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Alejandría

Mediaban los años cincuenta del siglo XX y los Wilson vivían la mayor parte del año en Londres, pero sus viajes a París eran continuos. Para Sara, mantener la librería-editorial Rosent se había convertido en la misión de su vida.

Sara apenas viajaba a Alejandría porque le preocupaba la deriva de Egipto después de que un grupo de oficiales se hicieran con el poder. La monarquía del rey Faruk dio sus últimos estertores en julio de 1953 con la marcha del monarca al exilio. Al principio el nuevo jefe de Gobierno, el general Muhammad Naguib, parecía inclinado a entenderse con Occidente, pero en realidad el hombre fuerte de la situación era otro militar que sabía lo que quería y que no claudicó hasta llevar adelante sus planes. Benjamin Wilson desconfiaba de aquel hombre, llamado Gamal Abdel Nasser.

Los extranjeros empezaron a notar los cambios incluso en la cosmopolita Alejandría. Por las venas de Egipto en aquellos momentos corría el nacionalismo. De manera que Benjamin arregló sus asuntos y puso al frente de su negocio editorial al viejo y leal Athanasios Vryzas mientras él se trasladaba a Londres. Desde allí continuaría dirigiendo su negocio más rentable, que era el de buscar personas.

La Segunda Guerra Mundial había dejado un reguero de desaparecidos y los supervivientes querían saber si aún seguían en el mundo de los vivos.

Benjamin quiso que Zahra se trasladara a vivir a Londres, pero ella se negó. Su abuela Yasmin había muerto y nada le quedaba en Alejandría, pero agradecía a aquella ciudad que fuera su salvación cuando se creía perdida. Así que siguió viviendo en la hermosa casa de su abuela, despertando cada mañana con el saludo de las olas rompiendo en la playa. Aunque no abandonó Alejandría, en realidad cada vez pasaba más tiempo fuera de su ciudad.

Llevaba una foto de Ludger Wimmer en su cartera y no había un solo día que no mirara el rostro y la figura del hombre al que odiaba y a quien llevaba diez años buscando.

Esa misma mañana había recibido un telegrama de Benjamin Wilson citándola en Londres. Tuvo el presentimiento de que esta vez no era para encargarle ningún trabajo.

Terminó de maquillarse. Sentía la soledad de aquella casa en la que pacientemente su abuela la había ayudado a sanar las heridas del alma. La echaba de menos. En realidad, no se tenía más que a ella misma. Incluso el público empezaba a olvidarla porque cada vez se prodigaba menos en los cabarets. Ya no era capaz de ensimismarse al sentir la música que la invitaba a mover su cuerpo.

Aquella noche tenía previsto cenar con Farida y con Marvin. Habían regresado a Egipto porque Marvin estaba empeñado en ver el país que estaban construyendo los militares nacionalistas. Intuía que debajo de la espuma habría pérdidas y sufrimiento. Quería ver cómo el Egipto que había conocido se transformaba a sí mismo. Pero, sobre todo, porque sus poemas se nutrían del dolor propio y también del ajeno.

Por la ciudad corrían rumores que situaban a Nasser como el nuevo hombre fuerte del país. Se decía que los militares le preferían a él como jefe.

Farida la recibió con un abrazo cálido. La lluvia golpeaba los cristales empañándolos e impidiendo contemplar la Corniche.

Marvin parecía tranquilo y puso todo su empeño en cumplir como anfitrión.

Zahra no juzgaba a Farida, no se hubiera atrevido a hacerlo; sin embargo, no podía dejar de admitir que de aquella pareja Farida no sólo era la que más ponía, sino también la que más valía. Era una filósofa reputada cuando conoció a Marvin y se preguntaba qué la enamoró de él. Sin duda era un hombre atractivo, pero no más que otros, aunque lo que le diferenciaba de los demás era el tormento que reflejaban sus ojos. Aquella noche, en cambio, parecían brillar con serenidad.

Zahra felicitó a Marvin por su Cuaderno de Hiroshima y se interesó por su próximo trabajo. Él explicó que, además de aquel cuaderno, había publicado otro poemario que él consideraba «menor». Ahora no escribía, puntualizó, sino que se dejaba llenar los sentidos por cuanto sucedía a su alrededor.

—Está naciendo un nuevo Egipto. Y quiero ver lo que resulta de ese alumbramiento. Acaso un monstruo y su perdición o acaso la esperanza de un tiempo mejor —reflexionó Marvin—. Sea lo que sea, quiero vivirlo, sentirlo, escribirlo —añadió a continuación.

Pero Farida se mostraba preocupada ante lo que pudiera suceder.

—No estoy segura de que suponga un avance. El odio que Nasser siente por los extranjeros terminará teniendo consecuencias para el país.

—No podrá cerrar las puertas de Egipto —discrepó Marvin.

—Ya lo está haciendo —afirmó Zahra.

Hablaron del futuro. Zahra anunció que en un par de días viajaría a Londres. Ellos se quedarían un tiempo en Alejandría. Elogiaron a los Wilson, a quienes los tres querían por motivos diferentes.

—A Sara le debo cuanto soy. Ha sido ella quien con su empeño me ha abierto las puertas del sanedrín de la poesía —admitió Marvin.

—Y acertó haciendo de Fernando tu editor —le recordó Farida.

—Sí, a pesar de que no simpatizamos demasiado a causa de Catalina. Esa mujer se ha convertido en una pesadilla. En cuanto averigua dónde estoy, allí se presenta y organiza un escándalo sin ningún pudor. Lo siento por la niña, pero ella… ella me provoca náuseas.

Zahra no respondió, pero cruzó su mirada con la de Farida.

—¿Estarás mucho tiempo en Londres? —le preguntó su amiga.

—No lo sé…

—Benjamin está haciendo una buena labor, además de que el negocio es rentable. Encontrar a personas a quienes sus familiares creían perdidas es algo de agradecer. Tú misma pudiste dar con Eulogio. Ya sabes que Marvin recorrió Alemania buscándole sin éxito, pero tú lo lograste.

—Era difícil encontrarle. Había perdido su identidad, no hablaba, no sabía quién era. Le habían llevado de un lugar a otro. Tuve suerte.

—¿Suerte? No, no fue suerte. Eres la mejor en el negocio de encontrar gente.

—¿Sabes, Farida?, no sólo es necesario hacer las cosas bien, hace falta suerte.