10

Catalina peinaba a Adela mientras pensaba en cómo derrumbar el muro que Fernando había interpuesto entre él y los demás. Hacía meses que no hablaban con sinceridad. Ambos se habían instalado en una cotidianidad que les permitía sobrevivir pero poco más. No habían vuelto a plantear el marcharse, y no es que ella fuera infeliz, incluso la avergonzaba no serlo, pero era consciente de que tenía que tomar una decisión que afectaría al resto de su vida, aunque sólo fuera por su hija.

Faltaban pocos días para que terminara el año, el año 1943 cristiano, porque, se dijo, desde que vivía en Alejandría se había acostumbrado a hacer suyas las fechas significativas del islam. El viernes había pasado a ser un día de fiesta puesto que era el día sagrado de los musulmanes. También celebraba el Eid al-Adha, la fiesta del sacrificio que tiene lugar el décimo día del duodécimo mes del calendario lunar islámico. O el Mawlid al-Nabi, el cumpleaños del Profeta, incluso el Muhárram, el comienzo del año musulmán.

Era imposible vivir en Alejandría sin hacerlo. Por otra parte, la ciudad se mostraba indiferente a las fiestas de otras religiones. Y ahora tocaba despedir el año cristiano.

Ylena había advertido a sus huéspedes de que invitaría a algunos amigos a unirse a la celebración. Llevaba días hablando con Dimitra sobre el menú de la última noche del año. Ilora, la cocinera, no les hacía demasiado caso; sabía que la última palabra se la dejarían a ella.

El doctor Naseef había aceptado la invitación, incluso el padre Lucas.

Catalina despejó de sus pensamientos la celebración del fin de año para volver a Fernando. No soportaba la melancolía en la que se había instalado. Ni siquiera Adela era capaz de arrancarlo de su ensimismamiento.

La relación de su hija con Fernando era ciertamente especial. La niña le trataba como si fuera su padre. Le quería de manera espontánea y cuando le escuchaba llegar a la casa salía corriendo tendiéndole los brazos.

Fernando correspondía a la niña. En realidad, ella era la única persona a quien prestaba atención. Había convertido en costumbre sentarse todas las noches junto a su cama y leerle un cuento hasta que la pequeña se sumergía en el sueño. Si Fernando se retrasaba. Adela se negaba a dormir. Permanecía atenta hasta oírle llegar.

Los días de fiesta, si no hacía frío, Fernando se la llevaba a pasear a la orilla del mar. No eran pocas las ocasiones en que lo que iba a ser sólo un paseo se convertía en una jornada completa de asueto. Al principio Catalina se preocupaba porque no regresaban a la hora acordada, pero se fue acostumbrando a que Fernando se olvidara de mirar el reloj cuando paseaba con la niña.

Escucharon la puerta de la calle y Adela salió corriendo descalza, dejando a su madre con el cepillo en la mano.

Fernando la aupó en brazos, regañándola por ir descalza. Aun así, ella le dio un beso.

Catalina le salió al paso.

—Parece que intuye cuándo vas a llegar. Estaba impaciente y no se quería meter en la cama —le dijo sonriendo.

Cumplieron con el ritual de cada noche. Él le leyó un cuento y Adela fue cerrando los ojos hasta quedarse dormida. Luego Fernando fue al comedor para cenar junto a los demás huéspedes.

Apenas escuchó la charla entre mister Sanders y monsieur Baudin. Comentaban sobre las dificultades de los Aliados en Italia.

Cuando terminaron de cenar, Catalina le preguntó a Fernando si podían hablar. Él aceptó con desgana, pero la invitó a su habitación. Sabía que cuando Catalina planteaba una conversación con tanta formalidad era porque no quería que nadie los escuchara.

Fernando dejó entreabierta la puerta de su habitación, pero Catalina la cerró.

—Vaya, creía que querías estar atenta por si se despierta Adela.

—No creo que lo haga. Duerme como un tronco. Y si se despierta, no tiene problema para bajarse de la cama y salir del cuarto. Además, ya sabes cómo grita cuando quiere algo.

—Bien, ¿qué es lo que pasa? —le preguntó.

—No sé cómo plantearlo… pero no dejo de darle vueltas a lo mucho que has cambiado… Estás tan triste… tan ausente… No sé lo que te pasó en ese viaje que hiciste a Praga, pero no has vuelto a ser el mismo… Pensé que según fuera pasando el tiempo te recuperarías, pero no ha sido así… Tampoco alcanzo a comprender tu relación con… bueno, con esa bailarina. Lo único que sé es que no estás bien. ¿Es que ya no confías en mí? ¿No me crees capaz de ayudarte?

—¡Qué cosas dices! No me pasa nada especial —respondió él con poca convicción.

—¡Por favor, Fernando, no me menosprecies! —exclamó ella enfadada.

Fernando la miró y volvió a ver en ella a la amiga de la infancia, a la chiquilla impaciente y caprichosa, pero a la vez cómplice, generosa de sus avatares infantiles y siempre dispuesta a dar la cara por él.

—No sería capaz de hacerlo —respondió con sinceridad.

—Entonces dime la verdad, confía en mí.

—¿La verdad? Ya no sé cuál es la verdad. Me siento atrapado, Catalina. Atrapado en esta ciudad. Pero lo peor no es que me sienta atrapado, lo peor es que no encuentro la fuerza para salir de aquí. Me conformo con dejar pasar los días y eso me desespera aún más.

—¡Vámonos, Fernando! ¡Tenemos que irnos de aquí! Yo estoy bien, me cuesta admitirlo; en los momentos en que no pienso en mis padres y en España hasta me siento feliz. Hay días en los que incluso no pienso… no pienso en Marvin… Pero me pregunto si nuestro sitio está aquí. Dijiste que querías ir a Francia a reunirte con Eulogio, o por lo menos para saber cómo está. Pues vayamos. Allí estaremos más cerca de España.

—Imposible, ¿te olvidas de la guerra? Francia está en manos de los alemanes, la Zona Libre ya no existe, ni siquiera es una caricatura de lo que fue. Podrían detenernos, mandarnos a un campo de trabajo. ¿Y qué sería de Adela? No creas que no pienso en Eulogio. Suelo preguntarle a Sara si tiene noticias, pero en realidad no las tiene. En cuanto a Marvin… ya te conté que después de intentar salvar a monsieur Rosent se quedó en Suiza un tiempo y luego viajó a Nueva York junto a Farida, aunque ignoro si sigue allí.

—Entonces vayamos a Nueva York. El señor Wilson puede ayudarnos.

—Yo no quiero ir a Nueva York, en realidad no sé si quiero ir a ninguna parte.

—¿Porque estás enamorado de Zahra? —quiso saber ella.

—Zahra… No te negaré que Zahra es importante para mí, pero ni siquiera sé cuánto; tampoco sabría decirte si quedarme aquí tiene que ver con ella… No lo sé… No soy capaz de poner en orden mis sentimientos. Me dejo llevar por el día a día intentando no pensar.

—Así no puedes seguir. No tienes por qué ser infeliz. No es justo, Fernando.

Catalina se acercó a él y le abrazó con toda la fuerza de la que fue capaz. Él se dejó envolver en el abrazo cálido de la mujer por la que ya no sabía qué sentía en realidad.

Permanecieron abrazados un buen rato, en silencio, escuchando la respiración el uno del otro. Cuando más tarde deshicieron el abrazo, ambos se sentían mejor. Era como si al juntar el calor de sus cuerpos hubieran regresado a la infancia que habían dejado atrás.

—Sí, tenemos que hacer algo —insistió Catalina mientras encendía un cigarrillo que pasó a Fernando para, a continuación, encender otro para ella.

—A Francia no podemos ir y a Nueva York no quiero ir —insistió él.

—¿Cuándo terminará esta guerra? —preguntó ella, sabiendo que no había respuesta.

—Nunca. No lo sé, en realidad no lo sé. Ya has escuchado al coronel Sanders y a monsieur Baudin hablar sobre el avance de los Aliados. Pero quién sabe lo que puede pasar.

—Al menos los ingleses han derrotado a los alemanes aquí. Rommel y su Afrika Korps parecían invencibles y ya ves lo que les ha pasado.

—¿Por qué no regresas a España? —insistió él, sabiendo de antemano lo que contestaría.

—Me gustaría, créeme. Y lo haría si no tuviera a Adela. Pero sabes que no puedo ir a España; allí Adela no sería bien mirada: la hija de una mujer soltera, una niña sin padre… La menospreciarían y la harían sufrir. No regreso por ella, Fernando, por ella y por mis padres. No les puedo hacer pasar por esa vergüenza. Quiero a mi hija más que a nadie en el mundo y no podría consentir que la miraran mal, que la humillaran. En España no hay lugar para nosotras, al menos ahora. Sólo puedo regresar casada con Marvin.

—O con otro hombre. Podrías casarte con el doctor Naseef. Él se casaría contigo sin dudarlo. Sabes que está enamorado de ti.

—No lo sé… o no quiero saberlo. Yo no estoy enamorada de él. No puedo engañarte, de manera que te reconoceré que es un hombre atractivo con el que me siento bien. Me halaga su enamoramiento, pero no me casaría con él.

—Tampoco quieres casarte conmigo.

Catalina se quedó en silencio. Fernando observó cómo ella se mordía el labio mientras buscaba otro cigarrillo y lo encendía.

—Esta noche no quiero que quede nada por decir. Debemos ser sinceros. Los dos hemos tenido tiempo de mirarnos por dentro. Llevo meses pensando en ti, Fernando, en lo que siento por ti. Te quiero mucho y lo sabes, pero no estoy enamorada de ti. ¿Podría estarlo? Quizá… Ya sabes cómo me han educado… cuántas veces hemos escuchado decir a nuestros mayores que el amor es algo que surge con el tiempo, que lo importante es el respeto, el afecto, el compartir unos principios… Tú y yo nos tenemos respeto y mucho más que afecto, nos queremos, y compartimos principios, nos han educado en la bondad. Pero ¿es suficiente? Creo que no lo es para ninguno de los dos. Ambos tenemos hambre de más. Podríamos ser felices y acomodarnos a una relación sin sobresaltos sustentada en un cariño sólido y sincero. Para mí sería la salvación, pero tú no te lo mereces.

—Te he querido desde que éramos niños —le recordó él.

—Sí, eso es verdad, pero ¿me sigues queriendo igual? Creo que no, Fernando, creo que no. De la misma manera que Marvin se cruzó en mi vida, Zahra Nadouri se ha cruzado en la tuya. Puede que no quieras aceptarlo, pero yo estoy segura de que esa mujer te ha tocado el alma igual que Marvin me la tocó a mí. Entre tú y yo hay dos personas, Marvin y Zahra. ¿Podríamos ser felices ignorándolos?

—Entonces ¿cuál es la solución? —preguntó Fernando.

—No me engaño, no quiero engañarme. Por eso, por lo mucho que nos queremos, porque nos tenemos el uno al otro, debemos tomar una decisión.

—Si no hubiera guerra podríamos hacerlo, pero ¿adónde podemos ir en estas circunstancias? Tú no quieres regresar a España y yo no tengo adónde ir.

—Si los Aliados ganan la guerra, no permitirán un dictador como Franco en España.

—No estoy seguro, Catalina… no lo estoy… Las potencias tienen sus propios intereses. Veremos quién gana y, sobre todo, qué queda de Europa cuando la guerra termine. Hasta entonces quizá no podamos hacer otra cosa que esperar.

—¡Yo no quiero esperar! ¡Nos volveremos viejos esperando!

—¿Y qué propones que hagamos?

—Irnos, Fernando, irnos a otro lugar. Si descartas que vayamos a Francia, al menos vámonos a América. ¿Qué más te da un lugar que otro? Sabes que tengo que encontrar a Marvin y resolver de una vez por todas mi situación con él. Quiero que conozca a su hija y ver si es capaz de negarla. Mi vida depende de esa conversación con Marvin. Ayúdame.

—¿Y qué haríamos en Nueva York? ¿De qué viviríamos?

—Si hemos conseguido sobrevivir aquí, no veo que no podamos hacerlo en Nueva York. Tú hablas un inglés excelente, podrías seguir trabajando como editor. Wilson puede recomendarte. En cuanto a mí… ya no sé ni en qué idioma hablo; he aprendido a defenderme en árabe y en inglés, incluso sé un poco de griego porque Dimitra de vez en cuando me enseña frases… Haré cualquier cosa. No me importa fregar, limpiar las casas de la gente. Supongo que en todas partes necesitan personas de servicio.

—¡Por Dios, Catalina! ¡Jamás consentiría que tuvieras que fregar!

—¿Y por qué no? Es un trabajo tan digno como otros. En realidad no sé hacer nada salvo tocar un poco el piano. No terminé mis estudios.

—Tienes una buena educación.

Catalina rio y volvió a abrazarle, aunque esta vez el abrazo fue apenas un ligero contacto.

—Sí, sé cuándo una mesa está bien puesta, distingo para qué sirven los cubiertos y nunca se me ocurriría meterme el dedo en la nariz. Me siento con las piernas juntas y sé vestir adecuadamente en cada ocasión. Puedo ser una buena anfitriona, llevar una conversación y hacer que los invitados se sientan cómodos. Incluso puedo hablar con aplomo de cosas que desconozco. Ah, se me olvidaba, también sé coser. ¿Te parece que todo esto es una buena educación? Pues a mí no, Fernando.

—Acabas de hacer una caricatura. Tú sabes que una buena educación son otras cosas.

—¿Ah, sí? Dime cuáles…

—Mira, tú vales más que todo lo que acabas de decir.

—Te agradezco que me valores. Eres la única persona cuya opinión me importa. ¿Sabes?, no sé qué habría sido de mí sin ti. No sé si hubiese podido sobrevivir. Cuando pienso en cómo llegamos hasta aquí… lo que pasamos en el barco del capitán Pereira… y luego en esta ciudad. Por momentos creí que iba a volverme loca. No comprendía nada, me resultaba todo tan diferente… Pero sobre todo no me gustaba nada de cuanto veía. Y ya ves… ahora he llegado a apreciar Alejandría. No te diré que he descubierto el alma de la ciudad, pero al menos ya no me siento tan extraña en ella.

El amanecer los sorprendió hablando. Fernando descargó su conciencia en los oídos de Catalina. Le contó cómo le había manipulado Benjamin Wilson y por qué había acompañado a Zahra a El Cairo y luego a Praga. No ocultó tampoco que había vuelto a matar y cómo los muertos le visitaban cuando cerraba los ojos.

Ella no se escandalizó, ni mucho menos le juzgó. Le escuchaba atenta y cuando Fernando terminó de contarle cuanto había vivido en aquellos meses en que se habían distanciado, Catalina le aseguró que le comprendía, que había hecho lo que debía. No hubo ni una sombra de reproche en su mirada y mucho menos en sus palabras. Y saberla de su parte le reconfortó.

—A veces no hay más remedio que elegir entre nuestra vida y la de otros. No tuviste otra opción que matar a ese nazi. Yo hubiera hecho lo mismo —afirmó Catalina.

Fernando supo que no eran palabras de consuelo, sino que decía la verdad.

Aquella mañana, cuando Fernando llegó a trabajar, tanto Sara como el viejo editor Athanasios Vryzas notaron que en él se había producido un cambio. No hubieran podido decir en qué había cambiado; acaso fuera que el rictus de sus labios se había suavizado y que su mirada parecía en calma. Sara y Vryzas pensaron que ese cambio sutil se debía a una mujer; quizá Zahra, sí, acaso había pasado la noche en brazos de la bailarina.

Fernando le pidió a Leyda Zabat que le avisara cuando el señor Wilson llegara, pero la secretaria le dijo que el librero no vendría. Le hacía en El Cairo y no regresaría hasta el último día del año. Tendría que esperar para verle.

Más tarde Sara le hizo una seña para hablar con él. Le invitó a la fiesta de fin de año que iba a celebrar en su casa y a la que, según dejó caer, asistiría Zahra. Pero Fernando se disculpó, ya se había comprometido para cenar en casa de Ylena con el resto de los huéspedes, aunque le agradeció a Sara la invitación.

Ella no insistió.

Catalina y Fernando parecían felices aquella última noche de 1943. O eso les pareció a cuantos participaron de la cena.

A Ylena le extrañó que Catalina apenas prestara atención al doctor Naseef por más que éste no dejaba de estar atento a ella. No se le escaparon las miradas que cruzaban Catalina y Fernando y se preguntó si por fin aquellos dos habían decidido lo que sería lo mejor para ellos y, desde luego, lo más sensato: unirse como pareja.

El padre Lucas también los observaba preguntándose qué había cambiado entre ellos, y le dio pena la mirada entristecida del doctor Naseef. El médico empezaba a sentirse fuera de lugar.

Una vez hubieron brindado por la llegada de 1944, los invitados comenzaron a marcharse. Habían dejado la medianoche atrás y al día siguiente todo seguiría igual en Alejandría.

Catalina fue a ver si Adela dormía y luego acudió a la habitación de Fernando. Ylena la vio entrar. Lo que no imaginaba era que en aquella intimidad lo único que había entre Catalina y Fernando eran palabras. Esa noche Fernando volvió a hablarle de Zahra, de lo que creía sentir por ella, de su confusión. No se ocultaron nada. Se habían reencontrado y apuraban las horas conscientes de que aunque llevaban dos años viviendo bajo el mismo techo, habían estado muy lejos el uno del otro.

Tomaron una decisión: no iban a dejar pasar más tiempo sin escribir a sus familias en Madrid. Ambos sabían que tanto Isabel como doña Asunción estarían sufriendo por ellos.

Durante una temporada Fernando no volvió a ver a Zahra. Ni él la buscó ni ella hizo nada por encontrarse con él.

No se vieron hasta bien mediado el mes de marzo de 1944, cuando asistió a una velada literaria en la librería. Sara seguía haciendo de Wilson&Wilson un lugar de debate sobre poesía y filosofía. Fernando disfrutaba de aquellas veladas. Había logrado hablar con alguna fluidez el árabe, de manera que no se sentía ajeno a las conversaciones que se mantenían en aquel idioma, aunque el inglés y el francés solían ser las lenguas predominantes entre los que concurrían a los encuentros organizados por Sara.

En realidad no sabía que ella acudiría aquella tarde de marzo en la que llegó a Alejandría la mala noticia de que la Wehrmacht había ocupado Hungría.

Sara recibió a Zahra con alegría, recriminándole con cariño que hubiera faltado a las anteriores veladas. Ella se disculpó recordándole que su abuela no se encontraba bien de salud y que, excepto para trabajar, apenas salía.

Fernando no sabía qué hacer, si esperar a que ella hiciera un gesto indicándole que se acercara o adelantarse él. Optó por lo último, de manera que se plantó ante Zahra mientras sentía las miradas de los asistentes fijas en ellos dos. En Alejandría eran muchos los que creían que habían sido amantes pero que en los últimos tiempos la relación se había enfriado, así que verlos juntos de nuevo serviría para amenizar otro tipo de veladas.

Zahra le sonrió y a él le tranquilizó su sonrisa. Sara se apartó dejándolos solos.

—Me alegro de verte —dijo ella con sinceridad.

—No he querido molestarte —se excusó él.

—Y has hecho bien. Necesitaba pensar. Después de lo que hemos vivido necesitaba recomponerme por dentro. No ha sido fácil. Además, mi abuela ha estado muy enferma.

—Lo siento.

—Ya está mejor, pero he temido por su vida. No sé qué habría hecho si ella… si hubiera muerto.

—Si me hubieras avisado no habría dudado en intentar ayudarte en lo que pudieras necesitar o, al menos, en acompañarte.

—No me he sentido sola. Sara y Benjamin han estado conmigo.

—¡Vaya! —exclamó sorprendido—, podrían habérmelo dicho…

—No, no podían porque yo no he querido que te dijeran nada. Prefería no verte, Fernando.

Él no supo cómo interpretar sus palabras. Pero le dolieron.

Athanasios Vryzas se acercó para indicarles que se sentaran. El joven poeta invitado estaba preparado para leer un poemario que aquel mismo día había visto la luz.

Se sentaron el uno junto al otro y aunque parecían atentos a los versos, en realidad no escuchaban. Intentaban intuir qué pensaba y sentía el otro.

Cuando terminó el recital de poesía Sara abrió un turno de debate y sus invitados, como siempre hacían, participaron con entusiasmo. Fernando solía ser de los primeros en hablar, pero en aquella ocasión permaneció en silencio.

Ya había caído la tarde cuando Sara despedía a sus últimos invitados. Zahra se ofreció a llevarla en coche puesto que Benjamin no había asistido a la velada. Ella aceptó, lo que era un contratiempo para Fernando, que ansiaba poder estar con Zahra a solas.

Aquella noche no durmió bien. Fue Zahra quien habitó su sueño, y se despertó de madrugada envuelto en sudor. Abrió la ventana para dejar entrar el aire fresco de la primavera.

No podía engañarse: Zahra le evitaba. Le había parecido que se alegraba de verle e incluso la sintió cerca cuando, sentados el uno junto al otro, habían asistido la tarde anterior a la velada poética. Pero después se había marchado despidiéndose con indiferencia.

No, no podía engañarse. Debía conformarse con seguir siendo un perdedor.

Al día siguiente se presentó en el trabajo antes de que llegara Vryzas y el resto de los editores. Leyda Zabat seguía siendo la llave para llegar a Benjamin Wilson, así que fue a ella a quien preguntó si podía recibirle. Leyda le hizo pasar de inmediato.

Wilson parecía preocupado, pero desplegó ante Fernando sus habituales dotes de amabilidad. Hablaron un buen rato del trabajo en la editorial y de los últimos rumores sobre la marcha de la guerra. Cuando la conversación comenzó a decaer, Fernando sacó dos sobres y se los entregó.

Benjamin Wilson miró a quién iban dirigidos y aguardó a que Fernando se explicara.

—Quería pedirle que los hiciera llegar a Madrid. Tanto la familia de Catalina Vilamar como la mía hace demasiado tiempo que no saben nada de nosotros. No queremos que sepan dónde estamos, por eso acudo a usted.

—Intentaré que lleguen cuanto antes.

No se dijeron más.