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Alejandría

La costa de Egipto se dibujaba entre los claroscuros del amanecer.

El capitán Pereira estaba en el puente de mando con una taza de café en la mano. Las gaviotas anunciaban la cercanía de la tierra mientras volaban a ras de las olas oteando algún resto de comida.

No faltaban muchas millas para llegar a Alejandría. La travesía había sido difícil, no tanto por el oleaje y el temporal como por aquel submarino que los acechó durante unas horas interminables, sabedores de que los alemanes no tenían ningún empacho en atacar a los buques mercantes.

Los marineros aguardaban expectantes las órdenes del capitán. Ansiaban llegar a puerto porque pocos había en el mar Mediterráneo que deparasen tantos placeres como el de Alejandría.

A esa hora temprana Catalina intentaba alimentar a Adela. Se sentía mejor a pesar de que los vaivenes del barco la habían tenido mareada casi toda la travesía, pero no se engañaba respecto a la niña, que a duras penas tenía fuerzas para luchar por su vida.

Catalina rezaba día y noche pidiéndole a Dios que no castigara con la muerte a aquella criatura que nada había hecho. Fueran sus oraciones o fuera que no había llegado su hora, Adela seguía viviendo aunque con dificultad. Tampoco ella se había recuperado del parto prematuro. Había perdido mucha sangre y apenas era capaz de sostenerse en pie. No había dejado de dolerle la cabeza y tenía una punzada permanente en el vientre.

Doc estaba pendiente de las dos porque no se atrevía a contrariar al capitán. No es que Doc tuviera algo contra la madre y la hija, sino que creía que su presencia estaba fuera de lugar en aquel barco y en aquellas circunstancias.

Eulogio tampoco se había recuperado de los mareos y pasaba más tiempo tumbado en el camarote que en cubierta, aunque iba todos los días a la enfermería a ver a Catalina.

En cuanto a Fernando, había logrado vencer las muchas reticencias del capitán, ya fuera porque a ambos les gustaba jugar al ajedrez, ya fuera porque a Pereira no le gustaba hablar y a Fernando no le importaba permanecer en silencio durante las horas de las comidas a las que acudía para compartir con los oficiales del buque.

Si hacía alguna pregunta siempre era con relación al mar. Además, cuando no estaba con Catalina procuraba ayudar a los marineros en lo que éstos le requirieran. El capitán lo sabía, pero no decía nada.

Aquella mañana, cuando el sol se hizo presente, Fernando paseaba por cubierta y vio al Portugués.

—Hoy mismo atracaremos en Alejandría —anunció Pereira.

—Pensé que nunca íbamos a llegar —confesó Fernando, mirando la línea de tierra.

—¿Adónde irán?

—¿Adónde? Ojalá lo supiera. Ya conoce nuestra situación. Catalina quiere buscar al padre de su hijo, que no sabemos si seguirá en Alejandría. Si le encontramos, veremos qué sucede.

—¿Cree que querrá hacerse cargo de ella?

Fernando sopesó la respuesta. No quería hacer confidencias que no le correspondían, pero tampoco podía eludir dar una contestación sincera.

—Lo más seguro es que ya no esté en la ciudad. Él va de un sitio a otro. Sabemos que venía a Alejandría para entregar un título de propiedad que su editor le confió para su hija, que está casada y vive en esta ciudad. El editor de Marvin es judío y en Francia las cosas se han puesto muy mal para los judíos. Creo que el buen hombre le vendió a Marvin la librería y la editorial como manera de salvarlas, pero con la condición de que buscara a su hija y le devolviera la propiedad. Una vez que haya visto a Sara Rosent y cumplido con el encargo, lo más seguro es que se haya marchado.

—¿Sara Rosent? ¿Es la hija del editor de ese amigo suyo?

—Bueno, Marvin en realidad no es mi amigo, lo es de Eulogio, se conocieron en el Frente, en la guerra de España. Tampoco sé nada de los Rosent salvo lo que Eulogio me ha contado, que a su vez le ha contado Marvin.

—Conozco a Sara Rosent —afirmó el capitán Pereira.

—¿La conoce? Vaya… —Fernando no sabía qué decir, tal era su asombro.

—En Alejandría todos conocen al señor Wilson y a su esposa, de soltera Sara Rosent. Ambos poseen una de las librerías más importantes de la ciudad, pero además editan libros de poesía, y en el local organizan veladas literarias todas las semanas. Allí se reúnen poetas y escritores de todo género para hablar de libros y de otros asuntos. La librería se llama Wilson&Wilson y está junto a la rue Chérif Pasha, cerca de la rue Rosette. No tendrán ninguna dificultad en encontrarla. Pero ¿dónde se alojarán si no encuentran a su amigo Marvin? Catalina y la niña necesitan un lugar donde descansar y recuperarse, y si ese hombre se ha ido de la ciudad…

—No dejo de pensar en lo que vamos a hacer cuando desembarquemos. Catalina y Eulogio son tan optimistas… Pero yo no estoy tan seguro de que las cosas vayan a ir como ellos creen.

—¿Les queda algo de dinero? —preguntó Pereira, evitando la mirada de Fernando.

—Lo que teníamos se lo entregamos para pagar los pasajes… Ya sé que usted ha sido generoso porque no daba ni para pagar un pasaje… No sabe cuánto se lo agradecemos, tenemos una deuda impagable con usted.

Pereira miró al frente esquivando la mirada de Fernando. No quería que le diera las gracias, ni que alabara su gesto.

—No se puede vivir sin dinero —sentenció el capitán.

—Trabajaré en cualquier cosa para conseguirlo. Sé inglés, mi padre me lo enseñó —afirmó Fernando.

—Ya… —Pereira parecía dudar.

—No soy un ingenuo. Sé que será difícil. Vamos a llegar a una ciudad de la que desconozco casi todo. Y lo más importante será proteger a Catalina y a Adela. La niña es tan pequeñita y está tan débil… Ni siquiera llora.

Se quedaron en silencio. El capitán sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a Fernando. Fumaron en silencio mientras ordenaban sus pensamientos.

—Tu amigo Eulogio debería ser quien se hiciera cargo de vosotros, al menos tiene más años y si ha estado en la guerra allí se habrá hecho un hombre —le dijo Pereira, tuteándola por primera vez—. Nadie que haya estado en el Frente puede volver a ser un niño.

—Le hirieron en el Frente.

—Por eso lo digo. Quizá él pueda ayudaros.

—Ya ha hecho bastante por nosotros.

—Desde luego, pero aun así… ¡Maldita sea, no puedo dejaros a vuestra suerte una vez que desembarquéis! Dios sabe lo que podría pasaros.

—No debe preocuparse —dijo Fernando con una seguridad que no sentía.

—Tengo una buena amiga. La señora Kokkalis, Ylena Kokkalis. Es griega. Tiene una casa grande, con tres habitaciones que suele alquilar. Te daré una carta para ella; al menos tendréis un techo hasta que encontréis a ese Marvin o un trabajo que os permita pagar la habitación y supongo que un pasaje de vuelta a España.

—No, a España no vamos a volver. Quizá Catalina quiera hacerlo, pero Eulogio y yo no volveremos.

—¿Y por qué? ¿No te das cuenta de que no tenéis donde caeros muertos? Alejandría no es una ciudad para niños. ¿No te has enterado de que hay una guerra? Los alemanes están muy cerca y los alejandrinos, lo mismo que el resto de los egipcios, están de su parte. No soportan a los ingleses. Cuanto antes os vayáis, mejor.

—Eulogio quiere ir a América y yo puede que le acompañe, dependerá de Catalina. No la dejaré nunca, salvo si decide regresar a España. No pienso volver allí.

El capitán le observó con curiosidad. Intuía que la determinación de Fernando de no regresar a España estaba motivada por algo importante. No le sorprendía su lealtad para con Catalina porque era evidente que estaba enamorado de ella.

—¿Por qué no te casas con ella?

—Qué más quisiera yo, pero ella no me quiere. Bueno, sí, me quiere como a un hermano. Nos conocemos desde niños.

—Y tú has estado enamorado de ella siempre, ¿me equivoco?

—Así es. Quizá algún día ella cambie de opinión.

Pereira no le dijo que difícilmente se cambian los sentimientos fraternales por el amor. Ya lo descubriría con el paso del tiempo.

—Bien, no tardaremos mucho en acercarnos a Alejandría, a última hora de la tarde podréis desembarcar. Te aconsejo que vayáis directamente a casa de la señora Kokkalis y descanséis. Mañana podréis buscar a vuestro amigo.

Fernando se quedó en cubierta mientras el capitán regresaba al puente de mando. Ya entrada la mañana, el aire se había templado y el cielo se había pintado de azul aunque alguna nube solitaria lo ensombrecía a su paso.

El rostro de su madre le vino a la mente y sintió un dolor intenso en el pecho. Se decía que no se arrepentía de haber matado a aquellos hombres que habían participado en el asesinato de su padre, pero lo que le golpeaba la conciencia era haber abandonado a su madre. No había dormido bien desde que huyeron de Madrid porque sus noches estaban pobladas de la imagen de su madre llorando y del rostro de aquellos hombres. Roque y Saturnino Pérez le visitaban noche tras noche.

Si al final acababan yendo a América, le pediría a Eulogio que escribiera a Isabel diciéndole que estaba bien. Él no quería hacerlo antes por temor de que le estuvieran buscando. Y si así era, no sabía si desde España podrían obligarle a regresar acusándole de ser un vulgar criminal. No le quedaba otra opción que dejar pasar el tiempo antes de dar noticias suyas a su madre.

Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que no escuchó acercarse a Catalina, que caminaba con lentitud apoyada en Eulogio.

—¿En qué piensas? —preguntó ella mientras apretaba a Adela contra su cuerpo.

—No deberías sacar a la niña, hace fresco —le reprochó él.

—Doc me ha dicho que tenía que levantarme porque estamos llegando a Alejandría y que esta tarde desembarcaremos. Eulogio me ayuda a sostenerme —respondió Catalina, haciendo un mohín.

—A Adela no le pasará nada porque le dé un poco el aire. A Doc no le ha parecido mal que salgamos a cubierta —añadió Eulogio.

Fernando no estaba de acuerdo, pero no tenía ganas de discutir. Ya estaban allí, de manera que si a Adela le sentaba mal aquel aire fresco ya no había remedio.

—¿Estás preocupado? —preguntó Catalina, intuyendo que a su amigo le ocurría algo.

—Sí, claro que estoy preocupado. Han sucedido tantas cosas desde que salimos de Madrid que no hemos tenido tiempo de pensar —respondió Fernando.

—Bueno, lo importante es que nos vamos a bajar de este barco. Creo que preferiré ir a América nadando. —Eulogio parecía estar de buen humor.

—No tenemos dinero —le recordó Fernando.

—Pero Marvin nos ayudará —dijo Catalina con total convicción.

—Puede ser, pero primero tenemos que encontrarlo. No sabemos si está en Alejandría o se ha marchado. Y si no está…

—¡Pero tiene que estar! Díselo, Eulogio, dile que Marvin estará. —La voz de Catalina era una súplica.

Eulogio no supo qué responder. Fernando tenía razón, podía ser que Marvin ya no estuviera en Alejandría y entonces ¿qué harían ellos? No tenían dinero, no conocían a nadie. Se dio cuenta de que habían actuado de manera precipitada e inconsciente. Catalina y Fernando no tenían experiencia, pero él ya era un hombre y debería haber calibrado lo que estaban haciendo.

—Fernando tiene razón. Hemos actuado con demasiada precipitación embarcándonos para Alejandría. En fin… ya veremos qué hacemos —dijo Eulogio, incómodo con la situación.

—El capitán Pereira me va a dar una carta de presentación para una amiga suya que alquila habitaciones. Esta noche nos instalaremos en casa de esa señora y mañana buscaremos a Marvin, pero aunque le encontremos, tendremos que buscar un trabajo que nos permita pagar la habitación y los pasajes para marcharnos de aquí. No creo que vayamos a tener tanta suerte como en Lisboa encontrando un capitán que nos lleve prácticamente gratis —explicó Fernando.

—Será difícil encontrar un trabajo, no hablamos árabe —señaló Eulogio preocupado.

—Los ingleses son los que mandan en Egipto aunque oficialmente tengan un rey. Los egipcios están bajo protección de los británicos desde 1882, de manera que, además de en árabe, supongo que no nos será difícil entendernos en inglés —dijo Fernando.

—Bueno, tú conoces el inglés porque tu padre traducía y editaba las obras de los grandes escritores ingleses al español, pero yo me defiendo mejor en francés y Catalina no sé… —Eulogio estaba cada vez más preocupado.

—Yo también me defiendo bien en francés —confesó Catalina—, aunque me esforzaré para aprender inglés.

—Alejandría es una ciudad internacional, con gente de todas partes, no nos costará entendernos. —Fernando no quería asustarlos.

—¿Y esa señora nos alquilará una habitación aun sabiendo que no tenemos dinero para pagarle? —quiso saber Catalina.

—Es amiga del capitán —concluyó Fernando al tiempo que cogía a Adela en brazos y se encaminaba hacia el interior del buque. La niña había empezado a toser y temía que se estuviera resfriando.

Catalina le dejó hacer. Sabía que su hija estaba segura en brazos de su amigo.

Las horas pasaban con demasiada lentitud. Cuando llegaron al puerto tuvieron que esperar hasta que las autoridades subieron a inspeccionar la carga del buque y hablar con el capitán.

Pereira les informó de la presencia de pasajeros y del nacimiento inesperado de una niña.

Los funcionarios hicieron unas cuantas preguntas a Catalina, Fernando y Eulogio, además de revisar sus documentos. Ella contó que iba en busca del padre de su hija, ellos que en España pertenecían al bando perdedor y huían del Régimen fascista de Franco.

Si no hubiera sido por el capitán, aquellos funcionarios ingleses de la aduana quizá no les hubieran permitido desembarcar. Pero Pereira estuvo un buen rato con ellos en su camarote y cuando salieron se conformaron con aconsejarles que no se metieran en problemas. Fernando no se atrevió a preguntar al capitán con qué argumentos había convencido a los ingleses para que decidieran no molestarlos. Fue Eulogio el que le susurró al oído una explicación: «El capitán hace favores a los británicos. Se lo oí decir a un marinero. A veces trae hombres que nadie sabe quiénes son. Otras veces descargan bultos que recogen camiones de la guarnición de Alejandría. Pereira está en contra de los nazis». Fuera por eso o por otra razón era evidente que el Portugués tenía predicamento entre los británicos.

Se despidieron de los marineros que habían tratado en aquellos días de navegación y de Doc, que parecía aliviado de perderlos de vista.

Catalina fue al encuentro del capitán Pereira y sin pensárselo dos veces le plantó un sonoro beso en la mejilla.

—Gracias, capitán; nunca podré pagarle lo que ha hecho por mí, por mi hija, por todos nosotros. Es usted uno de los hombres más buenos que conozco y siempre, siempre tendrá en mí a una amiga leal. Espero algún día tener la oportunidad de responder a su generosidad. Y… bueno, en cuanto encuentre a Marvin bautizaremos a Adela y me gustaría que usted fuera el padrino. ¿Querrá?

Pereira no supo qué decir. Catalina le recordaba tanto a sus nietas que era incapaz de negarle nada, de manera que, aunque no muy convencido, asintió. Ella volvió a darle otro beso, encantada de que el capitán apadrinara a su hija.

El Esperanza del Mar estaría atracado al menos una semana en Alejandría, así que Catalina confiaba que en ese tiempo Marvin y ella pudieran casarse y además bautizar a su hija.

Salieron del puerto y caminaron un buen rato preguntando cómo debían llegar a la iglesia de San Saba, en el barrio griego, porque junto a esta iglesia era donde se encontraba la casa de la amiga del capitán.

Adela pasó de los brazos de Catalina a los de Eulogio y terminó en los de Fernando. Los tres amigos se turnaban para llevar a la niña, que permanecía dormida la mayor parte del tiempo.

La casa de Ylena Kokkalis estaba situada en un hermoso edificio. Les abrió la puerta una joven que los miró con curiosidad mientras Fernando le explicaba en un más que correcto inglés que los enviaba el capitán Pereira y que tenían una carta de él para la señora Kokkalis.

La joven los invitó a pasar indicándoles que esperaran en el amplio vestíbulo.

Ylena Kokkalis resultó ser una mujer de mediana estatura, de pelo castaño oscuro y piel aceitunada. Tanto Fernando como Eulogio la calificarían más tarde como «muy guapa», a pesar de que ya había entrado en la cincuentena.

Leyó atentamente la carta del capitán y, cuando terminó, la volvió a guardar en el sobre y los miró sonriendo.

—Bien… el capitán Pereira me pide que los aloje en mi casa aunque no disponen de dinero para pagar, pero me asegura que en caso de que ustedes no pudieran hacerlo tengo su garantía de que cobraré, de manera que no hay más que hablar. Pero lamentablemente sólo tengo una habitación libre, las otras dos están ocupadas. En la que tendrán que arreglarse los tres dispone de dos camas y como es grande puedo trasladar un sofá. Es todo lo que puedo ofrecerles.

Aceptaron de inmediato, sintiéndose agradecidos de haber encontrado un techo protector. Le dieron las gracias en inglés y en francés y ella rio ante el alarde de idiomas.

—Parecen alejandrinos… Aquí todos hablamos varias lenguas.

—Pero seguro que nadie habla español —respondió Eulogio.

—¡Ah! Nunca se sabe, lo mismo se llevan una sorpresa. Aquí hay gente de todo el mundo y desde que comenzó la guerra tenemos aún más. Puede que se encuentren con algún español.

Los acompañó a la habitación, que resultó ser espaciosa y soleada. Unos minutos más tarde apareció la joven que les había abierto la puerta junto con otra mujer de más edad empujando el sofá del que les había hablado Ylena.

Fernando decidió que él dormiría en el sofá y Catalina y Eulogio ocuparían las camas. Eulogio se negó aduciendo que él era el de más edad y, por tanto, le correspondía el sofá. Pero Fernando se mantuvo en sus trece.

Adela empezó a gimotear como hacía cuando tenía hambre y en aquel momento Ylena llamó a la puerta de la habitación.

—Se me había olvidado decirles que pueden disponer del baño. Pero deben ayudar a mantenerlo siempre limpio porque es el que también usan los otros dos huéspedes de la casa. Mister Sanders lleva ya cinco años viviendo en esta casa y es muy exigente en cuanto a la limpieza, lo mismo que monsieur Baudin.

Ylena Kokkalis les encomendó que cualquier duda la solventaran con Dimitra e Ilora, las dos criadas de la casa.

Catalina decidió que necesitaba un buen baño, y Dimitra se encargó de proporcionarle una toalla además de información sobre los otros huéspedes. Así supieron que mister Sanders era un coronel retirado del Ejército británico además de arqueólogo. Había servido en el Regimiento de Alejandría y como estaba soltero y nadie le esperaba en Inglaterra, salvo una hermana felizmente casada y unos cuantos sobrinos, había decidido prolongar su estancia en Egipto, donde hasta el estallido de la guerra había disfrutado de su pasión por la arqueología. En cuanto a monsieur Baudin, se dedicaba al comercio de algodón y como había enviudado un año atrás, decidió que seguir viviendo en la casa que compartió con su esposa le proporcionaba más problemas que satisfacciones, así que se había instalado en casa de la señora Kokkalis donde era bien atendido. Monsieur Baudin tenía un hijo casado que también vivía en Alejandría y que no logró convencer a su padre para que fuera a vivir con él y con su esposa. Baudin los visitaba con frecuencia puesto que le habían dado un nieto, que era su mayor motivo de alegría.

Dimitra también le contó a Catalina que la señora Kokkalis era muy estricta en cuanto a los horarios. Le molestaba sobremanera que sus huéspedes no acudieran puntuales al desayuno, que siempre se servía a las siete, o que no avisaran si no iban a almorzar o cenar en casa.

No obstante, Dimitra la alabó por su bondad. De Ylena Kokkalis lo único que se sabía era que había nacido en Alejandría aunque sus padres eran griegos. Nunca se había casado porque, cuando era muy joven y estaba a punto de hacerlo, su novio, que era marino, murió ahogado. Era sobrino del capitán Pereira y se habían conocido durante una de las escalas del Esperanza del Mar en Alejandría. Pero lo que prometía ser una historia feliz se frustró a cuenta de un temporal en el Atlántico precisamente camino de Egipto. No naufragaron, pero el barco quedó en muy mal estado y lo peor fue que algunos marineros fueron barridos por el agua y por el viento cayendo por la borda. El sobrino de Pereira fue uno de ellos. El capitán lo vio y no dudó en lanzarse al agua para salvarle. Casi mueren los dos. Pereira tuvo que luchar en medio de las olas por sus vidas y logró rescatarle, pero su sobrino ya estaba muerto cuando los subieron a bordo.

El Portugués insistió en conservar el cadáver para entregárselo a su novia. Ella se lo agradeció. Al menos habría una tumba donde ir a llorarle. A pesar de que tuvo otros pretendientes, nunca llegó a casarse. Se murmuraba que años después había iniciado una relación con un alejandrino muy rico, un hombre influyente en la corte del rey Faruk. Pero nadie lo sabía a ciencia cierta.

El capitán la visitaba cada vez que su buque atracaba en Alejandría. Siempre era bien recibido en su casa y el paso de los años había consolidado entre ellos una profunda amistad.

Dimitra aseguraba que a Ylena se le iluminaba la mirada cuando aparecía Pereira.

Catalina les contó a Fernando y a Eulogio todos estos detalles y tuvo que esperar a que sus dos amigos también disfrutaran de un baño antes de acudir al comedor para cenar.

Estaban hambrientos y expectantes sobre cuál sería la cena.

Ylena les presentó a sus dos huéspedes sin dar ninguna explicación sobre quiénes eran. Y todos se sentaron a la mesa presidida por la griega.

Una serie de platos con verduras, un puré de garbanzos al que llamaban «hummus» y un pescado cuyo nombre desconocían les pareció la cena más exquisita que habían tomado nunca.

Monsieur Baudin se mostró más amigable y elogió a Adela, que permanecía dormida en brazos de Catalina. Mister Sanders los saludó con corrección, pero no demostró ningún interés en los nuevos huéspedes y mucho menos en la niña, a la que observó con desconfianza pensando que una criatura tan pequeña podría alterar la tranquilidad de aquella casa.

El francés comentó con mister Sanders las últimas noticias de la guerra. Le preocupaba que Alemania se hubiera envalentonado declarando la guerra a Estados Unidos.

—Pero ¿qué esperaba usted? Desde el momento en que los japoneses bombardearon Pearl Harbor era evidente que Norteamérica no podía quedarse de brazos cruzados. Y una vez que ha declarado la guerra a Japón, era cuestión de tiempo que Alemania recogiera el guante alineándose con sus aliados.

—Puede que ahora que los norteamericanos van a luchar las cosas vayan mejor —reflexionó monsieur Baudin.

Mister Sanders le miró con suficiencia, como si se sintiese ofendido porque el francés cuestionara que los británicos necesitaban ayuda.

Después de cenar todos se retiraron a sus habitaciones. Catalina y Eulogio tumbados cada uno en sus camas y Fernando en el sofá comentaron sobre la cena y sobre todo el alivio de estar en tierra firme. Luego, antes de dormirse, cada uno se sumergió en sus propios pensamientos.

Adela fue la primera en despertarse. Catalina la alimentó y después de asearla la dejó sobre la cama para disfrutar de un nuevo baño.

Eran las cinco y media y en la casa no se oía ni un ruido. Aun así, sabía que no podía demorarse mucho porque Dimitra le había informado de que antes de las seis mister Sanders ocupaba el baño y a las seis y cuarto era monsieur Baudin el que entraba para sus abluciones.

En cuanto estuvo lista despertó a Fernando metiéndole prisa.

—Son casi las seis, tienes tiempo de asearte antes de mister Sanders.

Fernando saltó de la cama y, aunque procuró aligerar, se sobresaltó al oír dos golpes secos en la puerta del cuarto de baño anunciando la llegada del inglés.

Eulogio tuvo que esperar a que mister Sanders y monsieur Baudin utilizaran el baño y apenas le quedaron unos minutos para no llegar tarde al desayuno presidido por Ylena.

Después del desayuno cada cual se fue a sus quehaceres. Catalina estaba impaciente por empezar a buscar a Marvin. La noche anterior habían acordado que Eulogio y Fernando irían hasta la librería de los Wilson para preguntar a Sara Rosent por Marvin mientras que ella aguardaría en la casa a que regresaran. Catalina había protestado, pero no logró convencer a sus amigos para que le permitieran acompañarlos. Argumentaban que no tenían ni idea de dónde estaba la librería y que no debían exponer a Adela a ningún contratiempo, puesto que desconocían todo de aquella ciudad.

En realidad Eulogio no quería que Catalina viera a Marvin antes que ellos pudieran explicarle lo sucedido. Sentía que estaba traicionando al americano al llevar a Catalina hasta Alejandría. Tenían que hablar con él, darle la oportunidad de decidir respecto a Catalina. Y Fernando estaba de acuerdo en que fuera así.

Con las indicaciones que les dio Ylena Kokkalis no les costó mucho encontrar la librería de los Wilson, que no estaba muy lejos. Un enorme cartel en el que rezaba WILSON&WILSON daba paso a una puerta de madera y cristal. Un escaparate primorosamente dispuesto mostraba unos cuantos libros de poesía.

Empujaron la puerta y se sorprendieron al encontrarse en un espacio más grande del que habían imaginado, repleto de estantes del suelo al techo; un mostrador que más parecía una mesa donde consultar los libros e incluso unos cómodos sillones al fondo de la estancia, y una puerta que permanecía entreabierta y a través de la cual se veía a tres hombres enfrascados en la lectura. El lugar olía a cera y a libros. A Fernando aquel olor le reconfortó.

Una mujer salió a recibirlos. Alta, delgada, en la cuarentena, con el cabello recogido en un moño del que se le escapaban unos cuantos cabellos rebeldes, sus ojos verdosos los escrutaban.

—¿Puedo ayudarles? —preguntó con una leve sonrisa.

Se presentaron y, nerviosos, intentaron explicar que buscaban a Sara Rosent pero que en realidad a quien querían encontrar era a Marvin Brian. Eulogio hablaba en francés, Fernando en inglés, y ambos se interrumpían haciendo imposible que aquella mujer los entendiera.

—Por su acento deduzco que son españoles, ¿me equivoco? —les preguntó en un castellano más que aceptable.

—¿Habla usted español? —inquirió Eulogio sorprendido.

—Pues sí, ya ve usted. Así que si quieren podemos hablar en su lengua y así será más fácil para los tres. He creído entender que preguntan por Marvin Brian…

—Sí, somos amigos. Él me escribió para decirme que venía a Alejandría y me animaba a seguirle —dijo Eulogio.

La mujer los miró con curiosidad y a continuación los invitó a sentarse en los sillones de cuero verde que estaban situados en el fondo de la estancia. Además, les ofreció una taza de café que trajo en una bandeja de plata. Una vez que todos tuvieron su café, los animó a explicarse.

Eulogio, como amigo de Marvin, llevaba la voz cantante mientras que Fernando se conformaba con asentir.

—Bien, a mí ya me han encontrado, soy Sara Rosent. En cuanto a Marvin… lo cierto es que no me ha hablado de ninguno de ustedes y mucho menos de que les esperaba recibir aquí en Alejandría.

—Pero está aquí, ¿verdad? —preguntó Eulogio impaciente.

Sara Rosent no respondió con palabras sino que esbozó una nueva sonrisa. Ellos no quisieron mostrarse impertinentes instándole a que respondiera, así que aguardaron a que decidiera hablar mientras degustaban el café, un café fuerte y aromático que les puso todos los sentidos en alerta.

Para su sorpresa, Sara no les habló de Marvin sino que les preguntó dónde se alojaban. Se lo dijeron y ella dijo conocer a Ylena Kokkalis y les aseguró que tendrían noticias suyas muy pronto. Eulogio insistió en saber sobre Marvin, pero Sara repitió con firmeza que aquella misma tarde sabrían de ella.

Catalina se enfadó cuando los vio regresar sin noticias de Marvin y les anunció que iría ella misma a preguntar a Sara Rosent. No podría negarse a no darle información cuando viera a Adela. Eulogio le aconsejó que fuera paciente.

No habían pasado ni dos horas cuando un joven llegó a la casa y entregó a Dimitra un sobre para Eulogio. Sara Rosent le invitaba a regresar a la librería, pero sólo a él. Ni una palabra sobre Marvin.

Eulogio le mostró la carta a Fernando y éste se encogió de hombros. Le parecía extraña la actitud de Sara, pero no lo comentó con Catalina; no quería que se preocupase, ya que estaba enfadada insistiendo en ir ella personalmente a Wilson&Wilson. Al final la hicieron entrar en razón. Fernando le propuso salir a dar un paseo con Adela.

Cuando Eulogio empujó la puerta de Wilson&Wilson divisó en el fondo a Marvin sentado junto a Sara en uno de los sillones de cuero verde. El americano se levantó de un salto al verle entrar en la librería. Los dos amigos se abrazaron con afecto y alegría.

Sara, discretamente, los dejó solos. Sabía que los dos amigos necesitaban hablar en privado. Se dirigió al mostrador, donde un joven empleado estaba ordenando unos libros.

Los dos empezaron a hablar al mismo tiempo intentando contar al otro lo que había sido de sus vidas en los últimos meses, y rompieron a reír por el caos en que estaban sumiendo la conversación. Marvin, consciente de que la presencia de su amigo era un hecho extraordinario, le invitó a que fuera él quien primero se explicara.

Eulogio no ahorró detalle de todo lo sucedido: el descubrimiento de la relación de su madre con don Antonio, y cómo su orgullo le impedía perdonarla aun sabiendo que cuanto había hecho ella había sido por salvarle a él. Lo que no le dijo era que si Fernando estaba en Alejandría se debía a que había huido de España porque había matado a dos hombres. La explicación para justificar la presencia de Fernando fue que éste no había querido dejar desamparada a Catalina, empecinada en buscarle a él, a Marvin, para hacerle saber que estaba embarazada y pedirle que se hiciera cargo de la situación. Así que los tres habían huido. Eulogio se disculpó con el americano por haber sido el causante de que Catalina supiera dónde encontrarle.

Tampoco le ahorró detalles sobre los avatares de la travesía, la bondad manifiesta del capitán Pereira, el parto prematuro de Adela y el hecho de que carecían de dinero para afrontar su estancia en Alejandría.

El rostro de Marvin pasó del estupor a la preocupación.

—Vivo con una mujer, se llama Farida Rahman. Es filósofa. La quiero más que a mi vida precisamente porque me ha salvado la vida. Farida es todo mi mundo; mi presente y mi futuro son ella. Más tarde la conocerás. Ella sabe todo lo que me pasó en la guerra de España y cómo desde entonces he estado huyendo de mí mismo, incapaz de encontrar un momento de paz. Me está enseñando a derrotar los fantasmas que habitan en mí y me ha devuelto la esperanza.

—Pero ella… ella…, —balbuceó Eulogio.

—Es una mujer a la que no le importan las mismas cosas que al resto de las mujeres —prosiguió Marvin—. Su único deseo es comprender la esencia del ser humano, indagar en las almas que encuentra a su paso, llegar a conclusiones que luego refutar. La amo con todas mis fuerzas.

—¿Hablarás con Catalina? ¿Le dirás…?

—¡Jamás! Catalina no significa nada para mí… Apenas la conozco y mucho menos voy a hacerme responsable de sus problemas. Sé que es una buena chica, también un tanto atolondrada, y no le deseo ningún mal, pero nada puedo hacer por ella. ¿Cómo se te ha ocurrido traerla? —Marvin no pudo evitar el reproche.

—Fue una estupidez por mi parte decirle que estabas aquí. Lo siento. Quizá si hablaras con ella…

—Ni quiero ni tengo por qué dar explicaciones a Catalina. Me gustaría ayudarte a resolver el problema, pero no sé cómo.

—Pero algo tendremos que hacer con Catalina…

—Lo mejor es que no nos veamos. Sería peor para ella, puesto que se sentiría humillada si simplemente le digo que no me importa. Es mejor que poco a poco se le pase ese falso amor que cree sentir por mí. En cuanto a la niña… no sé qué decirte… Ya te expliqué lo que sucedió aquella noche en la Pradera de San Isidro. Lo siento por la pequeña, pero no estoy en disposición de aceptarla como hija.

—Tendré que pedirle ayuda a Fernando, porque yo no sé cómo manejar a Catalina.

Marvin se comprometió a ayudarlos. Les daría algo de dinero y les buscaría un trabajo si es que decidían permanecer en Egipto, dado que Europa estaba siendo arrasada por la guerra y por tanto no había un lugar seguro donde ir.

—Yo querría ir a América, pero ahora que ha entrado en la guerra… —titubeó Eulogio.

—¿Quieres ir a América? Bueno, eso tiene solución. Y no te preocupes por la guerra, América está muy lejos de Europa. Lo difícil será llegar… Yo me iré dentro de un mes a Nueva York. Naturalmente, me acompañará Farida. Quiero que conozca a mis padres y a mi hermano. En realidad es ella quien quiere conocerlos porque asegura que lo necesita para intentar terminar el rompecabezas de mi vida. Le faltan esas piezas. Y tú puedes venir con nosotros. No tienes que preocuparte de nada. Le pediré a mi padre que te dé un trabajo en Nueva York. Tendrás que perfeccionar tu inglés, que es bastante malo.

»Así que aprovecha hasta que nos vayamos. Fernando lo habla bastante bien, dile que te enseñe todo lo que pueda.

—Pero será un viaje peligroso —argumentó Eulogio.

—Sí, y no será fácil encontrar un buque que nos lleve. Ahora es más difícil aventurarse por el Atlántico. Pero lo conseguiremos.

—¿Y qué haremos con Catalina y Fernando? —preguntó Eulogio preocupado.

—Lo siento, amigo mío, pero no me siento concernido por lo que pueda sucederles. Estoy dispuesto a ayudarlos sin que lo sepan, pero nada más. Desde luego que no vendrán con nosotros a Nueva York.

En ese instante, una mujer de paso firme entró en la librería, y Eulogio dedujo que era Farida. Sara, que estaba atendiendo a unos clientes, sonrió al verla y le indicó con un gesto los sillones verdes donde Marvin y él seguían enfrascados en una animada charla.

En dos zancadas se plantó ante ellos y los miró alternativamente. Ambos se quedaron expectantes, como niños que esperan la aprobación de su maestra. Marvin se levantó y le tendió la mano invitándola a sentarse.

—Farida, éste es mi amigo Eulogio. Te he contado tanto sobre él…

—¡Por fin le conozco! Soy Farida Rahman —dijo regalándole su mejor sonrisa.

Eulogio se levantó a su vez y le estrechó la mano sin dejar de mirarla fascinado, no tanto por su belleza como por la fuerte personalidad que saltaba a la vista. Procuró ocultar su sorpresa por la edad de Farida. Era mucho mayor que Marvin. Calculó que ella había cumplido los cuarenta.

Sara se acercó con una bandeja y dispuso en la mesa otro servicio de café. Luego volvió a dejarlos solos.

Marvin le explicó a Farida el porqué de la presencia de Eulogio y la situación creada por Catalina. También se mostró firme al asegurar que no pensaba verla y mucho menos darle ninguna explicación, no sólo porque la sentía como una extraña, sino también porque sería mejor para ella ya que no entendería su actitud tan tajante y le dolería doblemente.

Farida escuchó en silencio asintiendo mientras servía el café en las tazas.

—Una mujer que ha venido hasta Alejandría a buscarte no parará hasta encontrarte, no importa dónde estés. Algún día dará contigo.

—Entonces ¿qué crees que debo hacer? —inquirió Marvin preocupado.

—Nada que no quieras hacer. Ella no significa nada para ti, de manera que no tienes por qué violentarte dejando al descubierto tu alma. Nada le debes y nada te debe ella a ti. Pero has de saber que te convertirás en una obsesión para ella.

Eulogio escuchaba fascinado el tono melodioso del francés en el que hablaba Farida.

Estuvieron conversando un buen rato, decidiendo la manera de apartar a Catalina de Marvin.

¿Cuántas horas estuvieron así? No se dieron cuenta de que la tarde se había ido difuminando hasta que Sara se acercó de nuevo a ellos.

—Es tarde, pero si os queréis quedar podéis hacerlo. Benjamin me espera y tengo que irme, pero Akim aún se quedará un rato —dijo mirando al joven empleado, que parecía ensimismado recolocando los libros de las estanterías.

—Será mejor que regrese a casa de la señora Kokkalis. Fernando y Catalina estarán preocupados —dijo Eulogio.

—¡Ah! Qué mujer tan extraordinaria es Ylena Kokkalis. Es una buen amiga y una lectora empedernida. Es capaz de recitar la Ilíada de memoria. Y sus opiniones sobre poesía siempre son certeras y originales —comentó Sara.

—¡Vaya! Es tan seria que no imaginaba que le pudiera gustar la poesía —se sorprendió Eulogio.

—Pues es una mujer erudita, casi tanto como nuestra querida Farida. No olvide, querido amigo, que una mujer sola debe imponer respeto —afirmó Sara.

Ya en la calle, Marvin deslizó unos cuantos billetes en la mano de Eulogio. Quedaron en que al día siguiente acudiría junto a Fernando a la velada literaria que todos los jueves se celebraba en Wilson&Wilson.

Eulogio prefirió regresar a pie en vez de que Farida lo acompañara hasta casa de Ylena. Necesitaba pensar cómo abordar la conversación con Catalina, además de encontrar el momento para hablar a solas con Fernando.

Las primeras sombras de la noche envolvían la ciudad cuando Eulogio llegó a casa de Ylena Kokkalis y encontró a Catalina amamantando a Adela mientras que Fernando leía tumbado en la cama.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Catalina impaciente.

—Nada especial, he venido en cuanto he podido, pero me he quedado sin tabaco y necesito fumar —respondió Eulogio, haciendo un gesto a Fernando que éste interpretó de inmediato.

—Podemos salir a fumar mientras Catalina termina de dar de comer a Adela —propuso aun sabiendo que eso alertaría a Catalina.

—¿Iros? Pero bueno, ¡es lo que faltaba! Dejaos de secretos, quiero saber qué pasa —exigió.

—Mira, necesito fumarme ese cigarrillo ahora; más tarde hablaremos lo que haga falta. —Eulogio no le dio tiempo a protestar más porque salió de la habitación esperando que Fernando le siguiera.

Ya en la calle, una lluvia fina comenzó a caer de repente, pero Eulogio caminaba tan deprisa que Fernando no tuvo más remedio que seguirle.

—No sé si es buena idea venir a hablar a la calle.

—Lo sé, pero no puedo contarte nada delante de Catalina.

De manera atropellada le explicó la situación. Fernando escuchaba con gesto preocupado, sorprendido también al saber de la existencia de Farida. Pero lo peor no era que Marvin no quisiera ver a Catalina, sino cómo harían ellos para evitar herirla. Llegaron a la conclusión de que no podían mentirle del todo. Catalina era inteligente y lo había dejado todo por encontrar a Marvin, de modo que no se conformaría con cualquier excusa. Así que decidieron decirle que Marvin estaba enamorado de otra mujer.

A Eulogio le preocupaba ser capaz de mantenerse leal a Marvin, mientras que Fernando se preguntaba cómo podría evitar dañar a Catalina.

Cuando regresaron a la habitación, Adela dormía en brazos de su madre, que la miraba con gesto preocupado.

—Parece que le cuesta respirar —dijo sin dirigirse a ninguno de los dos.

—Vaya… pero si daba la impresión de que estaba mejor… —respondió Eulogio.

—La niña ha estado agitada toda la tarde —explicó Fernando.

Adela abrió los ojos mientras intensificaba su respiración. A la criatura parecía faltarle el aire.

—Tenemos que llamar a un médico. —Catalina abrazaba angustiada a su hija.

Eulogio salió a buscar a Dimitra, a quien encontró en el comedor recogiendo los restos de la cena. Le explicó lo que le sucedía a Adela y Dimitra, nerviosa, le pidió que aguardara mientras ella avisaba a la señora.

Ylena acudió con Dimitra a la habitación de sus nuevos huéspedes. No le hizo falta preguntar nada para darse cuenta de la situación.

—Ahora mismo la llevaremos a casa al doctor Naseef. Vamos, hay que darse prisa. Le pediremos a monsieur Baudin que nos lleve en su coche —dijo Ylena.

Monsieur Baudin abrió la puerta de su habitación envuelto en un batín y aceptó de inmediato la petición de Ylena.

La casa del doctor Naseef estaba cerca de la iglesia de San Marcos.

Adela temblaba y parecía estar a punto de ahogarse. Catalina murmuraba una plegaria mientras abrazaba a su hija.

—Dese prisa —le ordenó Ylena a monsieur Baudin mientras conducía.

Baudin enfiló el boulevard Ramleh y de allí buscó la rue Debbane para desembocar en la rue de L’Église Copte, donde se encontraba la catedral del Patriarcado Ortodoxo Copto. A pocos metros paró el coche y todos se bajaron siguiendo a Ylena, que caminaba deprisa buscando la casa del médico.

Una mujer entrada en años de piel morena y mirada curiosa les abrió la puerta. Sonrió al ver a Ylena y les franqueó el paso mientras ésta le explicaba la urgencia.

El doctor Naseef acudió de inmediato y examinó a la niña con gesto grave. Adela temblaba y de sus pequeños labios escapaban gemidos.

—Tiene pulmonía —dictaminó el médico.

—¿Pulmonía? Pero ¿cómo es posible? —preguntó Fernando, angustiado por el diagnóstico.

—Hay que llevarla al hospital. Ahora mismo —respondió el doctor Naseef.

No tardaron en llegar porque el Hospital del Gobierno Egipcio se encontraba prácticamente al lado, una vez pasado el consulado británico.

Siguieron al doctor Naseef por un pasillo hasta llegar a una sala donde les pidió que esperaran todos salvo Catalina e Ylena.

Fernando y Eulogio ni siquiera se sentaron. Recorrían la sala de un lado a otro temerosos por lo que pudiera pasar. Monsieur Baudin sacó un paquete de cigarrillos y les ofreció para que calmaran los nervios.

No fue hasta una hora más tarde cuando Ylena entró en la sala con el gesto alterado.

—La niña está muy mal… los médicos no creen que viva. Es tan pequeña… y ser sietemesina no ayuda.

Ylena abrió el bolso y sacó su propio paquete de cigarrillos.

—¿Y Catalina? —preguntó Fernando.

—Se quedará con la niña, pero nosotros aquí ya no hacemos nada —dijo Ylena.

—Yo me quedo, no puedo dejarla sola —replicó Fernando.

—No creo que le permitan estar con ellas. El doctor Naseef ha dicho que sólo se puede quedar Catalina. Es comprensible, hay otros niños enfermos y sólo están con ellos sus madres. Monsieur Baudin nos llevará de vuelta, ¿no es así? Lo más sensato es esperar hasta mañana.

—Pero ¿y si… si le sucediera algo a Adela…? No, no podemos dejar sola a Catalina.

—Haga lo que quiera, por mí puede quedarse en esta sala el resto de la noche —respondió Ylena malhumorada.

—Eso es lo que haré.

—Entonces iré a decirle a Catalina que está usted aquí y luego los demás volveremos a casa.

—Yo me quedo también —intervino Eulogio.

Ylena se encogió de hombros. Comprendía que los dos españoles decidieran quedarse, pero monsieur Baudin y ella nada más podían hacer allí.

Fernando y Eulogio se sentaron en el banco de la sala de espera y allí permanecieron en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. No tenían palabras que gastar. Sólo les quedaba esperar. Al filo de la madrugada los venció el sueño.

Se despertaron sobresaltados cuando una mujer acompañada de un niño entró en la sala. Los saludó con una inclinación de cabeza. Apenas un minuto después entraron dos mujeres con tres chiquillos. Y así fueron llegando más hasta que la sala estuvo a rebosar.

—Deberíamos ir a preguntar —propuso Eulogio.

Buscaron una enfermera, a la que explicaron por qué estaban allí y su deseo de hablar con el doctor Naseef. La enfermera les indicó dónde podían encontrarle.

Al doctor Naseef se le notaban las huellas de la noche insomne. No se anduvo con sutilezas y les explicó que aunque Adela había sobrevivido a la noche no tenía demasiadas posibilidades de superar la pulmonía. Hizo un resumen de la situación de la pequeña reprochándoles que hubieran permitido a Catalina embarcarse embarazada en una travesía por el Atlántico en pleno invierno, lo que había provocado el adelanto del parto. Adela carecía de fortaleza para vivir y añadió que aunque Catalina se negaba a que la examinaran, tendrían que hacerlo ya que durante la noche había sufrido un desmayo.

Ambos le rogaron que les dejara ver a Catalina y a la niña, y aunque al principio el médico se negó, terminó cediendo.

Les impresionó ver a Adela con una aguja clavada en su bracito suministrándole el medicamento con el que intentaban salvarla. Catalina acariciaba el brazo de su hija y le pasaba los dedos por la cabeza mientras le hablaba en voz baja. Tardó en percatarse de la presencia de ellos.

—El doctor Naseef cree que Adela morirá —les anunció con el rostro desencajado por la angustia.

No supieron qué responder y se limitaron a mirarla en silencio.

—Pero se equivoca. Adela quiere vivir y vivirá. Las dos viviremos —afirmó.

Fernando y Eulogio se miraron preocupados al ver un destello de locura en los ojos de Catalina.

—Tenéis que decirle a Marvin que venga. Tiene que saber por lo que está pasando su hija. Ella le necesita. Estoy segura de que Adela se pondrá mejor en cuanto su padre esté también a su lado. Así que id a buscarle. —Y su tono conminativo no admitía réplica.

Salieron del hospital sin tener claro qué hacer. Ignoraban si Marvin estaría dispuesto a ir. Y si no lo hacía, no sabían cómo reaccionaría Catalina.

Caminaron sin saber hacia dónde dirigirse para regresar a casa de Ylena. Fernando preguntó a un hombre por la dirección y éste les recomendó que tomaran el tranvía. Lo hicieron gracias al dinero que Marvin le había dado a Eulogio.

Estaban tan abatidos que ni siquiera se les ocurrió informar a Ylena de en qué situación habían dejado a Catalina y a Adela. Fue Dimitra quien los buscó para decirles que la señora Kokkalis los esperaba en el comedor.

Ylena estaba hablando con sus otros dos huéspedes, que se interesaron de inmediato por las últimas noticias.

Después de compartir una taza de té, Ylena les recomendó que durmieran un rato. Ella iría al hospital para acompañar a Catalina. Monsieur Baudin se ofreció a llevarla puesto que, según dijo, era más o menos el mismo trayecto que hacía camino de su oficina.

Eulogio y Fernando decidieron aceptar la recomendación de Ylena. Se sentían exhaustos y sobre todo tenían la mente embotada, de manera que no eran capaces de tomar una decisión.

Dimitra los despertó al cabo de un par de horas con unos golpes secos en la puerta, conminándolos a que se levantaran para poder limpiar la habitación. La obedecieron. Además, estaban hambrientos.

Ylena ya había regresado del hospital y no pudo decirles más que el estado de Adela seguía siendo crítico y que a Catalina la habían examinado y los médicos habían concluido que tenía anemia. Intentó animarlos asegurándoles que el doctor Naseef era un buen médico que sabía lo que se hacía, y que si alguien podía salvar a Adela era él.

Fernando se empeñó en regresar al hospital y Catalina volvió a insistir en que llevaran a Marvin; sus amigos bajaron la cabeza.

Comenzada la tarde, Eulogio recordó a Fernando que debían reunirse con Marvin en la librería del señor Wilson. Le comentarían lo sucedido y quizá al americano se le ocurriera alguna solución.

Cuando llegaron Sara estaba atendiendo a unos clientes. Marvin y el resto de los invitados a la velada literaria aún no habían llegado. Nervioso por la espera, Eulogio prefirió salir a dar un paseo y fumar un cigarrillo, mientras que Fernando se quedó curioseando los libros.

Se ensimismó ojeando antiguas ediciones que cogía con cuidado, como si temiera dañar aquellas páginas repletas de poesía e historia.

No se dio cuenta de que un hombre llevaba un buen rato observándole y se sobresaltó cuando se plantó junto a él.

—¿Le gusta la poesía? —preguntó el desconocido.

—Sí… me gustan los libros, todos los libros, no sólo los de poesía. Estos que están aquí son extraordinarios. Mi padre hubiera disfrutado tanto tan sólo de verlos…

—¿Su padre?

—Mi padre era editor… Además, traducía libros del inglés y se encargaba de las ediciones de los grandes de la literatura inglesa.

—Y usted ha heredado su amor por los libros —comentó el hombre.

—Sí. Crecí rodeado de libros.

—¿Escribe? —quiso saber su interlocutor.

—¡Oh, no! No tengo ningún talento para escribir, pero sí para saber si lo que escriben otros merece la pena. Lo aprendí de mi padre.

—¿Y a qué se dedica usted?

—Antes de la guerra estudiaba literatura, quería ser editor.

—¿Se refiere a esta guerra…?

—Me refiero a la guerra de España. Soy español.

—Ya… habla usted un inglés excelente.

—Fue mi padre quien me enseñó. Decía que, como a él, a mí también se me daban bien los idiomas.

—¿Habla otros además de inglés?

—Un poco de francés… y en el instituto tenía facilidad con el latín y el griego clásicos.

—¿Y ahora a qué se dedica?

Fernando se encogió de hombros al tiempo que clavaba su mirada en la de aquel desconocido con el que llevaba un rato hablando con demasiada confianza sin saber quién era. El hombre era alto, de cabello rubio oscuro salpicado de canas y unos profundos ojos grises, de porte elegante que emanaba seguridad.

—La guerra lo estropeó todo. Desde entonces no he hecho nada que merezca la pena. No pude seguir estudiando.

—Ya… cuánto lo siento… En fin… creo que no me he presentado. Soy Benjamin Wilson. —Y le tendió la mano, envolviendo la de Fernando en un apretón firme.

En aquel momento Sara se acercó a ellos intercambiando una sonrisa con su marido.

—Ya os habéis conocido… Fernando Garzo es amigo de nuestro querido Marvin, y Eulogio Jiménez también. Acaba de salir a dar un paseo mientras llegan los demás.

Sara les propuso tomar un café o un té mientras recibía a los invitados que comenzaban a llegar, y los dejó a solas.

—¿Y qué es lo que le ha traído a Alejandría? —preguntó el señor Wilson.

—Me marché de España porque… bueno, porque no tenía otra opción. Formo parte de los perdedores de la guerra. A mi padre le fusilaron. Y el hijo de un republicano difícilmente tiene porvenir. En cuanto a por qué hemos venido a Alejandría… es un lugar tan bueno o tan malo como otros. No hay ningún sitio en Europa al que ir desde que los alemanes empezaron esta guerra. Mi amigo Eulogio quiere ir a América y puede que Marvin nos ayude a llegar allí. Claro que América también ha entrado en guerra, así que no sé muy bien qué va a ser de nosotros. Además, viajamos con una buena amiga de la infancia y con su hija…

Fernando se pasó la mano por la cara como si intentara frenar la lengua y acomodar los pensamientos. ¿Por qué hablaba con tanta confianza con aquel desconocido? Apenas sabía nada del señor Wilson y allí estaba él, contándole su vida.

La puerta de la librería se abrió dando paso a Marvin y a Farida. Benjamin Wilson se dirigió a ellos, recibiéndolos con afecto manifiesto.

A Fernando le asombraba la facilidad con la que el señor Wilson pasaba de un idioma a otro. Con él había hablado en inglés, con Sara en francés y ahora lo hacía en árabe con la mujer que acompañaba a Marvin, que no dudó que era Farida por la descripción de ella que le había hecho Eulogio.

Marvin le dio la mano y le presentó a su acompañante. En ese momento regresó Eulogio y se unió a la conversación. Comenzaron a llegar más invitados. Akim, el empleado de los Wilson, había ido disponiendo sillas y mesitas bajas.

Fernando y Eulogio le explicaron a Marvin lo sucedido la última noche y cómo Catalina no cejaba en su empeño de que le llevaran al hospital, convencida de que así su hija se salvaría.

—¡Por Dios, tiene que terminar esta pesadilla! Pensaba quedarme un mes más, pero si Farida está dispuesta, nos iremos en cuanto haya un barco que parta para América —exclamó Marvin, molesto por lo que le contaban.

—Ya te dije que esa chica te seguirá donde quiera que vayas —le recordó Farida.

—¿Y si hablaras con ella? Si le dijeras… —Pero Eulogio se calló ante la mirada de Marvin.

—¡Precisamente tú vas a decirme que debo hablar con Catalina! No te comprendo, Eulogio. ¿Cómo puedes siquiera pensarlo? —le reprochó el americano.

—Lo siento, tienes razón. Es que… Catalina nos volverá locos y… bueno, algo tenemos que decirle.

—La verdad siempre es el camino más corto —sentenció Farida, sosteniendo la mirada de Marvin.

Él no pudo soportar la intensidad que desprendían los ojos de Farida. Se le descompuso el gesto en una mueca de dolor.

Se quedaron en silencio, expectantes todos. Fernando fue el primero en hablar:

—Tienes que comprender que no es fácil por lo que está pasando Catalina. Su hija se está muriendo.

—Me hacéis sentir como un miserable —les reprochó Marvin.

Farida le cogió la mano y la apretó entre las suyas. El americano sintió una oleada reconfortante de calor. Ella le hacía sentir que no estaba solo y que, hiciera lo que hiciera, contaba con su apoyo. Eso le tranquilizó.

—No quiero explicarme con Catalina. No tengo por qué hacerlo. No voy a asumir la paternidad de su hija. Ella toma sus propias decisiones y yo las mías. Así que resolved el problema como mejor podáis. —La voz de Marvin había recuperado entereza.

—Está ciega, pero algún día verá la luz —sentenció Farida.

Sara les hizo una seña para que se sentaran. A Fernando le maravilló escuchar las discusiones que fueron aflorando entre los asistentes, ya fuera sobre poesía, sobre historia o sobre la guerra que se estaba librando entre Alemania y los británicos no sólo en suelo europeo sino también en la vecina Libia.

Un joven leyó unos poemas que fueron alabados por unos y criticados con ironía por otros. Y para sorpresa de Fernando, Farida acaparó buena parte de la velada debatiendo con otro invitado que defendía que el gnosticismo había sido muy querido por los alejandrinos de la Antigüedad.

—No estoy de acuerdo, era demasiado complicado para ser adoptado por la gente común. Además, a nadie le gusta admitir que la Humanidad es el resultado de un error. Y mucho menos que el soplo de la vida fue el resultado de la decisión del demiurgo. ¿Un dios menor podía crear la Humanidad?

De los gnósticos pasaron a debatir sobre la ortodoxia primitiva, Filón… Clemente, Orígenes…

—Seguimos debatiendo sobre la esencia de Dios como hace mil años. Farida es única. Ella es capaz de desmontar cualquier filosofía que no se base en la estricta racionalidad —susurró Sara a oídos de Fernando.

Había caído la noche y los amigos de los Wilson se habrían dejado sorprender por la madrugada si unos golpes secos no hubieran sonado con insistencia en la puerta. Fue Akim quien abrió. Un hombre entró con paso agitado en el local buscando con la mirada a alguien que resultó ser el señor Wilson.

Éste se levantó e hizo una seña a Sara mientras él se dirigía a una puerta situada al fondo de la librería seguido por el hombre que acababa de llegar.

La conversación se mantuvo viva durante unos minutos más hasta que fue Farida quien sugirió que era demasiado tarde para continuar.

Marvin insistió a Fernando y Eulogio en invitarlos a cenar para hablar con tranquilidad.

—Pero es demasiado tarde. Quiero ir al hospital a ver a Catalina, no sabemos lo que ha podido pasar —se excusó Fernando, que sentía remordimientos por haber disfrutado de la velada.

En cambio Eulogio se avino, esperanzado de que Marvin pudiera dar solución a sus problemas. No podía dejar de preguntarse qué sería de ellos en esa ciudad si quedaban abandonados a su suerte.

Alejandría era una sorpresa, un crisol de gentes diversas, una Babel moderna, que latía a un ritmo que no alcanzaba a comprender. Así que convenció a Fernando para ir a cenar con Marvin y Farida. Más tarde él mismo le acompañaría al hospital.

Farida conducía con mano segura. Las calles aparecían vacías a causa de la lluvia. Llegaron a un restaurante situado frente al mar. Se dieron una tregua mientras encargaban la cena.

Marvin les preguntó qué querían hacer, si permanecer en Alejandría o embarcarse para América.

Eulogio no tenía dudas, quería ir a América. Si estaba en Alejandría era para encontrarse con él, con Marvin. La ciudad se le antojaba un gran misterio.

En cuanto a Fernando, explicó que su suerte estaba unida a la de Catalina; no iba a abandonarla y menos con Adela tan enferma. Por tanto sería Catalina quien decidiera si se quedaban allí o iban a algún otro lugar. Él la acompañaría salvo que quisiera regresar a España.

Farida y Marvin los escucharon en silencio mientras sopesaban cada uno de los gestos y palabras de los dos amigos.

—Nosotros iremos a América, aunque aún nos quedaremos un tiempo en Alejandría. Estoy terminando de escribir un libro que me publicará Benjamin Wilson. Llevo dos años enzarzada con él —les contó Farida.

—Yo he podido volver a escribir. Creí que jamás sería capaz de volver a escribir un poema, pero gracias a Farida puedo hacerlo de nuevo. Sara ha leído el primer manuscrito y quiere publicarlo cuanto antes. Para mí ha supuesto un alivio superar su ojo crítico —añadió Marvin.

—Entonces ¿cuándo os iréis? —quiso saber Fernando.

—Si Catalina no estuviera aquí aún nos quedaríamos un tiempo, sobre todo hasta saber qué va a suceder con la entrada de Estados Unidos en la guerra. Pero Catalina empieza a convertirse en un problema. —A Marvin se le enturbió la mirada.

—Que podrías resolver si te enfrentaras a ella. Te guste o no, tienes una responsabilidad con la niña —concluyó con acidez Fernando.

Marvin le miró desconcertado. Farida le acarició el brazo.

—Fernando, yo no cuestiono tus decisiones, ni siquiera por qué estás aquí, y te pido el mismo respeto por las mías. No tengo por qué enfrentarme a ella, nada le debo ni nada me debe —respondió el americano.

—Lo que pasó en la Pradera de San Isidro… —Fernando no pudo seguir hablando porque Marvin le cortó furioso.

—A mí no me concierne el que haya traído una hija al mundo. ¡Lo ha decidido ella! ¡Yo no asumiré las consecuencias! Olvidas que apenas la conozco… Catalina es vuestra amiga, no la mía; para mí sólo es una chiquilla caprichosa que no sabe lo que quiere y con la que hay que tener cuidado para que no te envuelva en las redes de sus fantasías.

—¡No hables así de ella! —Fernando se puso en pie, midiéndose con Marvin.

Fue Farida la que les devolvió la calma instándoles a reflexionar en vez de enfrascarse en una pelea que no conduciría a nada.

—Te honra el amor generoso que sientes por Catalina. Así es la vida… Tú, Fernando, has decidido unir tu suerte a la de una mujer que nunca podrá quererte porque persigue un sueño y los sueños son fruto de nuestra imaginación, con lo que podemos adornarlos tanto como deseemos, estirarlos hasta el infinito, perseguirlos eternamente. En cuanto a Marvin… tiene derecho a no dejarse envolver en los sueños de Catalina. Es su elección.

—Entonces ¿qué podemos hacer? —preguntó Eulogio, preocupado por la deriva de la conversación.

—Ya te lo dije, puedes venir a Nueva York con nosotros, estoy seguro de que mi padre te dará trabajo. Pero a pesar de Catalina, aún no nos iremos; sé que va a ser incómodo esquivarla y cuento para ello con vosotros. Yo os ayudaré, no consentiré que paséis penalidades. Farida ha hablado con Ylena Kokkalis para decirle que no debe preocuparse por los gastos de vuestra estancia en su casa. Es lo menos que puedo hacer en esta situación —afirmó Marvin.

—No tienes por qué hacerlo —le respondió airado Fernando.

—Te equivocas, claro que debo hacerlo. Nadie ha sido más generoso conmigo que Eulogio. Sobreviví en España gracias a él. Me sacó en sus brazos del Frente; estaba herido, pero aun así, arrastrándose, fue capaz de cargar conmigo para sacarme de la línea de fuego. Y después su madre y él me acogieron en su casa, ofreciéndome cuanto disponían.

—No me debes nada, amigo —susurró Eulogio.

—La vida. Y nunca podré hacer lo suficiente para pagar mi deuda.

Permanecieron en silencio como si no les quedara más que decir, pero de nuevo habló Marvin:

—Hoy estuve almorzando con los Wilson. Sara es extremadamente bondadosa, como lo es su padre, monsieur Rosent. En cuanto a Benjamin, siempre procura complacer a Sara. Les expliqué vuestra situación y les pedí consejo y ayuda.

—¿Y cómo pueden ayudarnos? —preguntó Eulogio impaciente.

—En realidad aún no lo sé… Le sugerí a Benjamin que Fernando podría ayudarle en la edición de los libros puesto que tiene cierta experiencia y además domina el inglés… En cuanto a ti, Eulogio, Farida conoce a un hombre que es arquitecto y tiene un negocio de construcción de casas y edificios. El amigo de Farida podría contratarte durante un tiempo —siguió diciendo Marvin.

—¿Como qué? No hablo una palabra de árabe. —La voz de Eulogio estaba cargada de amargura.

—Mi amigo es ya mayor y sufrió un accidente en una obra, y necesita que alguien le acompañe de un lado a otro, una especie de secretario. El que tenía está enfermo y hasta que se reponga precisa un sustituto —intervino Farida.

—No le sería útil, tendríamos que entendernos por señas —insistió Eulogio.

—Esto es Alejandría, no se te olvide, y tenemos un don, el don de lenguas —respondió Farida con una sonrisa—. Pero para tu tranquilidad te diré que Sudi es medio francés, su madre lo era. Él viajó por España en busca de las huellas de la arquitectura musulmana. Incluso vivió una larga temporada en Granada. De manera que os entenderéis en francés y en español. No tendrás problema. En cuanto al árabe… tú decides si estudiarlo o no mientras estés aquí. —Farida le miró aguardando la respuesta.

—Me gustaría irme ya a América —afirmó Eulogio.

—Entonces buscaremos un barco que te lleve —respondió Marvin.

—Pero no puedo irme todavía… no mientras la hija de Catalina se está muriendo ni antes de que Fernando decida qué hacer. Así que aceptaré ese trabajo y ya veremos si soy capaz de hacerlo.

—¿Y tú, Fernando? ¿Te parece bien trabajar para los Wilson? —quiso saber Marvin.

—Espero serles de alguna utilidad… Ahora comprendo el porqué de tantas preguntas del señor Wilson… —les comentó Fernando.

—Benjamin siempre hace preguntas. Eso no te debe extrañar. Es el hombre mejor informado de Alejandría. Aquí no pasa nada de lo que él no tenga noticia inmediata —le aclaró Farida.

Eran cerca de las diez cuando terminaron de cenar. Farida había insistido en llevarlos al hospital, pero rechazaron su ofrecimiento. Fernando necesitaba caminar y pensar. Eulogio le secundó.

Durante un buen rato apenas intercambiaron una palabra.

Fue Eulogio quien rompió el silencio:

—¿Qué te parecen los trabajos que nos han buscado?

—Hay que agradecérselo, no es fácil encontrar empleo para dos españoles que acaban de llegar sin ningún título que los avale. Además, necesitamos dinero, no podemos depender de ellos. Es verdad que Marvin te debe mucho, pero a Catalina y a mí no nos debe nada, y aun así ambos están siendo generosos con nosotros. Lo que no puedo entender es que Marvin se desentienda de lo que hizo…

—Catalina insistirá en verle —dijo Eulogio, que estaba preocupado.

—Sí, y ya la conoces, no acepta una negativa. Además, está Adela. Quiere un padre para su hija.

—Ya, pero… Bueno, Marvin no va a ser ese padre, ya le has oído, se niega incluso a hablar con ella.

—No le juzgo, Eulogio. Cada cual tiene sus razones. Catalina no significa nada para él, pero la pobrecita niña… Además, Catalina no se rendirá e insistirá en verle —afirmó Fernando.

Tuvieron que preguntar un par de veces dónde se encontraba el hospital hasta dar con él.

Subieron las escaleras ansiosos por ver a Catalina y temiendo lo peor. Cuando llegaron a la habitación donde se encontraba con la niña les sorprendió escuchar una voz fuerte y rotunda que reconocieron de inmediato. Era el capitán Pereira.

Catalina estaba sentada en una silla con su hija en brazos. La estaba amamantando aunque la pequeña parecía dormida. Pereira miraba a las dos con preocupación. Se estrecharon la mano con afecto. Y ella les puso al tanto de la situación. Adela seguía resistiendo aunque cada vez estaba más débil, pero insistió en su convencimiento de que su hija sobreviviría. El Portugués asentía como si estuviera persuadido de que no podía ser de otra manera.

—¿Y Marvin? ¿Cuándo vendrá? —La voz de la muchacha dejaba entrever un destello de histeria.

—No vendrá. —Eulogio lo dijo con tal rotundidad que Catalina se sobresaltó.

—¿Que no vendrá? ¡Eso es imposible! ¿Le habéis dicho que ya ha nacido su hija?

—Está comprometido con otra mujer, no quiere saber nada de ti.

Catalina clavó su mirada en Eulogio, incrédula ante sus palabras. Parecía que le costaba entender lo que su amigo acababa de decir.

El capitán Pereira tosió incómodo.

—No te creo —afirmó Catalina.

—Pues es así —insistió Eulogio.

—Dímelo tú, Fernando —le pidió ella.

—Marvin no vendrá. Eulogio te ha dicho la verdad, vive con una mujer.

—¿Vive con una mujer? ¿Dónde? Iré a hablar con él. Ella no podrá impedir que conozca a Adela y luego decida qué hacer.

—Eso no es posible… No quiere verte y además no se van a quedar en Alejandría. Piensan marcharse en los próximos días. —Fernando hablaba en voz baja como si las palabras no quisieran salir para no herirla.

Se quedaron en silencio. La amargura se fue dibujando en el rostro de Catalina. Por un momento pareció vencida.

Adela comenzó a gemir y ella acarició su pequeño rostro.

—¿Sabéis que Ylena ha conseguido que el hospital nos dé esta habitación para nosotras solas? Aquí Adela está tranquila sin escuchar el llanto de otros niños ni las conversaciones de sus madres. —De pronto empezó a cantar y a acunar con demasiado vigor a la niña, como si de repente hubiera perdido la razón.

Los tres hombres se miraron preocupados. Fue Pereira el que salió de la habitación en busca de una enfermera.

Catalina puso una mueca de disgusto cuando vio entrar a la enfermera y abrazó con fuerza a su hija.

—Voy a examinar a la pequeña —dijo la enfermera mientras la cogía de los brazos de Catalina para colocarla en la cuna.

—Está mejor conmigo. —Catalina intentó cogerla de nuevo.

—En cuanto la examine… Tengo que comprobar que no le haya subido la fiebre… Sigue respirando con dificultad. Avisaré al doctor Naseef, hoy está de guardia.

La enfermera le puso el termómetro a Adela y buscó el pulso en su minúsculo brazo. Luego salió de la habitación.

Catalina continuó meciendo a su hija, preocupada por el calor intenso que desprendía su cuerpecito enfermo.

—Buscaré a Marvin, os juro que le encontraré. Sé que se hará cargo de Adela y de mí. No se negará cuando me vea —insistió.

No la contrariaron. El capitán tampoco. Se limitaron a mirarse.

El doctor Naseef entró en la habitación sin ocultar su enfado.

—No son horas de visita. Ustedes tienen que respetar las normas como el resto de la gente. De manera que márchense.

Después empezó a examinar a la niña mientras la preocupación se reflejaba en su rostro.

Fernando, Eulogio y el capitán aguardaban a que el doctor saliera de la habitación. No se irían hasta saber el estado de Adela.

El médico salió al pasillo y se paró en seco al verlos.

—Es un milagro que haya resistido tanto, pero creo que no pasará de esta noche. Le ha subido la fiebre y apenas puede respirar. La enfermera vendrá a ponerle una inyección… En realidad la niña está en manos de Dios.

—Usted es médico, no sacerdote, de manera que no deje en manos de Dios lo que le corresponde hacer a usted. —Las palabras de Fernando estaban envueltas en rabia.

El capitán Pereira apretó su brazo para que se contuviera. Comprendía su desesperación, pero no lograría nada enfrentándose al médico.

—Llevo muchos años combatiendo la enfermedad y desgraciadamente he perdido muchas batallas. Pero le aseguro que en alguna ocasión, en medio de una de esas batallas que se antojaban imposibles, de repente se producía el milagro. Usted no tiene por qué creerlo. Ojalá en este caso Dios quiera hacer un milagro con esta niña.

Se dio la vuelta dejando a los tres hombres meditando sobre sus palabras.

—Ylena dijo que el doctor Naseef es copto y muy religioso —comentó Eulogio.

—Dios es un asunto de cada uno —respondió Pereira—. Hay quien nota su presencia… pero a lo largo de mi vida yo sólo he notado su ausencia… En cualquier caso nada podemos reprochar al doctor Naseef. Le conozco, es un buen médico además de ser un buen hombre. Adela está en las mejores manos. Si él no la puede salvar, nadie podrá hacerlo.

Salieron del hospital. Fernando y Eulogio, agotados por la intensidad del día; Pereira, abrumado por la certeza de que la muerte rondaba a Adela.

Aquella noche no durmieron bien ninguno de los tres. El capitán no podía dejar de pensar en el día no tan lejano en que había ayudado a Doc en el parto de Adela y la impresión que le produjo tenerla en sus brazos, inerte como si ya estuviera muerta.

Al día siguiente, Fernando se levantó temprano y regresó al hospital. Catalina se había quedado dormida junto a la cuna de la niña. Se acercó despacio y al mirarla se dio cuenta de lo mucho que había cambiado. El rostro de Catalina estaba tenso, con pequeñas líneas de sufrimiento en torno a los labios. Ella debió de notar su presencia porque abrió los ojos y, preocupada, se inclinó sobre su hija para comprobar si respiraba. Suspiró aliviada.

—Me he debido de quedar dormida —se excusó.

—No me extraña, tienes que estar agotada. Te propongo que esta noche me permitas acompañarte para cuidar de Adela y así tú descansas.

—¿Crees que podría dormir mientras mi hija lucha por su vida?

—No estaría sola, estaría yo con ella.

—Pero tú no eres su padre, una niña enferma debe estar con sus padres que son quienes saben mejor que nadie lo que necesita. Si Marvin viniera… pero ni siquiera con él la dejaría sola.

Fernando sintió un dolor intenso en el estómago al escuchar las palabras de Catalina. Pero se calló.

La enfermera entró con paso sigiloso y se extrañó de encontrar a Fernando a una hora tan temprana. Se acercó a la niña y le puso el termómetro. Luego la aseó pasándole una toalla templada por su cuerpecito enfermo.

—Tiene menos fiebre… es una buena señal.

—Sigue vomitando… no retiene la leche.

—El doctor le dijo que no hay que forzarla. Es mejor darle el agua con azúcar y el suero.

—Está tan débil…

—No desespere… Adela tiene tantas ganas de vivir… No he visto a ningún niño sietemesino capaz de sobrevivir a una pulmonía, y ya ve como ella no deja de luchar —la consoló la enfermera.

—¿El doctor vendrá?

—Aún no ha llegado, pero no dude que vendrá a verla. Antes lo hará el médico de guardia.

Cuando se quedaron a solas, Catalina sonrió a Fernando y le cogió la mano apretándosela con afecto; luego se acercó a él y le abrazó. Se dejó envolver por los brazos de Fernando sintiendo su fuerza.

—No sé qué haría sin ti —le dijo, y le besó en la mejilla.

—No me necesitas, Catalina, eres muy fuerte, más de lo que imaginas.

—No lo soy, si supieras… Pero no puedo dejarme vencer porque está Adela. Dime, ¿hay alguna novedad? ¿Es verdad que Marvin se va a marchar como dijiste anoche?

—Marvin se va a ir con la mujer con la que vive. Ya te lo hemos dicho.

—¿Volverá?

—No lo sé.

—¿Dónde irán?

—Tampoco lo sé… Puede que a su país. Ya sabes que América ha entrado en guerra.

—¡Malditas guerras! Espero que no sea tan tonto como para enrolarse en el Ejército y combatir.

—Quién sabe…

—Y esa mujer, ¿quién es?

—¿Farida? Es una filósofa con mucho predicamento en Alejandría. Escribe libros.

—Vaya… así que es filósofa… ¿La quiere?

—Sí… pero yo no puedo responder a esa pregunta.

—¿Y a quién más puedo hacerla sino a ti? Fernando, ¿estás seguro de que se marcharán?

—Así nos lo han dicho.

—Entonces… ¿qué vamos a hacer?

—Por lo pronto, trabajar. Necesitamos dinero. Cuando tenga el suficiente, si quieres, te compraré un pasaje para que regreses a España; puede que tu padre se ablande cuando conozca a Adela.

—¿Y tú? ¿Piensas regresar?

—No puedo, Catalina, lo sabes. Maté a aquellos hombres. No sé si me están buscando… Yo no regresaré jamás.

—¿Vas a quedarte en Alejandría?

—No lo sé… Bueno, sólo sé que estaré a tu lado e iré contigo donde quieras menos a España. Pero por ahora no tenemos más remedio que quedarnos en Alejandría. Fue una temeridad venir, pero lo sería aún más marcharnos ahora que Adela está enferma. Además, la guerra se extiende a todas partes.

—Has dicho que vas a trabajar…

—Sí, el señor Wilson va a contratarme para su editorial… eso nos ayudará a mantenernos. Ylena es muy generosa, pero no podemos vivir en su casa eternamente sin pagar. Eulogio también ha encontrado un trabajo. Va a hacer de ayudante de un constructor, el hombre está enfermo y necesita quien le lleve de un lugar a otro.

—Así que Eulogio también se queda.

—Es un trabajo provisional, para no permanecer desocupado mientras llega el momento de marcharse. Ya sabes que si emprendió este viaje fue para ir a América, y Marvin le va a ayudar.

—Qué extraña es la vida, Fernando… Aquí estamos los tres en una ciudad que nos es ajena, a la que nada nos une y en la que tendremos que aprender a sobrevivir.

—Y lo haremos.

—Yo tampoco voy a regresar a España. En cuanto Adela esté mejor iré al encuentro de Marvin, y si entonces se ha ido de Alejandría, le buscaré donde quiera que esté. Habrá una manera de enterarse. Si tengo que ir a América, iré.

—Ahora no pienses en eso.

Sara estaba pasando un plumero por los libros cuando entró Fernando. Le indicó que fuera al despacho de su marido situado en la primera planta del edificio. Akim le acompañó. En la librería había una puerta que se abría a un pasillo donde, para sorpresa de Fernando, se encontraba la pequeña editorial. Dos hombres trabajaban en una mesa que compartían, otro más alejado parecía ensimismado corrigiendo un manuscrito, mientras que al fondo se distinguía una pared cuya parte superior era de cristal; tras ella estaba la imprenta. La máquina era moderna, no de las grandes pero sí de las mejores que se podían comprar.

Tres hombres trajinaban de un lado a otro. Una escalera situada en un rincón subía hasta el primer piso, donde Benjamin Wilson tenía su despacho.

En realidad era más que un despacho, porque disponía de una sala de espera y otra de reuniones, además de una pequeña cocina y un antedespacho donde una mujer de mediana edad, con el cabello castaño recogido en un moño, escribía a máquina.

La mujer les sonrió y se puso en pie. A Fernando le sorprendió su apretón de manos firme.

—Soy Leyda Zabat, la secretaria del señor Wilson. Le está esperando. Gracias, Akim, por acompañarle —dijo despidiendo al joven.

El despacho olía a cera de abeja además de a tabaco de pipa. Los muebles de caoba eran británicos, sin lugar a dudas, así como los cuadros con escenas de caza. Detrás de la mesa de escritorio un cuadro sobresalía sobre todos los demás. El retrato de un hombre de cierta edad y un parecido innegable con el señor Wilson. Fernando no pudo dejar de mirarlo mientras se estrechaban la mano.

—Mi abuelo —dijo Benjamin, mirando también el cuadro.

—Se parecen mucho…

—Sí, así es… lo que para mí es un motivo de orgullo.

Wilson le invitó a sentarse mientras le observaba y terminaba de hacerse un juicio sobre él. Pensó que Fernando poseía cualidades para lo que necesitaba, pero tenía en su contra su inexperiencia.

—¿Le explicó nuestro amigo Marvin en qué consistiría su trabajo en caso de que lleguemos a un acuerdo?

—Me dijo que sería ayudante de edición.

—¿Cree estar preparado para esa labor?

Fernando dudó antes de responder:

—Al menos puedo intentarlo. Como le expliqué ayer, mi padre era editor y pude ver cómo hacía su trabajo. Pero le mentiría si le dijera que antes de hoy he trabajado como editor. Cuando terminó la guerra encontré trabajo en una imprenta. El dueño era conocido de mi padre. Allí editaban algunos de los libros que él traducía. Conozco el oficio de imprenta y el de edición, pero no me atrevería a decirle que soy un editor.

A Wilson le gustó la sinceridad de Fernando, pero pensó que su excesiva integridad y sinceridad hacían de él un hombre vulnerable. Sin duda el padre del chico le había inculcado unos valores que habían prendido en su alma para siempre.

—Nuestro ayudante de edición se acaba de casar y va a establecerse en El Cairo, donde el padre de su esposa tiene un buen negocio. De manera que el puesto está vacante. Probaremos un mes, después decidiré si se queda. Eso sí, le aconsejo que si va a quedarse algún tiempo en esta ciudad empiece a estudiar árabe. Alejandría es una Babel, pero el árabe es imprescindible.

—Lo haré, señor Wilson.

El sueldo era aún mejor de lo que esperaba, así que Fernando aceptó sin dudar.

Benjamin Wilson le invitó a ponerse a trabajar de inmediato a las órdenes del jefe de edición. El hombre se llamaba Athanasios Vryzas y resultó ser casi un anciano, o eso le pareció a Fernando. Había ejercido como profesor de Literatura y amaba la poesía sobre todas las cosas. Llevaba muchos años editando los libros de Wilson&Wilson en Alejandría y tenía buen ojo para descubrir nuevos talentos. Contaba con la confianza de Benjamin Wilson, con el que viajaba en ocasiones a Londres.

Vryzas recibió a Fernando con afecto y enseguida le puso a revisar unos manuscritos que aguardaban a que alguien los leyera. Eran tres poemarios.

—Los lees detenidamente y luego me haces un informe de cada uno. Un informe sincero, no temas decir lo que piensas. En esta casa somos muy estrictos con la calidad.

Al caer la tarde había leído los manuscritos y redactado los tres informes, que dejó sobre la mesa del señor Vryzas, quien se había marchado un poco antes. También se sorprendió de la cantidad de personas que visitaban el negocio, ya fuera para curiosear entre los libros, para convencer al editor de que leyera un texto original, pero sobre todo para visitar al señor Wilson, que había pasado el día entero en el despacho.

Cuando salió de Wilson&Wilson su ánimo había mejorado y, si no hubiera sido por la añoranza de su madre, casi se habría podido sentir feliz en aquella ciudad sorprendente.

Eulogio le aguardaba impaciente en casa de la señora Kokkalis. Dimitra les recordó que la señora era muy estricta con la puntualidad y ya estaba esperando en el comedor junto al coronel Sanders y a monsieur Baudin.

Allí se enteraron de que tanto Ylena como Baudin habían visitado a Catalina y les dieron noticia de que la pequeña Adela había experimentado una ligera aunque evidente mejoría. No es que el doctor Naseef creyera que había pasado el peligro, recalcaron para no inducirles a engaño, pero la niña seguía viva pese a que la noche anterior el buen doctor no creía que pudiera sobrevivir ni un día más.

Fernando y Eulogio cenaron con apetito. Los dos amigos ansiaban contarse las novedades del día, aun así en cuanto terminaron de cenar siguieron a mister Sanders y monsieur Baudin a la biblioteca, donde casi todas las noches fumaban un cigarro degustando un buen oporto y si tenían ánimo jugaban además una partida de ajedrez. Ylena solía charlar durante un rato con sus huéspedes. A ella también le gustaba fumar.

Mister Sanders estaba explicando el perfil del poderoso enemigo que los Aliados tenían en Erwin Rommel.

—Hay que reconocerle no sólo ingenio sino talento, se lo digo yo, que he dedicado mi vida al Ejército —afirmó el coronel mientras daba una calada al cigarro.

—¿Cree que Churchill ha acertado sustituyendo al general Archibald Wavell por el general Claude Auchinleck? —preguntó monsieur Baudin.

—Evidentemente, querido amigo. ¿Quién les ha parado en Tobruk? Detener a Rommel no ha sido fácil.

—El objetivo de Rommel es Egipto —afirmó Ylena.

—Esté tranquila, no le permitiremos llegar, Auchinleck sabe lo que se hace —replicó el coronel Sanders.

—Los alemanes tienen muchos amigos en la corte, incluso dicen que el rey Faruk simpatiza con Hitler —apuntó monsieur Baudin.

—A ningún país le gusta vivir tutelado por otra potencia, y los británicos llevan demasiado tiempo haciendo y deshaciendo a su antojo en Egipto —intervino de nuevo Ylena.

—¿Preferiría la tutela de Alemania en vez de la de Gran Bretaña? —preguntó Sanders.

—Yo soy alejandrina pero también soy griega. No olvide que los griegos llegaron aquí con Alejandro, que fue quien fundó Alejandría… Esta ciudad ha visto pasar a tantos ejércitos que se han querido hacer con ella… Pero respondiendo a su pregunta: de ninguna manera me gustaría que Alemania se hiciera con Egipto. Tiemblo cuando pongo la radio y escucho al Führer… Ese hombre está llevando la guerra a todos los rincones y abomino de sus ideas sobre la superioridad de la raza aria. Pero eso ya lo sabe usted, coronel, de lo contrario no se alojaría en mi casa.

Rieron mientras Ylena les llenaba de nuevo las copas de vino.

—Desde luego a los alemanes hay que temerlos más que a los italianos… —comentó monsieur Baudin.

—No hay enemigo pequeño, mi querido amigo —afirmó el coronel Sanders—. He sabido que ayer perdimos en la batalla del golfo de Sirte el crucero Neptune. Pero esto aún no es oficial, de manera que les ruego discreción.

A Eulogio las cosas le estaban saliendo mejor de lo que preveía. Sudi Kamel, el constructor conocido de Farida, era un hombre entrado en años, demasiados según Eulogio para ir sin descanso de un lado a otro.

El constructor había tenido la desgracia de perder a su único hijo y heredero. Contaba con otras dos hijas que estaban casadas, con maridos bien situados; ambos eran funcionarios en la corte del rey Faruk, vivían en El Cairo y no mostraban ningún interés en abandonar la esfera del poder para hacerse cargo de un negocio que desconocían. Así que Sudi Kamel se sentía obligado a seguir trabajando hasta el fin de sus días, porque como le había explicado a Eulogio, muchas familias dependían de la bonanza de su negocio, pero además confiaba en que alguno de sus nietos, ya adolescentes, cuando llegara a la edad adulta pudiera sentir interés por el negocio familiar.

El cometido de Eulogio no era otro que acompañarle y ocuparse de ayudarle en cuanto necesitara. Un trabajo este que pudo hacer sin dificultad puesto que pese a su temor de no poder entenderse con su nuevo jefe, Sudi, además de dominar el francés, sabía español, tal y como le había dicho Farida.

Aquella noche hacía frío. Diciembre también se hacía notar en Alejandría. Fernando recordó que pronto sería Navidad y le asaltó la nostalgia. En realidad apenas habían tenido tiempo de pensar sobre sí mismos desde que huyeron de España. Sobrevivir se había convertido en su principal empeño y al hacerlo habían aparcado cualquier pensamiento que les recordara por qué estaban allí.

—Mañana me levantaré pronto para ver a Catalina antes de ir al trabajo —comentó Fernando.

—Te acompañaré. El señor Sudi me ha pedido que vaya a buscarle a las diez, así que tengo tiempo para pasar antes por el hospital.

—Catalina se alegrará de verte.

—Yo creo que al único al que le gustaría ver es a Marvin.

—Debería sincerarse con ella —se quejó Fernando.

—No podemos reprochárselo. Ahora Catalina no significa nada para él.

—Pero es el padre de su hija y merece una explicación, aunque sea que no la quiere y, por tanto, que no se va a hacer cargo de ella.

—Fernando, no seas injusto con Marvin. Él tiene sus razones, ha sufrido mucho. Menos mal que ahora tiene a Farida. Creo que ella es la única capaz de salvarle de él mismo y de sus fantasmas.

—Yo me siento un idiota delante de Farida. Sabe tanto… y cuando te mira parece que puede leer dentro de uno.

»Me pregunto por qué está con Marvin… es mucho mayor que él.

—Todos tenemos razones para hacer lo que hacemos aunque nos equivoquemos —dijo Eulogio, perdiendo la mirada en el humo del cigarrillo.

Aquella noche del 18 de diciembre de 1941, mientras los dos amigos hablaban, un grupo de marinos italianos pertenecientes a la Décima Flotilla MAS se preparaban para atacar a los británicos en el mismo puerto de Alejandría. Al mando del marqués Luigi Durand de la Penne, aquel grupo de hombres había llegado a bordo del submarino Scirè con la misión de volar los barcos de la flota británica atracados en el puerto de la ciudad. La misión de los marinos italianos a bordo de los tres maiali era colocar unas cargas explosivas en los acorazados británicos atracados, el HMS Valiant y el HMS Queen Elizabeth. Las seis de la mañana era la hora prevista de la explosión.

Pero de eso nada sabían los alejandrinos que se fueron a la cama convencidos de que el día siguiente sería como el anterior.

La explosión despertó a la ciudad. Catalina se asustó y Adela, que apenas tenía fuerzas para respirar, lloró.

Ylena se despertó sobresaltada y envolviéndose en una bata salió de su habitación tropezándose con mister Sanders, quien también se había despertado por la explosión.

Minutos después se unieron monsieur Baudin, Eulogio, Fernando y las dos criadas. Ilora, que hacía las veces de cocinera, temblaba de miedo, y en cuanto a Dimitra, a pesar de lo temprano de la hora, se ofreció a salir a la calle para intentar averiguar qué pasaba. Pero antes el coronel Sanders pidió a Dimitra lápiz y papel explicando al resto de los huéspedes que quería anotar la secuencia de las explosiones, asegurando que la primera se había producido a las 5.45 de la madrugada de aquel 19 de diciembre. Monsieur Baudin no dejaba de preguntar qué había podido pasar.

Y lo que había pasado no era otra cosa que horas atrás los tres maiali, cada uno con dos hombres, se movieron sigilosamente hasta llegar a la entrada del puerto; sin embargo, en un primer momento no pudieron franquearlo por culpa de las redes metálicas con las que los británicos protegían sus naves. Pero la suerte se había puesto de su parte porque inopinadamente la barrera se levantó para permitir la entrada de unos barcos. Una vez dentro, los «torpedos humanos» italianos empezaron a colocar sus cargas en los cascos del Queen Elizabeth y en el de un petrolero noruego, el Sagona. No obstante, como la suerte también es caprichosa, el pequeño torpedo en que se encontraba el jefe de la expedición, Luigi Durand de la Penne, se enganchó con los cables del acorazado Valiant. El marqués primero tuvo que sacar la carga del sumergible y después fijarla al casco. Cuando los hombres rana terminaron y salieron a la superficie fueron descubiertos por un centinela del Valiant.

Mientras la ciudad apenas comenzaba a despertarse, el almirante Andrew Cunningham escuchaba atónito las noticias de la presencia en el puerto de los dos italianos detenidos en el Valiant. Sus hombres le informaron de que los prisioneros se negaban a decir nada que no fuera su nombre y rango.

Pero no sería hasta horas más tarde, gracias a las relaciones de Ylena, además de los contactos que el propio coronel Sanders tenía entre los oficiales del almirante Cunningham, que supieron que el origen de la primera explosión se debía a que el petrolero Sagona había explotado, cuya detonación había afectado de lleno al destructor Jervis, anclado a su lado. Poco después, una segunda explosión hizo saltar al Valiant y unos minutos más tarde fue el Queen Elizabeth el que corrió la misma suerte.

Los británicos capturaron a los comandos italianos, pero el daño estaba hecho, aunque gracias a que no era mucha la profundidad del puerto los buques pudieron ser reflotados.

Pero de este y otros detalles no se enteraron los alejandrinos hasta mucho después, ya que el principal empeño del almirante Cunningham era que ni italianos ni alemanes tuvieran certeza de la catástrofe que había supuesto la voladura de los buques y que la noticia tampoco llegara a Londres, donde sus gentes sufrían los rigores de los bombardeos de la Luftwaffe. Claro que una cosa era no enterarse de los detalles y otra ignorar lo ocurrido. Al fin y al cabo, la ciudad se había despertado con el ruido de las explosiones y quien más quien menos tenía algún conocido que aseguraba saber lo sucedido.

Fernando y Eulogio se apresuraron para llegar temprano al hospital. Encontraron a Catalina preocupada. Pero por más que ella preguntaba, ellos aún no tenían noticias ciertas de lo acaecido porque ni Ylena ni el coronel Sanders habían salido aún de casa para preguntar a sus conocidos.

El doctor Naseef entró en la habitación con el rostro contraído por la incertidumbre. Tampoco él pudo responder a las preguntas de Catalina. Había escuchado las explosiones, pero nada sabía de su procedencia.

Examinó a la criatura y en su mirada volvió a aflorar la preocupación.

Fernando le siguió cuando salió de la habitación. Quería saber si Adela se salvaría.

—Es un milagro que esté viva, lo que no sé es por cuánto tiempo más lo estará. No mejora, pero al menos tampoco empeora. ¿Sabe?, temo por Catalina, está muy débil, debió de perder mucha sangre durante el parto. Además, apenas come y pasa tantas horas a solas en la habitación… Las enfermeras están atentas, pero todo este sufrimiento le dejará huella. Si pudieran encontrar al padre de la niña… Ella le necesita.

Miró a Fernando esperando una respuesta que no llegó, así que se despidió con paso rápido.

Al entrar en la habitación encontró a Eulogio discutiendo con Catalina.

—¿Se puede saber por qué discutís?

Catalina le miró enfurecida, pero inmediatamente sus ojos pasaron de la furia a la desesperación.

—¡Me habéis engañado! ¡Me habéis traído a Alejandría diciéndome que aquí estaba Marvin! Y ahora os negáis a ayudarme para que le pueda ver. ¡Sólo os interesaba que os ayudara a escapar! Tú necesitabas la pistola para matar a esos hombres y los dos el dinero para poder huir.

—¡Cómo puedes decir esto! ¡Sabes que no es verdad! —Fernando sintió las palabras de Catalina como un puñal atravesándole las entrañas.

—¡Claro que es verdad! ¡No os importó lo que pudiera pasarme! Mira a mi hija… ha nacido antes de tiempo. Soy yo quien la puso en peligro creyendo que podíamos encontrarnos con su padre. ¡Me engañasteis! Tú sólo querías vengarte por lo de tu padre y tú escaparte por la vergüenza de tu madre… ¡Sois unos miserables! —Catalina rompió a llorar asustando a Adela, que comenzó a agitarse.

—Si eso es lo que crees… no te preocupes, te daremos hasta el último céntimo y te buscaremos un pasaje para que regreses a España. En cuanto a Marvin… ¿por qué no aceptas que él no quiere verte? —La voz de Fernando estaba cargada de rabia y dolor.

Eulogio miraba a uno y a otro sin saber qué decir ni qué hacer ante la desesperación de Catalina y la explosión de rabia de Fernando, que no esperaba la respuesta de ella.

—Lo que sucede es que no quieres que le encuentre. Mi madre decía que estás enamorado de mí… lo decía todo el barrio… Yo me hacía la tonta porque siempre te tuve como a un hermano, pero tenían razón. Te has aprovechado de mí y ahora me impides que encuentre a Marvin.

Era tanta la ira y el dolor acumulados que Fernando salió de la habitación dando un portazo. Ni quiso ni pudo reprimir el llanto. De repente sintió el peso de cuanto había sucedido desde la tarde en que había matado a aquellos dos hombres responsables de la muerte de su padre. Esos hombres que se le aparecían puntuales cada noche.

No había querido pensar que había cometido un asesinato. Cada vez que los rostros de aquellos dos hombres se colaban entre las brumas de sus pensamientos intentaba desecharlos de inmediato porque no disponía de tiempo para otra cosa que no fuera sobrevivir… La huida…, el tren…, el temporal en el barco…, el nacimiento de Adela…, llegar a una ciudad con la que no tenía ningún vínculo sin tener con qué pagar el techo bajo el que vivían…, la enfermedad de la niña… Pero de repente lo sucedido se abría paso en su cabeza provocándole un dolor insoportable. Catalina le había enfrentado con el fantasma que habitaba en él, el fantasma del asesino.

Eulogio miró de arriba abajo a Catalina y ella pudo leer que aquella mirada estaba cargada de rencor.

—Tienes razón, gracias a tu dinero hemos podido llegar hasta aquí. Y gracias a tu pistola Fernando pudo matar a esos desgraciados. ¿Nos hemos servido de ti? Puede ser, pero tanto como tú nos has utilizado a nosotros. Querías escaparte de Antoñito para no tener que afrontar la vergüenza de confesar que estabas preñada. ¿Qué habría dicho él? ¿Y tus amistades? ¡Catalina Vilamar preñada! Has huido de la vergüenza y del escándalo. Y sí, también para encontrar a Marvin, pero sobre todo para que la gente no te señalara. Así que lo comido por lo servido, tú nos ayudaste y nosotros te hemos ayudado a ti. Tienes razón en una cosa, Fernando te quiere, pero no le mereces. Y ahora me voy. En cuanto a Marvin, ni te ha querido, ni te quiere ni te querrá. Es feliz con la mujer con la que vive, feliz como no lo ha sido nunca. Tú no significas nada para él. Pero te diré que si siento por alguien todo lo que está pasando es por Adela. Ella no se merece una madre tan estúpida como tú.

Salió de la habitación sin mirarla, sintiendo una rabia intensa. Se dijo que no la vería nunca más.

Por más que le buscó, Eulogio no encontró a Fernando. Sin duda se habría ido hacia el trabajo y él tenía que hacer lo mismo. Sintió una punzada de desesperación al preguntarse qué estaba haciendo en Alejandría. Cogió un tranvía para llegar a tiempo a casa de su nuevo jefe. Sudi Kamel parecía un buen hombre, pero no era de los que permitían a sus empleados incumplir el horario.

Athanasios Vryzas saludó con un gesto a Fernando y volvió a hundir la mirada en el manuscrito que estaba leyendo. En el rostro de Fernando quedaban huellas de lágrimas y un tic en el labio superior evidenciaba la convulsión de su alma.

Los empleados de Wilson&Wilson murmuraban sobre la explosión acaecida aquella madrugada. Todos parecían saber la causa aunque en realidad lo que hacían era expandir conjeturas y rumores. Sara procuraba calmar los ánimos aconsejando esperar a lo que dijeran las autoridades, pero era difícil que las conversaciones dejaran de girar sobre aquel estruendo infernal que los había despertado y atemorizado.

Fernando escuchó cómo Akim, la mano derecha de Sara en la librería, comentaba que muchos en la ciudad habían pensado que Rommel había derrotado a los británicos, haciéndose con Alejandría.

Sara sonreía mientras escuchaba la sarta de rumores.

—Rommel no se hará con Alejandría —afirmó con rotundidad.

—Pero se ha hecho con la Cirenaica… —argumentó Akim.

—Esto no es la Cirenaica, que ya estaba en manos de los italianos. El Ejército británico no puede permitirse perder Egipto, ya lo verás —insistió ella.

—Usted sabe que… —Y Akim calló, temeroso de sus propias palabras.

—¡Ay, Akim! Sé lo que ibas a decir y no has dicho. Sí, sé que muchos egipcios están hartos de los británicos y que ven con simpatía a los alemanes pensando en que los ayudarán a recuperar su plena soberanía. Si Rommel ganara la guerra en Oriente pronto lo estaríais lamentando. Te aseguro que perderíais con el cambio.

—En realidad lo que queremos los egipcios es gobernarnos solos —exclamó Akim con cierto orgullo.

—Lo comprendo, te aseguro que lo comprendo. Pero el camino para lograrlo no es caer en brazos de los alemanes.

Fernando escuchaba esta y otras conversaciones sin que lograran importarle. Sentía demasiado dolor. Con lo que no contaba era con que Benjamin Wilson aparecería para preguntar a Vryzas por un manuscrito que no encontraba.

El librero pudo ver el estado emocional de Fernando, que ocultaba la mirada entre los papeles y más allá de un saludo convencional no dijo ni una palabra de más. Aun así, se quedó preocupado por el estado del joven. De manera que dedicó buena parte de la mañana y aun de la tarde a averiguar qué se escondía detrás de aquel español que había desembarcado en Alejandría con la única credencial de conocer a Marvin Brian.

Precisamente lo primero que hizo fue pedir a Marvin que se reuniera con él en el hotel Cecil, el lugar favorito de los británicos, un establecimiento de lujo donde se servían los mejores dry martinis de toda Alejandría. En su salón de baile se celebraban las fiestas más exclusivas de la ciudad, y en su bar se daba cita lo más granado de los prohombres alejandrinos, comerciantes armenios, franceses, judíos, griegos, junto a espías de todas las potencias, damas aburridas y egipcios de buena cuna.

Marvin llegó puntual, preocupado por la insistencia de Benjamin Wilson en verse cuanto antes. Éste ya ocupaba un asiento en un rincón discreto del bar y cuando Marvin llegó le hizo una seña para que se sentara a su lado.

—Cuéntame todo lo que sepas de Fernando Garzo —pidió sin más preámbulo.

Marvin le contó todo lo que sabía y respondió a las preguntas concisas de Wilson durante un buen rato sin comprender por qué hasta los más nimios detalles eran de su interés. En realidad no era mucho lo que podía decir sobre Fernando salvo que le sabía una persona honrada, hijo de un republicano que había combatido en la guerra. Pero a Wilson no le pareció suficiente la información de Marvin y éste tuvo que admitir que no era él sino Eulogio quien podía desentrañar a Fernando puesto que ambos se conocían desde siempre. Sus padres habían sido amigos y trabajaban en la misma editorial.

Así pues, Wilson tuvo que esperar hasta media tarde, cuando su amigo el constructor Sudi Kamel ya no necesitó de los servicios del español, para pedirle que se reuniera con él en su casa.

A Eulogio le extrañó la invitación y acudió temeroso de que pasara algo grave. Pero Benjamin Wilson le recibió con cordialidad y durante un buen rato le preguntó por España. Sin casi darse cuenta Eulogio comenzó a contarle no sólo sobre la situación política del presente, con el General Franco convertido en un dictador, sino que desgranó los sinsabores de la guerra, le habló de su padre, de su madre, de su familia, de los vecinos y también, claro, de Fernando. Wilson escuchaba sin decir palabra, sólo de cuando en cuando hacía una pregunta animándole a continuar. Eulogio vació su alma. Le contó todo, menos que su madre se había metido en la cama de don Antonio y que Fernando había huido por haber matado a dos hombres. Pero no hizo falta que fuera tan explícito porque Benjamin Wilson supo intuir que en aquel relato había sombras que Eulogio no quería despejar y que sería él quien tuviera que buscar el resto de la verdad.

En cualquier caso, para cuando la noche ya se había instalado en Alejandría había recopilado una buena dosis de información y había hablado con amigos de amigos que podían averiguar en España más sobre quiénes eran Fernando Garzo y Eulogio Jiménez.

Mientras todo esto sucedía, Fernando estuvo trabajando hasta que Athanasios Vryzas le invitó a marcharse a casa.

—Llevas todo el día sin moverte del asiento, ni siquiera te has levantado para comer. ¿Me has preparado los dos informes que te he pedido?

—Aquí están. —Fernando le entregó unos cuantos folios bien ordenados.

—Estás trabajando bien, ayer los informes sobre los manuscritos de poesía, hoy otros dos… Faltan los informes del ensayo sobre el neoplatonismo y el de esa joven sobre los primitivos cristianos…

—Aún estoy leyéndolos. Espero terminarlos mañana.

—Y bien, de los poemarios, ¿cuál de ellos crees que debemos publicar…? Mañana nos reuniremos con el señor Wilson, que espera nuestro consejo.

—Me ha gustado especialmente el que está firmado por Omar Basir.

—Ya… tienes buen ojo. Basir escribe en inglés con la esperanza de que le publiquemos sus poemas, pero en mi opinión pierden la musicalidad del árabe. Es uno de los jóvenes más prometedores. Bueno… por hoy es suficiente. Vete a descansar.

El aire frío de diciembre le recibió apenas traspasó la puerta. Sara hacía un buen rato que se había marchado y Akim se encargaba de cerrar.

Fernando no tenía ganas de volver a casa de Ylena. Lo único que deseaba era perderse en el último rincón del mundo.

Durante dos horas caminó sin prestar atención a por dónde iba, hasta que una lluvia intensa le devolvió a la realidad.

No tenía apetito y mucho menos ganas de conversación, así que se dirigió al cuarto que compartía con Eulogio y Catalina, pero la voz rotunda del capitán Pereira le hizo parar en seco.

—Ya era hora… Pensaba que te habías perdido. —A Pereira le bastó una mirada para darse cuenta de que Fernando sufría.

Ylena apareció detrás del capitán seguida a su vez por Dimitra.

—Se ha pasado la hora de la cena —advirtió con una voz más severa de lo que pretendía.

—No se preocupe, no tengo hambre. En realidad prefiero irme a descansar.

—¿Así sin más? —preguntó el capitán.

El Portugués le miraba de tal manera que Fernando temió que pudiera leer sus pensamientos.

—Tu amigo Eulogio tampoco ha vuelto muy contento. ¿Qué os pasa? —insistió el capitán.

—Eulogio al menos ha llegado a tiempo de cenar algo —intervino Ylena.

—Le he guardado un poco de estofado y un pedazo de pudin —añadió Dimitra sin importarle la mirada helada de Ylena.

—Les agradezco su interés, pero esta noche prefiero irme a descansar. —Fernando deseaba estar solo y empezaba a molestarle la atención de aquellas personas bienintencionadas.

Eulogio abrió la puerta de la habitación sorprendido por el ruido de la conversación.

—Ya estás aquí… Estaba preocupado —dijo al ver a Fernando.

—Me he quedado a trabajar hasta tarde y luego he andado un buen rato. Necesitaba tomar el aire —respondió con tono de excusa.

—Eulogio ya nos ha contado que Catalina está bien y que la pequeña Adela no va a peor —los interrumpió el capitán.

—He pensado hablar con el doctor Naseef por si fuera posible que las dos estuvieran aquí en Navidad. El capitán cenará con nosotros, lo que será un motivo de alegría. Hace mucho tiempo que no pasa aquí las fiestas. —Ylena parecía sinceramente contenta, aunque ella era ortodoxa, disfrutaba organizando las celebraciones del calendario cristiano para sus huéspedes.

—Bueno, no es lo que tenía previsto, pero mi barco se ha visto afectado por la explosión, de modo que he de quedarme hasta que podamos reparar las averías.

—Navidad… —murmuró Fernando.

—Sí, Navidad. Sólo hay dos maneras de pasarla cuando se está solo, o emborrachándose para no pensar o combatir la nostalgia con buenos amigos. Este año mi opción es la segunda y me parece que la vuestra también —señaló Pereira.

Ylena y el capitán no insistieron más para que Fernando se uniera a ellos a charlar un rato antes de irse a descansar. La crispación en su rostro resultaba tan evidente que intercambiaron una mirada que bastó para decidir que era mejor dejar a los dos amigos solos.

Una vez hubieron cerrado la puerta de la habitación, fue Eulogio quien preguntó a Fernando. Los dos amigos se sinceraron durante un buen rato.

—Qué extraño que el señor Wilson te invitara a su casa… —dijo Fernando.

—Sí, en realidad aún no sé qué quería. Parecía interesado en que le contara cosas sobre España. En cuanto a Catalina… sé que he sido un poco grosero con ella, pero no he podido soportar lo injusta que ha sido contigo. No te merece, Fernando.

—Nunca te ha caído bien.

—No es eso… Había empezado a tomarle afecto. Fue muy valiente durante el viaje hasta aquí. Pero acusarnos de habernos aprovechado de ella… por ahí sí que no paso. Y tú deberías sacártela de la cabeza. Tienes que aceptar que ella… —Eulogio se calló para no ahondar en el dolor de su amigo.

—Que ella nunca me querrá. Dilo. No pasa nada. No me engaño.

—Crees que no, pero en el fondo tienes esperanza de que se olvide de Marvin.

—No sé si tengo esperanza… pero sí sé que la quiero, y la quiero tanto que pese al dolor que me causa no soy capaz de dejar de quererla. Ya ves lo idiota que soy.

—Ya has oído a Ylena, quiere que Catalina venga para Navidad… En realidad ha sido el capitán Pereira quien la ha animado a que hable con el doctor Naseef.

Fernando se encogió de hombros. Desde por la mañana no podía dejar de pensar en los dos hombres a los que había matado. Se preguntaba cómo era capaz de arrinconar de cuando en cuando en su cabeza aquel asesinato. Necesitaba pensarlo, ahondar en el recuerdo, saber si el despertar de la conciencia iba a añadirle dolor.

Se metió en la cama y cerró los ojos repasando una y otra vez el momento en que disparó a aquellos hombres quitándoles la vida en venganza por haber arrebatado la de su padre. No encontró el sueño hasta que clarearon las primeras luces del día. Eulogio le tuvo que despertar.

—Vas a llegar tarde. Date prisa. Dimitra ha llamado a la puerta varias veces y ni te has enterado. Está preocupada porque anoche no cenaste y no quiere que te vayas sin desayunar.