10

Santiago de Chile

Johan Silverstein los aguardaba en la terminal del aeropuerto de Santiago. Era un hombre joven, de cabello castaño y ojos claros, complexión fuerte, aunque no demasiado alto. Nada en él llamaba especialmente la atención salvo la bonhomía que se reflejaba en una sonrisa contenida.

—Tienen reservada una habitación en el hotel Carrera. Les gustará, es el mejor y además no está muy lejos del cabaret donde la señora tiene que actuar.

Silverstein tenía razón. El Carrera era un hotel moderno, inaugurado en los años cuarenta, de estilo art déco, donde las columnas de mármol y los sillones de cuero lograban crear una atmósfera cosmopolita.

Se sentaron en un rincón del bar para que Johan les pusiera al tanto de la situación.

—El dueño del cabaret se llama Jorge Prat; es un fascista. Entre sus amistades están los hombres más abyectos del país, todos aquellos que frenan la democracia, que creen que los obreros sólo tienen un derecho: trabajar. Prefiere un militar en el Gobierno antes que un político y pide mano dura contra los estudiantes y contra todo aquel que se atreva a cuestionar los abusos del poder. A finales de los años treinta parece que estuvo una temporada en Berlín y allí se casó con una alemana, Matilda Schmidt. Y por lo que he podido averiguar, hizo negocios con los dueños de un famoso cabaret berlinés, «Amanecer Rosa», uno de los cabarets preferidos por los oficiales de las SA y de las SS.

Zahra sintió un escalofrío, aunque ni Fernando ni Johan se dieron cuenta de su malestar.

—Cuando regresó de Berlín —continuó diciendo Johan— Prat abrió un cabaret cerca de la avenida de la Alameda, «La Nuit», donde se reúnen los hombres más influyentes de Santiago. Empresarios que financian a militares descontentos, políticos ávidos de enriquecerse a costa del país… y en los últimos años también lo frecuentan extranjeros, alemanes entre ellos. Sé que el señor Benjamin Wilson les ha explicado que mi padre y parte de mi familia murió en las cámaras de gas de Auschwitz. Y yo, como tantos otros, no me conformo con que unos cuantos de los jerarcas nazis fueran condenados en Núremberg mientras que miles de los responsables de todo lo que sucedió estén en libertad sin que nadie los moleste. Algunos han cambiado de identidad, otros han huido, muchos están tranquilos en sus casas, en sus pueblos, o en otros países, como el propio Wimmer, como si no hubieran hecho nada. Pero en lo que a mí se refiere, haré lo imposible por desenmascararlos y que sean llevados ante la justicia.

—Un empeño casi imposible —se lamentó Fernando.

Johan asintió al tiempo que les ofrecía un cigarrillo antes de encender el suyo.

—Hay otras personas que piensan como yo. ¿Han oído hablar de Fritz Bauer? ¿O de Simon Wiesenthal? ¿O de Jan Sehn o Tuviah Friedman? —les preguntó Johan.

—No —afirmó Fernando.

Y entonces Zahra tomó la palabra:

—Fritz Bauer, judío, un hombre de leyes, se salvó de ser una víctima del nazismo porque pasó aquellos años en Dinamarca y en Suecia. Pero está empeñado en que los responsables de los crímenes cometidos en Auschwitz y en otros lugares no queden impunes.

»Simon Wiesenthal sobrevivió en Mauthausen… Cuando el campo fue liberado se quedó a vivir en Linz, donde ha fundado un Centro Histórico de Documentación… Creo que su libro KZ. Mauthausen fue publicado en 1946, un año después de que terminara la guerra. Al siguiente publicó un segundo libro sobre el muftí Haj Amin Al-Husseini que no ha sido traducido del alemán. Ni siquiera Benjamin Wilson ha considerado su traducción al inglés. En cuanto a Tuviah Friedman… es el homólogo de Wiesenthal y, al igual que él, ha intentado llevar ante los tribunales a aquellos que colaboraron con el régimen nazi. Ahora vive en Israel, harto de comprobar cómo Austria quiere olvidar su pasado nazi. Todos sus archivos se guardan ahora en Jerusalén, en el Yad Vashem, un centro de memoria del Holocausto.

Fernando escuchaba sorprendido a Zahra preguntándose por qué no había compartido esa información con él. Pero él mismo se dio la respuesta: en realidad, Zahra era igual que aquellos hombres cuyo objetivo era desenmascarar a los criminales, sólo que ella se conformaba con que la justicia recayera sobre un solo hombre: el socio de su padre, Ludger Wimmer.

—Ha hecho los deberes —dijo Johan Silverstein, mirando a Zahra.

—En cuanto a Jan Sehn… a él le debemos conocer los más terribles detalles de cuanto sucedió en Auschwitz, sobre todo en lo que se refiere a los experimentos médicos que se realizaron con los presos —continuó explicando Zahra.

—¿A qué se dedica ese Jan Sehn? —quiso saber Fernando.

—Fue el juez instructor del caso de Rudolf Höss —apostilló Johan.

—Y Alto Comisionado para investigar los crímenes cometidos por los nazis en Polonia. También ha formado parte de la Comisión Militar Polaca de Investigación de Crímenes de Guerra —añadió Zahra.

—Creo que deberían descansar. Vendré a buscarlos más tarde —le interrumpió Johan, mirando su reloj.

Las habitaciones de Zahra y Fernando estaban comunicadas a través de un pequeño salón donde encima de una mesa baja había un ramo de flores con una tarjeta que ella leyó con indiferencia.

—¿Un admirador? —preguntó Fernando.

—Las ha enviado Jorge Prat, el propietario del cabaret.

—¿Sabes?, no estoy seguro de que sea buena idea que bailes en ese lugar. Puede que eso alerte a Ludger Wimmer. Él conoció a tu madre y te conoce a ti.

—Jorge Prat también debió de conocer a mi madre. Por eso me ha contratado, porque recuerda su éxito en el «Amanecer Rosa». Quiere ofrecer a sus clientes lo mismo que mi padre y Wimmer ofrecían a los suyos en Berlín. Pero no te preocupes, Prat ignora quién soy. Para él sólo soy una bailarina egipcia.

—Pero Ludger Wimmer te reconocerá. Además, tu nombre… tu apellido…

—Soy el cebo para que Wimmer se deje ver. Sentirá curiosidad por ver el espectáculo de una bailarina egipcia cuyo nombre no le dirá nada. Ahora soy Zahra Nadouri, pero cuando sucedió aquello… yo era una niña y entonces mi nombre era Mandisa Rahim, ya te conté que llevaba el apellido de mi madre. Wimmer no me relacionará con Mandisa.

—No estoy seguro de que no lo haga —insistió Fernando.

El timbre del teléfono los devolvió a la realidad. Se habían quedado dormidos y mientras Zahra descolgaba el auricular vio que a través de la ventana sólo habitaba la oscuridad.

Fernando se incorporó mientras la escuchaba responder con monosílabos.

—Jorge Prat vendrá a buscarnos en una hora para acompañarnos a cenar.

—Pero Johan dijo que vendría… Tenemos que avisarle.

—Llámale tú mientras yo me preparo —dijo ella, poniéndose en pie.

Jorge Prat era un hombre con el cabello cano, de estatura elevada, corpulento tendiendo a grueso y una sonrisa que a Zahra le inquietó.

—¡Mi querida señorita Nadouri! ¡Qué gran honor tenerla entre nosotros! Espero que haya podido descansar. —Prat sólo tenía ojos para Zahra, ignorando a Fernando.

Ella le tendió la mano con indiferencia y, mirando a Fernando, se agarró de su brazo.

—Señor Prat, le presento al señor Garzo. Es un buen amigo con el que estoy muy unida desde hace muchos años.

Prat y Fernando se midieron con gesto serio mientras se estrechaban las manos.

—Sí… ya me habían avisado de que viajaría usted acompañada por el caballero… En fin, espero que disfruten de su estancia en Santiago y que me disculpe por mi insistencia de verla esta noche, pero ansiaba conocerla. Sé que usted es una leyenda en Alejandría.

Zahra no se molestó en responderle. Fue Fernando quien lo hizo.

—Sin duda la señorita Nadouri es la bailarina más prestigiosa de Oriente Medio.

—Bien… si les parece, cenaremos en el hotel. Y si me permite, le hablaré de «La Nuit», donde desde hace semanas tengo todas las mesas reservadas para verla a usted.

Durante la cena, Zahra se comportó con indiferencia manifiesta ante todo lo que Jorge Prat contaba. Fue Fernando quien llevó el peso de la conversación dirigiendo preguntas al empresario, lo cual venía facilitado al compartir ambos el mismo idioma. Así le escucharon decir que años atrás había visitado en varias ocasiones Berlín y hecho negocios con algunos empresarios, y que precisamente en uno de sus viajes tuvo la ocasión de ver bailar a una bailarina egipcia.

—Heba, creo recordar que se llamaba… si Heba Rahim, ¿ha oído hablar de ella? —preguntó mirando fijamente a Zahra.

Ella se encogió de hombros con indiferencia mientras apuraba su copa de champán.

—Egipto tiene una larga tradición de bailarinas de Raqs Sharqi.

—Bueno, eso fue hace tiempo; cuando Heba bailaba en Berlín usted sería una niña. Fue una época hermosa… Berlín era la capital de Europa y… podría haber sido la capital del mundo… Fue una pena que Alemania perdiera la guerra, ¿no le parece?

Fernando a punto estuvo de responder, pero Zahra se anticipó:

—A mí tanto me da, señor Prat. Egipto tiene bastante con sus problemas para preocuparnos por los de los demás. No me interesa la política, es cosa de hombres, y los hombres nunca cuentan con las mujeres ni para hacer la guerra ni para la paz.

—Un pensamiento interesante —respondió Prat, observando con desdén a Zahra, a la que ya había catalogado como una mujer carente de interés; incluso temió que no fuera tan buena bailarina como le habían prometido—. ¿Y usted, señor Garzo? ¿Qué opina? —insistió el empresario en buscar la respuesta de Fernando.

—¿Respecto a qué?

—Pues al resultado de la guerra.

—Eso ya es historia, ¿qué más da? Lo importante es el futuro, ¿no le parece?

—Desde luego, desde luego…

Jorge Prat miró el reloj, aburrido por la conversación intrascendente de la pareja formada por la bailarina y el español. Observó de reojo a Zahra y no pudo dejar de compararla con aquella bailarina que años atrás encandilaba a los hombres en el «Amanecer Rosa» de Berlín. No sólo recordaba su nombre, también su sensualidad y belleza. Jan Dinter, el socio de Ludger Wimmer, propietario del «Amanecer Rosa», disfrutaba de ella, aunque de cuando en cuando la compartía con alguno de los jefes nazis.

Precisamente al comentarle a Wimmer que un representante de artistas le ofrecía un espectáculo de una bailarina experta en la danza del vientre, éste le aconsejó que no tuviera dudas porque el éxito estaba garantizado. Y él confiaba en el buen ojo de Wimmer para los negocios. En realidad admiraba a aquel hombre desde que le conoció en Berlín, donde había sido copropietario de uno de los cabarets más exclusivos de la capital alemana. Por ese motivo no dudó en ofrecerle una participación en «La Nuit» cuando poco antes de que terminara la guerra Wimmer llegó a Chile. Fue franco con él al decirle que no quería retar a la suerte. Había podido escapar de Berlín antes de que llegaran los rusos y, como hombre previsor, había tenido el buen tino de separar los negocios del corazón. Era un nazi convencido, pero su fe en Adolf Hitler no le empañó la razón, de manera que había ido sacando su dinero de Alemania para luego depositarlo en un banco suizo. Cuando se presentó en Santiago no lo hizo pidiéndole amparo, sino que llegó con capital suficiente para invertir. Pero ahora los intereses de Wimmer iban más allá de los cabarets, aunque parecía disfrutar de formar parte de «La Nuit», donde acudía en contadas ocasiones.

—Está usted muy pensativo. —La voz de Zahra sacó a Jorge Prat de su ensimismamiento.

—Perdone, qué descortesía la mía… Pensaba en que ustedes están cansados, puesto que han hecho un largo viaje, y que yo les he importunado con mi insistencia para acompañarlos a cenar.

—Desde luego que no. Le agradecemos su gentileza —dijo Zahra con gesto aburrido.

—Entonces, si les parece, nos vemos mañana. Como le he explicado, tengo prevista su actuación para las once de la noche. Enviaré un coche a buscarla a las nueve, ¿le parece bien? Tendrá una doncella a su disposición para lo que necesite.

—Muy amable por su parte, señor Prat, y tiene usted razón, estamos cansados —concluyó Zahra al tiempo que se ponía en pie.

No había pasado ni media hora desde que se habían despedido de Jorge Prat cuando el timbre de la habitación los sobresaltó. Fernando acudió a abrir.

—¿Cómo ha ido la cena? —preguntó Johan Silverstein en la puerta.

—Vaya… ya no le esperábamos —comentó Fernando.

—Aunque me dijo que no viniera precisamente porque cenarían con Jorge Prat, no he podido resistir el venir a verlos —admitió Johan.

Zahra apareció en el salón descalza y envuelta en una bata de seda.

—Tenía usted razón, es un tipo peligroso —le dijo a Johan.

—Sí… sus ademanes amables esconden a un alacrán. Hay que tener cuidado con él —respondió el periodista.

Fernando colocó en una bandeja tres vasos con whisky y le ofreció uno a Johan.

—¿Cree que Ludger Wimmer irá mañana a «La Nuit»?

—No se lo puedo asegurar, pero yo diría que lo hará. Como les he contado, se rumorea que Wimmer tiene una participación en el negocio. No se suele dejar ver por el cabaret porque en Santiago pasa por ser un hombre dedicado al comercio textil. Es socio de una fábrica de confección, además de tener un par de sastrerías de caballeros. Pero es discreto. No participa de la vida social de la ciudad aunque en alguna ocasión se le ha visto en «La Nuit».

—¿Y si no va? —Zahra estaba preocupada.

—Le buscaremos… Que viva con discreción no significa que esté oculto.

—Johan, no quiero mezclarle en lo que he venido a hacer —afirmó Zahra.

—No sé qué quiere decir…

—Mañana actuaré en «La Nuit», pero lo que necesito son detalles sobre la vida de Ludger Wimmer en Santiago. Su dirección, sus costumbres… sólo eso. En cuanto me dé esa información, aléjese de mí.

El joven periodista la miró intentando desbrozar qué había detrás de los ojos de aquella mujer. Su tono de voz no dejaba traslucir ninguna emoción y en cambio sus palabras y su actitud le resultaban inquietantes.

—Mi objetivo es llevar ante los tribunales al mayor número de nazis. Ludger Wimmer no aparece en ninguna lista de prófugos de la justicia. Llegó a Chile legalmente y las autoridades no tienen nada en contra de él. Sin embargo, usted le busca porque sabe que es un nazi peligroso. Bien, al menos podemos desenmascararle. Yo haré que aparezca su nombre y su foto en los periódicos, conseguir que su vida aquí deje de ser fácil. Puede que usted logre que algún tribunal alemán le reclame… ¿No le parece suficiente? —preguntó Johan, intentando escrutar el impasible rostro de Zahra.

—No —respondió ella con sinceridad.

—Entonces…

—Ayúdeme dándome la información que le he pedido y luego manténgase apartado de mí —insistió ella.

—Benjamin Wilson me pidió que la ayudara. Llevo tiempo colaborando con él y con otras personas que buscan criminales nazis, pero mi único empeño es llevarlos ante los tribunales. ¿Qué es lo que pretende usted?

—¿Qué haría si encontrara a quienes asesinaron a sus abuelos y a sus familiares en Auschwitz? —replicó Zahra.

—¿Hacer? Ya se lo he dicho, intentar que se haga justicia.

—Si se los encontrara de frente, ¿no querría hacer justicia usted mismo?

—¡No! ¡Desde luego que no! No hay justicia fuera de la ley —respondió Johan, alarmado por la deriva de la conversación.

—¿Qué ley? ¿Las leyes de la Alemania de Hitler? Allí también había leyes y tribunales —afirmó Zahra.

—Usted sabe a qué me refiero. Soy alemán y sin embargo me da náuseas sólo de pensar en lo que sucedió en mi país. Sé que no sólo fueron los nazis los responsables del genocidio, sino también la gente corriente, nuestros vecinos, algunos de nuestros amigos, personas que creíamos conocer pero que prefirieron mirar hacia otro lado; ellos también son responsables de lo sucedido. Por eso no volveré a Alemania, porque temo no ser capaz de ver más que rostros de asesinos, asesinos por acción o por omisión. Pero algo sí tengo claro: jamás, ¿me entiende?, jamás haría algo que me pudiera igualar a esa gente.

—Usted se instala en la superioridad moral —intervino Fernando, usando un tono cercano al reproche.

—Desde luego que no quiero ser como ellos, y aunque sé que la justicia no es siempre justa y que muchos de esos monstruos jamás serán llevados ante un tribunal, o si alguien los lleva las penas serán irrisorias teniendo en cuenta sus crímenes, también sé que la venganza me denigraría.

Se quedaron en silencio mientras encendían casi al unísono un cigarrillo.

—Es usted un buen hombre —murmuró Zahra.

—Recuerdo el día en que mi madre y yo dejamos Berlín. Mi padre nos dijo que en cuanto pudiera se reuniría con nosotros. No pudo hacerlo. Se lo llevaron a Auschwitz junto con mis abuelos, mis tíos y mis primos. De nuestra familia sólo hemos sobrevivido mi madre y yo. Y ¿sabe qué?, no hay un solo día en el que no recuerde las últimas palabras que oí de labios de mi padre en la estación cuando el tren estaba a punto de partir: «Johan, pase lo que pase, no permitas que nada ni nadie te convierta en alguien que no se puede mirar al espejo sin sentir vergüenza».

—Entonces ha decidido conformarse —sentenció Fernando, sintiendo un dolor agudo por las palabras que acababa de escuchar.

—¿Conformarme? No, desde luego que no, pero nunca he dejado de tener presente las palabras de mi padre. Y le confieso una cosa: no se imagina el alivio que siento al poder mirarme al espejo sin tener que avergonzarme.

Fernando recibió las palabras de Johan como si se trataran de una puñalada. El paso del tiempo no había atemperado las apariciones de Roque y Saturnino Pérez en sus sueños recordándole que les había quitado la vida, y aunque él les gritaba reprochándoles que le hubieran arrebatado a su padre, ellos le seguían señalando como un asesino. También se le aparecía el rostro de aquel hombre de la Gestapo… un rostro enmarcado entre sombras. Pero no eran solo las voces ni los rostros de esos tres hombres lo que le hacía sufrir, sino el rostro de su padre y sus palabras: «No matarás, Fernando, tú no matarás». Sabía que él no habría aprobado que su hijo se hubiera convertido en un asesino. Él había incumplido el mandato de su padre, en cambio aquel joven que tenía enfrente había seguido al pie de la letra las recomendaciones del suyo.

Zahra y Johan le observaban en silencio. Lo que afloraba en los ojos de Fernando era el comienzo del extravío.

—Cada uno resuelve la vida como puede —acertó a decir Johan—, yo no juzgo a nadie.

—A veces uno tiene que hacer justicia personalmente —susurró Zahra.

Johan volvió a mirarla con preocupación. Empezaba a vislumbrar las intenciones de aquella mujer.

—Usted ya ha hecho todo lo que podía hacer y se lo agradezco —añadió Zahra.

—Mañana iré a «La Nuit». Le ayudaré en todo aquello que crea que se debe hacer —insistió el periodista.

—Averigüe dónde vive Ludger Wimmer. Necesito esa información. —Fue la respuesta de Zahra.

Era sábado y en las calles de Santiago se respiraba el preludio del domingo.

Zahra se estaba vistiendo con la ayuda de una joven que no dejaba de hablar. En realidad no la escuchaba.

Jorge Prat había insistido a Fernando para que se sentara a la mesa que tenía reservada para su uso personal y el de sus clientes especiales. Apenas había probado un sorbo del whisky que le habían servido y prestaba poca atención a la pareja que Prat le había presentado y con la que compartía mesa.

La mujer, teñida de rubio y vestida con un traje rojo, parecía aburrida, mientras que su acompañante, un hombre entrado en años, de cabello blanco y mirada afilada, hablaba con Jorge Prat sobre la necesidad de dar un giro al Gobierno.

Unas cuantas mesas más allá, Johan Silverstein parecía entretenido hablando con un par de jóvenes como él. Fernando se preguntó quiénes serían.

Un hombre con paso decidido se acercó a la mesa. Jorge Prat se levantó y le abrazó con afecto.

—¡Mi querido amigo, cuánto me alegra de que nos acompañes esta noche! Espero que la bailarina esté a la altura de las expectativas que tenemos respecto a ella. No se podrá comparar con aquella hermosura de tu cabaret de Berlín, pero estoy seguro de que no nos defraudará. ¿Verdad que no lo hará? —dijo Jorge Prat dirigiéndose a Fernando.

—La señorita Nadouri es una de las mejores bailarinas de Raqs Sharqi —afirmó Fernando.

—¿Raqs Sharqi? ¿Y eso qué es? —preguntó la mujer rubia.

—Danza oriental, en este caso, la danza del vientre, una especialidad de las bailarinas egipcias —dijo el hombre que acababa de llegar.

—Los voy a presentar. El señor Garzo es el acompañante de nuestra bailarina y éste es mi querido amigo Ludger Wimmer. Usted, general —dijo mirando al hombre del cabello blanco—, ya le conoce.

Ludger Wimmer hizo una inclinación al general, besó la mano de la mujer rubia y tendió la mano a Fernando, escudriñándole con atención.

—De modo que su amiga es egipcia… y usted es español, ¿me equivoco?

—Así es —asintió Fernando.

Las luces de la sala comenzaron a oscurecer y Jorge Prat, nervioso, les pidió silencio.

—Está a punto de empezar —susurró.

Los músicos comenzaron a tocar sus instrumentos y la luz se terminó de apagar. Un foco iluminaba el centro de la sala. Los murmullos se fueron acallando y sólo el tintineo de las copas daba fe de que aquel lugar estaba habitado. De repente la música comenzó a elevarse hasta alcanzar un clímax, momento en que Zahra apareció en medio del círculo iluminado por el foco.

Comenzó a moverse lentamente, como si el tiempo no existiera, y todos los presentes fueron conscientes de cada movimiento de su cuerpo.

Fernando no dejaba de mirar de reojo a Ludger Wimmer. Se sorprendió por la sensación de asco que se había apoderado desde su estómago hasta la boca. Aquél era el hombre que había encerrado a Zahra en un psiquiátrico, el que la había violado y había puesto todo su empeño en destruirla.

Ludger Wimmer miraba a Zahra. No apartaba sus ojos de ella y Fernando temió que la hubiera reconocido. Y bastó un segundo para que las miradas de Ludger y Zahra se encontraran. Un segundo, apenas una ráfaga. En los ojos de ella un odio infinito, y en los de él se iban abriendo los recuerdos.

Los aplausos envolvieron a Zahra y Jorge Prat disfrutó del éxito viendo a tantos hombres en pie aplaudiendo con entusiasmo.

—¡Nunca había visto tanto fervor! Mi bailarina es tan buena como la tuya de Berlín —afirmó riendo mientras daba una palmada en la espalda de Ludger Wimmer.

Sin embargo, Wimmer no respondió. Había apretado los labios en una línea y su mirada estaba cargada de algo parecido al odio y al estupor.

—¿Vendrá a tomar una copa con nosotros? —preguntó a su amigo Prat.

—Bueno… no creo… En el contrato se especifica que ella no participará de ningún encuentro con clientes —respondió pesaroso el chileno.

—Pero aquí está el caballero que la acompaña, ¿nos negará usted la presencia de la dama? —insistió Wimmer.

—Como le ha dicho el señor Prat, la señorita Nadouri nunca tiene contacto con los clientes de los locales en los que actúa. Es una norma que nunca se ha saltado y que, naturalmente, comparto.

—Esto es un cabaret… Las bailarinas saben lo que eso significa. Es inconcebible que puedan poner ese tipo de condiciones cuando trabajan en un local como éste. —La voz de Ludger Wimmer indicó la furia que a duras penas contenía.

—El contrato de la señorita está meridianamente claro, y firmado por el señor Prat; si no hubiera aceptado estas condiciones no estaríamos aquí. —La voz de Fernando también delataba tensión.

—Vamos… vamos… no nos enfademos —terció el general—. Usted, joven amigo, debe comprender que hombres como nosotros queramos manifestar nuestra admiración a una mujer tan extraordinaria… No debería ponerse celoso.

—No tengo motivos para ponerme celoso, general. Y ahora, si me disculpan, voy a reunirme con la señorita Nadouri. Estará cansada y deseando regresar al hotel.

Mucho más tarde, cuando ya no quedaba ni un cliente en «La Nuit», que Ludger Wimmer preguntó a su amigo y socio Jorge Prat por Zahra.

—¿No te recuerda a nuestra bailarina de Berlín?

—Desde luego que no, mi querido amigo. La vuestra era sin duda una mujer bellísima y buena bailarina, pero ésta… ésta tiene algo especial.

—No sé…

—¿No creerás que es la misma? —preguntó el chileno con una mirada irónica.

—Desde luego que no. No podrían serlo, pero… no sé… Hay algo en ella que no me resulta desconocido.

—Vamos, Ludger, lo que te resulta familiar es que es una bailarina oriental. Al final, mejores o peores, todas se parecen.

—Es posible…

Ludger Wimmer no durmió bien aquella noche. Los ojos de aquella bailarina le recordaban otra mirada… la mirada de una chiquilla a la que él personalmente se había encargado de destruir. Sabía que estaba muerta. Es lo que le dijeron en el sanatorio cuando regresó con la intención de volver a violarla.

«Se la han llevado», le informó la enfermera encargada de su sección. Y luego en voz baja le confió que no era la primera vez que las autoridades decidían deshacerse de gente como ella, «parásitos inservibles». «¿A quién le importa que vivan o mueran?» Pero él había insistido en saber su destino y la enfermera había accedido a enseñarle el libro de registro. La habían trasladado a un hospital de paso… sí, de paso de la vida a la muerte. Un hospital para dementes sin remedio.

De manera que Mandisa Rahim estaba muerta. No le cabía ninguna duda. Tan muerta como lo estaba su madre, Heba Rahim. Sin embargo, aquellos ojos… Habían cruzado la mirada sólo un segundo, pero no le cabía duda de que la de ella estaba repleta de odio.

No se quedó dormido hasta poco antes del amanecer y se despertó a causa de un grito, su propio grito al escuchar a Mandisa Rahim decirle que había venido a arrancarle la vida.

Zahra tampoco durmió aquella noche. Después de la actuación, Johan Silverstein le había dado un papel con la dirección escrita de Ludger Wimmer. Ella se lo agradeció.

—¿Podrá vivir consigo misma? —le preguntó Johan, mirándola fijamente.

Ella asintió. Se estrecharon la mano. Johan dudó unos instantes antes de despedirse. No había necesitado más palabras para que él supiera lo que ella se disponía a hacer.

—Yo… no diré nada, pase lo que pase, haga lo que haga, pero eso me supondrá una dura carga.

—Usted no sabe nada, Johan, nada. No se deje llevar por la imaginación.

Pero él se sentía culpable y cuando dejó el hotel se preguntaba si podría mirarse al espejo sin sentir vergüenza.

Zahra y Fernando salieron del hotel bien entrada la mañana. Caminaron un buen trecho antes de encontrar un taxi. Fernando le indicó la dirección en el sector de Chuchunco, cerca de la estación.

Enseguida dieron con la modesta casa donde habitaba el hombre al que Benjamin les había recomendado para adquirir un arma.

Llamaron a la puerta y cuando se abrió sólo pudieron ver un rostro cruzado de cicatrices con un ojo medio cerrado.

—¿Alfredo Zúñiga? —preguntó Fernando.

—Qué quieren —respondió el otro secamente.

—Nos envía un amigo. Creo que está avisado de que vendríamos a hacer una compra… —dijo Fernando, que se preguntaba si aquel hombre era de fiar como había asegurado Benjamin.

—¿De parte de quién vienen?

—Nos dijeron que preguntáramos por Alfredo Zúñiga de parte de su buen amigo Tomás.

La puerta se abrió y el hombre con un gesto los invitó a pasar. La estancia estaba casi en penumbras, y olía a rancio.

Una vez dentro los invitó a sentarse. Permaneció de pie aguardando a que fueran ellos los que dijeran lo que querían.

—Usted vende armas, ¿no es así? —preguntó Fernando.

—¿Qué arma necesitan?

—Pequeña pero potente —intervino Zahra.

El hombre la miró de arriba abajo, pero ella ignoró su mirada. Fue Fernando quien se sintió incómodo al ver cómo los ojos de Zúñiga recorrían el cuerpo de la egipcia.

—¿Para usted?

—Un arma pequeña pero potente, fácil de manejar. Que no se encasquille, y con silenciador —completó Zahra la respuesta.

—Veré qué tengo.

Zúñiga abrió una puerta y desapareció después de cerrarla. Fernando iba a hablar, pero Zahra se llevó un dedo a los labios; mejor no decir nada. Unos minutos más tarde el hombre regresó a la sala.

—Tenga… está le irá bien —dijo entregándosela a Zahra.

Fernando alargó la mano y la cogió. Durante unos segundos se concentró en averiguar cómo funcionaba. Le pareció que podía servir aunque en realidad sabía poco de armas.

—¿Cuánto? —preguntó Fernando.

—Una ganga, porque no les cobro el silenciador.

Y les dio un precio que era más elevado del que habían previsto, pero Zahra no protestó y con su mirada le dijo a Fernando que pagara. Habían acordado que ella dejaría que fuera él quien tratara con aquel hombre, que no hubiera comprendido lo contrario.

—No les conozco y no me conocen —les advirtió Zúñiga.

—Desde luego que no le conocemos —afirmó Fernando.

Abandonaron deprisa aquel lugar. Fernando sentía el peso del arma en el bolsillo de su chaqueta. Deseaba llegar al hotel cuanto antes, pero Zahra había previsto ir a la dirección donde al parecer tenía su residencia Ludger Wimmer.

Caminaron en silencio, sintiéndose solos con sus pensamientos y hasta que no se alejaron bastante no volvieron a parar un taxi, al que le dieron unas señas cercanas a las del domicilio de Wimmer.

—No sabemos si está en casa —murmuró Fernando.

—Lo importante es saber dónde vive. Luego ya veremos.

—Debemos tener cuidado, no sea que nos lo encontremos —comentó Fernando.

—Anoche yo estaba medio desnuda y maquillada.

—Pero yo iba vestido, de manera que a mí me reconocería —respondió Fernando con un deje de ironía.

La casa de dos pisos era discreta y parecía indicar que era la vivienda de alguien acomodado pero al que no le gustaba llamar la atención. Alcanzaron a ver a una mujer que salía, pero estaban demasiado lejos para ver los detalles de su rostro.

Fernando no se tranquilizó hasta que regresaron al hotel. Zahra permanecía ajena a su nerviosismo.

—No deberías hacerlo —le insistió él.

Ella no respondió. Se mantenía inmune a toda recomendación. Así que cogió el arma y la examinó sin ocultar un gesto de contrariedad.

—¿No te gusta? —preguntó él con ironía.

—No, no es el tipo de arma que me gusta, no tiene demasiada precisión, pero servirá.

Preferían estar solos, de manera que cada uno se dirigió a su habitación. Zahra necesitaba planear cuándo y cómo mataría a Ludger Wimmer, mientras que Fernando quería olvidarse de lo que ella haría.

El recepcionista les avisó de que el coche del señor Prat les aguardaba en la puerta. Zahra se había maquillado meticulosamente, transformándose en una mujer llamativa.

Aquella noche volvió a bailar en «La Nuit» y mientras lo hacía sintió una mirada sobre ella que, aun sin corresponderla, supo de quién era. Ludger Wimmer estaba allí.

Jorge Prat había insistido a Fernando para que compartiera su mesa, y poco después se unió a ellos Ludger Wimmer.

El alemán miraba a Zahra como si la estuviera diseccionando y temió que acaso la reconociera.

Wimmer apretaba los labios y fruncía el ceño mientras seguía hipnotizado los movimientos de Zahra, pero no se unió a los aplausos entusiastas de los asistentes.

—¡Esta mujer es increíble! Le felicito, señor Garzo, es usted un hombre afortunado al tenerla —dijo Jorge Prat mientras acercaba la llama de su mechero de oro al cigarrillo de Fernando.

—Es una gran artista —respondió el español.

—Más que eso… Mire… mire a su alrededor… Hasta las mujeres se han rendido a ella… Nadie puede permanecer indiferente ante la belleza de su baile. ¿No piensas lo mismo, Ludger, querido amigo?

Wimmer asintió con un gesto. Parecía incómodo, conmocionado.

—Desde luego —admitió sin demasiado entusiasmo.

—¿Cree que podríamos prorrogar unos días más la estancia de la señorita Nadouri entre nosotros? Me gustaría que bailara en Viña del Mar… He abierto un local no hace mucho… ¡Sería un éxito seguro! —Jorge Prat estaba sinceramente impresionado con Zahra.

—No creo que sea posible. La señorita Nadouri tiene comprometidas otras actuaciones en Europa.

—Estoy dispuesto a compensarla por la cancelación de esos compromisos… Unos días más… sólo con que se quede unos días más… Si llego a saber que era tan extraordinaria no me habría conformado con firmar un contrato por una semana. Tengo reservado todo el local para los días que ella va a actuar, y hay lista de espera. No imagina la cantidad de gente importante que me llama para pedirme que les reserve una mesa después de que el maître les asegurara que no había ni una disponible. Sí, hablaré con ella, le pediré que se quede al menos una semana más.

—La señorita Nadouri nunca incumple sus compromisos, de manera que me temo que no podrá complacerle alargando su estancia. Pero estoy seguro de que no tendrá inconveniente en regresar en otro momento. —Fernando hablaba con firmeza intentando resultar convincente.

—¿Desde cuándo la conoce? —le preguntó de repente Ludger Wimmer.

—Hace muchos años que nos une una buena amistad.

—¿Dónde se conocieron? —quiso saber el alemán.

—En El Cairo. Una ciudad única, ¿ha estado alguna vez?

—¿Y siempre ha vivido allí? —Wimmer no estaba dispuesto a que Fernando le esquivara con sus respuestas.

—La señorita Nadouri viaja por todo el mundo. Es una artista reconocida. Su lugar de residencia es Egipto, aunque, como le digo, viajamos de un lado a otro.

—¿Dónde aprendió a bailar? —El tono de voz de Wimmer era cada vez más conminativo.

—¡Mi querido amigo, cuánto te ha impresionado la señorita Nadouri! —exclamó Jorge Prat.

—Ya sabe que la danza del vientre es originaria de Egipto, son muchas las mujeres que la aprenden aun sin dedicarse a bailar.

—Pero alguien le enseñaría —insistió con tozudez el alemán.

—Nadie nace sabiendo, pero debería usted saber, señor Wimmer, que en Egipto lo difícil para una mujer es no aprender a bailar la danza del vientre. Y si me lo permite… en fin… me resulta sorprendente su curiosidad. —La voz de Fernando había adquirido un tono helado.

—Disculpe… no quería resultar impertinente. Es que… bueno, me recuerda a alguien que conocí hace mucho tiempo.

—Hace años, mi amigo Ludger tenía intereses en uno de los mejores cabarets de Berlín —dijo Prat—. Entre sus espectáculos, el más destacado era el de una bailarina del vientre. ¡Era extraordinaria! Aunque no tanto como la señorita Nadouri. Lo que no comprendo es en qué le recuerda esta bailarina a la otra… No se parecen. La suya tenía formas más contundentes, era más sensual; sin duda enloquecía a los hombres, pero carecía de la elegancia de la señorita Nadouri. Yo diría que su bailarina era más terrenal, mientras que Zahra parece emerger del aire.

—¿La señorita Nadouri ha bailado en Alemania? —preguntó Wimmer.

—No. Le recuerdo que Alemania aún está superando los estragos de la guerra. Ese Berlín que ustedes añoran me parece que ya no existe, no creo que haya cabarets que ofrezcan danzas orientales… pero a lo mejor me equivoco. En cualquier caso, no hemos viajado a Alemania.

De repente Jorge Prat se puso en pie. Aplausos cerrados y vítores retumbaban en la sala. Zahra caminaba con la cabeza alta hacia ellos. Fernando sintió un sudor frío que se adueñaba de su cuerpo.

—Te he estado esperando. Estoy cansada —le dijo Zahra, ignorando a Prat y a Wimmer.

—Lo siento… me he entretenido. Si nos disculpan…

Ludger Wimmer comenzó a hablar en alemán dirigiéndose a Zahra. Ella le miró sin responder.

—Pero, Ludger, ¡qué cosas tienes! Cómo se te ocurre hablar a la señorita en alemán. Disculpe a mi amigo…

—Sí, discúlpeme, pero uno no puede evitar hablar en su lengua materna cuando tiene algo importante que expresar —afirmó Wimmer, midiéndola con la mirada.

—Le comprendo, a mí también me pasa. En las ocasiones importantes me cuesta no manifestarme en árabe, que es mi lengua materna. Siento no haberle entendido; si quiere traducirlo al inglés podré responderle —dijo Zahra con frialdad.

—Sólo era una manifestación de admiración a su talento. No se preocupe…

—¿Es usted alemán?

—Sí, ¿conoce mi país?

—No, nunca he bailado allí, pero puede que algún día se presente la ocasión… Aunque le diré que cada vez me cuesta más salir de Egipto.

Wimmer volvió a dirigirse a ella en alemán y Zahra, con gesto cansado, le cortó.

—Señor… no sé cómo se llama… no nos han presentado… En todo caso, siento no entender lo que me dice, no conozco su idioma —le respondió.

—Desde luego… no sé por qué me empeño… —dijo Ludger Wimmer a modo de disculpa.

Ella se encogió de hombros y tendió su mano a Fernando.

No hablaron hasta que llegaron al hotel. Cuando él cerró la puerta ella le abrazó. Mantuvieron sus cuerpos unidos recuperando la calma a través de ese abrazo.

—Te ha reconocido —le aseguró Fernando—, tenemos que irnos de aquí.

—No, no me ha reconocido. No puede reconocerme. Yo era una niña cuando… No, no sabe quién soy.

—Lo sabe, y si no lo sabe, lo intuye. ¿A qué vino hablarte en alemán? Quería observar si le entendías.

—Pero no hice ningún gesto.

—A mí me sometió a un auténtico interrogatorio. Quería saber si conocías Alemania, si habías bailado allí… dónde habías aprendido…

—Y le dijiste lo que acordamos por si eso sucedía, ¿no?

—Sí, pero ese hombre no es idiota, Zahra, y aunque no pueda afirmar que eres tú, le recuerdas a aquella niña que fuiste.

—Cierto, una niña que según los documentos que mandó preparar Benjamin Wilson fue llevada a un sanatorio donde se deshacían de las personas con problemas mentales. Mandisa Rahim no existe, Fernando.

—Pero no sería difícil encontrar el rastro. En Alejandría todo el mundo sabe quién era tu abuela y quién era tu madre…

—Tranquilízate, Fernando. Dentro de cuatro días Ludger Wimmer habrá dejado de existir.

—No, no puedo tranquilizarme, tú sabes que ese hombre sospecha sobre tu identidad.

—¿Crees que en cuatro días será capaz de averiguarlo? No, no podrá.

—Vámonos, Zahra. Olvídate de él.

—¡Y me lo dices tú! ¡Tú que mataste a los asesinos de tu padre y por eso mismo te has convertido en un paria!

—¡Cállate! No vuelvas a hablarme de… No vuelvas a mencionar a mi padre.

Se quedaron en silencio mirándose con tristeza. Fernando sentía que la sangre le ardía en la cabeza. Fue ella quien le tendió la mano y tiró de él hasta caer en el sofá.

—No podemos perder la calma. Es lo que ha intentado, ponernos nerviosos, abrir una grieta. Pero no nos lo podemos permitir. Voy a matarle. No hay un solo día en que no haya pensado en este momento. Pero comprendo tu preocupación. He sido egoísta arrastrándote hasta aquí. No debería haberte comprometido a que lo hicieras. Tú aceptaste porque no esperabas que pudiera encontrar a Wimmer.

—Te equivocas. Sabía que si estaba vivo, Benjamin Wilson lo encontraría para ti.

—Vete, Fernando, márchate mañana. Regresa a París.

—Es lo que quisiera, irme, pero contigo.

—Sabes que voy a matarle —dijo ella con voz cansada.

—Entonces recemos para que no descubra quién eres. Tiene cuatro días para hacerlo.

—¿Rezar? —Zahra sonrió—. Sí, puedo imaginarte rezando. Me contaste que tu madre te enseñó a rezar cuando eras niño, aunque tu padre no rezaba nunca porque no creía en Dios.

—Ni yo tampoco —respondió airado.

—¿Tú? Acaso creas sin saberlo… Es difícil despojarnos de lo que nos enseñaron cuando éramos niños. Está ahí… oculto… sin que lo sepamos… Pero lo que sembraron permanece, Fernando.

Aquella noche cada uno durmió en su habitación. No cabían más palabras entre los dos.

Apenas había despuntado el día cuando Zahra despertó a Fernando. Le anunció que iría hasta el domicilio de Ludger Wimmer. Quería comprobar a qué hora salía y en qué dirección.

—Eso ya lo hicimos ayer —respondió él desde las brumas del sueño.

—Iré hoy y mañana también. Le mataré dentro de tres días.

—Lo que pretendes es una locura —protestó Fernando, sabiendo que ella no le escucharía.

Quiso acompañarla, pero ella no se lo permitió.

—No quiero perder más tiempo y tú aún tienes que levantarte. No tardaré.

Tardó cuatro horas en regresar. Fernando aguardaba impaciente en el bar del hotel mientras sostenía en las manos la que era su tercera taza de café.

Zahra le explicó que Wimmer había salido a la misma hora del día anterior y se había montado en un coche oscuro.

—Ya sé cómo voy a matarle.

Él se quedó callado. Se había rendido.

—Me dijiste que cuando terminé de actuar, Wimmer se quedó con Jorge Prat.

—Sí, así ha sido en las dos ocasiones.

—Bien, la última noche, cuando acabe mi actuación, tú me estarás esperando en el camerino y nos iremos inmediatamente. Podemos ir andando. La casa de Wimmer no está demasiado lejos de «La Nuit».

—Hay un buen trecho —afirmó Fernando.

—Pero llegaremos antes que él. Puede que tengamos que esperar toda la noche. Estaremos atentos y cuando le veamos llegar en su coche, yo me iré acercando antes de que le dé tiempo a bajarse. En ese momento le dispararé.

Discutieron un buen rato, pero luego hicieron una tregua hastiados por la discusión.

Esa noche Ludger Wimmer volvió a aparecer en «La Nuit» y, como las noches anteriores, se sentó a la mesa de Jorge Prat, donde también había otros hombres ansiosos por contemplar a la egipcia danzar. El éxito de Zahra fue aún mayor que en las noches anteriores. Prat estaba entusiasmado.

Apenas terminó la actuación, Fernando se despidió de sus compañeros de mesa.

—¡Pero deben quedarse a tomar una copa de champán! Todo el mundo quiere conocer a la señorita Nadouri. Hágame el favor de traerla —le pidió Jorge Prat a Fernando.

—Lo siento, pero ya le he dicho que la señorita Nadouri tiene por costumbre marcharse en cuanto termina su actuación, y jamás bebe con sus admiradores. Así consta en su contrato.

—¡Tiene usted que convencerla! Mire, estos caballeros que hoy nos acompañan son algunos de los empresarios más importantes de Chile y están deseando tenerla cerca —replicó Prat.

—Pues tendrá que excusarla. Y ahora, si me lo permite…

Fernando se despidió con una inclinación de cabeza y aun entre el ruido pudo escuchar unas palabras sueltas de Ludger Wimmer: «No me gusta ese español».

Las siguientes dos noches transcurrieron de la misma manera. Cuando Fernando iba hasta la mesa de Prat, Ludger Wimmer ya se encontraba allí, siempre con una copa de champán. Pero aquella noche sería distinta. Era la última actuación de Zahra.

Mientras ella se terminaba de maquillar, Fernando paseaba de un lado a otro de la habitación. Sentía la tensión y el miedo en cada músculo de su cuerpo. Había gastado todas las palabras intentando convencerla para que desistiera, pero Zahra se limitó a escucharle mientras acababa de cerrar el equipaje y luego le pidió que la dejara maquillarse tranquila.

Al día siguiente su avión salía a primera hora de la mañana. La primera escala sería en Buenos Aires. Jorge Prat se había comprometido a enviarles su coche para que los llevara al aeropuerto y ella había aceptado.

Cuando llegaron a «La Nuit», Zahra se fue directa a su camerino, donde la esperaba la doncella que la ayudaba a vestirse. En el fondo del bolso descansaba la pistola que le había dado Zúñiga.

Fernando ocupó el lugar habitual en la mesa de Prat. El empresario se deshizo en elogios hacia Zahra intentando persuadirle, una vez más, para que influyera en ella y regresara cuanto antes a Santiago.

En aquel momento llegó Wimmer y se unió a la mesa. Jorge Prat prosiguió:

—Mi querido señor Garzo, no soy egoísta, de manera que he hablado con algunos amigos que tienen locales de prestigio y que después de lo que les he contado de Zahra están ansiosos por contratarla. ¿Podríamos tenerla de nuevo en tres o cuatro meses?

—No soy el representante de la señorita Nadouri y, por tanto, ignoro sus compromisos profesionales —respondió con sequedad Fernando.

—Entonces ¿qué es usted exactamente?

La pregunta de Ludger Wimmer desconcertó a Fernando durante unos segundos. Miró al alemán con tanta ira que Jorge Prat se sintió obligado a intervenir:

—¡Qué pregunta tan absurda, querido Ludger! Vamos… brindemos todos por el éxito de la señorita Nadouri y porque ésta no sea la última noche que baila en «La Nuit». —Jorge Prat no estaba dispuesto a que la animadversión manifiesta de Ludger Wimmer hacia Zahra y Fernando le estropeara el negocio.

Ya habían discutido sobre ello. Wimmer no había sido capaz de darle una explicación racional sobre su desconfianza hacia la bailarina. Su socio alemán parecía odiarla y temerla. Por la edad de Zahra era evidente que no había conocido a la joven en el pasado, así que tenía que descartar que fuera algo personal. Aunque pudiera ser, pensó Prat, que años atrás hubiera tenido algún revés con una bailarina oriental.

Apenas se habían encendido las luces cuando Zahra terminó su actuación y Fernando se puso en pie para despedirse de los invitados de Jorge Prat, que le miraban con envidia por ser el acompañante de Zahra.

Fernando evitó estrechar la mano de Ludger Wimmer, del que se despidió con una inclinación de cabeza.

Jorge Prat le recordó que al día siguiente los iría a buscar al hotel para acompañarlos al aeropuerto. «Es lo menos que puedo hacer por nuestra gran artista», afirmó solemne, mirando a sus amigos.

Zahra ya estaba vestida con ropa de calle cuando Fernando entró en el camerino. La doncella estaba terminando de guardar en una bolsa de mano la ropa que ella había utilizado aquella última noche para bailar.

Se despidieron de la joven y Zahra deslizó un billete en sus manos.

—¡No es necesario, señora! —protestó la doncella mientras depositaba el billete en el bolsillo de su delantal.

—Lo sé, pero así te comprarás algo y te acordarás de mí.

Ni Zahra ni Fernando tenían ganas de hablar, así que caminaron ausentes el uno del otro mientras ella le guiaba segura hacia la casa de Ludger Wimmer. Tardaron cerca de una hora y no encontraron a nadie por el camino. Hacía frío y al filo de la madrugada no eran muchos los que se aventuraban a caminar por las calles de Santiago.

—Esperaremos aquí —le dijo Zahra mientras ponía su mano en el brazo de Fernando para que se detuviera.

Había decidido apostarse detrás de unos árboles que a su vez se escondían detrás de varios vehículos aparcados.

—Él suele dejar su coche en esta acera, en el primer hueco que encuentra. Su casa está allí. Tú no tienes que hacer nada. Me acercaré, le dispararé y luego nos iremos. Espero que funcione bien el silenciador.

Fernando no se sentía con ánimo de decir nada, de manera que se quedó parado donde ella le indicó. Iba a encender un cigarrillo pero Zahra se lo impidió.

—Aquí no nos ve nadie, pero si alguien se asomara por el motivo que fuera a una ventana, podría ver el brillo del cigarrillo. Tengo tantas ganas de fumar como tú, pero tendremos que aguantarnos.

Tuvieron suerte. La calle permaneció vacía. Ni coches ni transeúntes. Aguardaban tensos e impacientes, y no fue hasta cerca de las tres de la madrugada cuando oyeron el motor de un coche ronroneando según entraba en la calle.

—Es él —susurró Zahra mientras sacaba la pistola del bolso; procedió a montarla y retiró el seguro.

—No sabes si es él —repuso Fernando.

—Lo sé. Por favor, haz lo que te he dicho.

El hombre que conducía estaba aparcando el coche. Seguramente no le dio tiempo a darse cuenta de que una figura emergía entre las sombras abriendo la puerta contraria a la del conductor.

—Buenas noches, señor Wimmer.

—¡Tú! Pero ¡qué haces aquí! ¿Quién eres? —La voz de Wimmer reflejaba desconcierto.

—Soy Mandisa Rahim y he venido a matarle. Míreme bien.

Él se abalanzó sobre ella y Zahra aprovechó esa reacción, que ya esperaba, para dispararle entre el vientre y el corazón. Su rostro se contrajo incrédulo y mientras se llevaba la mano a la herida con la otra intentó agarrar a la mujer. No lo consiguió. Iba a gritar, pero ella le tapó la boca.

Fernando se había acercado y, al verlos forcejear, se introdujo en el coche y le apretó el cuello con todas sus fuerzas.

Zahra aprovechó el instante para volverle a disparar. Lo hizo dos veces más, con rabia al ver que aún le quedaba vida.

Fernando sintió cómo a pesar de la furia que expresaban sus ojos a Wimmer no le quedaban fuerzas.

—Vete al Infierno con tu amigo Jan Dinter —susurró ella.

—Tú eres… tú eres… tu padre… Jan era tu padre… —Fueron sus últimas palabras.

—Vámonos —le pidió Fernando.

—No, hasta que esté muerto. —Y volvió a disparar. El rostro de Wimmer quedó convertido en un amasijo de sangre.

—¡Está muerto! —insistió Fernando, intentando quitarle el arma.

Pero Zahra volvió a disparar allí donde antes había ojos, nariz, boca. Fernando la agarró de la muñeca con fuerza y le arrebató el arma.

—¡Ya lo has hecho! ¡Vámonos!

Fernando empujó el cadáver al suelo del coche. Le descubrirían de todas maneras, pero quizá así tardaran un poco más. Luego cogió a Zahra del brazo y la obligó a seguirle.

Tiraron la pistola en una alcantarilla después de limpiarla, aunque Zahra llevaba guantes para no dejar huellas. Fernando sintió alivio al darse cuenta de que por el frío de la noche él también llevaba los guantes puestos. Al menos no encontrarían las huellas de sus dedos sobre la garganta de Wimmer. Miró el reloj. Eran las cuatro y media de la madrugada. Pronto se haría de día. Caminaron deprisa. Cuando estaban llegando al hotel, Johan Silverstein les salió al paso.

—Llevo esperándolos toda la noche. No deberían entrar por la puerta principal. Hay una puerta trasera con un vigilante que por lo que he podido ver está adormilado. Puedo distraerle…

Zahra asintió y le dio un beso en la mejilla.

—¿Por qué me ayuda? No sabe de dónde venimos…

—No quiero saberlo. No me diga nada. Sólo voy a ayudarlos a que lleguen a su habitación.

Entraron en el hotel por la puerta de servicio. Nadie los vio.

Cuando llegaron a la habitación se dieron cuenta de que sus ropas estaban manchadas con la sangre de Wimmer.

—Quítate todo lo que llevas, lo lavaré —dijo ella.

—Lavaremos todo entre los dos, pero a las siete nos viene a buscar Jorge Prat.

Se afanaron en limpiar las manchas de sangre y guardaron la ropa en la maleta. Fernando pensaba en lo que sucedería si los obligaban a abrirlas.

Una vez duchados y vestidos con ropa limpia, se sentaron a descansar. Faltaban pocos minutos para que los avisaran desde la recepción de que Jorge Prat los esperaba, y si no era así supondría que habrían encontrado el cadáver de Ludger Wimmer.

Pero Prat apareció a las siete en punto y su sonrisa denotaba satisfacción a pesar de que el cansancio se reflejaba en su rostro.

—Fue una pena que se marchara tan pronto, mis clientes estaban tan entusiasmados con su actuación que consumieron más champán que nunca. Prácticamente los he tenido que echar para poder llegar a tiempo a buscarlos.

Llegaron al aeropuerto. En la primera página de los periódicos aparecían fotos de Zahra bailando en «La Nuit». La calificaban de una gran artista que había revolucionado Santiago de Chile.

Hasta que las ruedas del Douglas DC-4 no se deslizaron por la pista hasta tomar velocidad para emprender el vuelo y esconderse entre las nubes, no se sintieron tranquilos.

Zahra se quedó dormida; estaba agotada pero Fernando no podía descansar. Aunque había sido ella quien había quitado la vida a Ludger Wimmer, él había apretado su cuello hasta acelerar su muerte y eso suponía que un espectro más se uniría al hombre de la Gestapo y a los de Roque y Saturnino Pérez. Y volvió a recordar a su padre el día en que partía hacia el Frente diciéndole: «Fernando, no quiero que vayas al Frente, no quiero que tengas que vivir atormentado por el recuerdo de los hombres a los que tendrías que matar». Y se veía a él respondiéndole: «Matar fascistas está justificado. Son ellos los que han comenzado esta guerra. Tú te vas al Frente y tendrás que matar. Padre, déjame acompañarte, no me obligues a renunciar a luchar», a lo que su padre contestó: «Puedes ayudar haciendo otras cosas que no sea matar. La República se defiende también en la retaguardia. No, Fernando, tú no matarás. Yo tendré que vivir con esa carga, pero tú no, hijo, tú no matarás».

Este recuerdo le resultaba insoportable; se tapaba los oídos porque las palabras de su padre le perseguían despierto: «Tú no matarás… Tú no matarás».

Cuando el avión aterrizó en París muchas horas después, los dos estaban tensos. Apenas habían hablado durante el viaje y habían evitado referirse a lo sucedido. Ya habrían descubierto el cuerpo de Ludger Wimmer y podía suceder que alguien los hubiera visto o sospechara de ellos.

Mientras aguardaban a que les entregaran las maletas, vieron acercarse a Benjamin Wilson. Zahra hubiera querido correr a abrazarle para sentirse segura, pero se contuvo.

—Tengo el coche en la puerta. Vendrás a casa. Sara ha insistido en que no te deje sola en el hotel.

—Gracias, Benjamin.

—¿Tiene alguna noticia sobre…? —comenzó a preguntar Fernando.

—Capítulo cerrado —respondió Benjamin mientras dejaban la terminal del aeropuerto.

—¿Estás seguro? —preguntó a su vez Zahra.

—Absolutamente. Has pasado página. Ahora tienes que vivir.

Zahra ni siquiera miró a Fernando cuando se bajó del coche. Sabía que se habían perdido el uno al otro para siempre.