Tatiana Rusesa

Eran blancos, así que sabía que no la iban a matar. Es más, eran norteamericanos, de modo que sabía que serían amables con ella. No le importó que no la dejaran marcharse. Sólo deseaba poder serles más útil.

Antes de que la llevaran a ese lugar —dondequiera que ahora se encontrara—, había estado en otro sitio. No era tan grande como ése, y los que estaban con ella ahora no eran los mismos, aunque no eran muy distintos. Todos decían trabajar para algo que llamaban la Oficina.

Le trajeron comida. Le dieron una cama donde dormir. Aún llevaba el vestido azul y blanco que la mujer le había dado en el otro sitio. Se llamaba Cara, recordó la muchacha, hablaba inglés y francés y había sido muy simpática con ella, pero Tatiana sabía que no les estaba siendo de gran ayuda, y eso le pesaba mucho.

Cada mañana a las diez en punto llegaba el hombre y la llevaba a la habitación sin ventanas y le hablaba, despacio y en tono uniforme, como si no estuviera seguro de que ella entendiera el inglés. No obstante, Tatiana había sacado muy buenas notas en el colegio y el inglés no suponía ningún problema para ella. El hombre tenía un acento extraño, y algo le decía que, para él, el suyo era posiblemente igual de raro. Así que respondía a sus preguntas con tanta lentitud y en un tono tan uniforme como él se las formulaba a ella, lo cual parecía complacerlo.

Creía que era importante complacerlo. Si no lo (o los) complacía, tal vez él les diría que la mandaran a casa.

De manera que todos los días durante mucho tiempo él fue a buscarla y la llevó allí, a esa habitación, donde le hizo preguntas, y ella procuró contestarlas lo mejor que pudo. Al principio le tenía miedo. Era grueso y tenía unos ojos duros y fríos, como la tierra en invierno, pero era siempre muy educado con ella, a pesar de que estaba convencida de que no le estaba siendo de gran utilidad.

De hecho, había empezado a encontrarlo guapo. A pesar de la dureza de su mirada, sus ojos eran de un tono de azul muy agradable y tenía el cabello del color de los campos de hierba alta y seca al anochecer, y parecía muy muy fuerte. Y, como ella sabía, la fuerza era algo que se suponía que tenía la gente guapa.

Ese día, cuando el hombre fue a buscarla, parecía más distante de lo habitual. A veces le llevaba caramelos, que se comían entre los dos de camino a la habitación sin ventanas. Ese día no le llevó caramelos, y aunque no era la primera vez que eso sucedía, ahora parecía distinto.

Mientras se dirigían a la habitación sin ventanas, no le dio conversación como solía hacer. Caminaba en silencio y ella daba pasos rápidos para seguirlo, lo que le causaba la impresión de que las cosas eran diferentes esta vez. Más serias que en otras ocasiones, quizá.

Una vez dentro de la habitación, él cerró la puerta como hacía siempre. Hizo una breve pausa y miró a la cámara colgada en la esquina, encima de la puerta. Nunca había hecho eso antes. Después comenzó con sus preguntas, hablando despacio y en tono uniforme, como siempre.

Antes de que te encontraran en Michigan, ¿qué es lo último que recuerdas?

Soldados —respondió ella—. Y mi casa…, Sierra Leona.

—¿Qué hacían los soldados?

Matar.

—¿Te mataron a ti?

No.

—¿Estás segura?

No.

Aunque habían pasado varios días desde que le había hecho esas mismas preguntas, se sabía las respuestas de memoria. Se las sabía tan bien como se sabía sus preguntas. Al principio le hacía esas mismas preguntas todos los días. Después dejó de hacerlo y comenzó a pedirle que le contara historias, y a ella eso le gustaba. Le dijo que todas las noches su madre le contaba cuentos de dioses y monstruos. «La gente y los hechos milagrosos y de magia son el alma del mundo», decía.

Durante casi una hora estuvo haciéndole las preguntas que ambos se sabían de memoria. Cuando terminó la hora, que era el tiempo que solían hablar, le hizo una pregunta nueva.

—¿Qué crees tú que pasa cuando morimos? —inquirió.

Ella se quedó pensativa unos instantes, de repente incómoda y un poco temerosa. Pero él era blanco, y era norteamericano, así que sabía que no iba a hacerle daño.

No lo sé —contestó.

—¿Estás segura? —quiso saber él.

Sí —afirmó.

Entonces pensó en lo que su madre le había dicho una vez sobre la muerte: «La muerte no es más que el principio de la reunión que no eras consciente de desear». Estaba a punto de contárselo al coronel Willis cuando éste sacó su pistola y le disparó.

Luego él se la quedó mirando y aguardó a ver qué pasaba. Sin saber qué esperaba, se encontró de pronto solo, con un cuerpo sangrante y sin vida que hacía apenas un instante había sido una muchacha que le tenía afecto y que lo consideraba un hombre decente.

El aire de la habitación le pareció irrespirable. Se puso en pie y se marchó, fingiendo todo el tiempo que no seguía oyendo la voz de Tatiana —todas las conversaciones que habían mantenido— reproduciéndose en su memoria, audible por encima del estampido del disparo que aún resonaba en sus oídos.