Patricia Bellamy

Encontró a su madre sola en el aula, sentada a los pies de la cama, esperando, esperando y esperando, con las manos sobre el regazo y la mirada perdida. Cuando lo vio en la puerta, una repentina luz de reconocimiento apareció en sus ojos.

Oh, Charles —exclamó.

Sí —replicó él—. Aquí estoy.

Entonces, ella sonrió, con más alegría y vitalidad de la que exhibía en los recuerdos que Martin Bellamy tenía de ella.

Estaba preocupadísima —señaló—. Creí que te habías olvidado de mí. Tenemos que llegar a esa fiesta a tiempo. No toleraré que lleguemos tarde. Es de mala educación. Es del todo incorrecto.

Sí —repuso él, sentándose en la cama a su lado. Se quedó con ella y tomó sus manos entre las suyas. Ella volvió a sonreír y descansó la cabeza en su hombro.

Te he echado de menos —declaró.

Yo también te he echado de menos —dijo él.

Pensé que te habías olvidado de mí —repitió ella—. ¿No es una completa sandez?

Sí, lo es.

Pero sabía que volverías conmigo —añadió.

Claro que lo sabías —respondió Bellamy con los ojos anegados en lágrimas—. Sabes que no puedo separarme de ti.

Oh, Charles —dijo la anciana—. Estoy muy orgullosa de él.

Lo sé —replicó Bellamy.

Por eso precisamente no podemos llegar tarde. Hoy es su gran noche. La noche en que se convierte en un alto hombre del Gobierno…, nuestro hijo. Tiene que saber que estamos orgullosos de él. Tiene que saber que lo queremos y que siempre estaremos a su lado.

Estoy seguro de que lo sabe —señaló él, con las palabras encalladas en la garganta.

Permanecieron así largo tiempo. De vez en cuando llegaba procedente de fuera el ruido de alguna conmoción, de pequeñas batallas que se libraban aquí y allá. Como es natural, algunos soldados seguían siendo leales al coronel Willis o, por lo menos, aún leales a lo que él representaba. No eran capaces de pensar y concluir que todo cuanto había dicho y hecho, que todas sus opiniones acerca de los Regresados podían haber estado equivocadas. De modo que luchaban un poco más que los demás, pero los combates iban perdiendo fuerza y pronto todo habría terminado. Pronto sólo estarían Martin Bellamy y su madre, tratando de sobrevivir una vez más hasta que la muerte —o lo que fuera que se llevaba a los Regresados como un susurro en mitad de la noche— fuera a por ella, o a por él.

Bellamy no iba a repetir sus errores.

Oh, Marty —exclamó entonces su madre—. Te quiero muchísimo, hijo. —Empezó a rebuscar en sus bolsillos, como hacía cuando trataba de encontrar caramelos para él cuando era pequeño.

Martin Bellamy oprimió la mano de la anciana.

Yo también te quiero —dijo—. No volveré a olvidarlo.