent no sólo era librero, sino también editor de poesía. Se podría decir que los libros editados por él tenían una indiscutida calidad poética. Además, descubrió a algunos jóvenes poetas, entre ellos a Marvin. Si monsieur Rosent no creía que un poeta era excelente no le desanimaba, incluso le recomendaba a otras editoriales, pero él no le editaba.

Fernando asintió. No quería interrumpir a Fortier por más que no le resultaba desconocido lo que le contaba.

—Cuando Marvin me pidió que me hiciera cargo de la librería, acepté sin imaginar el problema que entrañaba. Imagínese cuando los alemanes empezaron a perseguir a los judíos… confiscándoles sus negocios, sus casas… Yo no sabía qué hacer… En fin, lo hice lo mejor que pude. Quité el rótulo de Rosent de la fachada y… bueno, me llevé todas las fichas de monsieur Rosent.

—¿Las fichas? —Fernando ignoraba a qué se refería Fortier.

—Sí, las fichas con los nombres, direcciones y teléfonos de los poetas de monsieur Rosent, además de las de amigos y clientes. Si esas fichas hubieran caído en manos de los alemanes, algunas personas lo habrían pasado mal. Bien, pues aquí están las fichas. Supongo que las necesitará para ponerse en contacto con estas personas.

Fortier abrió su cartera y sacó un grueso paquete que colocó encima del mostrador. Fernando se lo agradeció y luego dedicaron unos minutos a hablar del transcurso de la guerra, que, según Fortier, estaba prácticamente ganada por los Aliados por más que Hitler aún resistiera en la Cancillería.

—Pero los rusos le sacarán de allí, ya verá. Alemania está derrotada, hasta un fanático como él no tendrá más opción que aceptarlo.

Fernando estuvo de acuerdo. Ansiaba que se acabara la guerra para buscar a Eulogio. Había intercambiado algunas cartas con Anatole Lombard sin que le diera ninguna noticia. Sólo cabía esperar a que oficialmente se diera por terminada la contienda.

Alain Fortier aguardaba en silencio y Fernando comprendió que había algo más que quería decirle.

—Ya le dije que soy profesor de Literatura. Marvin fue alumno mío en la Sorbona y… bueno, entre mis alumnos hay una chica realmente brillante, Brigitte Durand. Creo que sus poemas tienen una gran calidad. Si monsieur Rosent aún viviera, yo no dudaría en pedirle que leyera los poemas, pero no sé si usted… En fin, como me dijo que ahora era el editor de Marvin…

—No tengo inconveniente en leer los poemas de su alumna. El encargo que tengo de Sara Rosent es que este lugar vuelva a ser lo que fue y eso pasa por seguir editando poemarios.

—Se lo agradezco, monsieur Garzo. Me he permitido traer el poemario de Brigitte.

Los dos hombres se despidieron con un fuerte apretón de manos; las reticencias del primer encuentro ya eran cosa del pasado.

Catalina y Cécile no se habían vuelto a ver. Ambas se habían evitado por más que sabían que era inevitable que en algún momento se encontraran. Y eso fue lo que sucedió una mañana en la que Fernando se había marchado muy temprano a la librería y Catalina se había quedado en casa porque Adela tenía fiebre, le dolía la garganta y apenas había podido dormir durante la noche.

A mediodía la niña seguía teniendo fiebre y Catalina decidió preguntar a madame Dufort a qué centro sanitario podía llevarla. Nada más abrir la puerta se encontró con Cécile, que por su aspecto —cabello despeinado, maquillaje descompuesto, profundas ojeras y la ropa descuidada— era evidente que había pasado la noche fuera de su casa.

—Vaya, qué sorpresa, hacía mucho que no te veía —dijo Cécile con desgana.

—Perdona, pero tengo prisa —le respondió Catalina.

—Tú y yo tendríamos que hablar. En menudo lío me metiste. Jean Pierre ha estado muy enfadado conmigo. Hiciste un numerito… ¿Sabes?, no te va el papel de mojigata. Eres madre soltera y resulta que te lo montas de señorita.

Catalina tragó saliva y en ese momento se arrepintió de haberse sincerado con Cécile cuando le explicó su situación. ¿Cómo podía haber sido tan tonta?

—No voy a discutir contigo. Me da lo mismo lo que pienses de mí, pero es obvio que te has equivocado conmigo. Y ahora, si no te importa, tengo que irme.

—Pero yo quiero hablar contigo —insistió Cécile.

Era evidente que había bebido de más y que los efectos del alcohol no se le habían disipado con la luz del día.

—En otro momento.

Catalina bajó con paso rápido las escaleras hasta llegar a la primera planta. Tuvo suerte de encontrar a madame Dufort, que le recomendó un médico que tenía consulta no lejos de allí. Incluso se ofreció a acompañarla. Catalina aceptó aliviada.

Cuando subió a buscar a Adela, Cécile continuaba en el descansillo de la escalera. La estaba esperando.

—Oye, tú y yo tenemos que hablar —dijo intentando retenerla.

Lo que Cécile no esperaba era que Catalina la fuera a empujar. Se quedó ante la puerta sorprendida y luego entró en su casa y dio un portazo mientras en voz alta decía: «¡Qué se habrá creído esta española de mierda!».

Afortunadamente, Adela no tenía nada grave. El médico le diagnosticó una infección de garganta, que era lo que le provocaba la fiebre alta. Le extendió una receta y le aconsejó que al menos durante un par de días Adela no saliera a la calle.

Fue al día siguiente por la mañana cuando se llevaron a Cécile.

Fernando se acababa de vestir cuando escuchó los gritos de la joven. Catalina también los oyó.

Voces de hombres ordenándole que los acompañara.

—¿Qué está pasando? —le preguntó Catalina, quien, descalza y envuelta en una bata, apareció restregándose los ojos.

—No sé… parece que tiene que ver con Cécile —respondió Fernando.

Catalina no se lo pensó y abrió la puerta.

—¡Métase en casa, señora! —le ordenó uno de los hombres que rodeaban a Cécile.

—Pero ¿qué sucede? ¿Por qué se la llevan? —preguntó Catalina alarmada.

—Es una colaboracionista —afirmó el hombre.

—¡Ayúdame! —gritó Cécile, intentando soltarse.

—Métanse en casa si no quieren tener problemas —insistió otro de los hombres.

—Vamos, Catalina, entra en casa —le pidió Fernando.

—¡Pero no podemos dejar que se la lleven!

Nada hicieron porque nada podían hacer. Uno de los hombres les advirtió con brusquedad que no se entrometieran salvo que quisieran correr la misma suerte que aquella «mujerzuela».

Fernando cogió del brazo a Catalina obligándola a meterse en el piso. Ella protestó, pero él le impidió volver a salir al descansillo. Además, las voces se estaban apagando.

Por más que Catalina estaba enfadada con Cécile, no podía dejar de preocuparse por ella. En cuanto estuvo vestida fue a llamar a casa de los Dufort.

Fue Doriane Dufort la que le informó sobre lo sucedido.

—Lo raro es que no hayan venido antes a por ella. No es la primera colaboracionista a la que se llevan los de las FFI.

—¿Las FFI? ¿Y ésos quiénes son? —quiso saber Catalina.

—Fuerzas Francesas del Interior, hombres que han formado parte de la Resistencia —explicó madame Dufort, que sin embargo no supo decir adónde se la habían llevado ni lo que le sucedería. Tampoco parecía interesarle. Su desprecio por Cécile era manifiesto.

Por más que Catalina intentó convencer a Fernando de que debían buscar a Cécile, él se mantuvo firme.

—Hace unos días llorabas por la encerrona que te montó llevándote a ese local de Pigalle, y ahora quieres salvarla de no se sabe qué. Ya te dije que nuestros caseros no tenían buena opinión de ella. Se dejaba ver con soldados alemanes y no tenía ningún empacho en traerles aquí. Tu amiga Cécile no es precisamente popular en esta casa.

—Sí, a mí me la jugó, pero aun así no le deseo ningún mal… Es una pobre chica —se lamentó Catalina.

—Es una puta —intervino madame Dufort.

La afirmación de la esposa del abogado los sorprendió tanto que ambos se quedaron sin saber qué decir.

—Bueno, el problema no es que sea una puta, allá cada cual, sino su relación con los alemanes. Es una colaboracionista —siguió diciendo madame Dufort.

—¿Me va a decir que todos los parisinos formaban parte de la Resistencia? —preguntó Catalina con voz airada.

—Desde luego que no, querida, pero algunos tuvieron el buen gusto de la discreción. No combatieron a un enemigo demasiado fuerte que se había apropiado de nuestra ciudad, pero tampoco confraternizaron.

—Eso es casi imposible, madame, esta ciudad colaboró; fueron muy pocos los que se atrevieron a plantarles cara a los alemanes. Ellos… ellos se sentían aquí como en casa. —Ésa fue la respuesta de Catalina.

—Usted es muy joven y además no sabe lo que ha pasado aquí —la reprendió madame Dufort.

Dos días más tarde, Cécile llamó a la puerta de Fernando y Catalina. Fue él quien abrió y al verla no fue capaz de decir ninguna palabra.

El hermoso cabello rojizo de Cécile había desaparecido, dejando al descubierto un cráneo pálido repleto de fisuras. Cécile se echó a llorar y él le permitió pasar. Catalina la abrazó. Luego la escucharon sobrecogidos. Cécile había pagado por su relación con los alemanes. Ella que pensaba que se había salvado de la delación, al final había sido señalada.

Si bien Catalina no fue capaz de reiniciar la mistad que la unía con la joven francesa, tampoco fue capaz de dejarla abandonada del todo a su suerte. Cécile no se atrevía ni a salir a comprar el pan, así que Catalina se encargaba de hacerle las pequeñas compras que necesitaba para vivir. Eso sí, lo que no hacía era quedarse a escuchar las angustiosas quejas de Cécile relativas a que si no trabajaba pronto, no tendría de qué vivir, y para colmo, su cabello aún tardaría meses en crecer.

A partir de aquel día todo sucedió con tal rapidez que apenas fueron capaces de asimilarlo. Las noticias que se asomaban a las primeras páginas de los periódicos eran una puerta abierta a la esperanza.

Los soviéticos ya eran los dueños de Berlín. Los partisanos habían ejecutado a Mussolini. Adolf Hitler se había suicidado en la Cancillería del Reich. El Ejército alemán se iba rindiendo allí donde hasta unos días antes combatía: Italia, Holanda, Dinamarca…

El 7 de mayo, monsieur Dufort salió al paso de Fernando y Catalina y, con voz entrecortada, les informó que acababa de escuchar por la radio que Alemania se había rendido.

Catalina rompió a llorar asustando a Adela, que no comprendía el llanto de su madre.

«Hemos ganado», alcanzó a decir Catalina mientras intentaba secarse las lágrimas con el dorso de la mano.

Monsieur Dufort los invitó a que acudieran a su casa a celebrar el fin de la guerra junto a un grupo de amigos.

—Tengo guardadas unas cuantas botellas de burdeos de una cosecha excelente que heredé de mi padre. Pero estos años no hubo ocasión de celebrar nada. Mañana nos las beberemos —afirmó emocionado el abogado.

Los días comenzaron a pasar deprisa, o eso les pareció a Catalina y a Fernando, que había concluido la edición del nuevo poemario de Marvin y se sentía especialmente satisfecho del resultado. Le había pedido a Alain Fortier que se hiciera eco del poemario, ya que el profesor escribía en algunos medios sobre novedades literarias.

Fue en los primeros días de julio cuando Fernando recibió la llamada de Sara Rosent anunciándole que había llegado a París junto a su marido, que se habían instalado en el Ritz, pero que ansiaba visitar cuanto antes la librería y, sobre todo, su casa. Se verían a primera hora de la tarde en la rue des Rosiers.

Catalina se empeñó en comprar flores para Sara. Estaba nerviosa, lo mismo que Fernando; ambos aguardaban impacientes el juicio favorable de Sara a cuanto habían hecho.

El taxi se paró a las tres en punto delante de la puerta de la librería. Sara Rosent se bajó impaciente sin esperar a su marido. Entró en la que fue la librería de su padre y que ahora era suya y tuvo que reprimir las lágrimas. Todo estaba como la última vez que había estado allí. Acaso el olor a cera era más intenso.

Fernando se acercó a ella y Catalina, detrás de él, intentaba ocultar su nerviosismo mientras que Adela, muy quieta, estaba sentada en una silla detrás del mostrador. Catalina la había aleccionado para que no se moviera y la niña, obediente, parecía entender la solemnidad del momento.

Sara apenas abrazó a Fernando y a Catalina y a continuación no pudo resistir acercarse a los libros que se apiñaban en los estantes sin una mota de polvo. Cogió algunos, pasó unas páginas, respiró su olor, los acarició con afecto, la caricia que uno dedica a alguien a quien no ha visto en mucho tiempo. No era capaz de articular palabra, tanta era su emoción.

Benjamin Wilson se mantenía en silencio, lo mismo que Fernando y Catalina, conscientes todos de que debían dejar que Sara se reencontrara con ella misma. La vieron apartar una lágrima rebelde que corría por su mejilla y hasta que Adela habló Sara no volvió a prestar atención a los otros.

—Mamá, ¿me puedo mover ya? —preguntó la niña.

Entonces empezaron a brotar las palabras, las preguntas, porque Sara ansiaba conocer hasta el último detalle; luego subieron al piso superior, donde ya no supo o no quiso contenerse y dejó libre el llanto. Cerró los ojos y por un momento dejó que su imaginación dibujara a su padre pensando que cuando los abriera allí estaría él.

Sonrió al ver el jarrón con flores encima de la mesa del comedor y pasó la mano por la superficie de los muebles, como si al tocarlos pudiera viajar al pasado, a los años vividos con sus padres.

Benjamin Wilson se acercó a su mujer y le cogió una de sus manos. Ella sonrió agradecida y luego los invitó a sentarse alrededor de la mesa del comedor.

—¿Está todo bien? —preguntó Catalina preocupada.

Fernando relató detalladamente cuanto habían hecho y le entregó todos los documentos preparados por monsieur Dufort, además de un inventario de cuanto habían encontrado en la librería y en la casa. También les mostró la edición francesa del poemario de Marvin y se atrevió a solicitar permiso para editar los poemas de Brigitte Durand, la poetisa recomendada por el profesor Alain Fortier.

Pasaron el resto de la tarde hablando, poniéndose al día de las novedades de París, pero también de Alejandría. Ylena los echaba en falta, y el doctor Naseef les había dado un regalo para Adela. La principal novedad era que el capitán Pereira había llegado a puerto con el Esperanza del Mar.

Cuando Ylena le reprochó su larga ausencia, el capitán explicó que a punto había estado de naufragar en el Atlántico a causa de una galerna. Se había refugiado en un puerto africano donde estuvo varado unos cuantos meses hasta que el viejo Esperanza del Mar estuvo de nuevo listo para afrontar el misterio del mar. Pero ésa no había sido sólo su principal aventura. Una vez que logró llegar a Brasil, el barco tuvo una avería que por poco no dio con él en el fondo del mar.

A Catalina le emocionó saber que Pereira había preguntado por ella y por su hija, lamentando no encontrarlas en Alejandría.

Ya había caído la tarde cuando Benjamin Wilson propuso que los acompañaran a cenar al Ritz, allí los esperaban monsieur Dufort y su esposa. Catalina se disculpó alegando que no estaba vestida de manera apropiada y que tenía que cuidar de Adela, pero Sara insistió en que debían cenar todos juntos y que la niña no sería ninguna molestia. En realidad, Adela había pasado la tarde entretenida coloreando un cuaderno.

Formaban un extraño grupo en el elegante comedor del Ritz. Sara vestía un traje de seda color burdeos; Benjamin Wilson, un traje azul marino tan oscuro que parecía negro. Doriane Dufort iba sobriamente vestida con un sencillo traje negro. Su esposo, Philippe Dufort, se había enfundado un traje oscuro con una corbata discreta. Catalina sabía que tanto ella como Fernando desentonaban, puesto que vestían con ropa de trabajo, ella una falda de tweed y una blusa con una rebeca y Fernando un jersey y pantalones de pana. Adela tampoco iba vestida de manera apropiada. Pero nadie parecía fijarse en ellos.

Benjamin Wilson y Philippe Dufort dedicaron buena parte de la velada a hablar de la conferencia de presidentes que se estaba celebrando en Potsdam y de la ausencia de Churchill, que había perdido las elecciones.

«Ningún hombre es imprescindible», afirmó monsieur Dufort, lo que Wilson le rebatió diciendo que «sin Churchill no se habría ganado la guerra. Él fue el único que nunca dudó de que había que hacer frente a Hitler. A nuestros amigos norteamericanos les costó decidirse, aunque he de reconocer que sin ellos habría sido más difícil la victoria». Dufort replicó señalando que si bien la ayuda norteamericana había sido importante, «no hay que olvidar los millones de muertos que han puesto los rusos».

Catalina los escuchaba en silencio y Fernando apenas intervenía. Sara parecía distraída y en cuanto a la pequeña Adela, ni siquiera se hizo notar. Su madre le había advertido que no debía molestar.

A Dufort le preocupaba lo que Truman, Stalin y el nuevo premier británico, el laborista Clement Attlee, pudieran acordar en Potsdam. Benjamin Wilson no tenía dudas de que las decisiones que acordaran los tres presidentes marcarían el futuro de Europa. Comentó que Sara se quedaría en París, pero que él pensaba viajar a Berlín en los próximos días.

Después de cenar y cuando se estaban despidiendo en la puerta del hotel, Sara abrió el bolso y sacó dos sobres.

—Guardaba esta sorpresa para vosotros —dijo entregando un sobre a Fernando y otro a Catalina.

Catalina estuvo a punto de gritar cuando reconoció la letra redonda y apretada de su madre en la dirección del sobre. Fernando no dijo nada.

Ambos ansiaban estar a solas para leer las cartas. Apenas hablaron durante el trayecto del Ritz a la rue de Sèvres. Los Dufort tampoco hicieron nada por avivar la conversación.

Querida hija:

Siento tanta emoción como nervios al pensar que esta carta llegará a tus manos. Mientras escribo no puedo dejar de mirar la foto de tu hija, de mi nieta, a la que has puesto de nombre de Adela, igual que se llamaba mi madre.

No termino de comprender por qué no escribes a casa directamente, por qué no podemos saber dónde estás y las únicas noticias que hemos tenido nos han llegado de manera misteriosa. Un hombre se acercó a Isabel, la madre de Fernando, para decirle que si queríamos mandaros alguna carta, él la recogería un par de días después. Isabel me avisó de inmediato. Yo no comprendo por qué debe ser así, pero ella parece aceptar que no puede ser de otra manera.

Perdona, no quiero que mis primeras palabras puedan parecerte un reproche, nada más lejos de mi intención, porque si algo deseo con ansia es volver a tenerte cerca y poder abrazarte y cuidaros a ti y a Adela.

Y ahora la mala noticia que tanto me cuesta anunciarte. Hija, ya sabes de la mala salud de tu padre. Desde que te marchaste fue empeorando día a día, parecía que había perdido el gusto por vivir y las ganas de luchar. Supongo que no habrás olvidado a Juan Segovia, nuestro médico y amigo que ha sido de gran ayuda en estos años en que se iba agravando la enfermedad de tu padre. Gracias a él pudo estar bien atendido en las cuatro ocasiones en que le ingresaron en el hospital, la última hace menos de un mes. Desgraciadamente, tu padre ha sufrido una embolia y se ha quedado sin habla y paralizado de medio cuerpo. Con todo lo que ha sufrido por su hígado enfermo, ahora esto.

Catalina, hija, te pido que, si puedes, regreses a España. Tu padre te quiere y ha sufrido y sufre tanto como yo tu ausencia, por más severo que se haya mostrado contigo. Siempre ha pretendido lo mejor para ti y para la familia y pensaba que la manera de protegerte en esta nueva España es que hicieras un buen matrimonio con alguien afecto y bien relacionado con el Régimen. Se equivocó, sí, y nunca se lo ha perdonado. Quiero que sepas que incluso se atrevió a enfrentarse con don Antonio cuando éste expresó un juicio negativo sobre ti.

Con esto sólo quiero decirte que no debes juzgar a tu padre porque, aunque equivocado, siempre ha actuado pensando en lo que él creía sería tu beneficio.

Antes de darle la embolia estuvo unos días entre esta vida y la otra, parecía agonizar y me dolía el alma al escuchar cómo te llamaba angustiado. Pero Dios ha querido que viva, aunque los efectos de la embolia le tienen postrado y apenas se le entiende cuando habla.

Tu padre, lo mismo que yo, fuimos educados para una existencia apacible, y ya ves, tuvimos que sobrevivir a una guerra para ver cómo nuestras familias sufrían el odio de personas que ni siquiera conocíamos.

Hija, me atrevo a pedirte que regreses, que vuelvas con nosotros a tu casa. Sé que para tu padre será un alivio tenerte cerca y que conocer a su nieta le proporcionará tanta alegría como a mí.

En cuanto a las habladurías… ¡qué le vamos a hacer! Claro que nos criticarán, pero no podemos parar nuestras vidas por los comentarios de los demás. Alzaremos la cabeza con orgullo y no permitiremos que nadie menosprecie a Adela por no tener un padre que la haya reconocido. Porque eso es lo que sucede, ¿me equivoco? Si ese americano se hubiera comportado como un hombre de bien se habría casado contigo y habrías regresado, de manera que deduzco que tu ausencia sigue siendo consecuencia de la falta de comportamiento honorable de Marvin Brian.

Tu tía Petra te ha perdonado y me insiste en que te lo haga saber. Le causaste una gran disgusto cuando te escapaste, puesto que estabas a su cuidado, y no podía dejar de reprocharse no haber sido capaz de impedírtelo. La pobre lloró durante meses y cada vez que venía a casa no dejaba de pedirnos perdón, además de tener que encajar los reproches de tu padre. Tanto sufrió que se puso enferma, estuvo una temporada que no podía comer, adelgazó mucho. Ahora ya está más tranquila y desea tanto como yo conocer a Adela. Dice que si algún día regresas con ella a Madrid se encargará de que le den una plaza en el colegio de las Teresianas, donde continúa dando clases de piano. Ya sabes que es un buen colegio y además está cerca de casa, en la Corredera.

Para tu tranquilidad debes saber que Antoñito está felizmente casado. Mari Paz Nogués, la hija de don Fidel el abogado, parece haber conseguido que siente la cabeza.

Mari Paz siempre fue una buena chica, dulce y religiosa. Ya han tenido dos niños, y está embarazada del tercero. No imaginas cómo presumen don Antonio y su esposa de nietos, y Antoñito se comporta como si no hubiera otros niños en el mundo que los suyos. No te diré que se ha refinado porque eso es imposible, pero al menos está más apaciguado.

Prudencio, el hermano de don Antonio, ha sido ascendido a capitán y ocupa un puesto relevante en Intendencia. En cuanto a Paquita y Mariví, las hermanas de Antoñito, siguen solteras, lo que no es de extrañar.

Lo único que me entretiene es ir a misa. Sigo yendo a San Ginés, que tanto te gustaba, a la Encarnación, donde suelo encontrarme con Isabel, aunque ella como yo no podemos dejar de ir a escuchar misa a la parroquia de Santiago.

Don Bernardo continúa preguntando por ti. Me ha recriminado que no le diga dónde estás y por qué te fuiste; incluso llegó a amenazarme en el confesionario con no darme el perdón si no le decía la verdad. Pero me mantuve en mis trece y me atreví a responderle que si no quería confesarme y darme el perdón de Dios por mis faltas, iría a otra iglesia y buscaría otro confesor. No soy tan simple como para creer que puedo ofender a Dios por no decirle a don Bernardo dónde estás, lo cual, por otra parte, no sé.

A Piedad, la madre de Eulogio, la suelo encontrar por el barrio y siempre nos saludamos con afecto, incluso ha venido en alguna ocasión a merendar a casa junto con Isabel. Admiro su entereza de no bajar la cabeza ante los que tanto la han criticado por esa amistad que tenía con don Antonio. Aunque continúa siendo una mujer guapa, el sufrimiento le ha dejado huella. No saber de su hijo es el peor tormento, aunque en la carta que Fernando escribió a su madre aseguraba que Eulogio estaba bien.

Me pregunto quiénes somos para juzgar a los otros. Todos tenemos nuestros pecados y debilidades.

Don Bernardo me suele echar en cara que muestre tanta simpatía por Piedad, pero he de decirte, hija, y que Dios me perdone, que últimamente me complace fastidiar a don Bernardo, así que me permito pequeñas transgresiones que estoy segura a Dios no le importan, como ser amable con Piedad, e incluso haberla invitado a tomar café en nuestra casa. Creo que Dios no me va a castigar por eso. Es más, te diré que no creo que Nuestro Señor, que se sacrificó por nosotros en la Cruz y es todo bondad y misericordia, vaya a mandarme al Infierno, y ni siquiera al Purgatorio, por mostrar mi simpatía a Piedad. Si voy al Infierno, que Dios no lo quiera, será por otras faltas.

En cuanto a Isabel, continúa siendo una mujer tan digna como siempre. Tiene esa autoridad natural que hace que todos la respeten. Es una buena mujer que sufre la ausencia de Fernando, al igual que yo sufro la tuya y Piedad la de Eulogio.

El hombre que recogió nuestras cartas le aseguró a Isabel que pronto las tendríais en vuestras manos. Ojalá sea así, pero, sobre todo, ojalá regreses con nosotros.

Tu madre que te quiere,

ASUNCIÓN

Adela se había quedado dormida vestida sobre la cama sin que Catalina se diera cuenta, tal era su impaciencia por leer la carta de su madre. Se acercó a su hija y la abrazó mientras lloraba. La nostalgia que sentía era tan fuerte que lo único que deseaba era hacer la maleta y regresar inmediatamente a Madrid. Pero sabía que no podía dejarse llevar por la nostalgia, que pese a la bondad de su madre y al perdón de su padre, la vida no sería fácil para ellos si se presentaba soltera y con una hija. Conocía demasiado a sus vecinos y a sus antiguas amigas del colegio, algunas no dudarían en criticarla con crueldad por ser madre soltera.

No, no podía regresar por el daño que infligiría a sus padres, pero también a Adela. Sería condenar a su hija a sufrir el estigma de hija de madre soltera.

Se quedó un buen rato llorando mientras abrazaba a Adela. La niña dormía ajena a sus lágrimas. El suyo era el sueño de la inocencia.

Catalina escuchó los pasos nerviosos de Fernando. También él se había refugiado en la soledad de su cuarto para leer la carta de su madre. Sin duda Isabel le pediría a su hijo que regresara, lo mismo que su madre le pedía a ella. Pero ninguno podía hacerlo. Ella por proteger a Adela y también por ser cómplice de Fernando al proporcionarle el arma para que matara a aquellos dos hombres. A veces se preguntaba si Fernando se había arrepentido de haberlos matado. Tenía que admitir que ella no se arrepentía de haberle entregado aquella pistola que su tía Petra guardaba celosamente porque había pertenecido a su marido durante la guerra. Sí, era cómplice de las muertes de aquellos hombres y algún día debería confesarse porque hasta entonces no lo había hecho, por más que en Alejandría estuvo tentada de hacerlo con el padre Lucas. Si no lo hizo fue porque aquel secreto no le pertenecía sólo a ella, y tampoco traicionaría a Fernando aunque eso le supusiera la condenación eterna. El pensamiento la sobresaltó y decidió que lo confesaría en su lecho de muerte cuando ya fuera muy anciana y nadie pudiera hacer nada contra ellos.

Mi querido Fernando:

Qué alegría siento al saber que pronto tendrás esta carta en tus manos.

Hace unos días que el hombre de siempre se me acercó cuando salía de la farmacia de don Luis Ramírez, que es donde ahora trabajo. Me dijo que si quería podía escribirte y él te haría llegar la carta. También me indicó que si la madre de Catalina quería escribir una carta a su hija, también se la haría llegar. La primera vez que le vi me sobresaltó, pero ahora rezo para que aparezca porque sé que voy a tener noticias tuyas, así que no puedo dejar de sonreír en cuanto le veo.

Hijo, no dejo de rezar por ti, de pedirle a Dios que te proteja y te guíe. Sé que eres un hombre de bien y que siempre tendrás presente los principios que te inculcó tu padre.

Sueño con el día en que, en vez de ese hombre, seas tú el que se acerque para poder abrazarte. Hasta que llegue ese día me conformo sabiendo que estás bien, según me asegura ese extraño mensajero cuando intenté sonsacarle. Es un hombre parco en palabras, pero afirma saber que te encuentras en perfecto estado y que las cosas te van bien aunque se niega a decirme dónde estás.

Hijo mío, sigo sin comprender por qué no puedes decirme dónde te encuentras, pero respeto tu decisión porque estoy segura de que tienes una razón poderosa para no contarlo.

Lo único que el hombre se atreve a decir es que Catalina está contigo, y eso me tranquiliza tanto por ella como por ti. Sé que os cuidaréis el uno al otro.

Me pregunto si Catalina y tú habéis decidido unir vuestras vidas, casaros y tener hijos, o si, por el contrario, sólo seguís siendo amigos, como lo sois desde niños. También me pregunto qué es de Eulogio, y por qué no escribe a su madre. Piedad sufre en silencio. ¿Continúa Eulogio con Catalina y contigo? Házmelo saber para poder tranquilizarla. También se interesa por el americano, por Marvin Brian; está convencida de que si puede os echará una mano. En cuanto a España… te supongo enterado de lo que sucede porque, por lejos que estés, leerás algún periódico en que den noticias de aquí.

Hay miedo, Fernando, miedo porque continúan los fusilamientos; siguen firmando sentencias de muerte. Hay muchos hombres y mujeres en las cárceles sin que sus familias sepan qué será de ellos. Muchos de nuestros amigos han sido fusilados, otros siguen a la espera de sentencia. En nuestro barrio hay muchos hombres que tampoco han vuelto.

Nadie se atreve a decir en voz alta lo que piensa salvo, claro está, los afectos al nuevo Régimen. Ellos sí pueden expresarse con libertad, una libertad de la que carecemos los demás y a la que renunciamos no sólo porque perdimos la guerra, sino para no seguir perdiendo. Los vencidos nos hemos convertido en supervivientes, en nada más. Por eso, hijo, aunque siento un dolor profundo por no tenerte cerca, al mismo tiempo deseo que estés en un lugar donde seas un hombre libre, donde no tengas que morderte la lengua para evitar decir lo que piensas, donde puedas caminar tranquilo sin miedo a ser detenido porque alguien te señale como desafecto al Régimen.

Espero que algún día me pidas que vaya a verte. No dudes que acudiría de inmediato, sin importar lo lejos que puedas estar.

Sólo me queda imaginar cómo será tu vida mientras la mía transcurre sin más novedad que la de seguir trabajando en la farmacia de don Luis. Le estoy muy agradecida, tanto a él como a su esposa, doña Hortensia, por confiar en mí. Sé que torcerás el gesto y que si estuvieras aquí me dirías que cómo puedo estar agradecida a este matrimonio, a los vencedores de la guerra y yo misma me lo reprocho. Ellos creen que lo mejor para España es que hayan ganado los suyos, los nacionales; nosotros creemos que ha sido una tragedia porque han acabado con la esperanza de seguir construyendo un país libre y democrático. El nuevo régimen lo único que ha sembrado es muerte, persecución y desesperanza. En cualquier caso, los Ramírez tienen la delicadeza de no hacer jamás comentarios que puedan ofenderme. Al contrario que otra gente, jamás hacen alarde de estar en el bando de los que ganaron. Doña Hortensia suele comentar que debemos pensar en el futuro en vez de darle vueltas al pasado. A ella le mataron a un hermano, y los muertos, Fernando, nos duelen a todos por igual.

En el barrio todo sigue más o menos igual salvo que don Ernesto está muy enfermo, sufrió una embolia que le tiene paralizado medio cuerpo. Asunción le cuida noche y día y procura tranquilizarle. Ya sabes que tenían muchas deudas. El hermano de don Ernesto se sigue haciendo cargo de las tierras, pero éstas no dan para mucho, así que viven con modestia sin que Asunción se queje. Es una mujer buena que, aun con lo poco que tiene, procura hacer el bien. Como ves, Fernando, Asunción es otro ejemplo de que las buenas personas lo son aunque sus ideas no sean las mismas que las nuestras. No quiero con esto que creas que pienso que todas las ideas son buenas, no, no lo son. Hay ideas monstruosas que sólo provocan muerte y desolación, que no respetan a los demás, pero no es el caso de Asunción y Ernesto, que son muy de derechas y monárquicos, pero no por eso son mala gente.

De don Antonio poco hay que decir, salvo que parece un pavo presumiendo de consuegro. Por cierto, Antoñito se casó con Mari Paz, la hija de don Fidel Nogués. No sabes lo satisfecho que se ve a don Antonio y su esposa. Incluso Antoñito parece contento. En cuanto a Mari Paz, siempre ha sido una chica modosa y parece aceptar sin rechistar al marido y a su parentela. Ya son padres de dos niños y está otra vez embarazada.

Quiero pedirte, Fernando, que intentes convencer a Eulogio para que escriba a su madre. Piedad no se merece tanto sufrimiento. Los hijos no deberían juzgar a sus padres y menos que nadie Eulogio, porque su madre hizo el mayor de los sacrificios para intentar protegerle. Cuando hables con él intenta que lo comprenda. Los domingos solemos ir a pasear. Viene a buscarme cuando salgo de misa a las doce y si hace buen tiempo, caminamos por la Gran Vía e incluso nos tomamos un café en «Viena Capellanes». Alguna tarde de domingo Asunción nos invita a merendar. Ernesto está quieto en su sillón con la mirada perdida, pero creo que agradece que le hagamos compañía a su esposa.

Fernando, querido hijo, ¿cuándo podré verte? Debes saber que no tengo otra ansia que abrazarte y que sólo eso me da fuerzas para vivir.

Te quiere siempre,

TU MADRE

Benjamin Wilson no tardó en viajar a Berlín. Parecía impaciente por estar cerca de Potsdam, el lugar donde, insistía, Stalin, Truman y Attlee estaban decidiendo el futuro del mundo. Sara no quiso acompañarle. Estaba empeñada en volver a hacer del que había sido el hogar de su infancia y juventud la casa de su madurez por más que, como le confesó a Fernando, sabía que su marido nunca querría trasladarse de manera definitiva a París, pero al menos no ponía inconveniente en que tuvieran una casa en la que pasar largas temporadas. Ella necesitaba París tanto como su esposo Alejandría y Londres.

«Aunque es medio inglés, le corre por las venas el veneno de la fascinación por Oriente», explicaba Sara.

Era más que evidente que los Wilson disponían de una fortuna considerable porque, de lo contrario, no habría sido posible que compraran un piso contiguo al suyo de la primera planta del viejo edificio de la rue des Rosiers, donde estaba la librería. Benjamin estaba dispuesto a complacer en todo a su esposa, siempre que no le obligara a vivir en un lugar en el que no dispusiera de espacio suficiente. Las ventanas y terrazas de su casa en Alejandría tenían como horizonte el mar y necesitaba no sentirse comprimido entre las vetustas paredes de la casa que Sara había heredado de sus padres.

Así que ella se dedicó con entusiasmo a las obras que harían de aquella primera planta no sólo su hogar en París, sino también un espacio independiente para que su marido tuviera un despacho desde el que pudiera dirigir sus negocios.

Fernando le había pedido a Wilson que en su viaje a Alemania hiciera lo imposible por averiguar el paradero de Eulogio. Seguía sin saber nada de él.

Los meses pasaban deprisa. Catalina y él se instalaron en la rutina, salvo que ahora tenían que contar con la opinión de Sara, que no sólo estaba atenta a la remodelación de la casa sino también al catálogo de publicaciones que Fernando tenía preparado. La librería Rosent volvía a ser punto de referencia en la venta de los libros de la mejor poesía; asimismo, volvía a editar a nuevos talentos literarios, de ahí que aguardaran impacientes las opiniones sobre el poemario de Brigitte Durand, la recomendada por el profesor Fortier. A Sara le habían entusiasmado tanto los poemas como la autora, una joven de apariencia poco agraciada pero con una sensibilidad y talento extraordinarios.

Sara apreció que Fernando se dejara aconsejar por Alain Fortier. No sólo porque fuera un reputado profesor de Literatura, sino porque sin su dirección habría estado perdido en el París literario, por más que hubiera llamado a todos los poetas que en el pasado fueron publicados por monsieur Rosent. Sin embargo, unos habían sido deportados a los campos de exterminio alemanes de los que nunca regresarían, y en otros la huella de la guerra había secado su imaginación poética, y su única preocupación parecía ser la de reencontrarse consigo mismos y sobrevivir. Aun en medio de la confusión, Fortier fue capaz de recomendar a algunos de sus alumnos de los que estaba seguro tenían un gran talento como poetas.

Adela comenzó a ir a la escuela el día en que Japón firmaba su rendición. La guerra se había prolongado un poco más en Oriente, hasta que los norteamericanos decidieron poner punto final con el lanzamiento de una bomba atómica en Hiroshima y posteriormente otra en Nagasaki. Pero Europa era también un gran solar repleto de muertos, por lo que sus habitantes no se conmovieron en exceso por los efectos terribles de aquellas bombas destructoras.

Catalina y Fernando habían decidido seguir viviendo en el apartamento abuhardillado de los Dufort, e incluso habían insistido a Sara para que les permitiera pagar ellos el alquiler.

Sara no había puesto ninguna objeción a que Catalina trabajara en la librería atendiendo a los clientes para que Fernando se dedicara con más ahínco a la edición con la ayuda de Alain Fortier. Ni a Catalina ni a Fernando se les ocurrió pedir que les pagaran un sueldo, pero fue Benjamin Wilson el que estableció el salario que debían cobrar ambos y se mostró generoso en la cantidad. Precisamente por eso, tanto Catalina como Fernando decidieron que no podían seguir viviendo de nada que no fuera su trabajo.

Para la pequeña Adela habían encontrado plaza en un liceo cerca de la rue des Rosiers. Por las mañanas iban los tres en metro hasta allí.

A Catalina le preocupaba cómo se adaptaría su hija en el liceo, puesto que sólo chapurreaba el francés, pero Adela se hacía entender. Había desarrollado un lenguaje propio en el que mezclaba el español, el árabe y el inglés, algo de griego y ahora había incorporado el francés.

La vida podría haber sido casi agradable si no fuera por el vacío que provoca el exilio, teniendo que reprimir el deseo de abrazar a los seres queridos.

En diciembre, Benjamin Wilson regresó a París acompañado de Marvin y Farida. En cuanto a Eulogio, para desesperación de Fernando, Wilson le aseguró que sus hombres le estaban buscando por toda Europa, pero que parecía que se había esfumado. Fernando insistió en que debían seguir buscando y Wilson, quizá para no desanimarle, se comprometió a hacerlo.

En cuanto a Marvin, pasaría unos días en París. Sara y Benjamin pidieron a Fernando que organizara un recital poético al que invitarían a personas muy destacadas. Su último poemario, Cuaderno alemán, había sido alabado por los críticos más exigentes de los diarios norteamericanos y europeos, como antes lo había sido Cuaderno de la Guerra Civil Española o Cuaderno de Alejandría. Marvin ya formaba parte del Olimpo de los elegidos.

Sara quiso que Alain Fortier se encargara de las invitaciones; él sabía mejor que nadie a quién debían invitar.

Fernando no ocultó que le preocupaba la reacción de Catalina cuando supiera que Marvin se encontraba en París.

Wilson carraspeó y le miró fijamente.

—Usted verá cómo se lo dice a Catalina. Nosotros no queremos inmiscuirnos en los asuntos privados ni de ella ni de Marvin, pero él ha puesto como condición para venir a París que le libremos de la presencia de su amiga. Teme que ella se empeñe en querer verle. Tengo especial aprecio por Farida, somos amigos desde que éramos jóvenes, y a ella le preocupa que a Marvin le pueda afectar cualquier escena que pudiera hacer Catalina —le explicó a Fernando.

—Yo no puedo evitar que Catalina quiera ver a Marvin. Él está en su derecho de negarse, pero también ella tiene derecho a intentarlo.

Benjamin Wilson no era hombre que aceptara que le contrariaran, así que apretó los labios mientras desviaba unos segundos la mirada, para responder a continuación:

—Lo siento, Fernando, pero mi prioridad es Marvin Brian. No sólo porque somos sus editores y nos debemos a él, también porque fue Sara quien le tuteló en sus primeros pasos como poeta convenciendo a su padre para que le prestara atención. Sara tampoco puede olvidar el valor de Marvin y Farida al venir a Francia en plena guerra para intentar salvar a su padre, por más que desgraciadamente, como bien sabe, falleciera cuando estaban a punto de cruzar la frontera.

—También Eulogio ayudó a monsieur Rosent —respondió Fernando.

—Sí, así es. —El tono de voz de Benjamin Wilson se había endurecido.

Los dos hombres se miraron a sabiendas de las dificultades de la situación. Pero ninguno podía dar un paso atrás. Ambos tenían compromisos irrenunciables y contrapuestos, aunque Fernando era consciente de que si rompía con los Wilson, París dejaría de ser el refugio seguro que se había convertido para él y para Catalina. No era fácil sobrevivir en la ciudad como refugiados.

Pasó el resto del día distraído y le sorprendió que Sara no le hiciera ningún comentario sobre Marvin, aunque tampoco tuvieron ocasión de estar a solas porque estuvieron con Alain Fortier repasando los libros pendientes de edición. Luego, a la hora del almuerzo, ella se marchó, despidiéndose hasta el día siguiente. Fernando no dudaba de que iba a encontrarse con Marvin y Farida.

Esperó hasta la noche para hablar con Catalina. Adela estaba dormida y se sentaron a comentar las incidencias del día, como hacían todas las noches después de cenar.

—Marvin está en París —le dijo sin miramientos.

Catalina se sobresaltó. Sintió una incomodidad profunda. Tenía claro que debía conseguir que Marvin reconociera a Adela y no sólo eso, también que se casara con ella para darles a ambas respetabilidad. Pero no se engañaba, hacía tiempo que sus sueños de amor con él se habían ido diluyendo. A veces se preguntaba si en realidad había estado enamorada.

El silencio se había instalado entre los dos. Fernando esperaba que Catalina hablara, pero ella necesitaba ordenar sus emociones antes de hacerlo.

—Mañana mismo iré a verle. Supongo que estará en su apartamento de la rue de la Boucherie.

—No lo sé. Wilson sólo me ha dicho que él y Farida están en París. Quiere que organice un recital poético. Fortier se encargará de elegir el lugar y los invitados.

—¿Qué más te ha pedido Wilson? —Catalina le miraba fijamente. Conocía demasiado bien a Fernando y por eso sabía que se guardaba algo.

—Los Wilson no quieren que te acerques a Marvin. Él ha puesto como condición para venir a París que te impidan importunarle. Farida cree que eso le afectaría.

El rostro de Catalina se contrajo en un gesto de rabia.

—Pero ¡cómo se atreven! ¡Nadie puede impedirme que intente hablar con Marvin! ¡Nadie! Me fui de España para encontrarle. He pasado por… tú sabes todo por lo que hemos pasado, y ahora pretenden que me cruce de brazos. ¡No lo haré!

—No grites, vas a despertar a Adela.

—Hablaré con Marvin, tiene que escucharme. Veremos si tiene el valor de mirarme a la cara y decirme que se desentiende de su hija. Si lo hace, es que es… es… es un miserable.

—Cálmate. Debemos pensar en lo que hay que hacer.

—¿Debemos? ¿Quiénes? —preguntó ella con suspicacia sabiendo la respuesta.

—Debemos pensar en lo que es mejor para ti y para Adela.

—¿Y para ti también? —Dijo estas palabras con rencor, como si Fernando fuera un extraño.

—Hemos hecho un largo viaje juntos, Catalina; unimos nuestra suerte, y juntos hemos llegado hasta aquí. Todo lo que tiene que ver contigo me afecta y tiene una repercusión en mi vida.

—Si vas a pedirme que renuncie a ver a Marvin…

—No, no te lo voy a pedir. Le he dicho a Benjamin Wilson que ésa es una decisión tuya. Naturalmente, lo que decidas tendrá consecuencias.

—¿Nos van a echar? —preguntó ella airada pero con cierto temor.

—Me ha dejado claro que los Wilson-Rosent son sus editores y tienen deberes para con Marvin, pero que además los lazos de amistad son muy fuertes tanto con él como con Farida. Supongo que prefiere evitar el conflicto. Sinceramente, no sé qué decisión tomarían si Marvin… bueno, si Marvin se sintiese presionado por ti.

—Iré a verle, Fernando. Lo haré. Es mi deber para con mi hija, pero también para con mis padres.

—Puedo intentar hablar con él…

—Ya lo hiciste en Alejandría y sabemos el resultado.

—Ha pasado mucho tiempo, quizá ahora me escuche.

—Pero ¡qué clase de hombre es Marvin que teme hablar conmigo!

—En realidad no le conozco lo suficiente, nunca simpaticé demasiado con él, ya lo sabes.

—Eres su editor.

—Sí, soy su editor y como tal reconozco que es uno de los mejores poetas que haya leído nunca. Valoro y aprecio al poeta, pero eso no lo extiendo al hombre. Se puede ser un genio y un miserable.

—Iré a verle, Fernando.

—Antes déjame intentarlo, por favor.

—¡No! Hay cosas que tiene que hacer una misma. Sé que siempre te has desvivido para protegerme, pero en este asunto rechazo tu protección. Compréndeme.

No hablaron más. Fernando sabía que no tenía otra opción que dejarla hacer.

Llovía y el viento apenas le permitía avanzar. Se había levantado muy temprano. Le había dejado una nota a Fernando diciéndole que llegaría tarde a la librería.

Adela caminaba cogida de su mano. Habían tomado el metro hasta Notre-Dame y le hubiera gustado rezar un padrenuestro pero la catedral estaba cerrada. La lluvia le había empapado el abrigo. Le subió el cuello del abrigo a Adela y apretó su mano.

El portero estaba barriendo el portal y, desconfiado, se plantó delante bloqueándole el paso cuando quisieron entrar.

—Buenos días, señorita.

—Buenos días, señor.

—¿Qué desea? —preguntó el portero, observándola de arriba abajo para luego desviar la mirada a la pequeña, que permanecía en silencio.

—Voy a casa del señor Brian —respondió ella con una falsa seguridad.

—El señor Brian… pues tendrá usted que esperar a que sea yo quien pregunte a los señores si la pueden recibir. Tengo órdenes de impedir que nadie los moleste —respondió ufano de la responsabilidad que le habían encomendado.

—Soy una amiga del señor Brian. Dígale que está aquí Catalina Vilamar.

El portero dudó un segundo. Temía que aquella joven no se conformara con esperar en el portal e intentara seguirle al apartamento del americano. Iba a coger el ascensor, pero pensó que entonces ella vería el piso al que iba y decidió subir andando los dos pisos aunque su artrosis se resentiría.

Llamó al timbre repetidamente. Parecía que no hubiese nadie en el apartamento, aunque él sabía que no era así porque no había visto salir ni a Brian ni a la elegante señora con la que había llegado y que se comportaba como si fuera su esposa.

La puerta se entreabrió. La señora estaba envuelta en una bata de seda. El portero se disculpó y le anunció la presencia de una señorita con una niña que aguardaban en el portal. Farida no pareció sorprenderse cuando escuchó de labios del portero el nombre de Catalina Vilamar.

—Dígale a esa señorita que el señor Brian no la recibirá. Y que por favor no insista en visitarle. No la recibirá ni hoy ni en ninguna otra ocasión.

Al portero le sorprendió la rotundidad de la respuesta y apenas le dio tiempo a decir palabra porque Farida había cerrado suavemente la puerta.

Catalina esperaba impaciente paseando por el portal.

—¿Puedo subir? —preguntó ansiosa.

—Lo siento, señorita, pero la señora dice que el señor Brian no la puede recibir.

—¿Le ha dicho cuándo…?

El hombre se sintió incómodo y dudó antes de susurrar:

—La señora dice que el señor Brian no la verá tampoco otro día. Lo siento.

Ella se quedó quieta, como si no pudiera despegar los pies del suelo. Había temido aquella respuesta. En realidad no se engañaba, casi se la esperaba.

Entonces sacó un sobre del bolsillo y se lo dio al portero.

—Por favor, le agradecería que se lo entregara al señor Brian. Pero a él personalmente.

El portero cogió el sobre asegurándole que así lo haría, y no tuvo más remedio que cumplir porque Catalina se quedó aguardando a verle desaparecer en el ascensor. No se iría hasta saber que su carta estaba en manos de Marvin. La había escrito la noche anterior previendo que él se negara a verla.

Sentía náuseas y deseos de llorar, pero se mantuvo serena mientras esperaba a que el portero regresara.

—Se la he entregado a la señora. Ella me ha asegurado que se la dará.

Farida acababa de cerrar la puerta cuando, al volverse, se encontró a Marvin de pie en la puerta del salón, aguardando impaciente.

Ella le tendió la carta que él estuvo a punto de rechazar.

—No nos dejará en paz —afirmó Marvin con un punto de angustia en la voz.

—No, no lo hará —asintió Farida.

—Entonces nos iremos. Volvamos a Nueva York —propuso él.

—No debes hacerlo. Es importante que los críticos franceses te apoyen; por lo que Sara nos ha dicho, están deseando verte, entrevistarte, acudir a tu recital. Eres un poeta, Marvin, y tienes obligaciones para quienes te leen porque son ellos los que hacen que seas lo que eres.

—Esa chica está loca. Cómo se le ocurre venir aquí con la niña.

Farida no respondió mientras se acercaba a él, luego le cogió de la mano.

—Voy a hacer un poco de café. Vuelve a la cama, te llevaré el desayuno.

—No, ya no podría volver a dormir. La insistencia de Catalina me saca de mis casillas.

—Sólo hay tres opciones: o hablas con ella o huyes o, simplemente, la evitas con firmeza como hasta ahora.

—¡Pero es que no se rinde! —protestó él.

—Tampoco te rindas tú —le aconsejó ella.

—Pero ¿cómo vamos a evitarla? Es capaz de presentarse en el recital y organizar un escándalo.

—No, no lo creo. No le conviene montar un alboroto. No ganaría nada y quedaría en evidencia.

—Entonces ¿qué hacemos?

—Lo que tenemos previsto: que Francia se rinda a tu nuevo libro de poemas. Le pediremos a Benjamin que se haga cargo de la señorita Vilamar.

—Lo ridículo de esta situación es que Fernando Garzo es mi editor y él es su principal protector.

—Tú mismo me has contado repetidamente que Garzo está enamorado de ella.

—La verdad es que no sentimos demasiada simpatía el uno por el otro… No entiendo por qué Sara decidió encargarle mi poemario en Alejandría… Vryzas podría haberlo hecho mejor.

—Sara es muy maternal… Vio algo en ese chico que la conmovió y decidió ayudarle. Monsieur Rosent era editor, y saber que el padre de Fernando también lo era y había muerto fusilado… supongo que pensó que debía ayudarle. En todo caso, debes reconocer que es un buen editor y que ha cuidado hasta el más pequeño detalle de tu poemario.

—Aun así, creo que le pediré a Sara que me cambie de editor. Me incomoda la sola idea de volver a ver a Fernando, sobre todo ahora que no está Eulogio.

Farida se quedó en silencio y él supo que ella en aquel momento no estaba allí sino navegando en las aguas grises de sus pensamientos. Intentando buscar sentido a un destino que había tejido una relación imposible entre Fernando, Catalina y ellos.

—Lee la carta mientras preparo el café —le dijo ella tras abrir la puerta de la cocina y cerrarla con suavidad.

Marvin abrió la carta y lo primero que vio fue una fotografía de una niña que parecía sonreírle. La metió en el sobre sin prestarle atención y se dispuso a leer la misiva.

Querido Marvin:

Si estás leyendo estas líneas es porque una vez más has rechazado hablar conmigo.

Sinceramente, no comprendo tu obstinación en esa negativa. ¿Qué mal te puede hacer que hablemos, que nos sinceremos el uno con el otro?

Después del tiempo transcurrido desde que nos conocimos en Madrid y que pasó lo que pasó, puedo entender, por más que me duela, que no estés enamorado de mí, que ni siquiera aquella noche yo fuera más que una chica que perdió el decoro dejándose seducir. Quizá me engañé creyendo que tú sentías el mismo enamoramiento que yo por ti. De manera que ya ves que acepto tu falta de amor, pero tenemos una hija, te he adjuntado una fotografía, y con ella tenemos obligaciones tanto tú como yo.

Ella no tiene la culpa de nuestros errores y merece que ambos nos sacrifiquemos para que pueda ir por la vida con la cabeza alta y no tener que sufrir la indignidad de que en su documentación figure que es hija de padre desconocido.

No te pido que te cases conmigo, ya no, por más que eso es lo que en conciencia deberías haber hecho, pero al menos reconoce a Adela, dale tus apellidos y ocúpate de ella cuanto puedas, que crezca sabiendo quién es su padre.

Nuestra hija ya va al colegio, y no hace mucho me dijo que todas sus amigas tenían un «papá» y me preguntó si podía llamar «papá» a Fernando, dando por hecho que es su padre. Le tuve que decir la verdad, que Fernando no es su padre, que su padre viaja mucho pero que pronto le conocerá. No te oculto que para ella supuso una decepción que Fernando no fuera su padre, pero no quiero que crezca con mentiras porque tarde o temprano tendrá que conocer la verdad.

Ni siquiera te pido que me ayudes a mantenerla. Soy capaz de hacerlo yo sola. Lo que te estoy pidiendo es que no hagas pagar a Adela nuestro error.

También te pido que no hagas recaer sobre Fernando nuestros problemas. Si te quejas a los Wilson puede que éstos nos despidan a los dos, lo que en mi caso estaría justificado, pero en el de Fernando sería una injusticia. En lo que a ti se refiere es el mejor editor que puedes tener, pero no sólo eso, es que es una persona honrada, un hombre cabal que nos ha ayudado lo que no imaginas tanto a Adela como a mí. Sin él estaríamos muertas.

Espero que tu conciencia te haga recapacitar y, por tanto, asumir cuanto antes que tienes una hija y obligaciones para con ella.

Quedo a la espera de tu respuesta.

Tuya afectísima,

CATALINA VILAMAR

Marvin empezó a arrugar con rabia la carta y la hubiese roto si Farida no hubiera entrado en aquel momento en el salón portando una bandeja con el café.

—Pero ¡qué estás haciendo! Vamos, no te comportes como un chiquillo —dijo mientras colocaba la bandeja en una mesita y recogía los folios del suelo.

Le sirvió una taza de café y se dispuso a leer la carta de Catalina. Cuando terminó, apuró su propio café.

—¿Qué te parece? —le preguntó Marvin.

—Sigo pensando que tienes tres opciones… —respondió Farida con naturalidad.

—Esa niña me es indiferente. No la considero un problema mío —replicó airado.

—Me temo que aunque no quieras, lo es, al menos hasta que Catalina Vilamar se convenza de que nunca, nunca, asumirás esa carga.

—Llamaré ahora mismo a Benjamin y a Sara. Me prometieron que Catalina no me molestaría —respondió Marvin.

—Una promesa imposible de cumplir. Ya lo sabíamos.

—Sí… En realidad no deberíamos haber venido —se quejó él.

—No vuelvas a decir esa tontería. Tienes que asumir que esa chica te seguirá a donde quiera que vayas e insistirá para que reconozcas a la niña. El reto es conseguir que no te afecte su insistencia.

—No puedo soportar su tozudez pretendiendo que asuma una responsabilidad que es sólo suya.

—En una cosa tiene razón… si te quejas a Benjamin, despedirá a Fernando… y sería injusto. Ese chico es buena persona y si Benjamin le despide, su vida aquí será harto complicada. Además, es un buen editor. Reconoce que el mejor libro que te han editado es tu último poemario, Cuaderno Alemán, tanto en la versión inglesa como en la francesa.

—Nunca congeniamos y, sin embargo, tú simpatizaste con él de inmediato.

—Sí, suelo simpatizar con todos aquellos que tienen que bregar con los fantasmas que les habitan. Y por Eulogio sabemos que hay dos fantasmas que le están acechando. En fin… te recomiendo que no cambies de editor.

—No sé… Y ya que hablas de Eulogio, me angustia que Benjamin no haya sido capaz de encontrar su rastro. No quiero pensar que haya muerto en uno de esos campos.

Cuando Catalina llegó a la librería Rosent, encontró la puerta de la trastienda abierta y a Fernando junto a Sara y Alain Fortier. Se acercó a saludarlos y sintió la rigidez del gesto de Sara.

Se puso a ordenar algunos estantes intentando recobrar la serenidad. Si trabajaba en la librería era gracias a la bondad de los Wilson. Si la despedían, volvería a depender enteramente de Fernando, y le resultaba insoportable ser una carga permanente para él por más que se había acostumbrado a su apoyo y a su presencia.

Llevaban casi cuatro años viviendo juntos y sólo tenía motivos de agradecimiento hacia él. Nunca había intentado sacar provecho de la situación de indefensión en que ella se encontraba y le había demostrado una afecto generoso e incondicional.

Sabía que si Marvin se quejaba a los Wilson de su insistencia para que reconociera a Adela, ellos, además de despedirla, podían prescindir de Fernando. Benjamin Wilson y Farida eran viejos amigos y no dudaría en complacerla.

Estaba preocupada con estos pensamientos cuando la voz de Alain Fortier la devolvió a la realidad. El profesor se estaba despidiendo. Le sonrió y en cuanto hubo cerrado la puerta se dirigió a la trastienda, donde Sara seguía sentada pero Fernando ya se había puesto en pie.

—Siento interrumpir, pero quería hablar con usted, señora Wilson.

Sara la miró con gesto serio pero la invitó a hablar.

—Como usted sabe, y si no lo sabe no tardará en saber, esta mañana me he dirigido con mi hija al domicilio de Marvin Brian. No ha querido recibirme, pero le he entregado al portero una carta para él. Sé que para usted y el señor Wilson esto supone una contrariedad. No quieren que nada moleste a Marvin ni a Farida. Lo comprendo, son sus amigos.

»Si mi presencia aquí les supone un inconveniente, entenderé que prefieran prescindir de mí. Pero le pido que mis asuntos personales, que me atañen sólo a mí, y por tanto soy yo la que decide lo que hago o no hago, no tengan repercusión en Fernando. Él no es responsable ni tampoco participa de mis decisiones.

»Le diré la verdad, señora Wilson: volveré a intentar hablar con Marvin, y si no lo consigo en París, ahora que la guerra ha terminado, le seguiré a donde quiera que vaya. De manera que asumo las consecuencias de mis actos. Y si usted y su esposo piensan que mi decisión inquebrantable de hablar con Marvin Brian les causa una gran contrariedad y un problema con el propio Marvin, comprenderé que me despidan de inmediato. Pero le suplico una vez más que Fernando no pague las consecuencias de mis decisiones, que le aseguro le son completamente ajenas.

Catalina había hablado de corrido, sin dar ocasión a Sara de que la interrumpiera. Fernando la miraba con desconcierto y a Sara se le notaba que estaba intentando sopesar las palabras que iba a pronunciar a continuación.

—Sí, nos has colocado en una situación incómoda —dijo—. Marvin ha telefoneado hace un rato a mi marido y le ha contado lo de tu presencia en su casa y la carta que le has escrito. Como tú misma reconoces, esto le ha supuesto una gran contrariedad. Si está en París es por lo mucho que he insistido en que viniera. Desde que publicamos su último poemario se ha consolidado como el gran poeta que es, me parecía imprescindible que regresara a París. «El Poeta del Dolor»… así le denomina la crítica en Estados Unidos y en Inglaterra. Y para él es importante recibir también el parabién de la crítica francesa, porque eso es tanto como tener garantizado el éxito en el resto de nuestra pobre Europa.

»Ahora que la guerra ha terminado, necesitaremos la poesía para volver a sentirnos humanos. —Sara habló con tristeza.

Fernando miraba a ambas mujeres sin saber qué decir. Catalina los había puesto en evidencia a los dos. Y aunque necesitaban el trabajo, no lo quería si eso implicaba una humillación.

Sara volvió a tomar la palabra:

—Tenemos un deber de lealtad para con nuestros autores, pero además, en el caso de Marvin se da una doble circunstancia: le descubrí yo. Aún recuerdo el día en que entró en esta librería y, nervioso, preguntó por mi padre. Le dije que no estaba y él me entregó una carpeta pidiéndome que se la entregara a mi padre. Me comprometí a hacerlo y de repente cuando se iba se dio la vuelta y, mirándome fijamente, dijo sonriente: «Quizá usted pueda leer mis poemas y si le gustan, recomendarme al señor Rosent». Y así lo hice, porque nada más comenzar a leer quedé cautivada por aquella sinfonía de palabras. Mi padre era el único que decidía qué merecía la pena publicar. Nunca hasta entonces me había ocupado de decidir qué autores editaba nuestro sello. Eso correspondía a mi padre. En él confiaban los poetas y, sobre todo, los críticos. Si mi padre editaba a alguien era porque su calidad poética era innegable. Yo estaba segura de que aquellos poemas del joven americano eran extraordinarios, pero aun así estaba inquieta por lo que mi padre pudiera opinar. Si cierro los ojos puedo verle diciéndome: «Hija, ahora sé que la editorial Rosent me sobrevivirá. Ese joven que me has recomendado tiene un talento poético extraordinario. Es tu autor. Encárgate de él». Hasta ese momento yo me ocupaba de la librería, pero a partir de entonces comencé a ayudar a mi padre en la edición. Marvin es «mi» autor y me siento especialmente orgullosa de él y de mí. He editado a otros poetas con enorme talento, pero ninguno significará para mí lo que significa Marvin.

Sara volvió a guardar silencio mientras Fernando cruzaba las manos incómodo y Catalina escuchaba atenta cada una de sus palabras.

—En cuanto a Farida —continuó Sara—, como bien sabes es una amiga muy querida para Benjamin, no sólo porque es una gran filósofa, una mujer cultivada y sensible, también porque crecieron juntos y se conocen bien. No hay nada que Benjamin pueda negarle a Farida, al igual que ella nada le negaría a él.

—Entonces no hay más que decir. Comprendo que tengan que prescindir de mí. Lo lamento porque nunca me había sentido tan útil como aquí. Los libros… nunca pensé que llegarían a ser tan importantes para mí. Recogeré mis cosas. No puedo más que darle las gracias por todo cuanto ha hecho por mí.

Catalina se dio media vuelta y Fernando la siguió. Sara no intentó retener a ninguno de los dos.

—Catalina, espera… —le pidió él.

—Lo siento, Fernando. Siento haberte colocado en esta situación. Tú mereces cualquier sacrificio mío, pero tengo una obligación superior con mi hija. Por favor, quédate, espero que los Wilson no te hagan pagar por mis problemas con Marvin.

Fernando se sentía abrumado por la situación, aunque si de algo no dudaba era de que su primera lealtad era para con Catalina. Así que regresó a la trastienda.

—Siento lo que ha pasado y quiero agradecerle cuanto han hecho por mí, por nosotros. Nunca podré pagar su generosidad. Espero que comprenda que…

—Tranquilízate, ¿acaso alguien te ha dicho que debas irte? No creo que debas hacerlo. Eres un buen editor y confío en ti. Has demostrado que tienes sensatez para llevar el negocio y sobre todo buen ojo para descubrir quién posee talento. No, no me gustaría prescindir de ti. Sé que Catalina es una buena chica y que ha cumplido bien con su trabajo en estos meses en que entre los dos habéis vuelto a abrir las puertas de esta casa. Aprecio la labor que ha hecho y tampoco me gustaría prescindir de ella, pero con su actitud hace muy difícil su permanencia aquí. Yo me debo a Marvin, Fernando. Eso tienes que comprenderlo. Ya has editado a unos cuantos poetas y por tanto sabes que te debes a ellos, que no puedes permanecer ajeno a sus circunstancias.

—No sé qué debo hacer —le confesó Fernando.

—Dile a Catalina que no se precipite. Que termine su jornada de trabajo. Yo voy a almorzar con Benjamin y con Marvin y Farida. Por la tarde volveré. Para entonces tendré una decisión definitiva respecto a Catalina. Pero en cuanto a ti, Fernando, nada ha cambiado; tu sitio aquí no está en cuestión.

Catalina se estaba poniendo el abrigo cuando Fernando la retuvo. Hablaron entre murmullos, pero no pudo convencerla para que se quedara. Los dos sabían que ella no cejaría en su empeño de seguir a Marvin hasta lograr que reconociera a Adela y que los Wilson no podían consentir que alguien que trabajara para ellos constituyera una pesadilla para su querido poeta.

—Pero no lo estropeemos todo. Tú debes quedarte. ¿Qué ganaríamos si nos despidieran a los dos? —razonó Catalina.

Fernando asintió incómodo consigo mismo. No quería dejar la librería, pero su conciencia le empujaba a ser solidario con Catalina. Y así se lo dijo. Ella insistió, incluso apeló a que debían ser prácticos. Si él dejaba a los Wilson, ¿de qué comerían? No sería fácil encontrar un buen empleo en París y mucho menos un lugar donde vivir tan agradable como era el apartamento que les habían alquilado los Dufort a un precio asumible para ellos.

El resto del día Fernando lo pasó inquieto, a disgusto, preguntándose qué debía hacer y odiando íntimamente a Marvin Brian, al que hacía causante de todos los problemas que arrastraban. En ningún momento se le ocurrió reprochar a Catalina su empecinamiento. En realidad tenía a Marvin por un miserable, un hombre cobarde que se escondía de una mujer de la que se había aprovechado. Él mismo había sido testigo cuando los encontró sobre la hierba, ella bajo los efectos del vino peleón con el que Antoñito había celebrado su cumpleaños y Marvin abusando de la situación. Ella era entonces poco menos que una chiquilla que se había enamoriscado del americano por lo diferente que resultaba en relación con los chicos que había a su alrededor. Catalina había construido un sueño romántico en torno a Marvin. No era de extrañar después de los negros años de guerra en los que no cabía la más mínima ilusión.

Estaba a punto de echar el cierre cuando el coche de los Wilson paró delante de la librería. Quizá querían subir a descansar a la vivienda del primer piso, pero pronto vio que algo ocurría.

Benjamin Wilson parecía contrariado y Sara fruncía el ceño, signo de su preocupación. Fernando cerró la librería y se acomodaron en la trastienda, en la sala de edición.

—Bien, dejemos las cosas claras —dijo Benjamin Wilson sin ningún otro preámbulo.

—Desde luego —respondió Fernando, sintiendo la tensión en todos los músculos de su cuerpo.

—Hemos estado con Farida y Marvin hablando de la situación —intervino Sara.

—Marvin no está dispuesto a reunirse con Catalina ni con la niña. Lo ha dejado bien claro, no quiere saber nada de ninguna de las dos. Somos sus editores y respetamos su decisión. Y usted también debe respetarla. —Wilson dijo esto fijando su mirada azul en la de Fernando.

—Tienes que comprenderlo —dijo Sara, cruzando las manos sobre su regazo.

Fernando se sentía desazonado sabiendo que no le iban a dejar más opción que aceptar los deseos de Marvin o, por el contrario, tendría que despedirse. Tampoco podía dejar de tener un sentimiento de agradecimiento a Sara por haber sido ella quien le convirtiera en editor. Había confiado en él sin conocerle, ayudándole a hacer realidad su sueño: ser editor como su padre. Y se sentía agradecido y obligado con ella. No así con Benjamin Wilson, por quien no sentía ninguna simpatía y al que tenía por un manipulador.

—¿Podría dejar de ser el editor de Marvin? —preguntó deseando que se lo permitieran.

—Ahora mismo Marvin Brian es nuestro autor más querido. No sólo porque es un gran poeta, sino también porque es un amigo. Como bien sabes, su poemario ha tenido mucho éxito en Estados Unidos. Los críticos literarios lo han alabado diciendo que está llamado a ser el más importante de los poetas norteamericanos de su generación. Y en Londres la crítica le ha sido favorable, lo mismo que en París —respondió Sara.

—Seamos sinceros, Fernando; la nuestra es una editorial pequeña dedicada a publicar poesía. Nuestro prestigio se basa en que no publicamos a cualquiera; no basta con ser un buen poeta, tiene que ser excelente para que se le publique en Rosent o en Wilson&Wilson. Ya vio que en Alejandría sólo había otras dos personas encargadas de la edición. En Londres tengo cuatro personas y en París, hasta que el negocio vuelva a funcionar como antes de la guerra, está usted y el profesor Fortier como colaborador. Pero Fortier no es editor y no sé si querría hacer esa labor por más que sea amigo de Marvin. Pero, además, los poemarios de Marvin los editamos en inglés y Fortier no domina el inglés. En fin… usted decide qué quiere hacer.

—Si me voy o me quedo —concluyó Fernando.

—Exactamente —dijo Wilson.

—No cometas un error… El asunto entre Catalina y Marvin no tiene solución. Marvin no cederá. La aborrece. ¿Tienes que sacrificar tu presente y quizá tu futuro por algo que no tiene solución? —preguntó Sara.

—No comprendo por qué Marvin no quiere hablar con ella… Que le diga a la cara lo que tenga que decirle… Si lo hace, estoy seguro de que Catalina no insistirá… Pero no puede dejar de intentar hablar con él, tiene una hija a la que defender —protestó Fernando.

—Yo no juzgo las decisiones de mis autores y mucho menos las de mis amigos. Los acompaño en ellas sin más —respondió Wilson con un tono de voz teñido de impaciencia.

—Yo no puedo acompañar a Marvin en esa decisión, de manera que no soy la persona adecuada para ser su editor —afirmó Fernando.

Benjamin Wilson se encogió de hombros. No podía decidir por Fernando.

—Editar es tu trabajo, Fernando, y ser el editor de Marvin es parte de ese trabajo. Catalina seguirá intentando hablar con Marvin y él la evitará; es un pulso entre dos voluntades, y quienes estamos a su alrededor no tenemos posibilidad de influir en ninguna dirección. De manera que dejemos que continúen con su pulso y sigamos cada uno con lo nuestro —le pidió Sara.

—No puedo ser leales a los dos —admitió Fernando.

—Marvin necesita un buen editor y Catalina el amigo incondicional. Puedes ser las dos cosas —insistió Sara.

—Yo creo que no —los interrumpió Benjamin.

—Estoy de acuerdo con usted, señor Wilson —convino Fernando.

Se quedaron en silencio. Tres voluntades enfrentadas. Fernando se levantó dispuesto a marcharse sintiendo por adelantado la nostalgia del trabajo perdido. Sara le había dado la oportunidad de hacer realidad su deseo de convertirse en editor, de intentar parecerse a su padre, y en cuanto saliera de la librería Rosent pondría punto final a ser quien quería ser. No se engañaba. Nadie iba a contratar como editor a un refugiado español.

—Deberías intentarlo… —En la voz de Sara se reflejaba la obstinación de quien no se rendía fueran cuales fuesen las circunstancias.

Benjamin observó a su mujer. Desde el día en que Marvin le contó que el padre de Fernando había sido editor y le habían fusilado, había decidido ayudarle, y cuando le conoció se reafirmó en su decisión. Veía en Fernando valores que a él se le escapaban. Le había prohijado dirigiéndole en la edición, allanando sus dificultades, enseñándole y dándole una responsabilidad mayor de la que realmente debía darle. No había dejado de preguntarse por la actitud de Sara y la única respuesta que encontraba era que quizá Fernando era el hijo que nunca habían tenido. Él la quería por encima de sus propias convicciones y por más que sabía que era un dislate que Fernando fuera el editor de Marvin, optó por ceder ante ella.

—Piénselo. Hable con Catalina —sugirió Benjamin con un deje de hartazgo.

—Mañana bajaré a abrir la librería… Si no estás, será que has decidido dejarnos —dijo Sara.

Fernando le relató a Catalina hasta la última palabra que había intercambiado con los Wilson. Ella le escuchó en silencio. Sabía que Fernando no haría nada que pudiera contrariarla y mucho menos que le dejara el sabor de la traición. Necesitaba que ella le absolviera para seguir haciendo lo que tanto ansiaba. Y ella ya le había absuelto. No tenía derecho a pedirle que llevara su lealtad hasta destruirse a sí mismo. Había sido más que generoso con ella. No habría sobrevivido sin él. Si Fernando no hubiera estado a su lado podría haberse perdido para siempre. Le necesitaba, pero no era por egoísmo por lo que iba a decirle que debía continuar en la librería Rosent, sino porque nunca se perdonaría a sí misma lo contrario.

Cuando terminó de hablar, ella se levantó y le abrazó. Fernando se sintió desconcertado, casi incómodo ante aquel gesto inesperado, tanto que no se atrevió a envolverla en su propio abrazo.

Entonces ella le pidió, casi en tono de súplica, que no dejara la librería ni su trabajo como editor. Si lo hacía, ella no se lo perdonaría ni a él ni a sí misma.

—No me ofende que seas el editor de Marvin, ¿por qué debería ofenderme? Lo que hay entre tú y yo es demasiado fuerte y profundo como para que pueda alterarse porque seas su editor. Nunca seréis amigos. Eso lo sé. No podéis serlo, pero eso no quita para que puedas editar sus poemas. Es sólo un trabajo, nada más, por más que me digas que tiene que haber comunicación entre el autor y el editor. Yo no lo creo. No siempre puede ser así. Habrá ocasiones en que sientas esa comunión, pero sería ridículo pensar que sólo puedes editar la poesía que te gusta o a poetas con los que compartas sensibilidad. No, no renuncies al trabajo que tienes. Ni yo te lo pido ni Marvin se merece que te sacrifiques a cuenta de él. Los Wilson nos han ayudado, sin ellos todo habría sido más difícil. Si me he despedido es porque sé de su lealtad a la amistad con Marvin y Farida. Pero que yo deje de trabajar en la librería no tiene importancia. Tú debes continuar adelante. Estamos bien, Fernando. A ti te gusta lo que haces, te has convertido en un buen editor como lo era tu padre. Y a mí… a mí me gusta este apartamento. Adela parece feliz, aunque le ha costado hacerse con el francés… en realidad continúa mezclando varios idiomas… Y además, estamos más cerca de casa. Ni tú ni yo podemos regresar por ahora… pero ¿quién sabe?, quizá nuestras madres puedan venir a vernos. Buscaré un trabajo, Fernando, y te prometo que no volveré a meter la pata como con Cécile.

Fernando cerró sus brazos en torno a los hombros de Catalina y permanecieron un buen rato con sus cuerpos pegados.

La sala era pequeña pero estaba a rebosar. El profesor Alain Fortier había reunido a los críticos más respetados de los periódicos parisinos. Sara Rosent había decidido que era mejor celebrar un acto íntimo con unos cuantos elegidos. No se lo dijo a Fernando, pero su marido había contratado a unos hombres para impedir que nadie pudiera molestar a Marvin.

De la convocatoria habían dado noticia los periódicos, de manera que Catalina sabía la hora y el día en que se iba a celebrar.

—Prométeme que no darás un escándalo —casi le rogó Fernando cuando le dijo que al día siguiente se celebraría la velada literaria.

—No voy a ir. ¿Crees que voy a poner en peligro tu trabajo? No, no iré a esa velada, pero sí a casa de Marvin. Me quedaré delante del portal hasta que logre hablar con él.

El portero tenía instrucciones de Farida de avisarlos si se presentaba de nuevo la joven española. De manera que desde hacía tres días que en cuanto la veía aparecer llevando de la mano a la niña, él se metía en el ascensor y acudía presto a informar a Farida.

Ella le escuchaba tranquila, instruyéndole para que impidiera que aquella joven pudiera llegar hasta su piso, lo que le agradecía con una buena propina. El hombre contaba con la ayuda de su esposa, que también se apostaba en el portal impidiendo el paso a cualquiera que no viviera en el edificio.

Marvin empezó a sufrir ataques de ansiedad ante el acoso de Catalina, y Farida decidió que en cuanto se celebrara aquella velada organizada por los Wilson dejarían París.

Benjamin Wilson había dispuesto que su coche y su chófer estuvieran al servicio de Marvin y también había contratado a un par de hombres para garantizar que Catalina no se le pudiera acercar. El primer día en que ella intentó entrar en el portal uno de esos hombres le cortó el paso amenazándola con llamar a la policía. A partir de entonces, con Adela de la mano, se conformaba con esperar frente al portal y cuando veía salir a Marvin y a Farida para introducirse con rapidez en el coche, intentaba acercarse, pero era retenida por otro hombre. De nada le valía forcejar ni mucho menos gritar. Marvin ni siquiera la miraba, aunque en alguna ocasión Catalina sí cruzó sus ojos con los de Farida.

Un día vio cómo el chófer salía del portal con un par de maletas y gritó con más fuerza aún.

—¡Marvin! ¡Por Dios, escúchame! ¡Marvin! ¡Ésta es Adela, tu hija, mírala!

Pero él se perdió de inmediato en la profundidad del vehículo, avergonzado por la escena. Algunos vecinos habían comentado lo desagradable que era que cada mañana aquella joven gritara bajo sus ventanas.

Catalina no tardó en saber dónde iba Marvin. El Herald Tribune anunciaba su regreso a Londres y ella decidió que le seguiría hasta allí.

Fernando no se opuso. Al contrario. Juntó el dinero que habían ido ahorrando y se lo dio.

—No creo que te vaya mejor que aquí, pero si quieres ir, debes hacerlo.

Adela vomitó durante la travesía. Las olas del Canal parecía que se iban a tragar el barco. Catalina también se sentía mareada pero sabía que no podía permitirse flaquear porque Adela la necesitaba.

El viaje hasta Londres fue más tranquilo aunque Adela, cansada, le había preguntado: «¿Y por qué no podemos quedarnos con papá Fernando?». La niña llamaba así a Fernando, por más que ella le recordaba que su padre se llamaba Marvin. Pero a Adela tanto le daba. Quería tener un padre al igual que sus compañeras de colegio, y Fernando estaba allí.

En la estación le habían recomendado un pequeño hotel cerca de Oxford Street. Le aseguraron que no cobraban demasiado y las sábanas solían estar limpias.

Catalina no hubiera sabido por dónde empezar a buscar a Marvin, pero Fernando le había indicado que fuera a la librería Wilson&Wilson. Le había aconsejado que fuera cauta, al fin y al cabo aquélla era la principal librería y editorial entre los negocios de Benjamin Wilson.

El hotel era modesto, pero no se hubiera podido permitir gastar una libra más, de manera que se acomodaron de inmediato. El encargado le indicó dónde estaba Wilson&Wilson, asegurándole que era una de las mejores librerías de Londres, además de una reputada editorial de poesía que estaba situada en Bloomsbury junto al Museo Británico. Catalina escuchó paciente las explicaciones del hombre y luego, con Adela agarrada de la mano, se fue en busca de aquel lugar donde quizá podría encontrar una pista para llegar hasta Marvin.

Wilson&Wilson estaba en una hermosa casa de cuatro pisos. El bajo y el primero estaban dedicados a la venta de libros y en las dos últimas plantas estaba situada la editorial y la vivienda de los Wilson, según le explicó una joven alta y delgada, que debía de tener más o menos su misma edad y que le salió al paso nada más verla entrar.

Catalina le dijo que buscaba algún poemario de Marvin Brian y la mujer sonrió.

—Debe saber que no sólo vendemos los libros de Marvin Brian sino que ésta es su casa editorial —le explicó orgullosa.

—Sí… lo sé… conozco al señor Brian.

—¡Vaya, le conoce!

—Nos conocimos en Madrid. Como sabrá por uno de sus poemarios, él pasó parte de nuestra Guerra Civil en Madrid.

—Desde luego… ¿Y qué libro busca exactamente?

—Es para un regalo… No sé… aconséjeme.

—Puesto que usted es española, a lo mejor quiere el Cuaderno de la Guerra Civil Española… Claro que también es muy interesante el Cuaderno Alemán… ése lo escribió después de la guerra en Europa. Sabrá que se recorrió Alemania visitando alguno de esos campos donde los nazis hacían cosas horribles a los prisioneros. No sé si lo sabe, pero se comenta que él perdió a un amigo en alguno de esos campos alemanes… En mi opinión, es mejor que el poemario español… pero juzgue usted misma.

Catalina había leído Cuaderno Alemán y de su lectura se desprendía que había viajado a Alemania después de la guerra, y de repente se dio cuenta de que en realidad había ido en busca de Eulogio. No le cabía duda de que había sido así. La amistad entre ambos siempre le había sorprendido por su solidez e intensidad. No le extrañaba que Marvin hubiera intentado encontrar a Eulogio aunque hubiera fracasado.

Sara le había asegurado a Fernando que su marido no cejaba en ese empeño, pero no le dijo que el propio Marvin estaba implicado en la misma tarea.

La mujer le señaló una estantería donde, en un lugar destacado, estaban los poemarios de Marvin. Luego dejó a Catalina para que curioseara a sus anchas.

Catalina abrió Cuaderno Alemán y a continuación echó un vistazo al resto de las obras. Adela, quieta y callada, aguardaba junto a su madre.

Al cabo de un rato se acercó a la vendedora entregándole Cuaderno Alemán.

—Tiene usted razón, es extraordinario. Me lo llevó. ¿Podría envolvérmelo para regalo?

—Desde luego. Ha hecho una buena elección.

Mientras la joven envolvía con primor el libro de poemas, Catalina esbozó su mejor sonrisa.

—Me gustaría tanto poder saludar a Marvin… ¡Menuda sorpresa le daría!

—Bueno, él tiene una casa a sólo dos manzanas de nuestra librería y, por lo que sé, en estos momentos está aquí. Precisamente el Times publicó ayer un artículo sobre él. Puede que lo conserve… se lo daré.

Dos manzanas. Catalina intentó evitar el temblor de las manos. Marvin se encontraba tan sólo a dos manzanas de aquel lugar.

—Quizá me pase y le deje una tarjeta para saber si podemos encontrarnos —dejó caer con naturalidad.

—Tiene un ama de llaves muy eficiente, estoy segura de que le dará la tarjeta de inmediato.

—¿Y dónde está exactamente la casa, a la derecha o a la izquierda? —preguntó con tono inocente.

—Pues según sale de aquí tuerza a la izquierda, sólo tiene que andar dos manzanas. La casa es de dos plantas y de aspecto señorial.

Cuando salieron a la calle, Catalina tuvo ganas de echarse a reír. Aquella joven tan amable la había ayudado más de lo que se hubiera imaginado.

—¿Te gusta Londres? —le preguntó a Adela.

La niña se encogió de hombros y apenas dejó escapar un leve y resignado «sí».

Siguiendo las indicaciones de la joven de la librería, Catalina no tardó en llegar al edificio en el que suponía estaba el domicilio londinense de Marvin, una casa victoriana de ladrillo rojo a la que se accedía por unas escaleras.

Nerviosa, apretó el timbre. Una mujer gruesa y pulcramente vestida, con un traje negro abotonado hasta el cuello, abrió la puerta. Catalina le dijo que era una amiga del señor Brian y esperaba que la pudiera recibir. La mujer la observó de arriba abajo con disimulo y lo mismo hizo con Adela.

—El señor Brian no está en casa, si quiere usted dejar su tarjeta…

En aquel instante se abrió una puerta tras la cual se veía una inmensa librería y apareció Farida. Catalina no se arredró cuando vio a la egipcia acercarse hacia ella. Al mirarla no pudo más que admitir que Farida era una mujer que caminaba como una reina y que era de una belleza singular que a nadie podía dejar indiferente.

—Mery, yo atenderé a la señorita.

La mujer llamada Mery inclinó la cabeza murmurando un «sí, señora» y con paso rápido salió del vestíbulo.

—Usted es Farida Rahman —aseguró Catalina mientras apretaba la mano de Adela.

Farida asintió sin palabras y con el gesto serio.

—Quisiera ver a Marvin. He venido a Londres para hablar con él.

—Lo siento, pero no se encuentra en casa. Además, como bien sabe, Marvin no desea hablar con usted.

—Ésta es su hija —dijo colocando a la niña delante de ella—. Lo único que quiero es que la reconozca. Sólo eso. No le pido nada para mí; lo que hicimos, hecho está, pero Adela no puede pagar las consecuencias.

Farida la miró sin que su rostro reflejara sus pensamientos. Luego colocó una mano sobre la cabeza de la pequeña a modo de caricia.

—Marvin no hablará con usted. No insista, por favor, y sobre todo no le obligue a adoptar medidas que pudieran ser desagradables… Piense en su hija.

—Si no pensara en ella no me habría presentado aquí. Insisto en que no pretendo nada para mí, sólo quiero que Adela tenga un apellido.

—Señorita Vilamar, le tengo que pedir que se vaya y que no vuelva. En esta casa no es bien recibida. Sería muy desagradable tener que denunciarla. No creo que ni a usted ni a su hija les convenga un escándalo. Marvin ha sido muy paciente con usted, pero su comportamiento escandaloso en París ha agotado su paciencia y ahora… atreverse a seguirle hasta aquí… Por favor, acepte la decisión de Marvin.

—Sólo quiero que me escuche —dijo Catalina con terquedad.

—Por favor, váyase. No me obligue a pedir que la echen de aquí. Y no vuelva, señorita Vilamar, no lo haga. Es inútil que insista en hablar con Marvin.

—No me iré, señora Rahman.

—Entonces no nos deja otra opción que denunciarla.

Catalina dio un paso atrás intentando asumir las palabras que acababa de escuchar. Farida aprovechó para empujarla suavemente y cerrar la puerta.

—Mamá…, mamá, ¿por qué lloras? —Adela se estaba asustando al ver las lágrimas de su madre.

—No lloro… no te preocupes.

—Sí que lloras, te estoy viendo —afirmó la niña.

Caminaron un buen rato sin hablar. Cuando llegaron al hotel, Catalina había tomado la decisión de no rendirse.

Volvería a aquella casa de Bloomsbury al día siguiente y cuantos días fueran necesarios.

A la mañana siguiente acudió con Adela ante la puerta de Marvin. Y allí estuvieron hasta que a media mañana él salió con Farida. Un coche los esperaba. Cuando iban a entrar en él Catalina empezó a gritar:

—¡Marvin! ¡Marvin, por Dios, habla conmigo, escúchame!

Algunos transeúntes la miraban perplejos mientras que él, nervioso, entraba en el coche. Farida cerró de golpe la puerta del auto y éste arrancó.

Pero Catalina no se rindió y a pesar del cansancio de Adela, se quedó allí el resto del día.

Ya era tarde cuando el coche volvió a pararse delante de la casa. Al mismo tiempo se detuvo otro vehículo del que se bajaron un par de hombres que flanquearon a Marvin. Catalina comenzó a gritar su nombre para llamar su atención mientras intentaba situarse a su lado; sin embargo, uno de los hombres que acompañaban a Marvin se plantó delante de ella impidiéndole que se acercara.

—¿Señorita Vilamar?

—Sí…

—Soy el detective Morris. He de pedirle que deje de acosar al señor Brian o de lo contrario tendremos que llevarla detenida.

—¿Detenerme? Yo no he hecho nada.

—Desde luego que sí, señorita. Está usted acosando a un ciudadano.

—Él… él me conoce… Esta niña es mi hija, y también es suya.

—Señorita Vilamar, no me interesan sus problemas personales. Si usted tiene alguna reclamación que hacer al señor Brian, acuda a los tribunales, pero no puede seguirle hasta la puerta de su domicilio y menos provocar un escándalo público. Hay vecinos que se han quejado. Al parecer lleva usted todo el día delante de la casa y eso provoca inquietud. Si persiste en su actitud, me veré obligado a hacer efectiva la denuncia. Eso implicaría que estaría usted detenida hasta la espera de juicio y su hija tendría que ser puesta a disposición de los servicios sociales.

—¿Me está amenazando, señor Morris?

—Desde luego que no. Le estoy informando de que hay una denuncia contra usted, el señor Brian teme por su integridad. Dada su actitud, no sabe si puede usted mostrarse violenta o peligrosa. Usted decide, señorita; vuelvo a insistirle en que cualquier reclamación que tenga que hacer al señor Brian la puede efectuar ante un juez.

—¡Cómo se atreve Marvin a hacer esto a su hija! —exclamó Catalina indignada.

El detective Morris no respondió. Tanto le daban los asuntos sentimentales de aquel poeta y aquella joven. Su superior le había ordenado que los acompañara hasta su casa, habida cuenta de la denuncia que habían interpuesto contra una señorita española que al parecer le perseguía por motivos de los que no le informó. Debía aconsejar a la española que cejara en su empeño de perseguir al poeta o de lo contrario se vería ante el juez. Y eso fue lo que hizo. Esperaba que aquella joven no le obligara a detenerla.

Airada, Catalina le dijo que se iría. Temía que su insistencia pudiera ocasionar que se llevaran a Adela. Y odió a Marvin con tanta intensidad que le produjo una arcada tan profunda que a duras penas pudo controlar.

No dejó de llorar en toda la noche, y al día siguiente, apenas había amanecido, se dispuso a regresar a París, pero con una decisión tomada: no se rendiría.

En París se reencontró con la rutina traducida en la protección que Fernando le ofrecía. Pero su determinación seguía intacta. Volvería a intentar enfrentar a Marvin a la realidad de que tenía una hija ante la que responder. No podía volver a Londres porque él había presentado una denuncia contra ella, pero Marvin no se quedaría allí para siempre y ella le seguiría a donde quiera que fuera.