13

Israel – Palestina

Una lluvia fina envolvía la ciudad. Había salido a pasear junto a la orilla del mar. Necesitaba pensar, y andar la ayudaba por más que no podía dominar la tos que le venía acompañando en los últimos días. Tenía fiebre, lo sabía aun sin ponerse el termómetro. Sentía un sudor pegajoso recorriéndole el cuerpo y le dolía la cabeza.

Había llegado el día anterior y temía que el viaje hubiera sido en vano.

Desde que leyó en el Herald Tribune que Marvin viajaría a Israel, Catalina no había dudado en seguirle hasta allí. Fernando apenas había intentado disuadirla.

Adela había ido a París a pasar la Navidad, pero en cuanto se enteró de que su madre estaba decidida a ir a Israel se marchó. Ni siquiera se quedó a cenar en Nochebuena. Tuvieron una discusión que Fernando no fue capaz de aplacar.

«¡Acéptalo: ese hombre te odia! ¡No te humilles más y no me humilles a mí pidiéndole que me reconozca!», había gritado Adela. Pero Catalina se plantó delante de ella diciéndole que si no lo hacía sería tanto como admitir que había desperdiciado su vida. Su hija la miró con rabia mientras le decía: «Pues admítelo. Es evidente que tu vida ha sido una inutilidad. Pero esto no es lo más grave, lo grave es que no tienes dignidad. Y yo no quiero formar parte de tu locura». Se puso en pie y se dirigió a la habitación.

Unos minutos después salía del apartamento con la maleta. Fernando intentó retenerla, pero ella se limitó a darle un beso mientras le decía: «Cuánto siento lo que mi madre te ha hecho».

Después de aquella noche no había vuelto a hablar con ella. No respondía ni a sus llamadas ni a las de Fernando, pero por más que eso le doliera, Catalina no estaba dispuesta a renunciar. Por eso estaba en Tel Aviv en aquellos días de finales de febrero de 1974.

Marvin y Farida permanecían en Israel mientras que Sara y Benjamin ya habían regresado a Londres, eso lo sabía por Fernando. En cuanto a Marvin, no sabía dónde dar con él, aunque esperaba que estuviera en Tel Aviv.

Había encontrado alojamiento en un pequeño hotel cerca de la playa. No era muy caro y la habitación era sencilla, pero estaba limpia. Cuando la dueña del hotel vio el pasaporte de Catalina le sonrió diciéndole: «Yo también soy española». En realidad, la buena mujer resultó ser una judía de origen sefardí que dijo llamarse Verónica Baraen.

No le resultó difícil entenderse con ella, por más que algunas de las palabras que utilizaba le resultaran extrañas.

Adela ocupó sus pensamientos y se dijo que la única manera de recuperar a su hija era demostrarle que había merecido la pena su esfuerzo por que su padre la reconociera.

El mundo había cambiado, le decía Adela, e intentaba que comprendiera que había dejado de ser trascendente no tener los apellidos paternos. Pero ella no lo creía y en cualquier caso no iba a tirar por la borda todo el sacrificio que había hecho dejando a sus padres y convirtiéndose en una paria, aunque tuvo que reconocer que no sólo había huido de España en busca de Marvin, sino también para no casarse con Antoñito. Sólo evocarle le producía náuseas.

Tuvo que pararse porque se ahogaba con la tos. Al dolor de cabeza se le habían unido unos pinchazos constantes en el pecho y decidió regresar al hotel.

Creyó que podría dormir en cuanto se metiera en la cama, pero el dolor torácico aumentaba y el analgésico que tomó apenas le hizo efecto.

A la mañana siguiente hizo un esfuerzo por levantarse. La señora Baraen estaba atendiendo a unos huéspedes y aguardó paciente a que terminara.

—Dígame, ¿cómo podría enterarme de si sigue aquí Marvin Brian, el Poeta del Dolor? —le preguntó Catalina.

Pero Verónica no sólo ignoraba si aquel escritor se encontraba en Israel, sino que ni siquiera había oído nunca hablar de él; aun así, le dijo que llamaría al Centro Sefardí por si alguien sabía algo del poeta.

Catalina aguardó pacientemente a que Verónica hiciera la llamada e intentó aventurar el resultado de la conversación por sus gestos.

—Pues al parecer tiene usted razón y ese poeta es muy importante. Le hicieron varias entrevistas cuando llegó hace más de un mes, aunque en el Centro Sefardí no saben dónde puede estar; pero por lo que dijo en esas entrevistas, estaba dispuesto a recorrer el país y hablar con la gente, también quería reunirse con palestinos…

Esa información no le desvelaba nada que no supiera. Marvin alimentaba su talento del dolor ajeno, de manera que para inspirarse rebuscaría entre las dos comunidades, la israelí y la palestina. La cuestión era dónde encontrarle. Sin embargo, Verónica aún no había terminado de darle cuenta de su conversación con la persona del Centro Sefardí con la que había hablado.

—El que ha cogido el teléfono es un buen amigo y me ha dicho que llame dentro de un rato, que preguntará a un periodista que conoce; tal vez él sepa dar razón de ese poeta. Pero dígame, ¿por qué le busca?

—En realidad no le busco… Es un viejo amigo y me dijeron que estaba aquí… Si fuera posible me gustaría verle… Se llevaría una sorpresa.

Salió a pasear para hacer tiempo. Aunque se encontraba mal y la fiebre le nublaba la visión, prefería estar en movimiento antes que sentarse a esperar a que el amigo de Verónica llamara.

Miraba el reloj cada poco lamentándose de que los minutos pasaran con demasiada lentitud.

Cuando regresó al hotel, Verónica la saludó con una enorme sonrisa.

—¡Venga, venga, tengo buenas noticias!

Marvin Brian llevaba un mes en Jerusalén. Se alojaba en el American Colony, lo que a juicio de Verónica evidenciaba que «debe de ser muy rico» porque además, añadió, «antes estuvo alojado en el King David», adonde llegó con unos amigos, pero cuando éstos se fueron, él se trasladó.

Catalina le dio las gracias y le preguntó cómo podía ir a Jerusalén y dónde se podría alojar si decidía quedarse unos días. Verónica le explicó que había un autobús que la podía llevar hasta Jerusalén y que allí podía alojarse en alguno de los albergues de órdenes religiosas cristianas, o quizá… «Bueno, tengo una amiga que igual podría alquilarle una habitación por unos días, a veces lo hace, aunque no por más de cinco o seis, no quiere huéspedes permanentes. Es viuda y tiene dos hijos, y de vez en cuando necesita un extra… Es difícil sacar a dos hijos adelante cuando una está sola».

Catalina pasó el resto del día en su habitación. Se sentía agotada. La tos parecía haberse cronificado y cada vez le dolía más el pecho al respirar. Verónica le había dado una pastilla asegurándole que le aliviaría «esa gripe tan molesta», e incluso le subió a la habitación un caldo que insistió debía tomarse.

Al día siguiente, a las ocho de la mañana, ya estaba en el autobús camino de Jerusalén. Ya fuera por el traqueteo del autobús o por la fiebre, llegó agotada.

Lea, la amiga de Verónica, resultó ser una mujer de no más de treinta años, madre de dos niños gemelos de diez.

La recibió sin demasiado entusiasmo, dejándole claro que en una semana debía irse.

—Mi casa no es un hotel ni una casa de huéspedes. De vez en cuando acepto alguna persona que me envía Verónica. El desayuno es a las siete en la cocina, pero las comidas las tendrá que hacer fuera. En cuanto a los horarios… tengo dos hijos, de modo que por la noche tendrá que llegar a una hora razonable. No le daré llave; por tanto, si llega más tarde de las nueve se encontrará la puerta cerrada hasta el día siguiente.

Aunque Lea se mostraba adusta y seca, Catalina no pudo dejar de simpatizar con ella. Sabía lo que suponía para una mujer sola enfrentarse a la vida para sacar a unos hijos adelante. En el caso de Lea, esa responsabilidad era doble.

La casa donde se alojaba estaba situada en la Ciudad Vieja, en dirección a la Puerta de Sion. Tenía tres habitaciones y un patio interior. El baño debía compartirlo con Lea y sus hijos. Pero todo estaba muy limpio y su habitación era amplia, de manera que se sintió a gusto.

Lea le explicó dónde se encontraba el American Colony.

—Es un lugar muy especial —dijo—. Fue el palacio de un pachá, luego lo compró una comunidad cristiana y transformó el edificio para dedicarlo a la beneficencia hasta que a principios de siglo, creo que fue en 1902, lo convirtieron en un hotel. Es muy lujoso y vienen muchas personalidades de todo el mundo. La persona que busca debe de ser importante, pero tenga cuidado, el hotel está en zona palestina… En fin… no se meta en líos.

Catalina asintió. Verónica le había explicado que el marido de Lea había sido herido en 1967 cuando los israelíes se hicieron con la ciudad. Heridas que le dejaron secuelas que no pudo superar y falleció dos años después.

A pesar de las explicaciones de Lea le costó llegar hasta el hotel. Había una buena caminata o eso le pareció. Le costaba caminar porque sentía que el aire no le entraba en los pulmones y la fiebre la hacía sudar.

Cuando llegó al hotel no pudo dejar de admirarlo. Los muros de piedra se abrían a un edificio elegante con jardines bien cuidados… Preguntó al recepcionista por Marvin, y éste respondió: «No, el señor Brian no se encuentra en el hotel en estos momentos… Ha salido a primera hora acompañado por la señora Brian… No, desconozco dónde han ido ni a qué hora regresarán… No, no me molesta que le espere, pero teniendo en cuenta que no puedo decirle a qué hora regresará… Quizá sería mejor que dejara una tarjeta y que él se ponga en contacto con usted».

Catalina decidió quedarse al menos un rato, pero dos horas después el dolor que le atravesaba el pecho era tan intenso que le impedía respirar. Además, la tarde estaba cayendo y temía andar a oscuras por el laberinto de calles.

Regresó a casa de Lea y cuando ésta la vio entrar se alarmó.

—¿Qué le sucede?

—Nada… sólo estoy un poco resfriada. Me duele la cabeza, pero mañana estaré bien.

Lea pareció ablandarse y le sugirió que se metiera en la cama, para después ofrecerse a llevarle un vaso de leche con miel.

A la mañana siguiente amaneció con fiebre alta y los sentidos embotados. Le costaba moverse, pensar, abrir los ojos. Después de mucho esfuerzo se puso en pie. El agua de la ducha la habría ayudado a despejarse si no fuera porque no estaba demasiado caliente y eso le provocó que tiritara aún más. Lea y los niños ya se habían marchado, pero encontró sobre la mesa de la cocina una jarra de leche, galletas y un tarro de miel; aun así, no se sintió capaz de beber ni un sorbo.

Caminó despacio en dirección al American Colony. Hacía frío, pero ella sentía que el sudor le corría por la espalda. Cuando llegó el recepcionista la miró con conmiseración.

—El señor Brian se ha ido a primera hora —le informó.

Catalina se llevó la mano a la frente.

—¿Se ha ido? Pero no es posible… Sé que va a estar un tiempo en Jerusalén —dijo con toda la convicción de que fue capaz.

—No he dicho que haya dejado el hotel, sino que ha salido y pasará el resto del día fuera —respondió el recepcionista.

Catalina dejó la recepción y buscó un lugar donde sentarse. Necesitaba tomar café para despejarse y obtener fuerzas y así poder regresar a casa de Lea.

El camarero se mostró más locuaz que el recepcionista y cuando le preguntó que si se alojaba en el hotel y ella respondió que sólo había ido a visitar a un amigo, «al señor Marvin Brian», el hombre sonrió complacido.

—¡Ah, el señor Brian! Él y la señora Brian son muy amables. Precisamente esta mañana durante el desayuno estuvimos hablando de Jericó. Mi madre es de allí, aunque yo nací en Jerusalén.

—¿Jericó?

—Sí, la ciudad más antigua del mundo. Más de diez mil años —afirmó el camarero orgulloso.

—Ya… qué interesante. ¿Y está muy lejos de Jerusalén?

—Precisamente eso me preguntó el señor Brian. Pensaban ir allí esta mañana. Y no, no está lejos, a menos de una hora de Jerusalén. El señor Brian parecía muy interesado en ver las antiguas ruinas de Jericó, pero yo le he dicho que hay otras cosas que merece la pena visitar. La señora Brian estaba empeñada en subir al Monasterio de la Tentación.

—¿El Monasterio de la Tentación?

—¿Es usted cristiana? —preguntó a su vez el camarero.

—Desde luego que sí, soy católica.

—Entonces sabrá que Jesús pasó cuarenta días en una cueva del desierto y allí el Diablo le tentó.

—Sí… —Catalina recordaba ese capítulo de la Historia Sagrada que estudió cuando era una niña.

—Yo también soy católico —afirmó el hombre sonriendo.

Ella no pudo evitar que en su rostro se reflejara el asombro.

—El señor Brian también se extrañó cuando se lo dije. No todos los palestinos somos musulmanes, aunque la mayoría lo sean; también entre nosotros hay cristianos como yo.

—Entonces el señor Brian hoy ha viajado a Jericó —insistió Catalina.

—Sí. Y estoy seguro de que subirá al Monasterio de la Tentación, también conocido como Monasterio de San Jorge. Es un monasterio ortodoxo, pero allí se encuentra la Cueva de la Tentación. ¡Ah! También les he recomendado que visiten las ruinas del Palacio de Verano que allí se mandó construir Herodes y el Palacio de Hisham construido por los omeyas… Si decide ir usted, también debería visitar estos lugares.

—¿Y cómo puedo llegar a Jericó?

—Pues en coche… Si usted quiere, mi cuñado podría llevarla. Es taxista y suele parar cerca de la entrada del hotel por si acaso hay algún turista.

En aquel momento apareció uno de los recepcionistas, que estaba enseñando el hotel a unos turistas curiosos. Al ver al camarero de charla con Catalina se dirigió a él en árabe reconviniéndole. El camarero se estaba excusando cuando Catalina los interrumpió y les habló en árabe:

—Por favor… ha sido culpa mía… Le he preguntado la manera de hacer algunas excursiones…

El recepcionista y el camarero la miraron con asombro. Lo que menos esperaban era que aquella mujer extraña hablara su idioma, después de haber usado el inglés con ellos.

—Desde luego, señora, no hay problema —aceptó el recepcionista.

—¿Cree que su cuñado podría llevarme ahora a Jericó? —preguntó Catalina en cuanto el recepcionista los dejó para continuar con los turistas.

—No creo que haya inconveniente. Deje que vaya a ver mientras se termina su café. Y… bueno, usted habla muy bien el árabe.

—He vivido mucho tiempo en Egipto —le explicó.

El líquido negro y espeso la había despejado. Aquel café parecía haber obrado un milagro en su ánimo, o acaso fuera la posibilidad de encontrar a Marvin.

El taxista cuñado del camarero no puso ninguna objeción a trasladar a aquella mujer de aspecto cansado y frágil hasta Jericó, y le aseguró que la esperaría hasta que ella terminara las visitas que estimara convenientes, incluso se ofreció a hacerle de guía. Pactaron el precio.

Llegar a Jericó fue toparse con la primavera y con varios controles israelíes. Los soldados los pararon en varias ocasiones. Se mostraron amables pero desconfiados, aunque parecieron aceptar la explicación de Catalina de que, como buena católica, ansiaba visitar el Monte de la Tentación.

La primera parada debía ser las ruinas de la antigua Jericó, le sugirió el taxista. La ayudó a encaramarse hasta el montículo explicándole orgulloso que aquella ciudad sólo había podido ser vencida por la intermediación de Dios.

—¿Usted también es cristiano? —quiso saber ella.

—Desde luego. Somos una antigua familia de cristianos. ¿Sabe cómo me llamo? Boulus. O sea, Pablo. Y como le digo, Jericó fue conquistada por Josué, quien siguiendo las indicaciones del mismo Dios, la rodeó y al octavo día hizo que sonaran las trompetas, lo que provocó que sus murallas cayeran destruidas —le contó orgulloso.

Que Catalina hablara árabe con cierta fluidez facilitaba la confianza entre ambos. Pero a pesar del entusiasmo del taxista ella no lograba sentir ninguna emoción ante aquellas ruinas.

Mientras las visitaban llegó un pequeño grupo de franceses que al igual que ella intentaban forzar la imaginación para ver allí la gran ciudad que hubo diez mil años atrás.

Catalina se atrevió a pensar que las trompetas de las huestes de Josué debieron de sonar como cañones para no haber dejado piedra sobre piedra.

Después de ver la antigua Jericó, Boulus quiso llevarla hasta las ruinas del Palacio de Herodes.

—Mandó construir aquí su palacio por el clima. Imagínese lo que suponía poder disfrutar de un clima primaveral. En Jerusalén hace mucho frío en invierno y un calor insoportable en verano, pero aquí… ya lo ve.

Pero Catalina no se sentía ni con ánimo ni con fuerzas de seguir viendo ruinas y sugirió subir al Monte de la Tentación.

—Podemos subir a caballo. Tengo un primo que nos llevará —le ofreció Boulus.

—¿No podemos subir en coche? —preguntó preocupada.

—No, señora, mi taxi no resistiría la subida, es un camino de piedras.

Ella aceptó por más que se sentía mareada; también se avino a ir hasta la casa de aquel primo de Boulus, donde su esposa la recibió con afabilidad. Viendo su estado febril, se empeñó en prepararle unas hierbas.

Catalina intentó resistirse. El olor del brebaje le producía náuseas, pero la mujer insistió en que debía tomárselo y se sentó junto a ella hasta que bebió la última gota.

Luego la acomodaron en una mula guiados por el primo de Boulus, que también era cristiano y dijo llamarse Boutrus.

—¿Sabe qué significa Boutrus? —preguntó ufano.

—No… —admitió ella.

—¡Pedro! Llevo el nombre de Pedro.

El camino hacia el monasterio le resultó un tormento y no por culpa de la mula, que dio muestras de ser tranquila, sino por lo accidentado del terreno. Boulus y Boutrus parecían acostumbrados a subir por aquellos riscos que llevaban al monte sagrado y hablaban sin parar poniéndose al día sobre la familia.

Catalina confiaba en encontrar allí a Marvin y a Farida. Su intuición le decía que Marvin buscaría inspiración para sus poemas en el Monte de la Tentación.

Para su sorpresa, poco a poco las hierbas que le había hecho beber la esposa de Boutrus le estaban aliviando el malestar. No es que se sintiera bien, pero al menos parecía que respiraba mejor y la cabeza le dolía con menos intensidad.

La vista del monasterio era impresionante. Boulus le explicó con orgullo que era del siglo V y que se encontraban a más de trescientos cincuenta metros por encima de Jericó. Muchos eremitas habían trepado hasta allí ocupando las cuevas del lugar. Por su parte, Boutrus le recomendaba que mirara hacia el horizonte, donde se alcanzaba a ver el río Jordán. Pero lo que realmente la impresionó fue la construcción que parecía surgir de las propias rocas.

—Hubo una primera construcción en el siglo IV, pero la destruyeron los persas en el siglo VI; más tarde, en el siglo XII, se volvió a restaurar, aunque terminó siendo abandonado —le contaba Boutrus mientras tiraba de las riendas de las dos mulas. Catalina no se encontraba en condiciones de subir andando los cientos de escalones que los separaban del Monasterio de San Jorge.

La puerta del monasterio estaba entreabierta y cuando Boulus la empujó un monje les salió al paso. Ella preguntó si por casualidad no se encontraba allí una pareja de norteamericanos.

—Esta mañana hemos tenido un grupo… pero ya se han marchado.

Catalina insistió, describiendo a Marvin y a Farida.

—Ella habla árabe, es egipcia —apuntó Catalina.

El pope se rascó la barba y sonrió.

—¡Ya sé! Sí, un hombre y una mujer muy amables… Ésos vinieron solos… no sé si se habrán marchado ya… estaban en la Cueva de la Tentación… Vayan allí… o puede que estén en las otras cuevas…

—Pero ¿cuántas hay? —preguntó ella agotada.

—Unas cuarenta… En una de ellas es donde Jesús se refugió durante cuarenta días y cuarenta noches venciendo las tentaciones del Diablo. Ahora hay una pequeña capilla. Le recomiendo que rece allí.

—¿Y las otras cuevas…? —insistió Catalina.

—Están diseminadas por el monte, sirvieron de refugio a monjes y eremitas.

De repente, se acordó del padre Lucas. Él había vivido como un eremita en las cuevas de Wadi Natrum.

La cueva donde Jesús fue tentado era pequeña y albergaba una capilla. Catalina se arrodilló y rezó durante un buen rato suplicando a Jesucristo que la ayudara en su empeño de que Marvin reconociera a Adela.

Rezó con devoción intentando superar las náuseas y el mareo que sentía. Luego, guiada por el pope y por los dos primos, visitó el resto del monasterio extasiada por la singularidad de aquel lugar.

El pope explicó que, además de Jesús, en aquel monte también había estado el profeta Elías.

Catalina le escuchaba con interés. No podía sustraerse a la espiritualidad que emanaba de aquel lugar sagrado, por más que sintiera no haber encontrado a Marvin. Había llegado demasiado tarde.

Mientras regresaban a Jericó tuvo que agarrarse con fuerza a las riendas porque la mula parecía nerviosa. Después, ya en el taxi, cerró los ojos agotada.

Caía la tarde cuando, de vuelta en Jerusalén, Boulus la dejó junto a la Puerta de Jaffa.

Encontró a Lea preparando la cena. Le preguntó cómo había pasado el día y Catalina le contó su excursión a Jericó.

—Vaya… con todo lo que hay que ver en Jerusalén y se ha ido hasta Jericó. —El comentario de Lea parecía un reproche.

—Quería rezar en el Monte de la Tentación —se excusó ella.

—Quizá debería empezar por rezar en el Santo Sepulcro, como hacen todos los cristianos que vienen aquí. Y si me apura, ir al Cenáculo, está a pocos metros de esta casa.

—¿El Cenáculo?

—El lugar donde se celebró la Última Cena. ¡Pero usted debería saberlo!

—Sí… claro… pero no sabía que ese lugar aún existía…

—Pues está a pocos metros de aquí. Le explicaré cómo llegar.

—Tiene razón… Mañana me levantaré pronto y será lo primero que haga.

A pesar de mostrarse adusta, Lea era fácil de conmover y no podía dejar de preocuparse por aquella mujer frágil y enfermiza, de modo que le ofreció que se sentara a cenar con ella y con sus hijos.

—No, de ninguna manera… No quiero molestar… Si no le importa, me daré una ducha y me acostaré.

—Tiene que comer algo. Esta usted congestionada por el resfriado, tiene muy mala cara… Al menos tome un poco de sopa, le sentará bien.

Aunque no tenía hambre, no quiso contrariar a Lea, visto que mostraba tan buena disposición. Cuando terminaron de cenar no tuvo fuerzas para meterse en la ducha y buscó el calor de la cama, donde se quedó dormida. Pero el sueño no fue tranquilo. Cuando despertó tuvo la impresión de haber regresado de una batalla.

Lea y los niños estaban a punto de marcharse cuando ella entró en la cocina.

—El café aún está caliente y le he dejado un poco de pan y miel.

Ella se lo agradeció. Apenas tomó unos sorbos de café y se dispuso a salir de nuevo en busca de Marvin, pero antes decidió cumplir con lo que le había dicho a Lea la noche anterior. Visitaría el Cenáculo y a continuación el Santo Sepulcro.

No le resultó difícil encontrarlo porque, tal como Lea le había indicado, estaba a pocos metros de donde vivía. Era un edificio de piedra de dos pisos. El lugar estaba casi vacío y le sorprendió. No parecía que aquélla hubiera sido la casa donde Jesús celebró su última cena con los apóstoles, al menos no se parecía en nada a los cuadros que había visto sobre la Última Cena. Se quedó pensativa intentando adecuar la iconografía que le era tan querida con aquel lugar. Unas voces la sacaron de su ensimismamiento. Un franciscano explicaba a un grupo de peregrinos la historia del lugar. Hablaban español. De inmediato se dio cuenta de que por el acento eran mexicanos. Se acercó con disimulo para poder escuchar las explicaciones del franciscano: «Y entonces Jesús les dijo a sus discípulos que vinieran a la ciudad, que encontrarían a un hombre con un cántaro de agua y que le siguieran, y que le dijeran al dueño de la casa que el Maestro quiere saber dónde puede cenar con sus discípulos… Y éste es el lugar. Fue una sinagoga, luego mezquita… pero en 1347 los franciscanos nos hicimos con el Cenáculo. Y no os lo he dicho, pero en el piso de abajo está la tumba del rey David…».

Catalina escuchaba fascinada e incrédula. Le parecía increíble que estuviera en aquellos lugares de los que hablaba la Biblia y los Evangelios. Se santiguó.

Cuando el grupo abandonó el lugar, ella los siguió sin disimulo. Les había oído decir que iban al Santo Sepulcro.

A la entrada varios hombres se encontraban arrodillados sobre lo que le pareció una enorme piedra. Enseguida supo lo que era aquella piedra porque el franciscano se lo explicaba en voz baja a su grupo de peregrinos mexicanos: «Ésta es la piedra de la Unción». Catalina bajó la cabeza y se quedó quieta escuchando atenta. Luego los siguió por unas escaleras hasta una capilla que el franciscano dijo era el Gólgota, el lugar donde había estado clavada la cruz. Se arrodillaron y rezaron durante unos minutos y ella hizo lo mismo. Se sentía sobrecogida por la espiritualidad que se respiraba en la basílica. Rezó durante un buen rato abstraída en las oraciones que repetía sin pensar cuando era niña y no se dio cuenta de que el grupo de mexicanos ya no estaba en la capilla del Gólgota. Volvió a bajar las escaleras y vio otra vez al mismo grupo aguardando delante de lo que parecía la entrada a otra capilla.

No había demasiada gente en la basílica. Una vez pasada la Navidad, y hasta la llegada de la Semana Santa, disminuía el flujo de peregrinos. Así que siguiendo a los mexicanos pudo entrar en el receptáculo donde estuvo el sepulcro de Jesús y arrodillarse durante unos minutos para suplicarle que no la abandonara.

Luego buscó un rincón donde seguir rezando. Hacía años que no se sentía tan en paz consigo misma y con Dios, tanto que se olvidó de la fiebre que la hacía estremecer.

Perdió la noción del tiempo y cuando se decidió a salir de la basílica ya era mediodía. No se sentía con fuerzas para ir andando hasta el American Colony, así que se convenció a sí misma de que, dada la hora, no encontraría a Marvin y que era mejor esperar a que cayera la tarde.

Decidió caminar por la ciudad y se perdió. Las calles estrechas y el olor a especias le embotaban la cabeza. Se sentía muy débil y pensó que era porque tenía el estómago vacío. Se paró delante de un puesto y compró un pastel relleno de nueces. No sintió miedo porque no le eran ajenas las voces que escuchaba. Eran los mismos sonidos, las mismas palabras que había escuchado años atrás en Alejandría.

Preguntó a un anciano cómo llegar desde allí hasta el American Colony. El hombre le indicó que siguiera la calle recta hasta dar con la Puerta de Damasco y luego le explicó qué calles debía tomar hasta el hotel.

Se sentía muy cansada y no era capaz de contener la tos. Así que caminó con paso lento hasta llegar al hotel.

El recepcionista la miró con gesto de hastío.

—No, el señor Brian no está, salió muy pronto esta mañana y no ha reservado mesa para la cena… Deje su tarjeta, señora, y se la daremos. Ya le hemos informado de que han preguntado por él. Desde luego, no la recibirá si no dice quién es.

Ella se limitó a sonreír y a decir que ya pasaría en otro momento, pero que no dejaría ninguna tarjeta porque quería dar una sorpresa al señor Brian. Su respuesta fue recibida con reticencia por el recepcionista.

El dolor en el pecho apenas le permitía respirar y la cabeza le dolía de tal manera que le molestaba cualquier sonido por leve que fuera.

En la entrada del hotel se encontró a Boulus, el taxista que la había llevado el día anterior a Jericó. El hombre fumaba un cigarro junto a otros taxistas y se acercó en cuanto la vio.

—Señora…, señora…, ¿quiere que la lleve? No parece estar usted muy bien.

Catalina intentó sonreír, pero ya no tenía fuerzas para mantenerse en pie. El taxista la agarró del brazo para impedir que cayera al suelo.

—La llevaré a donde me diga… Usted no está bien…

Cuando llegó a casa de Lea la encontró ayudando a sus hijos a terminar las tareas de la escuela.

—Ya hemos cenado, pero le he dejado un poco de sopa.

—Muchas gracias… Es usted muy amable…

—¿Está enferma? Ayer me lo pareció y ahora… En realidad no tiene buena cara, tampoco la tenía el día que llegó. Mire, si está enferma será mejor que llame al médico.

—No, no es necesario. Es el resfriado, que no termino de curar. ¡Ah! Hoy he estado en el Cenáculo y en el Santo Sepulcro.

Lea la miró con preocupación e insistió en llamar a un médico, pero Catalina se negó. Comió deprisa la sopa y se fue a la cama. Quería madrugar para llegar al hotel antes de que Marvin se hubiera marchado.

A la mañana siguiente apenas podía respirar. Se perdió. Estaba confusa y le costaba que sus sentidos le respondieran. Se le nublaba la vista y las piernas no la sostenían. Tuvo que pararse en varias ocasiones y apoyarse en los muros de las paredes para no caerse.

Cuando llegó al American Colony un joven botones le cortó el paso. Ella, balbuceando, preguntó por Marvin Brian, y el joven debió de apiadarse de ella porque le informó de que «el señor y la señora Brian han salido hace un buen rato. Pidieron un taxi para ir a la Ciudad Vieja». Catalina le dio las gracias y tuvo que agarrarse al joven porque se sentía tan mareada que apenas podía mantenerse en pie. Él le aconsejó que fuera a sentarse en el jardín y esperara a que le llevara un vaso de agua.

Apenas podía tragar el agua, pero lo hizo porque no quería resultar descortés con aquel joven. El botones se empeñó en pedir un taxi, «porque no está usted bien», y ella aceptó.

El taxi la dejó en la Puerta de Jaffa, que era el lugar que mejor reconocía, para desde allí internarse en la ciudad. Decidió caminar hasta el Muro de las Lamentaciones, pegándose a las paredes para no caerse.

Lea le había dicho que el Muro se construyó sobre las ruinas del Templo de Salomón. Y fue allí donde le vio. Marvin estaba delante del Muro junto a Farida y un hombre con el que conversaban animadamente.

No pudo por menos que admirar la figura elegante de Farida, envuelta en un abrigo de piel y con un sombrero que ocultaba su cabello.

Caminó hacia él y cuando estuvo a dos pasos colocó su mano sobre su hombro. Él se volvió y sus ojos revelaron primero estupor y luego sobresalto.

—Marvin…, ¡tienes que escucharme! ¡Por favor!

—¡Estás loca! ¡Cómo te atreves a seguirme hasta aquí! ¡Vete, déjame en paz! —gritó él.

—No, no me iré… Tienes que reconocer a Adela. No pido nada para mí. Pero ella es tu hija, tienes una obligación con ella. ¡Por favor!

Sintió que se tambaleaba, que una nube le impedía ver. Se agarró a él porque sintió que se le habían acabado las fuerzas, pero Marvin la empujó con ímpetu dejándola caer.

—¡Vámonos! ¡Está loca! —gritó, cogiendo del brazo a Farida ante el estupor del hombre que los acompañaba.

—Pero esa señora… parece enferma… —dijo el desconocido.

—¡Está loca! ¡Me persigue por todo el mundo! Vámonos, dese prisa —dijo Marvin nervioso.

Catalina había dejado de oír y de ver. Cuando volvió a abrir los ojos se asustó. No sabía dónde estaba. Aquella habitación de paredes blancas sin ningún adorno… y su brazo… su brazo inmóvil con una aguja clavada…

Gritó o como mínimo lo intentó, pero ningún sonido salía de su boca. Tampoco podía moverse. Al menos pudo escuchar unos murmullos. Cerró los ojos y volvió a encontrarse con la nada.

La siguiente ocasión en que volvió en sí alcanzó a mirar a una mujer que, vestida de blanco, parecía hablarle.

—¿Cómo se encuentra? Tranquilícese, llamaré al médico.

La enfermera salió de la habitación y regresó con un hombre que dijo ser el doctor Haddas, aunque Catalina no estaba segura de escuchar bien lo que le decían.

—Está muy enferma, tiene pulmonía. Debe decirnos cómo ponernos en contacto con su familia. Estarán asustados por no saber de usted. Lleva aquí una semana…

Le costó recordar el número de teléfono del apartamento de París, pero el doctor Haddas no parecía tener prisa y le decía que no se preocupara. Luego volvió al sueño que la alejaba del dolor.

Fernando escuchaba con atención al doctor Haddas. Hacía tan sólo unas horas que había aterrizado en Tel Aviv y no había perdido ni un minuto en buscar un taxi para que le llevara hasta Jerusalén. Cuando llegó al hospital, el médico le recibió de inmediato. Le dijo que lo único que sabía era que la policía la había recogido desmayada junto al Muro de las Lamentaciones, donde al parecer había atacado a un hombre y éste, al defenderse, la había empujado. Pero la causa de su estado no era la caída, sino la pulmonía. Estaba muy enferma, debía de llevar muchos días con fiebre e infección en los pulmones. Creía que ya se hallaba fuera de peligro, pero desde luego no se la podía mover. Estaba muy débil y, aunque controlada, aún no había superado la pulmonía.

Cuando le condujeron a la habitación donde se encontraba Catalina, Fernando pensó que el médico se había equivocado. Aquella mujer que yacía en la cama en nada se le parecía. Las canas se habían multiplicado y las arrugas cubrían su rostro, un rostro poseído por el dolor. El cuerpo encogido semejaba el de una niña o una anciana.

Se acercó a la cama y le cogió la mano. Ella abrió los ojos e intentó sonreír.

—Has venido… —murmuró.

—Estoy contigo, no te preocupes, no te pasará nada. No hables, no te canses, yo me ocuparé de todo.

—Marvin…

—¡Olvídate de él!

Fernando le pasó el dorso de la mano por el rostro para borrarle las lágrimas.

Durante un mes Fernando permaneció a su lado. Aunque el doctor Haddas aseguraba que lo peor había pasado, no le daba el alta.

Todo aquel tiempo intentó que Adela acudiera junto a su madre, pero ella se negó. Cuando Fernando la telefoneó para explicarle que Catalina estaba ingresada en un hospital en Jerusalén, Adela empezó a gritar.

—¡No me extraña! ¿Sabes que ha salido en los periódicos? Sí, hasta el New York Times ha publicado que el Poeta del Dolor fue asaltado por una mujer en Jerusalén, y que esa mujer le persigue a donde quiera que va. ¡Imagínate!

—Es tu madre y está muy enferma —le recriminó Fernando.

—Sí, claro que está enferma, pero lo grave no es la pulmonía que dices que tiene, sino su cabeza, eso es lo que de verdad está mal.

—¡No digas eso! ¡No te atrevas a juzgarla! ¡No entiendes nada!

—En eso tienes razón, no entiendo nada. Para mí sois un misterio. Jamás comprenderé por qué vivís juntos sin… bueno, sin tener una relación sentimental. No entiendo por qué la secundas en su locura. No entiendo por qué has renunciado a tener una vida. No entiendo cómo ha podido enloquecer empeñándose en perseguir a un hombre que la desprecia.

»No, Fernando, no voy a ir. No voy a participar en su delirio. Por eso me fui de París, y le advertí que si volvía a ir detrás de Marvin Brian me perdería para siempre. Y ella ha elegido.

—Adela, no tienes ni idea de lo que supuso para tu madre traerte al mundo. Tú no conoces España. Allí habrías sido muy desgraciada, os habrían señalado… Serías la hija de una mujer soltera y te aseguro que eso te habría marcado.

—No, no conozco España, no tengo nada que ver con vuestro país por más que allí parece que aún tengo una abuela, una tía y quién sabe qué otra familia. Mi madre quería regresar triunfante con un marido en un brazo y conmigo en el otro y ya ves, se ha quedado sin los dos. Yo ya he elegido, Fernando, me he construido mi propia identidad. Ahora soy norteamericana. Pensaba decíroslo la última vez que os vi… pero ya sabes lo que pasó.

—¿Norteamericana? Pero ¿por qué?

—Porque tengo que ser de alguna parte. ¿De dónde es alguien que ha nacido en medio del Atlántico, que ha crecido en Alejandría y se ha hecho mujer en París?

—Eso no importa ahora… Tienes que venir. Tu madre te necesita.

—No, no me necesita. No necesita a nadie, acaso sólo te necesite a ti.

Fernando recordaba aquella conversación mientras velaba el sueño de Catalina. Había pasado un mes desde que había hablado con Adela. Un mes en que apenas se había movido del lado de Catalina, sujetando su mano entre las suyas, limpiando el sudor de su frente, procurando que poco a poco tomara algún alimento. Un mes en que todo lo demás había dejado de tener importancia para él.

Cuando llamó a Sara para decirle que se iba a Jerusalén, ella ya estaba al tanto de que Catalina había ido en pos de Marvin aunque no sabía que se encontraba enferma.

Fernando no la engañó, le dijo que estaría con Catalina hasta que se recuperara y que eso no lo sabría hasta que no llegara a Jerusalén. Imaginó a Sara apretando los labios como hacía cuando algo la contrariaba, pero ella se limitó a decirle que se haría cargo de la librería y de la editorial hasta que regresara, y él se lo agradeció.

Como todas las noches, había dormido en un sillón junto a la cama de Catalina. Había perdido peso y las ojeras se habían petrificado en su cara, pues, como cada noche, sus muertos le visitaban: Roque, Saturnino y el tipo de la Gestapo acudían puntuales a la cita con él. Y Ludger Wimmer también le solía visitar.

A las siete en punto entró la enfermera.

—El doctor ha avisado que vendrá en media hora. Puede que hoy le dé el alta.

El médico llegó más tarde de lo previsto. Catalina estaba impaciente porque le permitieran marcharse. Ansiaba regresar a París. Sabía que en algún momento Fernando y ella tendrían que hablar de lo sucedido porque durante aquel mes él no le había hecho ninguna pregunta ni le había reprochado nada. Pero merecía una explicación. Una vez más, le había demostrado lo mucho que la quería.

Cuando el doctor Haddas les anunció que ya estaba lista para irse, ella no pudo contenerse y, en vez de darle la mano, le abrazó.

—Gracias, doctor. Tengo tantas ganas de salir de aquí… —le dijo.

A lo que él respondió que esperaba que volviera en alguna ocasión a visitarlos, pero no como paciente.