7

Vichy

El piso era pequeño pero suficiente para no sentirse agobiados. Una habitación con una cama de tamaño mediano, otra con dos camas individuales, un despacho con una mesa y un sofá, además del cuarto de baño y otra pieza que servía de cocina y comedor.

Monsieur Rosent estaba enfermo. Farida temía por su vida por más que Marvin le decía que el viejo editor resistiría. Eulogio opinaba lo mismo que Farida, pero no quería añadir angustia a su amigo. Bastante tenían con sobrevivir. Vichy no era un lugar seguro. Debían marcharse cuanto antes.

Jean Bonner acababa de examinar al anciano Rosent insistiendo en que debía beber un poco del caldo que había preparado Farida.

Bonner, médico de profesión, ya había entrado en la edad madura. Era un tipo bien parecido, un poco entrado en carnes, pero que conservaba el cabello negro sin apenas canas. Había estado enamorado de Sara pero nunca se había atrevido a decírselo. La esposa de Bonner había sido amiga íntima de Sara desde que ambas se conocieron en la escuela y habían permanecido unidas hasta el día en que Claudine murió. Él no podía dejar de acordarse de aquel día en el que en la habitación del hospital Sara tuvo una mano de Claudine entre las suyas hasta su último aliento.

Claudine le había pedido a Sara que cuidara de él, y ella puso todo su empeño en ayudarle a salir de la negrura en que le había sumido la muerte de su esposa. Al no haber tenido hijos, la soledad se le había antojado tan insoportable que sólo anhelaba morir. Pero Sara, con paciencia y dedicación, le ayudó a volver a saborear la vida hasta que un día él no pudo negar que se sentía atraído por ella. Aun así, no se atrevió a manifestar sus sentimientos a Sara. Podría haberse negado a que se siguieran viendo. La lealtad de Sara para con Claudine iba más allá de la muerte.

Y esa lealtad, esa amistad sincera que Sara le había regalado era lo que le había llevado a correr el riesgo de sacar de París a monsieur Rosent para llevarle hasta la Zona Libre.

Cuando los alemanes desfilaban en los Campos Elíseos, él huyó como tantos otros. Tenía una hermana casada con un médico, que trabajaba en el hospital de Vichy. Ella le animó a que se instalara con ellos. Ganaba menos dinero que en París, pero al menos mantenía la esperanza de que lo que quedaba de Francia no cayera en manos de los alemanes. Esperanza vana, porque no podía llevarse a engaños: el Gobierno de la Zona Libre era una marioneta en manos de Hitler.

Aun así, no había regresado a la capital. Alquiló un piso en la rue de Nîmes y al menos, se decía, no se sentía tan solo puesto que allí estaban su hermana y sus cuatro hijos.

—Estoy preocupado. Esta mañana me ha preguntado la señora del primer piso si tenía invitados. Le he respondido que sí, que ha venido a visitarme una vieja amiga. En realidad su curiosidad se debe a que ha visto entrar y salir a Farida con las bolsas de la compra. También le he dicho que tengo un par de amigos de París que están de paso.

—¿Y a qué se debe tanta curiosidad por parte de tu vecina? —quiso saber Farida.

—Supongo que porque hasta ahora no había visto a ninguna mujer entrar y salir de mi casa. Yo… espero que me disculpes, pero le he dado a entender que eras una amiga íntima… No se me ha ocurrido otra cosa para intentar aplacar su curiosidad.

—Has hecho bien —afirmó Farida sonriendo.

—Debemos irnos cuanto antes, pero monsieur Rosent no está en condiciones de viajar —intervino Marvin.

—Desde luego que no. Sería una locura. Pero debemos ser discretos o terminaremos en un campo de trabajo. Sobre todo temo lo que podría pasarle a monsieur Rosent; le enviarían a Alemania, que es donde deportan a los judíos. En cuanto a nosotros, ya os he hablado de la Organización Todt. Ese hombre, ese ingeniero nazi, Fritz Todt, necesita mano de obra para que en Alemania funcionen las fábricas. Los jóvenes alemanes están en el Frente, así que se llevan por las buenas o por las malas a cuantos hombres encuentran. Algunos de mis pacientes han sido llevados a la fuerza a Alemania —les explicó Jean Bonner.

—Procuraremos no hacernos demasiado visibles —respondió Marvin con una nota de angustia en la voz.

—Espero que con los medicamentos que he traído mejore la pulmonía, pero aunque así fuera, tardará en recuperarse, tiene muchos años —se lamentó el médico.

Ya era mediodía cuando Bonner salió. Era domingo y no tenía que ir al hospital. Esa tarde pensaba reunirse con un amigo en el que confiaba. En realidad era su amigo el que se había puesto en contacto con él. Armand Martín padecía de asma y él le trataba. Habían fraguado una buena amistad.

A Armand Martín le llamaban «el Español». Aunque era un hombre más bien discreto que no daba que hablar, se decía que era de origen español, aunque había crecido en Vichy. Bonner desconocía sus simpatías políticas. Nunca habían hablado de política, en aquellos días en Francia todos lo evitaban. Sólo compartían confidencias con quienes uno estaba seguro de que no le traicionarían. Se rumoreaba que Armand Martín había ayudado a muchos republicanos que habían escapado de España al término de la Guerra Civil. También que había pagado sus pasajes con destino a América. Pero más allá de los rumores, de lo que no había dudas era de que Armand Martín poseía una considerable fortuna, no sólo porque tenía una empresa de transportes, sino también porque se sabía que era coleccionista de obras de arte. Pero Bonner no pensaba en la fortuna de Armand Martín, lo que le preocupaba era que algún vecino fuera a la prefectura para denunciar que tenía en su casa a varios forasteros. Las delaciones eran habituales. No temía tanto por él sino sobre todo por monsieur Rosent. Sara confiaba en que él sería capaz de cuidar y proteger a su padre. No hacerlo supondría fallarle y aunque la sabía casada y que era difícil que se volvieran a encontrar, no dejaba de soñar con ella.

—¿No creéis excesiva la preocupación de Bonner? —preguntó Marvin, deseoso de que le tranquilizaran.

—No se le puede reprochar nada. Bastante ha hecho sacando de París al padre de Sara —le respondió Eulogio.

—Es muy valiente —admitió Farida.

—Creo que ha sido una locura venir aquí. Si nos pillan los de la Organización Todt son capaces de enviarnos a trabajar a Alemania —se lamentó Eulogio.

—¡No seas agorero! —le reprochó Marvin.

—Sabes que tengo razón. Bonner se la está jugando y nosotros también. Benjamin Wilson sabía que nos enviaba a la boca del lobo. Ese hombre juega al ajedrez moviendo y sacrificando peones sin que le importe perderlos —afirmó Eulogio.

Marvin se encaró con él. Sabía que Farida apreciaba a Wilson y que estaría dolida por el comentario de Eulogio.

—Benjamin Wilson no nos obligó a venir aquí. Fui yo quien decidí venir y te agradezco que nos acompañases; te pedí que lo hicieras, pero en cualquier caso Farida y yo habríamos venido. Yo no sería poeta sin el señor Rosent. Lo menos que le debo es intentar ayudarle. Él me ayudó en otros tiempos. Lo mismo que tú.

Eulogio vio la decepción reflejada en el rostro del americano. No quería defraudar a Marvin, pero tampoco cometer la deslealtad de no decirle de frente lo que estaba pensando.

—Marvin, comprendo que quieras ayudar al señor Rosent, pero ¿seremos capaces de hacerlo? Ninguno de los tres conocemos suficientemente bien el país como para ir de un lado a otro. Quizá el señor Wilson podría haber encontrado a alguien más avezado que nosotros en estos asuntos. Y menos mal que Jean Bonner es un buen hombre y parece que sabe lo que hace.

—Si Benjamin nos permitió venir fue porque no tenía a nadie que lo pudiera hacer mejor. No pienses que es un desaprensivo, Eulogio, te aseguro que es un hombre íntegro —intervino Farida.

—No dudo de su integridad pero sí de su buen juicio al aceptar que viniéramos. Tampoco quiero que vosotros dudéis de mi compromiso en hacer todo lo posible para que salgamos bien de esta situación. No me importa jugarme la vida —aseguró Eulogio.

—¡Pues claro que te importa! ¿Cómo no te va a importar? De lo contrario serías tonto. A mí sí me importa, pero hay ocasiones en las que uno no tiene más opción que enfrentarse a la muerte. Marvin tiene una deuda de gratitud con el señor Rosent y para estar bien consigo mismo tiene que ayudarle —le respondió Farida.

—No quiero que os enfadéis —les pidió Eulogio, preocupado porque sus amigos juzgaran sus temores como una falta de lealtad.

Jean Bonner llamó a la puerta del hermoso chalet, cercano al parque Napoleón, en que vivía Armand Martín. Una mujer de mediana edad, vestida de negro, le abrió la puerta. Era el ama de llaves. Madame Florit le sonrió con afabilidad invitándole a pasar.

—Monsieur Martín le espera en su despacho. Hoy parece estar un poco mejor —dijo, y le acompañó hasta una pequeña estancia situada en la planta baja cuyos ventanales daban a un jardín bien cuidado.

Armand Martín estaba trabajando detrás de una enorme mesa de caoba cuya superficie estaba oculta por varias carpetas y papeles.

Los dos amigos se estrecharon la mano y monsieur Martín le pidió al ama de llaves que les llevara café. Mientras regresaba madame Florit, Armand Martín sirvió un par de copas de coñac.

—Ni el mismísimo Napoleón degustó un coñac como éste —le dijo a Bonner, tendiéndole la copa.

Luego de paladear un buen sorbo, Armand Martín fue directamente al motivo del encuentro:

—No te he pedido que vengas por mi asma. Ya ves que no estoy peor. Tampoco te haré perder el tiempo dándole vueltas a lo que tengo que decirte. Sé que tienes unos invitados especiales en tu piso y que debes trasladarlos cuanto antes. En Vichy no están seguros.

Las palabras de Armand Martín sorprendieron y turbaron a Bonner. No supo qué responder.

—Comprendo tu estupor, Jean, pero no hay tiempo que perder.

—No sé de qué me hablas… —acertó a decir Bonner.

—Claro que lo sabes. Escondes en tu casa a un judío francés, monsieur Rosent, a un norteamericano llamado Marvin Brian, a un español de nombre Eulogio Jiménez y a una ciudadana egipcia llamada Farida Rahman. Tu esposa Claudine era amiga de Sara, la hija de monsieur Rosent. Y, una vez fallecida, tú continuaste la amistad con Sara Rosent. Ahora ella se ha convertido en Sara Wilson puesto que está casada con un británico asentado en Alejandría. ¿Hace falta que te diga más?

Bonner se puso tenso. No sabía si negar cuanto estaba escuchando o admitirlo. Se sentía atrapado.

En aquel momento entró madame Florit con una bandeja en la que traía una cafetera y dos tazas.

Fue diligente sirviendo el café y salió de inmediato dejando a los dos hombres solos.

—Siento haberme manifestado con tanta brusquedad, pero si te he hecho venir esta tarde es por la urgencia de la situación. Tengo amigos, Jean, amigos en muchas partes. Amigos que me deben favores, amigos a los que se los debo yo. Y a través de uno de ellos he sabido de tus huéspedes y de la necesidad de sacarlos de Vichy. Ese amigo mío es a su vez amigo del señor Wilson, el esposo de tu amiga Sara. Te ayudaré, Jean. Te ayudaré. Tú solo no puedes abordar el problema. ¿Cómo pensabas sacarlos de Vichy?

Jean Bonner decidió que no tenía otra opción que admitir la verdad.

—Sara Rosent era la mejor amiga de Claudine. Tengo una deuda de gratitud con ella. Cuidó de mi esposa hasta el final; de hecho, murió con una de sus manos entre las mías y la otra en las de Sara.

—Ser agradecido te honra. Pero creo que Wilson debería haber sido paciente y esperar a encontrar a alguien más avezado para rescatar al padre de su mujer. Tú solo no puedes. Wilson recurrió a ti con cierta precipitación por la urgencia de salvar a su suegro, pero es consciente de que esto es demasiado para ti por más buena voluntad que pongas.

—No comprendo el alcance de esta conversación —admitió Bonner, tan incómodo como preocupado.

—El señor Wilson conoce gente a la que yo también conozco. Cuando ha podido ponerse en contacto con ellos les ha encargado que te sustituyan en la operación destinada a sacar a su suegro de Francia. Esos conocidos del señor Wilson se han puesto en contacto conmigo; ésa es la razón de que te haya pedido que vinieras a visitarme.

Jean Bonnard no supo qué decir. Clavó su mirada en la de Armand Martín y de repente vio a un hombre diferente al que creía conocer. Su paciente asmático con el que había trabado amistad de pronto le parecía una persona distinta. Su mandíbula reflejaba la determinación de un hombre de los que nunca dan un paso atrás. El brillo de sus ojos le pareció de la textura del hielo, denotando que podía ser peligroso enfrentarse a él. Reparó en sus manos; sí, nunca se había fijado con detenimiento en aquellas manos fuertes y rotundas, las manos de un luchador, de alguien acostumbrado a usar la fuerza.

—Comprendo tu desconcierto e incluso que desconfíes de mí. En estos tiempos nadie sabe quién es quién, y menos en una ciudad como Vichy. En fin, dadas las circunstancias tengo que ser franco contigo. Voy a ayudarte. Me haré cargo del señor Rosent y de esos amigos tuyos. Le sacaremos de Vichy en uno de mis camiones. Una posibilidad sería llevarle directamente a Niza y de allí pasar la frontera con Italia. Es una frontera más porosa. Pero no hay tiempo, de manera que mañana mismo trasladaremos a tus amigos hasta Lyon y desde allí hasta Suiza. La frontera está cerca. El viaje a Lyon no será cómodo, irán en un camión cargado de muebles, pero el trayecto no es demasiado largo, tres horas y media o cuatro, de manera que no serán muchos los inconvenientes.

—¿Y allí qué van a hacer? No conocen a nadie; además, el señor Rosent está muy enfermo. Pulmonía. No creo que tenga fuerzas para afrontar un viaje aunque sea corto. Como médico no lo puedo permitir.

—Pues tendrás que hacerlo. El dilema es que se muera por el camino o que le deporten a Alemania. ¿Crees que monsieur Rosent podría sobrevivir en un campo de trabajo? Estamos en guerra, mi querido Jean, y las alternativas son pocas. En la mayoría de las ocasiones se trata de dónde y cómo morir más que de cómo sobrevivir.

—No puedo abandonarlos a su suerte en Lyon.

—Y no los abandonarás. Tendrás que confiar en mí. Se alojarán durante unos días en la casa de personas de mi confianza. Luego los trasladarán a la frontera.

—¿Quiénes son esas personas que los acogerán en Lyon? —quiso saber Bonner.

—Eso no te lo diré. Cuanto menos sepas, más seguro estarás.

—¡No se trata de mi seguridad, sino de la de monsieur Rosent! —protestó Bonner.

—La seguridad de monsieur Rosent depende de la tuya. Es judío, no se te olvide. Y para los alemanes ser judío es lo peor que se puede ser hoy en día.

—Y, al parecer, también para los franceses —respondió Bonner con acritud.

—Sí, también para una inmensa mayoría de los franceses, para qué negarlo.

Pero lo que Jean Bonner no comprendía era por qué Armand Martín se iba a arriesgar por unas personas a las que no conocía. Dudaba en preguntárselo, y si lo hizo fue porque quería estar seguro de que el padre de Sara estaría en buenas manos.

—¿Por qué haces esto, Armand?

Armand Martín se volvió a llenar la copa de coñac. No deseara seguir bebiendo, pero el gesto le permitía adecuar la respuesta a la inquietud de su amigo.

—No te voy a engañar haciéndome pasar por un buen hombre. No creo ser peor que otros, pero tampoco un santo. Benjamin Wilson se dedica a buscar personas, en ocasiones hemos colaborado con resultados satisfactorios para ambos. Él tiene su negocio y yo el mío.

—Estás equivocado, Wilson es editor y además tiene dos prestigiosas librerías, una en Londres y otra en Alejandría —afirmó Bonner con convicción.

—Desde luego que lo es, pero no sólo eso. Ya te he dicho que busca personas, también información. Pero no acepta encargos de cualquiera, tiene su propio código ético. En cuanto a mí… soy lo que ves, quien crees que conoces, un hombre de negocios que se dedica al transporte. Pero al igual que el marido de tu querida Sara, hago otras cosas… Yo también tengo mi propio código.

—¿Y en qué consiste tu código, Armand? —se atrevió a preguntar Bonner.

—En que yo decido contestando tres preguntas: con quién, por qué y para qué.

Se quedaron en silencio: Jean Bonner desconcertado y Armand Martín indiferente al desconcierto de su médico y amigo.

—Tengo que hablar con Sara —concluyó Bonner.

—Yo que tú no la llamaría. Lo único que conseguirás es angustiarla. Ella confía en su esposo y en ti. Está convencida de que su padre está a salvo, no hay por qué preocuparla con detalles.

—Pero necesito saber si… —Bonner se calló de repente.

—Necesitas saber si te puedes fiar de mí. —Armand había expresado en voz alta la duda del médico.

—No… no es eso.

—Claro que lo es, y te comprendo. Pero estamos en guerra y el juego es todo o nada. No puedo obligarte a confiar en mí. Tú decides, pero debes hacerlo antes de irte. Tengo todo preparado para el traslado de monsieur Rosent y tus amigos. O aceptas ahora o no habrá segunda oportunidad.

Jean Bonner sintió que un sudor frío le recorría la espalda. No se había sentido más indefenso desde el día en que murió su esposa. Miró fijamente a los ojos del Español y sintió vértigo.

—No parece que tenga otra opción —acertó a musitar Bonner.

Armand Martín se encogió de hombros. Comprendía la incertidumbre de su médico, pero no podía permitirse dedicar más tiempo a vencer sus reticencias.

—Bien… ¿cuál es el plan? —preguntó Bonner.

—A las ocho de la mañana se parará un camión en la puerta de tu casa. Subirán dos hombres a tu piso. Monsieur Rosent deberá estirarse sobre la alfombra de tu salón que enrollarán sobre su cuerpo para bajarle hasta el camión.

—¡Estás loco! —gritó Bonner.

—No, no lo estoy. Sé que llevaste a monsieur Rosent a tu casa una noche y que te aseguraste de que nadie le viera entrar en el portal. De manera que nadie sabe que tienes a un judío en tu casa. Bueno, aunque eso no es exacto; lo sé yo y puede que alguien más. Reconozco que has actuado con inteligencia dejando que tus vecinos vieran a Farida Rahman, así creen que tienes una amante. En cuanto al americano y al español… lo mejor es que se vayan de tu casa esta misma noche. Irán a uno de mis garajes, allí se encontrarán con uno de mis hombres. Esperarán a que por la mañana regrese el camión con la alfombra…

—¿Y Farida?

—Farida saldrá poco después de que se lleven a monsieur Rosent. Que camine despacio. Alguien se acercará a ella y la llevará hasta el garaje. Desde allí viajarán hasta Lyon. ¿Tienes alguna duda?

—Perdona, Armand, pero todo esto me parece un disparate… Sacar de mi casa a un anciano envuelto en una alfombra… Está muy enfermo… —protestó Bonner.

—Sí, lo sé, es muy anciano, está muy enfermo y es judío.

El plan de Armand Martín habría resultado de no ser porque monsieur Rosent empeoró.

El camión los dejó en la rue Des 3 Maries en el Vieux Lyon, cerca de la catedral de Saint-Jean.

Nadie pareció prestarles atención cuando Marvin y Eulogio bajaron del camión seguidos por los dos transportistas que llevaban a monsieur Rosent enrollado en la alfombra. Farida había bajado unos metros antes y los esperaba en el portal.

Subieron las escaleras hasta llegar al primer piso y de repente se abrió una puerta dejando entrever la figura de un hombre.

—Pasen… pasen… no se entretengan —dijo una voz templada.

Farida entró la primera seguida por los dos hombres de Armand Martín, que depositaron su carga sobre el sofá del salón. La casa parecía una gran biblioteca. No había una sola pared sin estantes rebosantes de libros, también había libros amontonados en el suelo de lo que parecía ser el salón.

—Tengo preparada una habitación para monsieur Rosent. Espero que esté cómodo. En cuanto a ustedes… nos arreglaremos. En la habitación de invitados pueden dormir la señora y… ¿el señor Brian? En cuanto a usted… si no le importa, hay un sofá en la habitación que está junto a la cocina… Mis amigos dicen que no es demasiado incómodo…

—Le agradecemos su hospitalidad —respondió Farida, tendiéndole la mano.

—¡Ah!, no me he presentado. Discúlpenme. Soy Anatole Lombard.

A Marvin le gustó el apretón firme de la mano de aquel hombre. Farida observó a Eulogio; un aire de inquietud cubría su rostro.

En realidad Jean Bonner no les había explicado quién era el hombre que los iba a acoger ni por cuánto tiempo. Sólo les dijo que Benjamin Wilson había dispuesto que fueran a Lyon porque desde allí sería más fácil trasladarlos a la frontera con Suiza. A pesar del mal estado en que se encontraba monsieur Rosent, ni Marvin ni Farida discutieron la decisión. Confiaban por completo en Wilson.

La casa estaba en penumbra. Tenía las ventanas cerradas y unas gruesas cortinas apenas filtraban la luz.

Anatole Lombard les dio tiempo para acomodarse mientras él preparaba café. Debía de tener unos cuarenta años. Vestía con elegancia informal. Delgado, de tez blanca, cabello trigueño y unas manos delicadas, casi femeninas; la mirada clara y ademanes tranquilos. Farida les dijo a Marvin y a Eulogio que Anatole era «demasiado guapo».

Monsieur Rosent parecía haber perdido el conocimiento a causa de la fiebre. Temblaba. Farida preparó una inyección. Jean Bonner los había surtido de medicamentos. Colocó un paño con agua tibia en la frente del anciano y se sentó a su lado.

—¿Está muy mal? —preguntó Anatole Lombard.

—Sí, tiene pulmonía y considerando su avanzada edad, está muy débil.

—Tengo un amigo que trabaja en el hospital, le pediré que venga en cuanto pueda.

Se quedaron un buen rato expectantes hasta que el anciano empezó a respirar con más calma.

Dejaron la puerta del cuarto abierta y se volvieron al salón. Marvin y Eulogio aguardaban preocupados.

—Creo que el viaje le ha empeorado —afirmó Farida.

—Pero ¿vivirá? Tiene que hacerlo —dijo Marvin con un tono de desesperación en la voz.

—No lo sé, le cuesta respirar… Le he puesto la inyección que me dijo Bonner.

—Siento por lo que están pasando —los interrumpió Anatole Lombard—; no es consuelo, pero las guerras dejan un reguero de víctimas más allá del Frente. Yo tengo que marcharme. Les habrán informado de que soy profesor, doy clases en un liceo. Mis alumnos me esperan, regresaré a media tarde. No puedo hacerlo antes. En la cocina hay comida y… bueno, dispongan de mi casa como crean conveniente. Pero debemos ser prudentes. Es mejor que no se asomen a las ventanas y que procuren pasar inadvertidos. Ya me he encargado de decir a algún vecino que esperaba la visita de unos amigos. Pero en estos tiempos uno no se puede fiar de nadie.

»En fin, creo que les vendrá bien descansar. Y como decía, esta tarde traeré a un médico para que eche un vistazo a monsieur Rosent. Y ahora, si me disculpan…

Eulogio se ofreció a cuidar al anciano Rosent mientras Farida y Marvin descansaban un rato. Luego fue ella quien le relevó.

No se atrevieron siquiera a coger alguna de las manzanas bien apiladas sobre un frutero. Anatole les había dicho que comieran, pero Farida consideró que debían esperar el regreso de su anfitrión y que fuera él quien dispusiera. Siguiendo su recomendación, tampoco salieron a la calle. Era mejor esperar a que Anatole les explicara cómo estaba la situación en Lyon.

Pasadas las siete, Anatole regresó acompañado de un hombre al que presentó como doctor Girard.

El médico leyó con detenimiento el informe del doctor Bonner que le entregó Farida y luego entró en la habitación para examinar meticulosamente a monsieur Rosent, que respiraba con dificultad.

Cuando terminó de examinarle, salió de la habitación seguido de Farida y les anunció que no creía que el anciano pudiera sobrevivir.

—Tiene mucha fiebre y el aire no le llega a los pulmones. La medicación que le están dando es la correcta, pero deberían llevarle al hospital. Aun así, siento decirles que no creo que pueda aguantar mucho tiempo.

—¡Pero tiene que vivir! —exclamó Marvin angustiado.

El doctor Girard se encogió de hombros. Farida tomó las manos de Marvin entre las suyas. Girard se dio cuenta de que el joven americano se calmaba con el solo contacto de aquella mujer hermosa.

—¿Crees que sería peligroso llevarle al hospital? —preguntó Anatole al médico.

—Evidentemente… Ya sabes lo que viene sucediendo con los judíos… y, según me has dicho, monsieur Rosent ha huido de París… Sin duda es un riesgo… pero también lo es que no reciba la atención médica que necesita. Yo puedo venir a verle todos los días, y traer otras medicinas que complementen las que está tomando, pero no será suficiente —respondió el doctor Girard.

—¿Está diciendo que, hagamos lo que hagamos, monsieur Rosent morirá? —preguntó Eulogio.

El doctor Girard volvió a encogerse de hombros mientras miraba con curiosidad al español, que hasta entonces había quedado fuera de su foco de atención.

—En mi opinión, ya no se puede hacer mucho salvo aliviar su sufrimiento, aunque insisto en que en un hospital podría recibir mejor atención y quién sabe si podría mejorar… Como médico he visto de todo, a personas que creemos que van a morir y sobreviven y a otras que estamos seguros de que vivirán y sin embargo mueren. La vida está en manos de Dios, y nosotros sólo somos hombres.

Las palabras del doctor Girard sorprendieron a Eulogio.

—Dios no tiene nada que ver con la pulmonía —dijo con cierto enfado.

—Desde luego que no —respondió el médico con voz tranquila.

—Entonces…

Pero Girard no le permitió continuar. No estaba allí para discutir con aquel hombre sino para tratar de ayudar al anciano.

—En fin, ustedes deciden si corren el riesgo de llevarle al hospital o si se queda aquí. En cualquier caso, me tienen a su disposición. Les aseguro que haré cuanto esté en mi mano para ayudarle.

—¿Cree que está en condiciones de viajar? —preguntó Marvin.

—¿Viajar? No, claro que no. Ya ha sido una temeridad que le hayan traído desde Vichy. Viajar ¿adónde? —quiso saber el doctor Girard.

Eulogio y Marvin se miraron preguntándose si debían dar una respuesta al médico. Fue Anatole el que decidió por ellos, y con su voz templada respondió:

—A Suiza, la idea es llevarle a Suiza. Hay un paso que hemos utilizado con éxito un par de veces. No es seguro, pero hoy por hoy ninguno lo es.

—Creo que ahora no está en condiciones de moverle. Al menos deberían esperar unos días. Es evidente que si logran llevarle a Suiza, allí podrá recibir un tratamiento adecuado, pero dudo que ahora soporte el traslado. No puede andar y la fiebre le hace delirar. No, de ninguna de las maneras, levantarle de la cama sería condenarle a morir —afirmó el doctor.

—Tampoco podemos quedarnos mucho tiempo. Pondríamos en peligro a Anatole —intervino Farida.

—¡Oh, no se preocupe! Yo me considero un combatiente aunque no pelee en el Frente. Ayudar a monsieur Rosent es mi manera de combatir. Pueden quedarse el tiempo que sea necesario —aseguró Anatole.

—Bien, entonces no hay mucho más que decir. Volveré mañana antes de ir al hospital. Si empeora… Anatole, no dudes en llamarme. Vendré enseguida.

Cuando el doctor Girard se hubo ido, el profesor les dijo que iba a hacer la cena. Eulogio se ofreció a ayudarle aunque confesó que jamás había cocinado.

Farida y Marvin se ocuparon de monsieur Rosent. El anciano estaba bañado en sudor a causa de la fiebre y Farida le desnudó para asearle pasándole una esponja humedecida en agua tibia. A continuación, cambió las sábanas mientras Marvin le sostenía en brazos, lo que no le suponía gran esfuerzo porque monsieur Rosent se había ido encogiendo como si volviera a la niñez y su delgadez era extrema.

Eulogio entró en la habitación con una taza de caldo. Tanto Bonner antes como el doctor Girard después habían insistido en que debían darle a beber muchos líquidos, y aunque monsieur Rosent se resistía, Farida no se rendía en el empeño. Así que le hizo ir bebiendo a pequeños sorbos el caldo enriquecido con una yema de huevo.

Los tranquilizó comprobar que al poco tiempo la respiración del anciano parecía relajarse y se iba sumiendo en un sueño menos agitado.

Mientras tanto, Eulogio ya había puesto la mesa siguiendo las indicaciones de Anatole, que además del caldo había cocinado huevos revueltos y una ensalada.

Cenaron con apetito. Llevaban muchas horas sin comer y estaban cansados. Anatole procuró distraerlos hablándoles de Lyon y de su trabajo en el liceo. Daba clases de literatura francesa y se le notaba que le apasionaba tanto la enseñanza como la asignatura. Eulogio le escuchaba con atención, parecía más interesado que Marvin y Farida en todo lo que contaba el profesor. Pero en cuanto terminaron de cenar acabó la tregua. Marvin fue a la habitación donde descansaba monsieur Rosent, mientras Eulogio y Farida ayudaban a Anatole a llevar los platos a la cocina.

A Marvin le tranquilizó comprobar que Rosent dormía; su respiración era lenta, pero al menos parecía descansar.

Anatole les sugirió tomar una taza de café. Tenían que decidir qué querían hacer.

—Creo que estáis demasiado cansados para adoptar ninguna decisión. Os vendrá bien dormir esta noche —les aconsejó.

—Jean Bonner nos dijo que nos informarías sobre la ruta de escape —dijo Marvin.

—En realidad no soy yo quien sabe los detalles. De eso se encarga un amigo. Él será quien os lleve a la frontera. Allí os esperarán y os intentarán pasar a Suiza. La frontera no está lejos. En poco más de un hora podríais llegar. Lo difícil es pasarla.

—¿Tú no vendrás? —preguntó Eulogio.

—No, ésa no es mi función —respondió Anatole.

—¿Formas parte de un grupo? —Eulogio le sorprendió con su pregunta.

—Podría decirse así… —Pero el profesor no fue más explícito.

—¿Y el doctor Girard? —insistió el español.

—El doctor Girard es católico.

—Eso no es una respuesta.

—Pues sí… aquí en Lyon, sí. En realidad, en Francia te encontrarás con dos tipos de gente: los que prefieren ignorar lo que sucede, que son la mayoría, y unos pocos que preferimos intentar hacer algo. Unos por convicciones morales, otros por ideología, otros… En fin… cada cual tiene sus razones. Las razones del doctor Girard son de índole religiosa —concluyó Anatole.

—¿Y cuáles son las tuyas? —preguntó Eulogio con cierta brusquedad.

—Tenía un amigo… un amigo muy especial para mí… Crecimos juntos. Es judío. Le deportaron a Alemania, no sé a qué campo, ni siquiera sé si todavía vive. Ésa es una razón de por qué combato a los alemanes. La razón más personal. Tengo otras, claro está.

—¿Qué crees que debemos hacer? —preguntó Marvin.

—Descansar unos días. Monsieur Rosent no está en condiciones de ir a ninguna parte. Me pondré en contacto con la persona que os tiene que llevar a la frontera. Supongo que podrá retrasar unas jornadas vuestro traslado. Si dice que no es posible, entonces… bueno, tendréis que iros. No es fácil pasar gente de un lado a otro, y los que lo hacen se juegan la vida. En realidad no son muchas las ocasiones en que se consigue pasar a Suiza. Supongo que eso lo sabéis.

—Desde luego —asintió Farida.

—Entonces os propongo que descanséis esta noche. Mañana me veré con el contacto y en cuanto sepa algo os lo diré. Mientras tanto, lo mejor es que no salgáis de aquí. Puede resultar claustrofóbico, pero es mejor no llamar la atención.

Farida y Marvin se fueron a dormir. Eulogio iba a hacerlo, pero vio que Anatole se quedaba en la cocina fregando los platos de la cena y se ofreció a ayudarle. Estuvieron un buen rato dejando en orden la cocina y el salón. No necesitaron palabras para sentirse cómodos el uno con el otro.

De madrugada monsieur Rosent comenzó a toser. Farida corrió a su habitación. El anciano se había despertado y se movía muy agitado, como si se ahogase. Preparó otra inyección mientras Marvin intentaba que el enfermo bebiera unos sorbos de agua.

Eulogio también se despertó y acudió preocupado. Acompañaron un buen rato a monsieur Rosent hasta que empezó a adormilarse.

Marvin insistió a Farida y a Eulogio para que se fueran a dormir. Aún era temprano, las cinco de la madrugada, pero Farida prefirió quedarse.

Después, Eulogio ya no pudo conciliar el sueño y le asaltó el recuerdo de su madre. Se preguntó si ella también pensaría en él. Sabía la respuesta. Su madre le querría siempre, hiciera lo que hiciera, a pesar del dolor que le había infligido. Sintió que la añoraba. Incluso añoraba el pequeño espacio del que disponía en la buhardilla donde malvivían por culpa de don Antonio. Sólo de pensar en aquel miserable sintió odio. El tendero se había aprovechado de su madre y él no había sabido defenderla.

Tendría que haberle matado lo mismo que Fernando había matado a los asesinos de su padre. Pero él había huido porque carecía del valor para afrontar la vergüenza de saber que su madre se había puesto en manos de aquel canalla para protegerle a él, para paliar la venganza implacable de los vencedores.

Cerró con fuerza los párpados a ver si ahuyentaba la imagen de su madre, pero ella parecía empeñada en no marcharse. Le miraba con tristeza, pero no derrotada. Ésa era la diferencia entre su madre y él. Piedad se había sacrificado dejándose vejar por don Antonio, pero no la habían derrotado porque su honor estaba más allá de su carne.

Intentó dejar de pensar en su madre pensando en Fernando y en Catalina. No podía dejar de sentir lástima por el amor empecinado que su amigo profesaba a aquella muchacha. Ella no lo merecía. Le dolía que Fernando estuviera atrapado en una pasión inútil.

Pero también decidió desechar aquel pensamiento que tanto le incomodaba. No habían sido pocas las ocasiones en que Fernando le reprochó que si no le entendía era porque nunca se había enamorado. También los amigos del barrio le agriaban el humor cada vez que le preguntaban por qué no se echaba una novia. Sí, ¿por qué nunca se había interesado por ninguna mujer? Sintió que el dolor y la rabia le encogían el estómago y decidió levantarse. El insomnio arrastra fantasmas indeseados. Se levantó y se fue al salón. De uno de los estantes cogió un libro sin mirarlo. Cuando lo abrió, sonrió. Su padre había traducido al español aquel libro, Cartas filosóficas, y él era un adolescente cuando se lo dio a leer. En realidad su padre nunca le había prohibido la lectura de ningún libro.

Gracias a su padre había logrado dominar el francés para leer todos aquellos tesoros de la literatura gala que traducía. Se quedó adormilado releyendo aquellas Cartas filosóficas de Voltaire. Y así le encontró Anatole cuando entró en el salón al poco de despertarse.

—¿No puedes dormir? —le preguntó.

—Monsieur Rosent ha pasado una mala noche. No hemos podido dormir mucho. Yo me desvelé.

Anatole miró con curiosidad el libro que Eulogio tenía en las manos y sonrió.

—¿Te interesa Voltaire? ¿Lo puedes leer sin problemas en francés?

—Sí… mi padre era traductor. Trabajaba en una editorial. Traducía las obras de los grandes autores de la literatura francesa. Me ayudó a mejorar el francés que me enseñaban en el instituto… Creo que no lo hablo mal del todo… tú dirás…

—Desde luego que hablas mi idioma con corrección y buen acento. Pero una cosa es hablar y otra leer, sobre todo cuando se trata de obras tan densas como las de Voltaire. Te confieso que me ha sorprendido que vosotros tres habléis con tanta soltura el francés. Marvin tiene un ligero acento, Farida menos y tú casi podrías pasar por uno de aquí.

—Marvin es poeta, ha vivido en París, y Farida… bueno, Farida es políglota, como casi todos los alejandrinos.

—Bien… no me cuentes más, cuanto menos sepa de vosotros mejor para todos.

—¿Por qué?

—Porque si me detienen no tendré nada que decir.

—Ayer no quisiste revelarnos por qué haces esto…

—En realidad sí os lo dije. Detuvieron a mi mejor amigo, crecimos juntos.

—¿Es profesor como tú? —quiso saber Eulogio.

—No… A él no le gustaba demasiado estudiar, pero tiene una gran habilidad manual… se dedicó a la mecánica.

—¿Dónde se lo han llevado?

—A los judíos los deportan a campos de trabajo a Alemania… o eso dicen. No he vuelto a saber nada de él. Lo he intentado a través de la Cruz Roja, pero no he tenido noticias.

—¿Y es lo que harán si nos detienen, mandarnos a un campo de trabajo?

—A monsieur Rosent sin dudarlo. Es judío como Saúl.

—¿Saúl?

—Mi amigo…

—Ya… ¿Y a nosotros?

—Pues nos detendrían y nos torturarían para saber quiénes forman parte del grupo con el que colaboro.

—Nosotros no sabemos nada —replicó Eulogio.

—Me conocéis a mí, al doctor Girard.

—No diríamos nada.

Anatole sonrió con desgana. Veía una cierta inocencia en los ojos de Eulogio.

—¿Alguna vez te han torturado? —le preguntó.

—No…

—Entonces ¿cómo puedes afirmar que no dirías nada? Ninguno de nosotros somos capaces de saber cómo reaccionaríamos a la tortura. Y no se puede culpar a nadie si habla. Pero ya está bien de charla. Se está haciendo tarde. Voy a preparar café. No suelo desayunar nada más, pero hay pan y galletas.

—Tomaré un café.

Desayunaron en silencio. Al terminar, Anatole se marchó diciendo que no regresaría hasta media tarde.

Marvin, Farida y Eulogio pasaron el resto del día preocupados por el estado de monsieur Rosent. No se separaron de su lado y hubo momentos en que su respiración era tan débil que temieron que hubiera fallecido.

Farida preparó algo de comer intentando que el anciano bebiera un poco del caldo que había sobrado del día anterior. Pero monsieur Rosent apenas podía abrir los labios y mucho menos tragar. Así que se tuvieron que conformar con mojarle los labios con agua.

Eran más de las seis cuando Anatole Lombard regresó junto al doctor Girard, quien se mostró aún más preocupado que el día anterior.

—O le llevamos al hospital, o muere aquí, ustedes deciden.

—Sabes que si hacemos eso le detendrán —le recordó Anatole.

—Lo sé, pero así no puede seguir, necesita atención continuada.

—Tendrás que arreglártelas para ayudarle en mi casa. Si le llevamos al hospital, lo trasladarán a uno de esos trenes en que deportan a los judíos hasta Alemania y a nosotros nos detendrán.

—De manera que se trata de decidir si monsieur Rosent se muere en esta casa o en un vagón de tren, si es que sobrevive a su paso por el hospital. —Las palabras de Eulogio sonaron especialmente ásperas y a todos les sobresaltó.

Marvin se lo recriminó. Apreciaba sinceramente a Eulogio, pero en ocasiones le irritaba la dureza que mostraba. Sin embargo, fue Farida quien tomó las riendas de la situación.

—Doctor, ¿nos acompañaría hasta la frontera? Anatole dice que no tardaríamos más de dos horas. Creo que podemos correr ese riesgo si usted nos acompaña y cuida de monsieur Rosent durante el trayecto. En Suiza podrá recibir los cuidados adecuados. No podemos pensar en ir al hospital de Lyon ni tampoco permanecer mucho más tiempo en casa de Anatole.

El médico se quedó en silencio mientras sopesaba la petición de Farida. Acompañarlos suponía correr más riesgos de los que nunca había corrido, pero se sentía incapaz de negarse. Lo haría. Los acompañaría hasta la frontera. No es que pudiera hacer mucho más de lo que estaba haciendo por el anciano editor, pero comprendía que a aquella mujer y a los dos jóvenes les tranquilizaba contar con la presencia de un médico.

—No tengo inconveniente, siempre y cuando no sea por la mañana ni en las primeras horas de la tarde. Me resultaría muy difícil explicar mi ausencia del hospital.

—Anatole, ¿cuándo puedes disponer nuestra marcha? —preguntó Farida.

—Mañana por la noche. Es lo que está previsto. Las personas que se encargan de los pasos dicen que los sábados por la noche hay más posibilidades de escapar. Tiene que ser mañana —respondió Anatole.

—Pues nos iremos mañana —concluyó Farida.

Anatole asintió con un gesto mientras Marvin se retorcía las manos preocupado.

Una vez se hubo marchado el doctor Girard, Marvin insistió en ser él quien velara aquella noche a monsieur Rosent y le pidió a Farida que se fuera a descansar. Ella le dejó hacer, segura de que ante cualquier contratiempo Marvin no dudaría en avisarla.

Eulogio y Anatole se quedaron en el salón compartiendo una copa de vino. Hasta la habitación de Farida llegaban los murmullos de la conversación, que no se apagó hasta el amanecer.

Al día siguiente las horas transcurrieron deprisa, o eso pensaba Eulogio mientras ayudaba a Farida a asear a monsieur Rosent. Marvin miraba impaciente por la ventana. Las últimas veinticuatro horas se había sentido especialmente nervioso. Tenía el estómago revuelto y por más que Farida le había insistido apenas había podido tomar nada salvo un par de tazas de café. Ella estaba tranquila, como siempre. Marvin admiraba su fortaleza interior, su capacidad para encajar cuanto les tocaba vivir. No se quejaba, simplemente analizaba cómo abordar cada situación. Anteponía la razón a las emociones sin que eso hiciera de ella una persona fría o calculadora. Simplemente necesitaba diseccionar cuanto vivía.

Mientras tanto, Marvin se preguntaba con temor si lograrían pasar la frontera. Recordó lo que les había dicho Anatole, que había tantas posibilidades de que la pudieran cruzar sin problemas como de que terminaran detenidos. Además, había insistido en que en aquellos días nadie se podía fiar del todo de nadie.

De repente pensó en Fernando. ¿Qué habría sido de él? Benjamin Wilson era un buen hombre, pero estaba comprometido en la guerra contra los alemanes. Farida se lo había dicho. Y en ese combate poco le importaban las piezas que tuviera que sacrificar. Marvin se preguntó si Fernando sería una de esas piezas y lo sintió por él, porque a pesar de que no se pudiera decir que eran amigos, siempre había simpatizado con aquel español.

La tos de monsieur Rosent le sobresaltó. No cabía engañarse. Tanto Jean Bonner como el doctor Girard habían dado pocas esperanzas de que el anciano editor lograra sobrevivir. Estaba muy débil. Los meses en que había tenido que vivir escondido en el sótano húmedo de unos amigos en el sur de París se habían cobrado su tributo mermando su salud. Aun así, había logrado sobrevivir hasta que Bonner le rescató y le llevó a Vichy, donde le había cuidado como si de su propio padre se tratara. Pero esos cuidados no habían servido para devolverle la salud. Había empeorado y parecía que la vida se le estaba escapando.

Sintió una mano sobre su hombro. Antes de volverse supo que era la mano de Farida.

—No creo que viva —le dijo en voz baja.

Él se volvió para mirarla a los ojos y vio una gran tristeza en ellos.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó.

—Voy a ponerle una de las inyecciones que dejó el doctor Girard, son más fuertes que las que nos dio Jean Bonner. Pero se está muriendo. Lo único que queda es procurar que se vaya tranquilo. Nada más.

—No puedo aceptar que éste sea su final —replicó Marvin.

—La muerte es una condena que no merecemos pero que todos sabemos inevitable, por tanto es una batalla que nunca vamos a ganar. Podemos salir airosos de alguna escaramuza, pero el resultado de la contienda está escrito de antemano —afirmó Farida con voz neutra.

—Es una crueldad. No importa cuánto luches por mantener la vida si el resultado está escrito de antemano. ¿Qué Dios es capaz de tamaña venganza?

—Somos materia, Marvin, y esa materia se tiene que transformar en polvo para fundirse con la tierra.

—¿Dónde queda Dios en ese proceso?

—No tenemos explicación de por qué somos, de por qué estamos, de por qué morimos. No la hay, Marvin. Tenemos que vivir con eso, salvo que nos dejemos acunar como los niños con cuentos que calman nuestro espíritu. Y te aseguro que no es mala opción. A veces necesitamos de los sueños para poder vivir la realidad.

A las seis en punto llegó Anatole. Les dijo que a las ocho se les uniría el doctor Girard.

—A las once Farida y Marvin saldrán de casa y caminarán por la rue Saint-Jean procurando no hacer ruido. Un coche los recogerá. A esa misma hora otro coche se parará durante unos segundos delante del portal. El doctor Girard, Eulogio y yo bajaremos a monsieur Rosent y le acomodaremos lo mejor que podamos. Nos encontraremos con Marvin y Farida en un punto de la frontera. Bueno, en realidad tendremos que andar un buen trecho para llegar al paso donde nos esperan para cruzar a Suiza. No estaba previsto que yo os acompañara, pero dado que habéis insistido en que vaya con vosotros el doctor Girard, yo no puedo desentenderme de él por si sucediera cualquier contratiempo. Así que os acompañaré.

Farida había preparado una cena ligera, ensalada de pasta. Anatole había dicho que debían cenar algo antes de salir hacia la frontera.

El doctor Girard llegó a la hora prevista y durante un buen rato examinó a monsieur Rosent. Luego aguardaron a que la luz del día se fuera desvaneciendo y comenzara a expandirse el fresco de la noche.

Anatole no dejaba de mirar el reloj. Tenían que cumplir un horario estricto. Eulogio hizo café y aguardaron sentados a que las manecillas del reloj avanzaran inexorables hasta alcanzar las once. Faltaban tres minutos cuando Farida y Marvin salieron de la casa. Bajaron las escaleras con los zapatos en la mano para evitar el ruido. Caminaron despacio por la calle muy pegados a la pared, agradecidos de que la luna estuviera escondida y ni una sola estrella hubiera aparecido a su cita con la noche. De repente escucharon el ruido de un coche que se paró junto a ellos. Una mujer les pidió que se subieran deprisa. La obedecieron.

En aquel momento Anatole bajaba las escaleras llevando en brazos a monsieur Rosent. El peso del anciano era tan liviano como el de un niño. Eulogio y el doctor Girard abrían el paso. El segundo coche los aguardaba junto al portal. El hombre que conducía les instó a darse prisa. Apenas tardaron dos minutos en acomodarse dentro. Las siguientes dos horas les resultarían eternas.

Llegaron a las afueras de un pueblo cerca de la frontera. Marvin y Farida los aguardaban junto a una mujer. Sería ella quien los guiaría hasta el paso y la que conduciría a Anatole y al doctor Girard de regreso a Lyon. Marvin se apresuró a coger en brazos a su anciano editor y comenzaron a caminar entre los árboles mientras escuchaban el motor del coche perderse en el silencio de la noche.

Caminaron un buen rato. La mujer parecía conocer bien la ruta, aunque de vez en cuando levantaba la mano para indicar que debían pararse. Permanecían quietos, en silencio, mientras ella intentaba desentrañar los ruidos de la noche.

Era joven, no debía de tener más de treinta años. Cabello castaño, estatura media y el aspecto recio de quien está acostumbrado a enfrentarse a la naturaleza.

El doctor Girard tropezó un par de veces y Eulogio y Anatole le tuvieron que ayudar a ponerse de pie. Farida no parecía tener problema en caminar a oscuras por aquel bosque.

De repente la mujer se paró en seco alzando la mano para que se detuvieran. Durante unos segundos contuvieron la respiración, luego la vieron sonreír y un minuto después se encontraron frente a dos hombres que la saludaron sin casi decir palabra.

—Podemos cruzar sin problemas —musitó uno de ellos—, llevamos varias horas vigilando la zona. Pero no hagan ruido ni hablen entre ustedes.

—¡Ayúdenme! —exclamó Marvin en voz baja mientras se agachaba para depositar en el suelo a monsieur Rosent.

El doctor Girard se apresuró a inclinarse sobre el anciano. Todos los demás le rodearon expectantes.

—Le pasa algo… Ha respirado muy fuerte… ha llamado a su hija y luego… parecía… parecía… —Marvin estaba conmocionado.

—Está muerto —afirmó el doctor Girard, cerrando los ojos de monsieur Rosent.

—¡No! ¡No puede ser! —La voz de Marvin se abrió paso en el silencio de la noche sobresaltando a los dos hombres que habían acudido a buscarlos.

—¡Cállese! —le ordenó uno de ellos en voz baja pero muy tajante.

Farida abrazó a Marvin. Le sintió estremecerse.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó la mujer que los había conducido hasta allí.

—Lo que estaba previsto —respondió Anatole—. Les ayudaréis a cruzar la frontera.

—¿Y con el muerto? —quiso saber uno de los hombres.

—Le enterraremos —afirmó Anatole.

—Pero no aquí. Habrá que llevarle a otro lugar. Por aquí patrullan habitualmente —dijo el otro hombre.

—Le llevaremos a Lyon y le enterraremos dignamente. —Fue la respuesta del doctor Girard.

—Eso no es posible —intervino Anatole.

—De acuerdo, le llevaremos a mi huerto —dijo la mujer—. Allí le enterraremos. Pero hay que hacerlo esta misma noche.

—Debemos dejar pasar unas horas. Su cuerpo aún está caliente —protestó Marvin.

—Mire, estamos en guerra, no hay tiempo para entretenernos con ceremonias. Usted tiene que cruzar la frontera y nosotros nos haremos cargo del cadáver de este anciano, pero no nos pida que nos juguemos la vida por un cadáver. —El tono de voz de la mujer no dejaba lugar a réplica.

—Vámonos. Gracias, doctor Girard. Gracias, Anatole…

Farida estrechó primero la mano del doctor y luego la de Anatole. Después apretó la mano de Marvin.

Los guías asintieron aliviados. No estaban dispuestos a perder un minuto más. Comenzaron a andar deprisa pero tuvieron que parar al escuchar murmullos a su espalda.

Eulogio se había quedado quieto, parecía incapaz de moverse.

—Yo me quedo —anunció.

—¡Pero no puedes quedarte aquí! —exclamó Marvin, poniéndose a su lado.

—Pues es lo que voy a hacer. Al menos no estaré lejos de España y quién sabe si algún día puedo volver —fue la respuesta de Eulogio.

—¡No puedes quedarte! —insistió Marvin.

—¡Claro que puedo!

—No tengo inconveniente en que se quede en mi casa el tiempo que necesite —dijo Anatole.

—Gracias —murmuró Eulogio.

—Estará bien —afirmó Farida dirigiéndose a Marvin, que se resistía a dejar allí a su amigo.

»¿Cuidarás de él? —le preguntó Farida a Anatole.

—Sabes que lo haré —respondió éste.

Durante unos segundos Farida y Anatole se miraron en silencio. Farida soltó la mano de Marvin y se acercó a Anatole dándole un abrazo mientras murmuraba en su oído:

—Eulogio ha sufrido mucho por no aceptarse como es… Tú puedes ayudarle.

Anatole la abrazó con afecto, devolviéndole el susurro:

—Al menos lo intentaré.

Después ninguno volvió la vista atrás. Farida y Marvin se fueron perdiendo en la oscuridad mientras Anatole, el doctor Girard y Eulogio seguían a la mujer hasta el coche.

Ella condujo un buen rato hasta llegar a una casa de piedra a las afueras de un pueblo. La mujer les indicó que la siguieran.

Anatole llevaba el cuerpo de monsieur Rosent y Eulogio caminaba a su lado.

En silencio cavaron una tumba en un rincón del huerto de la mujer y le enterraron. Después ella los invitó a entrar en la casa a tomar un café.

—Necesito algo caliente en el estómago antes de llevarlos de regreso.

Y así lo hicieron.