16

Paris

Sara entregó a Fernando un ejemplar de Cuaderno de Tierra Santa.

—Es lo mejor que Marvin ha escrito —aseguró orgullosa.

—Y el que más ha corregido.

—Pero ha merecido la pena. Lo presentaremos primero en Nueva York, después en Londres, en otoño en París…

—¿Irá a Nueva York?

—Sí y… Zahra también irá.

Zahra. Sara había dejado de referirse a ella y poco a poco se había ido convirtiendo en uno de los fantasmas que le impedían conciliar el sueño.

No hablaba de Zahra ni siquiera con Catalina. De hecho, le dolía recordarla. Se preguntaba si de verdad la había querido, y se respondía que en realidad sólo había querido a Catalina. Por Zahra había sentido una pasión que aún le hacía temblar. Había matado por ella, sin embargo nunca pensó en renunciar a Catalina.

Si no hubiese sido por la tos de Sara, no se habría dado cuenta de que se había sumido en el silencio.

—¿Quieres acompañarme a Nueva York? —le preguntó.

—No, desde luego que no.

Se miraron. Ella esbozó una sonrisa y le cogió de la mano.

—Bien… quería decirte algo… No hace falta que te recuerde que soy muy mayor… demasiado. He decidido vender Wilson& Wilson. Tengo una buena oferta de una cadena de librerías de Londres.

—Pero… a Benjamin no le habría gustado…

—Desde luego que no. Pero lo habíamos hablado. No tuvimos hijos, él tampoco ha dejado familia directa, ni hermanos, sobrinos…

—Lo comprendo —respondió sin comprenderlo.

—En cuanto a la librería Rosent, tengo algo que proponerte.

Fernando se puso tenso temiendo que también le anunciara su cierre.

—La heredé de mi padre y él del suyo y mi abuelo a su vez del suyo… No quiero que desaparezca, pero al igual que con Wilson&Wilson, no tengo a quién legársela. He pensado que… bueno, quizá quieras comprármela.

—¿Comprarla? Yo… no creo que pueda pagar lo que vale… Nada me gustaría más pero… —La propuesta de Sara le había sorprendido tanto que no sabía en realidad ni lo que sentía ni qué responderle.

—Sé que no tienes dinero para comprar la tienda, pero no intento hacer un negocio contigo. En realidad pensaba legártela, pero he consultado a un abogado y te haría una faena si lo hiciera; tendrías que pagar tantos impuestos que luego no podrías salir adelante. No, es mejor que hagamos un contrato de compra-venta por una cantidad simbólica y con una adenda: la venta se hará efectiva el día en que yo me muera. Hasta ese momento seguiré siendo la propietaria. No me acostumbraría a pasar delante de la tienda sin sentirla mía.

Sara le dijo la cantidad y él negó con la mano. Era una suma tan nimia que le daba vergüenza.

—Ya te he dicho que sería una cantidad simbólica. Para ti la librería Rosent es importante, una parte importante de tu vida, tanto que no sabrías qué hacer fuera de aquí. Tú también has ido cumpliendo años, y aunque regresaras a España dudo de que pudieras adaptarte a vivir allí.

—Yo tampoco tengo hijos, ¿qué será de la librería cuando yo me muera?

—¡Ah, ése será tu problema! Yo no lo sabré porque estaré muerta. Puedes dejársela en herencia a Adela, puedes venderla o, quién sabe, a lo mejor aún decides tener una vida propia y te casas con una mujer joven y tienes un hijo. En todo caso, mereces que la librería Rosent sea tuya.

»Si aceptas mi oferta, se lo diremos a monsieur Dufort. Le pedí que tuviera los papeles preparados, sólo tenemos que firmarlos.

Fernando no encontraba las palabras para agradecerle su generosidad. En realidad le había elegido como el hijo que no tuvo.

—Gracias. Siento que no merezco su generosidad. Desde el día en que nos conocimos me ha protegido.

—Sí, tienes razón, el día en que entraste en Wilson&Wilson en Alejandría no supe por qué pero te «adopté», quizá tu mirada melancólica, tu determinación, tu sensibilidad. Benjamin me hacía bromas. Cuando se refería a ti lo hacía diciendo: «Qué tal tu hijo adoptivo» o «Qué novedades tenemos de tu hijo adoptivo». Él te apreciaba, Fernando, aunque nunca te lo manifestara. Siempre supo que la librería Rosent sería para ti y jamás me intentó disuadir de que no fuera así.

Fernando la abrazó y ella sintió la calidez del abrazo. Siempre le vería como un joven perdido.

—Tiene razón, Sara, nunca regresaré a España.

—Sí, claro que lo harás, pero no te quedarás allí. Ya es demasiado tarde. Pero tendrás que ir, porque tienes que mirar de frente el pasado. No puedes cambiarlo pero sí reconciliarte con lo que dejaste atrás. Dicen que puede haber una amnistía. Si es así podrás regresar sin temor, aunque estoy segura de que nadie te relaciona con la muerte de aquellos dos hombres. Benjamin lo sabía, pero es que él siempre sabía relacionar hechos aparentemente contradictorios. Aunque en realidad fuiste tú con tu ingenuidad quien le confirmaste lo sucedido. Cuando él te habló de dos hombres que habían aparecido muertos cerca de la cárcel donde había estado tu padre, no tenía ninguna seguridad de que tú tuvieras algo que ver con aquellas muertes.

—¡Me engañó!

—No, no te engañó, simplemente él era más inteligente que tú y que todos nosotros. Te diré algo más, siempre estuvo decidido a protegerte. Si alguien te hubiera señalado en España, él… bueno, él lo habría arreglado.

—Usted se lo habría pedido. —Fernando sonrió.

—No habría hecho falta. Él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mi hijo adoptivo. ¿Sabes?, creo que me hubiera gustado conocer a tu madre, pero ahora es demasiado tarde.

—A ella le habría gustado saber que yo tenía un ángel de la guarda.

Rieron mientras se apretaban las manos. Nunca se habían sentido tan cerca como en aquel momento.

Lo que ni Fernando ni Catalina esperaban era que Adela se presentara en París. Hacía años que no iba a verlos y tampoco había consentido que ellos se desplazaran a Nueva York.

Sólo estuvo un día, tiempo suficiente para discutir con su madre y para recriminar a Fernando por su tozudez.

Les habló de Isabel y de Asunción, de su soledad, pero sobre todo del dolor que sentían al no comprender por qué sus hijos se negaban a verlas.

—Yo tampoco lo entiendo y creo que las tres merecemos una explicación —les retó a ambos.

Estaban cenando en La Coupole. Era el restaurante favorito de Adela, allí habían celebrado sus cumpleaños cuando era adolescente. Le gustaba aquella sala siempre repleta de gente, el ruido de las conversaciones, el que los camareros la trataran como a una adulta cuando en realidad apenas estaba dejando de ser una niña.

La Coupole formaba parte de sus mejores recuerdos de París y había querido que fuera allí donde transcurriera la conversación con Fernando y con su madre, como si aquel lugar tuviera el poder de devolverles la armonía. Pero no fue así.

—No tenemos que darte ninguna explicación. Es nuestra decisión. Te aseguro que es mejor para todos, también para nuestras madres —afirmó molesta Catalina.

A Adela se le agrió el gesto y dejó sobre la mesa la copa de champán que estaba a punto de llevarse a los labios.

—De manera que crees que no merecemos saber por qué… No tenéis… no tenéis corazón. Vuestras madres son muy mayores, han vivido con la única esperanza de volver a veros. No os estoy pidiendo que vayáis a España, ni siquiera voy a intentar entender por qué no lo hacéis ahora que Franco ha muerto, pero negaros a que ellas vengan a París… Yo puedo acompañarlas…

—No —dijo Fernando con voz desabrida.

—¿Acaso os han hecho algo imperdonable para que las castiguéis así? —La ira hacía que a Adela le temblara la voz.

—Son las mejores madres que uno pueda querer tener —aseguró Catalina sin alterarse.

—Entonces ¿por qué las castigáis? —gritó Adela.

—¡Basta ya! No es asunto tuyo. Por favor, no insistas —le pidió Fernando.

Adela se levantó y se marchó sin despedirse. Catalina pensó que quizá esta vez sí había perdido a su hija para siempre.

No volvieron a saber de Adela. No respondió a sus llamadas ni tampoco los llamó ella. Era su manera de castigarlos. Pero sí continuaron recibiendo cartas de Isabel y Asunción.

Mi querido hijo:

Adela ha regresado muy triste del viaje a París. Nos ha contado su empeño en que vengáis a vernos. Se lo agradecemos porque es lo único que nos mantiene vivas. Si no fuera porque espero volver a verte creo que no me importaría morir.

Asunción al menos ha tenido el consuelo de conocer a su nieta. He de decirte que Adela le ha dado años de vida. Incluso está dispuesta a ir a verla a Nueva York. Puede que vaya a su boda. Sé que Adela no os lo ha dicho, pero se va a casar. Peter es un hombre que parece quererla mucho. Es periodista como ella, trabaja en la CBS, y por lo que hemos podido ver se llevan bien y para Adela es un gran apoyo.

A mí también me gustaría verla casar, pero no me siento con fuerzas para ir a Nueva York ni creo que sea mi lugar, claro que Asunción insiste en que la acompañe. No es que tenga mucho dinero, pero con lo que he ido ahorrando y con lo que recibo como jubilada a lo mejor podría ir.

Hace unos días estaba hablando con Asunción en el portal y entró Pablo Gómez, que iba a ver a sus padres. El muy desvergonzado se dirigió a nosotras de esta manera: «¿Qué tal les va a la feliz pareja? Supongo que ya les habrá dado tiempo de tener unos cuantos hijos». Se refería, claro, a Catalina y a ti. Asunción se puso pálida. Ni le contestamos.

Fernando, no quiero reprocharte nada, pero sí recordarte que tengo muchos años y que no viviré demasiado. No sé si es inútil que te repita que mi único anhelo es verte, pero es así. Iría al fin del mundo para encontrarme contigo.

No te voy a pedir que vengas a Madrid. No comprendo la razón para que te niegues a volver, pero mucho menos comprendo que te niegues a que vaya yo a París.

Hijo, ¿qué te he hecho para que no quieras verme? No dejo de preguntarme por qué.

¿Sabes, Fernando?, te sorprendería lo que está cambiando España. Puede que haya elecciones. Sí, elecciones libres. Ya sabes que no soy monárquica, pero parece que este rey está dispuesto a ayudar a que las cosas cambien y quizá no se ha equivocado con la elección de Adolfo Suárez.

No te diré que todo está ganado, pero creo que ya no habrá marcha atrás. Eso sí, todos tenemos miedo, miedo a que sea un sueño, a que algo se tuerza. Creo que te gustaría ver lo que está pasando.

Hijo, yo respeto tu decisión de no verme por más que no la entienda, pero te quiero pedir que no me dejes morir sin decirme por qué.

Escríbeme en cuanto puedas.

Te quiere siempre,

TU MADRE

Fernando temió la reacción de Catalina al enterarse de que Adela iba a casarse, pero lo encajó con resignación.

—No hay razón para que no regreses a España —le insistió él.

Ella le miró fijamente y sin apenas levantar la voz le respondió:

—Sí, hay una razón: tú.

—¡Por Dios, Catalina! No quiero oírte decir eso. Si es por mi causa, ya puedes ir haciendo la maleta. Te aseguro que podré sobrevivir sin ti —dijo riéndose.

—Desde luego que podrías, pero aun así me quedo. Fernando, nos fuimos juntos y regresaremos juntos o no regresaremos. Sólo si…

—¿Si qué?

—Sólo si hubiera una mujer… si hubieras decidido tener una vida con Zahra o cualquier otra entonces yo me iría.

—Me niego a que te sacrifiques por mí —dijo él enfadado.

—No me sacrifico, Fernando, es que no me imagino la vida sin ti. He sido incapaz de amarte, pero te quiero como no puedo querer a nadie. No sé si puedes comprender esto, pero es así.

—Yo no pienso ir a España, Catalina, ya tengo mi vida aquí. Además, sabes de la generosidad de Sara, la librería será mía. Si regresara a España, ¿de qué iba a vivir?

—Adela está en lo cierto: ya no tiene sentido que no veamos a nuestras madres. Podrían venir aquí.

—No, la mía no. Tendría que explicarle el porqué de mi ausencia estos años, tendría que confesar que maté a dos hombres, y ella no lo podría resistir. Sé que le he hecho mucho daño, pero ese dolor aumentaría si supiera que su hijo es un asesino. Ya te he contado que mi padre se enfadó cuando, en los primeros días de la guerra, me uní a los milicianos. Cuando regresé, no dejaba de repetirme: «Fernando, tú no matarás. Porque un hombre que arrebata la vida de otro hombre, por lícita que sea la causa, no volverá a ser el mismo. No matarás. Tú no matarás». Sabes que antes de que él se fuera al Frente le hizo prometer a mi madre que me impediría alistarme, para que nunca tuviera que matar. Mi madre cumplió su promesa. No me permitió luchar.

—Deja de atormentarte por lo que sucedió. Esos hombres… Roque y Saturnino eran dos malvados. No merecen que sufras por lo que hiciste.

—No he dejado de pensar en ellos ni un solo día desde que los maté. Ni uno solo. Y por las noches…

—Lo sé… llevo años escuchando tus gritos cuando duermes.

—Ni una sola noche han dejado de visitarme. También están los otros dos, el tipo de la Gestapo y el socio del padre de Zahra… pero éstos no me provocan tanto malestar. Los otros en cambio… es como si mi padre me lo reprochara.

—Pues no lo hace, Fernando, no lo hace. Deberías dejar de atormentarte porque te aseguro que el mundo no ha perdido nada por la ausencia de esos cuatro hombres a los que quitaste la vida.

—¿Sabes?, nunca he comprendido que no te importe.

—No me importa, Fernando. No me quita el sueño que acabaras con esos indeseables.

—En todo caso, deberías regresar a Madrid.

—No puedo, Fernando, no podría mirar a tu madre a los ojos si me preguntara la verdad. Sólo si tú estás conmigo podría callarme. Por eso te pido que reflexiones. No pasaría nada porque vinieran a vernos. Piénsalo.

Catalina recibió una carta de Asunción a finales de año. Una carta que le produjo un gran desgarro; sin embargo, no se permitió llorar. En realidad no se había permitido hacerlo desde que huyó treinta y cinco años atrás.

Mi querida hija:

Como te anuncié en mi carta anterior, he ido a Nueva York a la boda de Adela. No ha sido como esperaba, pero al menos la he visto casar.

La ceremonia fue rápida, en el ayuntamiento. No fueron demasiadas personas, sólo sus amigos más íntimos y la madre de Peter. Su padre no asistió porque vive en California. Bueno, no es que me parezca una buena razón, pero parece que en Estados Unidos en cuanto los hijos se van de casa dejan de ser de los padres. Luego organizaron una cena en un restaurante del Soho. En realidad era una especie de almacén, con las paredes de ladrillo visto, cañerías pintadas de colores y mesas bajas con velas. Dijeron que era de lo más «in», aunque no sé muy bien qué significa eso. Para mí fue toda una experiencia y una gran satisfacción ver a mi nieta feliz.

Nueva York me ha gustado mucho. No imaginaba que podía existir una ciudad así, pero sobre todo he disfrutado con Adela. Se empeñó en que me quedara en su apartamento, que tiene unas vistas estupendas al río Hudson. Es pequeño, demasiado, por eso vivirán en casa de Peter, que es un poco más grande aunque tampoco te creas que mucho. Si tienen hijos deberán cambiarse.

Isabel no se decidió a acompañarme, pero aun así yo estaba resuelta a ir. Puedes imaginar que he sido la comidilla del barrio. Eso de ir a Nueva York a todos les parecía que es cosa de jóvenes, pero ya que no te tengo a ti, quiero disfrutar de mi nieta el tiempo que me quede de vida. Bueno, te diré que el médico dice que he rejuvenecido desde que conocí a Adela.

No te lo he contado hasta ahora, pero la aparición de mi nieta supuso que todo el barrio quisiera saber quién era su padre y cuándo volverías tú. Yo me he negado a contestar a esas preguntas. También Isabel, porque casi todos piensan que Adela es hija de Fernando.

Fíjate que nos encontramos un día con don Antonio y su mujer. Los muy sinvergüenzas no tuvieron reparos en pararnos.

«Vaya, doña Asunción, preséntenos a su nieta», me dijo «la Mari» mirándome desafiante. Y se la presenté, lo hice con orgullo, porque no podría querer otra nieta que no fuera Adela. Ella estuvo encantadora, le dio un beso a «la Mari», sonrió a don Antonio y se comportó como si les conociera de toda la vida.

Ya sabes de la zafiedad de los Sánchez, así que no se privaron de preguntar: «Bueno, pues sí que es una sorpresa verte aquí. De tu madre hace años que no sabemos nada, pero ¿y tu padre? Porque al parecer es un misterio lo de tu padre…».

Yo me quedé blanca, pero Adela se puso a reír y les respondió como se merecían: «¿Misterio? Será para ustedes. Yo sé quién es mi padre, quizá en su familia tengan ese problema, que a lo mejor no saben quiénes son sus padres, pero en la mía les aseguro que todos lo sabemos».

Así es Adela. No pude más que sentirme orgullosa de ella. Ahora te puedes imaginar cómo la han criticado sacándole parecidos con Fernando.

Otro día nos encontramos a Pablo con su mujer y sus hijos, venían de ver a sus padres, que como te conté en otra carta continúan viviendo en nuestra misma calle. Hizo ademán de pararse, pero yo hice como que íbamos con prisa. A ese chico siempre le tuviste manía. Bueno, ya no es un chico, está calvo y sobrado de kilos.

Adela ha prometido visitarme a Madrid en cuanto pueda, pero si no pudiera por su trabajo, yo estoy dispuesta a volver a Nueva York. No te negaré que el viaje es cansado y que el cambio horario afecta, pero merece la pena cualquier inconveniente con tal de estar con mi nieta. Nunca te agradeceré bastante que hayas tenido a Adela, sólo siento no haber podido conocerla antes.

Hija, siempre te pido lo mismo, pero ¿no podrías venir a verme? No creo que nadie se atreva a preguntarte quién es el padre de Adela, pero si lo hicieran, puedes copiar la respuesta de tu hija.

También quiero decirte que me preocupa la salud de Isabel. Está cada día más apagada. Yo ahora tengo a Adela, pero ella no tiene nada. Deberías convencer a Fernando para que vea a su madre. Se arrepentirá si no lo hace cuanto antes porque Isabel es muy mayor, al igual que lo soy yo, y tenemos muchos achaques. En fin, hija, no os comprendo, pero en realidad eso no es una novedad, hace años que ni siquiera lo intento.

Te quiere,

TU MADRE

Sara tenía razón, la crítica calificó Cuaderno de Tierra Santa como el mejor libro de poemas de Marvin Brian. De Nueva York a Londres, de París a Jerusalén, de Amsterdam a Berlín, de Estocolmo a Roma… no hubo un solo lugar donde no se convirtiera de inmediato en un libro de culto. Marvin había alcanzado la gloria.

Aquél había sido su gran año; tanto que le dieron el Premio Nobel.

En esta ocasión Catalina encajó la noticia casi con indiferencia.

—¿Es tan bueno como dicen? —le preguntó a Fernando.

—Ya sabes que sí. Contigo se ha portado como un miserable, pero como poeta es extraordinario.

—¿Vendrá a París?

—Sí. Sara está organizando un gran recibimiento.

—¿Y Farida?

—Le acompañará. Nunca se separa de él. Marvin no va a ningún lugar si no es con ella. Han retrasado venir a París porque a ella la han vuelto a operar. Ya sabes que está muy enferma.

—Cáncer…

—Y él… Sara dice que tiene mal el corazón; además, el párkinson es cada vez más intenso.

—Eso le dificultará escribir.

—No lo sé. Procuro no preguntar a Sara y ella procura no hablarme más que lo imprescindible de Marvin. ¿Qué vas a hacer?

—¿A qué te refieres?

—Si piensas intentar verle.

—No lo sé… tengo que pensarlo. Tú te llevarías un disgusto si yo… bueno, si yo volviera a plantarme delante de él.

—Sí, claro me darías un disgusto, pero no porque puedas molestar a Marvin, ni siquiera a Sara, sino porque creo que no merece que te humilles ante él. Adela tenía razón en eso.

—Entonces, Fernando, además de acompañarte a ti, ¿qué sentido ha tenido mi vida? He renunciado a todo: a enamorarme otra vez y a tener una familia. No pude estar con mi padre cuando murió porque no quise que tuviera que avergonzarse de mí. Sabes que si no volví a España en su momento fue porque no quería que a mi hija la señalaran como hija de madre soltera. Y tú me pides que borre todo esto. Si lo hiciera, mi vida no tendría ningún sentido.

—No querrá verte y ya es sólo un hombre enfermo.

—Lo sé, no querrá verme. En realidad yo tampoco tengo ganas de verle a él, pero no puedo volverme atrás, Fernando, no puedo hacerlo porque entonces sentiría que todo lo vivido ha sido inútil.

—Será difícil que puedas acercarte a él. Es un premio Nobel, tendrá seguridad a su alrededor.

—Sí, imagino que será así. No te preocupes. Procuraré hacer las cosas lo más discretamente posible.

Marvin llegó a París el 15 de junio de 1977, el mismo día que en España se celebraban las primeras elecciones democráticas. Sara estaba nerviosa, preocupada porque todo saliera bien. Ya no era «su» poeta, era un premio Nobel y eso le convertía en el poeta del mundo entero.

Catalina y Fernando también estaban nerviosos. Llevaban desde primera hora de la mañana pendientes de la radio y la televisión.

La jornada electoral estaba transcurriendo pacíficamente y eso era lo que más les importaba. Más tarde, cuando supieron que había ganado UCD, se llevaron una decepción. Fernando había creído que ganaría el Partido Comunista, ¿quién si no? Catalina no estaba tan convencida porque había seguido atentamente las crónicas que publicaban los periódicos franceses, y en realidad tampoco lo deseaba. Fernando la había conminado en muchas ocasiones a que se definiera políticamente y ella solía responder que lo único que tenía del todo claro era que no era franquista pero que recordaba con mucho miedo las actuaciones del Frente Popular, así que prefería cualquier opción que no tuviera nada que ver con lo que habían vivido.

Días después, cuando una noche sentados delante de la televisión vieron imágenes de Pasionaria, de Santiago Carrillo, y de otros dirigentes comunistas, Fernando no pudo por menos que emocionarse.

—Sin la generosidad de la izquierda no habría democracia. Quién iba a imaginar que los dirigentes del Partido Comunista que acaban de salir de la cárcel o regresan del exilio iban a ocupar escaño en el Congreso. Pero me parece injusto que no hayan ganado. ¿Sabes?, me cuesta verles hablando con algunos de los que fueron parte del Régimen… Mira… mira esas imágenes… —la alertó Fernando, señalando la pantalla.

—Pues mira, me parece un acierto porque es la única manera de acabar con las dos Españas. Si los unos y los otros no son capaces de hablar, entonces ¿qué? Y tú mismo me has contado que el PCE viene, desde hace décadas, defendiendo la reconciliación nacional. Y es lo que están llevando a la práctica —respondió ella.

—Ya, pero debe de ser muy duro para ellos —replicó Fernando.

—Pero son precisamente los dos extremos los que tienen que hacer la paz. Vamos, no pongas esa cara. ¿Qué esperabas?

—Hubiese preferido que se hiciera justicia.

—¿Justicia? Ya sabes que Dios escribe con renglones torcidos.

—Dios no tiene nada que ver con las elecciones, Catalina.

—Mira, Fernando, o se hace borrón y cuenta nueva o todo volverá a ser como cuando estalló la guerra. Y no sé tú, pero yo no querría que eso pasara en España. Bastante han tenido con cuarenta años de franquismo. Es mejor que intenten buscar espacios de entendimiento. Lo que pasó ya no tiene remedio.

—Pero es injusto que la izquierda no haya ganado las elecciones. La gente es olvidadiza.

—No sabemos cómo es hoy España, Fernando; sabemos cómo fue. Respetemos a los que han votado de esta manera. Y mira, he de decirte que a mí no me cae mal Adolfo Suárez. Puede que incluso de haber estado en España, le hubiese votado.

—Pues ya sabes de dónde viene…

—Borrón y cuenta nueva, Fernando. Lo que sé es que ha convocado unas elecciones democráticas y que por eso han concurrido el PSOE y el PCE. Mira qué jóvenes son los socialistas. Bueno, a lo mejor habría votado a Felipe González, también me gusta.

—No tienes las ideas claras, Catalina.

—Eso te crees tú.

—Como si no hubiera diferencias entre Adolfo Suárez y Felipe González.

—Sí, pero aunque no sé muy bien por qué, sería capaz de fiarme de los dos.

—No puedes decir una cosa y la contraria, y eso es lo que son Suárez y González —le reprochó él.

—Oye, yo no te digo lo que tienes que pensar tú, de manera que déjame que yo piense como me dé la gana.

—Pero es que eres contradictoria, y en política hay que tener las cosas claras.

—Pues yo las tengo clarísimas: no quiero que los españoles nos volvamos a pelear; tenemos que soportarnos los unos a los otros. Me parece bien que en el Congreso estén Carrillo y Fraga, porque eso significa que está representada la verdadera España.

Unos minutos más tarde el rostro de Catalina se alteró. La imagen de Marvin ocupaba la pantalla. «El Poeta del Dolor acompañado de su fiel compañera, la filósofa Farida Rahman, han llegado esta tarde a París. Marvin Brian será recibido por el presidente de Francia, y acudirá a la Academia, donde en un acto solemne se le podrá escuchar leyendo poemas de su último libro, Cuaderno de Tierra Santa…»

—Así que ya está aquí… —dijo ella más para sí misma que para Fernando.

—Sólo estará tres días. Sara dice que ha estado a punto de suspender el viaje porque sufre de arritmias. Ya sabes que, además de párkinson, tuvo dos infartos. Le acompaña un médico por si acaso, pero al parecer su cardiólogo es partidario de volver a cambiarle dos de las válvulas que le pusieron hace unos años y debe regresar cuanto antes a Nueva York.

—Espero que no se agite demasiado cuando me vea —dijo ella sin un ápice de emoción.

—Deberías pensarte lo que vas a hacer. Ya no eres una niña. Marvin es un premio Nobel y si te acercas a él habrá un gran escándalo.

—¿Crees que me echarán de la escuela de música? Me pagan una miseria y estoy a punto de jubilarme. Si me despiden ya encontraré otro trabajo, siempre se necesitan dos manos para limpiar pisos.

—¡No digas tonterías! Además, no creo que si montas un espectáculo nadie te quiera contratar siquiera para limpiar pisos.

—Estoy segura de que habrá algo con lo que pueda ganarme la vida. Pero vamos a dejar de pensar en Marvin. Anda, cambia de canal, puede que den más información de las elecciones en España.