DIECIOCHO

—Tenemos que parar —resopló Harold con los pulmones ardiendo.

A pesar de que su instinto le decía que deberían seguir adelante —su madre estaba allí fuera en alguna parte, en medio de toda aquella locura—, Bellamy no protestó. No tenía más que ver el estado en que se encontraba Harold para saber que no tenía elección. Dejó a Jacob en el suelo y el chiquillo corrió de inmediato hacia su padre.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Entre toses, Harold jadeó en busca de aire.

—Siéntese —le dijo Bellamy al tiempo que lo rodeaba con un brazo.

Se hallaban junto a una pequeña casa en Third Street, lo bastante lejos de la puerta de la cerca como para mantenerse a distancia de cualquier problema. Esa parte concreta del pueblo estaba tranquila, pues mucha otra gente se había trasladado hasta la puerta donde estaba sucediendo todo. Era muy probable que a esas alturas todos los que podían escapar de Arcadia lo estuvieran haciendo, supuso Bellamy. «Al final, esto podría quedar completamente vacío», se dijo.

Si no recordaba mal, la casa pertenecía a la familia Daniels. Había procurado recordar tantas cosas del pueblo como le era posible, no porque hubiera pensado nunca que nada de eso fuera a suceder, sino porque su madre le había enseñado siempre a ser un hombre de detalles.

Desde la puerta llegó el estallido de un único disparo.

—Gracias por ayudarme a sacarlo de allí —manifestó Harold. Se miró las manos—. Yo no soy lo bastante rápido.

—No deberíamos haber dejado sola a Lucille —señaló Bellamy.

—¿Cuál era la alternativa? ¿Quedarnos y que le pegaran un tiro a Jacob? —Gimió y se aclaró la garganta.

Bellamy asintió.

—Buena lógica, supongo. Aunque pronto habrá terminado. —Le puso a Harold una mano en el hombro.

—¿Se pondrá bien? —quiso saber Jacob, secándole la frente a su padre mientras Harold seguía tosiendo y jadeando.

—No te preocupes por él —le contestó Bellamy—. Es uno de los hombres más mezquinos que he conocido en mi vida. ¿Tú no sabes eso de que mala hierba nunca muere?

Bellamy y Jacob ayudaron a Harold a subir la escalera del porche de la casa de los Daniels. La construcción tenía un aspecto solitario y se erguía bajo una farola rota próxima a un terreno abandonado.

Harold tosió hasta que sus manos se convirtieron en puños.

Jacob le acarició la espalda.

Bellamy se hallaba de pie con los ojos vueltos hacia el corazón de la ciudad, hacia la escuela.

—Debería ir a ocuparse de ella —le dijo Harold—. Nadie va a molestarnos. Los únicos que tenían armas eran los guardias y, bueno, estaban en ligera inferioridad numérica —declaró, y enfatizó su promesa carraspeando.

Bellamy siguió mirando hacia la escuela.

—Ahora mismo a nadie le preocupan un viejo y un crío. No es preciso que nos proteja. —Alargó el brazo y rodeó a Jacob con él—. ¿No es así, hijo? Tú me protegerás, ¿a que sí?

—Sí, señor —respondió el muchacho con seriedad.

—Ya sabe dónde vivimos —dijo Harold—. Creo que regresaremos allí en busca de Lucille. Ahora las cosas parecen tranquilas por esa zona. Todo se ha trasladado más allá de la puerta, pero supongo que Lucille se quedará allí esperando a que volvamos por ella.

Bellamy volvió rápidamente la cabeza y miró en dirección a la puerta sur con los ojos entornados.

—No se preocupe por Lucille. A esa mujer no le pasará nada. —Harold rio, aunque era una risa apesadumbrada y llena de tensión.

—La abandonamos —dijo Bellamy.

—No la abandonamos. Pusimos a Jacob a salvo. Y si no lo hubiéramos hecho, ella misma nos habría pegado un tiro. Se lo garantizo. —Abrazó más estrechamente a Jacob.

A lo lejos se oyeron unos gritos. Después, silencio.

Bellamy se pasó la mano por la frente. Entonces, Harold observó que, por primera vez desde que se conocían, Bellamy estaba sudando.

—No le pasará nada —aseguró.

—Lo sé —replicó Bellamy.

—Está viva —afirmó Harold.

El agente soltó una risita.

—Ése sigue siendo el tema, ¿verdad?

Harold le estrechó la mano al agente Bellamy.

—Gracias —le dijo, tosiendo ligeramente.

El hombre negro sonrió.

—No me diga que va a ponerse sentimental conmigo ahora…

—Sólo diga «de nada», agente.

—Ni hablar —repuso Bellamy—. Voy a hacerme de rogar. Si va a ponerse todo mimoso conmigo, quiero sacarle una foto. ¿Dónde está mi móvil?

—Es usted un gilipollas —repuso Harold, sofocando la risa.

—De nada —dijo Bellamy alegremente tras una pausa.

Entonces, los dos hombres se separaron.

Harold permaneció con los ojos cerrados, concentrándose en aumentar la distancia entre él y aquella maldita tos que no parecía querer soltarlo. Tenía que decidir qué hacer a continuación. Presentía que había alguna otra cosa de la que ocuparse antes de que todo terminara, una cosa horrible.

Toda esa palabrería sobre que sabía que Lucille estaba bien no era más que eso: palabrería. Deseaba enormemente ver por sí mismo que estaba bien. Se sentía más culpable aún que Bellamy por haberla dejado allí. Al fin y al cabo, era su marido. Pero se recordó a sí mismo que lo había hecho por la seguridad de Jacob. La propia Lucille le había dicho que lo hiciera. Era lógico. Con todas esas armas, toda esa gente y todo ese miedo, no había forma de saber lo que podría haber pasado. No era un lugar para estar con tu hijo en brazos.

Si las cosas hubieran sido al revés, si hubiera sido él el que hubiera estado allí fuera y Lucille la que hubiera estado al otro lado de aquellos soldados, habría querido que ella agarrara al chico y saliera corriendo.

—¿Papá?

—¿Sí, Jacob? ¿Qué quieres? —Harold aún se moría por un cigarrillo, pero sus bolsillos estaban vacíos. Cruzó las manos entre las rodillas y contempló el pueblo de Arcadia, en el que ahora reinaba un silencio sepulcral.

—Tú me quieres, ¿verdad?

Harold se encogió.

—¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa, hijo?

Jacob atrajo sus rodillas contra su pecho, se rodeó las piernas con los brazos y guardó silencio.

Atravesaron el pueblo con cautela, regresando despacio a la puerta. De vez en cuando se cruzaban con otros Regresados. Aún había mucha gente dentro de la valla que rodeaba la ciudad, a pesar de que muchos habían escapado al campo.

Harold trataba de moverse con seguridad, intentando que a sus pulmones no les entrara el pánico. Ocasionalmente hablaba de cualquier cosa suelta que le pasaba por la cabeza. Sobre todo hablaba de Arcadia. De cómo era «entonces», cuando Jacob vivía. En esos momentos, fijarse en lo mucho que las cosas habían cambiado con los años le parecía de suma importancia.

El terreno vacío próximo a la casa de los Daniels no siempre había estado vacío. Entonces, cuando Jacob estaba vivo, era allí donde se encontraba la vieja heladería, hasta algún momento de los sesenta, cuando acabó yéndose a pique en torno a la época de la crisis del petróleo.

—Cuéntame un chiste —dijo Harold, oprimiendo la mano de su hijo.

—Ya los has oído todos —replicó el chiquillo.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque eras tú quien me los contaba a mí.

Ahora Harold ya no se ahogaba y empezaba a encontrarse mejor.

—Pero estoy seguro de que sabes unos cuantos nuevos.

Jacob negó con la cabeza.

—¿Qué me dices de alguno que hayas visto en la tele? ¿Tal vez le has oído contar chistes a otra persona?

Jacob volvió a negar con la cabeza.

—¿Y los niños, cuando estábamos en aquella aula de arte con la señora Stone? Los chicos siempre tienen chistes que contar. Debieron de contarte algunos antes de que comenzara a haber tantísima gente y eso…, y antes de que tuvieras que darles una paliza. —Sonrió con aire de superioridad.

—Nadie me ha contado ningún chiste nuevo —replicó Jacob con desánimo—. Ni siquiera tú.

Su padre le soltó la mano y siguieron andando, ambos balanceando los brazos.

—Muy bien, pues —dijo Harold—. Supongo que tenemos que intentarlo.

Jacob sonrió.

—Bueno, ¿de qué debería ser nuestro chiste?

—De animales. Me gustan los chistes de animales.

—¿Tienes en mente algún animal en particular?

Jacob se quedó un momento pensativo.

—Un pollo.

Harold asintió.

—Bueno, bueno. Hay mucho terreno fértil por lo que respecta a chistes de pollos. Sobre todo de hembras de pollo, pero que no se entere tu madre.

Jacob se echó a reír.

—¿Qué le dice un poste a otro poste?

—¿Qué?

Póstate bien.

Para cuando se aproximaban ya a la puerta sur de Arcadia, el padre y su hijo habían elaborado juntos su propio chiste, así como una filosofía básica de cómo contarlo.

—Bueno, ¿cuál es el secreto? —quiso saber Jacob.

—La forma de contarlo —respondió Harold.

—¿Qué pasa con la forma de contarlo?

—Tienes que contar el chiste tal como te lo han contado a ti.

—¿Por qué?

—Porque si parece que te lo estás inventando nadie quiere oírlo. Porque la gente siempre piensa que un chiste es más gracioso si cree que ya ha sido contado antes. La gente quiere ser parte de algo —concluyó Harold—. Cuando oye un chiste, y estamos hablando de chistes preparados, quiere tener la impresión de que la están introduciendo en algo que los supera. Quieren poder llevárselo consigo a casa y hablarles de él a sus amigos e introducirlos también a ellos en la broma. Quieren hacer a quienes los rodean partícipes de ella.

—Sí, señor —terció Jacob alegremente.

—¿Y si es bueno de verdad? —inquirió Harold.

—Si es bueno de verdad, puede seguir circulando.

—Eso es —aprobó su padre—. Las cosas buenas nunca mueren.

Entonces, de pronto, sin tener tiempo siquiera de volver a contar el chiste, se encontraron en la puerta sur, como si hubieran estado vagando sin rumbo, como si hubieran sido simplemente un padre y un hijo que pasaban un rato juntos a solas en vez de estar regresando al lugar donde había sucedido todo, al lugar donde se hallaba Lucille, y donde Jim Wilson estaba caído en el suelo.

Harold avanzó entre la multitud de Regresados que rodeaba a Jim Wilson, con Jacob a la zaga.

En la muerte, Jim parecía tranquilo.

Lucille estaba de rodillas a su lado, llorando con desconsuelo. Alguien le había metido una chaqueta o algo parecido bajo la cabeza a Jim y le había echado otra sobre el pecho. Lucille sostenía una de sus manos. Su mujer, Connie, la otra. Por suerte, alguien se había llevado a los niños.

Aquí y allá, había pequeños grupos de soldados juntos, desarmados y rodeados de Regresados. A algunos los habían atado con sogas improvisadas. Otros, reconociendo una causa perdida cuando la veían, estaban sin atar y no hacían más que observar en silencio, sin ofrecer mayor resistencia.

—¿Lucille? —la llamó Harold, agachándose a su lado con un gruñido.

—Era familia —declaró ella—. Todo ha sido culpa mía.

Por algún motivo, Harold no vio la sangre hasta que se encontró de rodillas sobre ella.

—Harold Hargrave —dijo Lucille en un tono casi inaudible—. ¿Dónde está mi chico?

—Aquí —contestó su marido.

Jacob se colocó detrás de Lucille y la rodeó con los brazos.

—Estoy aquí, mamá —dijo.

—Bien —replicó ella, pero Harold no estaba seguro de que se hubiera percatado realmente de que el muchacho estaba allí. Entonces, ella agarró al chiquillo y lo atrajo contra su pecho—. He hecho algo terrible —dijo aferrándose a él—. Que Dios me perdone.

—¿Qué ha pasado? —inquirió Harold.

—Había alguien detrás de nosotros —respondió Connie Wilson, haciendo una pausa para secarse las lágrimas de la cara.

Harold se levantó, despacio. Le dolían muchísimo las piernas.

—¿Fue uno de los soldados? ¿Fue ese maldito coronel?

—No —contestó Connie con calma—. Ya se había marchado. No fue él.

—¿Hacia adónde miraba Jim? ¿Hacia el pueblo o en esa dirección? —Apuntó hacia la carretera que conducía fuera de Arcadia. Podía ver dónde acababa la población y dónde comenzaban los campos y los árboles.

—Hacia el pueblo —afirmó Connie.

Harold se volvió en la otra dirección, pero no distinguió más que la larga y oscura carretera que discurría fuera de Arcadia, entre los maizales vacíos. Los campos estaban flanqueados de grandes pinos oscuros que se erguían contra el cielo estrellado.

—Maldito seas —masculló Harold.

—¿Qué sucede? —preguntó Connie, percibiendo cierto reconocimiento en su voz.

—Maldito hijo de puta —espetó él con los puños apretados como bolas.

—¿Qué pasa? —repitió Connie, esperando de pronto que le dispararan también a ella. Miró en dirección al bosque, pero allí sólo vio árboles y oscuridad.

—Id a por los niños —dijo Harold. Luego señaló su vieja camioneta—. Meted a Jim en la parte de atrás. Tú también, Connie. ¡Sube ahí y túmbate, y no vuelvas a incorporarte hasta que yo te lo diga!

—¿Qué pasa, papá? —quiso saber Jacob.

—No importa —le respondió Harold. Y añadió, dirigiéndose a Lucille—: ¿Dónde está la pistola?

—Aquí —contestó ella, pasándosela con repugnancia—. Tírala.

Harold se remetió el arma en el cinturón y rodeó el vehículo para instalarse en el asiento del conductor.

—Papá, ¿qué está pasando? —inquirió Jacob. Aún estaba abrazado a su madre. Ahora ella le daba palmaditas en la mano, como admitiendo por fin que se encontraba allí.

—Cállate —le dijo Harold con dureza—. Ven aquí y métete en la camioneta. Entra y pega la cabeza al asiento.

—Pero ¿y mamá?

—Jacob, hijo, ¡haz lo que te digo! —aulló Harold—. Tenemos que salir de aquí. Volver a casa, donde Connie y los niños estarán a salvo.

Jacob se tumbó en el asiento de la camioneta y Harold, para hacerle saber que era por su propio bien, alargó el brazo y le acarició la cabeza. No se disculpó, porque sabía que no había hecho mal gritándole al chiquillo en ese momento y siempre había creído que alguien no debía disculparse cuando no había hecho nada malo. Sin embargo, no había nada en sus principios que prohibiera a una persona acariciar con afecto la cabeza de un niño.

Cuando el pequeño se hubo instalado, Harold fue a echar una mano con el cuerpo de Jim Wilson. Lucille los observó levantar al hombre y una cita de las Sagradas Escrituras acudió de pronto a su mente.

—«Mi Dios envió a su ángel, que cerró la boca de los leones para que no me hiciesen daño, porque ante él fui hallado inocente; y aun delante de ti, oh, rey, yo no he hecho nada malo».

Harold no protestó. Las palabras le parecían adecuadas.

—Con cuidado —dijo mientras trasladaban el cuerpo, sin dirigirse a nadie en particular.

—Con arrepentimiento —terció Lucille, aún de rodillas—. Con arrepentimiento —repitió—. Es todo culpa mía.

Cuando hubieron depositado el cuerpo en la caja de la camioneta sin incidentes, Harold le dijo a Connie que subiera ella también.

—Pon a los niños delante, si es necesario —le indicó. Luego se disculpó, aunque no sabía por qué.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—. No entiendo nada. ¿Adónde vamos?

—Preferiría que los niños se sentaran en la cabina —replicó Harold.

Connie siguió las instrucciones del anciano. Los niños se apretujaron en la cabina junto a Lucille, Jacob y Harold, quien les dijo a los tres pequeños que bajaran la cabeza. Los chiquillos hicieron lo que les mandaba, lloriqueando mientras la camioneta cobraba vida con un rugido y se encaminaba a las afueras del pueblo.

Lucille miraba a lo lejos, con la cabeza en otra parte.

En la caja del vehículo, Connie iba tumbada junto al cuerpo de su marido de manera muy parecida a como debía de haber dormido junto a él durante todos esos años de vida y matrimonio. Le cogió la mano. No parecía tener miedo ni sentirse incómoda por estar tan cerca de su esposo muerto, o tal vez simplemente no quisiera abandonarlo.

Mientras avanzaban, los ojos de Harold escrutaban la penumbra que se extendía a lo largo del margen de la luz de los faros, alerta al cañón de un rifle que pudiera asomarse, disparar y mandarlo a la tumba. Cuando no estaban ya muy lejos de casa, cuando el pueblo se perdía de vista a sus espaldas en la oscuridad, Harold estiró el brazo y colocó su mano sobre la de Lucille.

—¿Por qué vamos a casa? —inquirió Jacob.

—Cuando estabas solo y asustado en China, ¿qué era lo que querías hacer?

—Quería irme a casa —respondió el chico.

—Eso es lo que hacen las personas —prosiguió Harold—, incluso sabiendo que allí podrían vivir un infierno.

Al abandonar la carretera y tomar el camino de tierra que conducía a su casa, el anciano le dijo a su mujer:

—Lo primero que haremos será hacer entrar a Connie y a los niños en casa. Sin preguntas. No te preocupes por Jim. Simplemente mételes prisa a esos niños para que se metan dentro, ¿me oyes?

—Sí —contestó Lucille.

—Una vez hayáis entrado, subid al piso de arriba. No os entretengáis para nada.

Harold detuvo la camioneta al inicio de la entrada de vehículos, encendió las luces largas y dejó que el resplandor lo despojara todo de su color. La casa estaba a oscuras y tenía un aire vacío que no recordaba haber observado en ella casi nunca.

Pisó el acelerador y el vehículo avanzó hacia adelante, cobrando velocidad mientras subía por el camino de acceso a la casa. Luego hizo girar la camioneta en el jardín y la acercó marcha atrás a la escalera del porche, como si tuviera la intención de descargar un árbol de Navidad o una caja llena de leña y no el cuerpo de Jim Wilson.

Una sensación de que lo venían siguiendo lo poseía, una sensación de que las cosas aún no estaban tranquilas, de modo que lo hacía todo deprisa. Al escuchar, percibió en el aire el sordo rumor del motor de unas camionetas que se encontraban probablemente al final del camino de tierra, según supuso por el sonido.

Abrió la puerta de la camioneta y salió al exterior.

—Entrad en casa —ordenó. Sacó a los niños de la cabina, los dejó caer sobre sus pies como si fueran potrillos y les indicó el porche—. Vamos —dijo—. Daos prisa y meteos en casa.

—Ha sido divertido —terció Jacob.

—Métete en casa —insistió su padre.

De pronto, el resplandor de unos faros rebotó camino arriba. Harold se puso una mano a modo de visera para protegerse los ojos y se sacó la pistola del cinturón.

Jacob, Lucille y los Wilson se escabullían por la puerta cuando la primera camioneta se detuvo en el jardín justo debajo del viejo roble. Las otras tres que la seguían aparcaron una al lado de otra, con las luces largas encendidas.

Pero Harold ya sabía quiénes eran.

Se volvió y subió al porche mientras las puertas de los vehículos se abrían y sus conductores salían al exterior.

—¡Harold! —gritó una voz desde detrás del muro de luces—. ¡Venga, Harold! —dijo la voz.

—¡Apaga esas jodidas luces, Fred! —gritó él como respuesta—. Y puedes decirles a tus amigos que hagan lo mismo. —Se colocó frente a la puerta y le quitó el seguro a la pistola. En el interior de la casa, oía el ruido que hacían todos al subir corriendo la escalera, tal como les había dicho—. Por el ruido sé que Clarence aún no ha hecho reparar la correa de esa camioneta suya.

—No te preocupes por eso —replicó Fred.

Entonces, las luces de su camioneta se apagaron. Poco después, los faros de los demás vehículos se apagaron también.

—Me imagino que aún llevas contigo ese rifle —dijo Harold.

Fred se colocó delante de su camioneta mientras los ojos de Harold se adaptaban a la oscuridad. Fred llevaba el arma entre los brazos, sujeta contra el pecho.

—No quería hacerlo —declaró—. Tienes que saberlo, Harold.

—Venga, Fred —repuso él—. Viste la oportunidad de hacer algo que siempre habías querido hacer y lo hiciste. Has sido siempre un exaltado y, con el mundo tal como está, puedes ser el exaltado que siempre has querido ser.

Harold dio un paso más en dirección a la puerta y levantó la pistola. Los viejos que acompañaban a Fred levantaron sus escopetas y sus rifles, pero Fred no levantó el suyo.

—Harold —dijo meneando la cabeza—, hazlos salir y pongamos fin a todo esto.

—¿Matándolos?

—¡Harold!

—¿Por qué es tan importante que sigan muertos? —Volvió a retroceder. Detestaba dejar el cuerpo de Jim en la caja de la camioneta, pero no tenía más remedio—. ¿Cómo te has vuelto así? —inquirió—. Creí que te conocía mejor. —Ya casi estaba dentro de la casa.

—No es cierto —protestó Fred—. Nada de eso es cierto.

Harold entró entonces en la vivienda y cerró la puerta de golpe. Por unos instantes, el silencio se instaló alrededor de todos ellos. El roble que se erguía frente a la casa susurró bajo una súbita ráfaga de aire llegado del sur, como una promesa de desgracia.

—Traed las latas de gasolina —ordenó Fred.