7

Madrid

Eulogio estaba sentado en la sala de estar junto a la ventana. Piedad se preguntaba si en la mente de su hijo habitaban pensamientos o sólo anidaba la nada.

Ella le hablaba sin parar mientras cosía, aun sabiendo que no obtendría respuesta, pero acaso sus palabras tuvieran algún eco en su cerebro.

Empezaba a oscurecer y miró el reloj. Isabel estaría a punto de llegar del trabajo y subiría a verlos, como solía hacer cada día. Cada una encontraba consuelo en la compañía de la otra y ese consuelo se ensanchaba cuando se les unía Asunción.

En los últimos días Ernesto había empeorado y de nuevo le habían ingresado en el hospital. Ella no había podido acudir a visitarle puesto que no tenía a quien confiar a Eulogio salvo a Isabel, pero a diario hablaban por teléfono y estaban al tanto de cuanto les sucedía.

El timbre de la puerta sonó y Piedad se puso en pie.

—Es Isabel, que viene a verte —le dijo a Eulogio mientras acudía a abrir la puerta.

Isabel entró con paso rápido y gesto fatigado.

—¿Cómo está Eulogio? —preguntó a modo de saludo.

—Igual… ya sabes… pero tranquilo.

—Le he pedido a don Luis que me permitiera salir un poco antes por si tienes que entregar alguna prenda. Yo puedo quedarme un rato con él —se ofreció Isabel.

—Pues mira, eso me vendrá bien. Si no fuera por ti no podría salir de casa. Precisamente hoy tengo que entregar un abrigo y un par de faldas. Son para la señora de Prado, la que vive en Arenal y tiene dos hijas solteras.

—Ya, ya sé quién es. Pues vete a llevárselo, que yo cuido de Eulogio.

—¿Quieres que te prepare un poco de malta?

—No… no hace falta. Anda, ve a llevar el encargo.

Piedad no tardó mucho en ir y volver, satisfecha, además, porque la señora de Prado le había pagado sin dejar nada a cuenta e incluso le había dado un abrigo de una de sus hijas para que le diera la vuelta.

Ganaba lo justo para mantenerse ella y a Eulogio, pero se sentía más feliz de lo que había estado en muchos años. Tener a su hijo con ella era lo único que podía colmar su existencia.

Cuando regresó, encontró a Isabel leyendo un periódico a su hijo.

—¿Ya estás de vuelta? No has tardado nada. Bueno, pues me marcho a casa.

—No sabes cómo te agradezco que me ayudes con Eulogio. Me lo llevo a todas partes, pero la verdad es que me preocupa que cuando salimos a la calle se ponga nervioso.

—No me agradezcas nada. Si no nos ayudamos entre nosotras… Y… bueno, estoy preocupada por Asunción… No creo que Ernesto aguante mucho más… cada día está más débil.

—¡Pobrecita! Cómo me gustaría poder ir a verla.

—Si quieres, el domingo me quedo un rato con Eulogio y te acercas al hospital.

—Pues sí, te lo agradeceré.

—Tiene que haber una manera de avisar a Catalina. Aquella casa en la que estuviste en París… ¿tienes la dirección?, ¿no podríamos escribirle allí? Desde que regresaste de París yo he recibido algunas cartas de Fernando, y Asunción y Ernesto de Catalina, pero… bueno, ya sabes la misteriosa manera en que las recibimos… ¿Por qué no querrán que sepamos dónde están? No lo comprendo. Sin embargo, yo creo que están en París.

—Puede ser… Ya te dije que tuve la impresión de que aquel apartamento no era un lugar de paso… pero tu hijo se mostró tan rotundo al decirme que se iba a Estados Unidos con Catalina…

—¡Pero tiene que haber una manera de ponernos en contacto con ellos! Mira que yo he sido paciente y no he querido juzgar el comportamiento de mi hijo, pero no puedo comprender que no quieran decirnos dónde están ni tampoco facilitarnos el ponernos en contacto con ellos.

—Tendrán sus razones, Isabel, razones que se nos escapan. Ya te dije que Fernando me dejó claro que jamás dejará a Catalina.

—Sí, pero también te dijo que ella sigue empeñada en que Marvin se case con ella. Mi hijo está perdiendo la vida por nada.

—Mira, no te angusties; si quieres mandaremos una carta a aquella dirección y veremos qué pasa. Si llevaron a Eulogio allí es porque hay alguien que les conoce… No sé, por intentarlo nada se pierde.

—Por cierto, Mari Paz, la mujer de Antoñito, vuelve a estar embarazada, me lo ha dicho don Bernardo, aunque luego he oído comentarios en la farmacia de que el embarazo viene mal.

—Pobrecita, perdió el anterior. Ya tiene dos hijos, niño y niña, pero aun así… —respondió Piedad.

—El otro día me encontré con don Antonio y su mujer, me preguntaron por Fernando. Ya no sé qué decir…

—Mujer, después de tantos años todo el barrio cree saber que se fugó con Catalina. Tu hijo siempre ha estado muy enamorado de ella, por eso a nadie le extrañó que desaparecieran juntos.

—Sí, lo sé. Pero aun así me pongo nerviosa cuando me preguntan por él. Don Antonio me dijo algo así como que Fernando no era un buen hijo cuando ni siquiera había vuelto de visita. Tuve que morderme la lengua para no tenerla con él.

—Son mala gente, «la Mari» y él. Dios los cría y ellos se juntan, por eso les funciona el matrimonio.

—Y la pobre Mari Paz… No sé cómo puede aguantar a esa familia. Ella siempre es muy amable cuando viene a la farmacia, pero Antoñito… algunas veces la acompaña y no sabes con qué arrogancia me trata.

—Escribe a tu hijo y mañana le mandamos la carta a París y ya veremos… Aunque ha pasado tanto tiempo desde que yo estuve allí…