CATORCE

Harold estaba sentado en su cama mirándose los pies y mostrándose cascarrabias en general.

Maldito agosto.

Maldita tos.

Jacob y Patricia Stone dormían en sus respectivos catres. La frente de Jacob brillaba a causa del sudor; la de la anciana, en cambio, estaba seca (por algún motivo, siempre se quejaba de que tenía frío, a pesar del modo en que la humedad lo empapaba todo como una toalla mojada).

Por la ventana situada encima de su cama, Harold oía a la gente hablar e ir de un sitio a otro. Algunos eran soldados, pero la mayoría no. Los internos de esa prisión habían rebasado hacía tiempo el número de cuidadores. En esos momentos, probablemente había en la escuela miles de personas, pensó. Era difícil llevar la cuenta.

Al otro lado de la ventana, un par de hombres hablaban en voz queda. Harold contuvo el aliento y pensó en ponerse en pie para oír mejor, pero finalmente decidió no hacerlo, recelando de la robustez de la cama. De modo que simplemente escuchó sin captar gran cosa aparte de los sonidos de frustración y los murmullos.

Harold se movió sobre el lecho. Se puso en pie y levantó la vista hacia la ventana con la esperanza de oír un poco más de la conversación, pero aquellos malditos ventiladores seguían zumbando en el pasillo como un millón de abejas gigantes.

Deslizó en los zapatos sus pies atormentados por el picor y se dispuso a entrar en la escuela.

—¿Qué pasa? —inquirió a su espalda una voz desde la penumbra. Era Jacob.

—Sólo voy a dar una vuelta —respondió su padre en voz baja—. Túmbate y descansa un poco.

—¿Puedo ir contigo?

—Volveré enseguida —contestó Harold—. Además, necesito que cuides de nuestra amiga. —Señaló con la cabeza a Patricia—. No se la puede dejar sola. Y a ti tampoco.

—No se enterará —insistió Jacob.

—¿Y si se despierta?

—¿Puedo ir contigo? —repitió el chiquillo.

—No —dijo Harold—. Necesito que te quedes aquí.

—Pero ¿por qué?

Desde el exterior de la escuela llegaba el ruido de unos vehículos pesados que avanzaban por la carretera, el sonido de los soldados, del tintineo de sus armas.

—¿Marty? —llamó la anciana, tanteando el aire con las manos al despertarse—. Marty, ¿dónde estás? —gritó.

Jacob la miró. Luego volvió a mirar a su padre. Harold se pasó la mano por la boca y se lamió los labios. Se palpó el bolsillo pero no encontró ningún cigarrillo.

—Vale —dijo, tosiendo ligeramente—. Me imagino que si estamos todos destinados a estar levantados podemos muy bien marcharnos como un equipo. Coged lo que no queráis que os roben —indicó—. Es más que probable que ésta sea la última vez que podamos dormir aquí dentro. Cuando volvamos, seremos unos sin techo. O sin cama, supongo.

—Oh, Charles —dijo la anciana. Se sentó sobre su catre y deslizó los brazos en una chaqueta de escaso grosor.

Antes de que volvieran la primera esquina, un grupo de gente entró en la ahora desocupada aula de arte y comenzó a instalarse.

Lograr que vivieran en el aula de arte y no estuvieran tan apretados como los demás era lo mejor que Bellamy había podido hacer por Harold, Jacob y la señora Stone. Bellamy y Harold no habían hablado nunca de ello, pero Harold era lo bastante listo como para saber a quién tenía que agradecérselo.

Ahora que se alejaban de allí, que se dirigían a lo desconocido, no pudo evitar preguntarse si no estaría cometiendo algún tipo de traición.

Pero ya no tenía remedio.

En el exterior, el aire era denso y húmedo. Por el este, el cielo comenzaba a teñirse con la luz del amanecer. Harold se dio cuenta de que ya era el día siguiente. Había estado despierto toda la noche.

Por todas partes había camiones y soldados que gritaban instrucciones. Jacob alargó el brazo y se agarró a la mano de su padre. La anciana se acercó también más a ellos.

—¿Qué está pasando, Marty?

—No lo sé, cariño —respondió Harold. Ella ensartó su brazo en el de él con un ligero temblor—. No te preocupes —la tranquilizó él—. Yo cuidaré de vosotros dos.

Cuando el soldado se acercó, Harold se fijó en lo joven que era, incluso a la primera luz del día. Apenas habría cumplido los dieciocho.

—Vengan conmigo —les ordenó el muchacho.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

Harold estaba preocupado por si estallaba una revuelta. En las últimas semanas una presión había estado germinando en Arcadia. Demasiada gente retenida en un espacio demasiado pequeño. Demasiados de los Regresados querían volver a sus vidas de antes. Demasiados de los Auténticos Vivos estaban hartos de ver que a los Regresados los trataban como criaturas en lugar de como personas. Demasiados soldados atrapados en medio de algo que los superaba. Que aquello podía terminar mal de repente le parecía a Harold una conclusión inevitable.

Sólo se puede confiar en que la gente soporte una sola cosa durante tanto tiempo.

—Por favor —dijo el soldado—, vengan conmigo. Estamos trasladando a todo el mundo.

—¿Adónde nos trasladan?

—A pastos más verdes —respondió.

En ese preciso momento, de la puerta por la que se accedía a la escuela llegó el sonido de alguien que gritaba. Harold creyó reconocer la voz. Todos se volvieron y, a pesar de que estaba algo lejos y de que la luz de la mañana era aún escasa, Harold distinguió a Fred Green encarado a uno de los guardias de la puerta principal. Estaba gritando y apuntaba con el dedo como un demente, obteniendo, al parecer, toda la atención que podía.

—¿Quién demonios es? —quiso saber el soldado que estaba con Harold.

El anciano suspiró.

—Fred Green —dijo—. Problemas a la vista.

Apenas acababa de pronunciar esas palabras cuando lo que parecía una turba salió disparada del edificio de la escuela.

Eran entre veinticinco y treinta personas, calculó Harold, que corrían y gritaban, algunas dando empujones para apartar a los soldados de su camino. Tosían y gritaban. Una humareda densa y blanca comenzaba a brotar como una nube por la puerta y algunas de las ventanas.

Al final de la multitud, en la dirección de la que procedían el humo y los gritos, aproximándose a la puerta de la que todo el mundo salía en desbandada, una voz amortiguada gritaba: «¡Defendemos a los vivos!».

—Hostia —dijo Harold, volviendo a mirar hacia la puerta de acceso. Los soldados corrían mientras todo el mundo intentaba comprender qué estaba pasando.

Fred Green había desaparecido.

Probablemente todo aquello era obra suya, pensó Harold.

De pronto, Marvin Parker surgió de la escuela entre la nube de humo. Llevaba botas de trabajo, máscara antigás y una camiseta que decía MARCHAOS DE ARCADIA escrito con lo que parecía tinta de rotulador. Lanzó una pequeña lata de metal verde al suelo en dirección a la puerta de la escuela. Al cabo de un segundo, la lata emitió un estallido y empezó a desprender un humo blanco. «¡Defendemos a los vivos!», gritó una vez más, con la voz algo distorsionada por la máscara antigás.

—¿Qué pasa? —preguntó la señora Stone.

—Ven por aquí —respondió Harold, apartándola de la masa de gente.

El joven soldado que acababa de hablar con ellos ya había salido corriendo en dirección a la multitud con el fusil en ristre, gritándoles a todos que volvieran.

Un par de soldados derribaron a Marvin Parker. Toda la consideración que normalmente podrían haber mostrado hacia el viejo había desaparecido. Él trató de golpearlos, incluso le encajó un fuerte puñetazo a uno de ellos, pero ahí quedó todo. Lo agarraron por las piernas y aterrizó en el suelo con un espantoso crujido, seguido de un grito sofocado de dolor.

No obstante, ya era demasiado tarde para detener lo que estaba sucediendo. Estaban ya todos encendidos. Los Regresados habían estado soportando la presión en la escuela durante demasiado tiempo. Estaban hartos de que los retuvieran allí, lejos de sus seres queridos. Estaban hartos de que los trataran como Regresados y no como personas.

Empezaron a volar piedras y lo que parecían botellas de cristal. Harold vio una silla —probablemente procedente de una de las aulas— surcar el cielo matutino y aterrizar violentamente contra la cabeza de un soldado, que se precipitó al suelo mientras se agarraba el casco con las manos.

—¡Santo Dios! —exclamó la señora Stone.

Finalmente los tres lograron refugiarse detrás de uno de los camiones al otro lado del patio. Mientras corrían, Harold sólo oía chillidos e insultos a su espalda. Esperaba el sonido de los disparos, esperaba que estallaran los gritos.

Levantó a Jacob del suelo y lo rodeó firmemente con un brazo. Con el otro, atrajo a la señora Stone junto a su cuerpo. La anciana lloraba quedamente y repetía «Santo Dios» una y otra vez.

—¿Qué pasa? —preguntó Jacob, lanzando su cálido aliento contra el cuello de Harold. Su voz estaba impregnada de terror.

—No pasa nada —lo tranquilizó su padre—. Pronto habrá terminado. La gente sólo está asustada. Asustada y frustrada. —Empezaron a escocerle los ojos y sintió un cosquilleo en la garganta—. Cerrad los ojos y contened el aliento —les dijo.

—¿Por qué? —inquirió Jacob.

—Haz lo que te digo, hijo —repuso él con voz enfadada sólo para disimular el miedo que sentía.

Buscó a su alrededor un lugar donde pudiera llevarlos, un lugar donde estuvieran a salvo, pero temía lo que podía suceder si uno de los soldados los tomaba por algunos de los amotinados. Algo que nunca habría creído que pudiera suceder allí, algo que sólo pasaba en la televisión, en las ciudades superpobladas donde habían tratado de manera injusta a demasiada gente.

El olor a gas lacrimógeno se hizo más fuerte. Olía fatal. Harold estaba empezando a moquear y no podía dejar de toser.

—¿Papá? —dijo Jacob, asustado.

—No pasa nada —lo tranquilizó él—. No hay nada que temer. Todo irá bien. —El anciano miró desde la esquina del camión tras el que se ocultaban.

Una gruesa columna de humo de color blanco malvavisco brotaba de la escuela, hinchándose y ascendiendo hacia el cielo matutino. Sin embargo, el ruido de la lucha había empezado a amainar. Se oía mayormente sólo el sonido de docenas de personas que tosían. De vez en cuando, se oía llorar a alguien en el interior de la nube.

La gente emergía de la humareda caminando a ciegas, con los brazos extendidos al frente mientras tosían. Los soldados permanecían donde el humo no podía alcanzarlos, aparentemente satisfechos con dejar que éste hiciera el trabajo preliminar de tranquilizar a todo el mundo.

—Casi ha terminado —señaló Harold.

Entonces divisó a Marvin Parker. Estaba en el suelo, boca abajo. Le habían quitado la máscara antigás. No se parecía en nada a como lo recordaba. Sí, seguía siendo alto, pálido y delgado, con profundas arrugas alrededor de los ojos y aquel cabello rojo fuego suyo, pero parecía más duro, más frío. Incluso sonreía mientras lo esposaban con las manos a la espalda.

—Esto no ha terminado —gritó con expresión tensa y cruel y los ojos lacrimosos a causa del gas.

—Santo Dios —repitió la señora Stone una vez más. Se agarró con fuerza al brazo de Harold—. ¿Qué le ha pasado a la gente? —preguntó.

—Todo irá bien —repuso él—. Yo me encargaré de que estemos a salvo.

Buscó en su memoria, revisó todo cuanto sabía —o creía saber— sobre Marvin Parker. Pero nada de ello —aparte del hecho de que antiguamente Marvin practicaba el boxeo— hacía comprensible ese momento.

—¿Adónde ha ido a parar Fred Green? —se preguntó entonces Harold en voz alta buscándolo con la mirada. Pero no lo encontró.

La esposa del pastor Peters lo interrumpía en raras ocasiones una vez éste se encerraba en su despacho. A menos que la invitara a echarle una mano con un punto concreto de lo que estaba escribiendo, se mantenía a distancia y lo dejaba hacer lo que tuviera que hacer para crear sus sermones. No obstante, ahora había en la puerta una anciana muy disgustada que rogaba que le permitiera hablar con él.

La mujer del pastor condujo a Lucille a través de la casa despacio, llevándola de la mano, mientras la mujer apoyaba su peso en su menuda persona.

—Es usted un encanto —le dijo Lucille, moviéndose más despacio de lo que deseaba.

En su mano libre llevaba su desgastada Biblia encuadernada en cuero. Las páginas estaban comenzando a rasgarse. El lomo estaba roto. La tapa delantera estaba arrancada y manchada. Parecía estar exhausta, al igual que su propietaria.

—Necesito una bendición —declaró cuando se hubo acomodado en el despacho del pastor y su pequeña esposa sin nombre se hubo marchado.

A continuación se secó la frente a golpecitos con un pañuelo y tocó la cubierta de la Biblia, como si ello pudiera darle suerte.

—Estoy perdida —afirmó—. ¡Perdida y vagando por la tierra inhóspita de un alma confundida!

El pastor sonrió.

—Qué elocuente —dijo esperando no parecer tan condescendiente como pensaba.

—No es más que la verdad —repuso ella. Se secó las esquinas de los ojos con el pañuelo y sorbió por la nariz. Pronto llegarían las lágrimas.

—¿Cuál es el problema, Lucille?

—Todo —contestó ella. La voz se le quebró en la garganta y carraspeó para aclarársela—. El mundo entero ha perdido la cabeza. La gente no puede ir y llevarse presas a unas personas de una casa. Incluso arrancaron la maldita puerta de sus bisagras. Tardé una hora en arreglarla. ¿Quién hace algo así? ¡Es el fin de los tiempos, pastor! Que Dios nos ayude a todos.

—Vamos, Lucille. Nunca la consideré del tipo apocalíptico.

—Ni yo creía serlo, pero mire a su alrededor. Mire lo que está pasando. Es horrible. Me hace creer que tal vez Satán no sea el responsable de nuestra actual situación, al menos no como dicen. Quizá ni siquiera entrara nunca en el jardín. Quizá Adán y Eva cogieran la fruta por iniciativa propia y luego decidieran echarle la culpa al diablo. Antes nunca se me habría ocurrido siquiera que algo así fuera posible. Pero ahora, después de ver cómo están las cosas…

Dejó que la frase se desvaneciera en el aire.

—¿Puedo traerle algo de beber, Lucille?

—¿Quién puede beber en un momento como éste? —replicó ella. Pero de inmediato cambió de opinión y añadió—: Bueno, supongo que no me vendría mal un poco de té.

El pastor juntó sus enormes manos dando una fuerte palmada.

—Así me gusta.

Cuando regresó con el té, Lucille estaba mucho más tranquila. Había soltado por fin la Biblia y la había dejado sobre la mesa que había junto a su silla. Tenía las manos en el regazo y los ojos hinchados, aunque menos enrojecidos que antes.

—Aquí tiene —dijo el pastor.

—Gracias. —Tomó un sorbo—. ¿Cómo está su señora? Parece distraída.

—Sólo está un poco preocupada por las cosas, eso es todo.

—Bueno, hay muchas cosas por las que preocuparse.

—¿Como el fin de los tiempos? —el pastor sonrió.

Ella lanzó un suspiro.

—Ya llevan semanas encerrados en ese lugar.

Él asintió.

—Usted ha podido visitarlos, ¿verdad?

—Al principio podía visitarlos todos los días. Les llevaba comida y les lavaba la ropa y me aseguraba de que mi hijo supiera que su madre lo quería y que no lo había olvidado. No era una situación ni mucho menos ideal, pero al menos entonces se podía soportar. Pero ahora… ahora se ha vuelto abominable.

—Me han dicho que ya no permiten visitas —repuso el pastor Peters.

—Así es. Desde antes incluso de que se hicieran con el control del pueblo. Nunca habría imaginado que pudieran aislar así a toda una población. Nunca en la vida lo habría imaginado. Pero supongo que el hecho de que no pueda imaginarme algo no significa que no pueda suceder. ¡Ése es el problema de los solipsistas! La verdad de las cosas está justo ahí fuera. Todo cuanto tienes que hacer es abrir la puerta y ahí está, toda la verdad, todo lo que no puedes imaginar, ahí mismo, para que uno le estreche la mano. —Se le quebró la voz.

El pastor se echó entonces hacia adelante en su silla.

—Tal como lo dice parece que todo sea culpa suya, Lucille.

—¿Cómo podría ser culpa mía? —replicó ella—. ¿Qué podría haber hecho para hacer nada de esto posible? ¿Acaso hice yo el mundo tal como es? ¿Acaso hice yo a las personas pequeñas y tímidas como son? ¿Acaso hice yo a la gente celosa, violenta y envidiosa? ¿Hice yo nada de todo eso? —Volvían a temblarle las manos—. ¿Lo hice?

El pastor Peters le cogió la mano y le dio unas palmaditas.

—Por supuesto que no. Bueno, ¿cuándo habló usted por última vez con Harold y Jacob? ¿Cómo están?

—¿Que cómo están? Están presos, ¿cómo deberían estar? —Se secó los ojos, tiró la Biblia al suelo, se levantó y echó a andar de un lado a otro frente al pastor—. Esto tiene que responder a un proyecto. Tiene que haber una especie de plan. ¿No es así, pastor?

—Espero que sí —respondió él con cautela.

La anciana resopló.

—A ustedes, los predicadores jóvenes, ¿no les enseñó nadie a darle a su rebaño la ilusión de que ustedes tenían todas las respuestas?

El pastor se echó a reír.

—Últimamente he perdido la fe en las ilusiones —contestó.

—Es que no sé qué hacer en ningún sentido.

—Las cosas cambiarán —sostuvo él—. Es lo único de lo que estoy genuinamente seguro. Pero cómo se producirá ese cambio y en qué consistirá se me escapa.

Lucille recogió su Biblia.

—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó.

—Hacemos lo que podemos.

Lucille permaneció sentada sin decir nada durante largo tiempo. Sólo miraba su Biblia y pensaba para sí en lo que el pastor había dicho y en qué significaba para ella «hacer lo que podía». Siempre había sido de esas personas que hacían lo que les decían, y la Biblia había sido la que mejor la había aconsejado qué hacer en las diversas situaciones de su vida. Le había dicho cómo comportarse de niña. Le había dicho cómo comportarse cuando dejó de ser una cría y floreció en la adolescencia. Era cierto que le había costado escuchar ciertas cosas y había adoptado determinados comportamientos que si la Biblia no prohibía explícitamente, sin duda alguna no veía con buenos ojos. Pero habían sido buenos tiempos y, en términos generales, no le habían causado a nadie ningún daño duradero, incluida ella misma.

Después de casarse, su Biblia había seguido acompañándola, puesto que estaba llena de respuestas. Respuestas sobre cómo ser una buena esposa, aunque había tenido que ser selectiva. Había algunos puntos de las reglas que debía respetar una esposa que no tenían sentido en aquella época. A decir verdad, había pensado Lucille, probablemente tampoco tenían mucho sentido en tiempos bíblicos. Y si hubiera actuado del modo en que lo hacían las mujeres de la Biblia…, bueno, digamos sencillamente que el mundo habría sido un lugar muy distinto, y lo más probable es que Harold hubiera bebido, fumado y comido hasta provocarse una muerte prematura y no hubiera estado ahí para ver el milagro de que su hijo volviera de entre los muertos.

Jacob. Ése era el centro de todo. Ése era el motivo de todas sus lágrimas. Ahora estaban matando a los Regresados. Los mataban para deshacerse de ellos.

No sucedía en todas partes, pero sucedía.

Hacía ya más de una semana que emitían reportajes sobre ello en la televisión. Algunos países —países famosos por su brutalidad— habían empezado a matarlos nada más verlos. A matarlos y a quemar los cadáveres como si estuvieran enfermos, como si padecieran algo contagioso. Últimamente eran cada vez más los reportajes, fotografías, vídeos y emisiones por internet que llegaban todas las noches.

Esa misma mañana, Lucille había bajado a la planta baja, mientras sus solitarios pasos se propagaban a través de la casa vacía y oscura, y se había encontrado el televisor de la sala de estar en marcha, susurrándole a la habitación desierta. No sabía muy bien cómo era que se había quedado encendido. Estaba segura de haberlo apagado antes de acostarse, aunque no tenía inconveniente en admitir que podría estar equivocada. Era ya una vieja de setenta y tres años, y cosas como pensar que has apagado algo cuando en realidad no lo has hecho no dejaban de ser posibles.

Era aún temprano, y un hombre negro y calvo con un bigote fino y perfectamente arreglado musitaba algo con voz grave. Por encima de su hombro, en el estudio que había a su espalda, Lucille distinguía gente que caminaba arriba y abajo. Parecían todos jóvenes, todos vestidos con camisas blancas y corbatas de tonos poco llamativos. Probablemente fueran las jóvenes promesas, pensó. Todos esperando salir un día del segundo plano para quedarse con el asiento del hombre calvo.

Subió el volumen del televisor, se sentó en el sofá y escuchó lo que el hombre tenía que decir, a pesar de que sabía que no le iba a gustar.

—Buenos días —dijo el presentador, regresando al parecer al principio del ciclo en el que estaba atrapado—. Hoy, nuestra noticia de primera plana nos llega desde Rumania, donde el Gobierno ha establecido que a los Regresados no se les reconocen derechos civiles inherentes y ha declarado que son simplemente «distintos» y, por consiguiente, no están sujetos a la misma protección que los demás.

Lucille suspiró. No se le ocurría qué más podía hacer.

La televisión cambió de plano y la imagen del presentador negro calvo cedió el paso a lo que la anciana asumió que era Rumania. Unos soldados sacaban de su casa a un Regresado pálido y de aspecto demacrado. Los soldados eran delgados y barbilampiños, con facciones pequeñas y una forma de andar algo torpe, como si fueran aún demasiado jóvenes para comprender cómo funcionaba la mecánica de su cuerpo.

—El destino de los niños… —le dijo Lucille a la casa vacía.

El corazón le dio un vuelco cuando el recuerdo de los Wilson y de Jacob y Harold acudió en tromba a llenar el vacío de la casa. Le temblaron las manos y la imagen del televisor se convirtió en una neblina borrosa. Eso la confundió momentáneamente y luego notó las lágrimas rodar por sus mejillas y acumularse en las comisuras de su boca.

En algún momento —aunque no estaba segura de cuándo exactamente— se había prometido a sí misma que no iba a permitirse llorar por nada de eso. Era demasiado vieja para las lágrimas, pensaba. Había un punto de la vida en el que todo cuanto podía hacer llorar a una persona debería haber sucedido ya. Y a pesar de que aún sentía cosas, no tenía ganas de llorar. Quizá hubiera pasado demasiados años con Harold, a quien no había visto llorar nunca, ni una sola vez siquiera.

Pero ahora ya era tarde. Estaba llorando y no podía remediarlo y, por primera vez en muchísimos años, se sintió viva.

El presentador de las noticias siguió comentando las imágenes que mostraban cómo esposaban al hombre y lo hacían colocarse al fondo de un gran camión militar junto con otros Regresados.

—La OTAN, la ONU y la Oficina Internacional para los Regresados no se han pronunciado aún acerca de la decisión de Rumania, pero aunque los comentarios oficiales de otros Gobiernos han sido escasos, se dividen a partes iguales entre quienes están a favor de la iniciativa rumana y los que creen que las acciones del Gobierno violan los derechos humanos fundamentales.

Lucille meneó la cabeza, con el rostro aún bañado en lágrimas.

—El destino de los niños… —repitió.

Aquello no se limitaba tan sólo a «esos otros países», ni mucho menos. Estaba sucediendo allí mismo, en Estados Unidos. Esos malditos locos del Movimiento por los Auténticos Vivos se habían extendido, la corriente había germinado con ramificaciones de todo tipo de un extremo al otro del país. En su mayoría no hacían más que quejarse de las cosas. Pero, de vez en cuando, alguien aparecía muerto o un grupo que afirmaba estar «defendiendo a los vivos» reivindicaba la autoría del crimen.

Había sucedido en Arcadia, aunque nadie hablaba de ello. Algún Regresado extranjero había sido hallado muerto en la cuneta que flanqueaba la carretera. Muerto de un disparo de rifle del calibre 30-06.

Todo parecía estar viniéndose abajo con cada día que pasaba.

Y lo único en lo que ella podía pensar era en Jacob.

Pobre, pobrecito Jacob.

Después de que Lucille se hubo marchado y de que su esposa se hubo dormido al fin, el pastor Peters se quedó a solas en su despacho releyendo la carta que había recibido de la Oficina para los Regresados.

En interés de la seguridad pública, Elizabeth Pinch, junto con los demás Regresados de esa área concreta de Mississippi, estaba recluida en el centro de detención de Meridian. Aparte de esto, la carta facilitaba muy pocos detalles. Proseguía asegurándole tan sólo al pastor, que se trataba a los Regresados de la manera que más convenía a la situación, y que todos los derechos humanos estaban siendo expresamente defendidos. Todo parecía muy formal y correcto en un sentido burocrático.

Al otro lado de la puerta de su despacho, la casa estaba en completo silencio. Sólo se oía el tictac del reloj del abuelo de su mujer al final del pasillo. Había sido un regalo de su padre, un regalo que les había hecho sólo unos meses antes de que el cáncer que padecía se lo llevara. Su esposa había crecido con el sonido de ese grande y viejo reloj percutiendo rítmicamente durante todas las noches de su infancia. Cuando ella y su marido se casaron, se sentía tan desasosegada por la ausencia del tamborileo del reloj, que se habían visto obligados a comprar un metrónomo para contar el paso del tiempo, pues de lo contrario no conseguía dormir.

El pastor salió al pasillo y se detuvo frente al reloj. Medía poco más de un metro ochenta de alto y tenía tallados unos floridos adornos. El péndulo era tan grande como un puño. Oscilaba a un lado y a otro chasqueando con tanta suavidad como si lo acabaran de fabricar y no tuviera, en realidad, más de cien años.

Era lo más parecido a una reliquia que tenía su familia. Cuando su padre murió, ella se había enfrentado con saña a sus hermanas y a su hermano; no por el coste del funeral o por qué hacer con la casa, las tierras o los magros ahorros de su padre, sino por el reloj del abuelo. Desde entonces, la relación entre los hermanos se había visto deteriorada a causa de aquel reloj.

Pero ¿dónde estaba el difunto ahora?, se preguntó el pastor Peters.

Se había fijado en que su esposa cuidaba muchísimo más el reloj del abuelo desde que los Regresados habían empezado a aparecer. Olía a aceite de limpieza y a abrillantador.

El pastor se alejó del viejo reloj y siguió vagando por la casa. Entró en el salón y se quedó un rato mirando los objetos que allí había, catalogándolos en su memoria.

La mesa del centro de la habitación la habían encontrado durante su largo traslado desde Mississippi. El sofá lo habían comprado en una visita religiosa a Wilmington. Wilmington no estaba ni mucho menos tan lejos como Tennessee, pero era una de las pocas adquisiciones en las que ambos habían estado de acuerdo. Tenía un estampado en azul y blanco —«¡azul Carolina!»,[2] había dicho el vendedor con orgullo—, con ribetes asimismo azules y blancos alternados en los cojines. Los brazos se curvaban hacia afuera y los almohadones eran grandes, mullidos y bien rellenos.

Era completamente lo opuesto a la mesa que habían comprado en Tennessee. Él había odiado aquella mesa desde el primer instante. Era demasiado enclenque, la madera demasiado oscura y los adornos insípidos. Simplemente no llamaba la atención, pensó.

El pastor Peters recorrió el salón, recogiendo aquellos de sus libros que estaban apilados en lugares que no les correspondían. Procedía despacio y con cuidado, limpiando cada volumen mientras lo manipulaba. Luego lo colocaba en su sitio en la estantería. Ocasionalmente, entreabría uno de ellos, deslizaba un dedo entre sus páginas y lo movía adelante y atrás, impregnándose de su aroma y de su textura como si no fuera a volver a ver un libro nunca más, como si la inevitable marcha del tiempo hubiera acabado por ganar.

Su limpieza se prolongó durante largo tiempo, aunque el pastor no se dio cuenta. Sólo reparó en ello cuando los grillos empezaron a callar en el exterior y el sonido de un perro que le ladraba al sol naciente sonó en algún lugar remoto del mundo.

Había esperado demasiado.

Pero a pesar de su error —a pesar de su miedo—, avanzó despacio y en silencio por la casa.

Primero entró en su despacho y buscó la carta de la Oficina para los Regresados. A continuación, cogió su cuaderno y, sí, también su Biblia, y lo metió todo en el maletín que su mujer le había regalado las pasadas Navidades.

Luego fue a rescatar su bolsa de ropa de detrás de la mesa del ordenador. La había preparado el mismísimo día anterior (su esposa lavaba la ropa todos los días). Si hubiera preparado la bolsa demasiado pronto, ella se habría dado cuenta de que faltaba ropa en su armario. Y el pastor quería marcharse con la menor molestia posible, a pesar de que fuera una cobardía.

Atravesó sigilosamente la casa, salió por la puerta principal y dejó la ropa y el maletín en el asiento trasero del coche. El sol estaba ya ocupando su lugar en el cielo. Se hallaba justo detrás de los árboles, pero desde luego había salido ya, y ascendía por segundos.

Regresó a la casa y entró despacio en su habitación. Su esposa yacía dormida hecha una bolita en medio de la cama.

«Esto le dolerá muchísimo», pensó.

Pronto se despertaría. Siempre se despertaba temprano. Dejó una pequeña nota en la mesilla de noche y por un instante pensó en darle un beso.

Decidió no hacerlo y se marchó.

La mujer del pastor despertó en una casa vacía. Fuera, en el pasillo, el reloj del abuelo marcaba la hora. El sol se filtraba a través de las persianas. Era ya una mañana cálida. Iba a hacer calor, pensó.

Llamó a su marido y no obtuvo respuesta.

«Debe de haberse vuelto a quedar dormido en el despacho», pensó. Últimamente se quedaba muchas veces dormido allí, y eso la preocupaba. Estaba a punto de volver a llamarlo cuando vio la nota sobre la mesilla de noche. Escrito de manera muy simple, con su caligrafía irregular, estaba su nombre.

Él no era de los que dejan notas.

Cuando la leyó no derramó ni una lágrima. Tan sólo se aclaró la garganta, como si pudiera contestarles algo a las palabras. Luego permaneció allí sentada, escuchando sólo el sonido de su propia respiración y el latido mecánico del reloj del abuelo en el pasillo. Pensó en su padre. Tenía los ojos anegados en lágrimas pero, a pesar de ello, no lloró.

Las palabras parecían borrosas y lejanas y daban la impresión de que brotaban de una densa niebla. No obstante, volvió a leerlas:

«Te quiero», decía la carta. Debajo, el pastor había escrito: «Pero tengo que saber».