CUATRO

Cuando ya había tanta gente en la iglesia y tan poco oxígeno que todo el mundo comenzó a considerar la posibilidad de una tragedia, el rumor de la multitud empezó a acallarse. El silencio comenzó en las puertas principales y se extendió entre el gentío como un virus.

El pastor Peters permaneció erguido —parecía tan alto y ancho como el monte Sinaí, pensó Lucille—, entrelazó las manos con gesto solemne sobre la cintura y esperó, con su mujer encogida en el refugio de su sombra. Lucille estiró el cuello para ver qué estaba pasando.

Tal vez el demonio había acabado hartándose de esperar.

—Hola. Hola. Perdón. Discúlpenme. Hola. ¿Cómo está usted? Perdón. Disculpe.

La voz llegaba a través de la muchedumbre como un ensalmo, al tiempo que cada palabra hacía retroceder a las masas.

—Perdone. Hola. ¿Cómo están? Disculpen. Hola… —Era una voz afable, profunda, sugerente y educada. Sonaba cada vez más fuerte, o quizá el silencio se iba haciendo mayor, hasta que no se oyó más que el ritmo de las palabras cubriéndolo todo, como un mantra—. Perdón. Hola, ¿cómo está? Disculpe. Hola…

Se trataba, sin duda alguna, de la voz experta de un hombre del Gobierno.

—Buenas tardes, pastor —dijo amablemente el agente Bellamy, abriéndose paso por fin en el mar de gente.

Lucille suspiró, dejando escapar un aire que no era consciente de haber estado reteniendo.

—¿Señora?

El agente Bellamy llevaba un traje oscuro y elegante muy parecido al que vestía el día que se presentó con Jacob. No era uno de esos trajes que llevan muchos hombres del Gobierno. Era un traje digno de Hollywood y de programas de debate y otras cosas sofisticadas, reflexionó Lucille.

—¿Cómo está nuestro chico? —inquirió el agente Bellamy haciendo un gesto en dirección a Jacob, con una sonrisa aún tan regular y sólida como el mármol recién cortado.

—Estoy bien, señor —contestó el pequeño al tiempo que hacía tintinear el caramelo contra sus dientes.

—Me alegro de oírlo. —El agente Bellamy se arregló la corbata, aunque no la llevaba torcida—. Me alegro muchísimo de oírlo.

Entonces llegaron los militares. Un par de muchachos tan jóvenes que parecían estar jugando a ser soldados. Lucille esperaba que empezaran a perseguirse el uno al otro alrededor del púlpito en cualquier momento, del mismo modo en que Jacob y el chico de los Thompson lo habían hecho en una ocasión. Pero las armas que dormían sobre sus caderas no eran juguetes.

—Gracias por venir —dijo el pastor Peters estrechando la mano del agente Bellamy.

—No me lo habría perdido. Gracias por esperarme. Se ha congregado una buena multitud.

—Sólo sienten curiosidad —repuso el pastor Peters—. Todos la sentimos. ¿Tiene usted… o, mejor dicho, tienen la Oficina o el Gobierno en su conjunto algo que decir?

—¿El Gobierno en su conjunto? —preguntó el agente Bellamy sin perder la sonrisa—. Me sobrestima usted. Yo no soy más que un pobre funcionario. Un chiquillo negro de… —bajó la voz— Nueva York —dijo, como si toda la gente reunida en la iglesia, el pueblo entero, no lo supiera ya todo por su acento. Sin embargo, no tenía por qué hacerlo explícito más de lo necesario. El sur era un lugar extraño.

Comenzó la reunión.

—Como sabéis —comenzó el pastor Peters desde el frente de la iglesia—, estamos viviendo lo que sólo puede describirse como unos tiempos interesantes. Somos enormemente afortunados por poder… presenciar semejantes milagros y maravillas. Y no os equivoquéis, pues eso es lo que son: milagros y maravillas. —Caminaba mientras hablaba, como siempre que no estaba seguro de lo que estaba diciendo—. Es una época digna del Antiguo Testamento. ¡No sólo Lázaro se ha levantado de la tumba, sino que parece haberse traído a los demás consigo! —El pastor se detuvo y se secó el sudor de la nuca.

Su mujer tosió.

—Algo ha sucedido —prosiguió él a voz en grito, sobresaltando a los presentes—. Algo de cuya causa aún no hemos sido informados. —Abrió los brazos—. Y ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo debemos reaccionar? ¿Deberíamos tener miedo? Son tiempos inciertos, y es absolutamente natural tener miedo de las cosas que uno desconoce. Pero ¿qué hacemos con ese miedo? —Se acercó al primer banco, donde estaban sentados Lucille y Jacob, mientras el chico hacía resbalar en silencio la dura suela de sus zapatos sobre la vieja alfombra color burdeos. El pastor se sacó el pañuelo del bolsillo y se secó la frente al tiempo que le dirigía una sonrisa al muchacho—. Atemperamos nuestro miedo con paciencia —añadió—. Eso es lo que hacemos.

Mencionar la paciencia era muy importante, se recordó a sí mismo. Le cogió la mano a Jacob, asegurándose de que incluso los que se hallaban al fondo de la iglesia, los que no lo veían, tenían tiempo suficiente para que los demás les contaran lo que estaba haciendo, que estaba hablando de paciencia mientras sostenía la mano del muchacho que había pasado cincuenta años muerto y que ahora, de pronto, estaba chupando tranquilamente un caramelo en la parte frontal de la iglesia, a la mismísima sombra de la cruz. Los ojos del pastor recorrieron el templo y la multitud lo siguió. Miró, uno a uno, a los demás Regresados presentes, de modo que todo el mundo pudiera ver ya la magnitud del fenómeno, a pesar de que en un principio no deberían haber estado allí. Eran reales, no imaginados. Eran innegables. Era importante que la gente comprendiera incluso eso.

El pastor Peters sabía que la paciencia era uno de los conceptos que más le costaba entender a la gente. Y más difícil aún era ponerla en práctica. Se consideraba a sí mismo el menos paciente de todos. Ni una sola de las palabras que decía parecían tener importancia ni sentido, pero tenía un rebaño que atender, un papel que desempeñar. Y debía mantener a la muchacha alejada de su mente.

Finalmente plantó los pies en el suelo y expulsó la imagen del rostro de ella de su cabeza.

—En tiempos de incertidumbre hay mucho potencial y, lo que es peor, muchas ocasiones para pensamientos y comportamientos impulsivos. Sólo tenéis que encender la televisión para ver lo asustada que está la gente, para ver cómo se están comportando algunos, las cosas que están haciendo a causa del miedo.

»Detesto decir que tenemos miedo, pero así es. Detesto decir que podemos ser impulsivos, pero así es. Detesto decir que queremos hacer cosas que sabemos que no deberíamos hacer, pero es la verdad.

En su mente, la muchacha estaba tumbada en la rama baja de un roble como un gato depredador. Él, nada más que un niño por aquel entonces, se hallaba en el suelo mirándola mientras ella balanceaba un brazo en su dirección. Tenía muchísimo miedo. Miedo de las alturas. Miedo de ella y de los sentimientos que le suscitaba. Miedo de sí mismo, como todos los niños. Miedo de…

—¿Pastor?

Era Lucille.

El gran roble, el sol que bullía a través del toldo, la hierba verde y húmeda, la muchacha…, todo desapareció. El pastor Peters suspiró con las manos vacías extendidas frente a sí.

—¿Qué vamos a hacer con ellos? —vociferó Fred Green desde el centro de la iglesia. Todos se volvieron para mirarlo. Fred se quitó la andrajosa gorra y se arregló la camisa de trabajo color caqui—. ¡No son normales! —prosiguió con la boca tan apretada como un buzón oxidado. El cabello hacía tiempo que lo había abandonado y tenía la nariz grande y los ojos pequeños, todo lo cual había conspirado a lo largo de los años para conferirle unas facciones afiladas y crueles—. ¿Qué vamos a hacer con ellos?

—Seremos pacientes —respondió el pastor. Pensó en mencionar a la familia Wilson, que se encontraba en la parte de atrás de la iglesia, pero esa familia tenía un significado especial para Arcadia y, por ahora, lo mejor era que pasaran desapercibidos.

—¿Ser pacientes? —Fred abrió unos ojos como platos. Un temblor lo recorrió de pies a cabeza—. ¿Quiere que seamos pacientes cuando el mismísimo demonio se ha presentado en nuestra puerta? ¡Quiere que seamos pacientes aquí y ahora, en el fin de los tiempos! —Mientras hablaba, Fred no miraba al pastor Peters, sino al resto de los congregados. Rotaba sobre sí mismo describiendo un pequeño círculo, atrayendo a la gente hacia su interior, asegurándose de que cada uno de ellos veía lo que mostraban sus ojos—. ¡Nos pide paciencia en una época como ésta!

—Bueno, bueno —intervino el pastor Peters—. No empecemos con el «fin de los tiempos». Y no empecemos a llamar a esta pobre gente «demonios». Son misterios, eso está claro. Tal vez incluso sean milagros. Pero ahora mismo es demasiado pronto para que nadie entienda nada. Hay demasiadas cosas que no sabemos, y lo último que queremos es que el pánico se apodere de nosotros. Ya sabéis lo que sucedió en Dallas, toda esa gente herida, Regresados y también gente normal. Todos muertos. No podemos permitir que aquí suceda algo parecido. No en Arcadia.

—Si quiere mi opinión, esos tipos de Dallas hicieron lo que había que hacer.

La iglesia estaba viva. En los bancos, a lo largo de los muros, al fondo del templo, todo el mundo refunfuñaba de acuerdo con Fred o, por lo menos, de acuerdo con su pasión.

El pastor Peters levantó las manos e indicó con un gesto a la multitud que se calmara. La gente calló por unos instantes, pero volvió a encenderse.

Lucille envolvió a Jacob con un brazo y lo estrechó con más fuerza, estremeciéndose al recordar de pronto la imagen de los Regresados tendidos, tanto adultos como niños, ensangrentados y maltrechos por las calles de Dallas recalentadas por el sol.

Le dio a su hijo unas palmaditas en la cabeza y le tarareó una melodía cuyo nombre no recordaba. Y de pronto sintió los ojos de los lugareños sobre él. Cuanto más miraban, más dura se volvía su expresión. Los labios hacían muecas de desagrado y las frentes se fruncían por entero. Durante todo el tiempo, el chiquillo se dedicó únicamente a descansar en la curva del brazo de su madre, donde no pensó en nada más importante que los melocotones glaseados.

Las cosas no serían tan complicadas si pudiera ocultar el hecho de que Jacob era uno de los Regresados, pensó ella. Ojalá pudiera hacerlo pasar por otro niño cualquiera. Pero aunque todo el pueblo ignorara su historia personal, aunque desconociera la tragedia que habían sufrido ella y Harold el 15 de agosto de 1966, no había forma de ocultar lo que era. Los vivos siempre reconocían a los Regresados.

Fred Green siguió hablando de la tentación de los Regresados, de que no había que confiar en ellos.

En la mente del pastor Peters había todo tipo de escrituras y proverbios y anécdotas canónicas para contraargumentar, pero ésa no era la congregación de la iglesia. No era la misa dominical. Era una reunión municipal para un pueblo que se había quedado desorientado en medio de una epidemia global. Una epidemia que, de haber justicia en el mundo, habría pasado de largo de ese pueblo y habría arrasado el mundo civilizado, las ciudades más grandes, Nueva York, Los Ángeles, Londres, París. Todos los lugares donde se suponía que sucedían las cosas importantes.

—Propongo que los encerremos en alguna parte —prorrumpió Fred, agitando en el aire un puño cuadrado y lleno de arrugas mientras una multitud de hombres más jóvenes se apiñaban a su alrededor, asintiendo y gruñendo en señal de aprobación—. Tal vez en el edificio de la escuela. O quizá en esta iglesia, ya que, según dice el pastor, Dios no tiene ningún problema con ellos.

Entonces, el pastor Peters hizo algo insólito en él. Gritó. Gritó tan fuerte que la iglesia quedó sumida en el silencio y su frágil y pequeña esposa retrocedió varios pasos.

—¿Y luego qué? —inquirió—. ¿Y luego qué pasará con ellos? Los encerramos en un edificio en algún sitio, ¿y luego qué? ¿Qué pasará después? ¿Durante cuánto tiempo los retendremos? ¿Un par de días? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Un mes? ¿Hasta que esto termine? ¿Y cuándo terminará? ¿Cuándo dejarán de regresar los muertos? ¿Y cuándo estará Arcadia llena hasta los topes? ¿Cuando todos los que han vivido aquí alguna vez hayan vuelto? Esta pequeña comunidad nuestra tiene… ¿cuánto? ¿Ciento cincuenta años? ¿Ciento setenta? ¿Cuánta gente supone eso? ¿A cuántos podemos retener? ¿A cuántos podemos alimentar y durante cuánto tiempo?

»Y ¿qué pasará cuando los Regresados no sean ya sólo los nuestros? Todos sabéis lo que está pasando. Cuando vuelven, no aparecen casi nunca en el lugar que habitaron en vida. De modo que no sólo estaremos abriendo nuestras puertas a aquellos para quienes este acontecimiento supone un regreso al hogar, sino también a aquellos que simplemente están perdidos y necesitan orientación. A los solitarios. A los que no tenían ataduras. ¿Recordáis a aquel japonés, allá en el condado de Bladen? ¿Dónde se encuentra ahora? No en Japón, sino todavía en el condado de Bladen, viviendo con una familia que fue lo bastante amable como para acogerlo. Y ¿por qué? Simplemente porque no quería volver a casa. Fuera como fuese su vida cuando murió, quería otra cosa. Y, gracias a unas personas buenas, deseosas de ser amables, ha tenido una oportunidad de recuperarla.

»¡Te pagaría un buen dinero, Fred Green, para que nos lo explicaras! ¡Y no te atrevas a decir que «la mente de los chinos no es como la nuestra», viejo tonto racista!

En los ojos de los presentes, el pastor vio entonces la chispa de la razón y la consideración, la posibilidad de tener paciencia.

—¿Qué pasa cuando no tienen ningún otro sitio adonde ir? ¿Qué ocurrirá cuando los muertos sean más que los vivos?

—Es de eso precisamente de lo que estoy hablando —replicó Fred Green—. ¿Qué pasará cuando los muertos sean más que los vivos? ¿Qué harán con nosotros? ¿Qué ocurrirá cuando estemos a su merced?

—Si eso sucede, y no está claro que vaya a suceder, pero si sucede, esperaremos que hayan visto un buen ejemplo de lo que es la compasión en… nosotros.

—¡Esa respuesta es la hostia de ridícula! Y que el Señor me perdone por decirlo aquí, en la iglesia, pero es la verdad. ¡Es la hostia de ridícula!

El volumen de las voces en el interior del templo volvió a aumentar. Gritos, gruñidos y presupuestos ciegos. El pastor Peters miró al agente Bellamy. Donde Dios estaba fallando, el Gobierno debía echar una mano.

—¡Bueno, bueno! —dijo Martin Bellamy, poniéndose en pie para enfrentarse a la multitud al tiempo que se pasaba una mano por el frente de su inmaculado traje gris. De toda la gente congregada en la iglesia, parecía ser el único que no sudaba, que no sufría con la falta de aire y el intenso calor. Era algo tranquilizador.

—¡Para empezar, no me extrañaría nada que todo fuera culpa del Gobierno! —declaró Fred Green—. No me sorprendería lo más mínimo que una vez que todo esto haya pasado descubriéramos que el Gobierno tenía algo que ver con ello. Quizá no estuvieran ustedes tratando realmente de hallar el modo de hacer regresar a todo el mundo, pero me apuesto a que los tíos del Pentágono vieron un montón de ventajas en el hecho de poder hacer volver a los soldados de entre los muertos. —Fred apretó la boca, reforzando su argumento con los labios. Luego abrió los brazos como para atraer a todas las personas congregadas en la iglesia a su hilo de pensamiento—. ¿Es que no lo veis? Mandas a un ejército a la guerra y, bang, matan a uno de tus soldados. ¡Entonces aprietas un botón o le pones una inyección y vuelve a estar en pie, con el arma en la mano, lanzándose de cabeza contra el hijo de puta que acaba de matarlo! ¡Es una jodida arma del apocalipsis!

La gente asintió, como si Fred acabara de lograr convencerlos o, por lo menos, hubiera abierto la puerta a la sospecha.

El agente Bellamy dejó que las palabras del viejo se asentaran entre la multitud.

—Un arma apocalíptica en efecto, señor Green —comenzó—. Una de esas cosas de que están hechas las pesadillas. Piénselo…, muerto ahora y vivo en el instante siguiente para que vuelvan a matarte de un disparo. ¿Cuántos de ustedes firmarían a favor de ello? Desde luego, yo no.

»No, señor Green, nuestro Gobierno, por importante e impresionante que sea, no tiene más control sobre estos acontecimientos que sobre el sol. Simplemente procuramos que no nos aplaste, eso es todo. Simplemente tratamos de hacer progresos en la medida de lo posible.

«Progresos», ésa era una buena palabra. Una palabra inofensiva a la que uno se arrimaba cuando estaba nervioso. El tipo de palabra que uno llevaba a casa para que conociera a sus padres.

La muchedumbre volvió a mirar a Fred Green, pues él no les había proporcionado nada tan reconfortante como «progresos». Fred se quedó allí plantado con aspecto viejo, pequeño y furioso.

El pastor Peters trasladó entonces su corpachón hasta el lado derecho de Martin Bellamy.

El agente Bellamy pertenecía a la peor clase de hombres del Gobierno: los honrados. Un Gobierno jamás debía decirle a la gente que no sabe más que cualquier hijo de vecino. Si el Gobierno no tenía las respuestas, ¿quién demonios las tenía? Lo mínimo que un Gobierno podía hacer era tener la decencia suficiente para mentir. Fingir que todo estaba bajo control. Fingir que, de un momento a otro, saldría con la cura milagrosa, el golpe militar decisivo o, en el caso de los Regresados, simplemente con una conferencia de prensa en la que el presidente, sentado junto a la chimenea, luciendo un jersey y fumando en pipa, les decía con voz paciente y afable: «Tengo las respuestas que necesitáis y todo irá bien».

Pero el agente Bellamy no sabía absolutamente nada más que cualquier hijo de vecino, y no se avergonzaba de ello.

—Maldito imbécil —espetó Fred, y dio media vuelta y se marchó, mientras la densa multitud se apartaba lo mejor que podía para permitirle el paso.

Una vez Fred Green se hubo marchado, los ánimos se calmaron de ese modo característico del sur. Todo el mundo se turnaba para hablar, planteando cuestiones tanto al hombre de la Oficina como al pastor. Las preguntas eran las de esperar. Para todos, en todas partes, en cada país, en cada iglesia, ayuntamiento, auditorio, foro de internet y en cada chat, las preguntas eran las mismas. Eran tantas las veces que se planteaban y tanta la gente que las formulaba que acababan siendo aburridas.

Y las respuestas a las preguntas —«No lo sabemos», «Dennos tiempo», «Por favor, tengan paciencia»— eran igualmente aburridas. En su esfuerzo, el predicador y el hombre de la Oficina constituían un equipo perfecto. El uno apelaba al sentido del deber cívico de las personas. El otro, a su sentido del deber espiritual. Si no hubieran sido un equipo perfecto, es difícil imaginar exactamente lo que el pueblo habría hecho cuando apareció la familia Wilson.

Venían del salón comedor situado en la parte trasera de la iglesia, donde llevaban viviendo ya una semana prácticamente sin que nadie los viera, sin que nadie hablara más que rara vez de ellos.

Jim y Connie Wilson, junto con sus dos hijos, Tommy y Hannah, eran la mayor vergüenza y la mayor tristeza que el pueblo de Arcadia hubiera conocido nunca.

En Arcadia no había asesinatos.

Salvo el suyo. Muchos años antes, la familia Wilson había sido asesinada a tiros una noche en su propia casa, y el asesino nunca había sido capturado. Circulaban montones de teorías al respecto. Al principio, se habló mucho de un vagabundo que respondía al nombre de Ben Watson. No tenía un hogar digno de mención e iba de un pueblo a otro como un ave migratoria. Solía llegar a Arcadia en invierno y te lo encontrabas refugiado en el granero de alguien, tratando de pasar desapercibido el mayor tiempo posible. Pero nunca había dado muestras de ser un hombre violento. Además, cuando asesinaron a los Wilson, Ben Watson se encontraba a dos condados de distancia, en la celda de una cárcel, acusado de embriaguez pública.

Otras teorías fueron y vinieron con un grado de credibilidad cada vez menor. Corrieron rumores acerca de un romance secreto —a veces el culpable era Jim, a veces Connie—, aunque no duraron mucho, pues Jim estaba siempre en el trabajo, en la iglesia o en casa, y Connie sólo en casa, en la iglesia o con sus hijos. Aparte de eso, la simple verdad era que Jim y Connie se habían enamorado en el instituto y sólo habían estado unidos el uno al otro.

Tener una aventura no estaba en el ADN de su amor.

En vida, los Wilson habían pasado mucho tiempo con Lucille. Jim, que nunca había sido tanto de los que investigan el árbol familiar como otros, creyó a Lucille a pies juntillas cuando ésta le dijo que estaban emparentados a través de una tía abuela (cuyo nombre nunca conseguía determinar), e iba a visitarla siempre que ella se lo pedía.

Nadie rechaza la oportunidad de que lo traten como familia.

Para Lucille —y esto es algo que ella no se permitió comprender hasta años después de que murieron—, en aquella época, contemplar a Jim y a Connie vivir, trabajar y criar a sus dos hijos era una oportunidad de ver la vida que ella misma casi había tenido. La vida que la muerte de Jacob le había arrebatado.

¿Cómo podía no llamarlos familia, dejarlos ser parte de su mundo?

En los largos años que siguieron al asesinato de los Wilson, la gente —de esa manera tácita de consentir las cosas que tiene la gente de los pueblos pequeños— acabó conviniendo que el culpable no podía ser nadie de Arcadia. Tenía que ser de fuera. Tenía que ser el resto del mundo quien lo había hecho, quien había encontrado ese lugar secreto y especial del mapa donde aquellas personas vivían sus discretas vidas, quien había llegado y había puesto fin a la paz y la tranquilidad que habían conocido siempre.

Todos observaron en pensativo silencio mientras la pequeña familia iba haciendo su aparición, miembro a miembro, por la puerta del fondo de la iglesia. Jim y Connie caminaban delante; el pequeño Tommy y Hannah los seguían en silencio. La multitud se dividió como una densa masa para rebozar.

Jim Wilson era un hombre joven, de poco más de treinta y cinco años de edad, hombros anchos y una barbilla firme y cuadrada. Parecía de ese tipo de hombres que está siempre construyendo algo. Siempre ocupado en alguna actividad productiva. Siempre impulsando el lento avance del progreso de la humanidad frente a la sed perpetua de entropía. Ése era el motivo por el que el pueblo lo había amado tanto cuando vivía. Había sido todo lo que la gente de Arcadia debería ser: educado, trabajador, cortés, sureño. Pero ahora, como uno de los Regresados, les recordaba a todos lo que antes no sabían que podían ser.

—Os estáis acercando a la gran pregunta —dijo Jim con voz grave—, la que usted formuló con anterioridad esta noche y dejó colgando en el aire. La pregunta sobre qué hay que hacer con nosotros.

El pastor Peters lo interrumpió:

—Bueno… No hay nada «que hacer con vosotros». Sois personas. Necesitáis un lugar donde vivir. Tenemos sitio para vosotros.

—No pueden quedarse para siempre —intervino alguien. Algunas voces entre la multitud refunfuñaron en señal de acuerdo—. Hay que hacer algo con ellos.

—Sólo quería daros las gracias —dijo Jim Wilson. Tenía pensado decir muchas más cosas, pero ahora, ahora que todo Arcadia lo estaba mirando, unos algo menos amigablemente que otros, se había quedado en blanco—. Sólo… sólo quería daros las gracias —repitió. Acto seguido se volvió y, llevándose a su familia consigo, se fue tal como había venido.

Después de eso, a todo el mundo parecía costarle encontrar algo que preguntar o que decir o de lo que discutir. Los lugareños se arremolinaron durante un rato, gruñendo y susurrando de vez en cuando, pero sin ninguna verdadera consecuencia. Todos se sentían de pronto cansados y abrumados.

El agente Bellamy les dirigió una ronda final de palabras reconfortantes mientras comenzaban a abandonar poco a poco la iglesia. Les estrechó la mano y les sonrió mientras iban pasando y, cuando le preguntaron, dijo que haría todo lo posible para entender por qué estaba sucediendo todo aquello. Les dijo que se quedaría «hasta que las cosas estuvieran en orden».

Que las cosas estuvieran en orden era lo que la gente esperaba del Gobierno, de modo que, por el momento, dejaron de lado sus miedos y sus sospechas.

Al final, en la iglesia sólo quedaron el pastor, su mujer y la familia Wilson, que, como no querían causar más problemas de los que habían causado ya, permanecieron en silencio en su habitación de la parte trasera, lejos de la vista y del recuerdo de todos, como si jamás hubieran regresado.

—Imagino que Fred tenía una buena cantidad de cosas que decir —dijo Harold mientras Lucille se acomodaba en la camioneta.

Su mujer forcejeó con el cinturón de seguridad de Jacob, resoplando y haciendo movimientos dificultosos con las manos.

—¡Son todos tan… tan poco normales! —El clic del cinturón del chico puntuó su frase. Hizo girar el pomo de la ventanilla. Tras tirar con fuerza unas cuantas veces, la ventanilla se liberó y se abrió. Lucille cruzó los brazos sobre el pecho.

Harold giró entonces la llave en el contacto del vehículo, que se puso en marcha con un rugido.

—Ya veo que tu madre ha estado mordiéndose la lengua otra vez, Jacob. Probablemente estuvo sentada durante toda la reunión sin decir nada, ¿no es así?

—Sí, señor —replicó Jacob, mirando a su padre con una sonrisa.

—No se te ocurra hacer eso —dijo Lucille—. ¡No lo hagas!

—No tuvo ninguna oportunidad de utilizar una de sus palabras estrambóticas, y ya sabes el efecto que eso le causa, ¿verdad? ¿Te acuerdas?

—Sí, señor.

—No os lo digo de broma —dijo Lucille, luchando contra la risa a su pesar—. Saldré de la camioneta ahora mismo y no volveréis a verme nunca más.

—¿Pudo alguna otra persona utilizar una palabra realmente estrambótica?

—Apocalipsis.

—Ah…, eso. Es una palabra estrambótica, desde luego. El «apocalipsis» es lo que sucede cuando pasas demasiado tiempo en una iglesia. Es por eso por lo que yo no voy.

—¡Harold Hargrave!

—¿Cómo está el pastor? Es un buen chico de Mississippi, a pesar de su religión.

—Me dio un caramelo —lo informó Jacob.

—Muy amable por su parte, ¿no? —preguntó Harold, batallando con la camioneta por la oscura carretera que conducía a su casa—. Es un buen hombre, ¿no es así?

La iglesia estaba ahora en silencio. El pastor Peters entró en su pequeño despacho y se instaló frente a la oscura mesa de madera. A lo lejos, una camioneta gorjeaba calle abajo. Todo era sencillo, y eso era bueno.

La carta estaba en el cajón de su mesa, bajo un montón de libros, papeles varios que requerían su firma, sermones en diversas fases de redacción y todo el follón general que poco a poco va apoderándose de un despacho. En el otro extremo había una vieja lámpara que arrojaba un tenue resplandor color ámbar por la habitación. Las librerías del pastor, todas llenas más allá de su capacidad, recubrían los muros del despacho. Sus libros le prestaban escaso consuelo últimamente. Una simple carta había arruinado todo su trabajo, se había llevado todo el consuelo que las palabras pueden ofrecer.

La carta decía:

Apreciado señor Robert Peters:

La Oficina Internacional para los Regresados desea informarlo de que una Regresada llamada Elizabeth Pinch lo está buscando a usted con gran empeño. Como es nuestra política en esta situación, no se facilita información alguna a las personas ajenas a la familia de los Regresados. En la mayoría de los casos, estos individuos buscan primero a sus familias, pero la señorita Pinch ha expresado su deseo de localizarlo a usted. Conforme al código 17, artículo 21, de la Política de Normas para los Regresados, por la presente se lo notificamos.

El pastor Peters miró la carta y, al igual que la primera vez que la había leído, se sintió inseguro de todo en la vida.