11
Madrid
Hacía calor. Mucho. Casi tanto como en Sevilla. El hombre se sacó el pañuelo del bolsillo de la chaqueta y se lo pasó por el rostro para retirar el sudor. Llevaba tiempo viviendo en Madrid, pero no dejaba de pensar en su tierra. Sevilla era su casa porque allí era donde sus padres vivían. Pero la guerra había trastocado su vida como la del resto de los españoles, de manera que se había adaptado a la capital, donde tenía trabajo. Miró el reloj con gesto de fastidio. Llevaba desde por la mañana caminando de un lado a otro para que nadie se fijara en él. La calle de la Encarnación estaba vacía y silenciosa. Sólo las campanas del Monasterio de la Encarnación rompían la monotonía. Caminó hacia la plaza de la Encarnación y se sentó delante de la puerta principal del monasterio. Desde allí podía observar la casa de los Vilamar. Abrió el periódico ABC y comenzó a hojearlo con desgana. Le llamó la atención la foto de un cuadro de la Virgen bajo el que rezaba un titular: «La Santísima Virgen del Carmen, Patrona de la Gloriosa Marina Española». Siguió pasando páginas y se detuvo en una noticia que no es que le importara demasiado pero que le mantuvo con los ojos fijos mientras pasaban a su lado un matrimonio y sus dos hijos, que le miraron con curiosidad. «Ayer el Secretario General del Movimiento clausuró con un interesante discurso el Segundo Consejo Nacional de Ordenamiento Social. (…) El capitalismo —dijo el señor Arrese— no es un sistema basado en el respeto al capital sino la creencia de que lo único que produce es el capital.»
«Menudo idiota este Arrese», pensó el hombre, volviéndose a secar el sudor con el pañuelo. Siguió pasando páginas con desgana hasta llegar a la sección de Internacional: «Prosigue la fortísima lucha en Normandía. Batalla enérgica alrededor de Lessay y Saint-Lô. Nuevos bombardeos aéreos».
Se enfrascó en la lectura de la noticia sin prestar atención al cura que salía de la iglesia y que también le miró con curiosidad.
Siguió pasando páginas y se paró en una que le llamó aún más la atención: «Ya están preparadas para su circulación las nuevas monedas metálicas de 1 peseta». Luego se fijó en un anuncio de una película proyectada en uno de los cines de la Gran Vía: «Margarita Gautier. Por Greta Garbo y Robert Taylor».
Continuó repasando el periódico al mismo tiempo que intentaba mantenerse atento a cualquier movimiento en la calle. Al final se dio por vencido. Puesto que la señora Vilamar no había salido de casa en toda la mañana para ir a misa tal y como tenía por costumbre, se acercaría unos metros más allá hasta el edificio donde vivía doña Isabel, viuda de Garzo.
Se aproximó con lentitud al portal y sintió el alivio de la penumbra. Se dirigió a la escalera y subió con paso rápido. Llevaba varios días merodeando por aquella calle y sabía cuándo entraba y salía la portera. A las dos llegaba el marido y poco después ella cerraba el chiscón durante un par de horas para comer. Pero aquel día el chiscón permanecía cerrado porque era domingo.
Una vez en el primer piso, llamó al timbre y esperó impaciente. Estaba teniendo suerte porque no se había tropezado con ningún vecino.
La puerta la abrió una mujer que le miró perpleja.
—¿Doña Isabel? —preguntó él.
—Sí… soy yo, ¿qué desea?
—Entregarle esta carta. Nada más. Buenas tardes, señora.
Isabel se quedó tan desconcertada con la carta en la mano que tardó unos segundos en reaccionar. No supo si llamar al hombre para preguntarle quién le mandaba con la carta o simplemente cerrar la puerta, que fue lo que terminó haciendo.
Fue derecha al salón y allí, al mirar la letra en que habían escrito su nombre, rompió a llorar. Era la letra de su hijo, de su Fernando. Estaba segura. Abrió el sobre con nerviosismo y se encontró varias páginas escritas con letra redonda y clara.
Querida madre:
Perdóname por no haberte escrito antes. Si supieras por todo lo que he pasado… Pero no quiero preocuparte. Estoy bien. Pero una cosa es que el cuerpo esté sano y otra el dolor del corazón por tenerte tan lejos. No hay un solo día en el que no piense en ti y me pregunte cómo estarás, si cuentas con buena salud y sobre todo si me habrás perdonado por haberme marchado sin decir adiós.
Algún día, madre, nos volveremos a encontrar y cuando te cuente, entonces lo comprenderás.
No puedo decirte dónde estoy porque así no te pongo en ningún compromiso. Sólo que estoy lejos, muy lejos, demasiado lejos de España, y que no sabes cuánto deseo regresar. Pero habré de esperar a que termine la guerra en Europa y luego ver qué pasa en nuestro país. Hay quienes quieren creer que si ganan los Aliados las cosas cambiarán en España. Yo no me hago ilusiones, madre, pero ojalá acierten quienes así lo creen.
Trabajo, madre, tengo un buen trabajo y creo que padre se sentiría orgulloso de mí, puesto que me gano la vida honradamente.
Y tú, madre, ¿cómo estás? ¿Sigues trabajando para la familia de doña Hortensia y don Luis? Espero que hayas podido encontrar otro trabajo. No es que servir sea ningún desdoro, pero me duele el corazón al pensar que tengas que hacerlo.
Aquí donde estoy no llegan muchas noticias de España, de manera que desconozco si las cosas han mejorado.
Te pido que te cuides, que me perdones y que tengas confianza en mí. Te aseguro que tan pronto que pueda haré lo imposible para que volvamos a estar juntos.
Dile a Piedad que Eulogio está bien. Él no puede escribirle pero estoy seguro de que cuando pueda lo hará. Tampoco puedo darte más detalles, por más que sé que Piedad querrá saber qué es de su hijo. Sí te diré que al igual que a ti, a doña Asunción le llegará carta de Catalina. Ella está bien y su hija Adela es una niña preciosa y muy cariñosa. Desgraciadamente, madre, Marvin no quiere saber nada de Catalina ni de su hija. Se niega a verlas. Y yo, madre, no puedo dejarlas abandonadas a su suerte. No creas que no he insistido a Catalina para que regrese a España, pero ella se niega porque no quiere que sus padres tengan que avergonzarse al verla convertida en madre soltera. Ya sabemos cómo es España en todo lo que tiene que ver con la moral.
Madre, perdóname por haberte dejado sola.
Tu hijo que te quiere más que a nadie en el mundo,
FERNANDO
Isabel no pudo ni quiso contener las lágrimas. Fernando estaba bien, se acordaba de ella. Confiaba en él y no dudaba de que tenía una razón poderosa para no haber regresado.
Subiría a decirle a Piedad que Eulogio estaba bien. A su amiga le dolería profundamente no haber recibido también una carta, pero sabía que no se lamentaría. Piedad había demostrado una gran dignidad al afrontar las murmuraciones del barrio. Precisamente don Bernardo la había recriminado a ella, Isabel, que mantuviera amistad con la madre de Eulogio, a la que consideraba una pecadora irredenta. Piedad seguía sin ir a la iglesia y mucho menos estaba dispuesta a confesarse con don Bernardo. Incluso Isabel le había recomendado que acudiera a la parroquia aunque sólo fuera para aplacar las maledicencias de los demás. Pero Piedad se había negado.
La encontró remendando una falda.
—Pasa, pasa. Estoy cambiándole la cinturilla, se ha desgastado tanto que casi se ha vuelto transparente. Tengo un poco de malta, ¿quieres que te prepare una taza?
—No, gracias, no quiero molestarte. Yo también estoy haciendo cosas en casa. Hoy me he dedicado a limpiar las ventanas. ¿Qué tal te va en el taller? —preguntó Isabel.
—Imagínate… cosiendo catorce horas al día. Pero es mejor que otras cosas, de manera que no me voy a quejar. ¿Y a ti qué tal te va en la farmacia?
—Le doy gracias a Dios por el trabajo. Don Luis es una buena persona, tampoco me puedo quejar.
—No ha sido Dios quien te ha colocado en la farmacia, sino esa gente para la que trabajas.
Isabel se rio. Además de estar reñida con don Bernardo, Piedad lo estaba definitivamente con Dios. Pero no sería ella quien se lo iba a recriminar. Bastantes problemas tenía con mantener su fe intacta después del fusilamiento de su marido.
—Sí, doña Hortensia y don Luis se han portado muy bien conmigo. Fue ella quien insistió a su marido para que le echara una mano en la farmacia, y eso que para ella suponía dejar de tener ayuda en casa.
—Bueno, si algo sobra hoy en día son sirvientas para los nuevos amos. Tú eres una señora, Isabel, y supongo que a esa doña Hortensia le debía de incomodar tenerte en su casa planchando las camisas de su marido.
—No digas eso, Piedad, doña Hortensia es una buena persona. Intentaron ayudarme con el indulto de Lorenzo y ahora me han dado este trabajo. Sería una desagradecida si les criticara.
—Tú es que tienes madera de santa, Isabel… No sé cómo puedes decir que doña Hortensia y don Luis son buenas personas… Son dos franquistas redomados. Ellos también son culpables del fusilamiento de tu Lorenzo.
—No seas tan radical, mujer.
—No pueden ser buenos los que se alzaron contra la República y no mueven un dedo ante tanta injusticia como se está cometiendo. Siguen asesinando a los que no son de su bando, que no se te olvide, Isabel.
El tono de voz de Piedad se había agriado. No era la primera vez que discutían sobre lo mismo. A Piedad le irritaba que Isabel pudiera encontrar un ápice de bondad en gente que había secundado a Franco en la guerra y que por su causa ellas, como tantos otros, se habían convertido en parias en su propio país. Lo habían perdido todo. Sus maridos, sus hijos, sus ilusiones, su futuro. Piedad nunca les perdonaría ni sería capaz de encontrar nada bueno en la gente que había dado la espalda a la República.
Isabel comprendía el odio que había anidado en su amiga; era el mismo odio que ella sintió cuando fusilaron a su marido, y no dejaba de reprocharse que a pesar de ese odio pudiera sentir agradecimiento a doña Hortensia y a don Luis por haberla ayudado. Tenía que vivir en esa contradicción. Sabía que su hijo Fernando tampoco la comprendería.
—Don Luis me está enseñando mucho. Incluso algunos ratos me deja sola al frente de la farmacia. Pero en fin, Piedad, yo he venido a decirte algo…
Piedad se puso tensa y se pinchó en un dedo al pasar la aguja por la tela.
—Pues tú dirás.
—He recibido una carta de Fernando. Está bien… y me pide que te diga que Eulogio también lo está… Al parecer, no puede escribirte, pero en cuanto pueda lo hará. Me habla de la niña de Catalina, Adela dice que se llama, y asegura que están muy lejos, pero que añoran España.
—¿Nada más? —preguntó Piedad, intentando contener el temblor que sentía.
—Nada más. Es una carta escueta, sólo para tranquilizarme. ¡Ah!, y que Catalina también ha escrito a su madre. Pero no da una sola indicación de dónde se encuentran. Lo importante es que los tres están bien.
—Ya, pero ¿por qué no puede escribirme Eulogio?
—No lo sé, Piedad… no lo sé… Sus razones tendrá… Debemos confiar en ellos.
A Piedad se le empezó a nublar la mirada. Sólo se sentía derrotada cuando pensaba en Eulogio. El hijo por el que había sacrificado su dignidad para que pudiera sobrevivir. El hijo que precisamente por eso no la perdonaba.
—Nuestros hijos nos quieren aunque se hayan ido y no comprendamos por qué —afirmó Isabel para consolarla.
—Fernando te quiere, Isabel, de eso no me cabe ninguna duda. Y Eulogio me quería hasta que… bueno, hasta que supo lo de Antonio. Maldito el día en que acepté entregarme a ese hombre. Hubiera sido preferible habernos muerto de hambre. Tú no te vendiste a nadie y has salido adelante.
—Yo haría cualquier cosa por mi Fernando. Y si hubiera tenido que pagar con mi cuerpo la vida de mi Lorenzo, te aseguro que no habría dudado.
—No te creo, Isabel, no te creo. Tú eres creyente y eso te impide hacer determinadas cosas porque crees que si las haces irás al Infierno. En realidad yo ya he pagado con el Infierno, pero aquí, en la Tierra. Y ahora dime, ¿cómo te ha llegado la carta?
—La ha traído un hombre y ni siquiera he podido fijarme en él. Me la ha dado y se ha marchado sin decir nada. Y ya ves que el sobre no tiene matasellos.
—Entonces… a lo mejor no es de Fernando…
—Sí que lo es. Conozco la letra de mi hijo. No sé dónde está ni cómo me ha hecho llegar la carta, pero sí sé que es suya. Estoy segura.
Pasaron el resto de la tarde hablando, Isabel intentando consolar a Piedad y ésta intentando encontrar consuelo en las palabras de Isabel.
Doña Asunción andaba deprisa. Llegaba tarde a misa de siete. Don Bernardo se habría extrañado de que no hubiera ido al oficio de la mañana. Los domingos siempre iba a la de doce acompañada por su marido, pero desde que él había recaído en su enfermedad ya no tenía horario fijo.
Ernesto le había pedido que no dejara de ir asegurándole que podía quedarse un rato solo. Ella no estaba convencida, pero si el domingo no iba a misa cometía pecado mortal y eso le pesaba en el alma.
En la calle había poca gente. No era de extrañar. En verano, a las siete de la tarde los adoquines en Madrid quemaban, así que no eran muchas las personas que se animaban a acudir por la tarde a la misa de siete.
Caminaba ensimismada y seguramente por eso tropezó con aquel hombre que la hizo tambalear. Se le cayó el bolso y él se agachó para recogerlo. Se disculparon los dos por el tropiezo y luego cada uno siguió su camino.
No fue hasta la noche cuando doña Asunción se dio cuenta de que tenía un sobre en el bolso.
Después de misa había regresado a su casa. Ernesto estaba dormido, en su rostro se reflejaba el abatimiento que le provocaba la enfermedad. La hepatitis que le aquejaba le había vuelto a llevar al hospital, del que apenas hacía unos días que había salido. Miró la hora y se apresuró a preparar una inyección; se la puso tal y como el médico, su buen amigo Juan Segovia, le había indicado que hiciera. Había aprendido a poner inyecciones. ¡Qué remedio estando su marido enfermo!
Dudó en si debía despertarle para cenar. Prepararía una tortilla a la francesa y un poco de arroz cocido, no estaban los tiempos para tirar nada, así que si Ernesto no se despertaba le tocaría cenar por partida doble.
No dejaba de preguntarse de quién sería esa carta. Antes de abrirla se quedó un buen rato mirando el sobre. Se fijó en que iba dirigido a ella, «Doña Asunción de Vilamar», y se asustó. ¿Cómo había llegado aquel sobre a su bolso? Se acordó del tropiezo con el desconocido… ¿Acaso no había sido casual y él había aprovechado para deslizar la carta dentro? Se fue a la cocina para abrirlo y se sorprendió aún más al encontrar junto a dos páginas una foto de una niña sonriente.
Mi querida madre:
¡Cuánto te echo de menos! No hay un solo día en que no piense en ti y en papá. Le supongo aún enfadado conmigo y le comprendo, pero me gustaría que le dijeras que a pesar de nuestras diferencias le quiero y que sé que todo lo que ha hecho a lo largo de su vida es lo que él creía que era lo mejor para mí.
Te mando una foto de Adela. Mi hija, vuestra nieta. Ya tiene algo más de dos años y es muy lista y muy buena. Papá estaría muy satisfecho de ella porque Adela es muy obediente y tiene buen conformar, lo contrario que yo.
No puedo decirte dónde estoy, salvo que Adela y yo estamos bien. Sólo que estamos lejos, demasiado, pero que algún día espero que podamos volver. Yo con un marido y mi hija. Porque sin marido no volveré. Jamás afrentaría a papá con una nieta nacida fuera del matrimonio.
¡Ay, mamá! Las cosas no están saliendo como creía. Marvin parece huirme. Yo creo que es a causa de malas influencias, pero el caso es que no he logrado hablar con él y mucho menos que acceda a conocer a Adela. Puedes imaginar mi pena. Pero a pesar de esto no dejo de confiar en que el día en que conozca a la niña y me escuche las cosas se arreglarán. Marvin es un hombre de bien.
Fernando me acompaña y me cuida. Sin él no sé qué habría sido de mí. Le debo mucho, tanto que aunque viviera mil vidas no le podría pagar su cariño y su generosidad para con Adela y conmigo. La niña le quiere como si fuera su padre porque es muy pequeña y aún no sabe distinguir.
Yo trabajo. Sí, madre, trabajo. Dile a la tía Petra que sus clases de piano son las que me ayudan a ganarme la vida, ¡con todo lo que protesté! No sé si la tía Petra ya me habrá perdonado. Espero que la puedas convencer de que yo la quiero mucho y que me reprocho lo mal que lo habrá pasado por mi causa.
No sé cuándo podré volver a escribirte. Pero tienes que saber, madre, que no me olvido de vosotros y que sé que algún día volveremos a estar juntos. Pero ese día tiene que ser sin sombras, sin que papá tenga motivo de avergonzarse por mí.
Os quiero mucho,
CATALINA
Y también vuestra nieta ADELA
Doña Asunción leyó la carta de nuevo y, a continuación, una vez más. Sentía los latidos del corazón convirtiéndose en ahogo y luego en lágrimas. Miró la foto de Adela, su nieta, a la que quizá nunca conocería. Tenía que enseñársela a su marido, quizá así se ablandaría y le pediría que escribiera a Catalina para decirle que la perdonaba y, por tanto, que regresara a casa. Luego se dio cuenta de que aunque Ernesto perdonara a Catalina, no tendrían la manera de hacérselo saber. Miró el sobre para comprobar que no llevaba sellos ni matasellos y eso la desconcertó. Volvió a leer la carta, sobre todo se fijó detenidamente en la letra, y no tuvo dudas de que era de Catalina.
Ernesto Vilamar dormitaba cuando doña Asunción entró en la habitación para preguntarle si quería cenar. Se acercó a él sin hacer ruido, pero algo debió de hacer porque el enfermo abrió los ojos.
—¿Ya has vuelto?
—Hace rato, pero no te he querido molestar porque estabas dormido.
—¿Has comulgado?
—Sí, cómo no iba a hacerlo. Don Bernardo me ha preguntado por ti. Dice que mañana vendrá a verte, que a lo mejor quieres confesarte…
—Si no hablara tanto… pero en fin, que venga. Siempre es mejor tener un cura que te ponga las cosas en orden con Dios. Me confesaré. Espero que no se pase con la penitencia. No estoy para novenas.
—¡Por Dios, Ernesto!
—Vamos, Asunción, sabes que tengo razón. Claro que quiero confesarme por si acaso Dios decide llevarme un día de éstos. Sé que no me queda mucho y tú también lo sabes.
Doña Asunción se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano llevándosela a los labios.
—Estás exagerando, pero si te sientes mal llamo a Juan Segovia y de nuevo te llevamos al hospital. Pero no quiero oírte decir cosas malas. Vas a curarte, Ernesto, yo sé que te curarás.
—No quiero ir al hospital, Asunción, ¿a qué? ¿Crees que no sé por qué me han mandado a casa? Pues porque allí ya no me pueden hacer nada. Les conviene más que me muera aquí, y yo se lo agradezco. Prefiero morirme en mi casa, en mi cama y sin estar rodeado de extraños.
—¡Ernesto, no me gusta que digas estas cosas! Confía en Dios. Yo no dejo de rezar para que te cures.
—Y yo te lo agradezco, pero creo que el Señor ha decidido que ya no tengo nada que hacer aquí. Anda, tráeme un vaso de agua. Tengo la boca seca.
—¿Te apetece comer algo? Una tortilla y un poco de arroz cocido, o si no puedo traerte una taza de malta con galletas…
—No, no tengo ganas de comer nada. Sólo tráeme el agua.
—Ernesto…
—¿Qué?
—No te alteres, pero… mira, hemos recibido una carta de Catalina. Nos manda una foto de su hija, de nuestra nieta… Se llama Adela…
Ernesto Vilamar cerró los ojos apretándolos con toda la fuerza de la que era capaz. No quería oír el nombre de su hija. No quería pensar en ella y mucho menos saber nada de aquella nieta motivo de vergüenza.
—Ernesto, por favor… es nuestra hija y nos quiere, y nosotros la queremos… Yo sé que tú la quieres… —La voz de doña Asunción era una súplica.
—Tráeme el agua, por favor, y no me vuelvas a hablar de esa perdida. Dios me pedirá cuentas también por ella —respondió sin abrir los ojos.
Doña Asunción salió de la habitación, pero dejó la carta y la foto en la mesilla.
Él no abrió los ojos hasta que no la sintió salir. Al darse la vuelta vio el sobre en la mesilla. A punto estuvo de tirarlo al suelo, pero encima del sobre había una foto desde la que una niña sonreía. Sintió que le sonreía a él y ya no pudo contener las lágrimas.
Cuando doña Asunción regresó con el vaso de agua encontró a su marido con la cabeza medio oculta por las sábanas.
—¡Ernesto, Ernesto! ¿Qué tienes? Llamo al médico ahora mismo…
—¡Déjame, Asunción, déjame! No llames a nadie. Sólo déjame.
—Pero, Ernesto…
Él no respondió. Sabía que si intentaba hablar, en vez de palabras se le escaparían las lágrimas y nunca se habría perdonado llorar delante de su esposa.
Tuvo que pasar una semana para que Isabel se encontrara con Asunción al salir de misa en la iglesia de la Encarnación. Se saludaron con afecto.
—Me alegro de verte, ¿cómo está Ernesto?
—Tiene días… —respondió doña Asunción con gesto cansado—. Y a ti, ¿cómo te va en la farmacia?
—No me quejo, además don Luis cada día me da más responsabilidad, y yo se lo agradezco. Por cierto… sé que has recibido carta de Catalina, yo también de Fernando.
—Sí… a lo que parece continúan juntos. Mi hija me dice que tu Fernando cuida de ellas, lo que me tranquiliza. Sé que es un chico cabal que siempre ha querido a mi hija y siento que ella no haya sabido corresponderle de la misma manera. Nos habríamos ahorrado mucho sufrimiento.
—No lo creo, Asunción; Ernesto tampoco habría estado conforme con que Catalina fuera novia de mi hijo. Tu marido estaba empeñado en casarla con Antoñito.
—Tienes razón… pero Ernesto siempre os ha valorado y habría entrado en razón. A quien no perdonaré es a ese americano por haber seducido a mi hija. Y ahora… bueno, ya lo sabrás por tu hijo, no quiere saber nada de ella.
—Fernando me lo ha dicho en su carta. No sabes cómo lo siento. Me revuelve que las mujeres tengamos que pagar por lo que no pagan los hombres. Nadie juzgará a Marvin por tener un hijo soltero, pero sí a Catalina.
—Ernesto… Ernesto no quiere saber nada de ella. Temo que se muera sin perdonarla.
—Tu marido es muy tozudo, Asunción, pero Catalina es su hija y que no dé su brazo a torcer no significa que no la quiera.
—Pero está muy enfermo y… don Juan dice que me haga a la idea de que no le queda mucho.
—Tienes que tener fe…
—Fe… sí, claro… la tengo… Pero veo que a Ernesto apenas le quedan fuerzas. Yo le insisto al médico para que le llevemos al hospital, pero me asegura que ya no hay nada que hacer y que es mejor dejarle morir en casa. Si Catalina supiera lo enfermo que está su padre… ¿Sabes dónde escribir a Fernando?
—No, no me manda dirección alguna, me llevaron a casa la carta.
—¿Dónde crees que están?
—No lo sé, Asunción… Si lo supiera iría con mi hijo. Mi vida no tiene ningún sentido sin él.
—Tengo una nieta. Mira, te voy a enseñar la foto. —Doña Asunción abrió el bolso y sacó de un billetero la foto de Adela.
—Es preciosa y parece contenta…
—Guapa sí es, aunque no se parece a Catalina…
—Aún es pequeña para sacarle parecidos.
—Ya tiene dos años… ¡Cuánto daría por tenerlas conmigo!
Isabel iba a responder, pero guardó silencio al ver acercarse a «la Mari», la esposa de don Antonio. A la mujer la acompañaban sus dos hijas Paquita y Mariví.
—Vaya… vaya… hacía tiempo que no las veía… no se dejan ver mucho por el barrio —dijo «la Mari», mirándolas de arriba abajo.
—El trabajo se lleva todo mi tiempo —respondió con sequedad Isabel.
—Pues no trabaje tanto, que no va a heredar usted la farmacia de los Ramírez —respondió «la Mari», acompañando sus palabras con una risotada secundada por sus hijas.
Isabel se mordió el labio. No estaba en su naturaleza ser grosera con nadie, aunque con «la Mari» le costaba no serlo.
Doña Asunción seguía en silencio, incómoda ante la mujer del tendero. Y se sonrojó cuando «la Mari» se dirigió a ella:
—Qué suerte que mi hijo se casara con Mari Paz Nogués, ésa sí que es una señorita como Dios manda. Ha sido una bendición que su hija se fuera y no haya regresado, porque mi Antoñito no quería casarse con ella, la encontraba descarada, poco de fiar… pero claro mi marido se había empeñado. No sé cómo pudo dejarse engatusar por gente como ustedes. Bueno, supongo que creía que si casaba a nuestro hijo al menos cobraría algún día la deuda que tienen con nosotros. Menos mal que ya no les fía…
—¿Por qué es tan desagradable? —Isabel apenas contenía su indignación.
—¿Desagradable? Pero ¡cómo se atreve a llamarme desagradable! Usted tiene mucho que callar y dar gracias a Dios que se le haya perdonado haber estado casada con un rojo —exclamó «la Mari», poniendo los brazos en jarras y mirando desafiante a Isabel.
—Por favor, Isabel, déjalo… No merece la pena discutir.
Doña Asunción tiraba del brazo de su amiga, aterrada por el cariz que tomaba la conversación.
Pero Isabel no estaba dispuesta a consentir que aquella mujer mentara a su marido. Su mirada cargada de desprecio se clavó en los ojos bovinos de «la Mari».
—Mi esposo era un hombre de bien y un caballero, pero usted desconoce que un hombre tenga esas cualidades. En cuanto a lo de rojo… ¿sabe?, me siento orgullosa de cuanto hizo mi marido en su vida. Nunca tuvo que avergonzarse de nada, absolutamente de nada.
—¡Mírala, qué modales! ¡Se cree que es alguien! —intervino Mariví.
—Se lo voy a contar a mi marido para que tome nota y le diga a quien le tenga que decir que usted presume de que su marido era rojo —casi gritó «la Mari».
—Presumo de haber estado casada con un hombre de bien, cabal y honrado, que siempre estuvo contra la injusticia y que dio su vida por sus ideales. Sí, presumo de mi marido. Denúncieme si quiere, no me importa.
—¡Por Dios, dejemos esto! Isabel, vámonos —suplicó doña Asunción.
—Somos nosotras quienes nos vamos, no quiero que mis hijas se contaminen con gente como ustedes. ¡Menudas dos muertas de hambre!
«La Mari» y sus hijas les dieron la espalda dejándolas plantadas. Una mujer se acercó donde estaban, era una vecina del barrio que había sido testigo de la escena.
—No deberías discutir con ésa… es una mala persona, y como su marido está haciendo tanto dinero y conoce a gente importante… No, es mejor no tenerla como enemiga —dijo la mujer.
—Es una malvada —estalló Isabel.
La mujer se encogió de hombros. En el barrio nadie se atrevía a criticar en público a «la Mari». El que más o el que menos tenía una deuda en la tienda de ultramarinos y nadie quería que le cortaran el crédito.
—Está muy crecida por la boda de su hijo. Casar a Antoñito con Mari Paz Nogués les ha dado relumbrón. Aunque Fidel Nogués no tenga los medios de antaño, es un hombre importante. En fin, no pudiendo casar al hijo con tu Catalina, tampoco han salido perdiendo casándolo con Mari Paz. Por cierto, ¿cuándo va a volver Catalina? Va para dos años que se marchó y teniendo a su padre tan enfermo… —Las palabras de la mujer traslucían un deje de malicia.
—Pobre Mari Paz… es una buena chica. Lo siento por ella, casarse con Antoñito no es lo que yo entiendo por una buena boda —respondió Isabel desviando la conversación.
—Ya, ya… pero Antoñito está forrado, así que por más aires que se pueda dar Mari Paz o que se diera Catalina, el que tiene el dinero es don Antonio, y ya se sabe, poderoso caballero es Don Dinero…