El domingo, Isabel y Fernando se levantaron apenas había amanecido. Querían llegar pronto a la cárcel para estar entre los primeros en la cola que formaban los familiares de los presos.

Los guardias registraban con minuciosidad a todos los que tenían un familiar o un amigo encerrado. A Fernando le costaba no decir nada ante las humillaciones que sufrían. Pero su madre le repetía que cualquier palabra de más podía significar que no les dejaran ver a su padre e incluso que tomaran represalias contra él.

Aunque la ropa que tenían denotaba el paso del tiempo, procuraban ir bien arreglados porque su padre siempre había sido un hombre pulcro. «Es por respeto a los demás por lo que debemos vestir adecuadamente», solía decirle a Fernando cuando era niño.

Isabel se había lavado el pelo y se lo había colocado en un moño sujeto con unas cuantas horquillas. Llevaba una blusa blanca gastada y un traje de chaqueta azul marino. Los zapatos bien limpios a pesar de que estaban viejos. Fernando se había puesto una chaqueta que era de su padre.

Las familias de los presos aguardaban impacientes. Como Fernando y su madre llegaban temprano coincidían con los más madrugadores. Solían hablar con un anciano que siempre les daba ánimos. Don Arturo, que así se llamaba, tenía su hijo mayor también preso en las Comendadoras y había perdido a otros dos durante la contienda. «La tragedia de esta guerra es que el mediano luchaba con las tropas de Franco y el pequeño, mi ojito derecho, me salió anarquista. Ahora les he perdido a los dos», se lamentaba don Arturo mientras reprimía las lágrimas. «Sólo espero que se salve el mayor, era azañista además de maestro… Pero Franco parece odiar a los maestros y temo por él.»

Aquel día los guardias de la puerta parecían estar de peor humor que de costumbre y despachaban de malos modos a algunas de las familias que esperaban en la entrada. Cuando eso sucedía es que o bien habían trasladado al preso a otra cárcel o, lo que era peor, que lo habían fusilado después de denegarle el indulto.

Cuando Isabel le mostró sus documentos al guardia de la prisión, éste buscó en una lista que llevaba en la mano.

—Lorenzo Garzo… aquí no está. Que pase el siguiente.

—¡Cómo que no está! Se equivoca, mi marido está aquí. Usted lo sabe, venimos todas las semanas a verle. Debe de haberse equivocado —dijo Isabel nerviosa.

—¡Le he dicho que no está en la lista! ¡Quítese de en medio! ¡No moleste! —gritó el guardia.

—Oiga, mi padre está aquí. Lorenzo Garzo, busque bien —replicó Fernando al tiempo que sentía que una oleada de sudor le empezaba a empapar el cuerpo.

—¡Que se vayan, coño! Aquí no está. —El guardia empujó a Fernando.

Isabel, asustada, agarró a su hijo por el brazo temiendo que no se controlara.

—Dígame a quién podemos preguntar —insistió ella, intentando mantenerse serena.

—¡Y yo qué sé! No está y punto. No es mi obligación saber qué pasa con los delincuentes que tenemos aquí. ¡Váyanse!

Durante unos segundos Isabel y Fernando se creyeron dentro de una pesadilla. No podía ser, se decían el uno al otro, debía de ser un error, pero el bruto del guardia no quería molestarse en comprobarlo. Una mujer joven que estaba en la cola se les acercó y en voz muy baja les dijo:

—Seguramente a su familiar le han fusilado. Hace un mes a mí me dijeron lo mismo cuando vine a ver a mi hermano. Ahora espero que no me pase lo que a ustedes con mi otro hermano al que vengo a ver.

—Pero ¡qué dice! —respondió Isabel con espanto.

—Comprendo que le cueste creérselo… A mí me sucedió lo mismo. Pero ya le digo que cuando no aparecen en la lista es que les han fusilado —insistió la mujer.

—A mi padre no… a mi padre no… —balbuceó Fernando.

—Ya les escribirán y les dirán algo… —dijo la mujer, que para ese momento le tocaba su turno para entrar en la cárcel.

Fernando se abrazó a su madre. Ambos estaban temblando. No sabían qué hacer ni qué pensar, adónde ir, a quién preguntar.

—No te preocupes, madre, volveremos a hacer la cola. Mira, nos ponemos en la otra fila y a lo mejor padre aparece en la lista del otro guardia.

—Sí… sí, eso es lo que tenemos que hacer. Tiene que haber un error. Si hubiera pasado algo… bueno, el abogado nos lo habría dicho, él lo sabría…

—Claro, madre, ya verás como ahora se aclara todo.

Volvieron a ponerse en la cola. Durante una hora aguardaron impacientes, pero volvieron a vivir la misma pesadilla.

—Lorenzo Garzo no está aquí —les dijo el guardia sin siquiera mirarlos.

—Tiene que estar. Verá, estamos tramitando el indulto, precisamente esta semana hemos estado con el abogado —contestó Isabel con un deje histérico en la voz.

—Oiga, si le digo que no está es que no está. Váyanse.

—¡Pero tiene que estar! —objetó Isabel, a punto de quebrarse.

—Si insisten les tendré que detener. Están obstruyendo la cola. —El guardia no tenía mejores modales que su compañero.

—No puede ser. —Isabel había comenzado a llorar.

—¿Qué es lo que no puede ser? Los que están aquí es que han hecho algo, así que… ¡hale, váyanse!

Isabel se derrumbó sin que a Fernando casi le diera tiempo a sujetarla. La llevó hasta la esquina y la obligó a apoyarse contra la pared.

—Madre…, ¡por Dios, tranquilízate! A padre no le ha pasado nada. Mañana iremos al abogado, nos dirá qué ha ocurrido y arreglará esta confusión, ya verás…

—¿No te das cuenta, hijo? ¿Es que no has oído lo que nos ha dicho esa mujer? A tu padre le han… le han… —Isabel no pudo seguir hablando porque el llanto le impedía que las palabras escaparan de su garganta.

—¡No digas eso! ¡Padre está vivo! ¡Lo sé, sé que no le ha pasado nada! —gritó Fernando.

Caminaron abrazados sujetándose el uno al otro. Las lágrimas recorrían el rostro de Isabel y la amargura había anidado en los rasgos de Fernando.

Cuando llegaron a su casa fueron incapaces de comer nada. Ni aunque los hubieran invitado a un banquete habrían podido tragar bocado. Pasaron el resto del día hablando sobre lo que podía haber sucedido. Fernando insistía en que todo era un error e Isabel quería creerle, pero en el fondo de su alma sabía que a su marido le habían matado.

El lunes por la mañana Isabel se levantó sin fuerzas. Estaba agotada. No había dormido en toda la noche y tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Pero debía ir a casa de los Ramírez. Don Luis y doña Hortensia se levantaban temprano y les disgustaba la impuntualidad.

Cuando llegó, doña Hortensia estaba desayunando una taza de malta.

—Vaya cara que trae, Isabel, ¿está usted enferma? —preguntó doña Hortensia preocupada.

Isabel no pudo contenerse y comenzó a llorar mientras le contaba lo sucedido.

Doña Hortensia se quedó callada mirándola fijamente. Por una parte sentía que al marido de Isabel hubieran podido fusilarle, pero por otro comprendía que eso hubiera ocurrido habida cuenta de que Lorenzo Garzo era un rojo. La mujer se dijo a sí misma que cómo era posible que personas de bien como eran los Garzo hubieran estado en el lado equivocado.

—Vamos, vamos, no llore, se lo diré a mi marido, a lo mejor él puede enterarse de algo. Ya sabe que tiene buenos amigos. Algo podrá averiguar. Mientras hablo con él póngase a planchar…

Isabel se limpió las lágrimas con el dorso de la mano mientras se dirigía a la cocina. Doña Hortensia, por su parte, entró en su cuarto, donde su marido se terminaba de vestir.

—Luis, sé que tienes prisa, pero es que Isabel ha venido hecha un mar de lágrimas. Parece que ayer, cuando fue a la cárcel para ver a su marido, le dijeron que ya no estaba… La pobre se ha puesto en lo peor… ¿Podrías averiguar algo?

—Eso de que tengamos a la mujer de un rojo en casa… —protestó él.

—Es una buena mujer, me la recomendó don Bernardo y no tengo queja de ella. Es trabajadora, cumplidora, limpia y discreta. Ella no tiene la culpa de lo que hiciera su marido. Así que mira qué puedes hacer —respondió la mujer, conminando a su esposo.

—Preguntaré, pero no te prometo nada. No me gusta que nos metamos en líos por nadie.

—¿Es que preguntar es pecado? ¡Por Dios, Luis! No creo que nos pueda perjudicar que intentemos ayudar a una pobre mujer. Además, nos guste o no, en Madrid hay muchas familias de rojos, ¿y qué quieres hacer con ellas? Tenemos que vivir todos. Lo importante es que nosotros hemos ganado la guerra. Hay que ser misericordiosos.

—Dices unas cosas… Bueno, preguntaré, pero sólo eso.

—Hombre, si podemos hacer algo más…

—Hortensia, no me líes, una cosa es preguntar y otra implicarnos en los asuntos de esa familia.

—Luis, tenemos obligaciones para con nuestros semejantes. Además, no vamos a pasarnos la vida mirando si uno es rojo o de otro color. A mí me da lo mismo, lo fundamental es que sean buenas personas.

—¡Cómo que te da lo mismo! ¡Es lo que me faltaba por oír! Mira, Hortensia, no digas esas cosas que aún nos terminas metiendo en un lío. Los enemigos de la patria…

—¡Anda, calla! A mí no me sueltes discursos. Mira, yo no veo a Isabel como enemiga de nadie y, por lo que sé, a su marido le aprecia todo el mundo. Incluso don Bernardo ha escrito una carta a su favor pidiendo el indulto. Lorenzo Garzo era el director de Editorial Clásica, y nosotros tenemos unos cuantos libros suyos, no creo que un editor sea peligroso para nadie.

—Un editor que en la guerra luchó con los rojos —respondió don Luis malhumorado.

—Pero qué pesado te pones con los colores. Ellos estaban equivocados y por eso perdieron, ¿qué más quieres?

—Me voy, que llego tarde. Ya te diré algo sobre ese tal Lorenzo Garzo.

—Si además de preguntar le pudieras sacar de la cárcel…

Pero don Luis ya había salido de casa y no la oyó. Su mujer le había provocado un fuerte dolor de cabeza. Aun así, sabía que no tendría más remedio que interesarse por el tal Garzo. Hortensia no le dejaría en paz hasta que no le diera una respuesta concreta.

Aquel lunes Fernando sentía que las horas pasaban con una insoportable lentitud. Ansiaba que llegara la tarde para presentarse en el despacho de don Alberto García y pedirle explicaciones. No podía creerse que el abogado no estuviera informado de la suerte que su padre hubiera podido correr. Tampoco quería pensar en otra explicación que no fuera que le habían trasladado a alguna otra prisión.

Don Vicente le llamó la atención un par de veces al verle distraído ante la máquina de la imprenta.

—Pero ¿qué te pasa hoy? Estás atontado… Anda, presta atención.

—Ya… ya… disculpe, es que estaba distraído.

—No hace falta que lo digas. ¿Has dormido mal?

—No es eso… bueno, eso también; en realidad no he pegado ojo en toda la noche. Es que… verá, ayer fui con mi madre a ver a mi padre y nos dijeron que no estaba. El guardia no nos quiso dar más explicaciones.

—Ya… bueno, puede ser un error. Anda, deja lo que estás haciendo y acércate a preguntar. Como hoy no es día de visita te será más fácil enterarte de lo que ha pasado.

—Pensaba ir en cuanto saliera de aquí a ver a don Alberto, el abogado que nos está tramitando el indulto…

—Pues haz las dos cosas, ve a la cárcel y a ver a ese don Alberto. Son días difíciles, Fernando. Esta gente quiere eliminar a todos los que no son de su cuerda. En fin, sea lo que sea que haya pasado ya eres un hombre y tienes que pensar en tu madre. Sólo te tiene a ti. Ya sabes lo mucho que aprecio a tu padre, un hombre cabal donde los haya, y sobre todo una buena persona. Cuántas tardes no habremos compartido en el Ateneo… —recordó el jefe de la linotipia.

Fernando asintió agradecido. Don Vicente siempre se había portado como un buen amigo de la familia.

En cuanto salió de la imprenta se encaminó hacia el antiguo Convento de las Comendadoras reconvertido en cárcel.

No era el único edificio religioso que los vencedores utilizaban para encarcelar a sus enemigos. El teniente coronel de caballería Francisco Tonel era el encargado del orden público en Madrid y disponía de veintiuna cárceles repartidas por toda la ciudad. Dieciséis para hombres, cinco para mujeres. Pero a lo que a los perdedores les hacía temblar no era tanto el saber que en esos veintiún edificios se hacinaban sus familiares, sino que todos los días muchos de los presos terminaban ante cualquiera de los cinco consejos de guerra que decidían sobre la vida o la muerte de quienes permanecieron fieles a la República.

Isabel solía consolar a Fernando diciéndole que ellos habían tenido suerte al tener a su padre en el Convento de las Comendadoras, que estaba a unas cuantas manzanas de su casa. Así al menos le sentían cerca de ellos.

Fernando se plantó ante los guardias de la puerta preguntando por la suerte que había corrido su padre.

—Ayer nos dijeron que no aparecía en la lista, ¿acaso le han trasladado?

El hombre le miró de arriba abajo con una mezcla de conmiseración y altanería.

—Pues si no estaba en la lista, le habrán sentenciado. La semana pasada llevamos a muchos presos ante los consejos de guerra.

—¿Llevaron a mi padre? —preguntó Fernando, temeroso de la respuesta.

—Anda, pasa y pregunta, que yo no soy quién para darte información; además, no sé quién es tu padre, aquí hay tres mil hombres y como comprenderás no les conozco ni falta que me hace.

Un funcionario de la prisión le atendió de mala gana.

—No tengo por qué darle explicaciones. Ya recibirá una carta informándole de dónde está su padre.

—Comprenda que estemos preocupados. Mi madre está desesperada… Si fuera tan amable de decirme tan sólo dónde se lo han llevado…

Fernando salió de las Comendadoras con un sabor amargo en la boca. No había conseguido saber nada más, sólo que su padre ya no estaba allí. Se dirigió con paso rápido hasta el despacho de don Alberto García.

Al abogado le molestó que Fernando se hubiera presentado sin previo aviso. Tenía un cliente y otro aguardaba en la sala de visitas, así que le indicó que debía esperar. Eso fue lo que hizo durante dos largas horas. Cuando por fin le abrió la puerta del despacho le miró con pesadumbre.

—Pensaba avisaros… pero es que he tenido mucho trabajo…

—¿Avisarnos? —dijo Fernando, sintiendo que el miedo se le agazapaba en la boca del estómago.

—Sí… bueno… ha sido una desgracia… todo lo que he venido haciendo no ha servido de nada. Lo siento.

—No le entiendo… —susurró Fernando.

—El Consejo de Guerra rechazó la conmutación de la pena y a tu padre… en fin, le han fusilado —sentenció don Alberto con voz meliflua, sabiendo que tendría que capear la explosión de Fernando.

—¡Hijos de puta! ¡Cabrones! —acertó a decir Fernando, mascullando las palabras que escapaban de sus labios.

—¡Calma! ¡Calma, chico! No digas barbaridades que no sólo no van a devolver la vida a tu padre sino que además se te pueden volver en contra.

—¡Le han matado! —Y las lágrimas empezaron a fluir hasta convertirse en un sollozo incontrolable.

A don Alberto García le molestaban esas escenas de dolor a las que tan habitualmente asistía. No le gustaba hacerse cargo de tramitar indultos, pero no se negaba porque le suponían unos buenos beneficios. Él no daba lugar a engaños. Les decía la verdad a las familias de los presos: que haría cuanto estuviera en su mano, que no era mucho, y, por tanto, que no podía garantizar el buen fin de sus gestiones.

—Mira, Fernando, tú sabías que eso podía pasar. Sé cómo te sientes… no es fácil perder a un padre, yo aún recuerdo cuando murió el mío.

—El suyo murió en la cama por enfermedad, al mío le han fusilado —respondió Fernando, mirándole con odio.

—Pero el resultado es el mismo, que uno se queda sin su padre. A tu edad se necesita mucho a un padre… lo sé…

—¡Qué va a saber! —gritó Fernando.

—Te aseguro que he hecho cuanto estaba en mi mano.

—¿Por qué no nos avisó?

—Pensaba hacerlo hoy mismo… No me enteré hasta el sábado por la tarde de la decisión del Consejo de Guerra… y no era cosa de presentarme en tu casa y darle ese disgusto a tu madre…

El abogado miraba con aprensión a Fernando, que no dejaba de llorar y un rictus de odio le cruzaba el rostro. Sabía que no era mal chico, pero se sintió incómodo temiendo que pudiera ponerse violento. En una ocasión una mujer le dio una bofetada cuando le comunicó que habían fusilado a su novio. Se quedó en silencio aguardando a que Fernando ganara la batalla contra las lágrimas. Era mejor así, añadir palabras podría enfurecerlo aún más.

—¿Cómo se lo voy a decir a mi madre? —preguntaba Fernando a nadie más que a sí mismo—. No lo soportará. ¡Dios mío, qué te hemos hecho!

Don Alberto le sirvió un vaso de agua de una jarra que tenía tapada con un paño blanco sobre la mesa del despacho. Fernando lo aceptó.

—Mira, teníais pendiente de pagarme unas pesetas, pero, dadas las circunstancias, las doy por perdidas… ¿Te parece bien?

—No, no, señor. Se las pagaré. Los Garzo no aceptamos limosnas de nadie. —Y Fernando sacó del bolsillo del pantalón el dinero que ya tenía preparado de antemano.

—No seas orgulloso… lo hago de corazón… —afirmó don Alberto, sintiéndose satisfecho de su generosidad.

—Nosotros no tenemos deudas con nadie ni aceptamos caridad —respondió con rabia Fernando.

—Bueno… no te insistiré… —El abogado guardó el dinero en el primer cajón de la mesa del despacho—. Ya que estás aquí te daré los papeles… es la resolución del Consejo de Guerra en contra del indulto y de la conmutación de la pena… Tienes que ir a esta dirección que te he apuntado a por el certificado de defunción de tu padre.

—Dirá usted el certificado de asesinato de mi padre.

—¡Vamos, Fernando, cuida lo que dices! Sé que eres un buen chico y comprendo tu pena, pero no quiero escuchar ciertas cosas. No se puede faltar el respeto a un tribunal. Hay que respetar la ley.

—¿Qué ley, don Alberto? Además de haber ganado la guerra, ¿van a fusilar a todos los que la hemos perdido?

—A ti no te va a fusilar nadie, así que deja de decir tonterías. Oye, bebe agua y cálmate. Dile a tu madre que estoy a su disposición si necesitáis algo…

—A mi padre —respondió Fernando con rabia.

—Lo siento, chico, sabes que lo siento, para mí todo esto no es plato de buen gusto. Confiaba en que le conmutaran la pena… pero no ha podido ser.

El abogado se puso en pie indicando que la visita había terminado. No tenían nada más que decirse. Alargar la conversación no les llevaría a ninguna parte. Le tendió la mano a Fernando, que pareció dudar antes de darle la suya.

Ya en la calle, Fernando terminó de secarse las lágrimas con el pañuelo de un blanco impoluto que su madre le colocaba junto a la ropa cada mañana. Era de su padre. Aún guardaban seis pañuelos que ahora los utilizaba él.

No podía hacerse a la idea de que su padre ya no existiera, que hubiera dejado de ser. Sólo de pensarlo sentía un dolor tan agudo en el pecho que pensaba que su corazón iba a dejar de latir. El odio que sentía era tan devastador que él mismo se asustó. Le atormentaba tener que decírselo a su madre. ¿Podría soportarlo? Sus padres habían estado muy unidos. Jamás les había escuchado discutir. Había tenido la suerte de crecer en una familia donde imperaba la armonía precisamente por ese amor profundo que trascendía la relación de sus padres.

Caminó durante un buen rato. Necesitaba encontrar sosiego antes de darle la noticia a su madre. No quería derrumbarse delante de ella.

Y de repente se fue abriendo camino en su cabeza una idea terrible: mataría a los verdugos de su padre. Sabía que no podría acabar con todos, pero sí con alguno. Tendría que elegir a quién. Quizá a alguno de los miembros del Tribunal del Consejo de Guerra. Sí, ésa sería una buena venganza para que esos miserables supieran que sus crímenes no siempre iban a quedar impunes.

También podría elegir a alguno de los funcionarios de la prisión, alguno de esos hombres que habían maltratado a su padre negándole todo. O quizá… sí, quizá fuera más acertado matar a alguno de los soldados que habían disparado a su padre. Tenía que pensar, buscar el medio de hacer realidad la venganza. Pero se vengaría aunque le costara la vida, por más que sabía que si eso sucedía su madre se quedaría desamparada para siempre.

Cuando llegó a su casa ya estaba anocheciendo. Le sorprendió que no hubiera ninguna luz encendida, acaso su madre había salido, a veces iba al rosario de las siete y solía entretenerse unos minutos hablando con don Bernardo y otras mujeres que como ella buscaban consuelo rezando.

Al encender la luz se sobresaltó. Su madre estaba sentada en una silla junto a la pared. Pálida e inerte como si hubiera muerto.

—¡Por Dios, madre! No me asustes, ¿qué sucede?

Ella apenas movió el rostro mirándole sin verle y él se sobresaltó aún más.

—Pero ¡qué tienes!

De repente lo comprendió. No tenía que darle la noticia del fusilamiento de su padre. Ella ya lo sabía. Era eso.

—Madre…, ya lo sabes… ¿Quién te lo ha dicho? —preguntó temeroso.

Isabel tardó un buen rato en poder enviar las palabras a su voz, en articularlas, en dejarlas fluir por los labios.

—Doña Hortensia —acertó a murmurar.

—¿Doña Hortensia?

—Le pedí que don Luis se interesara por tu padre. Hoy le han dado respuesta.

Fernando se acercó a su madre y se puso de rodillas apoyando la cabeza en su falda. Ella comenzó a acariciarle el cabello con suavidad. Luego se abrazaron y se dejaron llevar por el llanto. Lloraron sin gemidos y sin palabras, en silencio, mezclando lágrimas, tan cerca estaban el uno del otro.

La realidad se impuso e Isabel y Fernando regresaron a la rutina de sus trabajos. Madre e hijo no ocultaban su desesperación.

Isabel había envejecido de golpe. Unas arrugas le habían salido alrededor de la comisura de los labios convirtiéndose en un rictus de amargura. Los ojos parecía que se le habían empequeñecido y su piel, antes muy blanca, tenía ahora un color enfermizo.

Lloraba en silencio. Lloraba de camino al trabajo, lloraba por las noches cuando se metía en la cama, lloraba mientras faenaba en casa. Su llanto se había convertido en algo tan cotidiano como respirar.

Fernando también lloraba, pero procuraba que su madre no le viera. No quería añadir más sufrimiento al suyo.

—Si sigo viviendo es por ti —le confesó una noche su madre.

—No digas eso… Tenemos que vivir, madre, tenemos que hacerlo por padre. A él no le hubiera gustado que nos rindiéramos. Sólo manteniéndonos en pie defenderemos su memoria. Tenemos que vivir, madre, tenemos que vivir y… vengarle.

—No, hijo, la venganza envilece al que la lleva a cabo y además, aunque quisiéramos, no podríamos vengarnos.

Isabel comenzó por dejar de ir a la iglesia. Había perdido la fe.

Don Bernardo no tardó en presentarse en su casa un domingo después de la misa de doce.

Fernando le abrió la puerta y se quedó plantado ante el cura sin invitarle a pasar.

—Bueno, qué, ¿no me vas a dejar entrar…? Vengo a ver a tu madre, que ya sé que tú eres un caso perdido… —dijo el cura, intentando contener su enfado ante la mirada de desafío de Fernando.

Isabel escuchó las voces y acudió de inmediato. Miró al cura sin ninguna emoción, ni siquiera curiosidad.

—¿Qué quiere? —le preguntó sin hacer ademán de dejarle pasar.

—Pues hablar contigo, hija. Hace dos semanas que no te dejas ver. Ya sé lo de tu marido y bien sabes cuánto lo siento. Rezo por él para que Dios le tenga en su seno.

—No se moleste en rezar. Mi esposo no necesita rezos —respondió Isabel desafiante.

—Pero ¡qué dices! Vamos, hija, comprendo cómo estás… pero no le des la espalda a Dios —protestó don Bernardo, incómodo porque Fernando continuaba impidiéndole el paso.

—Dios nos ha dado la espalda a nosotros, así que hemos terminado. —El timbre de voz de Isabel denotaba crispación.

—¿Es que no me vas a dejar entrar? He venido a traerte consuelo —insistió el cura.

—¿Consuelo? Nadie nos puede consolar. Nadie. ¿Cree que hay palabras que puedan aliviar el sufrimiento por haber perdido a mi marido? ¿Cree que a mi hijo alguien le puede aliviar de la pérdida de su padre? Las palabras están de más. Déjenos con nuestro duelo —concluyó Isabel.

—Mi obligación es impedir que eches tu alma a perder.

—Debería preocuparse por las almas de los asesinos de mi padre —intervino Fernando—, ésos sí que necesitan sus rezos. Aunque si Dios existe, no creo que haya rezos que les pueda salvar del Infierno.

—¡Santo Dios! Pero ¡cómo te atreves a decir tamaña barbaridad! Cuida lo que dices, Fernando, no tientes a Dios. —Don Bernardo estaba perdiendo la paciencia.

—¿Por qué no nos deja en paz? —La respuesta de Fernando sonó como un desafío.

—Isabel… —insistió el cura.

—Ya ha oído a mi hijo. No necesitamos su consuelo. —Y se dio media vuelta, dejando a Fernando frente a don Bernardo.

—Si así lo queréis… Espero que tu madre recobre la cordura —murmuró el cura.

Don Bernardo dio la espalda al joven al tiempo que éste cerraba la puerta con brusquedad.

Luego se dirigió a la cocina, donde su madre estaba pelando una patata. Isabel miraba ensimismada la patata como si requiriera toda su atención.

—No sabía que habías dejado de ir a la iglesia —dijo Fernando.

—¿A qué voy a ir? ¿Sabes cuánto he llegado a rezar rogando a Dios que salvara la vida de tu padre? ¡Qué ingenua! Si Dios no evitaba el fusilamiento de otros, ¿por qué me iba a complacer a mí? Él y yo hemos terminado. Cada uno a lo suyo.

—Así que has terminado con Dios…

—No creas que es fácil, Fernando. —Isabel hablaba sin mirar a su hijo.

—No, supongo que no debe de serlo para ti. Desde que soy niño no te he visto faltar ni un solo día a la iglesia y eso que padre no iba nunca.

—Tu padre tenía sus razones, que yo siempre respeté como él respetaba mis creencias.

—Así era padre, siempre respetuoso con todos. Pero ¿estás segura de que no quieres ir a la iglesia? —preguntó Fernando, sabiendo que rezar para su madre siempre había supuesto un consuelo.

—Estoy segura. Y ahora déjame terminar de pelar las patatas. Doña Hortensia me dio un par de huevos y voy a hacer una tortilla. Por cierto, ¿has visto a Eulogio?

—Sí, le conté lo de padre…

—Lo sé, Piedad me dio el pésame. Son muy buena gente, hijo. Precisamente esta tarde voy a salir a dar un paseo con Piedad. La pobrecilla está sufriendo mucho. Eulogio no se da cuenta de lo mucho que hiere a su madre. Puede que ella no haya hecho las cosas bien, pero él no debería olvidar que cuanto ha hecho ha sido por salvarle.

—Pero madre, ¿tú habrías… bueno, habrías permitido que don Antonio se sobrepasara contigo por salvarme?

Isabel guardó silencio unos segundos mientras reflexionaba la respuesta. Se lo había preguntado a sí misma en más de una ocasión y no había llegado a ninguna conclusión. En ocasiones pensaba que por su hijo bien valía perder la dignidad; en otras se decía que siempre hay otras salidas. Pero sí tenía claro que no sería ella quien juzgara a Piedad. Siempre había sentido simpatía por los Jiménez. Eulogio era el puro retrato de su padre, Jesús. Y no habían sido pocas las ocasiones en que Lorenzo y Jesús habían iniciado una conversación en las escaleras y luego la habían terminado en la casa de uno u otro ante una taza de café. A ambos les apasionaba la política y Jesús Jiménez gustaba de compartir con Lorenzo las noticias del periódico.

Piedad y ella solían hablar cuando se encontraban en el portal o por el barrio, pero ese domingo iba a ser la primera ocasión en que saldrían juntas. Piedad le había sugerido la posibilidad de dar un paseo y Fernando había insistido a su madre para que aceptara.

«No puedes renunciar a salir a la calle. Te vendrá bien que te dé el aire», le había dicho, pero Isabel, tozuda, rechazaba salir de casa salvo para ir a trabajar. «Padre no quiere que te encierres», había insistido Fernando. «No está bien salir de casa cuando uno está de luto», argumentaba Isabel. Pero su hijo la había convencido de que el dolor no era incompatible con el paseo. Y que si no salía a la calle terminaría volviéndose loca. «No veo cuál es la falta por salir a que te dé el aire. Y si te critican las beatas, que te critiquen. Nadie nos va a devolver a mi padre.»

Para Piedad era un alivio que una mujer que despertaba tanto respeto como Isabel saliera con ella a pasear. Para Isabel suponía un desafío a todos los hipócritas del barrio salir a pasear con una mujer de la que se murmuraba sobre sus relaciones con el tendero.

—Madre, no me has contestado —insistió Fernando, sacándola de su ensimismamiento.

—Ya… Quién sabe… Uno se tiene que ver en las mismas circunstancias…

—Pues yo no te creo capaz —afirmó Fernando.

—Quién sabe, hijo, quién sabe… Bueno, ¿y tú qué vas a hacer hoy?

—Iré a ver a Catalina.

—Vaya… ¿cómo va su embarazo?

—Hace más de veinte días que no la veo… desde lo de padre… Supongo que estará bien. A doña Petra no le gusta que vaya, pero Catalina insiste en que no haga caso a su tía.

—Qué chica más atolondrada. Uno no puede presentarse en una casa donde no es bien recibido —le respondió Isabel con severidad.

—Es que doña Petra tiene miedo de que se entere don Ernesto. Ya sabes lo severo que es.

—Sea por Ernesto o sea porque a Petra no le gusta que visites a su sobrina, debes respetar su voluntad —afirmó Isabel.

—Pues no lo voy a hacer, madre.

—Pero, Fernando, ¿cuándo vas a aceptar que Catalina no es para ti?

—Nunca.

—Pero, ¡hijo!

—Nunca, madre, nunca. La quiero y la querré siempre, pase lo que pase, haga lo que haga.

—Esa obsesión te va a impedir ser feliz.

—Puede que tengas razón, pero las cosas son como son. Para mí una vida sin Catalina sería como no vivir.

—Eres muy joven, Fernando, y si aún pudiera creer en Dios le pediría que pusiera en tu camino a una mujer que te merezca. Pero no se lo pediré porque sé que no sirve de nada.

El otoño se había instalado en Madrid y el día estaba frío, pero a las cuatro en punto Piedad tocó el timbre de la casa de los Garzo. Ansiaba salir a pasear y no concebía mejor compañía que la de Isabel. Ambas acumulaban suficiente sufrimiento como para poder guardar silencio y no tener que enzarzarse en conversaciones banales.

Fernando abrió la puerta a Piedad y la invitó a pasar.

—¿Qué te parece si nos damos un paseo por la Gran Vía? Podríamos llegar hasta el Retiro… —propuso Isabel.

—Por mí estupendo. Necesito despejarme —aceptó Piedad con una sonrisa.

—Madre…, tenía ahorradas estas dos pesetas… A lo mejor podéis tomar un café —dijo Fernando mientras le daba las dos monedas.

—No sé… nosotras dos solas… —dudó Isabel.

—¿Y qué hay de malo? No creo que sea pecado tomar café —insistió Fernando.

—Mejor que guardes las dos pesetas, hijo, con las necesidades que tenemos…

—Madre, las he ahorrado para ti. Hazlo por mí. Para una vez que sales…

—Y no sé si debería hacerlo estando de luto, ni siquiera sé si está bien que salga a la calle.

—El luto lo llevamos dentro. Vestirse de negro no sirve de nada —dijo Fernando.

—Claro que sirve, sirve para expresar el dolor que se siente. No sería capaz de llevar otro —afirmó Isabel.

Piedad los escuchaba sin intervenir. Envidiaba el cariño que se profesaban Isabel y Fernando. Le hubiera gustado que su hijo Eulogio le mostrara la misma atención. Al instante se reprochó el pensamiento. Eulogio había sido un hijo dedicado y complaciente hasta que se enteró de lo de don Antonio. No, no podía reprocharle nada. Pensó que era un desprecio bien merecido.

Fernando salió al tiempo que Piedad y su madre. Pensaba ir caminando hasta casa de doña Petra con la esperanza de que Catalina no hubiera salido a pasear.

Su ánimo no se acompasaba con aquellos rayos de sol tibios que iluminaban la tarde de domingo. Recordó que su padre solía decir que Madrid tenía la luz más hermosa del mundo, y así era.

Aquella tarde no sólo quería ver a Catalina. También quería pedirle algo. No le iba a resultar fácil hacerlo y posiblemente ella le diría que no, pero tenía que intentarlo.

No había dejado de pensar en la manera de vengarse. Llevaba las dos últimas semanas acercándose a la cárcel de las Comendadoras para ver a qué hora sacaban a los presos que se llevaban para ejecutar las sentencias de muerte. Solían llevárselos a primera hora, antes de que la madrugada despertara a la ciudad. Los conducían hasta la tapia del Cementerio del Este y allí formaba el pelotón de fusilamiento. Se había fijado en que después los soldados se retiraban del lugar y algunos se entretenían fumando un cigarrillo. Pensó que podía acercarse y disparar a bocajarro al que tuviera más próximo y luego echar a correr. Sabía que no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir, pero no le importaba. Después la casualidad vino en su ayuda. Uno de los días en que merodeaba cerca de la cárcel tropezó con don Arturo, el anciano con el que solían coincidir los domingos cuando les permitían visitar a los familiares presos.

Le sorprendió ver a Fernando.

—Vaya, no te hacía por aquí… He sabido lo de tu padre. Lo siento —le dijo el hombre con sinceridad.

Fernando se preocupó por la suerte del hijo y el anciano apenas logró contener las lágrimas.

—A mi hijo le han fusilado esta mañana —le contó don Arturo con apenas un suspiro de voz.

—Lo siento… le acompaño a usted en el sentimiento. —Fernando se sintió inundado por una ira que a él mismo le asusto.

En ese momento dos hombres se cruzaron con ellos mirándolos de arriba abajo con desprecio. Fernando a punto estuvo de encararse, pero el anciano le sujetó el brazo instándole a permanecer quieto y callado. Cuando los hombres pasaron y estuvieron a cierta distancia don Arturo le explicó quiénes eran.

—¿No les has reconocido? El mayor es uno de los guardias de la cárcel, se llama Roque, un hijo de puta donde los haya, y el otro es su hijo, un soldado de los que fusilan a los presos. Creo que se llama Saturnino. Suele venir con su pelotón a las Comendadoras a llevarse a los condenados. Ya ves, el padre carcelero, el hijo soldado. No es la primera vez que me cruzo con ellos. El hijo suele venir a buscar al padre para ir juntos a casa.

—Sí… el mayor es un malnacido. A mi padre le tiró las gafas al suelo y se las aplastó —respondió Fernando.

—No hay preso que hable bien de él. Le gusta humillar, se merecería que le dieran un tiro —masculló don Arturo.

Fernando se estremeció y supo en ese momento que había encontrado con quién y cómo perpetrar su venganza. Sintió una oleada de satisfacción al imaginar el momento en que dispararía a aquellos dos. Al padre carcelero, al hijo asesino. Sólo era cuestión de esperar a que volviera a darse una situación como la de aquella tarde. Los seguiría y en cuanto los viera distraídos les dispararía. Sí, eso es lo que haría. Eso sería más fácil. Ojo por ojo. Sólo tenía un problema: necesitaba un arma. No conocía a nadie a quien pedírsela, pero sí sabía que en casa de doña Petra había una pistola. Se lo había dicho Catalina; un día en el que ayudaba a su tía a limpiar los cajones de una cómoda le llamó la atención un bulto envuelto en varias capas de tela. Empezó a desenvolver y su tía le gritó que no siguiera. «Era la pistola de tu tío. La guardo aquí. No me gustan las armas, pero no quiero deshacerme de ninguna pertenencia de mi marido», le explicó. A Catalina el descubrimiento le pareció una novedad lo suficientemente sustanciosa como para compartirla con Fernando. Se lo había contado como un gran secreto y él lo había olvidado hasta que comenzó a pergeñar la venganza por el fusilamiento de su padre.

Se preguntaba cómo reaccionaría Catalina cuando le pidiera que le diera la pistola que tan celosamente guardaba su tía.

Cuando llegó al portal de la casa donde vivía doña Petra le tranquilizó que no estuviera la portera. No le gustaba aquella mujer fisgona que siempre le preguntaba adónde iba aun sabiéndolo.

Subió las escaleras de dos en dos. Ansiaba ver a Catalina, compartir con ella el dolor que le atenazaba el alma desde la muerte de su padre. Tocó el timbre un par de veces y la puerta se abrió dibujándose en el umbral la silueta de Catalina.

—¡Ya era hora! Pensaba que no ibas a volver —le recriminó ella a modo de saludo mientras se hacía a un lado para dejarle pasar.

Doña Petra se plantó en el vestíbulo y le miró con conmiseración antes de abrazarle.

—Fernando, te acompaño en el sentimiento. Mi hermana Asunción me ha contado lo que ha pasado.

—Gracias, doña Petra —acertó a decir, impresionado por el abrazo de la mujer.

—No es fácil aceptar la muerte de un ser querido. Lo sé bien porque yo aún lloro a mi pobre marido que, como sabes, me lo mataron en la batalla del Ebro.

—¡Tía! Eso no viene a cuento —le recriminó Catalina, viendo que a Fernando se le había contraído el gesto—. Una cosa es morir en una batalla y otra que te fusilen.

Fernando no sabía qué decir y por un momento pensó en marcharse. El marido de doña Petra había muerto en la guerra, donde combatía con los nacionales. A su padre le habían fusilado en nombre de Franco. Para Fernando la diferencia era tan grande que le costó un esfuerzo no responder a la buena mujer.

—Bueno, pasa, haré un poco de chocolate. Lo trajo ayer Asunción. Al parecer es un regalo de don Antonio —dijo doña Petra mientras los acompañaba al salón.

—Por eso no lo quiero —afirmó Catalina.

—¿Y a ti qué te importa de dónde venga? Tienes que comer, al niño le vendrá bien —protestó doña Petra.

Cuando se quedaron solos en el salón, Catalina abrazó a Fernando. Le echó las manos al cuello y pegó su cuerpo al de él en un intento de expresarle todo su afecto. Fernando tembló al sentir tan cerca el cuerpo de Catalina. Podía sentir su calor y también su vientre hinchado por el hijo que llevaba dentro.

—¡Tenías que haber venido antes! Pobrecito, lo que estarás sufriendo. ¿Y tu madre? No he dejado de pensar en vosotros desde que mamá nos lo dijo. Lo siento tanto… tu padre era un hombre tan bueno… Supongo que habrás escrito a Marvin para decírselo. Yo lo he hecho. Él odia tanto a los fascistas… Le afectará saberlo.

La sola mención de Marvin le revolvió el alma a Fernando. Le dolía comprobar que para Catalina, Marvin seguía estando presente.

—No tengo nada que contarle a Marvin —respondió enfadado.

Catalina guardó silencio ante el malestar de Fernando. Se negaba a aceptar que su amigo estuviera enamorado de ella como no dejaban de repetirle su tía y su madre. Le quería mucho, pero nunca había dejado de verle como al hermano que no había tenido. Le cogió de la mano invitándole a sentarse.

—Lo siento mucho, créeme que lo siento. Me gustaría hacer algo para ayudarte. Cualquier cosa.

Si no fuera porque necesitaba la pistola, se habría ido. Pero era su única posibilidad para llevar a cabo la venganza.

Aunque doña Petra trajinaba en la cocina preparando el chocolate, Fernando bajó la voz:

—A eso he venido, a pedirte algo que necesito.

—Lo que quieras… lo que esté en mi mano… —respondió Catalina expectante.

—Necesito que me des la pistola de tu tío —dijo Fernando, bajando aún más la voz.

Catalina le miró sorprendida, le parecía que no le había entendido.

—Ya sé que lo que te estoy pidiendo puede traerte problemas, pero si no me ayudas tú… —susurró él.

—Pero ¿para qué quieres una pistola? —le preguntó ella con la voz alterada.

—Calla, calla, que no te oiga tu tía.

—Fernando, es que me asustas… No entiendo qué pretendes…

—Voy a matar a los asesinos de mi padre. Para eso necesito una pistola. Necesito que me des la de tu tío. Si no me ayudas… no sé qué haré, pero te juro que no pararé hasta conseguir vengarme.

Catalina se quedó callada mirándole fijamente. No sabía qué pensar, qué decir, ni siquiera qué sentir. En ese momento entró su tía en el salón y depositó una bandeja en una mesita baja. Tres tazas para el chocolate y unas galletas.

—Todavía falta un poco para que el chocolate esté bien hecho —les dijo mientras volvía a salir.

—Si te doy la pistola, mi tía se dará cuenta —dijo Catalina en un leve susurro.

—No tiene por qué… Yo procuraré devolvértela, aunque no te lo aseguro… Voy a marcharme al exilio. En este país no hay lugar para mí.

—¡No puedes marcharte! ¿Vas a dejar a tu madre? Creo que te estás volviendo loco por esas ganas de vengarte. Tienes que serenarte, Fernando, vas a cometer un error.

—¿Me darás la pistola?

—No… no puedo… no me pidas esto… Te buscarán, sabrán de quién es la pistola y vendrán a por mi tía… Quién sabe lo que podrían hacernos… ¡Por Dios, Fernando, recobra la razón!

—Si no me ayudas, los mataré con mis propias manos —respondió tranquilo.

—Pero ¿a quién vas a matar? No sabes quién fusiló a tu padre… Nadie sabe los nombres de los soldados que disparan —argumentó Catalina, cada vez más alterada.

—Conozco a uno… Su padre es uno de los guardias de las Comendadoras. Y él es uno de los soldados del pelotón de fusilamiento. Por las tardes suele ir a buscar a su padre para volver juntos a su casa. Les mataré a los dos. —Y a continuación le detalló cuándo y cómo pensaba hacerlo. Sería el siguiente sábado. Ése era el día en que nunca fallaba el hijo del carcelero en ir a buscar a su padre.

—Aquí está… os vais a chupar los dedos, chocolate con leche auténtica… Luego te daré un poco para que se lo lleves a tu madre. Le sentará bien una buena taza de chocolate caliente. Está tan delgada la pobre… —se lamentó doña Petra.

Fernando saboreó el chocolate. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había podido disfrutar de una taza de chocolate. Sin duda, antes de la guerra. Tampoco despreció una de las galletas que según doña Petra mejoraban el chocolate. Catalina al final cedió y tomó dos tazas y unas cuantas galletas. No podía resistirse al chocolate.

—No lo tomes con tanta ansia porque hoy apenas has comido… —protestó su tía—. ¿Sabes, Fernando?, Catalina está imposible y bastante tenemos con lo que tenemos…

Cuando terminaron de degustar el chocolate, doña Petra colocó las tazas en la bandeja y se fue a llevarlas a la cocina. Habían hablado de temas intrascendentes, sobre todo de la gente del barrio. Cuando se quedaron a solas, se sintieron incómodos el uno con el otro. Y les sorprendió esa incomodidad porque era la primera vez que la sentían.

—Me marcho. Espero que todo te vaya bien. Te deseo suerte de corazón —le dijo Fernando, poniéndose en pie.

—¿No piensas volver?

—No. Ya te he dicho lo que voy a hacer. Me buscarán para fusilarme, al menos intentaré evitarlo, sobre todo por mi madre.

—¡Menudo disgusto le vas a dar si haces lo que dices! —le reprochó Catalina.

—Espero que me guardes el secreto —le pidió Fernando.

—Eso sí… ya sabes que no soy de las que se van de la lengua, y jamás le diría a nadie nada que pudiera perjudicarte. Si… bueno, si lo consigues, ¿adónde irás?

—Me gustaría ir a Francia… Allí hay muchos españoles, aunque parece que los franceses nos tratan mal. Pero cuando empezó la guerra un amigo de mi padre se fue a París. Dijo que se iba porque se negaba a participar en una guerra fratricida.

—¿Y a qué se dedica ese amigo de tu padre? —dijo ella.

—Era contable… pero ignoro cómo se gana ahora la vida.

—Entonces irás a París…

—Puede ser. Ya veremos.

Se despidieron con aprensión. Fernando tuvo que retener las lágrimas pensando que ésa sería la última vez que se verían. Se preguntaba si podría resistir la ausencia de Catalina. No podía imaginar estar sin ella, le dolía tanto como tener que separarse de su madre.

Caminó despacio de vuelta a su casa. Sabía que su madre sufriría lo indecible cuando él desapareciera, pero mucho más si llegaba a saber que había matado a dos hombres. Porque Fernando no dudaba de que los mataría aunque le costara la vida en ese empeño.

Cuando llegó, su madre estaba en casa, sentada junto al balcón con la mirada perdida.

—¿Qué haces, madre? —le preguntó mientras le daba un beso.

—Pensar… no puedo dejar de pensar en tu padre. No hay un solo minuto en que no piense en él. Nunca podré perdonar a sus asesinos, nunca. —Isabel cogió la mano de su hijo y la apretó con fuerza.

—Yo tampoco —afirmó Fernando.

—Les odio, les odio con tanta intensidad que querría matarles a todos. Y eso es lo que más me asusta, saber que, si pudiera, no dudaría en devolverles todo el mal que nos han hecho. Nunca, Fernando, nunca les perdonaré. Lo peor, hijo, es que se van a quedar… Piedad cree que cuando termine la guerra en Europa las potencias extranjeras nos ayudarán a librarnos de Franco, pero yo no doy por hecho que si Inglaterra gana la guerra venga luego a liberarnos. ¿Cuándo han hecho algo los ingleses por nosotros? ¿Y Francia? ¡Qué vergüenza! Fue el Gobierno de izquierdas de Léon Blum quien nos dio la espalda… Estamos solos… nadie vendrá a rescatarnos y esta gentuza hará del país lo que se les antoje. Somos los perdedores. Si me hubieran devuelto a tu padre habría estado dispuesta a bajar la cabeza, pero sin él… ¿qué más pueden hacernos?

Permanecieron abrazados un buen rato. A Fernando le sorprendía la intensidad del odio de su madre. Siempre la había tenido por una mujer serena y ponderada y de repente descubría que era tan vehemente como él. Recordaba que su padre se impacientaba con él y le decía que antes de hablar y de hacer cualquier cosa debía reflexionar y no dejarse llevar por sus emociones.

Nunca había visto a su padre perder la compostura, ni decir una palabra más alta que otra, ni siquiera cuando algo le contrariaba.

Se preguntó si la guerra era lo que había cambiado a su madre. Pensó que le daba lo mismo la respuesta. En realidad le aliviaba saber que su madre sentía el mismo odio intenso que él, y eso quizá haría que le fuera más fácil perdonarle cuando supiera que había matado a dos hombres.

El lunes por la mañana, cuando estaba a punto de salir del portal, se encontró a Eulogio.

—Hace días que no te veo —le dijo Fernando.

—Será porque no quieres. Ya sabes dónde estoy —respondió su amigo con desgana.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó aun sabiendo que eso aumentaría el malhumor de Eulogio.

—Nadie da trabajo a un tullido como yo. No tengo carrera ni oficio y tengo antecedentes por rojo. —Su respuesta estaba llena de amargura.

—Entonces ¿qué vas a hacer?

—Te lo dije, marcharme. Lo que más me fastidia es que tendré que pedirle a mi madre dinero para el tren.

—¿Ya has decidido adónde ir…?

—A América. Pretendo llegar a Lisboa y enrolarme en algún barco que vaya a América, me da lo mismo el Norte que el Sur. Me pagaré el pasaje trabajando. En un barco siempre necesitan brazos, y yo estoy cojo pero no soy un inválido.

—Puede que te acompañe —dijo Fernando, e inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.

—¿Qué dices? ¿Irte? ¿Y por qué vas a irte? Si te vas no sé qué hará tu madre…

—Pues lo mismo que la tuya, lamentarse y llorar. Pero yo tengo una razón para irme.

—¿Ah, sí? Pues ya me dirás qué razón es ésa porque, al fin y al cabo, tienes trabajo y habéis sido más listos que nosotros y conserváis la casa.

—Esta noche subiré a verte y si tienes tiempo salimos a dar una vuelta y te cuento. Oye, y ni una palabra, mi madre no sabe nada.

—No te preocupes. No diré nada.

De camino a la imprenta no pudo dejar de reprocharse haberse sincerado con Eulogio. Para que su plan saliera bien era imprescindible que nadie supiera ni una palabra. Aunque ya se lo había contado a Catalina, estaba seguro de que ella le guardaría el secreto.

Dos días después, Catalina se despertó envuelta en sudor y con vómitos. Había tenido una pesadilla en la que Fernando perdía la vida. Además, cada día que pasaba aumentaba la pesadez del embarazo. La visita de Fernando la había alterado. En realidad estaba asustada. Le creía muy capaz de matar al carcelero y a su hijo sobre todo si, como le había dicho, este último participaba en el fusilamiento de los presos.

Su tía se había preocupado al verla con tan mala cara y, aunque había intentado bromear diciendo a su sobrina que tenía color de acelga, lo cierto es que se había asustado y había llamado a su hermana Asunción, que ya estaría a punto de llegar.

Catalina había discutido con su tía porque no quería preocupar a su madre, pero no lo había conseguido. Doña Petra solía decir que para ella era mucha responsabilidad tenerla allí en su estado y que su obligación era procurar que no le pasara nada. Le inquietaba ver a su sobrina con unas ojeras profundas que no presagiaban nada bueno. Ella era su tía pero no su madre y, por tanto, lo mejor era que su hermana se hiciera cargo de la situación.

Doña Asunción se había quedado intranquila por la llamada de su hermana. Petra no solía exagerar y si decía que Catalina no tenía buen aspecto es que a su niña le pasaba algo.

Terminó de disponer sobre la mesa los cubiertos y el café. Su marido estaba acabando de ponerse la corbata.

Cuando Ernesto Vilamar entró en el comedor no se percató del nerviosismo de su mujer, que tropezó mientras le servía una taza de café.

—Ten cuidado, Asunción…

—Sí… Ernesto, perdona, no sé dónde tengo la cabeza… es por la niña… Petra ha llamado diciendo que Catalina tiene muy mala cara y que se siente mal. En cuanto desayunemos me voy a verlas. Bueno, también voy a llamar a Juan Segovia, creo que no está de más que el médico la vea.

—Lo que tiene que hacer es parir ya. Don Antonio me ha vuelto a preguntar por ella. Me parece que no se cree del todo que Catalina esté cuidando de Petra. Me dijo que su esposa le insiste en que tienen que conocerse mejor antes de casarse y que, aunque oficialmente ya son novios, nunca se ha visto unos novios que ni siquiera se escriben. Esto tiene que terminar, Asunción. Habría sido mejor que se hubiera deshecho de ese niño o lo que sea.

—¡Que Dios te perdone, Ernesto! Cómo puedes decir que preferirías que nuestra Catalina hubiese… Mira, bastante cargo de conciencia tengo ya pensando en que vamos a obligarla a dar a su hijo como para que encima te atrevas a decir lo que has dicho.

—Eres demasiado mojigata. Don Bernardo os tiene dominadas a todas las feligresas. Pero ¡qué sabrá el cura de la vida! Que la niña dé a luz ya y se deje de tonterías.

—Pues don Antonio y su hijo tendrán que esperar.

—Asunción, habrá que hacer algo porque don Antonio no va a aguardar tanto. La bruja de su mujer no deja de pincharle…

—Diles la verdad, que Catalina tuvo un tropiezo y que está esperando un hijo. Si Antoñito la quiere, la perdonará.

—¡Tú estás loca! ¿Qué hombre se casaría con una mujer que se ha quedado embarazada estando soltera? No sabes lo que dices. Tendrías que haber educado mejor a tu hija. Tú mucho ir a la iglesia, pero lo que es ella…

—No tienes corazón, Ernesto —se atrevió a decir doña Asunción.

—Lo que tenemos son deudas, Asunción. Y o Catalina se casa con Antoñito o tendremos que vivir debajo de un puente. ¿Es eso lo que quieres? Estamos arruinados. La maldita guerra nos ha arruinado. Me he cansado de repetirte que el negocio de tu padre se fue al traste durante la guerra. Y las fincas de Huesca… Por más que mi hermano Andrés trabaja no saca más que para vivir.

—¿Y no hay otra manera de salir adelante? —preguntó temerosa ante la respuesta que pudiera darle su marido.

—No.

—¿Y mi herencia?

—¿Tu herencia? ¿Cómo crees que hemos sobrevivido? No queda nada de tu herencia.

—Pero entregar a nuestra hija…

—¿Y para qué están los hijos si no para obedecer a los padres? Esa niña se ha creído que es poco menos que una princesa. Ya es hora de que asuma la realidad.

—Podríamos buscarle un marido que no le desagrade tanto como Antoñito.

—¿Y de dónde sacamos a esa joya? Antoñito es lo que tenemos a mano y con Antoñito se casará.

—Pero…

—No hay peros que valgan, Asunción. Tenemos que afrontar la situación.

Cuando doña Asunción llegó a casa de su hermana, se asustó al ver el estado de Catalina. Le puso la mano en la frente y supo que tenía fiebre. Menos mal, pensó, que Juan Segovia se había comprometido a pasar a ver a la niña antes de ir a comer.

Pasaron el resto de la mañana nerviosas. Catalina, mareada y sin poder contener las arcadas y su madre y su tía, asustadas. Doña Asunción no recordaba haberlo pasado tan mal cuando estaba embarazada de Catalina. En cuanto a doña Petra, no había tenido hijos y nada sabía de embarazos, pero aun así intuía que su sobrina tenía algún mal.

A las dos en punto el médico se presentó en casa y doña Petra a punto estuvo de abrazarle agradecida por su presencia.

—Pasa, pasa, Juan… Catalina está muy mal… La hemos obligado a echarse, pero la pobre no deja de vomitar y dice que le duele el vientre…

—Vamos, vamos, tranquilidad, que no será para tanto…

Una vez que la hubo examinado, el médico convino que el chocolate le había sentado mal y que sufría de empacho, aunque también advirtió que el niño parecía haberse desplazado.

—No sé… lo mismo se adelanta el parto. Dios no lo quiera, porque a los seis meses…

—Casi siete —acertó a decir Catalina.

—Seis y medio —afirmó doña Asunción.

—Peligroso, muy peligroso… Voy a pedirle a la matrona del hospital que pase a verte esta misma tarde. Y nada de moverte. Ni se te ocurra poner un pie fuera de la cama. Podrías perder la criatura.

—¡Santo cielo! Para Marvin sería una decepción —afirmó Catalina.

—¡Deja ya de hablar de ese Marvin! —le pidió su tía con un punto de histeria en la voz.

—¡Es el padre de mi hijo! Os guste o no, este niño tiene padre y es Marvin.

—Hija…, no lo hagas más difícil. —Doña Asunción estaba a punto de llorar.

—Catalina, tienes que aceptar que no te puedes quedar con el niño. ¿Acaso pretendes poner en evidencia a tus padres y a tu familia? Y en cuanto a ti, ¿crees que algún hombre se querría casar contigo? —la regañó el médico.

—Marvin sí, sé que se sentirá orgulloso en cuanto sepa que hemos tenido un hijo.

—No seas niña… Bastante disgusto has dado a tus padres. En cuanto nazca la criatura se la entregaremos a una buena familia. Le están esperando. Le cuidarán como si fuera de su propia sangre. No le faltará de nada. Y tú podrás casarte con Antoñito, tendréis hijos… ya verás.

—¡Que no! No voy a casarme con Antoñito, antes prefiero morirme. Me da asco. Y no pienso dar a mi hijo. Busque otro niño para esa familia. El mío no lo tendrá.

Don Juan hizo un gesto a las dos mujeres para que no se enzarzaran en una discusión con Catalina. Era una cría que no tenía ningún juicio y a la que no le quedaba más que obedecer. Que jugara a ser rebelde cuanto quisiera. El día del parto él mismo se llevaría al niño. Pero ¿a qué discutir con una chiquilla? Claro que le preocupaba verle la tripa tan baja… Casi temía que pudiera perder la criatura.

La dejaron sola en la habitación en penumbra por más que ella reclamaba que abrieran las ventanas y le permitieran ver la luz que se filtraba entre los árboles. Pero su tía Petra no accedió. No estaba dispuesta a consentir a su sobrina que desobedeciera ninguna de las recomendaciones del médico.

—Volveré esta tarde con la matrona. Mientras tanto, que esté tranquila y que sólo tome infusión de manzanilla para que se le asiente el estómago. Y nada de dejar que se levante, no vayamos a tener un disgusto.

Para ese momento Catalina había tomado una decisión. Se daba cuenta de que ni siquiera su madre la apoyaría para que se quedara con su hijo. Pero ella no estaba dispuesta a entregárselo a nadie. Era suyo y de Marvin y estaba segura de que él no la perdonaría si llegara a saber que había entregado al hijo de ambos. Si lo hacía, le perdería para siempre. Sólo tenía una opción y era marcharse. Ni siquiera podía esperar a que naciera el niño. Tenía que irse cuanto antes. Se escaparía, iría a Francia, buscaría refugio en Marvin. Él se haría cargo de todo. Y sólo de pensarlo sintió alivio.

Ya había caído la tarde cuando el médico regresó con la matrona. La mujer la examinó sin demasiados miramientos.

—Como no guarde reposo absoluto no sé qué va a pasar con el niño… —sentenció la mujer, abundando en la opinión de don Juan. Incluso se atrevió a pronosticar un parto prematuro.

—Quizá deberíamos llevarla al hospital —sugirió doña Asunción, preocupada por la suerte de su hija.

—Esperaremos unos días; si guarda reposo y no se mueve para nada de la cama… No te angusties, Asunción, Catalina es fuerte y todo saldrá bien —la intentó confortar el médico.

—Lo peor no es que pierda al niño, lo peor es que le pase algo a ella. Y que Dios me perdone por decir lo que acabo de decir —insistió doña Asunción santiguándose.

—Hay muchas posibilidades de que el parto se adelante —aseguró la matrona.

—No perdamos la calma. Lo que tiene que hacer esta niña es descansar, yo me pasaré mañana y ya veremos si me la llevo al hospital —concluyó el médico.

Dejaron a Catalina sola en la habitación mientras se acomodaban en el salón ante la insistencia de Petra para que tomaran una taza de café.

Lloviznaba y don Juan no puso muchos reparos en aceptar la invitación, no así la matrona, que se disculpó diciendo que aquella noche por lo menos tendría que atender un par de partos y que debía regresar cuanto antes al hospital.

Tan pronto se marchó la matrona doña Asunción volvió a expresar su preocupación por su hija:

—No quiero pensar que pudiera sucederle algo… ¡Por Dios, tienes que prometerme que no le pasará nada!

—Vamos, vamos, Asunción… Estás demasiado preocupada. No te engañaré diciendo que no hay riesgo, pero es que ahora mismo no podemos hacer nada. Esperemos al menos un día. Confía en mí.

—Es mi hija querida, mi única hija… No podría vivir sin ella. —Y mientras lo decía se echó a llorar.

—Mira que eres exagerada, Asunción —intentó consolarla su hermana Petra—. Si Juan dice que Catalina saldrá adelante, debes confiar en él.

—Tiene la cara desencajada, ¿es que no os dais cuenta? —se lamentó doña Asunción.

—Bueno, es que ha vomitado mucho… A quién se le ocurre tomar chocolate caliente con lo pesado que es y más estando embarazada —insistió el médico.

—La culpa fue mía… pero es que le cuesta mucho comer y pensé que al menos no se resistiría a beber una taza de chocolate —se disculpó doña Petra.

—Ya, mujer, pero en su estado… —protestó el médico.

—Pero no puede ser que a Catalina se le adelante el parto por una taza de chocolate… —Ahora era doña Petra la que parecía estar a punto de llorar.

—Dejemos esta conversación que no lleva a ninguna parte. Que se quede en la cama y descanse, es todo lo que podemos hacer por ahora. Sobre todo, señoras, no se pongan nerviosas porque si le contagian sus nervios será peor. Catalina tiene que estar tranquila, sin ninguna preocupación. Por cierto, antes me has dicho que su padre no ha venido a verla… ¿es eso cierto, Asunción?

—Sí, así es… Ernesto está tan enfadado… Se ha llevado un disgusto tan grande… Quién iba a imaginar que nuestra hija iba… iba a hacer algo como lo que ha hecho…

—¿Y qué pasa con el noviazgo con Antoñito Sánchez? —quiso saber don Juan.

—Pues que continúa, aunque no sé qué va a pasar… Ernesto dice que don Antonio se está impacientando, que su esposa no deja de preguntar por Catalina y que le parece muy sospechoso que lleve tantos meses fuera de casa… —explicó doña Asunción.

—Sí que es un problema… Bueno, esperemos que todo vaya bien y que en cuanto Catalina tenga al niño se pueda casar con Antoñito. Tu hija necesita un marido —sentenció el médico.

—Es hija única… —terció doña Petra.

—Ya, pero está demasiado consentida y por eso es tan rebelde —afirmó Juan Segovia sin dejarse convencer por la tía.

A esa misma hora Fernando regresaba de trabajar, y después de dar un beso a su madre subió a la buhardilla donde vivía Eulogio.

Apenas había llamado a la puerta cuando escuchó la voz alterada de su amigo. Se dio media vuelta al imaginar que Eulogio estaba discutiendo con su madre, pero no le había dado tiempo a poner el pie en la escalera cuando se abrió la puerta. En el umbral apareció Piedad secándose el rostro con la punta del delantal. Tenía restos de lágrimas recientes.

Fernando se sintió incómodo y la misma incomodidad se reflejó en el rostro de Piedad.

—Yo… Bueno… había quedado con Eulogio… pero ya nos veremos en otro momento…

La voz de Eulogio se escuchó en la escalera y poco después apareció renqueando.

—Vamos a fumar un cigarrillo a algún sitio donde no sienta asco —dijo dando un portazo.

—Podemos hablar mañana… —dijo Fernando en un intento por librarse de aquel momento embarazoso.

—Me vendrá bien que me dé el aire. No puedo soportarla más. Creo que me voy a ir esta misma noche.

—Tu madre… en fin… no creo que merezca que la hagas sufrir —se atrevió a decir Fernando mientras alcanzaban el portal.

—Es una zorra. Así que se merece la suerte de las zorras.

—Oye, pero ¿qué dices? Yo no quiero oírte decir eso de tu madre. Eres injusto y no tienes derecho a insultarla así. Tu madre es una buena mujer.

—¿Una buena mujer es la que se mete en la cama del primero que se encuentra?

—Sabes que no ha sido así… todo lo ha hecho por ti… Parece que no te has enterado de que hemos perdido la guerra. Tu madre perdió a su marido, a tu padre, y no te ha querido perder a ti. Pero ¡cuántas veces tenemos que tener esta conversación!

—Tú lo has dicho, esta conversación ya la hemos tenido, así que no me vengas con discursitos de niño bueno.

—No quiero echarte ningún discurso, sólo que no soporto ver cómo la maltratas. Es indigno de ti.

—Ya… ahora resulta que lo digno es acostarse con el tendero. ¡Déjalo ya, Fernando!

Caminaron un buen rato sin dirigirse la palabra. Fernando se sentía muy lejos de su amigo. En realidad no le gustaba lo que veía en él. Le apreciaba, se conocían desde siempre, pero aquella amargura que destilaba Eulogio le resultaba agobiante.

—Me dijiste que ibas a contarme algo —dijo Eulogio, interrumpiendo los pensamientos de Fernando.

—No tiene importancia.

—¿No confías en mí? —le retó Eulogio.

—Mira, no me siento cómodo… Aprecio a tu madre, la respeto, y creo que ha sido muy valiente haciendo lo que ha hecho. No es fácil hacer determinadas cosas… sobre todo porque al hacerlas uno se convierte en lo que nunca quiso ser. Tu madre ha hecho lo que ha hecho y por eso ha quedado señalada, pero son las consecuencias de la maldita guerra y de la arrogancia de los vencedores.

—Se te dan bien los discursos. Qué pena que ahora ya no haya partidos porque podrías haberte dedicado a la política —respondió Eulogio con sorna.

—Oye, no estoy para tonterías. Todos tenemos problemas, así que lo mejor es que me vuelva a casa. Mi madre me espera para cenar y estoy reventado.

—Vamos, Fernando, no me fastidies y dime qué es eso que guardas tan en secreto.

—No creo que pueda confiar en ti, habida cuenta de tu estricta moralidad; si a tu madre la tratas así, qué no dirás de mí…

—¡Ahora sí que me has fastidiado! ¿Así que no confías en mí? Vaya con el mocoso…

—Me voy a casa, Eulogio.

Fernando apretó el paso alejándose de su amigo, pero éste le alcanzó a pesar de la cojera.

—Sí, estoy amargado… Me avergüenzo de cómo trato a mi madre… Me duele hacerlo, pero no puedo evitarlo… Por eso voy a marcharme. No puedo continuar así… No puedo seguir martirizándola a ella ni odiarme más de lo que me odio. —Y mientras lo decía rompió a llorar.

Las lágrimas de Eulogio desconcertaron a Fernando. No sabía qué hacer hasta que por fin abrazó a su amigo intentando calmarle. Cuando al poco Eulogio dejó de llorar volvieron a caminar en silencio.

—Voy a matar a dos de los hombres culpables del asesinato de mi padre —dijo de pronto Fernando, arrepintiéndose al momento de sus palabras.

Eulogio se paró en seco, conmocionado por el anuncio de su amigo.

—¿Qué has dicho? —acertó a preguntar en voz baja.

—Que voy a matar a uno de los carceleros de mi padre y a su hijo, que estuvo en el pelotón de fusilamiento. Lo haré dentro de unos días si logro hacerme con una pistola, pero si no la consigo, les mataré con un cuchillo o con mis propias manos —respondió Fernando con un tono de voz monocorde.

—¡Estás loco! —exclamó Eulogio sin salir de su asombro.

—Sí, estoy loco. Loco de dolor por el asesinato de mi padre. El tuyo murió en el Frente luchando, al mío lo han asesinado de un tiro. No descansaré hasta vengarme.

—Pero lo que quieres hacer es imposible… Te cogerán… y te fusilarán a ti también…

—Lo sé. Es lo que seguramente sucederá —repuso Fernando con naturalidad, asumiendo su suerte.

—Pero mira, no digas tonterías… Comprendo que quieras hacer algo así, pero eso no te llevaría a ninguna parte excepto ante el pelotón de fusilamiento. Tú me recriminas cómo me comporto con mi madre, pero ¿te das cuenta de lo que supondría para la tuya que te fusilaran? Tu madre se volvería loca. Además, ella es muy católica…

—Sé que mi madre sufriría muchísimo. Cuando nos enteramos de que habían fusilado a mi padre dejó de ir a misa, pero ahora ha comenzado a ir otra vez —admitió Fernando.

—No puedes hacerlo… Además, ¿de dónde vas a sacar una pistola?

—Con pistola o sin ella les mataré —afirmó Fernando.

—Pero ¿quiénes son esos hombres? ¿Por qué ellos? —Eulogio estaba asustado.

—Ya te lo he dicho. El mayor es uno de los carceleros de las Comendadoras y su hijo es soldado y está en uno de los pelotones de fusilamiento de presos. Si pudiera matar a todo el pelotón lo haría, pero me conformaré con uno.

Eulogio estaba tan impresionado por la actitud y la firmeza de las palabras de Fernando que apenas sabía qué más decir.

—No puedes hacerlo —murmuró.

—Voy a hacerlo —aseguró Fernando sin inmutarse.

—¡Que no puedes! ¡No seas estúpido! Esos tíos irán armados, ¿crees que se van a dejar matar como conejos?

—Llevo semanas observándoles. Sé cómo y dónde hacerlo. Quiero pedirte una cosa: olvídate de lo que te he dicho.

—Claro… ahora voy y me olvido… Pero ¿a ti qué te ha dado en la cabeza? Oye, comprendo que te quieras vengar, que odies a esos hijos de puta, pero el que se tiene que olvidar de esa locura eres tú.

—Hablemos de otra cosa o, mejor, volvamos a casa. Estoy cansado. Ya te dicho que hoy hemos tenido mucho trabajo en la imprenta.

—Soy tu amigo, Fernando; aunque tengamos nuestras diferencias, sabes que puedes contar conmigo —dijo Eulogio, rindiéndose ante la evidencia de que no podría convencer a su amigo.

—Con tu silencio me basta —afirmó Fernando.

—No conozco a nadie que tenga pistola… Bueno, don Antonio tenía una. La guardaba en la mesa de despacho del almacén…

—¿Crees que podría robarla?

—¿Robarla tú? No… Ni tú ni yo. La tenía en un cajón con llave. Habría que forzar el cajón… Además, ahora tienen un tío cachas vigilando el almacén. No es muy listo pero tiene unos puños que como le pegue a alguien le abre la cabeza.

—Si me explicas en qué lugar del almacén está el despacho de don Antonio y en qué cajón está la pistola…

—Oye, no… no es una buena idea… No sé por qué te lo he dicho…

—Te has ofrecido a ayudarme —le recordó Fernando.

—Bueno, pero no a asesinar a nadie.

—Tú no vas a asesinar a nadie. Soy yo quien se va a cargar a esos dos tíos.

—Ya, pero si te ayudo con la pistola… No te lo tenía que haber dicho…

—Pero me lo has dicho. Sólo hay dos personas que saben dónde hay una pistola. Catalina y tú.

—¿Catalina? Esa chica no deja de dar sorpresas. ¿Sigue en casa de esos familiares en no sé qué pueblo? Hay rumores por el barrio… Parece que «la Mari» está mosca.

—A mí no me importa lo que pueda pensar la mujer del tendero.

—Ya… Bueno, ¿y por qué sabe ella dónde hay una pistola? —insistió Eulogio.

—Porque sabe de un familiar que tiene una. Por eso. Le he pedido que se la quite pero no quiere hacerlo.

—Natural. Yo tampoco quiero ayudarte en eso. Mira, por una vez vamos a estar de acuerdo Catalina y yo.

—Sí, sois amigos de boquilla. —Fernando sabía que al decir esto Eulogio se revolvería.

—Oye, que yo soy tu amigo para lo que haga falta, pero no voy a consentir que te juegues la vida. Porque eso es lo que harás si te empeñas en esa locura. Y no servirá de nada. No les podrás matar y sólo conseguirás que te fusilen.

—Ése es mi problema, no el tuyo ni el de Catalina.

—Por lo menos yo te tengo afecto, nos conocemos desde niños… No voy a dejar que te maten así como así.

—No debería habértelo dicho; tampoco se lo tenía que haber contado a Catalina.

—¿Ella también sabe que quieres matar a esos dos tíos?

—Sí, claro, se lo expliqué lo mismo que a ti.

—¡Lo que faltaba! Esa chica no te guardará el secreto —sentenció Eulogio.

Fernando se plantó enfadado delante de él, tanto que Eulogio dio un paso atrás.

—¡Deja de meterte con ella! ¡No te lo consiento! Catalina me aprecia sinceramente y confío en ella como en mí mismo. Nunca he dudado de que puedo poner mi vida en sus manos. Jamás me traicionaría. ¿Lo has entendido?

A Eulogio le impresionó la reacción de Fernando. Le sabía enamorado de Catalina, pero no hasta el punto de haber perdido la cabeza. Aun así, no le llevó la contraria. Intuyó que si lo hacía su amistad se rompería para siempre.

—Vale, vale… no te pongas así… Ya sé que no es mala chica… Bueno, si tú confías en ella yo no tengo nada que decir.

—Eso es, tú no tienes nada que decir. Ahora olvídate de lo que te he dicho, ya me las arreglaré yo solo.

—No, solo no te voy a dejar. Te acompañaré. Si logras hacerte con una pistola… bueno, yo estaré cerca de ti y luego nos iremos. Tendrás que escapar. Ven conmigo a Lisboa, buscaremos un barco que nos lleve a América. Allí nadie nos va a encontrar.

—Ya veremos, Eulogio, ya veremos.

Fernando no había vuelto a ver a Catalina y ella insistía a su madre y a su tía para que le avisaran porque quería hablar con él. Pero ni doña Asunción ni doña Petra se habían dejado convencer. El médico las había advertido de que Catalina podía perder su hijo. Debían estar preparadas. Lo que más temía doña Petra era que pudiera pasar estando sola con su sobrina, a pesar de que Juan Segovia le había asegurado que se presentaría de inmediato para trasladarla al hospital.

Por más que el médico, su madre y su tía murmuraban a sus espaldas, Catalina se había enterado de lo que le podía suceder y, muy a su pesar, guardaba cama procurando no contradecir ninguna de las indicaciones de don Juan. Pero también había tomado una decisión: no iba a permitir que le quitaran a su hijo y por tanto no le quedaba otra salida que huir. Si Fernando no tuviera esa loca idea de matar a esos dos hombres de los que le había hablado, le habría pedido que la ayudara a escapar nada más dar a luz, pero como estaba segura de que su amigo llevaría adelante su plan no tenía otra opción que rogarle que la dejara ir con él en su huida, aunque eso supusiera poner en peligro su vida y la de su hijo.

Por primera vez se enfrentaba a un dilema en que todas las salidas eran malas. Si tenía a su hijo, se lo quitarían de inmediato, no le permitirían ni abrazarlo. Y si huía, pondría la vida de su hijo en peligro puesto que había muchas posibilidades de perderlo.

Lloraba desconsolada intentando buscar una solución, pero las lágrimas no la ayudaban a ver más claro y sólo aumentaban su desesperación.

Hasta que una mañana se despertó con la decisión tomada. Huiría con Fernando aun poniendo en riesgo su vida y la de su hijo. Marvin nunca le perdonaría que permitiera que se lo arrancaran para dárselo a unos extraños.

Fernando no aceptaría llevarla consigo. Sólo tenía una manera de convencerle: entregándole la pistola que tan celosamente guardaba su tía. Era el precio que tendría que pagar. Y así se lo diría. Él podría llevar a cabo su venganza y ella impedir que le quitaran a su hijo. Ése sería el trato. Tenía que decírselo, pero no sabía cómo hacerlo. Fernando se había despedido de ella para siempre puesto que si llevaba a cabo su venganza tendría que huir. Nerviosa porque sabía que disponía de poco tiempo, Catalina tomó la decisión de esperar a que su tía saliera a dar sus clases de música en el colegio para escaparse y llegar hasta la imprenta donde trabajaba Fernando.

Aquella mañana doña Petra entró en su habitación para llevarle el desayuno.

—Despierta, Catalina, que tengo que irme. Te he preparado un poco del café que trajo tu madre y un buen trozo de pan. Te sentará bien.

—Sí, tía… aunque no tengo mucha hambre.

—Pero tienes que comer por ti y por el niño. Ya sabes lo que te puede pasar si no te cuidas, así que come. Hoy llegaré un poco más tarde porque cuando salga del colegio a las doce tengo que ir a comprar alguna cosa que nos hace falta. Pero no tardaré demasiado.

—No te preocupes, tía, que no me moveré de la cama.

—Eso, no te muevas, que cuando venga ya te ayudaré a asearte.

Doña Petra dio un beso en la frente a su sobrina y se fue con la preocupación de que durante las horas que iba a estar fuera a Catalina no le sucediera nada.

Apenas escuchó cerrarse la puerta, Catalina saltó de la cama. Se dirigió despacio al cuarto de baño temiendo dar un paso en falso. El espejo le ofreció la visión de su rostro demacrado y la piel excesivamente pálida. No tardó mucho en arreglarse. Tenía frío y se puso dos jerséis y unas medias gruesas. La falda apenas podía abrochársela aunque no había engordado en exceso.

Luego, sin dudarlo, fue a la habitación de su tía y buscó en el cajón de la cómoda aquel bulto donde sabía envuelta la pistola. No se olvidó de abrir la pequeña caja en la que guardaba unas cuantas balas. Las sacó con aprensión y las envolvió en un pañuelo que colocó en su bolso. Dejó la caja tal como estaba. Luego desenvolvió la pistola y la envolvió a su vez con una de sus enaguas. Cogió varios trozos de papel e hizo una especie de pelota que cubrió con la tela en que había estado protegida la pistola. La deslizó al fondo del cajón rezando para que su tía no se diera cuenta. Luego regresó a su cuarto y sacó un monedero donde guardaba unas cuantas pesetas que su madre le había dado.

Buscó un viejo sombrero de su tía y se lo encasquetó en la cabeza no sólo para resguardarse del frío, sino para intentar pasar inadvertida si acaso se tropezaba con algún conocido.

Salió de la casa con paso tambaleante. Estaba un poco mareada, pero sabía que no tendría demasiadas oportunidades para volver a escaparse.

El aire fresco la despejó, pero aun así caminó pegada a la pared por miedo a perder el equilibrio.

Tardó un buen rato en llegar hasta la plaza de España y, desde allí, quince o veinte minutos más en acercarse hasta donde se encontraba la imprenta de don Víctor. Eran poco más de las diez y media, así que Fernando estaría trabajando.

El portón de hierro y madera estaba cerrado pero se podía escuchar el traqueteo de la linotipia. Intentó empujarla pero carecía de fuerza, así que buscó un timbre. Esperó impaciente sintiendo que las piernas le temblaban.

Un crío de no más de doce años entreabrió el portón. Vestía un mono azul y tenía las manos manchadas de tinta.

—¿Qué quiere? —le preguntó extrañado.

—Pregunto por Fernando Garzo.

—¿Fernando? Está dentro trabajando, no creo que pueda salir. —Ahora la mirada de extrañeza se convirtió en curiosidad.

—Dile que le espera Catalina Vilamar, que es urgente.

—¿Es su novia? —El crío la miraba divertido.

—No… no… Por favor, dile que salga…

El chico cerró la puerta y Catalina se quedó esperando temiendo que no avisara a Fernando. No habían pasado ni dos minutos cuando se abrió de nuevo el portón y tuvo a Fernando ante ella.

—Pero ¡qué haces aquí! ¡Estás loca! ¿Es que quieres que te pase algo?

—Tenía que hablar contigo y como ya no veías a verme…

—Estoy trabajando y sabes bien que… bueno, tengo otras cosas en la cabeza.

—Sí, por eso quería hablar contigo.

—Pues ahora no es el momento.

La voz de don Vicente los interrumpió.

—¿Con quién hablas, Fernando? —preguntó el hombre, mosqueado.

—Perdone, don Vicente, es que ha venido a verme una vecina…

—Pues en el trabajo no se reciben visitas. —Y miró a ambos con enfado.

—Disculpe usted… Si no fuera una emergencia no habría venido… Es por un problema familiar… —se disculpó ella.

Don Vicente la miró con detenimiento y no tardó en reconocerla.

—Usted es… creo haberla visto en alguna ocasión…

—Soy Catalina Vilamar, y vivo al lado de Fernando… —Catalina recordaba haber visto a aquel hombre junto a don Lorenzo Garzo.

—Ya… ya sé… Bueno, comprenderás que no puedes presentarte aquí porque sí. —Don Vicente se dio cuenta de que la joven no parecía encontrarse bien.

—Sólo quiero hablar un minuto con Fernando, no tardaré. Le aseguro que si no fuera importante no me habría atrevido a presentarme aquí.

—Dos minutos. Ni uno más. Si se entera don Víctor se enfadará. Al trabajo no se traen los problemas de fuera —afirmó con severidad.

—Dos minutos, se lo prometo —respondió Catalina.

En cuanto don Vicente se alejó, ella le entregó un bulto a Fernando.

—¿Qué es esto?

—La pistola —respondió en voz baja—; te la doy a cambio de que me lleves contigo.

—Pero ¡qué dices!

—No quiero que me quiten al niño y eso es lo que harán en cuanto nazca. Creía que, si insistía, al final me permitirían quedármelo. Pero mamá dice que mi padre no va a transigir. En cuanto tenga el niño me hará volver a casa para casarme con Antoñito. Ayúdame, por favor, Fernando. Tienes que ayudarme a conservar a mi niño y a escapar de Antoñito. —Catalina hablaba entre lágrimas.

—Catalina…, lo que yo voy a hacer… No… no puedes venir conmigo… ni siquiera sé dónde voy a ir. Sería muy peligroso para ti… Si me pillan te considerarán mi cómplice, y ya sabes lo que sucedería… No podría perdonarme que por mi culpa te pudiera pasar algo… Anda, vete a casa, luego me acercaré a verte.

—No, Fernando, no me iré hasta que me prometas que me llevarás contigo. Si te he traído la pistola es como parte del trato. Tú necesitas una pistola y yo escaparme. Lo uno por lo otro. Tengo confianza en ti y sé que si hacemos un trato lo cumplirás y lograremos escaparnos —afirmó con más seguridad de la que sentía.

—¡Pero no puede ser! Por Dios, Catalina, ¡vete a casa!

—Si no me ayudas, entonces… bueno, ya me las arreglaré. Pero no me quedaré a esperar a tener a mi hijo y que me lo quiten. Me marcharé hoy mismo. Espero que si te preguntan no les digas nada.

Catalina se dio media vuelta intentando reprimir el llanto. No estaba enfadada con Fernando. Le comprendía. Si la llevaba con él correría más riesgos, de manera que no le quedaba otra opción que escaparse. Quizá lo mejor era no regresar a casa de su tía. La voz de Fernando la devolvió a la realidad. Sintió su mano sobre el hombro deteniendo su paso.

—No voy a dejarte, no quiero que te suceda nada… Ojalá todo salga bien… —Y la abrazó con fuerza.

—Gracias… gracias… gracias por no abandonarme. Sólo te tengo a ti.

—Ahora vete a casa y… llévate lo que has traído. Iré a verte esta tarde cuando salga del trabajo.

—Sí… sí… por favor, ven…

Don Vicente los miraba desde una ventana y no se le había escapado detalle de la escena. Le pareció que Catalina había engordado y de pronto le asaltó un pensamiento que quiso desechar de inmediato y era el que la joven estaba embarazada. ¿Sería posible que Fernando y ella…? Le tenía por un joven cabal.

Acudió a su encuentro y le hizo una seña para que le siguiera a su despacho, un cubículo desde donde veía todo el taller.

—Fernando, no sé qué problema tienes con esa chica pero comprenderás que lo de hoy no puede repetirse. —Y aguardó a que Fernando le diera alguna explicación.

—Disculpe, don Vicente, no volverá a suceder. Catalina es una buena amiga y está en un apuro, de no ser así no se habría atrevido a venir aquí.

—Ya, ¿y se puede saber qué le sucede?

—Lo siento, pero no soy quién para airear los problemas ajenos.

—Lo cual te honra —respondió el hombre con cierto fastidio por quedarse sin saber qué sucedía—. Bueno, ahora a trabajar y que lo de hoy no se repita.

—Le aseguro que no se repetirá.

A Fernando le pareció que aquel día las horas transcurrían con más lentitud que otras jornadas y se atrevió a pedir a don Vicente que le permitiera salir a las siete en vez de a las ocho.

—¿Se puede saber dónde tienes que ir? —le preguntó suspicaz.

Fernando apretó los dientes. No quería mentir a aquel hombre que siempre se había portado bien con él.

—Don Vicente…, yo… bueno… tengo que hacer algo por Catalina… —balbuceó.

—Así que es por esa chica… Oye, espero que no empieces a hacer tonterías porque cuando hay faldas de por medio algunos hombres pierden el norte. Tienes suerte, porque don Víctor se acaba de ir. Está con gripe y se ha marchado antes.

—Gracias, don Vicente, siempre estaré en deuda con usted.

—Tu padre era un buen amigo, Fernando, y mi deber es ayudarte, pero ayúdate tú también.

Catalina había tenido que apretar el paso para llegar a casa de su tía antes de que ella regresara. El esfuerzo no sólo la fatigó sino que le provocó un dolor intenso en el vientre. Apenas le había dado tiempo de ponerse el camisón cuando oyó que se abría la puerta de la calle. Guardó la pistola debajo del colchón porque ya no disponía de tiempo para volver a dejarla en su sitio.

A doña Petra le pareció que Catalina estaba aún más pálida y por más que su sobrina intentó contener los gestos de dolor se dio cuenta de que algo le pasaba. Asustada, llamó a don Juan y a continuación a su hermana Asunción. Una hora más tarde, la matrona estaba examinando a la muchacha. Don Juan lo había considerado necesario. A su entender, dijo, tenía la tripa demasiado baja.

Doña Asunción y doña Petra aguardaban nerviosas sentadas en el salón. Cuando vieron aparecer al médico y a la matrona se levantaron atropellándose la una a la otra.

—¡Calma, señoras! No las quiero ver así de nerviosas. Catalina está bien —afirmó el médico sin demasiada convicción.

—Yo creo que en cualquier momento se va a poner de parto —le corrigió la matrona.

—Entonces hay que llevarla al hospital —exclamó preocupada doña Asunción.

—Todo a su tiempo… —Y en la mirada del médico había un reproche a la matrona por asustar a las dos mujeres.

—Juan, creo que no debemos correr riesgos, mira que si la niña se nos pone de parto… —Doña Petra no podía ocultar el miedo que sentía ante tal posibilidad.

—¿Crees que si pensara que se va a poner de parto me quedaría de brazos cruzados? Puede que se le adelante, pero no creo que sea inminente, y está mejor aquí en casa que en el hospital. Petra, tenéis que confiar en mí —dijo el médico.

—Y confiamos, claro que confiamos, se hará lo que tú digas —concluyó doña Asunción, que no quería contrariar al médico.

Doña Petra apretó los labios. Quería a su hermana y a su sobrina, pero se decía que quizá había asumido una responsabilidad que no le correspondía. Sin embargo, no dijo nada.

—Que Catalina descanse. Yo volveré a última hora de la tarde en cuanto salga del hospital y dependiendo de cómo la vea, tomaré una decisión.

Por más que su tía y su madre insistieron, Catalina se negó a comer. Se sentía tan cansada y dolorida que lo único que deseaba era cerrar los ojos y dormir.

—Asunción, estoy tan preocupada… —le confesó doña Petra a su hermana una vez que dejaron a Catalina descansando.

—Yo también, Petra… Pero debemos confiar en Juan, él sabe más que nosotras.

—Ya, ya… Pero temo que le pase algo y encontrarme sola.

—¡Ay, hermana! Cuánto te agradezco lo que haces por nosotros. Sé que es una gran carga, pero si tú no nos ayudas no sé qué podríamos hacer. Ernesto está tan preocupado por la situación tan mala que tenemos… La única esperanza de salir del agujero es que Catalina se case con Antoñito.

—Pero ella no le quiere —terció doña Petra a favor de su sobrina.

—¿Crees que no se me parte el alma al pensar que voy a entregar a mi niña a ese… a ese patán?

—¿No tiene Ernesto una parte de las tierras de Huesca?

—Ya te conté que ahora no valen nada. Estamos arruinados, Petra, la guerra nos ha dejado sin nada.

—Pero papá le colocó en la empresa y tu marido tenía una buena posición —insistió doña Petra.

—Eso creía yo, pero como Ernesto no me explica nada no puedo decirte dónde está el dinero, si es que alguna vez lo tuvimos.

—¿Y tu dote? Papá fue muy generoso con nuestra dote.

—No lo sé, hermana, pero por lo que me ha dicho ya no queda nada —admitió doña Asunción, bajando los ojos avergonzada.

—¿Qué haremos si Catalina se niega a entregar a su hijo? —quiso saber doña Petra, que estaba preocupada porque conocía la tozudez de su sobrina.

—No quiero ni pensarlo… Pobrecita mía, tener que obligarla a algo así… El único consuelo es que Juan me ha asegurado que la familia que se hará cargo del pequeño está muy bien situada y son buenos cristianos. Menos mal que casi tenemos terminado todo el ajuar de la criatura. No soportaría entregarle sin nada.

—Sí, ya tiene media docena de jerséis. Y mira, te voy a enseñar la toquilla que estoy tejiendo.

—Precisamente he traído los pañales. Me dirás que soy una exagerada, pero he cosido una veintena. Y ahora estoy terminando las camisitas a punto de cruz. Estará más guapo que un sol.

—¿Sabes, Asunción…?, hoy preferiría que te quedaras, porque estando Catalina así…

—Le he dicho a Ernesto que no volveré hasta la hora de la cena y me he traído un par de camisitas para acabarlas aquí.

Las dos mujeres pasaron el resto de la tarde entretenidas con la costura. De cuando en cuando entraban en la habitación de Catalina y les tranquilizaba verla dormida.

A las ocho en punto de la tarde el timbre de la puerta las sobresaltó.

—Será Juan —dijo doña Asunción.

Pero se equivocaba. Doña Petra se quedó desconcertada al abrir la puerta y encontrarse a Fernando.

—Tú por aquí… Catalina no se encuentra muy bien, no está para recibir visitas. —No le invitó a entrar esperando que Fernando diera media vuelta.

—Sólo quiero verla un momento —dijo él con firmeza.

—Ya, pero es que hoy no puede ser. No está muy bien, creíamos que era el médico.

Las voces de Fernando y Petra se colaron en el cuarto de Catalina, quien un minuto después apareció en el vestíbulo descalza y en camisón mientras su madre intentaba detenerla.

—¡Fernando! Pasa, pasa. Tía, por favor, deja que pase.

—Pero no puede ser… no te encuentras bien —se quejó doña Petra.

—Ahora que he dormido me encuentro mucho mejor. No discutamos y dejadme hablar con Fernando. Ven. —Y le cogió de la mano llevándole hasta su habitación.

Doña Asunción y doña Petra los siguieron, abrumadas por el comportamiento de Catalina.

—Tengo que hablar con Fernando a solas —afirmó mirándolas retadora.

—¡No puedes quedarte a solas con un hombre en la habitación! —exclamó su tía escandalizada.

—¿Y qué crees que me va a pasar? Fernando es como un hermano y además ya estoy embarazada, así que…

—¡Dios Santo, qué cosas dice esta niña! —Doña Petra se santiguó espantada por las palabras de su sobrina.

—Hija, bastantes quebraderos de cabeza tenemos por tu estado para que hagas las cosas todavía más difíciles. No es correcto que estés con un hombre en una habitación y por mucho que aprecies a Fernando y le consideres como un hermano lo cierto es que no lo es.

—De acuerdo, nos iremos a hablar a la cocina. —Y Catalina, sin soltar la mano de Fernando, tiró de él para que la siguiera.

—¡Te vas a enfermar aún más! Acuéstate inmediatamente —le suplicó su tía, viendo que su sobrina empezaba a temblar de frío.

—Sólo si me dejáis hablar con Fernando.

—No puede ser, hija, tienes que comprenderlo. —Pero doña Asunción sabía que tenía la batalla perdida.

—Pues entonces iremos a la cocina —insistió Catalina.

Al final las dos mujeres cedieron. Lo más que Catalina consintió fue que colocaran una silla a los pies de la cama para que Fernando estuviera a cierta distancia. Pero en lo que se mostró inflexible fue en su empeño de hablar con él a solas.

Fernando se sentó en el borde de la silla sin dejar de mirar a Catalina. Admiraba su determinación. La conocía bien y sabía que cuando plantaba cara era para ganar la batalla.

—No me encuentro muy bien… en realidad no debería levantarme de la cama. Don Juan dice que puedo perder al niño.

—Entonces no vuelvas a levantarte —respondió Fernando con cierta severidad.

—Te lo he dicho esta mañana, no pienso renunciar a mi hijo. ¿Qué pensaría de mí Marvin si supiera que he entregado a nuestro hijo? Estoy segura de que me odiaría. Sacaré fuerzas, Fernando… Dios me ayudará. Y tú. También te necesito a ti. Sé que correremos peligro, que a lo mejor no lo logramos, pero al menos tenemos que intentarlo. He pensado mucho en lo que quieres hacer… No es que esté de acuerdo, pero no te juzgaré.

—Entonces estás decidida…

—Sí. No tengo otra salida. O me escapo o me quitarán a mi hijo y me obligarán a casarme con Antoñito. Ven, acércate.

Catalina bajó de la cama con cuidado y empezó a levantar el colchón.

—Pero ¡qué haces!

—Calla, no hables tan alto o mi madre y mi tía vendrán a ver. He escondido la pistola debajo del colchón. Lo mejor es que la guardes tú.

Catalina le entregó el bulto y se volvió a meter en la cama mientras Fernando decidía dónde guardar el arma. Terminó ocultándola en el bolsillo de la gabardina.

—Les mataré el sábado a las ocho en punto de la tarde. Luego me reuniré contigo y con Eulogio en la estación. Intentaremos colarnos en algún tren.

—¿Eulogio? ¿Pero es que también se lo has contado a él? Fernando, hay cosas que cuanta menos gente las sepa…

—Eulogio es mi amigo. No me traicionará. Quiere marcharse a América e intenta convencerme para que le acompañe.

—América… Pero Marvin está en París… Tengo que ir a París… —Catalina parecía a punto de llorar.

—Mira, lo primero es escapar. A mí me perseguirán por matar a esos hombres y a ti por fugarte de la casa de tu tía. Ya veremos dónde podemos ir, ni siquiera es seguro que lo logremos.

—Podemos subirnos a un tren que vaya a Francia —casi suplicó.

—No quiero prometerte nada que no pueda cumplir —respondió con sinceridad.

—Pero entonces…

—Si quieres te devuelvo la pistola.

—No… no es eso… es que yo no quiero ir a América. Quiero encontrarme con Marvin.

—Por lo que Eulogio me ha dicho, Marvin pensaba dejar Francia.

—¡No es posible! A él le gusta vivir en París.

—Vamos, no seas niña, ¿es que no te das cuenta de que Europa está sumida en una guerra casi peor que la nuestra?

—Pero los norteamericanos no tienen nada que ver con esta guerra.

Fernando se encogió de hombros. Se sentía cansado. Quería a Catalina, pero su decisión de matar a dos de los hombres que consideraba asesinos de su padre era más fuerte que cualquier sentimiento.

—No puedo decirte adónde debes ir. Sólo puedo comprometerme a llevarte a donde vaya. A intentar sacarte de España. Después… bueno, tú decidirás si quieres ir a donde yo vaya o intentar buscarle.

Permanecieron en silencio durante unos minutos sin siquiera mirarse. Fernando esperaba que Catalina tomara una decisión, aunque no dudaba cuál sería.

—Sí, lo primero es marcharme de aquí, luego buscaré a Marvin. Eulogio puede ayudarme. Son amigos y él sabrá dónde está.

—Tú lo has dicho, son amigos y quizá por eso no quiera decirte nada sobre Marvin.

—Le contaré que espero un hijo y entonces me ayudará. Comprenderá que Marvin tiene derecho a saber que va a ser padre y acudir cuanto antes junto a nosotros. Sí, Eulogio no podrá negarse a ayudarme.

—Su primera lealtad es para con Marvin —dijo Fernando, intentando que Catalina no se diera a sí misma vanas esperanzas.

—Si es leal a Marvin, entonces no tiene otro remedio que ayudarme puesto que espero un hijo suyo.

—Hablaré con Eulogio y volveré el miércoles o el jueves para darte más detalles.

—Creo que debemos acompañarte a las Comendadoras —sugirió Catalina.

—Eso sí que no. No quiero que Eulogio y tú os involucréis en lo que yo voy a hacer. Tenéis que manteneros al margen al menos hasta que escapemos. Si me pillan, no tenéis por qué correr mi misma suerte. Me fusilarán.

—Pero debemos estar contigo y ayudarte —insistió ella.

—Si quieres venir conmigo, tendrás que hacer lo que te diga. Ahora me voy, y descansa, porque no será fácil lo que nos espera.

Don Juan llegó en el mismo momento en que Fernando se despedía de doña Asunción y doña Petra. Las dos mujeres se sintieron un tanto azoradas por tener que justificar la presencia de Fernando. Pero el médico no pareció darle demasiada importancia.

«Parece un buen chico este Fernando Garzo. Lástima que no sea el padre de la criatura que espera Catalina», les dijo el médico, provocando el sonrojo de la madre y la tía.

Una vez que hubo examinado a Catalina dijo encontrarla mucho mejor, aunque insistió en su recomendación de que no debía moverse. Catalina le prometió que guardaría cama hasta el día del parto y doña Petra suspiró desconfiada. Sabía que su sobrina no cumpliría su promesa.

Fernando estaba distraído mientras cenaba con su madre. Isabel se sentía cansada, aunque intentaba disimular ante su hijo.

—Madre, no te empeñes en hablar, sé que no tienes ganas.

—Pues claro que tengo ganas de hablar contigo, sobre todo de escucharte, saber cómo te ha ido el día. No sé, te noto raro, preocupado.

—No, madre, no me pasa nada —respondió intentando imprimir convicción a sus palabras.

—Hijo, a mí no me puedes engañar. Algo te pasa, algo te ronda por la cabeza. Sea lo que sea, sabes que me tienes siempre a tu lado.

—Lo sé, madre, y… ¡si supieras cuánto te quiero!

—Y yo a ti, Fernando; ahora sólo nos tenemos el uno al otro. Pero dime qué te preocupa.

—Nada, madre… sólo que… me hubiera gustado haber ido a la guerra y luchar junto a mi padre, matar a unos cuantos fascistas.

—¡No digas eso! Mira, Fernando, yo no les perdono que hayan fusilado a tu padre, pero debes recordar lo que te dijo, nunca, nunca lo debes olvidar. ¿Lo recuerdas o no? «No matarás, tú no matarás.» No olvides nunca por qué te lo dijo, hijo.

Se abrazaron y Fernando notó la extrema delgadez de su madre. Y maldijo aún más a quienes los habían condenado a aquella situación.

Eulogio se presentó al cabo de un rato. Isabel leía en voz alta. Fernando la escuchaba ensimismado mientras quitaba el polvo a los libros de su padre.

—«El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve. / Para dialogar, / preguntad, primero; / después… escuchad. (…) Nunca traces tu frontera; / ni cuides de tu perfil; / todo eso es cosa de fuera…»

—Si molesto… —dijo Eulogio cuando Fernando le abrió la puerta.

—Qué vas a molestar… Anda, pasa.

Isabel levantó la mirada del libro y le sonrió.

—A mi marido le gustaba leer poesía en voz alta. Después de cenar solíamos sentarnos aquí los tres y cada uno elegíamos lo que íbamos a leer. Yo esta noche he elegido a Machado, sus «Proverbios y Cantares». ¿Y a ti qué te gustaría leer? —preguntó a Eulogio.

—No sé… en realidad siempre he preferido la prosa, pero a mi padre le gustaba leer a sor Juana Inés de la Cruz… Se sabía de memoria algunos poemas, creo que uno de los que más le gustaban era «Liras que expresan sentimientos de ausente» —respondió Eulogio.

—Sí, sé cuál es… Espera… —Isabel se levantó y buscó en los estantes donde encontró un poemario de sor Juana Inés de la Cruz. Luego pasó con rapidez sus páginas y sonrió satisfecha—. Aquí está, lee.

Fernando obedeció a su madre y comenzó a leer:

—«Amado dueño mío, / escucha mis cansadas quejas, / pues del viento las fío, / que breve las conduzca a tus orejas, / si no se desvanece el triste acento, / como mis esperanzas, en el viento. / Óyeme con los ojos, / ya que están tan distantes los oídos, / y de ausentes enojos / en ecos de mi pluma mis gemidos; / y ya que a ti no llega mi voz ruda, / óyeme sordo, pues me quejo muda.»

A Eulogio se le nubló la mirada y miró a Fernando, que comprendió que su amigo quería hablar con él a solas.

—Me vendría bien dar un paseo y fumar un cigarrillo —propuso Fernando.

—Pero es muy tarde —le interrumpió Isabel.

—Madre, es que después de estar todo el día trabajando me despejaría que me diera un poco el aire.

—Por aire no será. La noche está fría y a punto de llover —dijo Isabel, intentando convencer a su hijo para que se quedara.

Pero Eulogio parecía impaciente por hablar con él y no podían hacerlo delante de su madre. No quería que ella supiera de sus planes. Se asustaría y le rogaría que no lo hiciera, y él no sabría negarse porque la quería más que a su propia vida.

—Perdona que me haya presentado sin avisar —dijo Eulogio cuando estuvieron en la calle.

—Dime qué quieres, porque hace frío —se quejó Fernando.

—He estado en la estación viendo qué trenes salen el sábado por la noche. No tenemos muchas opciones, el que va más lejos es a Lisboa, así que será el que cogeremos. Claro que tendremos que comprar los billetes y yo no sé tú, pero estoy sin blanca.

—Yo tampoco tengo ni un céntimo, lo que gano se lo entrego a mi madre y a ella no le voy a pedir. Bastante tendrá con el disgusto que se va a llevar.

—Pues estamos jodidos. Tendremos que subirnos al tren cuando esté en marcha y procurar que no nos pille el revisor.

—Nosotros podemos, pero Catalina no. Imposible que se suba en marcha. Sería demasiado para ella.

—¿Catalina? No querrás que venga con nosotros… Eso sí que no… Conmigo no cuentes si piensas llevarla.

—Pues es lo que hay. Ella viene conmigo. —Y Fernando miró fijamente a Eulogio con tanta intensidad que éste no pudo sostenerle la mirada.

—Esa chica será tu ruina —respondió Eulogio enfadado.

—Me ha dado la pistola de su tío con una condición: que la lleve conmigo. Y puedes estar seguro de que lo haré.

—Pero ¿por qué quiere irse contigo? No está acostumbrada a pasar calamidades. Primero iremos a Lisboa y desde allí tendremos que buscar un barco en el que enrolarnos que vaya a América. A nosotros nos pueden aceptar como marineros, pero a ella…

—Eulogio, me tienes que jurar por la memoria de tu padre que no le contarás a nadie lo que voy a decirte. Si lo haces…

—Oye, a mí no me amenaces…

—No te estoy amenazando. Te estoy pidiendo que jures por tu padre.

—¿Qué es eso tan grave como para tener que jurar por la memoria de mi padre? —preguntó intrigado.

—Jura, Eulogio, jura.

—¿Cómo voy a jurar por mi padre algo que no sé si vale la pena?

—Pues entonces hasta aquí hemos llegado. Cada uno coge su camino y ya está —concluyó Fernando.

—¡Lo que faltaba! Oye, cada vez pones las cosas más difíciles. Jurar por mi padre… Para mí no hay nada sagrado excepto su memoria. Es lo único que me queda.

—Pues por eso te pido que jures por él. Si no fuera importante no te lo pediría.

—No es fácil tenerte como amigo —protestó Eulogio.

Fernando no respondió. Comprendía las reticencias de Eulogio. Él tampoco consentiría jurar en vano por su padre. Pero no podía confiarle el estado de Catalina sin un juramento previo. Sabía que Eulogio no simpatizaba con ella y que si se iba de la lengua y llegaba a oídos de la gente que Catalina esperaba un hijo de Marvin… No quería ni pensar lo que dirían de ella. Tenía que protegerla.

El juramento de Eulogio le sacó de su ensimismamiento.

—Juro por la memoria de mi padre que nada de lo que me digas lo repetiré. Que guardaré el secreto que me pides hasta el fin de mis días. Lo juro. —Eulogio juró con toda la solemnidad de la que fue capaz mientras empezaba a sentir las primeras gotas de lluvia sobre su cabeza.

Los dos amigos se miraron con seriedad y Fernando, bajando la voz temeroso de que alguna de sus palabras pudieran ser escuchadas, le contó que Catalina estaba embarazada de casi siete meses y que el responsable había sido Marvin. Le explicó detalladamente que su familia quería casarla con Antoñito Sánchez, que ya la habían comprometido y que en cuanto naciera el niño lo entregarían a una familia sin hijos. Le describió la angustia de Catalina, su negativa a dejarse arrebatar su hijo, el pundonor y compromiso para con Marvin y su firme resolución a buscarle donde quiera que estuviera. Habló de ella con dolor y admiración, sin ocultarle que estaba enamorado y que le partía el alma saber que esperaba un hijo de otro. Catalina había jugado fuerte sus cartas, la pistola a cambio de que la ayudara a escaparse. Y cumpliría su parte del trato.

Eulogio le escuchó sin interrumpirle y su rostro iba cambiando de expresión según hablaba su amigo. Cuando Fernando terminó, tardó unos segundos en responder.

—No puede ser…

—Yo les vi, Eulogio, les vi… Estaban en el suelo y él… bueno, la había medio desnudado.

Eulogio parecía confundido. Pero aun así dio un abrazo a su amigo.

—Puedes confiar en mí. —Fue todo lo que se sintió capaz de decir.

La lluvia fina se había convertido en chaparrón y estaban empapados.

Acordaron que Eulogio iría a buscar a Catalina y la llevaría hasta la estación. Allí le esperarían. Si no aparecía, sería que le habían descubierto o incluso detenido y quién sabe si abatido. En cualquier caso, no debían esperarle. Tomarían el tren a Lisboa. Allí Catalina decidiría qué hacer, porque Eulogio no iba a cambiar sus planes y estaba decidido a embarcarse en el primer barco donde pudiera enrolarse.

Puesto que disponía de tiempo libre, Eulogio se comprometió con Fernando a vigilar los siguientes días los movimientos del carcelero y su hijo soldado. Fernando ya había comprobado reiteradamente que todos los días a las ocho en punto el hijo iba a buscar al padre y luego caminaban juntos hasta su casa en la Corredera Baja. Solían ir charlando despreocupados, tanto que no se habían percatado de que de cuando en cuando un joven se cruzaba con ellos.

Era miércoles y faltaban sólo tres días para la fuga. Fernando estaba nervioso y a duras penas podía contener su angustia ante su madre. Sobre todo le atormentaba saber que posiblemente nunca más volvería a verla. Las cosas tendrían que irle muy bien para, algún día, poder reclamarla a su lado. Por otra parte, le preocupaba que cuando descubrieran quién era el asesino de los dos hombres y al no encontrarle se tomaran represalias contra su madre. Cuando le asaltaba aquel pensamiento se decía que era una locura la que iba a cometer y que mejor sería dejar las cosas como estaban, ya que nada podría devolver la vida a su padre. Pero el deseo de venganza era más fuerte y se imponía a la cordura.

Eulogio también le ponía nervioso. Su amigo aparecía en su casa a la hora de cenar. Isabel no decía nada, pero Fernando sabía que a su madre le sorprendía la presencia constante de Eulogio. Éste le insistía en que tenían que ajustar todos los detalles. Pero estaba todo dicho y sólo quedaba actuar.

Una tarde le encontró en la puerta de la imprenta.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó malhumorado.

—Pues a buscarte para que volvamos a repasar lo del sábado.

—Pero si está todo acordado. Oye, creo que estás nervioso y eso me preocupa. Yo ahora tengo que acercarme a ver a Catalina. Tiene que saber todo lo que hemos acordado y, sobre todo, confiar en ti puesto que serás quien vaya a buscarla.

—Voy contigo —se ofreció Eulogio.

—No, imposible. A su tía le cuesta dejarme pasar como para que me presente contigo. Sería la excusa perfecta para no permitirme ver a Catalina. Vete a casa.

—Te puedo esperar en el portal —insistió Eulogio.

—Que te he dicho que no. Además, lo mismo tardo.

—No tengo nada que hacer…

—Pues descansa o vete a la estación a ver cómo nos vamos a subir al tren sin rompernos la cabeza.

Doña Petra abrió la puerta y al verle no pudo ocultar el disgusto que le provocaba su presencia.

—Pero, Fernando, que éstas no son horas… Sabes que Catalina tiene que descansar.

—Lo sé, doña Petra, pero no dispongo de otro momento para venir a verla. Comprenda mi preocupación…

—Hijo, sé que sois amigos de la infancia, pero dadas las circunstancias, te soy clara, no me parecen oportunas tus visitas.

—No sabe cuánto le agradezco que a pesar de sus reservas me permita ver a Catalina.

—Anda, pasa, pero sólo un minuto. Ya es tarde y tenemos que cenar y luego rezar el rosario.

Encontró a Catalina en la cama con los ojos cerrados y tan pálida que se asustó.

—Pasa, Fernando, pasa —le pidió con un hilo de voz, haciendo un gran esfuerzo.

—Niña, le he dicho a Fernando que sólo se puede quedar un par de minutos. Así que nada de liaros a hablar —le advirtió su tía.

—No hablaremos mucho, tía, pero ahora déjanos solos —le pidió Catalina.

Doña Petra apretó la mandíbula y, muy a su pesar, salió de la habitación. Sabía que de lo contrario su sobrina se levantaría de la cama y ella temía que si se movía pudiera acontecer una desgracia.

—Cuéntame, Fernando —le pidió Catalina, dándole la mano.

—Te veo mal… Yo… mira… creo que debes reconsiderar venir con nosotros. Te puede pasar cualquier cosa… Piensa en tu hijo…

—Por él lo hago. Así que no digas nada, sacaré fuerzas, no os molestaré.

—¡Por Dios, Catalina! No se trata de que puedas molestar sino de tu salud y la de tu hijo. En cualquier momento te puedes poner de parto, ¿qué haremos? No tenemos dinero y no sabríamos cómo ayudarte. Además, ¿cómo te subirás al tren? Tendremos que hacerlo en marcha y escondernos. ¿No te das cuenta de los riesgos?

—¡Ya está bien! Hicimos un trato, ¡cúmplelo! —respondió alterada.

—No quiero que te pase nada —le confesó él.

—Eso dependerá de la voluntad de Dios —dijo ella resignada.

—Catalina…

—No me crees más angustia, te lo pido por favor —le suplicó cerrando de nuevo los ojos.

—De acuerdo, entonces… Eulogio estará cerca del portal desde las seis. Te irás con él a la estación. Yo me reuniré con vosotros en cuanto haga lo que tengo previsto. ¿Podrás escaparte?

—Lo haré.

—Ya, pero por las tardes tu madre viene siempre a verte y tu tía no suele ir a ninguna parte —le recordó Fernando.

—Se me ocurrirá algo. A las seis estaré en el portal. Y ahora abre el primer cajón de la cómoda.

—¿Para qué?

—Coge mi joyero y vacíalo. No es que tenga muchas cosas, pero si las vendes servirán para comprar tres billetes de tren y puede que aún sobre algo para comer.

—Eso sí que no —protestó Fernando.

—Tú lo has dicho, no me puedo subir a un tren en marcha. Las joyas que he traído son las que más aprecio. Mi medalla de la comunión, la sortija de mi abuela, los pendientes de perlas que me regaló mi madre cuando cumplí dieciséis años y que a ella se los había regalado su madre… Hay tres o cuatro anillos de oro, y mi pulsera con colgantes de monedas pequeñas también de oro; además, hay varias pulseras de plata… ¡Ah!, y una cruz.

Fernando la miró apesadumbrado. Sabía que para Catalina aquellas joyas tenían un valor sentimental y que le dolería el corazón por desprenderse de ellas. Pero la obedeció consciente de que no tenían otra opción.

—Debajo de mis pañuelos encontrarás una carterita. Tengo un poco de dinero; no es mucho, pero de algo nos servirá. Y ahora márchate antes de que mi tía se ponga nerviosa. Dile a Eulogio que el sábado a las seis estaré en el portal.

De regreso a su casa Fernando se juró que, pasara lo que pasara, la protegería hasta el final. No, no iba a abandonarla.

Cuando llegó al piso, su madre le aguardaba impaciente.

—Has tardado mucho —dijo preocupada.

—He ido a ver a Catalina. No la veo nada bien.

—Pobre chica…

—Ya te conté que el médico no la deja levantarse de la cama porque piensa que se le va a adelantar el parto y aún no ha entrado en el séptimo mes de embarazo. Dime, madre, ¿qué crees que le puede pasar?

Isabel se conmovió ante la preocupación de su hijo. Era tanta la lealtad y el amor que sentía por aquella chica… No, Catalina no se merecía el amor de Fernando.

Procuró buscar palabras que no añadieran más angustia a la que su hijo ya experimentaba.

—Hay muchas mujeres que dan a luz al séptimo mes y no les pasa nada. Además, Catalina estará en las mejores manos. No debes preocuparte.

—Ya… pero ¿y si se pusiera de parto de repente? ¿Podría morirse? ¿Y el niño, qué le pasaría al niño?

—Vamos, Fernando, no pienses en esas cosas… No te diré que si se le adelanta ahora mismo el parto vaya a ser fácil, pero el médico sabrá qué hacer. En cuanto al niño, ¡pobrecito! Será lo que Dios quiera.