2

La espera se convirtió en tres largos años. Mientras tanto, por mediación de madame Dufort, Catalina encontró trabajo en una academia de música. El dueño, monsieur Girardot, la contrató para que se ocupara de los alumnos más pequeños. El sueldo era magro porque, como le dijo, «querida, usted no posee ningún título».

No fue hasta el mes de junio de 1949 cuando tuvieron noticias de Eulogio.

Fernando nunca olvidaría que eran poco más de las ocho de la tarde y acababa de llegar a casa cuando encontró a Catalina haciendo la maleta. Al día siguiente viajaba a Boston. Marvin y Farida vivían allí. Al menos eso había leído en el Herald Tribune; allí informaban de que Marvin Brian iba a dar un curso de poesía en Harvard y que la universidad se había visto desbordada por los estudiantes que querían asistir. Catalina no había dudado en que aquélla era una oportunidad y Fernando no se había sentido con fuerzas para contrariarla.

Adela ayudaba a su madre a doblar la ropa que iban metiendo con cuidado en la maleta. La niña no dejaba de preguntar cómo era América y por qué su padre vivía allí.

Catalina le respondía con monosílabos mientras pensaba en qué sucedería si Marvin la volvía a esquivar y tenía que regresar a París. Acaso no la admitieran otra vez en la escuela de música. Pero sabía que, pasara lo que pasara, Fernando la ayudaría. Era él quien sufragaba el viaje a Boston, a pesar de que habían discutido porque no estaba de acuerdo en que se llevara a Adela. Razonaba que si las cosas iban mal, la niña sufriría. En unos meses Adela cumpliría ocho años y ya tenía juicio para entender lo que pasaba; además, viajar a Boston interrumpiría el curso escolar. Pero Catalina obviaba estos argumentos. Si el Herald Tribune decía que Marvin estaba en Boston, Adela y ella irían a Boston.

Ya estaba a punto de cerrar la maleta cuando el sonido del teléfono los sobresaltó. Fernando se apresuró a responder.

Mientras escuchaba a su interlocutor al otro lado de la línea telefónica su rostro fue reflejando primero alegría, luego preocupación y, por último, angustia. Cuando colgó el teléfono se sentó, en un intento de recomponerse por dentro.

—Pero ¡qué te pasa! ¿Quién era? ¿Qué es lo que te han dicho? —preguntó Catalina preocupada.

—Era Benjamin Wilson… Han encontrado a Eulogio.

—¡Qué alegría! —exclamó ella entusiasmada.

—No… no… Al parecer no está bien…

—¿Está enfermo? —preguntó temiendo la respuesta.

—Ha perdido la cabeza. Eso es lo que le han contado a Wilson, por eso han tardado tanto en dar con él.

Catalina se quedó quieta. No sabía qué pensar ni qué decir.

Adela también se quedó callada, consciente de que algo grave estaba sucediendo.

—No sabía que los Wilson estaban de nuevo en París, creía que seguían en Alejandría —dijo ella.

—Yo tampoco. Acaban de llegar. Wilson me ha citado mañana a las siete. No podré acompañarte al aeropuerto.

—Desde luego que no… En realidad no sé si debo marcharme… Quizá sea mejor que me quede y te acompañe a buscar a Eulogio.

—No… debes ir a Boston. Yo me ocuparé de este asunto.

—Es más importante Eulogio, Marvin puede esperar —respondió sincera.

—Te llamaré, te diré cuanto vaya sucediendo. Pero debes ir a Boston. No te perdonarás no hacerlo. Es una oportunidad.

—Sí, hemos gastado todos nuestros ahorros en los billetes y puede que no sirva de nada —admitió Catalina.

—Servirá. Me ha costado aceptarlo, pero entiendo que quieras que Marvin al menos reconozca a Adela.

A las seis y media de la mañana del 10 de junio de 1949, Fernando se despidió de Catalina y de Adela. La noche anterior había pedido a monsieur Dufort que tuviera la amabilidad de llevarlas al aeropuerto o al menos buscar un transporte de su confianza.

Cuando llegó a la rue des Rosiers ya eran las siete, y la portera se encontraba limpiando el portal. No se extrañó de verle, ya que en muchas ocasiones Fernando llegaba temprano a la librería antes de abrirla para los clientes. Le gustaba trabajar en el silencio de la trastienda, donde tenía la sala editorial. Pero aquel día no entró en la librería Rosent sino que se dirigió a la primera planta.

Sara le abrió la puerta. Ya estaba vestida y maquillada, y le invitó a pasar al salón. Benjamin estaba sentado leyendo el periódico y se levantó para estrecharle la mano.

Una doncella apareció con una bandeja donde había un servicio de café. Fernando estaba nervioso, ansiaba saber.

—Zahra ha encontrado a su amigo Eulogio. No ha resultado fácil. Estuvo prisionero, trabajando en la fábrica de su campo y allí… bueno, parece ser que se hizo amigo de un hombre que era… —Benjamin no encontró la palabra adecuada.

—Homosexual como él —dijo Sara con naturalidad.

—No eran los únicos. En aquella fábrica había otros hombres como ellos. Naturalmente, ocultaban su condición. Ser homosexual en Alemania era casi tan peligroso como ser judío. Ese hombre del que Eulogio se hizo amigo era francés, René Roche, ingeniero y comunista. Trabajaban en una fábrica cerca de Weimar. Las condiciones de trabajo en aquella fábrica eran poco menos que de semiesclavitud. Eulogio desconocía todo sobre René Roche, pero a éste no se le había escapado la condición homosexual de Eulogio, así que procuraba ayudarle cuanto podía. En una ocasión en la que Eulogio cayó desmayado por el agotamiento, Roche asumió su carga de trabajo. No sabemos bien lo que pasó… pero parece ser que en la fábrica alguien los señaló como homosexuales y eso los condenó a un castigo mayor: fueron conducidos a Buchenwald. Allí pasaron a trabajar para Gustloff, una fábrica de municiones. Fueron muchas las fábricas alemanas que se surtieron de la mano de obra de los prisioneros. Y las fábricas que dependieron de Buchenwald estaban entre las más importantes. Así que en aquel lugar, cerca de Weimar, de la casa de Goethe, las SS se constituyeron en dueños y señores de miles de seres humanos. Buchenwald no era un solo campo, de él dependían otros.

Benjamin se quedó en silencio mientras bebía un sorbo de su taza de café, dando tiempo a que Fernando fuera encajando cuanto le estaba diciendo.

—En Buchenwald, cuando consideraban que un trabajador les resultaba inservible se deshacían de él en las cámaras de gas, lo mismo que hacían con los judíos. Miles murieron en las cámaras de Bernburg y Sonnenstein. Su amigo Eulogio había enfermado de los pulmones, pero René Roche le aconsejó que lo ocultara cuanto pudiera porque de lo contrario terminaría desapareciendo. Pero lo peor no fue tener que trabajar enfermo, sin apenas comer ni poder descansar. Los médicos de Buchenwald se dedicaban a experimentar. Inoculaban virus a los prisioneros. A muchos les inocularon el tifus. Pero tampoco fue esto lo peor. No se olvide de este nombre: Carl Vaernet.

De pronto se abrió la puerta del salón y la doncella dio paso a una mujer. Fernando sintió una opresión en la boca del estómago. Se puso en pie y se dirigió hacia ella.

—Zahra… —acertó a decir.

Ella le miró sin que su rostro reflejara ninguna emoción especial. Sara la observaba expectante y Benjamin hizo un gesto cediéndole la palabra.

—No, Fernando, no te olvides de este nombre, Carl Vaernet, aunque en realidad su verdadero nombre es Carl Peder Jensen. Danés, hijo de un comerciante de caballos, estudió Medicina y se especializó en endocrinología; se hizo amigo de Knud Sand, un endocrino que defendía la castración de los homosexuales. Carl Vaernet se dedicó con ahínco a la experimentación para, según él, curar la homosexualidad. Era uno de los científicos favoritos de Hitler y como tal disfrutó de todos los privilegios. Durante un tiempo vivió en Praga, donde se hacía llevar prisioneros que eran homosexuales para sus experimentos. Luego se trasladó a Buchenwald. Le habían nombrado mayor de las SS y allí trabajó en sus experimentos bajo los auspicios del comandante del campo. No te olvides tampoco de este otro nombre: Karl Otto Koch. Un monstruo. Un demonio en forma de humano.

»En la enfermería de Buchenwald se hicieron experimentos que acabaron con la vida de cientos de prisioneros. Los médicos experimentaban y el comandante del campo, Koch, se beneficiaba de esos experimentos. Le apasionaban los objetos hechos con piel humana, su preferido era una lámpara. A su esposa, la terrible Ilse Köhler, le gustaba lucir un bolso, hecho con piel humana, regalo de su marido. Erich Wagner, tampoco te olvides de este nombre, era el médico especialista en arrancar la piel de los prisioneros. Ah, el comandante tenía debilidad por los tatuajes, así que solía revisar a los prisioneros y señalar a los que llevaban tatuajes que le gustaban. El doctor Wagner les inyectaba fenol y luego les rebanaba la piel para que el tatuaje acabara formando parte de la colección de Koch. Pero me estoy desviando de lo que a ti te importa…

Zahra buscó un cigarrillo y lo encendió. Para ese momento Fernando tenía ganas de vomitar y a duras penas soportaba seguir escuchando el relato. No podía concebir que cuanto contaba Zahra fuera verdad. Ningún ser humano podía ser capaz de tamañas monstruosidades. Sintió que estaba temblando y aceptó el cigarrillo que Sara le colocó entre los labios.

—Carl Vaernet experimentaba con los homosexuales que tenía a su disposición en Buchenwald sometiéndolos a auténticas torturas. A algunos los castraba, a otros los esterilizaba, a los más desgraciados les inyectaba hormonas en las ingles o les trasplantaba testículos de chimpancé. A muchos les implantaba una glándula cargada de testosterona. La mayoría de estos hombres sometidos a esas prácticas brutales no pudieron sobrevivir, y los que lo hicieron… Eulogio fue uno de los últimos con los que Carl Vaernet pudo experimentar… No perdió la vida, pero su mente no logró soportarlo.

Fernando apretó los puños. Sentía una oleada de repulsión e ira.

—¿Dónde está? —preguntó, y su voz denotaba incredulidad, dolor y rabia.

—En un hospital de París. Llegamos a última hora de la tarde de ayer. No fue fácil dar con él… Llevo meses detrás de su rastro… Pero es casi imposible encontrar a un hombre sin identidad, a un hombre que no sabe quién es…

—Así que has sido tú quien le ha encontrado… —murmuró Fernando.

—Sí, llevo meses viviendo en Alemania, yendo de un lado a otro, visitando campos, repasando los ficheros elaborados por los jefes de cada uno de ellos… hablando con los supervivientes…

Zahra se apartó un mechón del rostro como si necesitara colocar su mano sobre la mirada para borrar cuanto había visto. Fernando pudo apreciar que había cambiado; la vida le había dejado un reguero de pequeñas arrugas en su frente y la comisura de sus labios había adquirido un rictus de amargura. Y pensó que ella nunca se repondría de cuanto había visto en aquel peregrinar por la Alemania superviviente.

—Iremos a verle. Pero tienes que hacerte a la idea de que no te reconocerá, que apenas emite sonidos… Quién sabe dónde está su mente… —dijo Sara, apretando la mano de Fernando.

—¿Y Anatole? ¿Él sabe…?

—Le he llamado y le he explicado lo sucedido. Llegará esta tarde desde Lyon. Pero debemos ser realistas. No sería justo pedirle a Anatole Lombard que se haga cargo de Eulogio. Es un hombre joven y aunque tuvieron una relación, no sé si fue lo suficientemente importante como para decirle ahora que debe llevarse a Eulogio. —Benjamin se expresó con frialdad, la misma que a Fernando tanto le irritaba.

—Eulogio me tiene a mí… No se me ocurriría pedirle a nadie que se hiciera cargo de él. Pero… bueno, quizá le haga bien ver a Anatole… ha sido muy importante para él…

—Creo, Fernando, que lo más adecuado sería que su madre asumiera esa responsabilidad. Nadie mejor que ella para cuidarle. —Sara habló con voz tranquila, intentando que Fernando asimilara cuanto estaba escuchando.

—¿Piedad? ¿Y cómo va a hacerlo? —preguntó desconcertado.

—Queríamos consultártelo antes de hacer nada. Creemos que lo más sensato sería hacerla venir a París y que ella se lo llevara a España. Naturalmente, la ayudaríamos… No puede viajar sola con Eulogio tal y como está… Buscaríamos una enfermera, alguien que los acompañe en el tren hasta Madrid… —Sara miraba fijamente a Fernando.

—Piedad… ¡pobrecilla! ¡No se merece tanto sufrimiento! —dijo él hablando consigo mismo.

El coche de Benjamin los estaba esperando en la puerta. Esa mañana la librería Rosent no abriría sus puertas.

Cuando llegaron al hospital de la Pitié-Salpêtrière, los Wilson y Zahra se encaminaron con paso decidido hacia las escaleras. Parecían seguros de adónde iban.

Llegaron a una sala donde una enfermera les salió al paso. Benjamin no le dio opción: venían a visitar a un enfermo español, Eulogio Jiménez. Le habían ingresado la noche anterior y tenían permiso del doctor Courtois para visitarle en cualquier momento. Podía comprobarlo.

La enfermera consultó con otra compañera, una mujer mayor que parecía ser la encargada de aquella sala. Después los dejó pasar.

Eulogio estaba en la cama y Fernando protestó airado al ver que lo tenían atado. Unas cinchas de cuero le mantenían inmóvil.

—Pero ¡qué es eso! ¡Que le quiten eso inmediatamente! —No esperó a que nadie lo hiciera, sino que él mismo intentó liberar a su amigo.

—¡Estese quieto! —La enfermera hizo ademán de sujetarle.

—Mi amigo no es un animal… No consentiré que le traten así. Me lo llevo ahora mismo… ¡Dios mío, qué horror!

La enfermera no logró detener a Fernando, pero una de sus compañeras había ido en busca del doctor Courtois, quien nada más llegar se dirigió a él enfadado:

—¡Cómo se atreve! Ahora mismo se marchará usted de aquí y daré la orden de que no le dejen entrar.

Pero Benjamin Wilson puso la mano sobre el brazo del médico y le habló con voz firme:

—Disculpe, doctor, pero ha de comprender nuestra sorpresa al ver atado a nuestro amigo. Usted mismo, cuando le examinó ayer, aseguró que no constituía ningún peligro… Y la señorita Nadouri —y señaló a Zahra— viajó con él y una enfermera desde Alemania sin que les causara el menor problema. De manera que va a permitir que nos lo llevemos. Supongo que ya tendrá un diagnóstico y nos dirá qué debemos hacer.

Las palabras del librero no habían sido dichas para convencer al médico, sino para dejarle claro que harían lo que habían venido a hacer.

El doctor Courtois se midió con la mirada de Benjamin Wilson, luego pareció encogerse de hombros y ordenó a la enfermera que prepararan a Eulogio. Después les pidió que le acompañaran a su despacho, donde sin más preámbulo le tendió el informe médico a Benjamin. Éste leyó por encima y levantó la vista.

—Sí, lo que está leyendo es definitivo. Jamás recuperará la cordura. Su mente se ha refugiado en no sé qué profundidades para poder resistir. No sabemos si reconoce, tampoco si escucha… Por ahora es incapaz de articular palabra.

—¿Y en el futuro? —preguntó Fernando, sintiendo un dolor insoportable en el pecho.

—La realidad es que aún sabemos muy poco de la mente humana. Pero en mi opinión… bueno, es lo que dice el informe, no creo que monsieur Jiménez vuelva a ser el que conocieron. ¿Puede experimentar alguna mejoría? No me atrevo a predecir ese extremo. Quizá en un ambiente tranquilo, rodeado de personas que le quieren… Pero es una posibilidad remota —respondió el médico.

—Pero a mí me ha reconocido —aseguró Fernando.

Tanto los Wilson como el doctor Courtois le miraron con tanta incredulidad como benevolencia, pero no le respondieron.

—Sé que me ha reconocido —insistió Fernando.

Una hora más tarde, acompañados por una enfermera, de nombre Paulette Bisset, que empujaba la silla de ruedas, Eulogio salió del hospital. Fernando había colocado su mano sobre el hombro de Eulogio y caminaba acompasando su paso al de la silla de ruedas. Los Wilson y Zahra los seguían en silencio. No fue fácil introducirle en el coche y mucho menos acomodarse todos, de manera que Benjamin volvió a hacerse cargo de la situación ofreciendo coger un taxi junto a Sara.

—No hemos hablado de adónde vamos a llevarle…

—Le llevaré a mi apartamento. Catalina no está… Se ha marchado de viaje y estará unos días fuera.

—Si no recuerdo mal, tiene dos habitaciones… —preguntó más que afirmó Sara.

—Así es —admitió Fernando.

—Entonces la enfermera Bisset podrá instalarse con vosotros hasta que la madre de Eulogio llegue a París —intervino Zahra.

—Lo mejor es que hablemos de todo esto en el apartamento —terció Fernando.

Catalina había dejado la casa recogida y con un ramo de flores silvestres en un jarrón colocado sobre la mesa del salón y una nota para Fernando. Él se la guardó en el bolsillo para leerla cuando estuviera solo.

Eulogio se dejaba hacer. De sus labios no salía ni una palabra, pero se le veía tranquilo. Sus ojos parecían perdidos.

—¿Le acostamos o puede estar sentado? —le preguntó Fernando a la enfermera.

—Bueno, yo creo que puede estar levantado salvo que él haga ademán de querer acostarse. Quizá podríamos sentarle junto a aquella ventana.

Y así lo hicieron. Fernando le indicó a la enfermera que podía dormir en la habitación de Catalina. Trasladarían la cama de Adela a la suya y él dormiría con su amigo.

Sara y Benjamin no tardaron en llegar. Debían decidir qué hacer con Eulogio. Sara fue la primera en hablar:

—Lo más sensato es que su madre se haga cargo de él. Es lo que ella querrá; tú no puedes darle los cuidados que necesita. En cuanto a ese amigo suyo de Lyon, Anatole Lombard, no debemos pedirle que asuma la responsabilidad de ocuparse de Eulogio aunque se ofrezca a ello. Tiene que ser su madre quien tome la decisión que crea más conveniente.

—En cuanto llegue al despacho llamaré a Madrid para que contacten con su madre y le expliquen lo sucedido, ofreciéndole un billete de tren para venir a París —anunció Benjamin.

—No… no, no deben decirle cómo está Eulogio. Que le digan que está enfermo y la necesita, pero que no le den detalles. Imagínese la angustia hasta que pueda verle. Yo… Prefiero ser yo quien hable con ella antes de que le vea. Usted podría hacerle llegar con rapidez una carta. —Fernando sabía que para Piedad encontrar a su hijo en aquel estado sería un golpe difícil de encajar.

—Entonces, si estamos de acuerdo, haré las gestiones hoy mismo para traer a doña Piedad cuanto antes —resumió Benjamin Wilson.

—Y no te preocupes por la librería, quédate con Eulogio hasta que llegue su madre. Yo me haré cargo de todo. Será como regresar a los días de mi juventud —le dijo Sara, esbozando una sonrisa.

Zahra había permanecido en silencio. Escuchaba atenta sabiendo que no era ella a quien le correspondía siquiera opinar sobre el futuro de Eulogio. Pero cuando los Wilson se marcharon, se quedó en el apartamento.

—Te echaré una mano —le dijo, excusándose por su decisión.

—Gracias, pero creo que con la señorita Bisset me las arreglaré.

—Desde luego… —Zahra pareció dudar antes de seguir hablando.

Fue la enfermera la que los interrumpió recordándoles que había pasado la hora del almuerzo y el enfermo necesitaba comer. Zahra se ofreció a cocinar algo y Fernando no puso objeción. En la nevera había una olla con puré de verduras y algo de carne.

Al principio Eulogio se resistió a comer. Se negaba a abrir la boca, pero Fernando se sentó a su lado y con paciencia logró que poco a poco tomara unas cuantas cucharadas de puré. No fue mucho, pero al menos tendría algo en el estómago.

Eulogio tenía la mirada fija en la pared y movía la cabeza compulsivamente sin emitir sonido alguno. La enfermera le hablaba con suavidad y cuando escuchaba su voz parecía tranquilizarse.

Zahra ayudó a Fernando a preparar las habitaciones y aprovechó esos pocos minutos en que estuvieron a solas.

—Sé que no es el momento, pero ¿recuerdas que te dije que algún día te pediría que me ayudaras a acabar con Ludger Wimmer?

Fernando tuvo que rebuscar en la memoria aquel nombre… Ludger Wimmer. Y recordó que era el socio del padre de Zahra, el hombre que la acusó de asesinato y que hizo que la encerraran en un psiquiátrico, donde la violó.

Había borrado aquel recuerdo de su mente de tanta inquietud como le provocaba. Bastante tenía con vérselas con los fantasmas de Roque y Saturnino Pérez, los asesinos de su padre, para dar cobijo a otros desalmados.

Pero allí estaba Zahra, recordándole su compromiso de ayudarla a matar a aquel hombre.

Ella había buscado a Eulogio por toda Alemania hasta encontrarle y le había devuelto a su amigo, vivo de cuerpo pero muerto de mente. Ahora le tocaba a él hacer su parte.

—Sí, lo recuerdo —admitió Fernando.

—Durante el tiempo que he pasado en Alemania no he dado con él. Sólo he logrado saber que desapareció nada más terminar la guerra. Quizá incluso se marchó antes de que cayera Berlín. Era lo bastante listo para saber que había dejado demasiados testigos de su connivencia con los jerarcas nazis y que el «Amanecer Rosa» era un nido de depravación de las SA primero y de las SS después. Tenía demasiados amigos entre los asesinos. Le debían y debía favores. Cualquiera podía señalarle. Sin embargo, aunque se haya esfumado, le encontraré.

—Puede haber muerto —dijo Fernando.

—No. Está vivo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó molesto por una afirmación que no dejaba lugar a que fuera cuestionada.

—Sé que está vivo.

—¿Y dónde crees que se oculta?

—Tengo una pista… Cuando me marche de París la seguiré. También tengo que encontrar a otra persona. Un encargo de nuestro amigo Benjamin. Hay mucha gente desaparecida.

—Sí, supongo que el negocio de Wilson irá viento en popa —respondió Fernando con un deje de rencor.

—Benjamin no te cae bien… no le perdonas que te metiera en sus asuntos… Pero no debes juzgarle. Es una buena persona y lo que hace es ayudar a los demás.

—Y cobrar por esa ayuda.

—Sí, claro, pero no siempre. Hay personas que han acudido a él desesperadas y sin tener con qué pagarle y él no les ha cerrado la puerta; ha asumido los gastos y ha hecho cuanto ha podido.

—Si tú lo dices…

—Sí, yo lo digo. ¿Quién crees que ha pagado todos los gastos para que yo diera con Eulogio? ¿No te lo has preguntado? Pues ha sido él. Y lo ha hecho por ti, sin esperar nada a cambio. ¿Qué podía importarle a él Eulogio? Apenas le conocía. Pero Sara le transmitió tu preocupación, y ya ves… He estado un año buscando a tu amigo. No te engañaré, además he buscado a otras personas, pero cada vez que creía tener una pista sobre Eulogio, por disparatada que fuera y por mucho que costara, la seguí porque Benjamin me respaldaba. Sí, Fernando, buscamos gente, pero no es sólo un negocio, no lo has terminado de entender.

Fernando se sintió incómodo. No quería reprochar nada a Zahra, pero tampoco podía dejar de desconfiar en Benjamin. Aquel hombre le había manipulado utilizándole a su conveniencia, y eso no se lo perdonaba. Había vuelto a empuñar un arma y a disparar a causa de él. No, no podía olvidar el viaje a Praga, cuando se jugaron la vida por aquella chica… ¿Cómo se llamaba? Jana, sí, Jana Brossler. Se jugaron la vida por salvar la de ella.

—No quiero discutir contigo —repuso Fernando.

—¿Y por qué habrías de hacerlo? Claro que la verdad en ocasiones nos molesta. Y te diré que deberías estar agradecido a Benjamin.

Fernando se puso tenso y fijó su mirada en la de Zahra, que se la sostuvo desafiante.

—¿Y qué es lo que tengo que agradecerle? ¿Que se aprovechara de mí? ¿Que me mandara a una misión absurda en el desierto poniendo en peligro mi vida? ¿O que hiciera creer a vuestros amigos que yo era tu chevalier servant? ¿Le agradezco también que nos enviara a Praga a por aquella chica? Dime, ¿todo eso se lo tengo que agradecer…?

La mirada de Zahra estaba cargada de decepción y a él le dolió.

—Marvin Brian les contó a Sara y a Benjamin la historia de tu padre y les pidió que te contrataran. Bueno, en realidad se lo pidió Farida. A Sara le conmovió saber que eras hijo de un editor, de un hombre de letras fusilado por los franquistas, y no dudó en ayudarte, naturalmente, porque su marido también lo quiso. Los Wilson os tutelaron durante vuestra estancia en Alejandría, ¿o es que crees que allí sólo Catalina podía enseñar piano a las niñas de la buena sociedad?

»Los Wilson te convirtieron en lo que eres, en editor, en lo que tu padre habría querido que te convirtieras. Incluso cuando te plantaste ante Benjamin y le dijiste que nunca más contara contigo para buscar gente, él no prescindió de ti. Cuando quisiste dejar Alejandría y venir a París, te ayudaron a hacerlo recomendándote a los Dufort, que se convirtieron en tus caseros y te ayudaron a dar los primeros pasos. Los Wilson también pusieron en tus manos la librería Rosent, confiándote, además, la edición de su colección de poesía. Les debes mucho, Fernando. Todo lo que ahora eres.

No discutió con ella. En realidad, no le importaba lo que decía. Le dolía demasiado el estado de Eulogio para albergar cualquier otro sentimiento. Y aunque no podía evitar seguir estremeciéndose cuando la sentía cerca, habría preferido que fuera Catalina quien compartiera con él ese momento. Ella le habría comprendido.

Junio llegaba a su fin. El sol no había aparecido aquella mañana. El cielo de color plomizo presagiaba lluvia y la brisa producía escalofríos.

Fernando había llegado temprano a la estación y, nervioso, no había dejado de ir de un lado a otro del andén.

El tren entró lentamente mientras su locomotora exhalaba un humo grisáceo. Se quedó muy quieto aguardando a que se abrieran las puertas. Los viajeros, con gesto cansado y los ojos enrojecidos por el sueño, comenzaron a arrastrar sus maletas por el andén buscando ávidos a los amigos y familiares que pudieran estar esperándolos. Él permanecía atento, desviando la mirada de uno a otro pasajero, y empezó a inquietarse. De repente la vio. Estaba junto al tren, nerviosa e impaciente, buscando con la mirada hasta que el alivio se reflejó en sus ojos cuando sus miradas se encontraron. Caminó deprisa hacia ella.

—¡Piedad! —la llamó levantando la mano.

La abrazó con fuerza y ella se dejó mecer en el abrazo como si fuera un anticipo del que esperaba de su hijo.

—¿Cómo estás? ¿Qué tal el viaje? —le preguntó.

—Qué alegría verte, Fernando… ¿Y mi hijo? —quiso saber ella.

—Te llevo con él ahora mismo —respondió Fernando, esquivando la respuesta.

—No comprendo nada… Un hombre se presentó en casa y…

Pero Fernando no la dejó proseguir. Cogió su maleta con una mano y con la otra la agarró del brazo guiándola para salir de la estación.

—Vamos… vamos… Mira, tenemos que hablar. Sé que estarás muy cansada y deseando ver a Eulogio, pero antes tenemos que hablar.

Ella asintió sin poder evitar que aumentara la opresión que sentía en el corazón.

Salieron de la estación y se dirigieron a un café cercano. Fernando pidió dos cafés y cruasanes.

—Tendrás hambre.

—Estoy cansada, pero sobre todo angustiada. ¿Por qué no me llevas con Eulogio? ¿Qué es lo que le pasa?

—¿Qué te explicaron en Madrid? —quiso saber él.

—Ya te he dicho que un hombre se presentó en mi casa. Me dijo que venía de parte de amigos y que me ayudaría a obtener el pasaporte para venir a París a reunirme con mi hijo. Puedes imaginar que me quedé conmocionada. No sabía quién era ese hombre. Si no me hubiera dado tu carta creo que le habría echado. Pero tú me decías que me fiara de él y que siguiera sus instrucciones. Fue lo que hice. Me entregó un billete de tren y… Debe de ser una persona importante, porque apenas tardaron cinco días en darme el pasaporte. Tú me decías en la carta que Eulogio me necesitaba y que era imprescindible mi presencia en París.

»Se lo conté a tu madre y ella… bueno, ella quiso acompañarme. Insistió en hacerlo pensando que te encontraría aquí. También se lo conté a Asunción. Ella no podía plantearse venir puesto que tiene que cuidar de Ernesto, pero me dio una carta para Catalina. ¿Está aquí contigo?

—No, en realidad no… Pero eso no es ahora importante. Verás, quiero contarte cómo está tu hijo antes de que le veas.

No le ahorró detalles sobre el estado de Eulogio, aunque obvió relatarle la fuga y el viaje a Alejandría. Centró su relato en la estancia de Eulogio en Francia, en su pertenencia a la Resistencia, en cómo había sido enviado a Alemania y lo que había sufrido en los campos.

Piedad escuchaba en silencio sin poder contener las lágrimas. Sentía en su propia carne el dolor por el que había pasado su hijo.

—Gracias a unos amigos le hemos podido encontrar. En los campos, los médicos nazis experimentaban con algunos prisioneros. Podían hacer con ellos lo que quisieran. Su vida no valía nada.

—¿Experimentar? —Piedad se sobresaltó—. Pero me has dicho que lo llevaron a un campo de trabajo, a una fábrica de municiones…

—Sí… y allí… Bueno, había otros presos, hombres que…

—Qué…

—No sé cómo decírtelo… Eulogio… Eulogio…

—¡Por Dios, Fernando, dímelo ya!

—Eulogio se enamoró durante su estancia en Lyon. Fue un amor intenso, generoso, total. Él… bueno, él se sintió libre de dar rienda suelta a sus emociones, a sus gustos, a su verdad.

—¿Por qué no me dices claramente lo que ocurre?

—Se enamoró de un hombre. Lo siento —dijo Fernando, y bajó la cabeza avergonzado.

Piedad se pasó la mano por el rostro y suspiró antes de hablar.

—Así que por fin lo aceptó —dijo con un hilo de voz.

—¿Qué dices? —preguntó Fernando desconcertado.

—¿Crees que yo no sabía lo que le angustiaba a mi hijo? ¿De verdad piensas que a una madre se la puede engañar? Eulogio luchaba contra sí mismo y… nunca me perdonó que cuando era un adolescente yo le dijera que tenía que ser sincero respecto a lo que sentía, que no debía vivir avergonzado. Pero él… bueno, me negó lo que yo veía y a partir de aquel momento nunca más se sintió cómodo conmigo porque yo sabía… Era su secreto más íntimo y no quería compartir con nadie, tampoco conmigo, lo que le torturaba. Mi marido se negaba a aceptarlo, me decía que eran imaginaciones mías y se enfadaba cuando le insistía sobre el sufrimiento de nuestro hijo. Como sabes, Eulogio quería sobre todas las cosas a su padre y sabía que para él habría supuesto una decepción su homosexualidad. De manera que me fue imposible ayudarle. ¿Sabes por qué nunca se llevó bien con Catalina, por qué le tenía manía?

—Tenían caracteres diferentes —respondió por decir algo.

—No, no era una cuestión de carácter. Eulogio estaba enamorado de ti, y Catalina era su rival. Él sabía que tú no tenías sus mismas pulsiones y que si te enterabas seguramente romperías vuestra amistad. Pero aun sabiéndote imposible, no podía dejar de aborrecer a Catalina. Ya ves, tú te fugaste con ella y él se fugó contigo a pesar de ella.

Fernando sintió que el calor se apoderaba de su rostro. No podía encajar lo que acababa de oír. Sus sentimientos se mezclaron entre la piedad y el rechazo. De repente su amistad con Eulogio adquiría una dimensión desconocida. Piedad se dio cuenta de su incomodidad y temió que aquella revelación llevara a Fernando a rechazar su amistad con Eulogio.

—¿Quién es el hombre del que se enamoró? ¿Le quiso él también?

Fernando no era capaz de encontrar las palabras para responder a Piedad. Ella lo había sabido siempre y lo único que parecía preocuparle era el sufrimiento que eso le había ocasionado desde adolescente.

Pero no se lo reprochaba. No la juzgaba.

—Es francés… se llama Anatole Lombard y, como te he dicho, vive en Lyon, aunque cuando le llamé para decirle que Eulogio había aparecido no ha dudado en venir a verle. Ahora le conocerás. Es por eso por lo que quería prepararte…

—Dime cómo está Eulogio —le reclamó ella.

—En el campo de Buchenwald había un médico llamado Carl Vaernet que experimentaba para curar la homosexualidad. Los prisioneros homosexuales pasaban a depender de su voluntad. A unos les implantaba testículos de chimpancé, a otros hormonas, o los castraba y esterilizaba…

—¡Calla! —gritó ella, intentando despejar las lágrimas.

—Lo siento… yo… Eulogio fue víctima de sus experimentos. Sobrevivió, otros no lo hicieron… Su cuerpo está aquí, pero su mente está perdida… No habla, el médico dice que no reconoce, tiene la mirada ausente… y… llora, de vez en cuando llora en silencio. Aprieta los labios y los nudillos de la mano y llora entre convulsiones.

—Llévame con él, por favor —casi le suplicó.

Cuando llegaron al apartamento, la enfermera les abrió la puerta. Anatole estaba sentado junto a Eulogio con un libro entre las manos y leyendo en voz alta. Piedad se quedó quieta observando a su hijo inmóvil mientras ella reconocía en la voz de Anatole la «Canción de Otoño» de Verlaine.

El corazón me hieren

Con languidez

Monótona

Los infinitos suspiros

De los violines

Del otoño.

Cuando llega

Esa hora, febril

Me siento, y angustiado

Recuerdo

Mis días pasados

Y lloro.

Me arrastran

Malos vientos

De un lado

A otro empujándome

Como una hoja

Muerta.

Anatole Lombard levantó la mirada para encontrarse con la de Piedad. A Fernando le pareció que ambos hablaban a través del silencio.

—Piedad, éste es Anatole…

Él cerró el libro y se levantó tendiendo la mano a la mujer. Se la estrecharon con rapidez. Después se apartó para que se acercara a su hijo.

Ella abrazó el cuerpo inerte de Eulogio. Le acarició el cabello, le besó suavemente y susurró palabras que ni Fernando ni Anatole alcanzaban a escuchar. Eulogio se dejaba hacer sin que su rostro delatara emoción. Su mente habitaba en otros confines.

La enfermera se acercó presentándose.

Madame, soy Paulette Bisset, cuido de su hijo.

Piedad asintió sin dejar de acariciar el rostro de su hijo. Las lágrimas le corrían por el rostro sin que intentara retenerlas. De repente Eulogio fijó su mirada perdida en la de ella, pero no hizo ningún gesto, ningún movimiento que indicara que la había reconocido. La mirada seguía vacía.

Fernando salió del salón porque no se sentía capaz de aplacar el llanto. El dolor silencioso de Piedad le resultaba insoportable. Tardó unos segundos en recomponerse y regresar.

—Deberías descansar un rato, o al menos querrás asearte —dijo dirigiéndose a Piedad.

—Lo único que deseo es abrazar a mi hijo, pero tienes razón, llevo un día entero viajando y necesito asearme. Descansar no, ya habrá tiempo.

Cedió su lugar a Anatole y se dejó guiar por Fernando hasta la habitación que ahora ocupaba con Eulogio.

—Dormirás aquí con Eulogio, yo lo haré en el sofá del salón.

Ella no protestó. Lo que más ansiaba era estar cerca de su hijo. Fernando había colocado la maleta sobre la cama y ella la abrió para sacar algunas prendas.

No tardó más de media hora en regresar al salón. La enfermera estaba sentada junto a Eulogio mientras que Anatole y Fernando hablaban en voz baja.

—Pareces otra, pero deberías secarte mejor el pelo —dijo Fernando por decir algo.

El cabello de Piedad aún estaba mojado y ella esbozó una sonrisa. Poco le importaba no haberlo secado adecuadamente. Se sentía ligera después de la ducha.

—¿Podemos hablar? —le pidió Anatole.

Asintió y se sentó junto a Fernando. Cruzó las manos sobre el regazo y aguardó.

—Como ya le han explicado, soy un buen amigo de Eulogio. No le diré que mi sufrimiento es como el suyo, pero créame que siento profundamente verle en este estado. Yo… yo le he querido, le quiero, y siento no tener en mis manos el poder para hacer que vuelva a ser el que fue. Supongo que se lo llevará a España y, si usted me lo permite, me gustaría visitarle en alguna ocasión… Soy profesor, así que tendría que ser en período de vacaciones… Naturalmente, le escribiría previamente.

Piedad escuchaba con atención. Le hubiera gustado sentir simpatía por aquel hombre atractivo del que su hijo se había enamorado, pero en realidad le culpaba de la mala suerte de Eulogio. ¿Por qué se habían llevado a su hijo en vez de a él? Era un reproche irracional, lo sabía, pero no pudo evitarlo.

—Sí, escríbame… Supongo que no habrá inconveniente en que pueda visitarle —respondió sin comprometerse demasiado.

—He esperado a que usted llegara para conocerla. Hoy mismo regreso a Lyon. Llevo varios días en París. Cuando me llamaron para decirme que habían encontrado a Eulogio me vine inmediatamente, y aquí he estado junto a él, aunque ni siquiera sé si sabe que estoy aquí.

—Los médicos dicen que, como defensa frente al sufrimiento ilimitado al que fue sometido, su mente procuró separarse de su cuerpo hasta perderse quién sabe dónde —intentó explicar Fernando.

—Ya… ya me lo has dicho… —asintió Piedad.

—Quizá algún día vuelva entre nosotros —se atrevió a decir Anatole.

Ella clavó sus ojos en los suyos y su mirada era la de una loba a punto de atacar. ¿Cómo se atrevía aquel hombre a intentar consolarla con una esperanza vana?

—Los milagros existen —insistió Anatole.

—Tiene usted suerte de creer en ellos —respondió Piedad con desdén.

—Bien… Mi tren sale a primera ahora de la tarde y antes quisiera pasar a visitar a un amigo… me despido ya…

Anatole se había puesto en pie y Fernando se apresuró a hacer lo mismo. Piedad se levantó lentamente y, sin tenderle la mano, se limitó a decirle: «Espero que tenga un buen viaje, señor Lombard», luego se dio media vuelta para sentarse junto a su hijo. Cogió las manos de Eulogio entre las suyas y eso pareció reconfortarla. Anatole se acercó a Eulogio y le besó en la frente. Después se marchó sin decir una palabra más.

Piedad había insistido en conocer a Zahra. Quería ver el rostro de la mujer que le había devuelto a su hijo. Fernando le había hablado de ella sin darle demasiados detalles sobre quién era ni a qué se dedicaba. Pero a Piedad todo eso le sobraba. Sólo quería conocerla.

Zahra los visitó dos días después de la llegada de Piedad. Aquella tarde de junio la lluvia envolvía París.

Las dos mujeres simpatizaron de inmediato. Piedad abrazó espontáneamente a Zahra y ella se dejó fundir en aquel abrazo cargado de agradecimiento. Luego hablaron con sinceridad. Zahra le explicó detalles desconocidos de los crímenes cometidos por los nazis y de la vergüenza que le inspiraban los vencedores, que parecían ansiosos por enterrar cuanto antes lo sucedido. Zahra se lamentaba de que en Núremberg no se hubieran sentado todos los asesinos de aquel infierno dirigido por Hitler. «El juicio sirvió como catarsis, pero millones de culpables seguirán con sus vidas sin que la justicia siquiera los roce», aseguró Zahra con rabia. «El mismísimo torturador de Eulogio, Carl Vaernet, ha desaparecido», contó Zahra a Piedad, añadiendo que «en realidad le han permitido desaparecer». Y relató con la voz cargada de ira que «a Vaernet primero le llevaron a un campo en Dinamarca, pero logró escapar, o mejor dicho, le ayudaron a escapar». En un tono de voz más bajo y como hablando para sí misma, continuó diciendo: «Una de las mayores vergüenzas es que muchos de los experimentos de los científicos y médicos que trabajaron para Hitler han despertado el interés de… bueno, de los vencedores. Muchos de ellos están siendo protegidos y dotados de una nueva identidad. Quizá Vaernet sea uno de ellos».

Fernando escuchaba atónito las palabras de Zahra. Pensó que estaba ofuscada. ¿Cómo podrían quienes habían vencido a Hitler salvar a algunos de los monstruos que habían trabajado para él? No, pensó que no podía ser cierto y que seguramente Zahra especulaba demasiado porque en su alma anidaba el odio.

Zahra seguía hablando, explicando a Piedad lo difícil que había sido encontrar a Eulogio y cómo había dado con él en una institución para dementes.

Él asistía a la conversación entre las dos mujeres sin atreverse a interrumpir. Había una comunicación entre ellas de la que no podía participar.

Ya había caído la noche cuando Zahra se despidió de Piedad. Él insistió en acompañarla y ella aceptó.

Caminaron un buen rato sin apenas decir palabra. Ella se había agarrado a su brazo y ambos podían sentir el calor del cuerpo del otro.

—Es una mujer valiente —afirmó Zahra.

—¿Piedad? Sí, sí que lo es. Ha sufrido mucho.

—¿Cuándo se marchan?

—Pasado mañana. Paulette los acompañará hasta Madrid y se quedará unos días. En realidad Piedad no quiere que los acompañe la enfermera, pero yo le he insistido. Es mejor que no vaya sola en el tren, son muchas horas de viaje y quién sabe cómo podría reaccionar Eulogio.

—Ojalá reaccionara de alguna manera… Yo le traje desde Alemania, y he de decirte que no causó el menor problema. No está aquí, Fernando, él no está aquí. Es un cuerpo inerte que se deja hacer.

—Pero el médico dijo que con las enfermedades de la mente nunca se sabe. Yo no estaría tranquilo si Piedad no contara con algún apoyo durante el viaje.

—¿Y tu madre?

—Piedad me ha traído una carta. Está deseando verme. Me pregunta si puede venir a París…

—¿Vendrá?

—Aunque no hay nada que desee más en el mundo que ver a mi madre, prefiero que no venga.

—Tienes miedo.

—¿Miedo? ¡Qué cosas dices! ¡Cómo voy a tener miedo de mi madre!

—Tienes miedo de tener que explicarle la verdad de por qué te fuiste.

Zahra tenía razón y Fernando no se lo discutió. No, no se sentía capaz de mirarla a los ojos y confesarle que había matado a aquellos hombres. Los fantasmas de Roque y Saturnino Pérez no dejaban de visitarle. El paso del tiempo no había disipado su presencia, sino que padre e hijo desde el más allá se complacían en atormentarle.

Quería a su madre sobre todas las cosas y sabía que si la tenía enfrente no sería capaz de mentirle, pero también sabía el dolor y la decepción enormes que le provocaría saber que su hijo se había convertido en un asesino. ¿Cómo iba a vivir ella con esa carga? Su madre creía en Dios y si bien había dejado de creer en la justicia de los hombres, sí creía en la justicia divina, de manera que estaba convencida de que Roque y Saturnino serían castigados por el Altísimo. Pero saberle responsable de sus muertes… No, eso la destrozaría. Así que prefería no verla porque, si lo hiciera, no podría engañarla.

—No hay nada que tu madre no pueda comprender —insistió ella.

Fernando apretó los labios y no respondió.

Caminaron un buen rato aparentemente sin rumbo, pero de repente Zahra se detuvo delante de un pequeño hotel en Montparnasse. Ella no se soltó de su brazo y él la siguió. La habitación era amplia y cómoda. Sobre la cama la maleta estaba abierta, aunque con la ropa de ella doblada. Él la cerró y la colocó en el suelo.

—Yo también me voy —susurró Zahra.

—¿Cuándo?

—Mañana.

—¿Volverás?

—Te llamaré cuando encuentre a Ludger Wimmer.

Fernando se despertó sobresaltado. La luz empezaba a filtrarse a través de la ventana. Deslizó la mano por la cama y sintió el vacío. Se levantó de un salto notando la ausencia de Zahra. La maleta había desaparecido y también la ropa que vestía el día anterior y que había ido cayendo por el suelo de la habitación. Se enfadó consigo mismo por no haberse dado cuenta de que ella se había ido. ¿Cómo era posible? Se le hizo un nudo en el estómago mientras se vestía a toda prisa.

El recepcionista le informó de que la señorita se había ido hacía poco más de una hora y de que la habitación estaba pagada.

Cuando llegó al apartamento, Piedad estaba peinando a Eulogio. Él se dejaba hacer, sentado muy quieto, mientras la enfermera Bisset preparaba café.

Se sentaron a desayunar hablando de generalidades. Después Piedad le dijo que iba a hacer el equipaje puesto que se irían al día siguiente.

—¿Qué quieres que le diga a tu madre? —le preguntó.

—Que estoy bien y que no hay un solo minuto de mi vida en que no piense en ella.

—Me preguntará si vas a volver…

Él se quedó en silencio. Le costaba mentir a Piedad, pero no tenía otra opción.

—Me marcho a Estados Unidos, Catalina me espera. Si estoy en París es porque me avisaron de que Eulogio había aparecido —se disculpó él.

—Ya… así que este apartamento…

—Es de unos amigos.

—¿Ésa es la hija de Catalina? —dijo ella señalando un marco con una foto en la que se veía a Fernando y a Catalina con Adela.

Se quedó callado, ¿acaso Piedad sabía que Catalina había tenido una hija? Ella se dio cuenta de sus dudas y sonrió.

—Sí, sé que Catalina estaba embarazada y que por eso se marchó y tú con ella y mi hijo contigo.

—Eulogio te lo dijo…

—No hacía falta que me lo dijera… Él se marchó sin despedirse, lo mismo que hicisteis tú y Catalina. Pero yo había escuchado a Eulogio y a Marvin hablar sobre ella… y también a Eulogio y a ti que andabais con secretos… Luego, cuando Asunción nos dijo que mandaba a su hija a casa de unos familiares… Han pasado muchas cosas en estos años, Fernando. Las tres madres nos hemos unido. Isabel, Asunción y yo teníamos en común a tres hijos desaparecidos. No podíamos hablar con nadie que no fuera entre nosotras. Así que hemos pasado muchos días preguntándonos dónde estabais. Tu madre es muy discreta pero cuando Asunción recibió la primera foto de su nieta nos la enseñó orgullosa… Catalina debería regresar. A su madre tanto le da lo que puedan decir los demás. Hemos cambiado, Fernando, ya no somos las mujeres que conociste. El sufrimiento y la incertidumbre por vuestra huida nos han hecho fuertes. Te sorprenderías ahora escuchar cómo habla Asunción. Ya no es aquella señora un tanto mojigata, sino una mujer capaz de enfrentarse a quien diga una palabra de más sobre su hija.

—Catalina no volverá hasta que Marvin no se case con ella o al menos reconozca a Adela —le explicó Fernando.

—¡Ah, Marvin! Ese chico no es para Catalina. Ella es demasiado vital para él, además… —Piedad retuvo las palabras que iba a decir.

—Sea como sea, es el padre de Adela.

—¿Y todos estos años ha intentado que Marvin reconozca a la niña?

—Sí, pero él se niega incluso a hablar con ella.

—¿Y tú qué opinas?

—¿Yo? Bueno, yo he procurado hablar con Marvin, pero en cuanto le menciono a Catalina se descompone. De manera que no puedo hacer nada salvo protegerla.

—¿Sigues enamorado?

Guardó silencio. No tenía respuesta. En ocasiones pensaba que la única mujer a la que realmente podría querer era a Catalina, pero cuando veía a Zahra entonces todas sus certezas se tambaleaban.

—Nunca la dejaré. —Fue la respuesta más sincera de la que fue capaz.

—Ya… ¿Y Zahra? No quiero molestarte con mis opiniones, pero… es evidente que entre tú y ella… En fin, yo diría que no te es indiferente.

Fernando encendió un cigarrillo. La conversación con Piedad le ponía nervioso. Le hubiera gustado decirle que dejara de entrometerse con sus preguntas, pero no se atrevió. Piedad le conocía desde niño, su marido y su padre habían sido amigos, y ahora su madre y ella estaban especialmente unidas.

—Zahra es… es una persona importante para mí. Pero Catalina lo es mucho más.

—Sé que te incomoda esta conversación, pero me siento en la obligación de preguntarte, porque cuando regrese tu madre me preguntará, querrá saber cómo estás, qué ha sido de vuestras vidas.

—Dile la verdad, que estoy bien y que la echo de menos. Espero que todos estos años haya recibido las cartas que le he enviado…

—¡Ah, sí!, esas cartas que aparecen misteriosamente en los buzones. Sin membrete, sin sellos… como si bajaran del cielo. Y eso aumenta la incertidumbre de tu madre y también la de Asunción, que no deja de preguntarse dónde están Catalina y su nieta.

—Ahora que has estado en París puedes tranquilizarlas.

—¿No piensas volver?

—No…

—¿Sólo por Catalina?

—Verás, han pasado muchas cosas en estos años… No quiero regresar a España, no podría vivir asfixiado por el Régimen de Franco. Siempre seré el hijo de un rojo, de un fusilado. Allí no tengo porvenir.

—¿Y tu madre?

—Espero que nos podamos ver en algún momento, pero no en España —dijo aun sabiendo que mentía.

—París no está tan lejos…

—No vivimos en París, ya te he dicho que Catalina está en Estados Unidos y yo me reuniré con ella en cuanto Eulogio y tú regreséis a Madrid.

—Al menos me darás una carta para tu madre, ¿no?

—Ya la tengo escrita, pero sobre todo repítele que la quiero, que no hay un solo minuto que no la tenga presente.

Pero Piedad sabía que él mentía. Que en realidad aquel apartamento no era sólo un lugar prestado por un amigo. Las fotos, la ropa en los armarios, los papeles sobre el escritorio… No, aquellas paredes no eran un sitio de paso sino el lugar donde Catalina y Fernando compartían sus vidas.

Al día siguiente él los acompañó a la estación. Estaba nervioso y no dejó de dar instrucciones a la enfermera. Piedad no lo sabía, porque ni siquiera conocía su existencia, pero los Wilson habían hecho una vez más alarde de su generosidad. No sólo habían sufragado los gastos hasta encontrar a Eulogio, sino que ahora eran quienes pagaban los honorarios de la enfermera Bisset y también los billetes de tren en primera.

Piedad había insistido en que no era necesaria la presencia de la enfermera, pero Fernando la había convencido de lo contrario.

Paulette llevaba cogido a Eulogio del brazo. Él caminaba despacio, con la mirada ausente, dejándose llevar.

Los viajeros comenzaban a acomodarse en sus vagones y Fernando los ayudó a encontrar el suyo y a instalarse. La enfermera se quedó junto a Eulogio mientras Piedad bajaba al andén para despedirse de Fernando.

—¿Cómo te las vas a arreglar cuando lleguéis a Madrid? Me has dicho que trabajas en un taller, pero ya ves que Eulogio no puede estar solo.

—Coseré en casa, es la única solución. Sé lo suficiente de costura para ganarme la vida. Quizá en el taller me den trabajo para hacer en casa. No le dejaré ni un momento solo. He recuperado a mi hijo y mi vida no tiene más sentido que cuidar de él.

—¿Qué será de Eulogio más adelante? Tú… bueno, todos vamos cumpliendo años… y él… él no puede estar solo.

—Sé lo que te preocupa… qué será de Eulogio cuando yo me muera.

—No… no quería decir eso…

—Sí, sí lo querías decir. Eres un buen amigo de mi hijo y aunque no me has contado demasiado sé que habéis pasado mucho juntos. Te diré la verdad, Fernando, el día en que esté a punto de morirme me lo llevaré conmigo.

Piedad le miró con un cierto desafío, pero Fernando le sostuvo la mirada. No había más palabras que decir y él no la juzgaría por lo que acababa de confesarle.

Sonó el pitido del tren y la voz del revisor instando a que los viajeros subieran a sus vagones. Piedad subió y no se volvió a mirarle. Fernando se acercó a la ventanilla para despedirse de Eulogio. Su amigo había pegado la frente al cristal y Fernando quiso creer que acaso deseaba despedirse de él, pero su mirada seguía vacía.