Bobby Wiles

A Bobby se le había dado siempre bien meterse en sitios en los que no debía. Su padre había pronosticado que de mayor sería mago por las mil formas en que el chiquillo podía desaparecer cuando quería. Ahora estaba escondido en la oficina del coronel, en el mismísimo respiradero de la escuela, espiándolo a través de la rejilla.

En ese sitio nunca había nada que hacer. Nada salvo sentarse a esperar y no ir a ninguna parte. Pero introducirse en lugares a hurtadillas hace las cosas más interesantes. La escuela tenía muchos rincones que investigar. Ya había logrado llegar a lo que era antes la cocina. Pensaba que allí encontraría un cuchillo para jugar, pero habían desaparecido todos. Se había escurrido en el cuarto de la caldera a través del tubo de ventilación que entraba en el edificio desde el exterior. Allí dentro todo estaba herrumbroso y rígido, y era divertido.

El coronel estaba sentado ante su escritorio mirando un gran panel de pantallas de ordenador. Estaba harto de Arcadia. Estaba harto de los Regresados. Estaba harto de todo ese estado de cosas absolutamente inusual que había llegado y se había establecido en el mundo. Se daba cuenta mejor que nadie de la dirección que todo eso había tomado. La histeria, los disturbios, todo lo demás. La gente ya tenía bastantes problemas para llegar al final del día cuando el mundo giraba normalmente y las personas se morían y permanecían enterradas para siempre en su tumba.

El coronel sabía que la situación que se había planteado con los Regresados era una realidad que nunca podría frenarse a sí misma pacíficamente. De modo que hacía lo que le mandaban porque era la única forma de ayudar a la gente, mantener el orden y la confianza en la manera en que tenían que ser las cosas.

A diferencia de tantísima gente en aquellos tiempos, el coronel no temía a los Regresados. Por el contrario, les tenía miedo a todos los demás y a cómo podían reaccionar al ver a sus seres queridos —tanto si los creían vivos como si no— de pie a su lado, respirando aire, pidiendo que los recordaran.

El coronel había tenido suerte. Cuando encontraron a su padre después de que regresó de la muerte, le informaron de ello y le permitieron decidir si quería verlo. Concluyó que no, pero sólo porque era lo mejor para todos. No habría sido conveniente para él mostrarse parcial, dejarse influenciar por un recuerdo y unas presunciones acerca de un futuro junto a alguien cuyo futuro había terminado hacía años.

La situación que se había planteado con los Regresados era antinatural, y la gente pronto se daría cuenta de ello. Hasta entonces, hacían falta hombres como él para sujetar las riendas lo mejor que pudieran.

Así pues, informó a la Oficina de que no deseaba tener contacto con su padre, aunque se aseguró de que lo trasladaran a uno de los mejores centros. Esa parte de sí mismo, ese pequeño gesto por esa persona que podía ser su padre, no pudo negárselo.

A pesar de lo fuerte que tenía que ser, a pesar de lo que había que hacer, no pudo evitar ese acto concreto. Al fin y al cabo, era posible que fuera su padre.

Todas las pantallas de ordenador que tenía delante mostraban la misma imagen: una mujer negra, vieja y voluminosa, sentada ante una mesa de despacho frente a un acicalado agente con la cabeza cuadrada llamado Jenkins. En una ocasión, Jenkins había entrevistado a Bobby. Pero el coronel era otra cosa.

Bobby respiraba despacio, haciendo el menor ruido posible mientras cambiaba de postura, trasladando su peso corporal de una cadera a la otra. Las paredes del conducto de ventilación eran delgadas y estaban cubiertas de suciedad.

El coronel tomó un sorbo de café de un tazón y observó a Jenkins y a la anciana negra mientras conversaban. Oyó que la mujer pronunciaba varias veces el nombre de «Charles» y que ello parecía frustrar a Jenkins.

Probablemente se trataba de su marido, pensó el chico. El coronel seguía mirando las pantallas. De vez en cuando cambiaba la imagen por la de un hombre negro de piel oscura ataviado con un traje elegante que estaba sentado a su escritorio, trabajando. El coronel lo observaba y luego volvía a la pantalla con la anciana.

Pronto, el agente Jenkins se puso en pie y llamó a la puerta de la sala de entrevistas. Un soldado entró y ayudó amablemente a la mujer a abandonar la habitación. Jenkins miró entonces a la cámara, como si supiera que el coronel había estado observando, y meneó la cabeza para mostrar su frustración.

Nada —lo oyó decir Bobby.

El coronel no pronunció ni una palabra. Sólo pulsó un botón y, de pronto, todas las pantallas se llenaron con la imagen del agente de piel oscura y el traje elegante que trabajaba en su escritorio. El coronel lo observó en silencio con expresión muy seria y severa hasta que Bobby se quedó dormido deseando algo distinto.

Despertó cuando unos soldados lo sacaban a rastras del conducto de ventilación, al tiempo que le hacían preguntas a gritos y lo zarandeaban. Lo último que vio del coronel fue su imagen señalando con el dedo a un joven soldado mientras a él lo encerraban en una habitación sin ventanas.

Ven aquí, chico —le ordenó uno de los soldados.

Lo siento —articuló Bobby—. No volveré a hacerlo.

Venga, ven aquí —replicó el soldado. Era joven y rubio y tenía la piel llena de marcas de acné y, a pesar del obvio enfado del coronel, mientras se llevaba a Jacob de la sala sonreía—. Me recuerdas a mi hermano —dijo en voz baja cuando salieron de la oficina.

—¿Cómo se llama? —inquirió Bobby al cabo de un instante. La curiosidad siempre había sido su fuerte.

Se llamaba Randy —respondió el joven soldado—. No te preocupes. Yo cuidaré de ti.

Y Bobby dejó de tener tanto miedo como al principio.