7

Madrid

Fernando esperaba impaciente a que terminara la misa de ocho. Era domingo y Catalina había salido a primera hora para acercarse a la iglesia de la Encarnación a escuchar misa. A esa hora no había tantos feligreses. No es que el embarazo se le notara, seguía estando delgada, pero sus padres querían evitar que alguna mirada atenta descubriera los primeros signos.

Hacía días que no la veía. No le permitían salir de su casa y aunque esperarla a la puerta de la iglesia suponía el riesgo de que también estuviera don Ernesto, puesto que era domingo, sabía que no dispondría de muchas otras oportunidades.

Ella confiaba en él y a pesar de lo mucho que le dolía saberla embarazada de otro hombre, la quería demasiado para dejarla a su suerte.

Cuando vio salir a la madre y a la hija se acercó con paso decidido.

—¿Cómo estás? ¿Has tenido noticias de Marvin? —preguntó sin dar tiempo a doña Asunción a emitir una queja por su inesperada presencia.

—Sólo ha pasado una semana desde que le escribí. Pero sé que en cuanto lea la carta vendrá a por mí —respondió Catalina con una sonrisa sin percatarse de que sus palabras herían a Fernando.

—¿Cuándo te vas a casa de tu tía?

—Aún puedo quedarme en mi casa unos días más, pero cuando me vaya recuerda que has prometido ir a verme…

—Lo haré.

—¡Pero de qué estáis hablando! —protestó su madre.

—Fernando es como un hermano para mí, y si no fuera por él no habría podido hacerme con la dirección de Marvin. Ya te he dicho que a Fernando se lo cuento todo y él sabe cómo estoy.

—¡Dios mío, como se entere tu padre! —exclamó doña Asunción asustada.

—Mamá, Fernando sabe que espero un hijo de Marvin, ¿cómo se lo podía ocultar? Confío en él, sé que jamás me haría ningún mal.

—Esté usted tranquila, doña Asunción, sabe cuánto aprecio a Catalina y por nada del mundo la perjudicaría. Si he venido aquí es porque hace varios días que no la veía y estaba preocupado.

—Es que no me dejan salir de casa. Mi padre tiene miedo a que alguien se dé cuenta de que estoy… bueno, de que estoy embarazada.

—¿Podría hablar un momento a solas con Catalina? —preguntó Fernando a doña Asunción.

—No… claro que no… Debe regresar a casa conmigo, si no lo hace, su padre se enfadaría con las dos porque no podría justificar dónde estábamos.

—De acuerdo, entonces hagamos una cosa, vuelvan a entrar en la iglesia y yo iré detrás; me sentaré junto a Catalina y, bajito, podremos hablar.

—No sé… en la iglesia hay gente que os puede ver…

—¿Y qué van a ver?

—Sí, es lo mejor, hablaremos en la iglesia —aceptó Catalina, y sin esperar a su madre se dirigió hacia el templo.

Doña Asunción la siguió protestando y Fernando apresuró el paso.

Sentados en un banco de las últimas filas, lejos del altar, y mientras doña Asunción comenzaba a rezar el rosario, Catalina y Fernando se miraron y contuvieron la risa.

—¿Cómo te sientes? —quiso saber él.

—Fatal, me paso el día vomitando y ya ves, la cara se me ha puesto verde.

—Estás tan guapa como siempre —la piropeó él.

—¡Qué va! Pero qué le voy a hacer. Ya te he dicho que aún estaré en casa durante unos días más salvo que mi padre decida enviarme antes. Pero ya sabes la dirección; en cuanto puedas, ven a verme.

—¿Crees que tu tía Petra lo consentirá?

—¿Y qué va a hacer? Mira, Fernando, yo no quiero que nadie se entere de cómo estoy y por eso he aceptado ir a casa de mi tía, pero no tengo secretos para ti y ya se lo dije a mi tía cuando fui a verla hace unos días.

—¿Y qué te dijo?

—Que no debería habértelo contado, que cuanta menos gente lo sepa, mejor, que no puedes ir a verme a su casa porque si mi padre se entera se enfadará y eso sería peor para mí, puesto que podría enviarme a un convento… En fin, nada que no esperara que dijera.

—Entonces ¿cómo voy a ir a verte? No me dejará entrar.

—Tú vienes y ya está.

—No seas niña, Catalina, las cosas no se hacen así.

—¿Me vas a dejar sola? No lo soportaré. Creo que al final terminaré escapándome.

—¡No digas eso!

—Entonces prométeme que irás a verme.

—Te lo prometo.

—Muchas gracias, Fernando, y ahora cuéntame cómo va lo de tu padre.

—Tenemos otra cita con el abogado. Ya no sé qué pensar, no quiero desesperarme, sobre todo por mi madre. No sabes lo que está sufriendo. Están fusilando a tanta gente…

—¡Pero a tu padre no le van a fusilar! ¡No ha hecho nada!

—¿Y crees que a los que fusilan es porque han hecho algo? No, Catalina, Franco y los suyos fusilan por venganza. No les basta haber ganado la guerra, quieren que todos sepamos que son implacables, que no habrá piedad para quienes se les han enfrentado. Es la manera de que la gente se resigne, de que no haga nada.

—Tienes que esperar el indulto, seguro que se lo darán.

—No sé… ya no estoy seguro.

—Ven a verme, Fernando, no podré soportar estar sola.

—Te lo he prometido y lo haré.

Catalina le cogió la mano y se la apretó, y él tembló.

Después de hablar con Fernando, Catalina se había quedado preocupada. Le dolía ver a su amigo sufrir por su padre. Si ella pudiera hacer algo…

Fernando salió de la iglesia antes que ellas. Catalina y su madre se quedaron un rato más.

Doña Asunción se preocupó por el silencio en que se había sumido su hija y le preguntó qué le había contado Fernando para dejarla tan perturbada.

—Teme por su padre, lleva mucho tiempo esperando el indulto… Si no se lo dan, no sé qué será de Fernando —se lamentó Catalina.

—Rezaremos por ellos —dijo doña Asunción, convencida en su bonhomía de que las oraciones podían obrar milagros.

—Madre, ¿no podríamos hacer algo? ¿Crees que padre…? Bueno, él conoce mucha gente… Quizá si se interesara por el padre de Fernando…

—No quiero ni pensar cómo puede reaccionar tu padre si te atreves a pedírselo… Está tan enfadado contigo… —se lamentó su madre.

—Pero ¿y si se lo pides tú? Tú no has hecho nada que pueda disgustarle.

—Yo ya se lo pedí y no quiso ni escucharme. No sé, hija, últimamente está irritado por todo y no es fácil hablar con él…

—Quizá papá se lo podría pedir a don Antonio. Es tan de Franco que seguro que tiene mano y puede conseguir que le den el indulto al padre de Fernando —dijo Catalina, convencida de que el tendero bien podría hacer algo por los Garzo.

—No sé…

—¡Por favor! Vuelve a pedírselo a padre —le suplicó Catalina.

—¡Qué cosas me pides! —dijo doña Asunción, temerosa ante la idea de tener que insistir a su marido una recomendación para Lorenzo Garzo.

—¡Prométemelo! —insistió Catalina.

—Bueno… veré si encuentro un momento adecuado.

Cuando Fernando regresó a su casa, a su madre no se le escapó su estado de turbación. Isabel estaba limpiando el polvo a los libros.

—Pues para ser domingo sí que has madrugado —dijo Isabel.

—Me he acercado a la Encarnación para ver a Catalina, su padre no la deja salir de casa.

—No me extraña.

—¡Madre! ¿Es que no puedes apiadarte de su situación?

—No quiero discutir, Fernando, bastantes problemas tenemos nosotros para añadir los de Catalina. Mañana debemos ir al abogado, ¿crees que nos dará buenas noticias? Tengo tanto miedo…

Fernando abrazó a su madre y así estuvieron un buen rato.

Más tarde subió a casa de Eulogio con la esperanza de charlar un poco con su amigo. Le ayudaba a calmar los nervios y siempre se mostraba optimista ante lo que pudiera pasar.

Piedad le abrió la puerta y Fernando se dio cuenta de que tenía los ojos enrojecidos como si acabara de secarse las lágrimas.

—¿Está Eulogio? Bueno, puedo volver luego…

Ella no respondió, pero dejó la puerta abierta para que entrara, al tiempo que se refugiaba en la cocina.

Fernando se quedó unos segundos inmóvil, desconcertado, sin saber si entrar o marcharse; entonces Eulogio se plantó delante de él. Su amigo parecía haber envejecido de repente, como si en un segundo sus veintitantos años se hubieran convertido en cincuenta. Tenía el gesto crispado y la mirada perdida, olía a sudor y se le notaba el cansancio de haber pasado la noche en vela, como tantas otras, guardando el almacén de don Antonio.

—No quiero molestar, venía a ver si echábamos un cigarro, pero…

—Espera, que me pongo una camisa y te acompaño.

—No… no es necesario… luego quizá…

Eulogio le había dejado con la palabra en la boca y se metió en su cuarto; al pronto apareció abrochándose la camisa. Salieron de la buhardilla sin despedirse de Piedad.

—Vamos.

Al llegar al portal Eulogio sacó tabaco. Caminaron en silencio un buen rato el uno al lado del otro aspirando el humo de los cigarrillos. Eulogio parecía perdido en sí mismo y Fernando no se atrevía a romper el silencio de su amigo.

Cuando llegaron a la plaza de Santo Domingo, Eulogio, antes de empezar a hablar, carraspeó.

—Estoy jodido. Le he dado un puñetazo a Prudencio, el hermano de don Antonio.

—¿A Prudencio? Pero ¿por qué? —preguntó Fernando extrañado.

—Es un hijo de puta.

—Ya sabemos que don Antonio y su hermano son como son.

—Dos miserables.

—Sí —admitió Fernando, intuyendo la respuesta y sin atreverse a insistir por el motivo del puñetazo.

—¿A ti te han dicho que mi madre… que mi madre se entiende con don Antonio?

Fernando se quedó callado por la impresión que le producía la pregunta.

—Así que te lo han contado —concluyó Eulogio.

—No… no… pero ¡qué cosas dices! Es que me has dejado de una pieza. ¿Cómo se te puede ocurrir decir algo así?

—Dime la verdad, Fernando… No puedo soportar haber estado haciendo el ridículo trabajando para ese fascista, que además de dejarnos sin casa… ¿Cómo ha podido mi madre liarse con ese desgraciado?

—¿Es que vas a hacer caso a una habladuría? Mira, yo no sé qué es lo que te ha dicho Prudencio, pero un tipo así no merece ningún crédito.

—Anoche se presentó en el almacén con una mujer, te puedes imaginar qué clase de mujer. Estaba bebido, pero no hasta el punto de estar borracho. Me dijo que había quedado con unos amigos y que quería llevar unas cuantas botellas, pero como no tenía en casa se las iba a llevar del almacén. Le dije que no se podía llevar nada sin el permiso de don Antonio. Me replicó que todo lo que había en el almacén le pertenecía, que sin él su hermano no sería nada ni tendría nada. En eso tiene razón, pero aun así le respondí que yo era responsable del almacén y que de allí no podía salir una caja de vino y otra de licor sin el consentimiento de don Antonio. Se puso chulo, supongo que quería impresionar a la puta que le acompañaba, y dijo que se iba a llevar lo que le viniera en gana puesto que todo lo que había en el almacén era suyo. La puta le empezó a jalear diciéndole que no se dejara avasallar por un tullido como yo. Entonces me revolví y le dije que cerrara el pico. Eso la encendió y reclamó a Prudencio que me pusiera en mi sitio o ella se marchaba. Prudencio me ordenó que me disculpara y yo me reí. «¿Disculparme con ésta? ¡Quia!» Ella se puso a gimotear diciendo que no la estaba tratando como a una señora y que si Prudencio lo consentía, ella no tenía nada que hacer allí. Yo ya me cabreé y le dije que allí no había ninguna señora. De repente Prudencio se plantó ante mí y me dijo: «Oye, chico, tú de putas debes de saber mucho porque más puta que tu madre no hay nadie en el barrio, así que no te pases faltando a esta señora, y arreando, llévame al coche las cajas que te he pedido». Le di un puñetazo y cayó encima de un saco de patatas. Se levantó furioso dispuesto a devolverme el golpe. La puta se puso entre los dos llorando. Prudencio estaba rojo de rabia y me dijo… me dijo que yo era un mierda, un tullido que no servía para nada y que si su hermano Antonio no se estuviera «trajinando» a mi madre estaríamos muertos de hambre. Me tachó de inútil desagradecido y juró que puesto que mi padre había combatido por la República y yo era otro rojo de mierda, me iba a mandar a la cárcel, que es donde los rojos tienen que estar antes de ir al paredón. Así que aparté a la puta, le aticé otro puñetazo y me marché. He estado toda la noche por ahí, en la calle, sin saber qué hacer. Tenía miedo de preguntar a mi madre, de que me dijera… de que me dijera la verdad.

Eulogio sacó otro cigarrillo y lo encendió mientras Fernando intentaba buscar palabras que tuvieran algún sentido en aquella circunstancia. Claro que había oído murmurar sobre Piedad y don Antonio. Siempre había gente maledicente dispuesta a sembrar cizaña juzgando comportamientos ajenos.

—¿Lo sabías, Fernando? Dime la verdad… No soporto pensar que todos sabíais lo de mi madre y don Antonio… todos menos yo… ¡Cuánto os habéis debido de reír de mí!

—¡Cómo se te ocurre decir eso! ¿Reírse? ¿Quién y por qué va alguien a reírse de ti? Yo no sabía nada, Eulogio, porque no escucho a los miserables, sólo sé que tu madre es una buena mujer que ha sufrido lo suyo al perder a su marido, a tu padre, en esta guerra maldita y que se ha sacrificado para salir adelante. Tu padre era un hombre de letras, lo mismo que el mío, y en tu casa nunca faltó de nada, como tampoco faltó en la mía. Y ahora tu madre y la mía aceptan cualquier trabajo para subsistir, y ya las ves, la mía quitando la mierda en casa de unos franquistas y la tuya cosiendo y limpiando en un taller. ¿Y don Antonio? Ese miserable os obligó a vender vuestro piso, y lo mismo nos acecha ahora a nosotros para que vendamos el nuestro por cuatro pesetas y luego revenderlo a sus amigos.

—Pero ¿tú lo sabías, Fernando?

—¡Saber el qué! Te digo que a mí no me importa ni escucho lo que dicen de los demás, y mucho menos de lo que puedan decir de la gente a la que quiero y respeto.

—Fernando, tú estabas al tanto ¡y no me has dicho nada! Has permitido que hiciera el ridículo.

—¡Por favor, Eulogio, deja de pensar en qué dicen o dejan de decir los demás!

—Se lo he preguntado a mi madre y no ha tenido el valor de mentirme, pero no ha querido darme más explicaciones. ¿Cómo ha podido hacer algo así? ¿Tan poco vale su dignidad?

—¡No juzgues a tu madre! No tienes ningún derecho. Anda, vamos a casa, tienes un aspecto lamentable. Aséate un poco, descansa y no des disgustos a tu madre.

—No volveré al almacén.

—Tú sabrás lo que debes hacer… Pero pegar a Prudencio no sé si ha sido una buena idea.

—¿Tú no lo habrías hecho?

—Sí, si alguien faltara a mi madre yo habría hecho lo que tú —admitió Fernando.

Dieron marcha atrás en silencio. Fernando preguntándose cómo podía aliviar el dolor y la rabia de su amigo, y Eulogio perdido en el desasosiego que provoca la incertidumbre.

Subieron la escalera y al llegar al piso de Fernando, antes de que les diera tiempo a despedirse, Isabel abrió la puerta.

—Os he visto llegar por el balcón. Entrad los dos —les conminó con el gesto serio.

Eulogio quiso disculparse, no tenía ganas de hablar con nadie y menos con Isabel. Pero la madre de Fernando no le dio oportunidad de protestar.

—Eulogio, he visto a tu madre y hemos estado un buen rato hablando.

Confuso, él no respondió.

—Subí a la buhardilla a pedirle una pizca de sal y la encontré llorando. Me ha contado lo sucedido y tengo que decirte que has hecho bien dando un puñetazo a Prudencio. Se lo merecía.

Fernando se sorprendió ante la afirmación de su madre, ya que la sabía comedida y pacífica.

—Pero lo que no has hecho bien es en juzgar a tu madre. No tienes derecho a hacerlo. Todo lo que ella ha hecho, todo, lo bueno y lo malo, ha tenido siempre un único objetivo: protegerte.

—Perdone, doña Isabel, pero preferiría no hablar sobre mi madre… Nuestras cosas nuestras son y a nadie le competen.

—Tienes razón, me estoy metiendo en vuestras cosas, pero mira, si lo hago, es por el afecto que os tengo. Aún eres joven, Eulogio, por más que hayas combatido en la guerra. Tu madre ha sufrido por haber perdido a tu padre en el Frente. Se ha quedado sola, viuda y con un hijo señalado por rojo. Un hijo al que le devolvieron malherido. Esta maldita guerra nos ha quitado nuestras vidas, las que teníamos. Tú querías ser pintor, ¿recuerdas? Tu padre se sentía muy orgulloso de ti, convencido de que lo conseguirías. Ese sueño te lo han robado. Pero lo que tu madre no quiere que te roben es la vida. Sabes que mucha gente del barrio era republicana como nosotros y que, como nosotros, ahora guarda silencio por temor a perder no ya lo poco que nos queda, sino la vida. Es lo único que nos queda por perder.

—Madre, creo que Eulogio tiene razón y no deberías meterte en sus cosas —la interrumpió Fernando.

—Es que no soporto las injusticias —se defendió enfadada Isabel.

—Ya… pero si a usted no le importa, subiré ahora a mi casa —alcanzó a decir Eulogio.

—Pues sí, sí que me importa. Vas a escuchar lo que te voy a decir. Muchos de los que han ganado la guerra no dejan de acusar de rojos a sus vecinos. Tu madre se vio obligada a vender vuestra casa y a aceptar la buhardilla donde ahora vivís. Pero eso no ha sido lo peor para ella, sino haber tenido que aceptar el chantaje del miserable de Antonio Sánchez que no ha dejado de amenazarla con que te iban a llevar a la cárcel si no se avenía a sus deseos, y ella se resistió con todas sus fuerzas. Pero para lo que no ha tenido fuerza es para permitir que el tendero, por su afán de venganza, moviera los hilos de sus amistades y un día te vinieran a detener. ¿O no lo recuerdas? No hay madre que no haga lo que sea por salvar a un hijo. Es más, escucha bien lo que te voy a decir, Eulogio: si para sacar a mi marido de la cárcel tuviera que acostarme con el mismísimo Franco, lo haría.

—¡Madre! —gritó Fernando, escandalizado por la afirmación de Isabel.

—Señora…, ¡qué cosas dice! —exclamó Eulogio incómodo.

—Pues así es —respondió Isabel sin vacilar.

—La dignidad vale más que la vida y no vale la pena vivir una vida sin dignidad —afirmó Eulogio alterado.

—¿Sabes, Eulogio?, tu madre, lo mismo que yo, lo mismo que tantas otras mujeres, somos eso, sólo mujeres, seres humanos comunes, aunque quizá nuestra heroicidad en estos tiempos consista en manteneros vivos aunque para eso tengamos que pagar un precio muy alto, incluido el que tú denominas «nuestra dignidad». Sí, es más heroico como hizo Guzmán el Bueno, tirar el propio cuchillo para que degüellen a tu hijo delante de tus ojos, pero ninguna madre entregará su cuchillo para que le arrebaten la vida de su hijo. Yo no lo haría, Eulogio. Prefiero arder en el Infierno antes de que a Fernando le pueda pasar algo. No me he visto en ese trance, pero tu madre sí y ha hecho lo que tenía que hacer. Los hombres les dais demasiada importancia a algunas cosas porque os creéis que los cuerpos de las mujeres son de vuestra propiedad.

—¡Por Dios, madre, déjalo ya! —le pidió Fernando, espantado ante las cosas que estaba oyendo.

Pero Isabel no le escuchaba. Miraba a Eulogio fijamente, impidiéndole que bajara los ojos.

—La dignidad de tu madre no está entre sus piernas, sino en el comportamiento honrado de toda su vida; está en el amor que ha profesado y profesa a tu padre, está en su sacrificio para salvarte. Ahí está su dignidad. Un hombre como Antonio Sánchez no puede quitar ni una brizna de dignidad a tu madre. Es él quien se muestra indigno aprovechándose del amor de una madre. Es lo que quería decirte, Eulogio. Y ahora, si es que lo que te he dicho te hace pensar, sube a abrazar a tu madre.

Eulogio hizo un gesto con la cabeza y salió sin apenas despedirse.

Fernando estaba enfadado con su madre y se lo dijo nada más que se hubo marchado Eulogio.

—Pero, madre, ¡cómo te has atrevido! No tienes ningún derecho a decir lo que le has dicho a Eulogio. Le has hecho pasar un mal rato. Bastante afectado está para que tú encima pretendas que se sienta culpable. Dirás lo que quieras, pero tienes que comprender que a cualquier hijo le dolería saber que su madre… en fin… que su madre se entiende con un tipo que no es su padre.

—El padre de Eulogio está muerto, así que incluso aunque no fuera fruto del chantaje, Piedad no le debe fidelidad a nadie y puede hacer con su vida lo que le venga en gana, incluyendo tener una relación con el indeseable de Antonio Sánchez.

—Hay otras maneras de salir adelante —protestó Fernando.

—Sí, y ella trabaja dejándose los ojos cosiendo en un taller. Si sólo fuera cuestión de qué llevar al puchero, Piedad nunca habría aceptado tener nada con Antonio, pero la ha amenazado con que volvieran a detener a Eulogio.

—¡Es un fascista miserable!

—Sí, Fernando, eso ya lo sabemos, y precisamente por eso es muy capaz de cumplir su amenaza. A Piedad la guerra le ha quitado a su marido y le ha dejado a su único hijo lisiado, así que no le pidas que además permanezca con los brazos cruzados mientras se lo llevan preso. Tu padre está en la cárcel, Fernando, y ojalá pueda salir de allí… Nos hemos quedado sin nada, hemos tenido que vender hasta los cabeceros de las camas para pagar al abogado, pero te aseguro, hijo, que si alguien me garantizara que me devuelve a mi marido a cambio de mi carne, pagaría el precio sin rechistar.

—Madre, no te reconozco… Dices unas cosas…

—Qué sabrás tú, Fernando…

Cuando Eulogio entró en la buhardilla, encontró a su madre sentada con la mirada perdida. Se quedó plantado ante ella, luchando consigo mismo. La quería, pero al mismo tiempo la odiaba. Le conmovía su dolor, pero despreciaba su comportamiento. Habría preferido que su madre no hubiera cedido ante don Antonio aunque eso hubiera supuesto para él ir a la cárcel. Sintió que su madre había adquirido otra dimensión, ya no era la mujer perfecta a la que tanto quería y admiraba. Lo que veía ante él era una mujer rendida.

—Mañana me pondré a buscar trabajo —le dijo con la voz endurecida por el rencor—, de manera que no se te ocurra ir a suplicar al miserable de don Antonio. Si quiere mandarme a la cárcel, que lo haga. Tiene razón para hacerlo, soy un rojo y odio a los fascistas tanto como ellos nos odian a nosotros.

—Haré lo que digas, Eulogio, yo… lo siento… te pido perdón… Creí que era lo único que podía hacer para que no te hicieran nada… Te juro que resistí todo lo que pude, pero él… ya sabes cómo es…

—Sí, sé cómo es. Supongo que además de intentar mandarme a la cárcel hará lo imposible por echarnos de este cuchitril.

—No… eso no puede… la buhardilla es nuestra…

—Ya. También el piso era nuestro y se lo quedó a cambio de la deuda que teníamos con su tienda. Nos lo hizo vender para saldar la deuda y lo poco que nos dio fue para comprar esta buhardilla.

—Es un sinvergüenza.

—Júrame que pase lo que pase no te volverás a rebajar ni ante él ni ante nadie. Júramelo o de lo contrario me iré y no me volverás a ver nunca más.

—¡Hijo, no digas eso! Eres toda mi vida… Yo… yo no podría vivir sin saber de ti…

—Júramelo, madre.

—Te lo juro, te lo juro… Lo que tú quieras, Eulogio.

—Has actuado como si yo fuera un niño… me has protegido sin decirme de qué necesitabas protegerme… no me has permitido decidir sobre algo que no te concernía sólo a ti.

—Lo siento, hijo, lo siento tanto… ¡Por favor, perdóname!

Piedad se levantó de la silla y se acercó a su hijo cogiéndole una mano. Eulogio no la apartó pero tampoco la abrazó como ella esperaba para recibir su perdón. Su madre contuvo un sollozo. Permanecieron unos segundos muy quietos.

—Voy a pintar un rato —le dijo, apartándose con suavidad.

Ella asintió.

Catalina terminó de cerrar la maleta. Ya era mediodía y su padre había dispuesto llevarla a esa hora a casa de su tía. Ya estaba de cuatro meses y se sentía aliviada por irse de su casa. No podía soportar la mirada recriminatoria de su padre. Desde el día en que le había pegado apenas intercambiaban palabra.

Sabía que su madre sufría por aquella situación y le pedía que fuera comprensiva con su padre, pero Catalina se negaba. Bastante tenía con intentar poner coto al odio que en ocasiones sentía hacia él. Pensó que echaría de menos su casa, sobre todo estar con su madre, ¡la necesitaba tanto!

Su tía Petra le había preparado una habitación y estaba contenta de tener a su sobrina aunque fuera en aquellas circunstancias. Se quedaría con ella hasta después del parto, una vez que entregaran a la criatura. No sería fácil para Catalina, pero era la mejor solución. Su sobrina no era la primera ni sería la última chica atolondrada que había tenido un desliz; lo importante era evitar las consecuencias que traía consigo. Para eso estaban las inclusas; pero mejor aún, su hermana Asunción le había explicado que Juan Segovia, el médico de la familia, intentaría buscar una familia de bien que se hiciera cargo del niño, así no tendrían que pasar por el oprobio de colocar a la criatura en el torno de la inclusa. Estaba dispuesta a hacerlo ella misma por el inmenso cariño que tenía por su sobrina.

—¿Has metido todo lo que necesitas? —preguntó doña Asunción a su hija.

—Sí, mamá, lo llevo todo.

—Piénsalo bien, cuando uno viaja siempre se le olvida algo —insistió su madre.

—Pero yo no me voy de viaje, y si se me olvida algo ya te lo pediría puesto que has prometido ir a verme todos los días a casa de la tía Petra.

—Sí, hija, sí, así lo haré. Siento tanto que te tengas que ir…

—No te preocupes —respondió Catalina, abrazando con fuerza a su madre.

—Bueno, voy a avisar a tu padre, aunque creo que ya nos estará esperando en la calle con el coche…

—Mamá…

—¿Sí, hija?

—Prométeme que si Marvin me escribe me llevarás la carta de inmediato.

—¡Claro que lo haré! Nada me gustaría más que ese chico viniera y se casara contigo. Sería lo mejor para todos.

—Menos para papá —afirmó con rencor.

—Tu padre te quiere, hija, debes comprenderle, para él ha sido muy duro tener que afrontar esta situación… Eres nuestra única hija y quiere lo mejor para ti.

—¡Ya! Vamos, mamá, lo que quiere es que me case con Antoñito para saldar nuestras deudas con su padre.

—¡No digas eso! Tu padre lo único que pretende es tu bienestar.

—Sabes que tengo razón.

—Hija mía, no juzgues a tu padre, a los padres no se les debe juzgar.

—No voy a entregar a mi hijo, mamá.

—¡Catalina, por Dios, no empecemos! Es la única solución.

—No voy a hacerlo, mamá, ¿tú me habrías abandonado a mí?

—¡Pero es distinto! Tú eres nuestra hija legítima.

—¿Y mi pobre niño, que no ha hecho ningún mal, debe sufrir por lo que he hecho yo? No es justo, mamá. Soy yo quien debe ser castigada y sufrir las consecuencias de mis actos, y si eso supone que todos me señalen y que me quede para vestir santos, pues sea.

Doña Asunción abrazó a su hija. No quería discutir con ella. Sabía que Catalina se opondría con todas sus fuerzas, pero en cuanto terminara de dar a luz se llevarían al niño sin permitirle siquiera que lo tuviera en sus brazos. Era lo que había aconsejado Juan Segovia y él sabía de lo que hablaba puesto que era médico.

Fernando caminaba deprisa. Estaba preocupado por su amigo. No podía dejar de preguntarse qué habría sentido si hubiera estado él en la piel de Eulogio de ser cierto lo que había dicho su madre, que estaba dispuesta a cualquier cosa si con eso sacaba a su marido de la cárcel. ¿Y él? ¿A qué estaba dispuesto él por salvar a su padre de la cárcel? «Mataría por la vida de mi padre», se respondió sin dudar, y sin embargo le sonrojaba pensar que una mujer pudiera dar su cuerpo por lo mismo, por salvar a alguien a quien se ama.

Estaba decidido a hablar con don Víctor y pedirle que le diera trabajo a Eulogio en la imprenta. Su jefe era un buen hombre, claro que después de la guerra el negocio de la imprenta no daba para tanto como antes y lo mismo no podía pagar el salario de otro aprendiz.

Mientras caminaba por la Gran Vía pensaba en los estragos de la guerra, en que seguían patentes en el rostro de las personas. Se notaba quién la había ganado y quién la había perdido. No es que los ganadores nadaran en la abundancia, pasaban tanta hambre como el resto, pero en su mirada había un reflejo de esperanza de la que carecían los ojos de los derrotados. Él estaba entre estos últimos. No podía dejar de recordar el momento en que su padre le había pedido que mientras él estuviera en el Frente cuidara de su madre, pero sobre todo le retumbaban sus palabras: «No matarás, Fernando, tú no matarás».

Tampoco podía dejar de pensar en lo que les diría el abogado cuando fueran a verle. Habían hecho todo lo que les había pedido don Alberto, su madre había conseguido que don Bernardo les diera una carta interesándose por la suerte de su padre. El cura, como en otras ocasiones, le había reprochado: «Lástima, Isabel, que te casaras con un republicano», a lo que su madre había contestado, como siempre: «Mi Lorenzo es un buen hombre, un marido y un padre ejemplar que nunca ha hecho mal a nadie».

Fernando había prometido que si la carta del cura servía como esperaban para que a su padre le dieran el indulto, él lo agradecería yendo a misa todos los domingos y fiestas de guardar.

Andar sin rumbo fijo terminó relajándole. Podría haber ido en busca de alguno de sus amigos, pero no tenía ganas de hablar con nadie; además, le gustaba estar solo. Su madre había ido a la iglesia a rezar el rosario. Había muchas viudas en la parroquia, e ir a rezar era una manera de buscar consuelo o acaso simplemente permitir que se deslizaran más deprisa las horas interminables de quien sabe que no tiene nada que esperar. Ir a la iglesia era una manera de que las mujeres tuvieran un rato para ellas solas, aunque fuera repitiendo mecánicamente el «Kyrie Eleison» mientras pensaban en sus cosas.

Él, por su parte, necesitaba que las horas transcurrieran más deprisa.

Piedad salió pronto de casa. Andaba a buen paso porque le gustaba ser puntual. La dueña del taller era una buena mujer, un tanto simple, que todos los días a las doce hacía rezar el ángelus a todas las empleadas.

Piedad había sido religiosa antes de la guerra. No beata, pero sí creyente, aunque la guerra la había ido apartando de la iglesia. No es que ya no creyera en Dios, es que le sentía indiferente a sus problemas y ella le respondía con la misma indiferencia.

De repente sintió una mano que le sujetaba el hombro.

—¡Para, desgraciada!

La voz de don Antonio la sobrecogió, pero se volvió dispuesta al enfrentamiento.

—Llego tarde, así que suéltame —le dijo mientras intentaba zafarse de la mano que le apretaba el hombro.

—El cerdo de tu hijo le ha dado un puñetazo a mi hermano Prudencio y le ha roto la nariz. Voy a acabar con él, es un malnacido, un hijo de puta, un rojo de mierda. ¡Cómo se atreve a faltar a mi familia! ¡Sois unos muertos de hambre que me lo debéis todo a mí! ¡Os vais a enterar de quién es Antonio Sánchez!

—¡Suéltame! ¡Y déjame en paz, que tengo que ir a trabajar! Haz lo que quieras; el hijo de puta lo serás tú, así que cualquier cosa podemos esperar de ti.

—¡Sinvergüenza! ¿Cómo te atreves a faltarme? ¡Eres una zorra! ¡Una zorra de mierda que no sirve para nada!

—Haz lo que quieras, Antonio. Se acabó. De mí ya no vas a obtener más nada. Me he rebajado aceptando que… pero ya no. No quiero volver a verte.

—¡Me pagarás todo lo que me debes!

—¿Deberte? ¡Yo no te debo nada!

—Claro que sí. ¿Crees que con la mierda de tu piso saldaste la deuda? De eso nada. Te dimos de comer durante toda la guerra. ¡Me lo debes todo!

Piedad le empujó y echó a correr. La gente los miraba sin atreverse a intervenir. Él la siguió unos pasos insultándola: «¡Zorra! ¡Perdida! ¡Sinvergüenza!».

Don Antonio estaba dispuesto a vengarse de ella y de Eulogio. Iba a denunciarle, movería cuantos hilos fueran necesarios para que se lo llevaran. Le acusaría de lo que fuera. ¿No había combatido con los rojos? No hacía falta mucho más, un rojo siempre sería un rojo, esa gentuza no se arrepentía jamás. Esta vez haría que se lo llevaran, pero no para darle un susto sino para que aprendiera que a Antonio Sánchez y a su familia había que tenerles respeto por las buenas o por las malas.

No le gustaba tener que prescindir de la muy zorra de Piedad, pero no tenía otro remedio. Prudencio le había exigido que hiciera algo contra Eulogio y era lo que pensaba hacer.

Cuando Piedad llegó al taller bebió un vaso de agua. Se había quedado sin aliento y el corazón le latía a tanta velocidad que podía contar cada uno de los latidos.

Cosió con más ahínco que otras veces. Necesitaba descargar la tensión acumulada. ¿Cuánto tardarían en llevarse a Eulogio? Estaba segura de que eso era lo que les esperaba. Don Antonio volvería a hacer que detuvieran a su hijo y esta vez ella no podría salvarle.

Cuando por la tarde regresó a su casa, pasó antes por la de Isabel. Necesitaba desahogarse con su amiga.

Isabel la escuchó paciente, conmovida por lo que le estaba sucediendo.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Piedad cuando terminó de contarle su encuentro con Antonio Sánchez.

—Es un malvado, sólo se puede esperar de él lo peor. ¡Cuánto lo siento, Piedad! No sé qué decirte… ¿Quieres que hable con él? A lo mejor a mí me escucha…

—¡Ni se te ocurra! Tu marido está en la cárcel y lo mismo decide hacerte daño también a ti. No, no, no debes hablar con él. No serviría de nada.

—Pero alguien tiene que pararle los pies a ese hombre. Tenemos que pensar en algo… ¿Y si se lo contamos a don Bernardo?

—Todavía peor, don Bernardo dirá que soy una pecadora.

—Don Bernardo es una buena persona, Piedad. Es un cura un poco intransigente, pero no creo que sea capaz de hacerle mal a nadie.

—No digo que sea mala persona, pero no creo que fuera a ayudarme. Antonio es muy poderoso en el barrio, todos le deben algo, y él bien que se encarga en intentar lavar su ausencia de la misa del domingo ablandando con pequeños regalos a don Bernardo: que si unos huevos, que si un poco de harina, o unos tomates… Además, «la Mari» suele echar ostentosamente dos duros en el cepillo cuando va a misa… ya sabes.

—Pero eso a don Antonio no le libra de las broncas de don Bernardo.

—Eso también es verdad. Pero no quiero que el cura intervenga… no serviría de nada.

—A nosotros nos ha ayudado escribiendo una carta a favor de Lorenzo —respondió Isabel.

—Pero es distinto… Tú eres católica, no has dejado de ir a misa ni durante la guerra, y es lo menos que don Bernardo puede hacer por vosotros.

—Ya, pero Lorenzo… bueno, tú sabes que Lorenzo no pisaba la iglesia.

—Y yo tampoco, Isabel. Y don Bernardo no me tiene ley. Ni mi marido, que en gloria esté, ni mi hijo han pisado nunca la iglesia. Tú sabes que Jesús, mi marido, era ateo, nunca lo ocultó, y yo he dejado de ir a misa. Así que el cura no tendría por qué ayudarnos y lo comprendo.

—Déjame intentarlo —insistió Isabel.

—Que no, te digo que no porque no vas a conseguir nada y lo mismo tienes que pedirle algún otro favor para tu Lorenzo. ¡Ay! Estoy tan metida en mi problema que no te he preguntado cómo está.

—Mañana iremos al abogado para ver qué pasa con el indulto. En cuanto a Lorenzo, ya sabes cómo es; no se queja por nada, pero cada día está más delgado y le han roto las gafas. Tengo que hacer un gran esfuerzo para no ponerme a llorar cuando le veo.

—Cuánto lo siento —alcanzó a decir Piedad.

—Bueno, pero volvamos a tu problema, que algo hay que hacer. Fernando me dijo que iba a hablar con don Víctor, el dueño de la imprenta. Es un buen hombre y a poco que pueda seguro que coloca a Eulogio.

—No he dormido en toda la noche pensando que quizá deberíamos marcharnos —continuó hablando Piedad sin hacer caso a los aspavientos de Isabel.

—¿Marcharos? Pero ¿adónde? Media Francia está en manos de los alemanes y en la otra media, el Gobierno de Pétain no trata bien a los españoles que huyen de aquí. No querrás terminar en un campo de trabajo.

—Mi hijo corre peligro, Isabel. Temo que Antonio le mande detener.

—¡Dios no lo quiera! Tenemos que hacer algo…

Esa misma tarde Fernando hablaba con don Vicente en la imprenta.

—Eulogio es de toda confianza, ¿cree que don Víctor le aceptará? Le aseguro que si le da trabajo no le defraudará.

—No sé qué decirte, puede que aunque don Víctor quiera, no pueda. Ya sabes que la imprenta no funciona como antes. La guerra ha terminado pero el país está destrozado, nadie tiene dinero; más que vivir lo que hacemos es sobrevivir. No le puedo pedir a don Víctor que contrate a nadie más. Tú sabes que no hay trabajo para más personas. No puedo, Fernando, siento no poder ayudar a tu amigo, debes comprenderlo.

Fernando agachó la cabeza para que don Vicente no viera su rabia y frustración. Sabía que la imprenta no daba para mucho, pero había confiado en que don Vicente se compadecería de Eulogio.

—Con su permiso, me voy a la máquina, que aún hay trabajo —dijo Fernando.

El impresor asintió sin decir palabra, consciente de que había defraudado a su aprendiz.

Cuando terminó la jornada, Fernando caminó con paso decidido hacia su casa. Quería ver a Eulogio para decirle que había fracasado en su empeño por encontrarle trabajo, pero antes pasó por el piso para que su madre no se preocupara. Encontró a Isabel cosiendo una de sus camisas aprovechando los últimos rayos de luz de la tarde.

—Hola, madre, voy a subir a la buhardilla para hablar con Eulogio y enseguida vengo.

—Espera, hijo… Esta tarde he estado hablando con Piedad. Don Antonio le salió al paso esta mañana cuando iba al taller a limpiar. Le organizó un buen escándalo en la calle y la ha amenazado. Piedad cree que don Antonio hará que detengan a Eulogio. No sé qué podemos hacer para ayudarles. Le he dicho que quizá don Bernardo podría echar una mano, pero se ha negado, cree que el cura no la ayudará porque Eulogio es ateo.

—¡Yo también soy ateo! —respondió Fernando con el rostro crispado.

—¡Dios Santísimo, qué cosas dices! Tú no eres ateo, tú estás bautizado, hiciste la primera comunión y recibiste la confirmación. Así que no digas cosas que no son.

—Madre, que tú creas no significa que yo crea. Lo siento, pero no me he encontrado con Dios en ninguna parte. ¿Qué hace Dios por mi padre? Si es Todopoderoso y la Bondad Suprema, ¿por qué permite que un hombre bueno como mi padre esté en la cárcel?

—Hijo, no se puede pedir explicaciones a Dios. Y no es Dios quien ha metido a tu padre en prisión.

—Pero Él lo ha permitido. Dejemos a Dios en paz, madre.

Isabel asintió resignada. Ella era una católica ferviente y ninguna circunstancia podía alterar su fe por más que también ella reclamara a Dios que los ayudara y hasta entonces la respuesta hubiese sido el silencio.

—Alguien tiene que parar los pies a don Antonio —masculló Fernando.

—Pero nosotros no tenemos ningún poder sobre él. Debería ser alguien a quien él tenga respeto… Pero ese hombre no respeta a nadie —afirmó Isabel.

Finalmente, Fernando decidió no subir a casa de Eulogio para añadir una mala noticia a la amenaza de don Antonio.

—No tengo ganas de cenar, me iré a dar una vuelta por ahí.

—¿Dónde vas a ir a estas horas? Anda, hijo, quédate aquí conmigo…

—No tardaré mucho, pero necesito estar un rato a solas pensando.

Sin saber por qué, comenzó a caminar hacia la casa de doña Petra, que vivía enfrente del Retiro. Sólo hacía unos días que Catalina se había ido a casa de su tía y ya la echaba de menos. Sabía que no podía presentarse allí y menos a esa hora, pero al menos se sentiría cerca de Catalina.

Lo que no esperaba fue darse de bruces con las tres.

—¡Fernando! ¡Fernando, qué alegría! Pero ¿qué haces por aquí?

La joven se había soltado del brazo de su madre y fue corriendo hacia él ante la mirada asombrada de su tía.

—Vaya… no esperaba verte —dijo Fernando con sinceridad.

—Pues si vienes por aquí tampoco es extraño que nos encontremos. He tenido que insistir mucho para que saliéramos a la calle, pero como es de noche difícilmente nos íbamos a encontrar a nadie conocido, aunque mira por dónde has aparecido tú. Te di la dirección de mi tía. ¿Ves, tiíta, como Fernando ha venido a verme?

—No… en realidad… Bueno, no es que no quiera verte… pero te juro que no esperaba verte hoy.

—Buenas tardes, joven —dijo Petra, mirándole de arriba abajo.

—Doña Petra, doña Asunción… Espero no importunarlas, desde luego no es ésa mi intención… Les aseguro que no esperaba encontrarlas.

—Hemos salido a tomar un poco el fresco… —respondió la tía de Catalina—, y está claro que no debemos volver a hacerlo. ¿Ves, Catalina, como siempre se puede uno encontrar a alguien? Y menos mal que ha sido Fernando.

—Lo comprendo… Hoy ha hecho bochorno, ya se sabe que en Madrid en estas fechas siempre hace calor —comentó Fernando azorado.

—¿Por qué no subes un rato con nosotras? ¿Verdad que no te importa, tía? Luego puedes acompañar a mi madre a casa para que no vaya sola, ¿qué te parece? —propuso Catalina.

—No… no es necesario… Yo me voy ya… Tu padre me estará esperando, quizá se haya hecho un poco tarde… —se excusó con incomodidad doña Asunción.

—Pero, mamá, ¡si aún es de día! Nos has dicho que padre tenía una reunión importante y que te ha dicho que llegaría tarde. Anda, quédate conmigo un poquito más. —Catalina se abrazó a su madre, besándola para convencerla.

—Bueno… —Doña Asunción no sabía qué hacer.

—Lo mejor es que subamos ya a casa porque tú, niña, tienes que descansar. Y ya son casi las nueve, no son horas para que tu madre ande por la calle —arguyó doña Petra.

—Pero ahora la acompañará Fernando. Por lo menos que suba a beber un vaso de agua —le invitó Catalina.

Las hermanas se rindieron ante la insistencia de la muchacha. Más valía darle al joven un vaso de agua y que se fuera que seguir en la calle a la vista de todo el mundo y que pudiera pasar algún conocido.

Catalina hizo pasar a Fernando al salón y se apresuró a llevar una bandeja con una botella con agua y cuatro vasos.

—Te veo mala cara, ¿es que te ha pasado algo? —le preguntó preocupada.

—No… no…

—¿Tenéis noticias del abogado?

—No te preocupes…

—¡Pues claro que me preocupo! Dime qué pasa, ¡por Dios, Fernando, se te ha puesto cara de Semana Santa!

—Niña, no seas irreverente —la regañó su tía Petra.

—¿Y por qué no nos dejáis solos un rato para que hablemos? —inquirió Catalina, obviando el gesto de reproche de su madre y de su tía.

—¡Compórtate, Catalina! —la recriminó su madre.

—¿Y qué hay de malo en que hable un rato con Fernando? —insistió ella.

—No me parece lo más adecuado, dadas las circunstancias —la interrumpió su tía.

—¿Las circunstancias? Fernando es mi mejor amigo y sabe que estoy embarazada y me está ayudando a localizar a Marvin. No tengo secretos para él.

Asunción y Petra se miraron sin saber ni qué decir ni qué hacer, sabiendo que Catalina se saldría con la suya.

—Bueno, pero cinco minutos. Dentro de cinco minutos me voy. Fernando me acompañará —aceptó doña Asunción, mirando con severidad a su hija.

Cuando se quedaron solos, Catalina cogió la mano de Fernando y se la apretó en un gesto lleno de complicidad y afecto.

—¿Qué te pasa? Y no me digas que nada, que yo te conozco y sé que algo te duele aquí en el corazón —dijo mientras ponía su mano en el pecho de Fernando provocándole un estremecimiento.

Él no se resistió y le contó lo que había sucedido con Eulogio, el puñetazo a Prudencio, las amenazas de don Antonio a Piedad, el miedo a que en cualquier momento se lo llevaran.

—Mi madre dice que alguien debería hablar con don Antonio, alguien a quien él respete y que tenga autoridad. Pero ¿quién? —se lamentó Fernando.

Catalina se quedó en silencio con la mirada perdida. Fernando la observó sintiendo que cada día la quería más.

—Se lo voy a pedir a mi madre —dijo de pronto Catalina.

—¿Qué? ¿El qué? No te entiendo —respondió Fernando, saliendo de su ensimismamiento.

—A mi madre le tiene respeto. Mi madre es una señora como Dios manda. Si mi madre le dice a don Antonio que se ha enterado de lo suyo con Piedad y que si hace algo contra ella o contra Eulogio eso tendrá consecuencias…

—Estás loca; además, ¿qué consecuencias puede tener para él que la gente se entere? Le gusta presumir de macho.

—Pero no creo que a su mujer le haga ninguna gracia, ni a sus hijos tampoco. Antoñito por la única persona que siente devoción es por su madre. Jamás le perdonaría a su padre que faltara al respeto a su madre poniéndola en evidencia ante todo el barrio; una cosa es que la gente murmure y otra que haya alguien que descubra el pastel.

—Eres una chiquilla con cabeza de chorlito. Tu madre no puede plantarse delante de don Antonio y recriminarle nada sobre lo suyo con Piedad. Sinceramente, no creo que sirviera, pero tampoco creo que tu madre aceptara hacer algo así. Ella no conoce a Piedad más que de vista.

—Yo la convenceré —afirmó muy segura.

—¡Vamos, Catalina, no digas disparates!

—Ya verás. ¡Mamá! ¡Mamá!

Asunción y Petra corrieron a la llamada de Catalina. En el rostro de las dos mujeres se había dibujado la preocupación.

—Mamá, ¿verdad que tú opinas lo mismo que yo de don Antonio? —le espetó Catalina.

—Pero, hija, ¿a qué viene esto?

—No pienso considerar el casarme con Antoñito si no me haces un favor.

—¡Catalina, por Dios! —exclamó con desesperación su madre.

—¡Esta niña…! —protestó su tía.

—Don Antonio es un cerdo y las dos lo sabéis. Está chantajeando a una mujer. Lleva mucho tiempo haciéndolo. Abusa de ella. Ya sabéis a quién me refiero.

—Pero ¡qué estás diciendo! —protestó doña Petra.

—Pues que don Antonio lleva tiempo abusando de Piedad. Hizo que a Eulogio le detuvieran y la chantajeó. O hacía lo que él quería o su hijo iría derecho a la cárcel. Piedad tuvo que ceder para salvar a su hijo y don Antonio viene aprovechándose de ella siempre que quiere. Ahora Eulogio ha tenido unas palabras con Prudencio, el hermano de don Antonio, el que es asistente de un coronel, y el tendero ha amenazado a Piedad.

—¡Basta, Catalina! No quiero oírte decir estas cosas, nada de esto nos concierne a nosotros —afirmó tajante doña Asunción, mirando escandalizada a su hija.

—A mí sí que me concierne, mamá. Yo no puedo soportar las injusticias y no podría sentirme en paz si sé que detienen a Eulogio. Todos sabemos cómo son los que han ganado.

—¡Catalina! —chilló su tía—. ¡Cómo te atreves a criticar a Franco! Tu tío murió defendiendo la paz y el orden. Nosotros somos una familia de bien.

—¿Sólo nosotros somos personas de bien? ¿Por qué? ¿Porque hemos ganado la guerra? ¿Es que todos los que la han perdido son unos malvados? ¡Marvin está en contra de Franco!

Asunción y Petra miraron asustadas a Catalina. Pero sobre todo no la comprendían. La sabían rebelde, siempre lo había sido, pero para Petra, que se pusiera en duda que lo mejor para España había sido que Franco ganara la guerra era ir demasiado lejos.

—Fernando, ¿qué ideas le estás metiendo a la niña? Eso de venir a contarle una historia de… en fin… una historia que no nos concierne y a la que no debemos prestar oídos —le recriminó doña Petra.

—Lo siento, doña Petra, no era mi intención disgustarlas… Siento haberme explayado con Catalina sobre un asunto que me preocupa puesto que Eulogio es mi amigo; como bien sabe, vivimos en el mismo edificio y le conozco desde niño —se excusó Fernando.

—Pero eso no justifica que vengas aquí a hablar de asuntos particulares de tus vecinos, y menos a Catalina estando… estando como está —insistió Petra.

—Estoy embarazada, pero eso no supone que deje de preocuparme por las personas a las que tengo afecto. Y lo que le pase a Eulogio me concierne, tía, te recuerdo que él y Marvin son buenos amigos. En realidad, Eulogio es el mejor amigo que Marvin tiene en España. Se conocieron en el Frente, allí les hirieron a los dos y cuando Marvin regresó a Madrid después de la guerra vivió con Eulogio y su madre.

—Mira, Catalina, te estás poniendo muy difícil —la interrumpió doña Asunción, cada vez más molesta con su hija.

—Madre, quiero que hagas algo. Tú que tanto pides a Dios que nos bendiga a todos con su bondad, puedes echarle una mano haciendo algo por Eulogio.

—Pero ¡cómo te atreves a blasfemar! —le recriminó doña Petra, asustada por el descaro de su sobrina.

—¿Blasfemar? Dios me libre de hacerlo, que soy una buena cristiana y por nada ni por nadie blasfemaría yo. Pero convendrás conmigo, tía, que no basta que carguemos al Señor con todos nuestros problemas cuando nosotros podemos solucionarlos o ayudar a que se solucionen los problemas de otros.

Catalina había dejado sin respuesta a su madre y a su tía, que la miraban escandalizadas. Fernando, por su parte, sintió que aún la quería más por su valentía.

—Siento ser el causante de esta discusión. Lo mejor es que me marche. Vendré en otra ocasión.

Petra a punto estuvo de decirle que no sería bien recibido, pero su sobrina se lo impidió.

—No te vayas, Fernando, porque si mi madre se niega a hablar con don Antonio lo haré yo.

—¡Tú no vas a salir de esta casa! —gritó su tía.

—¿Es que me vas a atar? Tía, no pretendo crearte problemas, pero te aseguro que tampoco voy a permitir que me encierres —respondió tajante.

—¡Qué disgusto, Dios mío! —se lamentó doña Asunción—. Y todo por esa mujer, que más le valía haberse resistido a don Antonio en vez de perder la dignidad.

—¿Tienes mala opinión de Piedad porque para salvar a su hijo ha sido capaz de… bueno, de eso? Entonces, madre, supongo que también tienes la peor opinión de mí por haber permitido que Marvin… bueno, por haberme quedado embarazada.

—¡Santo Dios, esta niña es imposible! Yo no sé si voy a ser capaz de hacerme responsable de ella —protestó su tía.

Asunción miró aterrada a su hermana. Si Petra no daba cobijo a Catalina, bien podía ser que su marido volviera a insistir en que alguna mujer la librara del niño.

—¿Qué es lo que quieres, Catalina? —preguntó a su hija con un temblor en el labio inferior.

—Pues que vayas a ver a don Antonio y le digas que sabes que quiere hacer daño a Piedad y a Eulogio, y que si se atreve a hacer esa canallada te encargarás de que su esposa se entere de todo y no sólo eso, dile que también se lo contarás a don Bernardo, y no bajo secreto de confesión.

—¡Cómo voy a hacer eso! ¡De ninguna de las maneras!

—Bueno, pues lo haré yo. A mí no me importa enfrentarme al tendero. No le tengo ningún respeto. Me da tanto asco como su hijo.

—¿Te das cuenta del problema que nos has creado, Fernando? —le reprochó doña Asunción.

—No sabe cuánto lo siento, le juro que no era mi intención…

—No lo sería, pero bien gorda la has armado —apostilló doña Petra.

—Madre, dime que lo harás. Yo estoy dispuesta a hacerlo, y te diré más: aunque padre me pegue otra paliza le diré a Antoñito que no voy a casarme con él porque espero un hijo de Marvin.

Doña Asunción se puso pálida, después roja y más tarde estuvo a punto de echarse a llorar. Desde que Catalina estaba embarazada se había vuelto intratable. Ya no era la niña un poco respondona pero siempre dúctil, sino que el hecho de ser madre parecía darle una seguridad nueva.

Doña Petra, por su parte, estaba confundida, sin saber qué más podía decir y mucho menos hacer.

—Catalina, no puedes pedir a tu madre que hable con don Antonio. No serviría de nada y pondrías a tu familia en una situación delicada. Te he contado lo de Eulogio porque necesitaba desahogarme con alguien, pero tu madre y tu tía tienen razón, no es asunto vuestro. Ya se nos ocurrirá algo a nosotros —dijo Fernando con toda la convicción de la que fue capaz.

—Don Antonio es una mala persona, y no hay otra manera de tratar con él que haciendo lo que él hace con los demás. O se le amenaza o es muy capaz de cualquier cosa —afirmó Catalina, que no estaba dispuesta a dar un paso atrás.

Doña Asunción bebió un sorbo de agua y se estiró la falda como si quisiera protegerse aún más las rodillas, que ya estaban bastante ocultas.

—Hablaré con don Antonio. Lo haré. ¿Y sabes por qué? Porque nunca pensé que mi propia hija me fuera a chantajear. Bien sabes cómo reaccionaría tu padre si te atrevieses a enfrentarte a don Antonio y más si le dijeras a Antoñito que… que estás embarazada. Nos buscaría la ruina, hija, pero además tú te quedarías sin ningún porvenir.

—Yo no te estoy chantajeando, madre —respondió Catalina, ahora asustada.

—Sí, sí lo has hecho. Me obligas a que me meta en un asunto que en nada nos concierne, que intervenga a favor de Piedad y su hijo, a los que conocemos del barrio pero con los que tampoco tenemos demasiada relación. Pretendes que me enfrente a un hombre como Antonio Sánchez, que no es un caballero y carece de educación, y quién sabe cómo puede reaccionar. Si va a quejarse a tu padre, no quiero ni pensar en lo que pasará. Pero prefiero cargar con la responsabilidad antes de que tú hagas alguna tontería de las tuyas, porque entonces… no sé de lo que tu padre sería capaz.

Catalina abrazó a su madre, pero doña Asunción no respondió al abrazo. Se sentía agotada y decepcionada con ella. Bastante tenía con evitar que nadie se enterara del estado de su hija, además de procurar que el embarazo llegara a buen término y luego encontrar una familia que se hiciera cargo del niño.

—Asunción, no deberías hacerlo —se atrevió a decir doña Petra desconcertada.

—Conozco a mi hija y sé que es capaz de plantarse ante don Antonio. Y ahora me voy, Ernesto ya estará en casa y se empezará a inquietar por la tardanza. Y tú, Fernando, acompáñame.

Fernando caminó junto a Asunción en silencio. Ella no le hizo más reproches y él no se atrevió a disculparse una vez más. Cuando llegaron al portal donde vivían los Vilamar se despidió con una inclinación de cabeza y corrió hacia su casa.

Isabel estaba enfadada. Llevaba horas esperándole. No entendía por qué su hijo no compartía con ella todas sus angustias y prefería irse a hablar con los amigos o simplemente a caminar solo, encerrado en sí mismo.

Asunción sabía por su marido que don Antonio iba muy pronto al almacén. De manera que calculó que podría tropezarse con él cuando saliera de su casa a eso de las siete. Le dolía el estómago y la cabeza a consecuencia del miedo que sentía de tener que enfrentarse al tendero. Era un grosero y, por tanto, capaz de gritarle o de decirle cualquier inconveniencia. Pero lo peor sería que fuera a quejarse a su marido. Ernesto no se lo perdonaría. Y es que lo que iba a hacer era impropio de ella. Pero por su hija estaba dispuesta a todo. Catalina era cuanto tenía de valioso en la vida.

—¿Adónde vas tan pronto? —le preguntó Ernesto cuando la vio arreglada para salir.

—A misa de siete. Hoy tengo muchas cosas que hacer y he decidido ir antes a la iglesia.

—¿Y qué son esas cosas que tienes que hacer que te obligan a ir a misa a estas horas?

—Además de encargarme de la casa y del almuerzo, tengo que ayudar en el ropero de la parroquia. Hay mucha necesidad en el barrio y don Bernardo ha pedido que todo el que tenga algo que no vaya a usar lo dé a la iglesia. Tengo que ver con qué podemos contribuir nosotros. Esta tarde quiero volver a casa de Petra para ayudar a Catalina a arreglar los vestidos que se ha llevado y que ya se le han quedado estrechos.

—Bueno, bueno, haz lo que tengas que hacer. Yo me quedo en casa.

—No te preocupes, que en cuanto salga de misa vengo directa aquí.

—Procura no tardar.

Salió del portal con paso indeciso, temiendo que alguien la viera merodear ante la casa de don Antonio, pero la suerte o Dios estaban de su parte y apenas llegó a la esquina se lo encontró.

—Buenos días, doña Asunción, qué temprano sale usted.

—Voy a misa de siete —respondió ella, buscando fuerzas para decirle lo que mentalmente había ensayado durante toda la noche.

—Pues vaya usted con Dios.

—Don Antonio, ya que nos hemos encontrado le diré algo…

—¿Sí? Pues dígame usted.

—Para los cristianos, la fidelidad, los votos que hacemos en el matrimonio son sagrados. Quienes incumplen esos votos dan mal ejemplo a los hijos.

Don Antonio la miró mosqueado, ¿qué era lo que quería decirle aquella beata? La tenía por una mojigata, pero a santo de qué le estaba sermoneando.

—No la comprendo, señora…

—Es muy sencillo. Para gran disgusto mío, me he enterado de esos rumores que circulan por el barrio sobre doña Piedad y usted… En fin… ya sabe a qué me refiero… Yo no quiero hacerme eco de esos rumores, pero comprenda que me preocupan… Al fin y al cabo, mi hija y el hijo de usted… Aún no se lo he comentado a mi esposo, antes quiero pedir consejo a don Bernardo.

—No debería usted prestar oídos a la gente del barrio. Hay mucho envidioso suelto —respondió el tendero con tono agrio.

—Incluso se dice que usted chantajea a doña Piedad amenazándola con denunciar a Eulogio y que un día de éstos se lo van a llevar para encarcelarle. ¡No lo quiera Dios! Bastante hemos sufrido todos con la guerra. Dígame que todo esto no es verdad… No duermo desde que me lo dijeron.

—¡Señora! Métase en sus asuntos y no se dedique a cotillear sobre lo que no le importa ni a usted ni a nadie. ¡Faltaría más! —respondió el tendero, alzando la voz.

—A mí me concierne en qué familia va a entrar mi hija, si es una familia cristiana y de bien donde todos cumplen con las leyes del Señor. Por eso le voy a contar a don Bernardo todo esto que le estoy diciendo, para que él me aconseje qué hacer, porque cuando uno calla ante los pecados de otros de alguna manera está siendo su cómplice, ¿no cree? Y yo no quiero ser cómplice de su pecado, don Antonio. Usted le debe respeto a su señora esposa y a sus hijos. Imagínese el disgusto si se enteraran de que usted no honra como debe a su madre. ¿Debo desvelarle a su esposa, la señora María, lo que es un rumor a gritos? ¿Debo callar por piedad? No sé qué hacer… En cuanto a ese chico, Eulogio, ¿es cristiano hacer el mal a un pobre lisiado que no es un peligro para nadie? Don Antonio, comprenda mi confusión…

—Pero ¡qué está diciendo! ¿Me está amenazando? —gritó el tendero.

—¡¿Yo?! Por Dios bendito, ¡nada más lejos de mi intención! Me he atrevido a sincerarme con usted antes de hablar con don Bernardo. Es que como me han dicho que va a denunciar al pobre de Eulogio y que ha amenazado a doña Piedad… Comprenda que debo buscar el consejo de un sacerdote y que éste a su vez le aconseje bien a usted antes de que haga nada que sea irremediable.

—¡Esto sí que es bueno! ¡Que yo tenga que aguantar que usted, señora, me chantajee! ¡Son ustedes unos muertos de hambre que me deben todo lo que se llevan a la boca!

—Y agradecidos que estamos, don Antonio, por su generosidad. En fin, me alegro de haberle visto, porque si estoy confundida le pediré perdón. Nada me gustaría más que saber que ni Eulogio ni Piedad van a sufrir ningún mal.

—Desde luego que no, ¿por quién me ha tomado? Sepa, señora, que soy un buen cristiano y que lo único que he hecho es ayudar a esa pobre familia, que no olvide usted que no son precisamente un ejemplo para nadie puesto que el marido de Piedad murió en la batalla del Ebro luchando contra Franco. Y al hijo apenas le dio tiempo a combatir porque le hirieron en los primeros meses de la guerra. Yo les he ayudado a sobrevivir, les ayudé a vender su piso y a poder refugiarse en la buhardilla y di trabajo a Eulogio, que debe usted saber que es un desagradecido.

—¡Qué peso me quita de encima, don Antonio! Entonces ¿Eulogio y doña Piedad no tienen nada que temer de usted?

El tendero carraspeó incómodo. Precisamente iba a ver a unos amigos para que detuvieran a Eulogio esa misma mañana. «¡Maldita mujer!», se dijo para sí mismo.

—Yo no me dedico ni a perseguir mujeres ni a perseguir lisiados. Con mi Mari me sobro y me basto. Vaya usted con Dios, doña Asunción, y procure no meterse en lo que no le importa. Espero que no se vaya de la lengua yendo con cotilleos a don Bernardo.

—Sabiendo que ni doña Piedad ni Eulogio tienen nada que temer de usted y que es usted un esposo y padre amantísimo, ¿qué tendría yo que decir al respecto? Y ahora discúlpeme, que llego tarde a misa.

Don Antonio se quedó quieto viéndola ir. «Es una arpía», pensó, temiendo además que Catalina hubiera salido a su madre y le hiciera la vida imposible a su Antoñito.

Por un momento pensó en hacer lo que tenía previsto, vengarse de Eulogio y de Piedad, de lo contrario su hermano Prudencio se enfadaría. Pero si lo hacía estaba seguro de que doña Asunción hablaría con don Bernardo y éste montaría un escándalo del que se enteraría todo el barrio. Ese sacerdote era muy suyo; no parecía importarle que se dedicara al estraperlo, pero con la moral era muy estricto. Era un cura, no un hombre, y no sabía nada de las necesidades de los hombres, de manera que le condenaría por haberse beneficiado a Piedad. A ella también le caería una buena. Pero le daría lo mismo, sabía que a Piedad las cosas de Dios le eran indiferentes.

En cuanto a su Mari, no se lo perdonaría, capaz era de dejarle marchándose a casa de su madre. Su hijo Antoñito le quería, pero estaba enmadrado y se pondría de parte de ella.

Maldijo varias veces a doña Asunción mientras se encaminaba al Cuartel General del Ejército, que era donde estaba Prudencio.

A su hermano le extrañó verle. No le gustaba que se presentara allí. Su coronel era muy quisquilloso.

—Pero ¿qué haces aquí? Sabes que no debes venir —le reprochó Prudencio.

—No puedo denunciar a Eulogio.

—¿Cómo que no? Pues claro que puedes. Oye, no te habrás dado un revolcón con Piedad y te ha hecho cambiar de opinión. Esa tía es una zorra que te tiene bien cogido por las pelotas, pero esta vez te aguantas las ganas y acabas con ellos.

—Que no puedo, ¡joder! Doña Asunción me ha amenazado con contárselo todo a don Bernardo y a «la Mari».

—¿Doña Asunción? ¡Pero ésa qué sabe!

—Pues me la he encontrado cuando iba a misa y me ha dicho que había oído rumores por el barrio de que yo iba a denunciar a Eulogio, que además me ventilo a «la Piedad» y que se veía en la obligación cristiana de decírselo a don Bernardo porque le preocupa que su Catalina entre en una familia donde no se siguen a rajatabla las leyes de la Iglesia y de Dios. La beata es una arpía.

—Pues habla con el lechuguino de su marido y que la llame al orden y no se meta en cosas que son de hombres.

—¡Quia! Él es otro beato y además no conseguiría impedir que su mujer se lo contase todo a don Bernardo. Ya sabes que para las beatas su primer deber es con los curas, a quienes les largan todo. Que no, Prudencio, que ni tú ni yo podemos ahora hacer que detengan a Eulogio porque doña Asunción me busca la ruina con «la Mari» y con mis hijos. Ya sabes cómo es mi mujer, y si se entera de lo de Piedad me saca los ojos.

—Pues ya es raro que si lo sabe todo el barrio no haya oído nada. «La Mari» se hace la tonta, como todas las mujeres, porque le conviene.

—Mira, yo no sé si se hace la tonta o es que no sabe nada, pero si se tiene que dar por enterada entonces la que se me viene encima es peor que la guerra. Y si doña Asunción decide que su niña no puede emparentar con una familia en que no seamos todos unos meapilas, entonces «la Mari» no me lo va a perdonar. Ella es la que quiere que Antoñito se case con la remilgada de Catalina.

—¡Joder! Vaya putada… Pues algo hay que hacer con ese Eulogio, porque no me voy a conformar con que me haya puesto un ojo morado.

—No vamos a hacer nada, al menos hasta que Antoñito se case con Catalina. La única satisfacción que te puedo dar es que Eulogio no vuelva al almacén y se mueran de hambre… a no ser que Piedad se ponga a hacer la calle.

—El día que tu Antoñito se case con Catalina denuncias a Eulogio y que se lo lleven, ya me encargaré yo de que le fusilen.

—Pero hasta entonces, chitón.

—¿Y para cuándo será la boda?

—Pues no hemos fijado fecha; al parecer, doña Petra, la hermana de doña Asunción, no está bien de salud y como es viuda y sin hijos, Catalina se ha ido a cuidar de ella, creo que se van una temporada al campo. Además, hay que dar tiempo al noviazgo, doña Asunción es muy tiquismiquis y le dijo a «la Mari» que por lo menos tienen que tener dos años de noviazgo. Su marido parece que consiente en que el noviazgo no pase de uno, pero ya sabes cómo son los Vilamar, todo apariencia.

—Hombre, Antonio, dos años es mucho tiempo y uno también. A Eulogio hay que hacerle algo antes —protestó Prudencio.

—Mira, no nos vas a joder la boda, de manera que a esperar. El día que se casen ya nos encargaremos de Eulogio; hasta entonces, ajo y agua.

El tendero se marchó dejando a su hermano enfadado. Pero por más que Prudencio protestara no iba a buscarse la ruina en su propia casa. «La Mari» estaba empeñada en que Antoñito hiciera una boda de tronío y la madre de don Ernesto Vilamar era hija de un marqués, de manera que Catalina también era aristócrata. «La Mari» ya se veía con mantilla acompañando a su hijo al altar. ¡Malditas mujeres! Estaba harto de fiar a los Vilamar. Además, Catalina le parecía una chica muy sosa, demasiado delgada, se daba unos aires… y eso que era una muerta de hambre, por más aristócrata que fuese su padre.

Isabel había vuelto a zurcir la única camisa de Fernando. En cuanto su hijo volviera del trabajo irían al despacho del abogado. Había metido en un sobre el dinero que había ido ahorrando de lo que le pagaban en casa de doña Hortensia.

A su pesar, tenía que reconocer que eran buenas personas. De derechas, sí, pero la trataban bien y doña Hortensia se dirigía a ella con respeto, siempre pidiéndole por favor lo que le mandaba hacer.

Sabían por don Bernardo que su marido estaba en la cárcel, pero nunca hacían alusión a su situación. Isabel se dijo que no habría podido soportarlo. No quería hablar de Lorenzo con nadie que no pudiera sentir lo que ella sentía, y eso significaba que sólo podía confiarse a otros perdedores como ella.

Se arregló lo mejor que pudo recolocando su cabello en un moño que sujetó con horquillas. Sacó las únicas medias que le quedaban y se las puso con cuidado, temerosa de que se le fuera algún punto. Después se puso la falda negra y la blusa blanca y se echó por encima un suéter ligero. No podía dejar de estar preocupada por Piedad. Temía que en cualquier momento don Antonio hiciera efectivas sus amenazas contra Eulogio y sabía que la pobre mujer no lo resistiría. «Si se llevan a mi hijo, mato a Antonio, juro que lo haré», le había dicho. Isabel tembló porque sabía que Piedad estaba tan desesperada que lo mismo era capaz de cumplir el juramento.

Empezó a sentir un dolor agudo en el estómago. El mismo dolor que la visitaba las tardes que iban a ver al abogado.

Por fin Fernando llegó y se aseó deprisa. También él estaba preocupado.

—Sobre todo sé paciente, no te enfades con don Alberto, contén el genio, el hombre hace lo que puede —aconsejó Isabel a su hijo mientras caminaban a buen paso.

—Lo que mejor hace es sacarnos el dinero que no tenemos —protestó Fernando.

—El dinero no importa, hijo, lo importante es que nos devuelvan a tu padre.

—Eso es de lo que me quejo, que ya hace dos años que está en la cárcel y el abogado nos da largas pero no consigue el indulto. No me quejo del dinero, madre, pagaría con mi propia vida si eso sirviera para que padre salga de prisión, pero me parece que nos toman el pelo y se aprovechan de la gente como nosotros.

—¡No digas eso! Don Bernardo dice que este abogado es un buen hombre y que podemos confiar en él.

—¡Y tú crees todo lo que el cura te dice! —exclamó Fernando enfadado.

—¿Y por qué no he de creerle? ¿Es que don Bernardo nos ha hecho algún mal? Nos está ayudando todo lo que puede.

—Padre nunca iba a misa.

—Pero yo siempre he ido a misa. Tu padre nunca me impidió que fuera a la iglesia. Siempre ha respetado que yo crea en Dios. La fe es algo que ni siquiera la guerra me ha quitado y si no creyera en Dios no sé cómo podría haber soportado todo lo que hemos pasado —respondió Isabel con dulzura, evitando el enfrentamiento con su hijo.

Don Alberto los hizo esperar un buen rato. Cuando se abrió la puerta del despacho vieron salir a una pareja demudada. La mujer apenas contenía el llanto. Isabel cogió la mano de su hijo sin poder evitar un temblor.

—Pase, pase, señora Garzo —los invitó a entrar el abogado.

El hombre parecía incómodo. Fernando no supo si era por lo que había pasado con la visita anterior, pero le pareció un mal preludio.

—Hoy no es un buen día… En fin, cuanto antes se lo diga…

—¿Qué sucede? —preguntó Isabel, temerosa de la respuesta.

—Han empezado a denegar indultos… No me pregunte por qué, pero están endureciendo la política de indultos… Eso no supone nada… sólo que habrá que esperar un poco más… Las cosas son así… ¡Qué más quisiera yo que darles buenas noticias! —se lamentó.

—¿Nos está diciendo que mi padre tiene que seguir en la cárcel? —preguntó Fernando con un timbre de voz helado.

—Sí…, por ahora sí… Es cuestión de esperar… Yo lo seguiré intentando.

—¡Dios mío! —exclamó Isabel sin poder evitar las lágrimas que empezaban a deslizarse por su rostro.

—Dígame exactamente cuál es la situación, qué podemos esperar, si es que debemos esperar algo. Pero queremos la verdad, no nos maree más. —Fernando había subido la voz.

—Comprendo cómo te sientes, hijo, pero…

—No soy su hijo. Soy hijo de un hombre bueno que está en la cárcel.

—Mira, Fernando, créeme si te digo que estoy haciendo todo lo que puedo. Si por mí fuera, tu padre ya habría salido de la cárcel. Sé que es un buen hombre y que no sería un peligro para nadie, pero no depende de mí. Si tu madre y tú no estáis conformes con mi trabajo… en fin, hay otros abogados.

Isabel se sobresaltó. El tono de voz de don Alberto evidenciaba su disgusto por la actitud de Fernando. No podían permitirse buscar otro abogado que quizá les cobrara más. Miró a su hijo y supo que estaba pensando lo mismo que ella, pero su orgullo le impedía dar marcha atrás.

—Don Alberto, le estamos muy agradecidos por cuanto hace y sabemos que el caso de mi marido está en buenas manos, pero comprenda nuestra impaciencia… Han pasado dos años desde que terminó la guerra… Mi hijo echa de menos a su padre, y yo… ya puede usted suponerlo… Vivimos pensando en que algo pueda torcerse… Todos los días fusilan a presos, comprenda nuestra congoja —dijo Isabel en tono de súplica.

El abogado se estiró las mangas de la camisa que le sobresalían por la chaqueta y se ajustó el nudo de la corbata. Lo hizo de manera mecánica mientras pensaba en la respuesta que dar a Isabel.

—Bien… entonces seguiré haciendo lo imposible, que, créame, es lo que hago para conseguir el indulto de su marido.

—No sabe cuánto se lo agradecemos, usted es nuestra única esperanza —afirmó Isabel, esquivando la mirada de su hijo.

—¿Cuándo tendrá alguna noticia? —preguntó Fernando, intentando contener la ira que sentía.

—No sé… un par de semanas… quizá más… Por ahora han parado la concesión de indultos, lo que no significa que no se vayan a dar más. Puede que con tanta petición los funcionarios estén saturados de trabajo —arguyó don Alberto.

—Ojalá sea eso —masculló Fernando.

—Tengan fe —les recomendó el abogado.

—La fe es lo que nos mantiene, don Alberto —respondió Isabel, esbozando una mueca que quería parecerse a una sonrisa.

—Pidan hora a mi secretaria, pongamos para dentro de un mes, a ver si para entonces puedo decirles algo. Naturalmente, si antes hubiese alguna novedad se la comunicaría de inmediato.

Salieron del despacho y allí, en la antesala, estaba aguardando la secretaria de don Alberto con un recibo preparado.

—Es lo de siempre —les dijo la mujer.

Fernando sacó el dinero y se lo entregó sin decir palabra. No hablaron hasta llegar a la calle en que Isabel empezó a sollozar. Le temblaban las piernas y se agarró del brazo de él.

—Hijo, has estado a punto de enfadar a don Alberto —le recriminó.

—Lo siento, madre, pero me parece un hipócrita de tomo y lomo. Nos está sacando el dinero y ya ves que sólo nos da buenas palabras. Él está bien relacionado, de manera que algo más podría hacer por padre —replicó Fernando.

—Don Bernardo nos lo recomendó y siempre me dice que estamos en buenas manos.

—No lo sé, madre, tengo dudas de que sea así y me desespero pensando en el sufrimiento de padre. Se le ve tan perdido desde que le rompieron las gafas. El domingo iremos a verle.

Isabel asintió sin dejar de llorar. Cada uno se perdió en su propia pena y no volvieron a hablar hasta llegar a su casa.

Pepita le dijo a Fernando que Eulogio había preguntado por él un par de veces.

—Ya le he dicho que salieron ustedes muy arreglados —les informó la portera, deseosa de saber adónde habían ido.

No fue hasta después de cenar que Fernando se animó a subir a la buhardilla de Eulogio. No tenía ganas de hablar, pero tampoco quería despreocuparse de la angustia de su amigo.

—Pasa, pasa —le invitó Piedad mientras abría la puerta—. Está en su cuarto.

Eulogio estaba tendido sobre la cama fumando y mirando al techo. De los labios le colgaba una colilla.

—¿Habéis ido al abogado? —preguntó a Fernando.

—Sí, y nos ha dicho que están parando los indultos, así que mi padre seguirá en la cárcel quién sabe cuánto tiempo más. Puedes imaginar cómo estamos.

—Bien jodidos, como lo estamos todos. ¡Hijos de puta! —gritó Eulogio.

—Oye, no digas tacos que tú nunca has sido mal hablado —le pidió Fernando.

—Tienes razón… Mira, he recibido carta de Marvin.

—Ya… ¿Está bien? —preguntó Fernando con desgana.

—Sí, aunque me cuenta que la situación en París se está haciendo irrespirable con los alemanes por todas partes, y aun así ha comprado una librería, aunque dice que está pensando en irse a Alejandría.

—¿A Egipto? ¿Y qué va a hacer allí?

—Cree que le vendrá bien para inspirarse y escribir. Me da la dirección en Alejandría.

—Ya… bueno… —Fernando no sabía qué decir respecto a Marvin, del que tanto le daba lo que pudiera hacer.

—He pensado en marcharme —dijo de pronto Eulogio.

—¿Marcharte? ¿Y adónde vas a ir? No querrás irte a Alejandría.

—No lo sé, a América quizá. En Francia no están bien las cosas para los españoles. En la Zona Libre nos detienen y nos mandan a campos de trabajo.

—Pero si vas a Francia, Marvin te echará una mano. Es lo menos que puede hacer por ti, le has tenido en tu casa unos cuantos meses.

—Ya, pero los nazis están en París, de manera que no es el mejor sitio, por eso Marvin se va a marchar de allí. En cuanto a la Zona Libre… ni es libre ni es nada. Pétain es un lacayo de los nazis. Creo que lo mejor es ir a América, no sé, quizá a Argentina. Allí hablan español y no me costaría encontrar un trabajo.

—Pero América está muy lejos… Es más fácil llegar a Francia.

—Lo que sé es que debo irme. Don Antonio no se va a conformar con despedirme. Es un cabrón y seguro que intentará hacernos algo.

—¿Y tu madre? ¿Vas a dejarla aquí? —La pregunta de Fernando era un reproche.

—Te soy sincero: prefiero irme solo. Además, ella suele decir que ya no tiene edad para empezar de nuevo; que se quede aquí y que sea lo que Dios quiera.

—Dios no parece estar de nuestra parte últimamente, si es que alguna vez lo ha estado, así que yo que tú la convencería, porque don Antonio es capaz de todo.

—Mi madre no quiere irse, Fernando.

—¿Y qué? No es ninguna vieja. ¿Has pensado en lo que le puede pasar si se queda aquí? Si don Antonio no se puede vengar de ti, lo mismo la toma con tu madre. Es un sinvergüenza.

—No sé cómo mi madre pudo… Creo que nunca se lo perdonaré… —afirmó Eulogio, cerrando los ojos para alejar la vergüenza que sentía al recordar la relación de su madre con el tendero.

—Mira, no pensaba decírtelo, pero a lo mejor todavía hay solución… Catalina le ha pedido a su madre que hable con don Antonio, en realidad le ha pedido que le amenace con que le dirá a don Bernardo lo suyo con tu madre… —Fernando se sonrojó.

—Pero ¡cómo! De ninguna manera… ¡Quién es Catalina para meterse en nuestras vidas! Oye, si ha sido cosa tuya no te lo perdono. ¿Cómo se te ocurre decirle lo que ha pasado?

—Catalina sólo quiere ayudarte. Si doña Asunción habla con don Antonio, lo mismo le para los pies.

—¡Que no! ¡Que no quiero que se meta nadie en nuestras vidas! Tú le tienes mucho aprecio a Catalina y no es mala chica, pero es una cabeza de chorlito, y una caprichosa, una malcriada, una niña bien que no sabe nada de la vida. Y su madre es una beata estirada. Los Vilamar siempre nos han mirado a todos por encima del hombro. ¡Quién es ella para decir nada a don Antonio! Pero ¡cómo te has atrevido, Fernando! —Eulogio volvió a alzar la voz enfadado.

—Siento haberte molestado… Yo estoy preocupado por ti y se lo conté a Catalina. Pensaba que tenías mejor opinión de ella, Eulogio.

—¡Es una señoritinga, eso es lo que es! A ti te tiene sorbido el seso y así te va.

—No estás siendo justo ni con ella ni conmigo. Es verdad que Catalina significa mucho para mí, y aunque tú no lo reconozcas es bondadosa, generosa, siempre dispuesta a ayudar a los demás. Y por ti siente un afecto sincero. Tienes razón en que yo no debería haberle dicho nada, aunque se habría enterado de todas maneras. En el barrio no se habla de otra cosa. Todos saben que don Antonio te ha despedido… Bueno, me marcho. —Fernando estaba dolido por la reacción de su amigo.

Eulogio le dejó marchar sin decir una palabra. Estaba desesperado, sentía que su vida se había vuelto a torcer. Había perdido a su padre en la guerra, luego él se empeñó en ir a luchar y regresó tullido. Ahora, con veintiocho años, se sentía un viejo, como si ya hubiese vivido varias vidas. ¿Había sido injusto con Fernando? No, pensó que no. Sabía que Fernando tenía buenas intenciones, pero le humillaba saber que había hablado con Catalina sobre él y su madre. Todo el barrio murmuraba sobre ellos. Lo sabía. Pero no por saberlo dejaba de dolerle que se lo recordaran.

Su madre apenas pisaba la calle. Procuraba salir de casa tan pronto como amanecía para no encontrarse con ningún vecino. Era una mujer orgullosa, pero se sentía avergonzada. Menos mal que en el taller donde iba a coser durante la semana y a limpiar los domingos no sabían nada de lo sucedido.

Volvió a sentir ira al recordar cómo eran sus vidas antes de la guerra. Su padre, corrector en el periódico, además traducía libros del francés para la Editorial Clásica que dirigía el padre de Fernando. Y aún encontraba tiempo para dar clases de escritura y lectura en una casa del pueblo. En cuanto a su madre, era azañista y profesaba sincera admiración por el que había sido presidente de la República. Él admiraba a su padre. Le parecía que lo que hacía era importante. Vivían sin lujos pero sin que les faltara de nada, y el sueño de su padre era verle convertido en un gran pintor. Pero la maldita guerra les robó sus vidas.

Pensó en lo estúpido que había sido creyendo que era más listo que don Antonio por sisarle unas cuantas cosas del almacén. Pero don Antonio no regalaba nada y se había cobrado en el cuerpo de su madre hasta el último céntimo con que le pagaba.

Piedad le había contado por qué cedió ante el tendero. Para sacarle de la comisaría y que no se le llevaran para juzgarle por quién sabe qué cargos. Don Antonio la había chantajeado con lo único que podía: él.

Salió del cuarto y encontró a su madre poniendo coderas a un jersey. Parecía haber envejecido. Era la primera vez que la sentía derrotada. Le hubiera gustado ser capaz de abrazarla, pero no pudo hacerlo. Le podía el rencor. Quizá hubiera sido mejor que le llevaran a la cárcel, así al menos no habrían tenido nada de qué avergonzarse.

—Está decidido. Voy a marcharme —le anunció.

—¿Vas a salir ahora? —preguntó ella.

—No, voy a marcharme de España. Ya te lo dije. Aquí no tengo nada que hacer excepto ver cómo se ríen de mí. Además, don Antonio no es de los que olvidan. Tarde o temprano me acusará de algo y me detendrán.

—¿Adónde piensas ir?

—Puede que a América.

—Pero… América está muy lejos…

—Mejor así. No pienso volver. Aquí no hay vida para mí.

—Eulogio…, yo… creía que te irías más cerca…

—No. Si me marcho es para siempre, para olvidarme de todo esto.

—¿También de mí? —preguntó Piedad, intentando que su hijo no notara su pena.

Eulogio se quedó en silencio, sin atreverse a contestar. Le hubiera gustado decir que a quien primero quería olvidar era a ella, pero sabía que le causaría un gran dolor y que luego él se sentiría un miserable. No podía perdonarla, pero tampoco quería hacerle ningún mal.

—Hace días que te dije que pensaba marcharme y tú dijiste que no contara con que me ibas a acompañar —le recordó.

—Porque no te serviría de nada. Por eso me quedaré aquí. Eso sí, con la esperanza de que Franco no dure mucho tiempo y puedas volver, tú y todos los que ya se han ido.

—Don Antonio no tiene nada contra ti, así que supongo que no te hará nada —respondió él, sabiendo que sus palabras sonarían a oídos de su madre como un reproche.

—Si ya he perdido a tu padre y ahora te pierdo a ti, nada más me puede pasar, por tanto, nada me puede hacer. Pero… ¿sabes, hijo?, no te pido que me comprendas pero sí que no me guardes rencor. Hice lo que creía que tenía que hacer y volvería a hacerlo mil veces antes de verte encarcelado y que te arrebataran los mejores años de tu vida. Una madre paga cualquier precio por salvar a su hijo.

—Hubiera preferido ir a la cárcel antes que sentir esta vergüenza, pero lo hecho, hecho está. Ya no hay vuelta atrás. En cuanto pueda me iré.

Piedad bajó la cabeza fijando su atención en la aguja. Tenía un nudo en la garganta. Su hijo la había juzgado y condenado, y el veredicto era inapelable. Se habían perdido el uno para el otro para siempre. Y sintió que odiaba aún más profundamente a todos aquellos que les habían arrebatado sus vidas.

De nuevo en su habitación, Eulogio releyó la carta de Marvin. Echaba de menos a su amigo. Las conversaciones interminables seguidas por largos silencios. Podían estar juntos sin necesidad de decirse nada. Lo que habían vivido en el Frente les había unido para siempre.

Querido amigo:

Disculpa que no te haya escrito antes, pero hasta hace unos días estuvieron aquí mis padres, aunque no es excusa para no hacerte llegar noticias mías. También he dedicado buena parte del tiempo a escribir. No es que esté satisfecho de lo que vengo escribiendo, pero al menos creo que alguna estrofa merece la pena conservarla.

He comprado una librería. Por motivos que ya te contaré, monsieur Rosent, mi editor, me ha vendido su negocio. Los judíos están sufriendo una persecución implacable por parte de las autoridades y monsieur Rosent lo es. No estaba en mis planes algo así, pero las circunstancias mandan y la guerra nos obliga a tomar decisiones inopinadas.

Cada vez soy más pesimista sobre el resultado de la guerra. Que Alemania se haya atrevido a invadir la Unión Soviética es señal o de su locura o de su fortaleza. Puede que de ambas. No quiero imaginar un mundo con Hitler al frente, de manera que me pregunto si no debería hacer algo, pero sólo de pensar en luchar… No, tú sabes que no soy capaz. ¿Porque soy un poeta? No, porque soy un cobarde. Ésa es la única verdad.

Pero no quiero seguir cargando sobre tus hombros la angustia que me acompaña.

Amigo mío, puede que me vaya una temporada a Alejandría. El viaje tiene que ver con la compra de la editorial. Desde que se casó, allí vive Sara Rosent, la hija de mi editor, y a ella volverá algún día la propiedad de su padre; yo soy sólo un guardián de su herencia. También me seduce vivir una temporada en un lugar tan diferente como es Egipto, donde los ecos de la guerra creo que no son tan contundentes como aquí.

Te mando la dirección de Sara Rosent por si necesitaras algo de mí.

Mientras tanto, recibe un abrazo fraternal,

MARVIN BRIAN

Dos días más tarde, doña Asunción se hizo la encontradiza con Fernando. Cada día le costaba más escaparse del control de su marido, que no dejaba de preguntarle por sus idas y venidas. Pero Catalina había insistido en que buscara a Fernando para contarle su conversación con don Antonio, además de pedirle que fuera a verla. Se aburría en casa de su tía.

Fernando regresaba de la imprenta cuando se encontró con ella.

—Buenas tardes, doña Asunción. ¿Cómo está Catalina? —le preguntó, inclinándose levemente.

—Bien… ella está bien. Quiere que vayas a verla, aunque a mi hermana Petra no le hace mucha gracia verte por su casa… Es que estamos tan preocupadas… Si mi marido se enterase de que ves a Catalina no sé qué podría pasar…

—Por mí nadie se va a enterar y menos don Ernesto.

—Mi hija te tiene mucho afecto, Fernando, y dice que confía en ti más que en ninguna otra persona en el mundo… —le confesó.

—Y yo siento el mismo aprecio por ella, nos conocemos desde niños.

—Sí… bueno, también quiero que sepas que he hablado con don Antonio. Creo que no molestará a Eulogio.

—¡Vaya! Esto sí que es una buena noticia. Pero ¿está segura? Ese hombre no es de fiar…

—Lo sé… bueno, no es que lo sepa… ¡Todo es tan difícil! Se ha comprometido a no hacer nada contra Piedad ni contra Eulogio y espero que cumpla su palabra… Yo… en fin, le dije que estaba pensando en hablar con don Bernardo porque me preocupaban los rumores sobre lo suyo con Piedad. Creo que se asustó. Sabe que don Bernardo se enfadaría muchísimo.

—Ha sido usted muy valiente —aventuró a decir.

—No fue fácil y si mi marido se entera… ¡no quiero ni imaginar lo que sucedería! En fin, no debemos seguir hablando, que luego la gente hace comentarios sobre cualquier cosa.

—Iré a ver a Catalina en cuanto pueda. Dígaselo.

—¿Hay noticias de tu padre?

—Parece que han parado de dar indultos… Estamos desesperados.

—¡Cuánto lo siento! Si crees que podemos hacer algo…

—No, no pueden. Gracias de todos modos.

—Saluda a tu madre de mi parte.

—Lo haré, doña Asunción.

Le hubiera gustado ir a contarle a Eulogio lo que le acababa de decir la madre de Catalina, pero llevaban dos días evitándose. Ambos estaban dolidos por la actitud del otro.

Cuando llegó a su casa le explicó a su madre la conversación con doña Asunción.

—Es una buena mujer, imagino que no le habrá resultado fácil enfrentarse a ese bruto del tendero, que sólo tiene miedo a su mujer y a don Bernardo. Son los únicos que le pueden parar los pies. Así que Asunción ha hecho bien en decirle que iba a hablar con don Bernardo.

—La pobre mujer tiene miedo de que su marido se entere de tanto tejemaneje —dijo Fernando.

—¡Uf! No quiero pensar en cómo se pondría Ernesto. Es un hombre difícil. Además, la situación de los Vilamar no es tan boyante como antes y parece que don Antonio les está echando una mano —le explicó Isabel a su hijo.

—Vaya, madre, ¡no te sabía tan enterada de lo que pasa en el barrio!

—Es que la gente habla mucho, Fernando, y a veces te enteras hasta de lo que no quieres.

—¿Sabes?, estoy preocupado por Eulogio. No me gustaría que se marchara sin que nos despidiéramos.

—Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Sube a hablar con él.

—Pero es que está enfadado conmigo, ya te lo he contado.

—¿Y qué? Sois amigos. Siempre lo habéis sido aunque sea un poco mayor que tú. Recuerdo que cuando decidió irse a la guerra llorabas porque querías ir con él. Mira, Fernando, entre los amigos no hay orgullo que valga. Seguro que él está igual de fastidiado que tú por haber dejado de hablaros.

—Lo mismo subo y me echa.

—No creo, pero si lo hace, mala suerte. Ya se le pasará el enfado.

—Madre…

—¡No seas orgulloso! Anda, sube a hablar con él. Te necesita. Un domingo de éstos quedaré con Piedad para dar un paseo, la pobre mujer evita salir a la calle. No lo dice, pero siente vergüenza. Una cosa es que la gente murmure y otra que ya den por hecho lo que había entre ella y el tendero.

—Lo extraño es que la mujer de don Antonio no sepa nada —comentó Fernando.

—Nadie se atrevería a irle con el cuento. Ya sabes que en estas cosas el último en enterarse es el interesado. Eulogio nunca sospechó nada de lo de su madre con don Antonio y eso que medio barrio chismorreaba.

—Tienes razón… Bueno, subiré a la buhardilla, a ver qué pasa.

—Sois buenos amigos, Fernando, ya verás como lo arregláis.

Encontró a Eulogio pintando sobre un trozo de cartón. Apenas le prestó atención ensimismado como estaba mientras dibujaba lo que parecían siluetas.

Permanecieron unos minutos sin decir palabra hasta que la incomodidad que Fernando sentía le obligó a hablar:

—Me he encontrado con doña Asunción y me ha asegurado que don Antonio nos os molestará. Le ha amenazado con hablar con don Bernardo.

—¿Y qué iba a decirle a don Bernardo, que mi madre se entendía con don Antonio? —replicó Eulogio con amargura.

—Oye, creo que estás exagerando la situación. ¿No eras tú el que hablaba de una sociedad libre donde los hombres y las mujeres valían lo mismo y, por tanto, que nadie podía juzgar a ninguna mujer por hacer de su capa un sayo?

—¡No me fastidies, Fernando! ¡Déjame en paz!

—De acuerdo, te dejo en paz. Te has vuelto un amargado. Lo que no te hizo la guerra te lo has dejado hacer por don Antonio, que no vale ni la cuarta parte que tú y mucho menos que tu madre. Haz lo que quieras, Eulogio, pero que sepas que ese miserable de don Antonio no va a mover un dedo contra vosotros. No es que yo me fíe de él, pero creo que no es tan tonto como para que don Bernardo intervenga y se entere su mujer.

Fernando le dio la espalda y se dispuso a marcharse cuando sintió la mano de Eulogio en el hombro.

—Tienes razón, ese hombre me ha amargado la vida y lo peor es que no puedo perdonar a mi madre.

—Pues no se lo merece. Yo estoy seguro de que la mía habría hecho lo mismo por mí, y lo último que se me ocurriría sería reprochárselo. La tuya ha demostrado que te quiere tanto que no hay precio que no esté dispuesta a pagar por ti.

—Hubiera preferido que me llevaran a la cárcel.

—¿Y de qué habría servido? Bastante ha sufrido ya tu madre perdiendo a tu padre para también perderte a ti.

—No me sermonees.

—No, si yo no he venido a sermonearte, sólo a decirte que puedes estar tranquilo. Pero allá tú.

—Me marcho a América, aquí ya no hay nada para mí. Franco no va a soltar el poder por más que mi madre diga que no durará mucho.

—Yo no sé lo que puede pasar… ¡Ojalá tu madre tenga razón! Pero tal y como van las cosas… Siguen metiendo gente en la cárcel, y siguen fusilando, nos meten miedo para que no nos movamos —reflexionó Fernando.

—Ya ves, han ganado la guerra pero no tienen suficiente con eso —masculló con rabia Eulogio.

—Bueno, me voy, que mañana madrugo. Cuéntale a tu madre lo que me ha dicho doña Asunción, eso la tranquilizará.

Cuando Fernando se fue Eulogio entró en la cocina, donde Piedad se afanaba machacando una patata cocida a la que había puesto un poco de perejil para darle sabor. Era la cena de esa noche.

Piedad escuchó a su hijo con el semblante serio, aunque sintió alivio al saber que don Antonio no podría perjudicarles.

—Doña Asunción es una buena mujer —comentó.

—Pues sí que eres benevolente. Los Vilamar son de derechas y siempre lo han sido. Y ahora son más franquistas que el propio Franco. A mí me dan asco —respondió Eulogio.

—Los Vilamar eran monárquicos y nunca hemos sabido que hayan hecho daño a nadie. Y antes de la guerra, cuando disponían de capital, doña Asunción ayudaba a cuantos podía, y, que se sepa, don Ernesto siempre ha tratado con corrección a todo el mundo —argumentó Piedad.

—Pero ¡qué dices! ¡Es lo que me faltaba por oír! Nunca pensé que pudieras defender a una gente como ésa. ¿No eras de Azaña?

—No estoy defendiendo a nadie, sólo digo que no son mala gente.

—Don Ernesto un monárquico y doña Asunción una beata… ¡Qué te parece!

—¿Y eso les convierte en malas personas? Mira, yo creo que a la gente hay que juzgarla por sus actos.

—Pues si es por sus actos, entonces deberías condenarlos: ¡son franquistas!, ¡franquistas! ¿Es que ahora defiendes a los franquistas?

—No estoy defendiendo a los franquistas, estoy diciendo que los Vilamar son buenas personas.

—¡No te entiendo! Cada día descubro algo sobre ti que me asquea —soltó Eulogio, y salió de la cocina dando un portazo.

Piedad se puso a llorar. Se reprochó haber discutido con su hijo a causa de los Vilamar. Eulogio tenía razón, ¿qué le podían importar a ella? Tendría que haberse mordido la lengua y no haber dado lugar a la discusión, habida cuenta de que su hijo tenía los nervios a flor de piel y todo por culpa de ella.

Eulogio siempre había sido optimista, incluso demostró gran entereza cuando le hirieron en el Frente, y sin embargo había cambiado desde que se había enterado de lo suyo con el tendero. Transpiraba mucha amargura, y lo peor era que no había nada que ella pudiera hacer para que la perdonara.

Se quedó quieta llorando en la cocina. No tenía valor para entrar en el cuarto de su hijo y abrazarle. Sabía que la rechazaría como venía haciéndolo en los últimos días. Cada vez que él le negaba un beso, ella sentía un dolor intenso en el pecho. Aunque los médicos dijeran que el corazón no duele, a ella le iba a estallar de dolor.

Piedad no durmió aquella noche. Eulogio tampoco. Tres pisos más abajo, Isabel también estaba en vela. No podía dejar de pensar en la suerte de su marido. Intentaba mostrarse confiada ante Fernando, no quería aumentar la angustia de su hijo, pero tenía un mal presentimiento. Fernando, tumbado en su cama, permanecía con los ojos cerrados aunque tampoco dormía.