ONCE

Fred Green y un puñado de hombres más se reunían casi todos los días en el jardín de Marvin Parker bajo el sol abrasador, dejando hervir su ira mientras, uno tras otro, autobuses llenos de Regresados llegaban a Arcadia por Main Street.

Durante los primeros días, John Watkins llevó la cuenta de los Regresados en un pedazo de madera que encontró en su camioneta, en el que iba haciendo marcas agrupándolas de cinco en cinco. Aquella primera semana, su cómputo era bastante superior a los doscientos.

—Voy a quedarme sin lápiz antes de que ellos se queden sin Regresados —le comentó al grupo en un momento dado.

Nadie contestó.

De vez en cuando, Fred decía:

—No podemos tolerar esto. —Meneaba la cabeza y tomaba un sorbo de cerveza. Notaba sacudidas en las piernas, como si éstas tuvieran la necesidad de ir a alguna parte—. Está ocurriendo aquí mismo, en nuestro propio pueblo.

Nadie era capaz de precisar con exactitud a qué se refería Fred pero, de algún modo, todos comprendían lo que quería decir. Todos comprendían que algo más grave que cualquier cosa cuya posibilidad hubieran imaginado jamás estaba sucediendo justo delante de ellos.

—Uno no pensaría que un volcán pudiera brotar así como así, ¿verdad? —dijo Marvin Parker una tarde mientras todos observaban cómo descargaban otro autobús. Era alto y desgarbado, con la piel pálida y el cabello del color del óxido—. Pero es verdad —prosiguió—. Es la pura verdad. Una vez oí hablar de una mujer que tenía un volcán creciendo en el jardín trasero de su casa. Había empezado como un pequeño montículo en la tierra, como la madriguera de un topo o algo así. Al día siguiente era un poco más grande, y algo mayor al otro día. Y así sucesivamente.

Nadie dijo una palabra. Sólo escuchaban y construían en su mente el montículo mortal de tierra, rocas y fuego mientras, al otro lado de la calle, descargaban y contaban a los Regresados y tramitaban su entrada en Arcadia.

—Luego, un día después de que la colina hubiera alcanzado más o menos los tres metros de altura, la mujer se asustó. Uno no pensaría que una persona tardaría tanto en asustarse de algo así, ¿no os parece? Pero así es. Te lo tomas con calma, dejas que las cosas sucedan despacio y antes de que reacciones pasa un montón de tiempo.

—¿Qué podría haber hecho la mujer? —inquirió alguien.

La pregunta quedó sin respuesta. La historia continuó:

—Cuando por fin llamó a alguien, alrededor de su casa olía a azufre por todas partes. Entonces intervinieron los vecinos. Al final dejaron de mirarse el ombligo y decidieron ocuparse de la topera que se estaba convirtiendo en una montaña allí mismo, en el jardín trasero de su vecina. Pero entonces ya era demasiado tarde.

Alguien preguntó: «¿Qué podrían haber hecho ellos al respecto?»

Pero también esa pregunta quedó sin responder. La historia siguió adelante:

—Acudieron algunos científicos a echar un vistazo. Tomaron medidas, hicieron pruebas o lo que sea que hagan los científicos. ¿Y sabéis qué le dijeron? Le dijeron: «Creemos que es mejor que se mude». ¿No os parece increíble? Eso era cuanto tenían que decirle. Ella se estaba quedando sin hogar, justo lo que toda persona se merece en este mundo, la única cosa de este mundo que uno posee de verdad, ¡el hogar que Dios le ha dado!, y ellos van y le dicen: «Mala suerte, encanto».

»Poco después, la mujer cogió y se marchó. Metió toda su vida en una maleta y se largó de allí. Entonces, otras personas del pueblo la imitaron. Todos huyendo de aquello que había empezado a crecer en su jardín, de la cosa que ella y todos y cada uno de ellos habían contemplado crecer. —Marvin Parker se terminó la cerveza, aplastó la lata y la arrojó al jardín con un gruñido—. Deberían haber hecho algo al principio. Deberían haberse preocupado más al ver aquel montículo contranatural en el jardín de la mujer, cuando sus entendederas les dijeron que aquello no era normal. Pero no, todos titubearon, la propietaria de la casa en particular titubeó, y ésa fue la perdición de todos y cada uno de ellos.

Los autobuses estuvieron yendo y viniendo el resto del día mientras los hombres observaban en silencio. Estaban todos tensos, con la sensación de que, en ese preciso momento, en el mundo había algo que los estaba traicionando y que tal vez llevara años traicionándolos.

Tenían la impresión de que el mundo había estado mintiéndoles toda la vida.

Fue justo al día siguiente cuando Fred Green se presentó con su pancarta. Era un cuadrado de contrachapado pintado de verde con el eslogan «Regresados fuera de Arcadia» en brillantes letras rojas.

Fred Green no tenía idea de qué iban a lograr protestando. No estaba seguro de si protestar tenía algún aspecto positivo, de qué tipo de resultado garantizaba. Pero era como entrar en acción. Era como si le estuviera dando forma a lo que fuera que lo mantenía despierto por la noche, a lo que fuera que le espantaba el sueño y lo dejaba con la sensación de estar hecho polvo cada mañana.

Ésa era la mejor idea que había tenido hasta el momento, pasara lo que pasase después.

El agente Bellamy estaba sentado a la mesa con las piernas cruzadas, la chaqueta del traje abierta y la corbata de seda unos centímetros más floja de lo habitual. Tenía un aspecto lo más parecido a relajado de lo que Harold lo había visto nunca. No tenía muy clara su opinión sobre Bellamy, pero se figuraba que si a esas alturas no lo odiaba era que probablemente le gustaba mucho. Por lo general, las cosas funcionaban así.

Harold sorbió unos cacahuetes hervidos al tiempo que sujetaba un cigarrillo entre los dedos y una columna de humo de color blanco tiza se deslizaba sobre su rostro. Masticó y se limpió el jugo salado de los dedos en la pernera de los pantalones —puesto que Lucille no estaba allí para protestar— y, cuando le apeteció, le dio una calada al cigarrillo y expulsó el humo sin toser (lo de no toser le costaba últimamente, pero iba aprendiendo).

Era una de las escasas oportunidades que el agente Bellamy había tenido de hablar con él desde que las cosas tomaron el giro que habían tomado en Arcadia. Harold no solía dejarse convencer de separarse de Jacob. «Si algo sucede, ella no me perdonará jamás», le había dicho.

Pero en ocasiones accedía a dejar que el chico se quedara con uno de los soldados en otra sala —siempre y cuando supiera en cuál— el tiempo suficiente para que Bellamy le hiciera unas cuantas de sus preguntas.

—¿Cómo se encuentra? —inquirió el agente, cuaderno en ristre.

—Estoy vivo, supongo. —Harold sacudió el extremo del cigarrillo, dejando caer la ceniza en un pequeño cenicero de metal—. Pero ¿quién no está vivo en estos tiempos? —Le dio una nueva chupada al cigarrillo—. ¿Elvis ha vuelto ya?

—Veré lo que puedo averiguar.

El anciano soltó una risita.

Bellamy se apoyó en el respaldo de su silla, cambió de posición y observó al viejo sureño con curiosidad.

—Bueno, ¿cómo se encuentra?

—¿Ha jugado alguna vez al juego de la herradura, Bellamy?

—No. Pero he jugado a las bochas.

—¿Qué es eso exactamente?

—Es su versión italiana.

Harold asintió con la cabeza.

—Deberíamos jugar alguna vez a la herradura, en lugar de esto… —Abrió los brazos para indicar el cuarto pequeño y mal ventilado en el que se encontraban.

—Veré lo que puedo hacer —replicó Bellamy con una sonrisa—. ¿Cómo se encuentra?

—Ya me lo ha preguntado.

—No me ha contestado.

—Sí lo he hecho. —Harold volvió a contemplar la habitación.

Bellamy cerró entonces el cuaderno y lo dejó sobre la mesa, entre el viejo y él. Colocó el bolígrafo encima del mismo y les dio a ambos unos golpecitos de manera ostentosa como diciendo: «Aquí sólo estamos nosotros dos, Harold. Se lo prometo. Nada de grabadoras, ni de cámaras, ni de micrófonos ocultos, ni otras cosas por el estilo. Sólo un guardia al otro lado de la puerta que no puede oírlo y que tampoco querría oírlo si pudiera. Está ahí sólo a causa del coronel Willis».

Harold se acabó en silencio el tazón de cacahuetes y luego se terminó el cigarrillo mientras Bellamy permanecía sentado al otro lado de la mesa sin decir nada, sólo esperando. El viejo encendió otro cigarrillo y le dio una larga y fortísima calada. Retuvo el humo en los pulmones hasta que no aguantó más. Entonces lo expulsó con una tos, una tos que se prolongó en una retahíla de toses hasta que acabó jadeando y se le formaron gotas de sudor en la frente.

Cuando a Harold se le pasó la tos y recobró la compostura, Bellamy habló por fin.

—¿Cómo se encuentra?

—Simplemente sucede más a menudo.

—Pero no deja que le hagamos ninguna prueba.

—No, gracias, agente. Soy viejo, eso es todo lo que me pasa. Pero soy demasiado cabrón para padecer un aneurisma como aquel chiquillo. Y no soy tan estúpido como para creer en esa «enfermedad» de la que sus soldados hablan entre sí en susurros.

—Es usted un hombre listo.

Harold dio otra calada al cigarrillo.

—Tengo mis sospechas sobre la causa de su tos —declaró Bellamy.

Harold expulsó una línea de humo larga y regular.

—Mi mujer las tiene igual que usted.

Apagó el cigarrillo y empujó a un lado el tazón de cáscaras de cacahuete. Juntó las manos sobre la mesa y se las miró, apercibiéndose entonces de lo viejas y arrugadas que se veían, más delgadas y de aspecto más frágil de lo que las recordaba.

—¿Podemos hablar, Martin Bellamy?

El agente se agitó en su silla y estiró la espalda como preparándose para hacer un gran esfuerzo.

—¿Qué quiere saber? Plantee usted las preguntas y yo contestaré lo mejor que sepa. No puedo hacer más. No puede usted pedir más.

—Me parece justo, agente. Pregunta número uno: ¿son los Regresados personas de verdad?

Bellamy hizo una pausa. Su atención pareció oscilar, como si alguna imagen hubiera brotado en su mente. Acto seguido respondió con tanta seguridad como pudo.

—Lo parecen. Comen… comen mucho, de hecho. Duermen… esporádicamente, pero duermen. Caminan. Hablan. Tienen recuerdos. Todas las cosas que hacen las personas las hacen ellos también.

—Pero de manera peculiar.

—Sí. Son un poco peculiares.

Harold soltó una carcajada.

—Un poco —dijo moviendo la cabeza arriba y abajo—. ¿Y desde cuándo ha sido sólo «peculiar» que la gente regrese de entre los muertos, agente?

—Desde hace algunos meses —respondió Bellamy en tono uniforme.

—Pregunta número dos, agente…, ¿o es la número tres?

—Es la número tres, creo.

Harold se rio con sequedad.

—Está usted despierto. Eso está bien.

—Lo intento.

—Bueno, pregunta número tres… Las personas, desde tiempos inmemoriales, no han tenido nunca la costumbre de regresar de entre los muertos. Teniendo en cuenta que eso es precisamente lo que hacen esos individuos, ¿podemos llamarlos «personas» a pesar de todo?

—¿Podemos ir al grano? —inquirió bruscamente Bellamy.

—Los yanquis —refunfuñó Harold. Se agitó en su asiento. Se le crispaba la pierna. Todo tipo de energía parecía surcar su cuerpo.

—Aquí sólo estamos nosotros dos —terció Bellamy. Se inclinó hacia adelante, como si tal vez fuera a alargar el brazo y tomar las viejas manos de Harold entre las suyas. Y, si en ese preciso momento hubiera sido necesario, tal vez lo habría hecho. Pero ahora Harold estaba listo.

—Él no debería estar aquí —dijo finalmente el viejo—. Murió. Mi hijo murió… en 1966. Ahogado en un río. ¿Y sabe qué pasó después?

—¿Qué pasó?

—Que lo enterramos, eso fue lo que pasó. Encontramos su cuerpo, porque Dios es cruel, y yo mismo lo saqué de aquel río. Estaba tan frío como el hielo, a pesar de que estábamos en pleno verano. He tocado peces más calientes que él. Estaba hinchado. Con muy mal color. —Le brillaron los ojos—. Pero lo saqué de aquellas aguas mientras todo el mundo a mi alrededor lloraba y me decía que no debía cogerlo yo. Todos se ofrecían a quitármelo de los brazos.

»Pero ellos no lo entendían. Tenía que ser yo quien lo sacara de aquel río. Tenía que ser yo quien sintiera lo frío y lo raro que estaba. Tenía que ser yo, para estar genuina y verdaderamente seguro, quien tomara conciencia de que estaba muerto. Y de que no iba a volver nunca. Lo enterramos. Porque eso es lo que uno hace con las personas cuando mueren. Haces un agujero en la tierra y las metes en él, y se supone que ahí acaba todo.

—¿No cree usted en la vida después de la muerte?

—No, no, no —replicó Harold—. No es de eso de lo que estoy hablando. ¡Me refiero al fin de todo esto! —Extendió los brazos por encima de la mesa, agarró las manos de Bellamy y se las oprimió con tanta fuerza que le hizo daño al agente del gobierno, quien trató de liberarse al darse cuenta de que el anciano era más fuerte de lo que parecía. No obstante, era inútil, el apretón de Harold no era negociable—. Se supone que todo esto se acaba y no vuelve a empezar jamás —prosiguió. Tenía los ojos dilatados y la mirada penetrante—. ¡Se supone que esto debería haber acabado! —gritó.

—Entiendo —dijo Bellamy con su suave y rápido acento de Nueva York, desenredando sus manos de las de Harold—. Esto es duro y complicado. Lo sé.

—Todo había cesado —explicó Harold al cabo de un rato—. Los sentimientos. Los recuerdos. Todo. —Hizo una pausa—. Ahora me despierto pensando en cómo eran antes las cosas. Pienso en los cumpleaños y en las Navidades. —Se echó a reír quedamente y miró a Bellamy con una luz en los ojos—. ¿Por casualidad ha perseguido alguna vez a una vaca, agente Bellamy? —preguntó con una sonrisa.

Martin Bellamy soltó una carcajada.

—No. No puedo decir que lo haya hecho.

—Cuando Jacob tenía seis años, tuvimos unas Navidades enfangadas. Había estado lloviendo durante tres días. El día de Navidad, las carreteras estaban tan mal que casi nadie pudo salir e ir de visita como había planeado, de modo que todo el mundo pasó las fiestas en solitario y deseó «Feliz Navidad» por teléfono. —Se reclinó en la silla y gesticuló mientras hablaba—. Al lado de donde vivo ahora había antes una granja. Pertenecía al viejo Robinson. Le compré la tierra a su hijo cuando murió, pero por aquel entonces, en esas Navidades, tenía allí unos pastos para las vacas. No es que tuviera muchas. Sólo un puñado. Llevaba una a matar quizá una vez cada dos años. Pero, en general, simplemente las tenía. Por ninguna razón en particular, creo. Por lo que me han contado, su padre siempre había tenido vacas y, francamente, me parece que no sabía vivir de otra manera.

Bellamy asintió. No estaba seguro de adónde iría a parar aquella historia, pero no le importaba seguir el hilo.

—Y entonces llegaron esas fangosas Navidades —prosiguió Harold—. Caía el agua como si Dios estuviera enfadado por algo. Llovía a cántaros. Y en aquel preciso momento, en medio de lo peor de la tormenta, alguien llama a la puerta y… ¿quién es? Nada más y nada menos que el mismísimo viejo Robinson. Era un cabrón. Calvo como un recién nacido, con el corpachón de un leñador y un pecho como un bidón de petróleo. Y ahí está, de pie en la entrada, cubierto de barro. «¿Qué pasa?», le pregunté. «Se me han escapado las vacas», contestó, y apuntó hacia un tramo de cercado. Vi el lugar donde las vacas habían destrozado el terreno al salir.

»Antes de que pudiera abrir la boca, antes de que pudiera incluso ofrecerme a ayudarlo, algo pasó por mi lado a toda velocidad. Salió disparado por la puerta principal, cruzó el porche y se zambulló en todo aquel maldito mar de lluvia y barro. —Harold exhibía una amplia sonrisa.

—¿Jacob? —inquirió Bellamy.

—Pensé en soltarle un grito, en llamarlo para que volviera a entrar en casa. Pero entonces pensé: «¿Qué diablos?». Y antes de que pudiera llegar siquiera a la puerta, Lucille ya estaba pasando junto a mí casi tan deprisa como lo había hecho Jacob, aún ataviada con uno de sus mejores vestidos. Quedó cubierta de barro antes de alejarse ni diez pasos del porche…, y cuanto hicimos todos, incluido el viejo Robinson, fue reírnos. —Las manos de Harold se habían quedado quietas por fin—. Quizá todo el mundo estuviera harto de estar encerrado en casa —concluyó.

—¿Y? —preguntó Bellamy.

—¿Y, qué?

—¿Lograron llevar a las vacas de vuelta?

Harold soltó una risita.

—Sí. —Entonces su sonrisa se desvaneció y volvió a hablar con voz apesadumbrada, seria y llena de sentimientos encontrados—. Y luego todo eso terminó. Y, al final, acabó desapareciendo. Pero ahora, ahora aquí estoy, a horcajadas sobre el abismo. —Se miró las manos. Cuando hablaba, había una leve nota delirante en su voz—. ¿Qué debo hacer? La mente me dice que Jacob murió, que murió ahogado, maldita sea, un agradable día de agosto de 1966.

»Pero cuando habla, los oídos me dicen que es mío. Los ojos me dicen que es mío, tal como lo era hace tantos años. —Harold golpeó la mesa con el puño—. ¿Y qué hago yo con eso? Algunas noches, cuando allí todo está oscuro y en silencio, cuando todo el mundo se ha acostado, a veces se levanta, se acerca y se tumba a mi lado en la cama, igual que hacía antes, como si hubiera tenido una pesadilla o algo así. O, aún peor, a veces da la impresión de que lo hace porque me echa de menos.

»Viene a mi cama y se acurruca junto a mí y…, que Dios me maldiga…, no puedo evitar abrazarlo como hacía antes. ¿Y sabe usted una cosa, Bellamy?

—¿Qué, Harold?

—Me siento mejor de lo que me he sentido en años. Me siento entero, completo. Como si todo en mi vida fuera como debe ser. —El viejo comenzó a toser—. ¿Qué hago yo con eso?

—Hay quien se aferra a ello —contestó Bellamy.

Harold hizo una pausa, genuinamente sorprendido por la respuesta.

—Me está cambiando —dijo al cabo de un instante—. Maldita sea, me está cambiando.