15

Madrid

La calle parecía tranquila. Era una calle no demasiado larga que sobre todo resultaba armónica. A un lado casas y enfrente los muros de un convento de monjas de clausura.

Adela sintió un escalofrío. En esa calle habían nacido su madre y Fernando. Allí habían jugado de niños. Allí habían crecido. Allí aún vivían sus madres. Aquél había sido el mundo del que habían escapado. En el caso de su madre, sabía por qué; en el de Fernando, intuía que había algo más que el amor incondicional que siempre había sentido por Catalina.

Adela buscó el número 6 y entró en el portal. Era una casa señorial. El portero le salió al paso.

—¿Adónde va?

—Voy a casa de la señora Vilamar —dijo con una voz menos segura de lo que le hubiera gustado.

—Tercero izquierda. ¿La espera?

—Sí, lleva mucho esperándome.

Subió en el ascensor y se paró durante unos segundos delante de la puerta sin atreverse a apretar el timbre. Dudó si volverse atrás, pero dio un paso para no arrepentirse. Escuchó el sonido del timbre y luego unos pasos lentos dirigiéndose a la puerta, que se abrió y ante ella apareció una mujer entrada en años, rostro bondadoso y el cabello blanco primorosamente recogido en un moño, vestida con una falda y un jersey de color gris.

—Buenos días, ¿qué desea? —preguntó la anciana, mirándola con cierta sorpresa.

—¿Asunción Vilamar?

—Sí, soy yo.

—Abuela…

—¡Dios mío!

Se abrazaron espontáneamente y a su contacto Adela sintió la fragilidad de la anciana.

—No puede ser… no puede ser —exclamó doña Asunción.

—Sí, abuela, soy yo… ¡Tenía tantas ganas de conocerte!

Lloraron abrazadas. Ninguna de las dos intentó reprimir las lágrimas. Adela sintió el temblor del cuerpo de su abuela y temió que la sorpresa pudiera perjudicarla. Permanecieron así un buen rato. Asunción Vilamar temía que si aflojaba el abrazo Adela se evaporara como si de un sueño se tratara.

Luego, cuando las dos se hubieron repuesto, doña Asunción la invitó a pasar.

El salón daba a la calle. Dos balcones que miraban hacia los muros del convento. Todo estaba muy limpio, aunque se notaba en los sillones el desgaste del paso de los años.

Doña Asunción insistió en traerle algo para comer, pero Adela no quiso.

—Por favor… sólo quiero verte, estar contigo, conocerte…

—Pero es temprano. Al menos un café…

Y hablaron. Se escucharon la una a la otra. Tenían que ponerse al día de lo sucedido en los últimos treinta y cuatro años, los años que había cumplido Adela.

Y le contó todo. Que había nacido en un mercante en el Atlántico mientras un submarino alemán intentaba mandarlos al fondo del mar. Su infancia feliz en Alejandría. Su adolescencia en París. Su juventud en Boston. También le hizo las mismas preguntas que Catalina había respondido pero que nunca la habían dejado satisfecha. ¿Había sido tan terrible aquella España para que por estar embarazada su madre hubiera tenido que escapar? Llevaba dos días en Madrid y no le parecía que la gente fuera como Fernando y su madre se la habían descrito. No había visto esa España triste y opresiva; todo lo contrario, lo único que había notado en la gente era un deseo infinito de libertad.

Doña Asunción le explicó con detalle cómo había sido la España que resultó de la Guerra Civil. Le reconoció que aunque su marido y ella, además de católicos, eran monárquicos, habían recibido con alivio el triunfo de Franco «porque la anarquía dominaba el país», pero que luego, con el transcurrir de los años, también se había cuestionado que Franco hubiera sido la mejor solución.

—Cuando tanta gente ha tenido que aprender a vivir callada, a disimular, te das cuenta de que eso no es normal. Si la gente tiene miedo es que las cosas no son como deberían ser. Ahora veremos qué pasa con Franco muerto… Yo confío en que todo salga bien. Los jóvenes no tienen por qué heredar lo que nosotros hicimos mal. Tienen derecho a buscar su propio camino, para ellos y para España. Es su tiempo y debemos dejarles que decidan. La España de hoy no es la de mi juventud, donde una mujer estaba señalada para siempre si se quedaba embarazada fuera del matrimonio. ¿Sabes?, aunque he sufrido mucho por su ausencia, creo que Catalina hizo bien no resignándose a casarse con Antoñito y mucho menos a dejar que la menospreciaran por tenerte a ti. Sólo se equivocó en una cosa.

—¿En qué, abuela?

—En la elección de tu padre. El Poeta del Dolor… He leído algunos de los poemarios de Marvin. Reconozco que es un gran poeta, pero es un mal hombre. Debería haber asumido su paternidad. Pero así son muchos hombres, se aprovechan de un momento de debilidad de una mujer y luego se desentienden. Ojalá Catalina hubiera tenido ese momento de debilidad con Fernando.

—Para mí ha sido un padre. No imagino otro que no sea él.

—Pero ¿por qué no se han casado? Todos estos años viviendo juntos…

—Juntos pero separados. No son pareja, abuela; me costó aceptarlo, pero es así. Claro que Fernando se casaría con mi madre, aun ahora, pero ella no quiere. Está obsesionada con Marvin, pero también dice que no es justo que Fernando renuncie a vivir por ella, y sin embargo es lo que ha consentido que hiciera. Hubo una mujer… Zahra…

—Sí, Piedad nos habló de ella, la vio cuando fue a París a buscar a Eulogio.

—Una mujer especial. Más que guapa, de ella trasciende una fuerza extraordinaria. Creo que Fernando ha estado enamorado de ella, pero es tan tozudo como mi madre. Ella se ha empeñado en casarse con Marvin y él en casarse con mi madre. Si no cumplen sus empeños darán por fracasadas sus vidas, pero son empeños que van en paralelo, y nunca podrán confluir.

Doña Asunción le habló de su marido, don Ernesto, de su pena por la huida de Catalina, de cómo sacó valor para enfrentarse a don Antonio, de su dolorosa enfermedad, de su muerte llamando a su hija.

Le habló de Isabel y de Piedad. De sus vidas reducidas a la condición de viudas, de su renuncia a todo lo que no fuera esperar el regreso de los hijos.

Pasado el mediodía Adela se despidió de su abuela prometiendo que regresaría a la hora de cenar. Doña Asunción se comprometió a invitar a Isabel, que, al igual que ella, esperaba no morirse sin haber abrazado por última vez a su hijo.

También insistió a Adela para que se quedara a dormir en su casa, pero ella desechó la idea. Formaba parte de un equipo enviado por el periódico y estaba en Madrid para trabajar, pero prometió que se verían todos los días. No quiso decirle que había un periodista de la CBS, que también estaba en Madrid para cubrir la muerte de Franco, con el que vivía desde hacía unos meses. Quizá eran demasiadas sorpresas para su abuela.

Aquella noche, cuando Adela regresó a casa de su abuela conoció a Isabel. La madre de Fernando reprimió una exclamación al verla y miró a Asunción como si quisiera decirle algo sin necesidad de palabras. Pero Asunción esquivó la mirada.

Al igual que por la mañana, Adela habló y habló intentando dar respuesta a todas las preguntas de Isabel. No les mintió. Les dijo que la casa donde mandaban las cartas era en la que habían vivido desde que dejaron Alejandría y que por más que había insistido a su madre y a Fernando para que al menos fueran a Madrid, ellos se habían negado; en el caso de su madre, por su obstinación de regresar casada con Marvin, y en el de Fernando… hubo de reconocer que, además de por estar con su madre, intuía que había algún otro motivo que sólo él y Catalina conocían. Isabel aseguró que no alcanzaba a saber cuál podía ser ese motivo, pero estaba de acuerdo en que tenía que haberlo.

En París, Catalina y Fernando aguardaban expectantes las llamadas de Adela. Desde que estaba en Madrid los había llamado con asiduidad. La notaban contenta, aunque Adela hizo algún que otro reproche a su madre por no haberle permitido conocer a su abuela todos aquellos años. Habían perdido mucho tiempo. Adela no podía dejar de pensar cómo habría sido crecer con una abuela como Asunción, incluso añoraba a su abuelo Ernesto, que de tanto escuchar hablar de él a su abuela ya le daba por conocido. Además, la casa de la calle de la Encarnación estaba a rebosar de fotos de la familia.

Cuando hablaba con Fernando, éste le pedía siempre que le explicara lo que estaba sucediendo en España. No es que no supiera lo que pasaba, puesto que escuchaba las noticias en la radio y veía la televisión, pero parecía como si lo que le contaba Adela tuviera más valor.

Ella insistía en que veía a los españoles decididos a coger las riendas de su futuro. Había imaginado siempre España como un país siniestro y de repente se había encontrado con una sociedad dinámica que ansiaba homologarse políticamente al resto del mundo.

—Te digo que el Régimen no sobrevivirá. No te preocupes —le aseguró a Fernando por teléfono.

—¡Pero si Arias Navarro es presidente! Tú no tienes ni idea de quién es —le replicó Fernando.

—No durará mucho, no se entiende con el rey.

—¡Pero si al rey le ha puesto Franco! —gritó Fernando, convencido de que Adela ni sabía ni entendía nada.

—Mira, la que está aquí soy yo y hablo con gente y te aseguro que Juan Carlos no tiene intención de perpetuar el Régimen de Franco, pero tiene que ser cauto.

—¡No queremos un rey! ¡Viva la República!

—Pues vais a tener un rey, más vale que te hagas a la idea. Además, tener un rey no es ni bueno ni malo, depende de si España se convierte o no en un país democrático, y si alguien puede hacerlo es él, salvo que los españoles queráis volver a liaros a tiros los unos contra los otros.

—¡No sabes lo que dices!

—Digo que Juan Carlos es el jefe de Estado y el jefe de los Ejércitos y que los militares a regañadientes le obedecen y, por tanto, sólo con mano izquierda y paciencia podrá ir desmontando el Régimen que ha durado cuarenta años. Claro que me doy cuenta de que los españoles sois de blanco o de negro, estáis poco dotados para los matices.

—Tú también tienes una parte de española aunque Marvin sea norteamericano —le recordó él.

—No, yo soy ciudadana de la Atlántida, el continente perdido —bromeó ella.

—Será una catástrofe —auguró Fernando.

—No, no lo será, salvo que los viejos obstinados como tú os empeñéis en lo contrario.

—Digas lo que digas, a los franquistas habría que juzgarles y fusilarles, no hay perdón para lo que han hecho.

—Pues si los que perdisteis la guerra decidís hacer ahora lo mismo que hicieron con vosotros los que la ganaron, entonces el país no tendrá remedio. ¿Qué quieres, que los próximos cuarenta años sean otros los represaliados, los que tengan que huir? Creo que la gente no piensa como tú, o al menos la mayoría. Aquí se tiene ganas de pasar página y empezar un capítulo nuevo. Además, te recuerdo que es precisamente el PCE quien lleva, desde el año 56, apostando por la reconciliación nacional.

—No hablo de represalias, sino de justicia… ¡Qué sabrás tú de lo que hicieron! A mi padre le fusilaron y era un buen hombre cuyo delito fue luchar a favor del orden constitucional.

Pero si en lo que a política se refería no eran capaces de ponerse de acuerdo, menos aún eran capaces de hacerlo en lo que se refería a Asunción e Isabel, «sus abuelas», como las denominaba Adela.

—Ya es hora de que te dejes de tonterías y vengas a ver a tu madre. ¿Sabes cuántos años tiene?

—¡Cómo no lo voy a saber! ¡Es mi madre!

—Pues ha cumplido ochenta años, los mismos que mi abuela.

Pero por más que Adela intentaba comprometerle para que volviera, Fernando esquivaba hablar del tema.

Adela tampoco tenía mejor suerte con su madre. Cuando le insistía en que debía regresar, Catalina no respondía por más que ella le aseguraba que España no era la misma que la de su juventud, que a nadie le importaba si los otros estaban casados o solteros, que el ansia de libertad era demasiado grande. Pero Catalina se limitaba a apretar los labios.

No quería decirle a su hija que si no regresaba no era sólo por ella sino también por Fernando. No podía dejarle. Estaba cansada y ansiaba volver a ver a su madre, pero el precio era dejar a quien había sido su compañero más leal, al hombre que la había querido y brindado una generosa protección sin pedirle nada a cambio.

Fernando no regresaría a España, de eso estaba segura. Sabía que temía lo que pudiera suceder. Había matado a dos hombres y podían hacerle pagar por sus muertes. Pero eso no podía decírselo a Adela. Sólo Eulogio y ella habían sabido lo que Fernando había hecho aquel día cerca de la cárcel de las Comendadoras. Además, a ella la podían considerar cómplice puesto que le había dado a Fernando el arma con el que había segado las vidas de Roque y Saturnino Pérez.

Adela no comprendía a su madre ni tampoco a Fernando. Se habían estancado en el pasado y guardaban en la retina la imagen de una España que ya no existía. Sin duda aquella España había sido tan terrible como ellos la recordaban. Nadie puede sobrevivir íntimamente y sin quebrantos a una guerra civil. Pero un país no es una foto fija.

Por otra parte, estaba disfrutando de su estancia en Madrid. No sólo porque había conocido a su abuela y de alguna manera se había reencontrado con una parte de sí misma que se mantenía en suspenso, sino porque estaba viviendo una relación que la hacía feliz. Peter Brown era un colega de la CBS con el que había comenzado una relación antes de viajar a España. Ninguno de los dos imaginaba que los iban a enviar a Madrid, de manera que estaban viviendo aquellos días con una doble pasión, la que sentían en el uno por el otro y la de estar asistiendo a un momento histórico.

Apenas se veían durante el día, pero las noches eran suyas. Adela le propuso llevarle a casa de su abuela y Peter aceptó sin reservas.

Doña Asunción invitó a Isabel la tarde en la que su nieta y su pareja la visitaron. A Peter le impresionó la dignidad de las dos ancianas. Se notaba que en cada una de sus arrugas había un episodio de sufrimiento al que en ningún caso se refirieron; no obstante, él no pudo dejar de preguntarles su opinión sobre lo que podía pasar en España.

Doña Asunción se lo resumió:

—Yo gané la guerra e Isabel la perdió. Pero en realidad la perdimos las dos. ¿Crees que fue fácil vivir en un país que estaba sembrado de muertos? No, todos teníamos nuestros muertos, cuentas pendientes con el contrario.

Isabel asentía hasta que se decidió a intervenir:

—Era difícil dominar el odio, sabiendo que la persona con la que te cruzabas por la calle podía ser la que había disparado en el Frente a tu marido, a tu hermano, a tu hijo, o el que más tarde les había delatado o el que le fusiló… No todos los vencedores son como Asunción, no todos se comportaron como ella lo hizo. Algunos se mostraban arrogantes y dieron rienda suelta a su rencor, mientras que los que habíamos perdido teníamos que sellar los labios, apretar los dientes y encajar todos los golpes. Aprendimos a vivir en silencio, temiendo que una palabra de más pudiera enviarnos al Infierno. Luego… luego te vas acostumbrando y al final crees que vives en una cierta normalidad. Pero es una sensación engañosa porque no hay normalidad en ninguna vida si no es con libertad. Te engañaría si dijera que no te resignas y que un día dejas de esperar.

—¿Y ahora? —preguntó Peter, mirando con respeto a las dos ancianas.

—Ahora los jóvenes tienen que ganarse el futuro. Pueden hacerlo. Esto no durará mucho. Arias Navarro no podrá aguantar. Nuestro país constituye una anomalía dentro de Europa —afirmó Isabel.

—Así que no cree que el Régimen intente sobrevivir —insistió Peter.

—Aunque lo pretenda, no podrá. No se puede ir en contra de la Historia. Además, la sociedad española de hoy nada tiene que ver con la de la guerra —se reafirmó Isabel.

—¿Habrá un ajuste de cuentas? —quiso saber Adela.

—¿Ajuste de cuentas? —Isabel parecía no comprender la pregunta de Adela.

—Sí, imagínate que Arias Navarro cae y que pudiera haber un Gobierno democrático, ¿pedirían cuentas a los franquistas?

—Deberíamos de pedírselas, pero no creo que la gente quiera hacerlo. O al menos no creo que la mayoría quiera. Otro enfrentamiento… No, ya tuvimos demasiado. Todos estos años hemos vivido junto a nuestros enemigos y ellos han vivido junto a nosotros, que su vez éramos sus enemigos aunque nos hubieran vencido. Los jóvenes tienen la oportunidad de construir un país diferente.

—¿No le gusta el rey? —preguntó Peter.

—No soy monárquica, no me gusta la monarquía. Y este rey… está por ver qué va a hacer. Pero creo que, salvo Asunción y unos pocos en España, no hay muchos monárquicos, ni siquiera los franquistas lo son.

Adela y Peter escuchaban a las dos ancianas con interés, maravillados de que fueran amigas a pesar de sus profundas diferencias políticas y biográficas. Pero entendieron que había algo que las unía, el sufrimiento, y que ninguna de las dos quería que se diera marcha atrás.

Peter ayudó a Adela a entrevistarse con algunos miembros de la oposición al franquismo. Todos permanecían expectantes ante el futuro.

Catalina y Fernando tuvieron que aceptar que Adela desvelara a sus abuelas que ellos vivían en París. Ni siquiera se atrevieron a protestar cuando ella se lo dijo. Hacía tiempo que habían perdido la capacidad de influir en Adela y habría sido inútil reprochárselo. Actuaba según creía conveniente y había decidido decirles a aquellas ancianas toda la verdad, o al menos la verdad que conocía.

Isabel y Asunción insistieron a Catalina y Fernando en que les permitieran ir a París; Adela y Peter las acompañarían. Pero ellos se negaron. No se sentían capaces de reencontrarse con sus madres porque, si lo hacían, se derrumbarían y no podrían seguir manteniendo la ficción en que habían convertido sus vidas.

Adela se enfadó. Incluso los amenazó con no volverlos a ver, pero tanto Catalina como Fernando se mantuvieron impermeables a sus amenazas y le pidieron que respetara su decisión. Aun así, ella no podía aceptar esta decisión ahora que había conocido a aquellas dos ancianas que si todavía tenían ganas de vivir era con la sola esperanza de abrazar a sus hijos.

El tiempo a veces se empeña en correr más deprisa de lo que uno quiere. Sin darse cuenta, 1976 se había instalado en sus vidas, de manera que para Adela supuso un revés que su periódico le ordenara regresar a Nueva York. Arias Navarro había dimitido como presidente a instancias del rey, que había preferido a su lado a un hombre joven, Adolfo Suárez, capaz de dar la puntilla al Régimen que debía desaparecer.

Peter aún se quedaría en Madrid, lo que aumentaba el malhumor de Adela. Pero no tenía otra opción. Si algo tenía claro era que no quería vivir en otro lugar que no fuera Nueva York. En ningún caso quería hacerlo en París, por más que su madre y Fernando estuvieran allí. Tampoco se habría quedado en Madrid. No es que la ciudad no le gustara, es que le había costado hacerse con una vida, la suya. Ya no era un apéndice de su madre. Sin embargo, el precio era estar lejos y una cierta soledad que se había mitigado desde que conoció a Peter.

Aun así, se sentía en paz por haber conocido a su abuela, lo que la había ayudado a recolocar algunas piezas de su identidad.