6

Londres

En aquellos días los hoteles de Londres estaban atestados. En el restaurante del hotel no había ninguna mesa libre, pero, aunque el aforo del local se hallaba completo, apenas se oía una voz más alta que otra. Las conversaciones transcurrían poco más que en un susurro. Aun así, le habían pedido al maître que los sentara a una mesa situada en un rincón para poder hablar con cierta intimidad. Marvin miró a su alrededor distraído. Su madre no dejaba de hablar, tanto que hacía un buen rato que ni siquiera la escuchaba. No le interesaba lo que estaba contando. Noticias de sus amigos de Nueva York, de los días pasados en una playa cercana a Boston, de las invitaciones pendientes para cuando regresaran, de las inversiones en marcha realizadas en la acería.

Su padre guardaba silencio aburrido por el parloteo de su mujer. Marvin esperaba que fuera él quien cortara el monólogo.

—Bien, querida, ¿no crees que es Marvin quien nos debe contar lo que ha hecho en este tiempo? Hace mucho que no le vemos.

—Tienes razón… después de que le hirieran en España. ¡Qué horror! Aún recuerdo el disgusto que tuvimos… Menos mal que pudimos llevarte a Nueva York… Pero luego, en cuanto te recuperaste, te volviste a París. Hijo… yo… no quiero pensar en lo que te sucedió en España. Pudiste perder la vida y, al fin y al cabo, ¿a ti qué te importaba esa guerra? Aunque debo reconocer que tus mejores poemas son los que has escrito sobre esa guerra.

—Sí, monsieur Rosent dice que mis mejores poemas son de aquellos días.

—Sí, sí… tu editor… Fue una suerte que ese editor francés te incluyera en esas dos antologías de jóvenes poetas que, como sabes, he regalado a todas nuestras amistades. Nos sentimos muy orgullosos de ti, Marvin, ya lo sabes. Pero dime, ¿por qué no has vuelto a publicar otros poemas?

—He perdido la inspiración, madre. Por eso regresé a España.

—¿Por eso, hijo?

Rose Brian miró a su hijo y él no aguantó la mirada. Le conocía demasiado para poder engañarla. Su madre era inteligente, mucho, y aunque procuraba no hablar de lo que le sucedió en la guerra española, ella sabía que las heridas del cuerpo habían podido cicatrizar pero no las del alma.

—Entonces ¿no has vuelto a escribir poesía? —preguntó su padre, más por cariño que por interés.

—Apenas unas líneas que merezcan la pena, padre.

—Suele suceder cuando alguien ha sufrido un trauma. No debes preocuparte. Un día verás que la poesía vuelve a fluir dentro de ti. Pero no la busques, déjala que sea ella quien salga a tu encuentro —dijo su madre con rotundidad.

—Nos gustaría que volvieras a Nueva York. Te necesito, hijo. Tengo nuevos proyectos —intervino su padre, deseando llevar la conversación a cuestiones más prácticas.

—Ya sabes que no me interesan los negocios, para eso tienes a Tommy.

—Tu hermano es muy joven, aún no ha terminado los estudios.

—Pero ya trabaja contigo.

—Bueno, yo no diría tanto, sólo que quiero que vaya conociendo la empresa.

—Papá, no tengo pensado volver a Nueva York, al menos por ahora.

—Pero, hijo…

—Déjale, Paul, Marvin tiene derecho a elegir su propio camino. Él no es como tú ni como Tommy.

—¿Y cómo somos nosotros? —preguntó Paul J. Brian enfadado mirando a su mujer.

—Pues… ¡magníficos!, pero estáis hechos de un acero diferente al de Marvin. Tienes que asumir que a nuestro hijo no le interesan ni la acería ni los negocios.

—¿Y de qué va a vivir? —respondió Paul airado.

—Mientras yo tenga lo que tengo, es decir, un buen puñado de acciones en la acería y una cartera de inversiones satisfactoria, no tendrá que ocuparse de nada que no sea escribir. Tenemos mucha suerte de tener un hijo poeta —respondió Rose.

—¿No crees que debería ganarse la vida él solo?

—Tú no comprendes nada, Paul, porque no te gusta leer, y menos poesía. Cada persona nacemos con un talento distinto, da gracias a Dios de que tengamos dos hijos con virtudes diferentes. Tommy será un buen hombre de negocios y Marvin, un gran poeta. Aceptémoslos como son.

—No soporto estas discusiones —terció Marvin—. Si vamos a seguir así me marcho.

—¡Vaya!, en cuanto se habla de algo que no te gusta o no te conviene das la espantada —le recriminó su padre.

—No quiero que mamá y tú os peleéis por mi culpa. Pero seguramente tienes razón y debo ganarme la vida sin que tengáis que mantenerme. No es justo que Tommy estudie y trabaje y yo…

—Y tú seas un poeta extraordinario —afirmó Rose.

—Sólo he publicado un par de poemas…

—Que han sido elogiados por la crítica tanto en Francia como en Estados Unidos. Mira, hijo, Dios te ha dado un don, el don de hacer con las palabras poesía y tocar el alma de las personas. No desperdicies ese don. Sería un pecado.

Marvin cogió la mano de su madre y la apretó entre las suyas. La sabía incondicional, la roca sólida e inamovible sobre la que siempre podía descansar.

—Gracias, mamá.

—No me des las gracias, hijo, pero sí me gustaría que vinieras un tiempo a Nueva York o al menos que no alargases tanto tus visitas. Te echo de menos y ahora no es fácil venir a Europa con lo que está pasando.

—Sí, nadie sabe lo que va a pasar con esta guerra en Europa —intervino Paul J. Brian intentando rebajar la tensión con su hijo y uniéndose a la nueva deriva de la conversación.

—Es la única opción decente. Luchar contra Hitler. Sólo espero que nuestro país también intervenga —le interrumpió Marvin.

—¿No serás comunista? —preguntó su padre alarmado.

Marvin se encogió de hombros. En realidad sabía lo que no era, pero no lo que era.

—¡Qué tonterías dices, Paul! Claro que Marvin no es comunista, pero nadie en su sano juicio apoyaría a ese ser ridículo que es Adolf Hitler. Churchill ha hecho lo que hay que hacer. Lo primero es derrotar a Alemania y para ello son necesarios los soviéticos. Luego, cuando Alemania haya dejado de ser un peligro, Churchill y Stalin volverán a ser enemigos.

—Vaya lección de estrategia política que nos acabas de dar —respondió Paul admirado por la perspicacia de su esposa.

—No digo más que cosas obvias, querido.

—Pero Marvin no ha respondido a mi pregunta —insistió Paul J. Brian.

—No sé qué decirte… Si me preguntas qué pienso de las condiciones de los trabajadores aquí en Europa y también en Estados Unidos, te diré algo que ya sabes, que las cosas no son fáciles para ellos, que a la mayoría los explotan, que cada centavo que ganan lo pagan con creces con su trabajo, que unos pocos son ricos gracias al trabajo mal remunerado de sus obreros, y no me parece justo que carezcan de derechos, ni que malvivan en barrios dejados de la mano de Dios. Los comunistas reivindican la dignidad de los trabajadores, y si me preguntas si estoy de acuerdo con eso, te diré que sí. Pero también sé cómo son, los he conocido en España y ese «hombre nuevo» del que hablan no lo he visto por ninguna parte. Pero quizá es que la naturaleza del ser humano es la que es y por tanto he visto a algunos de esos «hombres nuevos» haciendo cosas tan horribles como las de los hombres a los que combaten. ¿Sabes, padre?, creo que lo que de verdad cuenta no es lo que uno diga que es sino cómo se comporta. Así que no importa qué etiqueta quieras ponerme, sino cómo soy con mis semejantes.

Guardaron silencio durante unos segundos y fue Rose la que cogió la mano de su hijo y la apretó mientras le miraba orgullosa.

—Ten la seguridad de que nosotros procuramos lo mejor para nuestros obreros —le respondió su padre.

—No se trata de que tú seas un buen patrón, se trata de que ellos tengan unos derechos que estén por encima de la clase de patrón que tengan. Ésa es la cuestión —sentenció Marvin.

—No creas que nuestros sindicatos no se ocupan de lo que sucede en las fábricas.

—Lo sé, papá, lo sé, pero pienso que a veces no es suficiente.

—Nuestro hijo no es comunista, Paul, simplemente no soporta la injusticia.

Aquella noche Marvin pensaba sobre todo en sí mismo. Se sabía un privilegiado. Alguien que podía fantasear sin preocuparse de cuánto dinero llevaba en el bolsillo porque siempre estaría lleno. Su madre se ocupaba de ello. Pero ¿cómo sería realmente si tuviera que trabajar en una fábrica de la mañana a la noche? ¿Se apiadaría de sus compañeros o competiría con ellos por lograr un centavo más? ¿Se enfrentaría a sus superiores o bajaría la cabeza para ganarse su confianza? ¿Maldeciría su situación o se conformaría con ella? ¿Qué sería capaz de hacer para subsistir? No, en realidad no sabía qué clase de hombre era, lo único que sabía de sí mismo era que le resultaba insoportable la angustia por la herida que le había marcado el cuerpo y el alma en la guerra de España.

Había decidido no regresar a Nueva York con sus padres. Sabía que eso provocaría dolor a su madre, que ansiaba tenerle cerca una temporada, pero no se sentía capaz de sumergirse en la nada de la vida que en Nueva York le esperaba. No sabía qué clase de hombre era, pero si alguna posibilidad tenía de saberlo era continuando allí, en aquella Europa que se estaba desangrando en una guerra que, en caso de que la ganara Alemania, cambiaría la faz de la Tierra.

Cuando les dijo que pensaba volver a Francia, a su padre se le torció el gesto y a su madre se le emborronó la mirada, pero ninguno de los dos le contrarió. Habría sido inútil.

—Pero los alemanes están en París —le recordó su madre.

—Soy norteamericano, los alemanes no tienen nada contra nosotros —respondió con firmeza para disipar las brumas de angustia de su madre.

—Roosevelt no podrá seguir mirando hacia otro lado, ésta no es sólo una guerra entre europeos, hay en juego valores. Tú mismo has dicho antes que ojalá Estados Unidos entre en guerra contra Alemania —afirmó su padre.

—En la guerra de España también estaba en juego algo más que los problemas de los españoles —replicó Marvin.

—Hijo, tienes que olvidarte de España, de todo lo que te sucedió allí —le pidió su madre.

—Sabes que es imposible. No puedo, madre, tú sabes que no puedo.

—Entonces ¿cuándo piensas marcharte? —quiso saber su padre.

—Me quedaré un par de días con vosotros aquí en Londres, luego iré a Suiza y desde allí a París.

—Podríamos ir contigo —sugirió Rose.

—Por mí no hay inconveniente. Podéis quedaros en mi casa, tengo una habitación de invitados. No es muy grande pero creo que os sentiréis cómodos.

—Buena idea —aceptó Paul.

París parecía ignorar a los alemanes que ejercían como sus dueños. La ciudad estaba decidida a seguir viviendo.

Paul y Rose Brian se instalaron en el piso de Marvin en la rue de la Boucherie. No era muy grande, tres habitaciones, una cocina, un salón y un baño, pero era luminoso y tenía un aire bohemio que encontraron muy parisino, tal y como esperaba Rose.

El portero había guardado la correspondencia de Marvin y, cuando se la entregó, le sobresaltó ver una carta con matasellos de España.

Hacía más de un mes que se había marchado de Madrid y en ese tiempo no había dejado de pensar en lo absurdo de su última estancia. Eulogio había sido muy generoso abriéndole su casa y su madre, Piedad, había hecho lo imposible por que se sintiera cómodo en aquella buhardilla llena de humedad sin apenas espacio para disfrutar de la más mínima intimidad.

En cuanto ayudó a sus padres a instalarse en la habitación de invitados, se encerró en uno de los cuartos que hacía de despacho para leer la carta. No se había fijado en el remitente y le sorprendió ver escrito el nombre de Catalina Vilamar.

Mi querido Marvin:

Sé que es un atrevimiento llamarte así, pero dadas las circunstancias creo que puedo hacerlo.

Espero que la noticia que tengo que darte, más allá de la sorpresa inicial, te produzca alegría.

Estoy embarazada. Voy por la tercera falta. Me quedé embarazada en mayo, el día del cumpleaños de Antoñito, allí en la Pradera de San Isidro. ¿Te acuerdas de lo que pasó? Estoy segura de que fue ese día porque yo no he tenido ninguna relación con nadie en ninguna otra ocasión, así que sólo pudo ser entonces. Sé que te acuerdas y por eso te escribo, porque creo que debes saberlo. ¡Fuiste tan bueno conmigo aquella noche! Perdí la cabeza porque no estoy acostumbrada a beber, pero creo que sabes que no soy una chica fácil.

Puedes imaginar el disgusto de mis padres. No se lo puedo reprochar.

Me dijiste que estarías encantado de que fuera a París, pues bien, no quiero forzarte a nada ni comprometerte, pero ¿podría ir? Quizá puedas mandar una carta a mis padres diciéndoles que me esperas en París o venir a buscarme, lo que te sea menos gravoso. Es que mi situación aquí es muy difícil, no puedo tener un hijo siendo soltera. Mis padres han decidido que cuando nazca el niño lo entregaremos a alguna familia o a la inclusa. Si tengo que hacerlo se me partirá el corazón. Pero confío en ti, sé que puedo contar contigo, que no me dejarás abandonada a mi suerte porque eres bueno y honrado.

Siento convertirme en un problema, pero si no acudo a ti, ¿a quién puedo hacerlo?

Quedo a la espera de tus noticias, pero, por favor, ¡no tardes!

Tuya afectísima,

CATALINA VILAMAR

Leyó la carta dos veces. Sentía simpatía por Catalina Vilamar, pero no hasta el punto de hacerse responsable de ella. Lo que menos necesitaba él era asumir problemas de otros, bastante tenía con los suyos. Sabía que su actitud podía ser tachada de egoísta, pero no estaba en disposición de hacer frente al problema de Catalina, que se había comportado de manera atolondrada aquella noche en la Pradera de San Isidro. Que asumiera ella las consecuencias.

Eulogio le había advertido que Catalina se había enamorado de él, lo que había provocado que Fernando dejara de frecuentarle. Según Eulogio, Fernando estaba enamorado de Catalina.

Pensó que todo aquello era una nimiedad que en nada le concernía. Le escribiría para decirle que de momento no podía invitarla a visitar París, que quizá más adelante. O mejor aún, no respondería a la carta, como si no la hubiera recibido nunca. Al fin y al cabo, no tenía ningún vínculo especial con Catalina, no se sentía obligado con ella.

Rompió la carta. Asunto terminado.

A quien sí pensaba escribir era a Eulogio. Le sentía como el más leal de los amigos. Lo había sido en el Frente aquel día fatídico en que los nacionales los rodearon. Quizá no regresara nunca a España, pero aunque no lo hiciera, estaba dispuesto a mantener viva la amistad con Eulogio. Pensó en comprar algo para enviarle, quizá habanos de verdad. También compraría algo para Piedad. La madre de Eulogio le había cuidado como si fuera su propia madre. Medias, sí, compraría un par de medias y también un pañuelo o una blusa. Seguro que le gustarían.

Un par de días después, mientras sus padres visitaban a unos amigos, fue a ver a su editor a la rue des Rosiers, situada en el distrito IV, en Le Marais.

Monsieur Rosent tenía bajadas las persianas de la pequeña librería que regentaba, donde, en la parte de atrás, tenía su despacho. Editaba aquellos libros de poesía que le conmovían el corazón y sus jóvenes autores recurrían a él porque no habían encontrado ningún editor que quisiera correr con el gasto de la edición. Su actitud altruista le había llevado a editar algunos poemarios que habían tenido éxito y aquellos poetas se mantuvieron leales a él rechazando la invitación de editoriales prestigiosas. Esa fidelidad había hecho posible que la colección Rosent contara con algunos de los mejores poetas de la época.

Marvin llamó a la puerta y esperó impaciente hasta escuchar los pasos temblorosos de monsieur Rosent.

—Pasa, hijo, pasa, me alegro de volver a verte.

—¿Se encuentra bien, monsieur Rosent? Me ha extrañado que a esta hora tuviera las persianas bajadas…

—Procuro no llamar la atención, en realidad es un intento inútil ya que los alemanes tienen especialmente vigilada esta parte de la ciudad donde vivimos tantos judíos. Ese capitán Dannecker se ha convertido en nuestro peor enemigo.

—¿Dannecker? ¿Quién es?

—Un oficial de las SS, encargado del «problema judío» del que hablan algunos periódicos. Has llegado en mal momento, Marvin, a los judíos nos están deportando. Quién sabe cuándo me tocará a mí.

—¡Pero es absurdo, usted es francés!

—Sí, soy francés, un judío francés, y eso es lo que cuenta para ellos. Algunos judíos se marcharon de París cuando nos invadieron los alemanes, pero después del armisticio muchos se confiaron y regresaron a sus hogares. Una decisión equivocada en vista de lo que está sucediendo. Se han llevado a muchos judíos a los campos de Pithiviers y a Beaune-la-Rolande.

—¿Y usted? ¿Por qué no se ha marchado? Debe irse cuanto antes; si necesita ayuda, sabe que puede contar conmigo.

—Gracias, hijo. Hasta ahora me resistía diciéndome que soy demasiado viejo para huir, pero ahora sé que cualquier día llegarán los hombres del capitán Theodor Dannecker y entonces…

—¡Le llevarán Dios sabe dónde!

—Sí, así será. Pero siéntate, tengo un poco del té que te gusta. Calentaré agua para prepararlo.

Hablaron durante toda la tarde. Primero de lo que estaba pasando en París y después de poesía. Marvin le entregó un sobre con unos cuantos poemas que monsieur Rosent leyó atentamente.

—¿Es todo lo que has escrito desde que te fuiste a España? —le dijo mirándole fijamente cuando terminó de leerlos.

—No puedo escribir, no sé escribir, las palabras han dejado de fluir, no soy capaz de encontrarlas.

—Estos poemas… no están a la altura de los que has escrito anteriormente y tú lo sabes, ¿verdad?

—Sí… lo sé… Ya se lo he dicho, no puedo escribir.

—Tienes que acompasar tu dolor, tus sentimientos, tus ideas a las palabras sin permitir que sea el dolor el que anule la capacidad de expresarte.

—Puede que nunca vuelva a ser capaz de escribir poemas como los que usted incluyó en esas dos antologías de poetas jóvenes.

—¡Ah, también es eso! Suele pasar. Muchos autores temen no ser capaces de estar a la altura de aquello que escribieron anteriormente y fue alabado por la crítica y los lectores. Creía que a ti no te pasaría. Si empiezas a preocuparte por gustar a los demás entonces fracasarás. Tienes que ser fiel a ti mismo, a lo que sientes, a lo que quieres decir. Si a los demás les gusta, mejor; pero si no es así, a ti no debe inquietarte. No dejes que te devore la vanidad del éxito porque entonces fracasarás en lo más importante, que es dejar que las palabras fluyan buscando su propio significado unas junto a otras.

—Usted sabe lo que me sucedió en España…

—Sí, y no creas que no comprendo tu sufrimiento, pero ese dolor te debería hacer mejor poeta y no paralizarte por miedo al fracaso.

—No he vuelto a ser el mismo.

—No puedes serlo, pero tendrás que vivir con las heridas del cuerpo y del alma que trajiste de la guerra. No tenemos poder sobre el pasado, Marvin, y lo sucedido no tiene vuelta atrás.

—¿Sabe cuántos sueños se han truncado? Nunca podré tener una vida como los demás.

—¿Y por qué tu vida ha de ser como la de los otros? Deja de compadecerte, de lamentarte por lo que no está en tu mano poder cambiar. Amas la poesía y ella puede ser la mejor compañera de tu vida y regalarnos a los demás las palabras que vuelan sobre el alma dejando una huella tibia.

—Entonces…

—Vuelve a escribir y guarda estos poemas.

—Lo haré.

—Sólo espero que vuelvas con tus poemas antes de que vengan a por mí. Me haría muy feliz editar un poemario sólo con tus poesías, aunque no sé si me dará tiempo, al menos aquí en París. Tengo una hija, Sara, ya la conoces. Se casó poco antes de que comenzara la guerra y se marchó con su marido a Egipto, a Alejandría. También él es editor. En realidad tiene una librería y una editorial en el corazón de Londres, y una sucursal en Alejandría. Es medio judío, de padre británico y madre judía nacida en Alejandría, pero de ascendencia griega. Sara quiere que vaya a vivir con ellos y que siga editando libros.

—¿Lo hará? —preguntó Marvin, preocupado por la suerte que pudiera correr su viejo editor.

—No lo sé. Tengo amigos que me insisten en que debo irme ya. Incluso han preparado el viaje, pero aún me resisto. ¿Qué puedo hacer yo en Alejandría?

—Dicen que es una ciudad muy hermosa —afirmó Marvin.

—Sí, mi pequeña Sara asegura que allí la luz es única.

—Si se va… bueno, quizá podría acompañarle.

—¿Por qué? —preguntó Rosent, intrigado por la propuesta.

—Quizá necesito salir de Europa, alejarme de lo que está pasando aquí. La guerra se extiende como una mancha de aceite.

—Egipto está bajo el control británico, pero dicen que el rey Faruk es simpatizante de Hitler —susurró Rosent.

—Aun así, creo que iré. Nunca he viajado por Oriente.

—Marvin, el mundo está en guerra, y la guerra también se libra en Egipto.

—Puedo acompañarle. Si decide ir, lo haré.

Cuando terminó la visita a su editor, Marvin salió a cenar con sus padres; no podía negarse, y tampoco quería desairarles, sobre todo para no añadir más preocupación a su madre. Así que disfrutó de la cena en Maxim’s, a pesar de la repugnancia que sentía al ver desfilar a aquellos oficiales alemanes con algunas mujeres a las que exhibían como si fueran trofeos.

—Míralos… cuánta arrogancia —susurró su padre.

—Son los amos de París y su comportamiento no deja lugar a ninguna duda —respondió su madre.

—Pero esas chicas… —Su padre parecía molesto.

—Vamos, Paul, no seas puritano, hace falta mucho valor para enfrentarse al Ejército vencedor —contestó su mujer.

En cuanto llegaron al apartamento, Marvin se fue a su habitación ansioso por escribir. La conversación con monsieur Rosent le había devuelto el deseo de perderse en la magia de las palabras que se convertían en poesía.

Escribió durante toda la noche. Rompió muchas cuartillas, otras las guardó con cuidado en una carpeta, ansioso por regresar a la librería Rosent para recibir el visto bueno del viejo editor.

A pesar de los alemanes, París seguía siendo la ciudad más hermosa del mundo en aquel final del verano de 1941.

La presencia de sus padres no le incomodaba, pero sintió cierto alivio cuando se marcharon. Su madre se quejaba de la presencia ominosa de los nazis. En cuanto a su padre, cada día que pasaba estaba más seguro de que a Estados Unidos le resultaría imposible mantenerse neutral, sobre todo después de que el 22 de junio Alemania hubiera invadido la Unión Soviética.

Marvin se enfrascó en sus nuevos poemas. Escribía, rompía lo escrito, volvía a empezar y de cuando en cuando se sentía satisfecho de un verso que repetía en voz alta para convencerse del poder de su sonoridad.

Se llegó a olvidar de monsieur Rosent e incluso de que París era una ciudad ocupada. Pero la realidad se impuso la noche en que el editor se presentó sin avisar en su apartamento.

—Siento presentarme sin anunciarme, pero no podía esperar.

Marvin le invitó a pasar preocupado por la palidez y el nerviosismo del anciano.

—Siéntese, le traeré algo de beber…

—No tenemos mucho tiempo. Necesito que me hagas un gran favor. Quiero que me compres la librería, que te quedes con mi negocio de edición. No, no te lo pido porque necesite dinero, sino para salvar esas cuatro paredes que han estado al servicio de la poesía.

—Yo… bueno, no sé… no comprendo.

—Sabes que a los judíos nos están confiscando nuestros bienes. Yo ya he recibido una notificación. No soportaría que mis libros terminaran en manos de los nazis. Mi abogado, monsieur Dufort, ha preparado este documento que si lo firmas, lo registrará ante el notario; por él la tienda pasa a ser de tu propiedad, así como todos los libros y originales que se encuentran en ella. Tú eres norteamericano, a ti no te lo podrán quitar. La cantidad es simbólica, ni siquiera tienes que pagarme. Sólo te pido que conserves mi pequeño mundo por si algún día… Puede que algún día esta guerra termine y Sara y su marido regresen. Es mi única hija y ama la poesía tanto como yo… Tú eres un hombre honrado y sé que puedo depositar en tus manos todo lo que tengo. Sálvalo, Marvin, te lo ruego.

Ni siquiera leyó el documento. Lo firmó. Monsieur Rosent suspiró aliviado.

—Ahora sólo tienes que hacer valer que eres el propietario —le dijo mientras le tendía la mano.

—Pero ¿y usted?

—Unos amigos me van a esconder. Van a llevarme a Vichy y de allí a Niza, si es que aún es posible. Pero tú tienes que ir a la tienda y coger todos los manuscritos que están preparados para editar. Edítalos, y si no pudieras hacerlo, entonces llévaselos a Sara; ella y su marido lo harán. Son poemas que merecen ver la luz.

—Iré con usted a Niza… Allí podrá seguir editando —respondió Marvin abrumado por la situación.

—No soy la mejor compañía… un judío… No, salva los poemas, salva los libros, salva la tienda… Es todo lo que te pido. En este papel te he anotado la dirección de Sara. Yo ya no volveré a editar ningún libro. ¿Cuánto tiempo crees que los nazis tardarán en terminar de hacerse con el resto de Francia? La Zona Libre no es tal. Pétain es un títere en manos de Hitler por mucho que tantos franceses prefieran ignorarlo. En cuanto a esta ciudad, mi querida ciudad… ya ves, muchos parisinos parecen querer ignorar que han dejado de ser libres y ríen y beben como si los nazis sólo fueran parte del paisaje. ¡Qué decepción!

—Permítame ayudarle…

—Ya lo estás haciendo.

—Tengo que pagarle por la librería. Mañana iré al banco.

—He puesto una cantidad en el documento, pero no quiero que me des ni un solo franco. En realidad no te la vendo sino que te hago depositario de ella hasta que Sara pueda regresar.

—Pero…

—Sé que me estás haciendo un gran favor y que no tengo derecho a pedírtelo, pero confío en ti, eres mi última esperanza.

Monsieur Rosent le abrazó y después se marchó. Marvin tardó un buen rato en reaccionar. No sabía qué sentir, ni qué pensar ni qué hacer, sólo le quedó llorar.

Cuando dominó el llanto se puso a escribir una carta. Necesitaba compartir con alguien su angustia y lo que pudiera ser de su destino, así que escribió a Eulogio. El destino le había unido para siempre a su amigo español. Habían estado en el mismo Frente y ambos sabían de las cicatrices que cruzaban el alma del otro.