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Madrid

Don Antonio paseaba impaciente por el almacén. Aquella mañana se había peleado con su mujer, a la que había reñido por gastar más de lo debido en los preparativos de la boda de Antoñito. Para «la Mari» todo era poco tratándose de su hijo. Estaba empeñada en que su marido se hiciera con un piso en la calle Arenal, que era de una familia que tenía dificultades. Nada que don Antonio no hiciera habitualmente. Ya estaba encargando muebles al gusto de Antoñito y se había comprado un corte de tela de brocado para hacerse el vestido para la boda. Sería la madrina y, por tanto, tenía que lucirse. A sus hijas, Paquita y Mariví, les había comprado dos cortes de terciopelo, a una azul marino y a la otra verde botella.

No contenta con eso, ya había encargado los anillos de oro macizo para Catalina y Antoñito y había comprado un collar de perlas auténticas para la pedida. Se iban a enterar los Vilamar de lo que era emparentar con los Sánchez.

Por eso había insistido a su marido para que se comprara un chaqué. Él se había negado y ahí había empezado la pelea que, como bien sabía don Antonio, no terminaría hasta que ella se saliera con la suya. Por si fuera poco, don Ernesto le había llamado a primera hora para decirle que era urgente que se vieran. Justo el día en que le llegaba un cargamento que le vendría estupendo para la Navidad, cuando subirían todos los precios.

Don Ernesto llegó a las once en punto. El rostro serio y el gesto cansino del hombre alertaron al tendero.

—¿Qué es eso tan urgente de lo que tenemos que hablar? —preguntó por todo saludo y con malos modos.

—¿Podemos hablar en privado? —contestó don Ernesto, al tiempo que echaba una mirada a los mozos que trasteaban por el almacén.

—Vaya… pues sí que debe de ser importante… Venga, aquí en el almacén no tengo mucho sitio, pero al fondo hay un cuarto con una mesa y un par de sillas; allí hablaremos.

Cuando estuvieron sentados el uno frente al otro, don Ernesto bajó la mirada intentando encontrar las palabras que tanto había ensayado.

—No tengo mucho tiempo para atenderle, así que dígame qué quiere. Si es dinero, no me lo pida, estoy harto de mantener a toda su familia. Y la boda de mi hijo con su hija ya me está costando un riñón.

»Por cierto, ¿cuándo regresa Catalina? Mi mujer dice que no es normal que esté tanto tiempo fuera.

—De eso venía a hablarle —respondió don Ernesto con la voz cargada de aprensión.

Don Antonio le miró con desconfianza; de repente pensó que le iban a dar alguna mala noticia y eso le enfadó aún más de lo que estaba habitualmente.

—Pues usted dirá.

—La boda entre mi hija y su hijo no se va a celebrar. Catalina no quiere casarse. No quiere a Antoñito y dice que sin quererle no se casará.

—¡¿Cómo dice?! ¡De eso nada! Habrá boda, claro que habrá boda, aunque tenga que arrastrar a su hija hasta el altar. ¡La muy zorra!

—¡¿Cómo se atreve a insultar a mi hija?! —Don Ernesto se puso en pie indignado por la ofensa a Catalina.

—¡La insulto a ella y le insulto a usted e insulto a toda su familia! ¡Son unos muertos de hambre que si no fuera por mí ya no tendrían ni un techo donde vivir! ¿Sabe usted lo que me debe? Sí, claro que lo sabe. Por eso a su hija más le vale ir al altar sin rechistar, de lo contrario le exigiré el pago inmediato de la deuda, y si no paga irá a la cárcel.

Don Ernesto seguía de pie y notaba que la mandíbula le empezaba a temblar.

—No habrá boda. Catalina así lo ha decidido y así será. Siento los inconvenientes que les hemos causado, aunque creo que a su hijo tampoco le importará demasiado, nunca ha demostrado estar enamorado de Catalina. Es lo mejor para los dos.

Don Antonio dio un puñetazo en la mesa con tal violencia que volaron los papeles que estaban encima, y don Ernesto empezó a temer que la cosa fuera a mayores cuando el tendero se plantó ante él, le agarró por las solapas de la chaqueta y empezó a zarandearle.

—¡Muerto de hambre! ¡Sinvergüenza! ¡Malnacido! Dígale a su hija que o se casa o no me conformaré con meterle a usted en la cárcel sino que acabaré con ella. ¡Esa zorra no se casará con nadie si no se casa con mi Antoñito!, ¡eso como que me llamo Antonio Sánchez!

—No le consiento sus insultos. Me está ofendiendo a mí y a mi hija. Haga el favor de comportarse como un hombre cabal.

—¿Cabal? Si su hija no está aquí mañana mismo, aténgase a las consecuencias. Ejecutaré las deudas que tiene conmigo. Ya sabe lo que eso supone, tendrá que abandonar su casa, y su hermano tendrá que abandonar la finca. Se quedarán sin las tierras… Les meteré en la cárcel, le juro que si no hay boda usted y su hermano irán a la cárcel. Y su esposa y su cuñada se morirán de hambre en la calle. ¡Como que me llamo Antonio!

La indignación ante las amenazas e insultos estaba haciendo mella en don Ernesto, que a pesar del frío que hacía en el almacén sentía que el sudor le perlaba la frente.

—No voy a caer tan bajo devolviéndole sus imprecaciones. Recapacite y comprenda que no puedo obligar a mi hija a casarse si no quiere a Antoñito. Supongo que usted pretende lo mejor para su hijo y, por tanto, no querrá que se case con una mujer que no le quiere.

—Pues si no le quiere, ¡que se aguante! ¡Me han costado mucho dinero usted y su familia para que me vengan con éstas!

—En la vida el dinero no lo es todo, don Antonio. Haga usted lo que crea conveniente. Yo he venido a decirle que no habrá boda. Buenos días.

Haciendo un esfuerzo por mantener la dignidad, don Ernesto caminó con paso firme hacia la salida del almacén intentando hacer caso omiso a los insultos del tendero.

Cuando llegó a la calle respiró, y a pesar de la lluvia, que apenas dejaba ver, sintió alivio de estar al aire libre. Llegaría empapado a su casa, pero no le importaba. Necesitaba pensar. Sabía que las amenazas de don Antonio no eran fanfarronadas. Lo que más temía es que le quitaran las fincas a su hermano Andrés. Le pediría a don Bernardo que interviniera. Sabía que el cura no permitiría que el tendero llevara adelante sus amenazas. En cuanto a Asunción, seguro que su mujer se pondría a rezar de inmediato, ella siempre encontraba consuelo en el rezo.

A mediodía don Antonio fue a su casa. Tenía que contarles a su mujer y a sus hijos la visita de don Ernesto y el anuncio de que no habría boda.

«La Mari» estaba probando los fideos de la sopa del cocido.

—Llegas a tiempo —le dijo malhumorada.

Se sentó a la mesa junto a Antoñito y sus hijas a la espera de que su esposa sirviera la sopa.

—Está caliente —se quejó su hija pequeña.

—Pues te aguantas, soplas y te la comes —respondió su madre.

—Tengo que deciros una cosa… —Y miró a su mujer temiendo su reacción.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es? —preguntó ella con un deje de curiosidad.

—Catalina Vilamar no quiere casarse. Don Ernesto ha venido a decírmelo. —Observó a Antoñito esperando su reacción.

—No me importa —afirmó éste con indiferencia.

—¡Que no te importa! —gritó su madre—. Pero ¡cómo se atreve esa muerta de hambre a rechazarte! ¡No lo consiento, de ninguna manera! ¡Habrase visto la muy zorra!

—No me gusta Catalina, es una estúpida remilgada. Si me caso con ella tendría que estar dándole una tanda de bofetadas todos los días. Prefiero no casarme con ella —insistió Antoñito.

—¡Tú eres un idiota, hijo! ¡Un cretino! —volvió a gritar su madre.

—¡Cállate ya! —gritó a su vez don Antonio.

—¿Y qué vamos a hacer con los cortes de terciopelo para los trajes de la boda? —preguntó Mariví.

Su madre le dio un pescozón que le sirvió para dejar escapar parte de la ira que en ese momento sentía.

Mariví chilló, acusando el manotazo.

—¡No seas bruta! ¡No pegues a la niña! —exclamó airado don Antonio.

—Lo que tenemos que hacer es decir que no me quiero casar con ella porque es un poco puta, que coquetea con todos y que yo no me caso con cualquiera. Y de paso quiero que sepáis que a mí quien me gusta es Lolita. —Antoñito soltó la parrafada sin importarle el enfado de sus padres.

—¿Quién es esa Lolita? —quiso saber su padre.

—¿No has visto esa sastrería que han abierto en la Gran Vía? Dicen que allí les hacen los trajes a medida a los ministros del Generalísimo —explicó Antoñito—, y Lolita es la hija del dueño.

—¿Y tú de qué la conoces? —preguntó su madre, asombrada de no saber nada de la tal Lolita.

—Me la presentó Pepe Ramírez. Resulta que Lolita es su prima.

—¿Tu amigo del colegio? —preguntó curiosa su hermana Paquita.

—Sí, Pepe, mi amigo Pepe. Me llevó un día a ver la sastrería de su tío por si en algún momento padre o yo pudiéramos necesitar algún traje a medida. Lolita trabaja allí como cajera. Es una chica guapa y decente y la he visto en algunas ocasiones, eso sí, siempre acompañada de alguien. Sus padres son muy estrictos.

—¡La hija de un sastre! —«La Mari» estaba a punto de llorar.

—La hija del dueño de una sastrería, que no es lo mismo —respondió Antoñito de malhumor.

—Pero esa chica no es nadie —insistió su madre.

—Es lo que tiene que ser, una chica de una familia decente. Su padre es un patriota que cree que Franco es lo mejor que nos podía pasar. Él mismo luchó en la guerra. Lolita es recatada, obediente y sumisa, no como Catalina. Quiero casarme con ella y espero que no pongáis inconveniente. Insisto en que digamos a todo el mundo que soy yo quien no se ha querido casar con ella. —Antoñito miró a su padre pendiente de su respuesta.

Don Antonio estaba pensando en lo que decía su hijo. No era lo mismo casarle con la hija de un sastre que con una Vilamar, pero si la sastrería era la que él creía, una muy nueva que habían abierto en el centro, entonces el padre de la tal Lolita no era un muerto de hambre. Además, Pepe Ramírez era de una familia con posibles, tenían tres lecherías en Madrid.

—¡Te casarás con Catalina! Con todo lo que nos deben los Vilamar no tendrán otro remedio que obligar a que su hija se case contigo o, de lo contrario, les mandaremos a la cárcel. Antonio, díselo a tu hijo —exigió «la Mari».

Pero el tendero seguía rumiando sobre la situación. Desde luego que hundiría a los Vilamar y disfrutaría viendo a don Ernesto entrar en la cárcel por el impago de sus deudas, pero además, si decían que era Antoñito quien rompía el compromiso para casarse con la tal Lolita, al menos no habría humillación de por medio. No era lo que había pensado para su hijo, pero, dadas las circunstancias, podía ser una solución.

—Ernesto Vilamar me las pagará. En cuanto a esa Lolita… ya veremos… Iré a la sastrería para conocer a su padre. Pero, por ahora, nada de bodas.