12

Los años pasaron, la vida no. Sus vidas se pararon. La ausencia de Adela al principio les resultó insoportable. Pero no se lo confesaron el uno al otro. Habían aprendido a no quejarse, a encajar lo que los días les iban deparando.

Adela le había suplicado a su madre que dejara de perseguir a Marvin y de nuevo le confesó la vergüenza que había sentido todos aquellos años cuando viajaban detrás de él y él se negaba siquiera a mirarlas a la cara. Pero Catalina se había resistido a prometer nada y eso abrió una brecha entre ambas que, a pesar del dolor que les provocaba, no se sentían capaces de resolver. Así que lo que iban a ser unos años en Boston para estudiar periodismo terminó convirtiéndose en otra realidad. Cuando terminó sus estudios, Adela decidió no regresar a París y buscar trabajo en Nueva York. No soportaba volver para participar en la obsesión de su madre de obligar a su padre a que la reconociera.

Cuando era niña poco le importaba aquel hombre al que su madre señalaba como su padre. No sentía siquiera curiosidad por conocerle. Pero cuando se convirtió en una mujer no pudo dejar de preguntarse por qué Marvin Brian la rechazaba. El hombre al que los críticos calificaban como «Poeta del Dolor» no tenía reparos en repudiar a su hija. ¿Acaso no era consciente del dolor que su desprecio podía provocarle?

En una de sus escasas y breves visitas a París le preguntó a Fernando por qué Marvin huía de su madre y de ella, pero él no supo darle una respuesta, así que sólo le quedaba una opción: procurar no pensar en aquel padre que se negaba a serlo.

Fernando seguía compaginando la gestión de la librería con su trabajo de editor. Catalina continuaba en la escuela de música enseñando solfeo a niños cuyas madres suspiraban por convertirlos en grandes artistas.

No tenían amigos, aunque en alguna ocasión aceptaban la invitación de sus caseros, Philippe y Doriane Dufort. Ellos estaban convencidos de que Fernando y Catalina eran una pareja moderna como tantas otras que preferían vivir juntas sin necesidad del matrimonio. Sin embargo, madame Dufort sospechaba que Catalina había estado casada anteriormente y como en España no existía el divorcio, había decidido poner tierra de por medio con su amante, Fernando, y con la hija de su esposo.

También Alain Fortier, el profesor de la Sorbona y amigo de Marvin que le ayudaba en las tareas de edición, pensaba que Catalina y Fernando eran pareja.

Pero fuera del ámbito laboral no eran muchas las personas a las que trataban. Evitaban a los españoles que vivían en París aunque muchos de ellos fueran republicanos, socialistas o comunistas exiliados.

Fernando prefería no tener que inventar una historia para explicar por qué vivía en París y Catalina tampoco deseaba que alguien pudiera conocer a algún miembro de su familia y contarles sobre ella.

De manera que se habían mantenido al margen del exilio español. Tampoco mostraron especial interés por la revolución de los estudiantes en aquel mayo de 1968 en el que parecían decididos a parar el mundo para cambiarlo. Tanto Fernando como Catalina pensaron que aquella revolución nada tenía que ver con ellos, ni con sus esperanzas ni con sus intereses. No es que se mostraran indiferentes, simplemente contemplaron lo que sucedía a su alrededor con curiosidad pero sin sentirse concernidos. Catalina contaba a Fernando que algunos de los alumnos de la escuela de música vivían con emoción aquellos acontecimientos seguros de que el mundo iba a cambiar, aunque ninguno de los dos creía que eso pudiera ocurrir en realidad.

Así que siguieron viendo pasar los años sin esperar nada, porque ¿quién podía ser feliz después de que la guerra les hubiera arrebatado lo que habían soñado que serían sus vidas?

Catalina se sorprendió una mañana en que descubrió en su cabello unas cuantas canas y no pudo resistirse de llamar a Fernando, que estaba a punto de salir camino de la librería.

—¡Ven! ¡Mira! —exclamó.

Él acudió al cuarto de baño preocupado por la urgencia de su llamada.

—¿Qué te pasa?

—Creerás que soy tonta, pero no me había fijado que tenía tantas canas. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?

—Bueno, yo ya tengo unas cuantas, y tampoco me has dicho nada. Y tú… pensaba que te habías dado cuenta, pero tienes más de una… Es lo normal.

—Entonces… ¡nos estamos haciendo mayores!

—¿Y ahora caes del guindo? Vamos, Catalina, ya no somos niños. Nos fuimos de España a finales de 1941 y estamos en diciembre del 73, cuenta los años que han pasado.

—Pero… no puede ser…

—Pues es; parece que fue ayer cuando nos escapamos, pero ya ves que se nos está pasando la vida.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó ella, que por su expresión parecía perdida.

—¿Hacer? No sé a qué te refieres, Catalina… No podemos hacer nada… Bueno, al menos yo. No tengo otra opción que seguir aquí, pero tú… tú podrías volver a España, te lo he dicho en muchas ocasiones. Te has impuesto un exilio que no tiene sentido. Sabes que Marvin es una causa perdida y que mientras no lo admitas no recuperarás a Adela —sentenció Fernando, mirándola con severidad.

—Adela no comprende que todo lo que he hecho y hago es por ella, porque no quiero que carezca de un padre al que tiene derecho.

—Te lo dijo bien claro: no quiere a Marvin como padre. Déjala en paz. Te he pedido que te cases conmigo y darle mi apellido, incluso te he ofrecido reconocerla aunque no te cases conmigo —replicó él.

—Adela siempre quiso que fueras su padre —admitió Catalina.

—Has sido tú quien le ha negado esa posibilidad —le reprochó él.

—No discutamos, Fernando, no voy a rendirme; seguiré intentando que Marvin reconozca a Adela.

—Tu madre es muy mayor y te necesita —le recordó él.

—Y la tuya también lo es y también te necesita —respondió ella airada.

—¡Pero hay una diferencia: yo no puedo volver!

—¡Podrías dejar que venga a visitarte!

—¿Y tú por qué no se lo permites a la tuya? Mira, dejemos esta discusión. Me voy a trabajar. Y en cuanto a tus canas… echa cuentas… ya has cumplido los cincuenta.

—¡Dios mío, se me ha ido la vida!

Fernando escuchó las últimas palabras de Catalina y pensó que ella tenía razón, habían vivido sin darse cuenta de que vivían. Apresuró el paso. Tenía que abrir la librería y quería reunirse con Sara y Benjamin, que habían llegado el día anterior a París.

Los Wilson no solían avisarle y no habían sido pocas las ocasiones en las que al llegar a la librería se había encontrado con las puertas abiertas y a Sara examinando las estanterías.

Pero aquel día de diciembre parecía que la pareja estaba malhumorada.

Sara estaba nerviosa. Fernando comenzó a detallar las ventas del último poemario de Marvin.

Cuaderno de Vietnam le había consagrado aún más en su denominación de «Poeta del Dolor». En Estados Unidos había vendido unos cuantos miles de aquel poemario, pero también en Europa esta obra se convirtió en un referente, en un grito contra aquella guerra que se libraba en la selva de la antigua Indochina. Desde que publicó Cuaderno de Vietnam Marvin no había vuelto a escribir otro poemario, lo que por otra parte a Fernando le resultaba indiferente a pesar de ser el único poeta con verdadero éxito de cuantos editaba.

Benjamin Wilson escuchaba distraído. Parecían preocuparle otras cosas. Habían pasado ya cinco años desde que los estudiantes parisinos se habían echado a las calles y él aseguraba que el mundo había cambiado y todas las certezas del pasado habían dejado de serlo. No hacía falta ser demasiado perspicaz para darse cuenta. En París se había encendido aquella espita para dar lugar a los cambios.

Marvin y Farida pasaban la mayor parte del tiempo viajando, por más que hubieran fijado su domicilio en Nueva York. Él encontraba su inspiración en el dolor y crecía como poeta en cada libro nuevo.

Fernando y Marvin no habían vuelto a verse. Sus manuscritos le llegaban a través de Sara y ambos planificaban las ediciones. Sara había renunciado a intentar un acercamiento entre Marvin y Fernando, y ellos habían aceptado dejar que los hilos de sus vidas los agitara aquella mujer menuda que ahora lucía el cabello corto salpicado de blanco.

Fue Sara quien le anunció que Benjamin y ella acompañarían a Marvin a Israel.

—En realidad ha sido Farida quien nos ha pedido que los acompañemos. Para ella este viaje no será fácil —explicó.

—¿Farida puede ir a Israel? Yo creía que siendo egipcia no podría entrar… Al fin y al cabo, el régimen de Nasser es enemigo de los judíos —comentó Fernando extrañado.

—Tiene pasaporte británico. Recuerde que los británicos fueron la potencia dominante en Egipto —replicó Benjamin a modo de explicación.

—Ya… —aceptó Fernando.

—No será un viaje grato ni para Farida ni para mí. Ya ve, soy judío, pero un judío egipcio, lo que me ha obligado a trasladar mi residencia y mis negocios a Londres, lo que no quita para que me incomode que los israelíes y los egipcios se maten entre sí —admitió Benjamin.

—No debería ser así… pero ¿de quién es la culpa? No comprendo la obstinación de los líderes árabes en negarse a aceptar la resolución de Naciones Unidas reconociendo el derecho de los judíos a tener su propio país. Eso es lo que está provocando las guerras —intervino Sara.

Fernando se dio cuenta de que los Wilson mantenían diferencias sobre aquel asunto que a él no le interesaba demasiado.

—Soy alejandrino, Sara, y me duele que muchos de mis amigos hayan perdido la vida luchando contra Israel. No puedo dejar de sentirme parte de Egipto —se lamentó Benjamin.

—Pues yo era francesa. No me sentía otra cosa que parisina, pero un día muchos de los que eran nuestros amigos se convirtieron en enemigos. Aquí, sí, aquí, en esta maravillosa y civilizada ciudad muchos de sus habitantes no tuvieron reparo en dar la espalda a los judíos, de señalarnos, de callar cuando expoliaban nuestras casas y negocios, de mirar hacia otro lado cuando nos deportaban a los campos de exterminio nazis. Si alguien me hubiera dicho que eso podía pasar en París no le habría creído.

—Y Egipto te acogió como a una hija —le interrumpió Benjamin.

—¿Egipto? No, no fue Egipto, fuiste tú quien me acogió como tu esposa. Y no negaré que fui feliz en Alejandría y que siento el sufrimiento de nuestros amigos, pero no más que el de los judíos que luchan por impedir que los echen al mar. Te recuerdo que han sido los sirios y los egipcios los que hace unos meses atacaron de nuevo a Israel y lo hicieron aprovechando el Yom Kippur. —Sara miraba fijamente a su marido.

—Te has vuelto sionista —le recriminó él.

—¿Sionista? Sí, claro que sí. ¿Qué otra cosa se puede ser si uno es judío? ¿Nos han dejado otra opción? Israel es una necesidad para los judíos. No te engañes, Benjamin, los judíos somos una molestia para todo el mundo, nos toleran pero poco más. De manera que ya es hora de que dejemos de ser unos invitados no siempre bien recibidos en los países donde nos asentamos. Israel es el pedazo de tierra que nos garantiza nuestro derecho a existir.

»Lo siento, Benjamin, y comprendo que sufras porque tus amigos pierdan la vida luchando, pero es una guerra que libran contra Israel. Los líderes árabes no dejan de repetir que no pararán hasta arrojar a los judíos al mar. Pues bien, en esta ocasión no vamos a permanecer cruzados de brazos dejando que nos vuelvan a tratar como a seres infrahumanos.

»Si nos hacen la guerra, nos defenderemos. Está en juego nuestra propia existencia —sentenció Sara con un deje de acritud.

—No aburramos a Fernando con nuestras diferencias —la interrumpió Benjamin—. Lo dicho, acompañaremos a Marvin y a Farida a Israel.

—Marvin quiere hacer un doble poemario, uno dedicado al dolor de los judíos y otro al dolor de los palestinos —explicó Sara.

—¿Él con quién está? —quiso saber Fernando.

—¿Estar? Bueno, Marvin no está con nadie excepto consigo mismo y con Farida. El sufrimiento es la cerilla que enciende su sensibilidad, lo que alimenta su talento. El Poeta del Dolor… Sí, Marvin ha hecho del dolor el motor de su vida. —Las palabras de Sara le sonaron a Fernando como el crepitar del hielo cuando se fractura.

—¿Es seguro viajar allí? La guerra del Yom Kippur es muy reciente, apenas han pasado dos meses. El ataque fue el 6 de octubre, ¿no?

—El día de la Expiación… —recordó Sara.

—Bueno, la situación parece controlada, de lo contrario no iríamos. —Fue la respuesta de Benjamin.

—¿Quieres acompañarnos? —le preguntó Sara a Fernando.

—No… desde luego que no… Mi presencia allí no serviría de nada —respondió el español incómodo.

—¡Qué ocurrencia, Sara! Además, ¿quién se encargaría de la librería?

—Tienes razón, ha sido una ocurrencia sin sentido. ¡Ah!, y te rogaría que hicieras lo imposible para que Catalina no viaje hasta Israel. Ya estará enterada, porque a Marvin le han hecho algunas entrevistas en las que ha hablado del viaje —dijo Sara, mirando fijamente a Fernando.

—Lo siento, Sara, pero nunca le negaré a Catalina su derecho a ir a donde quiera, y mucho menos intervendré en su conflicto con Marvin —afirmó Fernando molesto.

—Es una pena que ella… En fin, cada cual hace con su vida lo que quiere, pero Sara tiene razón, sería muy incómodo encontrarla allí —opinó Benjamin.

—Si se entera, hará lo que crea conveniente —replicó Fernando, dando por terminada la conversación.