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Lisboa – Atlántico

Se habían disipado las brumas del amanecer cuando el tren paró en la estación de Lisboa. Fernando y Eulogio habían saltado unos cuantos kilómetros antes y así se lo habían avisado a Catalina, encomendándola que los esperara sin moverse.

Eulogio se había dado un golpe en el brazo que se le hinchaba por momentos; también se había hecho daño en un tobillo y apenas podía andar. En cuanto a Fernando, estaba magullado de la cabeza a los pies. Tardaron más de lo previsto en llegar a la estación. Catalina estaba tan asustada como preocupada y sobre todo le inquietaba concitar tantas miradas curiosas. Un revisor se le acercó preguntándole si estaba perdida, a lo que ella respondió nerviosa que aguardaba que la fueran a buscar.

Y esperó hasta que vio aparecer a sus dos amigos renqueando.

—Pero ¡qué os ha pasado! ¡Os habéis hecho daño! Tenemos que ir a un médico.

—Ya, ¿y con qué le pagamos? —respondió Eulogio malhumorado.

—Aún tenemos algo de dinero y las joyas… Podemos venderlas.

—No es nada… no te preocupes —dijo Fernando mientras el rostro se le contraía por el dolor.

—¡No me tratéis como a una estúpida! Iremos a un médico ahora mismo. —Y sin darles tiempo a replicar se acercó a la taquilla componiendo su mejor sonrisa para preguntar dónde podían encontrar un médico. La similitud entre el español y el portugués la ayudó a hacerse entender. Una vez que se hizo con una dirección, los obligó a seguirla sin casi dirigirles la palabra.

El médico era un hombre entrado en años que estaba sordo y en la consulta no tenía a nadie esperando, así que los atendió enseguida. A Eulogio le diagnosticó un esguince en el tobillo y también una fuerte contusión en la muñeca; en cuanto a Fernando, parecía estar entero aunque dolorido por el golpe de la caída.

Catalina pagó al médico sin discutir los honorarios y le preguntó por una casa de empeños. El hombre le indicó una dirección no lejos de donde estaban, aunque antes le advirtió que no se dejara engañar.

—Usted, jovencita, es la que de verdad me preocupa… Su tripa… yo diría que está a punto de dar a luz. Está muy pálida, ¿no se encuentra bien? No hace falta que responda, sé que no se encuentra bien.

Pero ella no aceptó que la examinara, y apoyándose en el brazo de Fernando, los tres dejaron la consulta para dirigirse a la casa de empeños. Allí entregó todas sus joyas. El dinero que les dieron apenas les serviría para sobrevivir.

Se sentaron en un banco en una avenida que desembocaba en el mar. Discutieron sobre qué hacer. Catalina impuso su criterio:

—Hay que buscar un barco que nos lleve a Alejandría. Con lo que nos han dado en la casa de empeños pagaremos los pasajes. En Alejandría Marvin nos ayudará, estoy segura.

—¿Y de dónde sacamos un barco que vaya a Alejandría? ¿Es que no te has enterado de que hay una guerra y que los alemanes se dedican a hundir todos los barcos con los que se topan? —respondió Fernando en un tono un tanto desabrido.

—Mirad el puerto, a lo lejos… está lleno de barcos. Vayamos y preguntemos —insistió Catalina con terquedad.

—¿Y si ninguno va a Alejandría? —objetó Fernando.

—Tiene que haber alguno que haga esa ruta o que nos deje cerca —afirmó ella con más seguridad de la real, haciendo un esfuerzo para que no notaran no sólo lo cansada que estaba, sino también lo débil que se sentía.

Caminaron despacio. Ni Eulogio ni Catalina hubieran podido apretar el paso. En el puerto concitaron la curiosidad de algunas miradas. Fernando se preguntaba si para entonces ya los estarían buscando y si alguien le hacía responsable de la muerte de aquellos dos hombres. No estarían a salvo hasta que no pusieran un mar de por medio.

No querían dejar a Catalina sola y expuesta a las miradas de los marineros, así que ella los acompañó mientras preguntaban a unos y a otros por algún barco que viajara a Alejandría. Pero no les sabían dar razón. Estaban a punto de rendirse admitiendo que difícilmente podrían viajar allí cuando vieron a un marinero con paso firme que se dirigía hacia un carguero de mediano tamaño que parecía a punto de partir. Le preguntaron.

—Ese barco es el Esperanza del Mar, realiza la ruta de Egipto y de América. Hace un par de meses los alemanes casi lo hunden, pero el capitán es un tipo con suerte.

—¿Y admite pasajeros? —preguntó Catalina impaciente.

—No le gusta llevar a extraños y menos a mujeres, pero en alguna ocasión sí ha llevado a algún pasajero —admitió el marinero.

—¿Cómo se llama el capitán y dónde podemos encontrarlo? —inquirió Fernando.

—Al capitán Pereira le llaman «el Portugués». Siempre está de malhumor, pero es un gran marino, sus hombres le seguirían aunque fuera al Infierno. Se fían de él. Dicen que tiene suerte y que el mar no guarda secretos para él.

—Ya… ¿Y dónde podemos encontrar al Portugués? —insistió Fernando.

—Si no está en su barco prueben en aquel café… aunque la señorita no debería entrar allí, y menos en su estado —les aconsejó el marinero.

Entraron en el café y las miradas rudas de los hombres se clavaron en la figura de Catalina. Ella no bajó la mirada ni permitió que pensaran que estaba intimidada. Fernando la cogió de la mano y se la apretó con fuerza para infundirle ánimo.

Eulogio preguntó por el Portugués y el tipo que estaba detrás de la barra quiso saber para qué.

—Eso se lo diremos a él —respondió Eulogio.

—Bien… pues búsquenle… —respondió malhumorado el hombre.

Catalina se apoyó en la barra intentando sacar fuerzas para no caerse. Se sentía cansada y mareada y desde hacía un buen rato le dolía el vientre.

—Es muy importante que hablemos con el capitán del Esperanza del Mar, si fuera tan amable de indicarnos dónde le podemos encontrar… —insistió ella.

El hombre la miró de arriba abajo y se lo pensó un rato antes de responder.

—Al Portugués no le gustan los extraños.

—Lo comprendo, a mí tampoco —dijo ella.

Fernando se dio cuenta de que a Catalina le temblaban las piernas y le echó un brazo por los hombros para sujetarla.

Los marineros comenzaron a murmurar fastidiados por la presencia de los tres forasteros. Uno de ellos se dirigió a donde estaban.

—Marchaos de aquí, muchachos. ¡Fuera!

—¿Podría no gritar? Es innecesario. Usted quiere que nos vayamos y nos iremos en cuanto sepamos dónde encontrar al Portugués. —Catalina sostenía la mirada a aquel marinero curtido por toda una vida luchando contra el mar.

—¡Menuda mocosa! —El hombre la miró con desprecio.

—Haga el favor de respetar a la señorita —le retó Fernando.

—¿O de lo contrario…? —El marinero disfrutaba por adelantado la pelea con aquel joven temerario.

—O de lo contrario le daré un puñetazo —afirmó Fernando sin parpadear.

El marinero soltó una carcajada mientras se lanzaba hacia Fernando, pero éste fue más rápido y le puso la zancadilla haciéndole caer, lo que provocó una risotada entre el resto de los hombres. Aun así, Fernando tenía claro que aquel marinero sabía pelear mejor que él, que no había pasado de alguna trifulca cuando era niño con los otros chicos del barrio. No temía por él sino por Catalina.

—¡Qué clase de hombres son que no respetan a una mujer embarazada! ¡Menuda panda de cobardes! —gritó la joven.

Varios marineros se levantaron dirigiéndose a donde estaba dispuestos a darle una buena tunda. Catalina se colocó delante de Fernando, pero éste la apartó dispuesto a no esquivar la pelea. Eulogio se puso a su lado sabiendo que estaban perdidos de antemano.

—¡Ya está bien! —se oyó decir desde el fondo del café—. ¡Sentaos todos! ¿O es que os vais a pelear con una mujer?

Los marineros regresaron a sus asientos y aguardaron expectantes.

—Yo soy el Portugués. ¿Quién diablos sois vosotros?

Catalina a punto estuvo de abrazar a aquel tipo con varias cicatrices en el rostro y con edad para ser su abuelo a pesar de que andaba estirado. Pero el cabello gris, casi blanco, y las arrugas no mentían respecto a su edad.

—Gracias, señor, me alegro de conocerle. —Y le tendió la mano acompañándola de una sonrisa.

—Capitán, le estábamos buscando porque queremos ir a Alejandría —explicó Fernando.

El Portugués soltó una carcajada que fue coreada por el resto de los marineros.

—¿Le extraña? Para nosotros es muy importante, así que no se ría —le reprochó Catalina.

El viejo capitán la miró sorprendido. Aquella muchacha no debía de ser mayor que sus nietas y sin embargo mostraba un gran aplomo, no parecía que fuera fácil asustarla.

—Así que es importante que vayáis a Alejandría… Pues muy bien, id.

—Queremos ir en el Esperanza del Mar —respondió ella, de nuevo mirándole a los ojos y sin inmutarse.

—Vaya… además, habéis decidido en qué barco queréis ir.

—Señor, ¿podría hablar con usted a solas? —pidió Catalina, sorprendiendo no sólo al capitán sino también a Fernando.

—De ninguna manera —se negó éste.

—No te vamos a dejar sola —intervino Eulogio.

—Quiero hablar a solas con el capitán. Estoy segura de que no corro ningún peligro —insistió ella.

El Portugués estaba desconcertado y al mismo tiempo no podía dejar de sentir curiosidad por lo que le pudiera decir aquella chiquilla de aspecto frágil pero tan segura de sí misma como había visto a pocas personas.

—Por mí no hay inconveniente —afirmó mirando a Fernando y esperando su aprobación.

—Entonces salgamos fuera —propuso Catalina.

—¡Pero si llueve a cántaros! —protestó Eulogio.

—No saldrás fuera; si quieres hablar con el capitán, hazlo donde te veamos —dijo Fernando con la voz crispada.

—Apartémonos a aquel rincón —propuso el capitán, señalando una mesa desocupada.

Catalina le siguió con paso firme, consciente de que todos aquellos marineros la estaban mirando y hacían bromas sobre ella que prefería no oír.

El capitán le indicó que se sentara, lo que hizo aliviada. Cada minuto que pasaba le dolía más el vientre y se preguntaba cuánto más podría resistir.

—¿Qué quiere decirme? —le preguntó con rudeza.

—Como ve, estoy embarazada. El padre de mi hijo se encuentra en Alejandría y debo reunirme con él.

—Vaya… pensaba que ese joven tan protector con usted era su marido.

—¿Fernando? Es como un hermano para mí.

—Así que su marido está en Alejandría… —El capitán intuyó que aquella jovencita estaba metida en algún lío.

—No estoy casada. Todavía no. Pero me casaré en cuanto ponga un pie en Alejandría. Por eso tengo que llegar cuanto antes. Mi situación es muy comprometida —confesó bajando la voz.

El Portugués se quedó en silencio desconcertado por la confesión. Catalina no se amilanó y siguió hablando:

—Fernando y Eulogio son amigos desde la infancia. Ellos quieren ir a América porque ya sabe usted cómo está España después de la guerra. Pero son muy generosos y me van a ayudar a que me reúna con el padre de mi hijo. Yo… bueno, mi familia quería obligarme a que, una vez que dé a luz, entregue al niño en adopción, pero yo no podría hacer eso, antes prefiero morirme.

Mientras, Fernando y Eulogio observaban nerviosos a Catalina preguntándose qué le estaría diciendo al capitán del Esperanza del Mar. Fuera lo que fuera, vieron que el hombre carraspeaba incómodo por lo que le estaba contando Catalina.

—¿Me ayudará? —preguntó ésta al capitán, mirándole fijamente a los ojos.

El Portugués parecía dudar. A su pesar, la confesión de la joven le había conmovido. Llevaba décadas surcando los mares desde que de niño se enroló como grumete para llevar algo de dinero a su madre. No había conocido a su padre y sufrió esa ausencia sin quejarse. El mar, el viento, los países que había visitado, pero sobre todo los hombres con los que se había medido, marineros como él, no daban lugar a mostrar debilidad. Pero aquella chiquilla no sólo le había devuelto a los días de su infancia con la ausencia del padre desconocido, sino que le recordaba a sus dos nietas, que tendrían más o menos su edad. Eran lo que más quería en la vida, incluso más de lo que había querido a su vieja esposa ya fallecida y a su única hija, que le había dado el regalo de esas dos niñas.

Catalina no le interrumpió sus pensamientos. Sabía que no podía presionar a aquel hombre porque en aquel momento estaba decidiendo su suerte. Por fin vio que movía la cabeza mirándola con gravedad.

—Estamos en guerra, ¿lo sabe? El mar está lleno de submarinos alemanes que no respetan a los cargueros. Yo he tenido algún encontronazo y en uno de ellos casi pierdo el barco. Viajar por mar no es seguro y menos con tantas millas por delante como las que nos separan de Alejandría.

—Lo sé, pero ¿cree que me importa el riesgo? No tengo otra opción que encontrar al padre de mi hijo. Además, al irme de casa sabía que lo que me esperaba no sería fácil.

—¿Se ha escapado? —preguntó alarmado.

—Sí —respondió ella con sinceridad—, ya le he dicho que querían obligarme a que entregara a mi hijo en adopción.

Él volvió a dudar, pero no pudo dejar de admirar la determinación de aquella joven.

—Mi barco partirá a las siete. A las cuatro todo el mundo tiene que estar a bordo.

—¿Cuánto nos costará? —preguntó ella, temerosa de no tener suficiente para los pasajes.

Le dijo una cifra que heló la mirada de Catalina, pero no se rindió.

—No disponemos de tanto dinero. Le daremos todo lo que tenemos, pero además podemos trabajar en su barco haciendo lo que sea necesario. Puedo fregar, cocinar, coser… y Fernando y Eulogio son fuertes.

El capitán rio con tanto estrépito que la asustó, y Fernando y Eulogio acudieron a su lado preocupados.

—¿Qué sucede? —quiso saber el primero.

—Su joven amiga quiere pagar los pasajes cocinando o cosiendo… En fin, no creo que ella esté en condiciones de hacer nada, pero quizá vosotros podáis echar una mano. El pago del pasaje es por adelantado.

Catalina abrió su bolso y sacó el monedero entregándole todo el dinero del que disponían. El capitán lo cogió sin contarlo.

—A las seis quitaremos la pasarela —les dijo, dándose media vuelta sin darles tiempo a decir ni una palabra más.

Le vieron salir de la taberna con gesto adusto y malhumorado. Fernando y Eulogio no sabían qué decir ni qué pensar.

—Pero ¿qué le has dicho? —preguntó Eulogio.

—La verdad. Le he dicho la verdad. Nos llevará a Alejandría.

—Le has dado todo el dinero, no queda ni una peseta —dijo Fernando preocupado.

—Bueno, aún podemos empeñar algo más —respondió Catalina mientras mostraba un par de anillos.

—No nos darán mucho por eso —se lamentó Eulogio.

—También tengo una cruz… la llevo puesta. No pensaba desprenderme nunca de ella porque me la regaló mi abuela Agustina, la madre de mi padre. Me pidió que nunca me separara de ella, que esta cruz a ella la había protegido… Supongo que si la empeño es una manera de que me alcance su protección.

—¡Qué cosas dices! Vale lo de los anillos, pero no te dejaré que empeñes la cruz. —Fernando parecía enfadado.

—Es mía y por tanto la empeñaré. No podemos quedarnos sin dinero, por poco que sea.

—No hemos comido en todo el día —recordó Eulogio, que para ese momento no le parecía mala idea la decisión de Catalina.

—Volveremos a la casa de empeños y a ver qué nos dan —insistió ella.

La tarde se les había echado encima, pero aún les quedaba algún tiempo antes de embarcar. Fernando estaba preocupado por Catalina. Se notaba que estaba agotada y su rostro reflejaba dolor.

—¿Te encuentras mal? —insistía en preguntarle.

Ella negaba. Sabía que si les decía que creía tener contracciones se negarían a embarcar.

No sabían qué hacer hasta la hora de embarcar, ni dónde guarecerse del viento y la lluvia. Una vez empeñados los dos anillos y la cruz, decidieron que ese dinero debían guardarlo para cuando llegaran a Alejandría, donde sólo Dios sabía cuánto tardarían en encontrar a Marvin. Las pocas personas que andaban por la calle desafiando el tiempo inclemente los miraban con asombro y desconfianza.

Así que de vuelta al puerto enseñaron sus documentos en la aduana a un guarda que apenas les prestó atención. Llovía con tal intensidad que el hombre lo único que deseaba era permanecer a resguardo.

Buscaron un lugar donde también ellos pudieran resguardarse de la lluvia y, tiritando de frío, esperaron a que pasaran las horas.

Catalina empezó a toser. Empapada, no paraba de temblar por más que Fernando le intentaba dar calor apretándola contra sí.

Las horas transcurrían con tal lentitud que se sintieron desesperados. Cuando aún era noche cerrada, Catalina insistió en dirigirse al buque.

—Les pediremos que nos dejen subir, al fin y al cabo somos pasajeros.

—¡Si con lo que le hemos dado al capitán no hemos pagado ni un pasaje! —respondió Eulogio, temeroso de que los rechazaran si intentaban embarcar antes de la hora acordada.

—Bueno, lo podemos intentar —admitió Fernando, muy inquieto por los temblores de Catalina.

La pasarela del Esperanza del Mar estaba puesta y subieron muy despacio. Un marinero les salió al paso.

—Hemos comprado pasajes para viajar a Alejandría y el capitán nos dijo que debíamos ser puntuales porque en cuanto amaneciera retirarían la pasarela —dijo Catalina con una seguridad que no sentía.

—Quédense aquí, nadie puede entrar en el barco sin permiso del capitán y ha dado orden de que no se permita subir a bordo a nadie hasta las cuatro. Consultaré con el contramaestre.

Dos marineros se colocaron frente a ellos dejando claro con su presencia que sin el pertinente permiso no podrían entrar.

—Son las tres y media… sólo falta media hora para las cuatro… —quiso justificar Catalina.

Fue inútil. Justo a las cuatro regresó el marinero que había ido en busca del permiso para dejarles embarcar.

—Síganme, los llevaré a su camarote. Tendrán que compartirlo. Éste no es un barco de pasajeros, aunque de vez en cuando el capitán acepta alguno. En este viaje no llevamos a nadie. Porque no hay nadie que esté tan loco como para jugarse la vida sorteando a los submarinos alemanes.

No protestaron ante el anuncio de que tendrían que compartir camarote. Se sentían agradecidos por estar bajo techo.

El camarote era pequeño. Dos camas atornilladas a la pared, una mesa, un par de sillas y un armario minúsculo era todo el mobiliario.

—Esa puerta de ahí da al lavabo —señaló el marinero.

—¿Y el capitán? —preguntó Catalina.

—Organizando la partida. Y de un humor de perros. Yo que ustedes no iría a verle hasta que no estemos en alta mar, le he oído decir al contramaestre que era un estúpido por haberse dejado engatusar y que lo mejor que podía hacer era mandarlos a casa. Les traeré un poco de café.

Decidieron que Catalina ocupara una de las camas y ellos se arreglarían con la otra haciendo turnos para dormir.

Catalina entró en el lavabo para cambiarse porque estaba empapada.

—Métete en la cama y duerme —le pidió Fernando.

—No sé si podré dormirme, pero al menos descansaré. Me duele todo el cuerpo y creo que me he resfriado.

—Y a mí me duelen el brazo y el tobillo. Con todo lo que hemos andado me he resentido del esguince —añadió Eulogio.

—Bueno, no nos quejemos; hemos tenido mucha suerte. Lo mejor es que nos quedemos aquí y no molestemos, no vaya a ser que el capitán se arrepienta y nos eche. Deberíamos intentar descansar —recomendó Fernando.

—Lo importante es que estamos juntos y que vamos a Alejandría. —Y por primera vez en todo el día Catalina sonrió.

Eulogio se quedó dormido apenas se tumbó sobre la cama. Catalina cerró los ojos, pero no lograba dormirse. Las contracciones eran cada vez más agudas. Empezó a temblar de miedo. Sabía que en cualquier momento se le podía adelantar el parto.

Fernando se había sentado en una de las sillas y también se había quedado dormido. Catalina le observó agradecida sabiéndole a su lado. Con él se sentía segura.

La luz empezó a filtrarse por el ojo de buey. La mañana gris y helada los saludaba mientras el barco iniciaba la maniobra de desatraque.

Tardaron un buen rato en salir del puerto para encontrarse en las aguas oscuras del Atlántico que los recibía embravecido.

El buque se movía embestido por las olas que barrían la cubierta dejando un reguero de agua.

Un ruido despertó a Eulogio al tiempo que Catalina gritó. Fernando se había caído de la silla donde dormitaba, rendido por el cansancio.

—¿Te has hecho daño? —preguntó preocupada, incorporándose de la cama.

—No… no… me he dormido sin darme cuenta y me he caído…

—Creo que me estoy mareando… el barco no deja de moverse… —dijo Eulogio, intentando contener una náusea.

—Yo tampoco me encuentro muy bien… Nunca había subido a un barco y no imaginaba que se movía tanto —admitió Catalina.

—Lo mejor es que cerréis los ojos e intentéis dormir. Saldré a preguntar qué pasa —se ofreció Fernando.

Pero cuando salió a cubierta el viento le derribó y un marinero le ayudó a ponerse en pie gritándole que regresara de inmediato al camarote y se pusiera a cubierto. Fernando intentó buscar al Portugués, pero otro marinero le advirtió que el capitán estaba en el puente de mando y allí no se le podía molestar, y menos cuando el buque se enfrentaba a un temporal con olas de siete u ocho metros. Estaba regresando al camarote cuando se encontró al marinero que unas horas antes los había acompañado al camarote. Al verle sintió cierto alivio.

—Mis amigos están muy mareados por el oleaje —le comentó.

—Es normal, pero no se puede hacer nada salvo comer algo. Vaya al comedor, que está al final de este pasillo, y pida que le den algo para llevarles.

—No creo que puedan comer… tienen náuseas.

—Precisamente por eso deben sentar el estómago. Oiga, no puedo entretenerme, estamos en una situación de emergencia. —Y bajó la voz considerablemente—. Además del oleaje, parece que podríamos tener cerca un submarino alemán.

—¿Puede atacarnos? —preguntó Fernando alarmado.

—¡Pues claro! Su principal objetivo es hundir cuantos cargueros enemigos, mejor.

—Pero el capitán sabrá qué hacer…

—Bueno, el capitán Pereira es de los mejores… pero no es fácil esquivar los torpedos… Así que si sabe rezar, hágalo para que ese submarino tenga algo mejor que hacer que mandarnos con los peces. Y hágame caso, vaya al comedor.

Fernando caminaba por el estrecho pasillo intentando mantener el equilibrio. Las embestidas de las olas zarandeaban el buque de un lado para otro, lo que provocó que se cayera un par de veces. Llegó al comedor sintiéndose muy torpe y le costó empujar la puerta que se le antojó demasiado pesada.

Dos marineros estaban sentados bebiendo una taza de café. Vio que sobre una mesa había una bandeja con unas cuantas rebanadas de pan. Dio los «buenos días» y se acercó a donde estaban los hombres.

—Siéntese y beba un poco de café. Le sentará bien —propuso el de más edad; tenía un fuerte acento que Fernando no supo identificar.

—Mis amigos no se sienten bien… —explicó de nuevo.

—No se preocupe, se les pasará —respondió el marinero sin dar importancia a la inquietud del joven pasajero.

A Fernando le molestó su despreocupación y miró a aquel hombre con detenimiento, sorprendiéndose por las arrugas profundas que surcaban su rostro, pero sobre todo por una cicatriz que le recorría desde la frente hasta el mentón. Le calculó en la sesentena y le extrañó que alguien tan mayor estuviera en un buque como aquél. Claro que el capitán debía de tener más o menos sus mismos años.

—Viaja con usted una mujer embarazada. ¿Su esposa?

—Dicen que son tres los pasajeros —añadió el otro marinero.

—Sí, somos tres… y… no… no es mi esposa. Es… es un familiar. No se encuentra muy bien.

—¿De cuántos meses? —quiso saber el marinero de más edad, que parecía tener cierta autoridad.

—Pues ahora en diciembre, de siete.

—No debería viajar. Es una temeridad —respondió el hombre con un tono severo.

—El capitán hace lo que cree conveniente y ni siquiera te consulta a ti, Doc —apostilló el marinero más joven.

—¿Es usted médico? —preguntó Fernando esperanzado.

El marinero soltó una carcajada mirando con sorna al que él mismo había llamado «Doc».

—Por si acaso, usted no se ponga malo. Si se rompe la pierna izquierda es posible que le escayole la derecha —añadió aderezando la broma.

Doc abrió las manos en un gesto de resignación, sonriendo a su vez. Estaba acostumbrado a su humor.

—¿Es usted médico? —insistió Fernando.

—Ése es un secreto que a ninguno nos ha sido desvelado. Así que confórmese con saber que Doc es más o menos médico —repuso el marinero.

Fernando bebió una taza de café mojando un trozo de pan. De inmediato sintió el agradecimiento de su estómago.

—Sus amigos deberían comer algo —aconsejó Doc.

—Sí, les llevaré un poco de pan —aceptó Fernando.

—Les vendrá bien un té además del pan —recomendó Doc.

—Y agua, que beban agua —añadió el marinero más joven, de nombre João, mientras le ayudaba a poner en una bandeja un plato con el pan, dos tazas, una tetera y una botella con agua—. Déjeme que le ayude —se ofreció—, usted no está acostumbrado a andar con este vaivén y lo más probable es que la bandeja termine en el suelo.

De camino al camarote el marinero le explicó que la guerra parecía complicarse.

—He oído decir a los oficiales que los japoneses han atacado a Estados Unidos.

—¡Pero eso no es posible! —respondió incrédulo Fernando.

—Sí, al parecer han bombardeado un puerto en el Pacífico. El capitán está preocupado.

Fernando no supo qué más decir. Aquella guerra que antes se le antojaba lejana, de repente se hacía presente en sus vidas. Pensó que bastante habían tenido los españoles con la suya, y si él estaba allí en aquel barco había sido por la maldita Guerra Civil.

En esos momentos, Eulogio estaba en el lavabo luchando contra las náuseas. Maldecía la hora en que se había subido a aquel barco. Catalina por su parte ahogaba los gritos de dolor mordiendo la sábana que la cubría. Los espasmos eran continuos, pero lo peor es que estaba empapada de un líquido que se escapaba de entre sus piernas. No sabía si estaba de parto o perdiendo a su hijo.

Al entrar en el camarote, el olor de la sangre y los vómitos los envolvió, tanto que el marinero buscó rápido dónde dejar la bandeja para irse.

—¡Qué te pasa!

—Me estoy muriendo… Creo que estoy sangrando… Me duele tanto. ¡Por Dios, ayúdame! —le suplicó.

Al sentarse a su lado para intentar incorporarla, Fernando sintió la humedad de la sábana.

—¡Estás sangrando! —gritó asustado.

—Sí… ha empezado de repente, pero no me puedo mover… no tengo fuerzas… —Catalina intentaba a duras penas reprimir las lágrimas.

—¡Vaya a buscar a Doc! —suplicó Fernando al marinero, que observaba curioso la escena.

—No creo que Doc sepa nada de partos —replicó João.

—¡Le pido por favor que vaya a buscarle! —gritó Fernando, empujándole.

Eulogio salió del lavabo sujetándose a la pared. No podía permanecer en pie. El camarote giraba a su alrededor.

—Ayúdame —le pidió a su amigo.

Por un momento Fernando no supo qué hacer. Eulogio necesitaba ayuda para acostarse, pero no podía dejar de ocuparse de Catalina.

Por fin decidió priorizar lo más urgente: a Eulogio para a continuación centrarse en Catalina. La ayudó a incorporarse obligándola a beber un vaso de agua.

—No puedo… Por favor, no me hagas tomar nada —le pidió ella.

—Te sentará bien. No te preocupes, ahora vendrá Doc.

—¿Quién es Doc?

—Creo que es el médico o algo así… Él sabrá qué hacer, ya verás.

—Me estoy muriendo —dijo ella, bajando la voz.

—¡No, de eso nada! Ni se te ocurra decir eso. Sólo que… bueno, puede que el niño se esté adelantando o simplemente que te está sentando fatal el vaivén del barco. No sabes cómo llueve y cómo sopla el viento. Parece un milagro que el barco se mantenga sobre las olas.

No quiso decirle que un submarino alemán los rondaba. Habría sido añadir angustia. Miró a Eulogio de reojo, preocupado por él aunque sabía que su amigo sólo sufría un mareo.

Fernando ayudó a Catalina a colocarse una toalla entre las piernas, pero enseguida estuvo manchada de sangre, así que tuvo que buscar otra, y luego hacerse con la sábana que cubría a Eulogio. No había manera de parar aquella hemorragia que fluía sin dar tregua. De repente Catalina pegó un grito que los asustó. Fue al tiempo que unos golpes firmes en la puerta anunciaron la llegada de Doc.

El hombre retiró la sábana que apenas cubría el cuerpo de Catalina y una mueca de preocupación se dibujó en su rostro.

—Yo no puedo hacer nada —dijo, dándose la vuelta.

Pero Fernando se puso de un salto en pie y le agarró del brazo, reteniéndole con toda la fuerza de la que fue capaz.

—No sé si usted es médico o qué es, pero si sabe algo de medicina tiene que ayudarla; si no hace algo se morirá.

—No sé nada de partos, ni siquiera he visto nunca uno. No sé lo que hay que hacer. Esta mujer se está desangrando, eso sí lo sé.

—¡Haga algo! —gritó Fernando, apretándole tanto el brazo que Doc contrajo el gesto.

—No puedo hacer lo que no sé hacer.

Unos golpes secos sonaron en la puerta. Doc aprovechó para librarse de Fernando y la abrió. El capitán Pereira entró sin siquiera saludar seguido del marinero joven.

—Me han dicho que esta mujer se estaba muriendo.

El marinero había informado al capitán de lo que había visto en el camarote. Sabía que si sucedía algo y no había dado cuenta a Pereira de la situación no volvería a embarcarse con él.

—Yo no puedo hacer nada —le respondió Doc.

El capitán observó durante unos segundos y no movió un músculo a pesar de ver a Catalina desangrándose.

—Tendrás que hacerlo. Improvisa —le ordenó.

—¡Sabes que no puedo!

Pereira le miró con tanta fiereza que Doc bajó la vista rendido. Fernando no se atrevió a decir palabra.

El capitán se volvió hacia el marinero.

—Ve a buscar sábanas, toallas y agua caliente. Y que venga alguien a ayudar a limpiar esta pocilga, el olor es insoportable. Y tú, Doc, ve al botiquín y trae tijeras, bisturí, yodo o cualquier cosa que creas necesario. Yo te ayudaré.

Doc salió de inmediato, aliviado por poder abandonar el camarote, y el joven marinero corrió dispuesto a cumplir las órdenes recibidas.

—Quítele el camisón —pidió el capitán a Fernando.

—Pero…

—Oiga, está empapada en sangre, vamos a limpiarla.

—No tiene otro camisón —afirmó Fernando preocupado.

—Pues póngale una camisa, cualquier cosa, y mire si hay una palangana en el lavabo. Aunque sea con agua fría, tráigala.

Limpiaron la sangre que cubría parte del cuerpo de Catalina y entre lágrimas ésta pareció recobrar el conocimiento. Cuando Doc llegó seguido por el marinero, el capitán se hizo a un lado.

—Hay que sacarle al niño. Ya. Puede que esté muerto.

El terror se reflejó en el rostro de Doc, que dio un paso atrás. Pero el capitán le empujó situándole ante el cuerpo de Catalina.

—La sujetaremos mientras intentas extraer a la criatura.

—¡No sé, te juro que no puedo hacerlo!

—Lo harás, Doc, o de lo contrario te echaré por la borda. ¡Maldita sea! Tendría que estar en el puente de mando intentando evitar que el buque se vaya a pique. Tenemos una jodida tormenta y un submarino alemán rondándonos, y no sé cuál de ellos es peor. De manera que no me hagas perder el tiempo.

—¡No debiste aceptar a estos tres como pasajeros! —respondió Doc con la voz alterada.

—¡Claro que no debí hacerlo! ¿Crees que no lo sé? Pero ya están aquí, de manera que tendremos que hacer lo posible para que no se conviertan en un problema mayor del que tenemos.

En aquel momento Eulogio volvió a tener un ataque de vómitos, pero nadie le prestó atención. Fernando sostenía a Catalina por los brazos mientras que el capitán intentaba limpiarle la sangre que le corría entre las piernas. La cama estaba empapada lo mismo que la camisa, que a duras penas le cubría el cuerpo.

Doc se acercó a ella con resignación y le abrió las piernas sin demasiado miramiento. Le temblaban las manos y alzó la vista hacia el capitán como si esperara que éste cambiara de opinión permitiéndole huir del camarote. Pero no pudo más que rendirse ante la furia de la mirada del Portugués.

Catalina seguía gritando. La mano de Doc parecía que le revolvía las entrañas. Y a un grito le siguió otro, y otro, hasta que Pereira gritó a su vez:

—¡Cállese ya!

Fernando se revolvió enfadado, encarándose con el capitán.

—¡No le grite! ¡Está sufriendo mucho!

Doc estaba cada vez más asustado. Sus manos seguían dentro del cuerpo de Catalina. El sudor le corría por el rostro. Y así estuvo un buen rato mientras el silencio se hacía por momentos más ominoso en el camarote. La chica no dejaba de gritar.

¿Cuánto tiempo pasó? Para Catalina aquellos minutos fueron una pesadilla y se le antojaron horas interminables.

Doc tiraba de un pequeño cuerpo cubierto de sangre que al final se le escapó de las manos, quedando entre las piernas de la madre. Ella seguía gritando mientras que Fernando intentaba calmarla.

—No sé si está muerto —susurró Doc mirando al capitán, mientras de nuevo hurgaba en el cuerpo de Catalina hasta sacar la placenta.

La criatura seguía unida a su madre por el cordón umbilical y mientras Doc retiraba la placenta, Pereira dejó de sujetar las piernas de Catalina para acercarse al bulto cubierto en sangre. Primero sacó una navaja de la chaqueta y con ella cortó el cordón umbilical, separando a aquella criatura de su madre; luego la cogió con una de sus enormes manos mientras con la otra le propinaba unos cachetes para reanimarla. Pero aquella masa de carne ensangrentada no daba señales de vida. Doc no se movía y miraba al capitán, que volvió a intentarlo.

Fernando de repente se sobresaltó. Hacía unos segundos que Catalina había dejado de gritar.

—¡Dios mío, se ha muerto! —exclamó asustado.

—Se ha desmayado —le respondió Doc.

Eulogio había logrado ponerse en pie y, aunque tambaleándose, se acercó a Fernando. Creía que el que moriría sería él, tal era el mareo que sentía, pero sabía que su amigo le necesitaba.

El capitán volvió a dar un azote en las nalgas del recién nacido y ante el asombro de todos éste soltó un gemido. Fue tan leve que primero creyeron no haber oído bien, de manera que insistió con otro cachete y, esta vez sí, el nuevo gemido lo escucharon claramente.

—Creo que es una niña —afirmó el capitán echando una mirada al cuerpecito diminuto que tenía en la mano.

—Sí, eso parece —asintió Doc.

La niña volvió a gemir y pareció revolverse en la mano del capitán.

—Habrá que limpiarla —dijo Pereira.

Doc cogió a la niña con cierta aprensión. Parecía no saber qué hacer con ella y fue Fernando quien le acercó una toalla.

—Sí, lo más urgente es que la limpiemos bien —admitió Doc.

Entre los dos intentaron retirar la sangre de aquel cuerpo diminuto. Doc se entretuvo en la nariz y los ojos. La niña parecía tener dificultades para respirar.

—No creo que sobreviva —afirmó Doc.

—Vivirá —respondió el capitán Pereira.

—¿Cómo lo sabe? —interpeló Eulogio con apenas un hilo de voz mientras intentaba mantenerse en pie.

—Lo hará, aunque lo que sea de esta niña y de todos ustedes no es mi problema. Procuren no molestar hasta que lleguemos a Alejandría.

Aun así, la rudeza de sus palabras se contradijo con el gesto imperceptible que tuvo a continuación, acercándose a la niña que seguía en brazos de Fernando mientras Doc la limpiaba. Le pasó un dedo por la frente y salió del camarote sin decir una palabra más.

Colocaron a la niña sobre la cama y Fernando revolvió en la bolsa que Catalina guardaba en el armario hasta encontrar un pañal y una toquilla. La pequeña apenas parecía tener fuerzas para respirar.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó mirando a Doc.

—No mucho. En todo caso yo no soy el más indicado para decirlo. Supongo que lo mejor es que se la dé a su madre. Dicen que el calor de la madre es importante para los recién nacidos.

La niña no dejaba de gimotear. Fernando la miró asustado; no sabía cómo ponerle el pañal, así que optó por envolverla en la toquilla.

—Al menos podrá intentar reanimar a Catalina —le pidió a Doc.

—Está mejor desmayada. El parto ha sido difícil. Ha perdido mucha sangre. Está muy mal —diagnosticó sin emoción.

—¿Es que va a dejarla morir? —Fernando alzó la voz y a punto estuvo de soltar a la niña para obligar a Doc que atendiera a Catalina.

Éste se sobresaltó. El brillo de los ojos de aquel joven presagiaba una tormenta que no sabía si sería capaz de afrontar. Se acercó a Catalina pidiendo a Eulogio que llenara la palangana con agua limpia y trajera más toallas. A duras penas Eulogio pudo acertar. El marinero había dejado unas cuantas toallas sobre una silla, de manera que cogió una y se la entregó a Doc y luego entró al lavabo a por el agua.

Doc no hizo nada especial excepto limpiar la sangre que cubría la mitad del cuerpo de Catalina. Luego pidió a Eulogio que buscara sábanas y otra toalla.

Entre los dos la movieron hasta conseguir quitar las sábanas manchadas y poner otras nuevas. Luego la cubrieron y Doc empezó a darle ligeros cachetes en la cara intentando sacarla del desmayo. Empapó un algodón en un líquido que guardaba en un frasco y se lo pasó por la nariz a Catalina hasta que ésta pareció salir de las sombras donde se había refugiado. Mientras tanto, Fernando seguía meciendo a la niña entre sus brazos asustado por su fragilidad y porque de vez en cuando dejaba de gemir y entonces temía que la hubiera abandonado la vida.

—Coloque a la niña junto a su madre —le ordenó Doc a Fernando.

Catalina se sobresaltó al sentir aquel bulto diminuto a su lado, sonrió y apenas alcanzó a mover los labios para decir:

—Mi niño, ya estás aquí. —Luego volvió a cerrar los ojos.

—Es una niña… has tenido una niña —murmuró Fernando en su oído.

Catalina pareció no escucharle. Tardó en abrir los ojos y lo miró sobresaltada.

—¿Una niña? No puede ser… Yo iba a tener un niño, sentía que era un niño…

—Sí, siempre hablabas de tu hijo, pero es una niña —insistió Fernando.

—Es muy pequeñita, no tiene apenas fuerzas, no está muy bien —acertó a decir Eulogio, que intentaba de nuevo contener un vómito.

—La niña tiene que comer —sugirió Doc.

Pero ni Catalina, ni Fernando ni Eulogio parecían saber qué hacer.

—¿Y qué le damos? —preguntó Fernando.

—Bueno, su madre puede alimentarla. —Doc comenzó a caminar hacia la puerta. Se sentía asqueado por el olor a sangre y a vómito y lo único que ansiaba era salir de aquel camarote.

—Pero está muy débil —protestó Fernando.

—Ése no es mi problema —respondió sintiéndose aliviado al salir de allí.

Fernando ayudó a Eulogio a volver a echarse en su camastro. Tal como estaba y a pesar de sus esfuerzos, no le podía ser de ninguna ayuda. En cuanto a Catalina, parecía haber vuelto a desmayarse y por un momento incluso temió que hubiera muerto puesto que no notaba su respiración. La niña volvió a emitir un quejido mientras temblaba de frío.

Fernando colocó a la pequeña dentro de la cama y la tapó. Esperaba que el cuerpo de Catalina desprendiera el suficiente calor como para reanimar a la criatura. Pero se asustó al notar que su cuerpo estaba frío y que cada vez parecía más pálida.

—Eulogio, voy a por ayuda. Temo que las dos se estén muriendo. Al menos podrás estar atento a que la niña no se caiga.

—Cuenta conmigo —alcanzó a decir Eulogio.

Fernando salió del camarote decidido a ir hasta el puente de mando. El capitán tenía que hacer algo. Al menos obligar a que Doc no se desentendiera de Catalina y de su hija.

El viento seguía maltratando al Esperanza del Mar, moviéndolo sin tregua de un lado a otro. La cubierta estaba inundada por el agua y la lluvia se mostraba inmisericorde.

Los marineros iban de un lado a otro cumpliendo las órdenes de los oficiales. Ninguno pareció interesado en él.

Logró dar con el puente de mando y discutió con un marinero que hacía guardia en la puerta, y no fue hasta que el capitán se dio cuenta de su presencia que hizo una seña para que le permitieran entrar.

—¿Cómo están? —preguntó Pereira.

—Catalina se ha vuelto a desmayar y la niña… respira tan despacio…

—Ha nacido antes de tiempo y no parece muy fuerte. Lo normal en estos casos es que las criaturas no lo superen y mueran —admitió el capitán.

—Hay que hacer algo —rogó Fernando.

—Mire, no me pida más. No debí permitir que una mujer embarazada subiera a mi barco. Ahora váyase, ese maldito submarino nazi está decidido a enviarnos al fondo del mar. De manera que puede que ninguno sobrevivamos. Además, acabamos de saber que Estados Unidos ha declarado la guerra a Japón, lo que supone que va a entrar de lleno en este conflicto.

—Pero ¿por qué? —quiso saber Fernando.

—¿Es que no está enterado de que los japoneses son aliados de los alemanes? La guerra se hará aún más grande de lo que es… —afirmó el capitán mientras con los prismáticos intentaba ver a través de la niebla y las olas.

—Tenemos una deuda eterna de gratitud con usted, por eso debo pedirle que haga otro esfuerzo; ordénele a Doc que nos ayude. —A Fernando en aquel momento le importaba más el estado de Catalina que el hecho de que los norteamericanos hubieran entrado en guerra.

—¿Doc? ¿Ayudarles? Bastante ha hecho hoy.

—Si no hace algo morirán —afirmó Fernando con angustia.

—¡No me culpe de lo que les pueda pasar! No sé quién le ha permitido a esa jovencita emprender este viaje, pero quien lo haya hecho está tan loco como ella. Y yo también estoy loco por haber accedido a su ruego para llevarla a Alejandría.

—Usted al menos parece tener experiencia… dirigió a Doc durante el parto.

—Tengo una hija y dos nietas —murmuró el capitán.

—Entonces dígame qué debemos hacer ahora… Estoy desesperado —admitió Fernando.

El capitán soltó una maldición mientras ordenaba una maniobra. Luego pidió a un marinero que buscara a Doc donde quiera que se encontrase.

—Le diré que vaya al camarote. ¡Y deje de molestarme, no me pida nada más!

—Gracias.

Fernando salió del puente de mando y se reunió con sus amigos. Catalina parecía estar recobrando el sentido. Le dio de beber un vaso de agua. La niña seguía emitiendo gemidos de manera intermitente.

—Tiene que comer algo —murmuró Eulogio.

—Pero ¿qué? —preguntó Fernando.

—Bueno, Catalina podría darle… ya sabes, las mujeres cuando dan a luz tienen leche.

—Tienes razón…

Catalina había vuelto a recuperar el conocimiento y los escuchaba. Fernando la ayudó a colocar a su hija en su pecho. Pero no parecía que la criatura encontrara allí alimento.

Volvió a salir del camarote y se tropezó con Doc, que llegaba acompañado por João.

—El capitán ha ordenado que traslademos a la madre y a la niña a la enfermería —anunció Doc malhumorado.

—La niña… necesita comer y su madre… no sé si podrá alimentarla —explicó Fernando.

—Que lo intente —dijo Doc.

—Es que… —terció Catalina—, me parece que no tengo leche.

—A veces se tarda un poco… Deje que la niña lo siga intentando —recomendó Doc.

—¿Y si no fuera posible…? —preguntó Catalina, angustiada por la situación.

Doc se quedó en silencio buscando una respuesta. En realidad no sabía qué podía hacerse en esa circunstancia.

—Le daremos agua con azúcar —afirmó sin mucha convicción—, pero poco a poco y con mucho cuidado.

Mandaron a João, que no tardó en regresar con un vaso de agua al que había añadido unas cuantas cucharadas de azúcar.

Fernando se sentó junto a Catalina, que sujetaba a la niña mientras él con una cuchara intentaba que la pequeña tragara algunas gotas de agua.

—Mi niña… Dámela, Fernando… yo se lo daré —le pidió Catalina.

—Esta niña tiene frío —sentenció el joven João, que para ese momento hablaba como si fuera un experto.

No era de extrañar. Sólo tenía un pañal mal puesto y una toquilla sobre su cuerpo. Fernando volvió a buscar en el armario hasta encontrar una camisa y un jersey, además de un faldón bordado en azul. Catalina siempre hablaba de su hijo. En realidad todos daban por hecho que tendría un niño, lo que de repente le pareció absurdo.

Vistieron a la niña deprisa, asustados ante sus temblores.

Doc contemplaba la escena sin decir nada, hasta que la pequeña empezó a toser rechazando el agua.

—Si han terminado, las trasladaremos a la enfermería —dijo mirando a Catalina sin ninguna simpatía.

Entre Fernando y Doc la incorporaron, envolviéndola en la sábana que la cubría. Ella apenas tenía fuerzas para abrir los ojos.

—Agárrate a mi cuello —le indicó Fernando.

Pero Catalina no era capaz de levantar los brazos, así que Doc tuvo que acomodarla entre los de Fernando. João cogió a la pequeña en brazos.

Cuando salieron al pasillo se encontraron con la mirada curiosa de los marineros.

La enfermería no era demasiado grande. Colocaron a Catalina sobre una camilla y a la niña a su lado. Doc intentó conseguirles un poco de privacidad desplegando un biombo.

—Aquí vienen los hombres cuando les pasa algo —explicó para justificar el biombo.

Fernando sonrió. Catalina estaría mucho mejor, por lo menos en la enfermería no olía a vómito ni a sangre. Todo estaba limpio.

—Yo no puedo encargarme todo el día de ella —advirtió Doc.

—Yo la cuidaré —aseguró Fernando.

—Si me necesita, puedo echar una mano, si es que el capitán me lo permite —se ofreció João.

La sonrisa de Fernando se convirtió en una mueca de preocupación cuando al mirar a Catalina vio que estaba tan pálida que se asemejaba a una muerta.

—Ha perdido mucha sangre, pero yo no puedo hacer nada. Su vida y la de la niña corren peligro, sobre todo la de la niña si la madre no la puede alimentar —advirtió Doc.

—Pero algo podrá hacer —respondió desesperado Fernando.

—Le aseguro que yo no tengo conocimientos para salvarla.

Aun así, le tomó el pulso y luego pidió a João que trajera un caldo de la cocina. Fernando no se atrevió a preguntar, le dejaba hacer confiando en que no fuera cierta la ignorancia que alegaba aquel hombre tan extraño.

El cuerpo diminuto de la niña estaba sacudido por temblores y, por si fuera poco, empezó a vomitar el agua con azúcar que había tomado poco antes.

Fernando pensó en su madre. Ella habría sabido qué hacer y durante unos segundos se arrepintió de haberse marchado. Se sentía solo, desamparado, y no podía controlar el miedo que le atenazaba el alma al ver a Catalina y a su hija más cerca de la muerte que de la vida.

En aquel momento el capitán entró en la enfermería y se quedó plantado ante la camilla donde yacían madre e hija.

—Tienen mala pinta —afirmó preocupado.

—Sus vidas están en manos de Dios —aseguró João, quien nada más decirlo se arrepintió y miró al capitán.

—¡Tú a callar! Y vete inmediatamente a cumplir con tu trabajo —gruñó Pereira.

—Capitán, este marinero… Si usted pudiera permitirle que me ayude… por lo menos hasta que mi amigo Eulogio se recupere. Yo… no sé muy bien qué debo hacer y João tiene iniciativa… —le pidió Fernando.

El capitán murmuró sin que pudieran entender qué decía. Después se acercó a Catalina y le cogió una mano. Miró a la pequeña, que no dejaba de temblar.

—Esta criatura está helada. Aún no debía abandonar el cuerpo de su madre y está sufriendo un trauma. Pónganle una manta por encima, y colóquenla junto al cuerpo de su madre. Necesita su calor. ¿Qué puedes hacer por ellas? —le preguntó a Doc.

—Nada.

La respuesta contundente y seca enfadó al capitán, que soltó una maldición.

—¡A mí no me digas que no puedes hacer nada! —gritó.

—¡Es que no sé qué se puede hacer! Jamás he asistido un parto, ni he tratado a ningún recién nacido. Puedo arreglar piernas rotas, amputar brazos, bajar la fiebre, aliviar el dolor… pero no me pidas lo que no sé hacer.

—Doc, tienes que salvarlas —ordenó el capitán.

Pereira salió de la enfermería sin decir una palabra más. Le esperaban en el puente de mando. El mar se había embravecido aún más y la lluvia impedía ver ni un palmo más allá de los ojos. Aquella travesía se estaba convirtiendo en una pesadilla.

João siguió al capitán, aunque no tardó en regresar con una taza de caldo, anunciando que le había dado permiso para ayudar a Fernando en lo que fuera necesario.

—Hay que mantenerlas calientes, podemos ponerles más mantas e ir dando a la señorita pequeños sorbos de caldo —dijo el marinero.

Doc le hizo una seña a Fernando para hablar con él lejos de los oídos de João y de la propia madre.

—Puede que no vivan ni la madre ni la hija —le advirtió.

—Tienen que vivir —replicó Fernando, angustiado ante la evidencia de que Doc no exageraba sobre el estado de Catalina y de su hija.

—Las dos están muy débiles. Una niña que ha nacido a los siete meses es difícil que sobreviva, y en estas condiciones, menos.

—Pero algo se podrá hacer —insistió Fernando.

—El capitán me ha amenazado con tirarme por la borda si mueren… y es capaz de hacerlo —aseguró Doc.

Mientras tanto, el capitán Pereira no dejaba de dar órdenes a los oficiales del Esperanza del Mar. En su rostro afloraba la tensión del momento. Doc entró en la sala de mando y procuró no molestar. Se preguntaba por qué Pereira estaba tan preocupado por una chica y una niña a las que acababa de conocer. Quizá se estaba volviendo viejo y sentimental. Pero desechó aquel pensamiento. El Portugués no era de los que se conmovían fácilmente. Le había visto afrontar grandes temporales en los que el mar parecía empeñado en llevarse hasta el fondo de sus entrañas al Esperanza del Mar; también había sido testigo de su capacidad para luchar a vida o muerte con hombres más fuertes que él, o imponer disciplina entre los marineros con una sola mirada.

A pesar de que Pereira había llegado a la edad en la que otros capitanes decidían regresar a tierra firme, él ni siquiera se lo planteaba. Solía decir que moriría en su barco y que su tumba sería el mar. Así que Doc seguía sin encontrar respuesta a por qué su capitán se preocupaba tanto de aquella chica.

—Capitán, parece que el submarino se aleja —anunció el encargado de la radio.

—Volverán —sentenció Pereira.

Cuando vio a Doc le hizo una seña para que se acercara.

—¿Cómo están? —preguntó.

—Mal; ya te lo he dicho antes, morirán.

—Y yo te he dicho que si mueren te tiraré por la borda.

—¡Pues tendrás que hacerlo, porque van a morir! La enfermería del barco no dispone de lo necesario para atender a una parturienta y a una criatura prematura, pero aunque tuviera lo necesario tampoco vivirían.

—Te equivocas; vivirán porque quieren vivir.

Doc se encogió de hombros. Sabía que cuando al Portugués se le metía algo en la cabeza era difícil razonar con él. Aún recordaba el día en que se conocieron, treinta años atrás. A él estaban a punto de matarle en una pelea de borrachos en Hong Kong. Pereira pasaba cerca y se paró a observar. Cuando vio que tres marineros chinos acorralaban a Doc hasta tirarlo al suelo, se acercó y lanzó unas cuantas patadas y puñetazos hasta lograr que los tres hombres se apartaran. Luchó con ellos dando tiempo a Doc a ponerse en pie. Tuvieron suerte, porque dos marineros del Esperanza del Mar se unieron a la pelea y los atacantes huyeron conscientes de que la fortuna había cambiado de bando.

Pereira no le preguntó a Doc el porqué de la pelea, pero él se sintió obligado a decírselo. El juego. El maldito juego. Tenía una deuda que no podía pagar y se la querían cobrar con su vida. Se despidieron sin pensar en volver a verse. Pero dos días después se reencontraron en el puerto. Un marinero del Esperanza del Mar había sufrido un mareo y estaba tendido en el muelle. Doc se acercó y le atendió. Sugirió que no le movieran hasta no saber qué le había sucedido, luego le examinó con cuidado y descubrió una herida en la cabeza fruto de la caída. El marinero estaba inconsciente y Doc recomendó que le trasladaran al barco para suturarle la herida. Y hasta allí los acompañó. Pereira le indicó que subiera y se encargara, si es que sabía, del marinero herido. Lo hizo. Luego, cuando se disponía a bajar del barco, el capitán le preguntó si era médico o enfermero. No respondió. Nunca respondía a esa pregunta. Cada hombre tiene un secreto. El Portugués le miró de arriba abajo y no insistió en la pregunta. Sólo dijo que al enfermero del Esperanza del Mar le habían tenido que desembarcar en Mogadiscio a causa de la malaria. Necesitaban a alguien que supiera atender a los hombres del barco y le preguntó si podría hacerlo. Doc se encogió de hombros sin prometer nada y desde aquel día el Esperanza del Mar se había convertido en su hogar.

—Deberías tomar un café, estás agotado —le dijo al capitán para desviar la conversación.

Pereira se limitó a ordenarle que regresara a la enfermería.

—No puedo estar todo el tiempo allí. Ya he hecho por ellas todo lo que podía hacer —protestó Doc.

—No te lo estoy pidiendo, Doc, te lo estoy ordenando.

En esos momentos, Catalina tenía a su hija en brazos, y aunque apenas tenía fuerzas para sujetarla, la había vuelto a colocar junto a su pecho.

—No sé si tendré suficiente leche para alimentar a mi niña. —Catalina hablaba en susurros, tal era su debilidad.

—En el barco quizá haya leche en polvo… le daremos leche —dijo Fernando.

—Los recién nacidos no pueden tomar la misma leche que nosotros —aseguró João ante el asombro de Fernando.

—Pues sí que sabe de niños —le respondió.

—Cómo no voy a saber, tengo ocho hermanos. He visto a mi madre cómo se manejaba con ellos. Ella siempre quiso una niña, pero se ha tenido que conformar con nueve varones. Yo le solía echar una mano con los más pequeños.

La noche los había sorprendido sin darse cuenta. Fernando empezaba a tranquilizarse al ver que Catalina, aunque débil y pálida, se había hecho cargo de su hija, a la que abrazaba para darle calor. João había traído otra taza de caldo y una porción de carne ahumada que, aunque Catalina rechazó, le obligaron a comer.

—Si no come no tendrá leche —afirmó João.

Ante esa amenaza, la joven hizo un esfuerzo por intentar retener en el estómago la carne que le habían traído.

Fernando se dio cuenta de que él llevaba sin comer desde el día anterior. Ni siquiera había tenido tiempo de sentir hambre y se había olvidado por completo de Eulogio.

—João, ¿cree que podría traerme algo a mí? Con un trozo de pan será suficiente.

El marinero le guiñó un ojo y cuando regresó traía algo más que un pedazo de pan. Otra taza de caldo igual que la de Catalina, además de un poco de queso, que reconfortaron el estómago de Fernando.

—Parece que mañana no habrá tanto temporal. Es lo que he oído decir —les informó el joven marinero.

—Dios le oiga.

Luego le pidió a João que vigilara a Catalina mientras él iba al camarote a interesarse por Eulogio.

Le encontró tumbado con los ojos cerrados.

—¿Estás dormido? —preguntó en voz baja por si acaso.

—Ya me gustaría poder dormir. Si pudiera, me tiraría por la borda. Jamás pensé que podría marearme así. Creo que me quedaré para siempre en Alejandría. No puedo imaginar una travesía hasta América —respondió Eulogio, conteniendo las náuseas.

—Se te pasará —dijo Fernando por decir algo.

—Me he sentido morir, amigo; si no fuera porque tenías que ocuparte de Catalina, creo que te habría pedido que me ayudaras a morir.

—No digas tonterías. ¿Quieres que te traiga algo? Quizá si comieras un poco se te sentaría el estómago.

—Sólo de pensarlo me dan ganas de vomitar.

—Pero Doc dice que cuando uno está muy mareado tiene que comer.

—Pues yo no lo haré.

—Al menos bebe agua… Mira, te vendrá bien beber el vaso de agua con azúcar que João trajo para la niña.

Ante la insistencia de su amigo, Eulogio aceptó tomar algunos sorbos.

—Me quedaré toda la noche con Catalina —anunció Fernando.

—No te preocupes por mí. Pobrecilla, pensé que se moría. Y la niña… qué pena… me pregunto qué será de ella.

—Me tienen a mí.

—Pero tú no eres el padre de esa niña y ya sabes que Catalina no parará hasta encontrar a Marvin. Además, tú mismo tendrás que decidir qué vas a hacer en la vida. No dejo de preguntarme si no ha sido una estupidez embarcarnos hacia Alejandría.

—Oye, no es momento para cuestionar nada. Ya no hay marcha atrás. Cuando lleguemos a Alejandría ya veremos.

—Sí, pero admite que hemos actuado de manera irresponsable embarcándonos para ir a un lugar donde no tendremos ningún porvenir.

—Eso está por ver. Mira, vamos a conformarnos con resolver los problemas de cada día. Y ahora lo importante es que Catalina y la niña vivan y que tú te recuperes cuanto antes.

—Ya, pero…

—Vamos, Eulogio, no te vengas abajo. A lo hecho, pecho.

—Pienso en mi madre… Creo que… en fin, quizá no he sido justo con ella…

—No, no lo has sido. Pero eso tiene arreglo. En cuanto lleguemos a Alejandría le escribes y se lo dices. Eso la reconfortará y a ti también.

—Ya veremos —respondió Eulogio.

—Ahora vuelvo con Catalina, ¿necesitas algo?

—Bajarme del barco —bromeó Eulogio.

—Procura descansar, parece que mañana va a amainar el temporal.

—Dios te oiga.

—No sé si a ti y a mí Dios nos puede oír, así que confiemos en la previsión del capitán Pereira —respondió Fernando.

João se había sentado cerca de Catalina. Permanecía vigilante ahora que madre e hija parecían haberse sumido en el sueño. Hizo un gesto a Fernando para que no hablara, no fuera a despertarlas.

Fernando le relevó en la vigilia y sentado en una silla junto a la cama pasó el resto de la noche. Se debió de dormir en algún momento porque la voz tenue de Catalina le despertó. Le pidió un vaso de agua que él le llevó solícito; luego ella volvió a refugiarse en el sueño, abrazada el cuerpecito de su hija.

Más tarde fueron los gemidos de la niña los que le alertaron de nuevo. Catalina se dispuso a amamantarla y la pequeña se quedó tranquila. Así pasaron las horas de aquella noche.

Con la llegada de la mañana la lluvia les dio una tregua. El cielo estaba pintado de gris pero al menos no descargaba agua, lo que supuso un alivio para todos. En cuanto al viento y las olas, seguían balanceando con fuerza el barco aunque menos que la noche anterior. Se estaba cumpliendo la previsión de Pereira, quien apareció en la enfermería seguido de João.

Fernando se puso en pie dejando que se colocara junto a la camilla de Catalina. El capitán miró a ambas durante un buen rato y su rostro se relajó.

—Saldrán adelante, lo sé —murmuró para sí.

Luego se plantó ante Fernando y le indicó que le siguiera, dejando a Catalina y a la niña al cuidado de João.

—Bien, tengo que dar cuenta del nacimiento de esa niña. Cuando lleguemos a Alejandría precisarán un documento que acredite su nacimiento y las condiciones, de manera que necesito el nombre completo de la madre y del padre, además del que hayan decidido poner a la niña.

Fernando dudó. No sabía qué decir respecto al padre de la pequeña. Tampoco sabía qué opinaría Catalina de ese asunto. Y así se lo dijo al capitán. Éste frunció el ceño, pero aceptó esperar hasta que la joven se despertara.

—Yo ya lo he anotado en el cuaderno de bitácora, de manera que tenemos que seguir con todas las formalidades pertinentes, entre otras cosas para que la señorita pueda acreditar que la niña es su hija.

—Hablaré con ella en cuanto se despierte… Yo… bueno, quería darle las gracias. Le debemos mucho. No sé qué habría sido de nosotros sin su ayuda…

Pero el capitán le cortó con gesto agrio y voz de pocos amigos:

—Nunca debí permitirles subir a mi barco. Estoy deseando perderles de vista. —Y se dio la vuelta.

Fernando no se amilanó por las palabras del Portugués. Intuía que aquel viejo lobo de mar era una buena persona.

Cuando más tarde le explicó a Catalina lo que pretendía Pereira, ella no pareció preocuparse y con un hilo de voz le respondió:

—Que expida un documento diciendo que es hija mía. Hasta que no encontremos a Marvin no podemos hacer otra cosa. Todo se arreglará en Alejandría, pero hasta entonces será sólo mi hija. En cuanto al nombre… ¿Sabes?, no pensaba que tendría una niña, había decidido que sería chico y se llamaría Marvin como su padre, pero ahora… no sé, quizá podría llamarla como mi abuela o como la madre de Marvin, creo que se llama Rose, ¿no? Podrías preguntárselo a Eulogio. ¿A ti qué te parece?

—Eres tú la que tienes que ponerle el nombre.

—¿Te acuerdas de mi abuela Adela? Era la madre de mi madre.

—Sí, vivió con vosotros durante la guerra —recordó Fernando.

—Adela es un nombre bonito. Ella me quería con locura. La echo mucho de menos, la casa se quedó muy vacía cuando murió. Claro que también quiero mucho a mi abuela Agustina, la madre de mi padre.

—Cualquiera de los dos nombres es bonito.

—Pero ¿a ti cuál te gusta más?

—No sé… no sabría decidirme por ninguno de los dos.

—Estoy tan cansada…

—Yo te veo mucho mejor, ayer… pensé que te iba a pasar algo.

—Tengo miedo por mi niña, es tan pequeñita y está tan débil.

—Doc ha dicho que tienes que mantenerla con calor. No te despegues de ella. Tu piel es lo mejor para ella.

—Ya ves que no come mucho…

—Ayer sí parecía que tenía hambre —recordó Fernando.

—Pero hoy apenas tiene… Mírala, abre los ojitos y los cierra enseguida.

La puerta de la enfermería se abrió y entró Doc seguido de Eulogio. Catalina sonrió complacida al ver a este último.

—¡Cómo me alegro de que ya estés bien! ¡Pobrecito! Ayer lo pasaste fatal —le dijo agradecida porque hubiera ido a verla.

—Peor lo pasaste tú. ¿Cómo te encuentras? ¿Y la niña?

—Yo estoy mejor y la pequeñita es muy buena. Ni siquiera llora, sólo gimotea.

Eulogio se acercó para ver a la niña y la contempló con asombro.

—¿Está dormida?

—Sí, casi todo el tiempo está dormida. Come muy poco y tiene mucho frío.

—Saldrá adelante, ya verás, y algún día presumirá de haber nacido en medio de una tormenta en el océano Atlántico.

Hablaron de naderías un buen rato, mientras Doc, al otro lado del biombo, atendía a un marinero que había resbalado y se había roto un brazo. Otro marinero aguardaba impaciente a que le diera algún medicamento con el que aliviar el resfriado, y dos más aparecieron contusionados por caídas en la cubierta resbaladiza durante el fragor de la tormenta.

A Doc se le escuchaba hablar a los hombres con sequedad. No parecían conmoverle sus quejas de dolor. Tampoco les dedicaba más tiempo del preciso.

Estaba muy entrada la mañana cuando el capitán Pereira regresó, encontrándose a Eulogio y a Fernando junto a Catalina, que había vuelto a adormilarse. Estaba muy débil y seguía sangrando. Y aunque no se quejaba, sentía que le quemaban las entrañas.

El Portugués la observó de soslayo y luego se dirigió a Eulogio:

—Así que ya está usted recuperado.

—No del todo, pero estoy mucho mejor que ayer. Esta mañana João fue a preguntarme si necesitaba algo y aunque le dije que no, me llevó una taza de té y un trozo de pan que me han ayudado a sentar el estómago.

Pereira no respondió y volvió a fijar su mirada en Catalina. No dejaba de preguntarse qué había en aquella chiquilla que tanto le conmovía. Quizá su inocencia. Sí, seguramente era eso. La inocencia no era algo con lo que hubiera tropezado en demasía a lo largo de su vida. En realidad la inocencia que emanaba de Catalina era la misma que demostraba su mujer cuando la conoció cuarenta años atrás. La misma que había heredado su hija, la misma que afloraba en los ojos de sus nietas.

Carraspeó al sentir la mirada de Catalina, que acababa de despertarse y le observaba mientras esbozaba una sonrisa.

—Señorita, tengo que redactar un documento dando cuenta a las autoridades del nacimiento de esta niña, lo cual ya consta en el cuaderno de bitácora. Necesito su nombre completo, el del padre de la niña y el nombre con el que la bautizará.

Catalina se puso seria y también carraspeó mientras fijaba sus ojos en los del capitán.

—Mi nombre es Catalina Vilamar Blanco. Y el de mi hija, Adela Vilamar. No puedo decirle el apellido de su padre porque, como ya le conté, él ni siquiera sabe que ha tenido una hija. Espero encontrarme con él en Alejandría y en ese momento será cuando él se haga cargo de nosotras y reconozca a la niña. Hasta entonces mi hija llevará mi apellido.

—¿Y si no da con él? ¿Qué hará? Le aconsejo que busque un apellido cualquiera para su hija; yo lo pondré en el documento y así la niña tendrá un padre aunque sea ficticio. Será mejor para usted.

—No me avergüenzo de mi hija. Y aunque sé que no he hecho las cosas bien… en realidad aún me pregunto cómo es posible que… bueno, el caso es que no me arrepiento. Por tanto, no actuaré de manera vergonzante. Adela llevará el apellido Vilamar hasta que pueda tener el de su padre.

El capitán asintió en silencio. Le sorprendía la tozudez y dignidad de aquella chiquilla, a quien él veía a la deriva por su falta de experiencia en la vida. Aunque, muy a su pesar, se sentía preocupado por ella, no quería implicarse más de lo que había hecho hasta el momento.

—Muy bien, así redactaré el documento sobre el nacimiento de su hija. Lo firmarán dos testigos, además de Doc. Quizá quiera que lo firmen sus amigos.

—Sí, quiero que Fernando y Eulogio den fe del nacimiento de Adela.

Por la tarde, el mar empezó a calmarse aunque el viento aún zarandeaba las olas.

Los días siguientes, Eulogio y Fernando empezaron a disponer de un poco de tiempo para respirar el aire limpio en la cubierta. Seguían muy preocupados por el estado de Catalina. La habían visto muy cerca de la muerte y tal era su debilidad que casi no podía dar un paso. En cuanto a la pequeña Adela, dudaban que sobreviviera; la pobrecita apenas se movía, ni siquiera lloraba. Catalina la mantenía pegada a su cuerpo, cubiertas las dos por cuatro mantas que las ayudaban a conservar el calor, y empezaba a amamantarla con menos dificultades. Joāo les ayudaba en el cuidado de Catalina. El capitán le había liberado de sus obligaciones para que echara una mano a Doc en la enfermería.

Los días transcurrieron con más tranquilidad. El submarino alemán parecía haber desistido de enviarlos al fondo del mar.

El capitán no dejaba de visitar a Catalina y la niña para disgusto de Doc, que había comprendido que Pereira no era tan duro como pensaba.