Angela Johnson

El suelo de la habitación de invitados donde había estado encerrada durante los últimos tres días era bonito, de madera. Cuando le llevaban la comida procuraba no derramar nada, pues no quería estropear el suelo y agravar el castigo por lo que fuera que había hecho mal. A veces, sólo para estar tranquila, comía metida en la bañera del baño contiguo, escuchando hablar a sus padres en el dormitorio situado al otro lado de la pared.

—¿Por qué no han venido aún a llevarse a esa cosa? —decía su padre.

Deberíamos haber empezado por no permitir que la trajeran —respondía su madre—. Fue idea tuya. ¿Y si los vecinos lo descubren?

Creo que Tim ya lo sabe.

—¿Cómo puede saberlo? Era tardísimo cuando la trajeron. No es posible que estuviera despierto a esas horas, ¿no?

Se hizo un momento de silencio entre ellos.

Imagínate lo que sucederá si la empresa lo descubre. Es culpa tuya.

Tenía que saberlo —replicó él bajando la voz—. Se parece tanto a

No. No empieces otra vez con eso, Mitchell. ¡Otra vez no! Voy a volver a llamarlos. ¡Tienen que venir a llevársela esta misma noche!

Angela se sentó en el rincón con las rodillas recogidas contra el pecho, llorando sólo un poquito, lamentando lo que fuera que hubiera hecho, sin comprender absolutamente nada.

Se preguntó adónde se habían llevado su cómoda, su ropa, los pósteres que había pegado en las paredes a lo largo de los años. Los muros estaban pintados de un suave color pastel, una tonalidad roja y rosa a la vez. Los agujeritos que habían dejado las chinchetas, las marcas del celo, las rayas de lápiz en el marco de la puerta que indicaban cada año de crecimiento…, todo había desaparecido.

Habían pintado encima.