Chris Davis

Lo encontraron en su oficina, mirando un muro recubierto de pantallas. No dijo una sola palabra. No salió corriendo, como Chris había pensado. Sólo enderezó la espalda cuando entraron en la habitación, les sostuvo a todos la mirada y dijo:

Hice la parte que me correspondía, nada más.

Chris no entendió si les estaba pidiendo perdón o se trataba de alguna clase de disculpa. Pero el coronel no parecía ser de los que se disculpaban.

No tengo más idea que vosotros de lo que sois —declaró el coronel—. Quizá, como los de Rochester, estéis dispuestos a luchar hasta morir por segunda vez. Pero no lo creo. —Meneó la cabeza—. Vosotros sois diferentes. Esto no puede durar. Nada de esto puede durar. —Y añadió—: Yo hice la parte que me correspondía. Nada más.

Por un instante, Chris creyó que el coronel Willis iba a quitarse la vida. Parecía un gesto lo bastante dramático para el momento. Pero cuando lo cogieron, hallaron su pistola vacía, inocentemente colocada encima de su escritorio. Las pantallas de la pared, donde durante tantísimas semanas había observado las vidas y en ocasiones las muertes de los Regresados, sólo mostraban la imagen de una anciana negra sentada sola en su cama.

El coronel respiró hondo cuando lo levantaron de la silla y echaron a andar con él por los pasillos de la escuela. Chris se preguntó qué estaría haciéndole al hombre su imaginación.

Cuando la puerta del cuarto se abrió, el chiquillo que había dentro —vestido con ropa sucia y manchada— se cubrió los ojos con una mano temblorosa para protegerse de la luz.

Tengo hambre —dijo con voz débil.

Dos de ellos entraron en el cuarto y lo ayudaron a salir. Lo cogieron en brazos y lo sacaron de su prisión. Luego metieron al coronel Willis en la habitación en la que habían tenido al chiquillo encerrado durante días. Antes de cerrar la puerta y echar la llave, Chris vio al coronel observando a la masa de Regresados por la ventana. Los miraba con unos ojos como platos, como si los Regresados que tenía ante su vista se estuvieran extendiendo hasta cubrir el mundo entero, llenando sus espacios vacíos, anclados para siempre en este mundo, en esta vida, incluso después de su muerte.

Muy bien, pues —oyó Chris que decía, aunque no estaba claro con quién estaba hablando.

Después cerraron la puerta con llave.